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UNIDAD I 
5°DB / 5°DH Sobre Homero y la Ilíada 
 
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La literatura griega 
La literatura griega fue la primera que surgió en Europa , y en el curso de su evolu-
ción puso las bases de casi todos los géneros literarios. Por ello, no es extraño que 
los griegos, junto con los clásicos latinos, fueran tenidos durante mucho tiempo como 
modelos universales. Puede decirse que de ellos arranca toda la tradición literaria 
occidental. 
Ubicación de Homero 
En el siglo VIII a.C. el pueblo griego conoció un período de crecimiento y consoli-
dación y un gran florecimiento literario y artístico, proceso que culminaría en le épo-
ca clásica (siglo V a.C.). Las primeras obras que se conservan son los grandes poemas 
épicos de la Ilíada y la Odisea, tradicionalmente atribuidos a Homero. La Ilíada narraba 
un episodio de la guerra de Troya que tenía como tema central la trágica historia de la 
“cólera de Aquiles”. La Odisea resaltaba las peripecias de Odiseo –Ulises– en su viaje de 
retorno desde Troya hasta Ítaca, su patria. Aquiles, pleno de valor y fuerza, y pronto a 
sacrificarlo todo por el honor, encarnaba el ideal heroico griego; Odiseo, aunque también 
destacado guerrero, representaba otro rasgo característico del espíritu helénico, el culto 
a la inteligencia y a la astucia que permitían al héroe salvarse en las situaciones más dif í-
ciles. 
Estas dos obras eran tenidas por los griegos como lo más importante de su literatura. 
Los hechos que narraban se remontan a la primitiva edad micénica, entre los siglos 
XVII y XII a.C. 
 Actividad: La Guerra de Troya es una de las leyendas más famosas. Las acciones de 
la Ilíada la tienen como marco y se desarrollan en su décimo año. Investiga cuáles 
fueron sus causas y los personajes más importantes. 
La poesía épica 
La palabra “epopeya” proviene de la raíz griega “epos”, que significa originariamente 
“palabra”, “discurso”. Se refiere a una poesía que era generalmente hablada o recitada 
para el público, de transmisión oral. El término “epos”, además de indicar el carácter 
recitado de esta poesía, apunta también a una cualidad interna esencial de la misma: la 
de ser exposición narrada de sucesos. “Epopeya” designa el conjunto de creaciones 
que narran gestas y hazañas memorables. Es una de las primeras manifestaciones 
literarias y, a través de ellas, podemos conocer las civilizaciones más remotas, sus hé-
roes legendarios, mitos, leyendas, tradiciones, formas de vida y los valores que subyacen 
en dichas culturas. 
La epopeya o poema épico pertenece, por su finalidad, al género narrativo , si 
bien está escrita en verso (por esto el sustantivo “poema”). El metro usado fue el hexá-
metro que, como todos los metros griegos, se medía por el número de sílabas largas y 
breves que se iban alternando (se consideraba que una sílaba larga equivalía a dos br e-
ves). 
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Aedos y rapsodas 
Hacia el final de la época micénica (siglo XII a.C. aproximadamente), los poetas, de-
nominados aedos, que eran a la vez recitadores (acompañándose de la cítara, instru-
mento de cuerdas similar a un arpa de mano), debieron ser sin duda verdaderos fun-
cionarios palaciegos y, como tales, mantenidos por el rey. Esta poesía épica debió sur-
gir y desarrollarse en el período de conquista y expansión de los aqueos, cuando es-
tos ocupan la mayor parte de la Grecia Continental, saltan a las Islas del Egeo, incluyendo 
Creta, y a las costas del Asia Menor y Siria (y aun hasta Egipto) entre los siglos XIV y XII 
a.C. 
Hacia 1100 a.C. se produce la invasión de los dorios, griegos también. Con ello entra-
mos en lo que se ha llamado Edad Oscura de la historia griega (siglos XI al VIII a.C.). 
Esos mismos emigrados eolios y jonios que fueron desplazados por los dorios, llevaban y 
mantenían consigo, sin embargo, la tradición épica que exaltaba la grandeza y heroísmo 
de sus antepasados, los reyes aqueos. Si antes los aedos eran funcionarios de la corte 
real, ahora viven protegidos por aristócratas jonios. En sus fiestas y reuniones, el aedo 
recita poemas, ya ajenos, ya de su propia creación. La aristocracia jonia a la que se 
dirigía el aedo Homero, si bien está informada y es curiosa de las cosas de la gu e-
rra (como es lógico en una época de comerciantes-piratas y rivalidades entre ciu-
dades), no era estrictamente una nobleza profesionalmente guerrera como lo es la 
de la Ilíada; pero, aparte de su interés en los asuntos bélicos, se complacían también en 
ver exaltadas las virtudes heroicas de los que consideraban sus antepasados. Y al fin to-
do ello redundaba, en lo inmediato, en prestigio político para esta aristocracia que o s-
tentaba su genealogía heroica. 
Con posterioridad al período de composición de los poemas homéricos (siglos IX y 
VIII a.C.), y al influjo de nuevas condiciones económicas y sociales, el régimen oligárqu i-
co entra en crisis, y nuevos sectores reclaman para sí participar en la vida política. Con 
ello los poemas homéricos saldrán de su reducido ámbito original aristocrático y co-
menzarán a difundirse en sectores cada vez más amplios. Y si antes fueron la exalta-
ción genealógica de una aristocracia reducida, ahora se van convirtiendo en los 
poemas que exaltan el heroísmo y grandeza del hombre griego. Si antes se recita-
ban en los palacios, ahora circulan en los lugares públicos de las ciudades, se difunden, 
se democratizan. 
Es entonces cuando surgen recitadores profesionales ambulantes, los llamados 
rapsodas que, a diferencia de los aedos, se limitan a memorizar y preservar los textos ya 
consagrados. 
La religión homérica: los dioses en la Ilíada 
Las concepciones religiosas, tal como aparecen en la Ilíada, son muy difíciles de sin-
tetizar e imposibles de reducir a un esquema claro y sin contradicciones. Ello es así po r-
que tales concepciones recogen elementos e ideas de muy diversos orígenes y 
épocas. 
En un primer plano se destaca de esta concepción su politeísmo. En segundo plano, y 
es lo más característicamente homérico, es la creencia del Olimpo como la sede de los 
grandes dioses antropomorfos (tienen aspecto y forma humana, y reflejan las mismas 
virtudes y defectos que los hombres y mujeres), que recorren de continuo la Tierra e 
intervienen en las empresas de los hombres. Las divinidades tenían el monte Olimpo 
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Dioses olímpicos griegos 
y su denominación romana 
Cronos (Saturno). Dios del Tiempo. 
Gea (Tellus). Diosa de la Tierra. 
Zeus (Júpiter). Dios del universo. 
Hera (Juno). Diosa del matrimonio. 
Atenea (Minerva). Diosa de la sabiduría. 
Artemisa (Diana). Diosa de la caza. 
Apolo (Febo). Dios de las artes, del sol y de la luz. 
Hermes (Mercurio). Dios del comercio. 
Ares (Marte). Dios de la guerra. 
Hefestos (Vulcano). Dios del fuego. 
Afrodita (Venus). Diosa de la belleza. 
Eros (Cupido). Dios del amor. 
Poseidón (Neptuno). Dios del mar. 
Hestia (Vesta). Dios del fuego sagrado. 
Deméter (Ceres). Dios de la agricultura. 
Dionisos (Baco). Dios del vino. 
Hades (Plutón). Dios de los muertos y de los infiernos. 
Perséfone (Proserpina). Diosa de los infiernos. 
como lugar de referencia. Se creía que en esta montaña, de casi 3000 metros de altura 
(la más alta de Grecia), tenían su hogar los dioses. 
El Olimpo aparece gobernado por Zeus, pero su poder, aunque real, debe estar conti-
nuamente vigilando la desobediencia y rebeldía de los otros dioses. Estos “inmortales” 
se parecen en mucho (los dioses no habían existido siempre, no eran eternos, sin princ i-
pio ni fin, sino solo inmortales) a la imagen idealizada de una monarquía aristocráti-
ca y feliz. Nacidos unos de los otros y muy numerosos, los dioses formaban una fami-
lia fuertemente jerarquizada. 
Por detrás de esta imagen olímpica de los dioses, hay otra concepción diferente , y 
en varios aspectos antagónica, según la cual el poder del dios resulta localizado en un“lugar santo”, a la vez que el propio 
dios se identifica con la imagen o 
ídolo que existe en un santuario 
determinado. Si los olímpicos son 
dioses aéreos y voladores entre tie-
rra y cielo, también aparecen enrai-
zados o fijados en un lugar, en cuyo 
ámbito restringido ejercen un poder 
absoluto. 
Se supone que la concepción “aé-
rea” de los dioses olímpicos era la 
propia que traían los primeros grie-
gos o aqueos, de lengua indoeuropea 
y costumbres nómades, cuando co-
mienzan a penetrar (desde el 2000 
a.C.) en el territorio de Grecia; mien-
tras que la otra concepción de los 
ídolos de santuario sería la propia 
de las poblaciones pre-aqueas del 
mismo territorio. Pero lo que hace 
más complicada la religión homérica 
es que esas dos concepciones tan 
distintas no se dan por separado: 
no hay dioses olímpicos por un lado y dioses-ídolos por otro, sino que lo que aparece es 
una fusión o superposición de unos sobre otros. Así ocurre que el mismo nombre, por 
ejemplo “Apolo”, designe en un caso a una u otra de las concepciones; lo mismo ocurre 
con la diosa Atenea, unas veces respondiendo a esa concepción aérea, otras descrita co-
mo un ídolo de santuario. 
Todos estos elementos, en diversas dosis, se integran en la religión homérica, que 
aparece como un sincretismo de diversas fuentes. Pero más allá de esto, los poemas 
homéricos representan un intento por interpretar de modo racional todo ese con-
junto heterogéneo de ideas y de mitos. 
 Actividad: En el Canto XXII aparecen ambas concepciones religiosas. Busca ejemplos 
en el texto que te permitan ilustrarlas. 
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El Destino: un concepto fundamental 
Ese intento de ordenar el conjunto de ideas y de mitos se ve, por ejemplo, en la elabo-
ración de la noción de Destino que determina el fluir de las cosas. En la Ilíada es una 
noción fundamental, pero resulta imposible dar una definición satisfactoria de ella, pues 
tan pronto el Destino es concebido como una fuerza que está por encima de la vo-
luntad de los dioses, como, de pronto, parece ser algo así como un compromiso tácito 
entre los dioses, que todos procuran respetar, pero que no es posible infringir. 
En la Ilíada nada se puede explicar sin referirse a los dioses o al destino, pues 
en todo intervienen. Los hombres mismos esperan de ellos la felicidad o la desdicha, la 
victoria o la derrota. En la Ilíada los dioses toman partido por un bando u otro 
(aqueos o troyanos) según sus antipatías o simpatías personales. Son ellos los que 
incitan a los héroes a la acción, lo que tiene una consecuencia impo rtante: los hombres 
no poseen, en definitiva, entera responsabilidad de sus acciones. 
Son los dioses, además, los que otorgan los “dones” a los hombres, pero dicha dis-
tribución de dones no parece responder a un plan claro. Una idea que se repite como 
refrán es: “Los dioses no dan todos los dones a un tiempo a ningún mortal” . Pero hay más: 
cuanto más dan, más parecen pedir, como si detrás de ellos hubiera una voluntad env i-
diosa. A Aquiles le dan la gloria con una mano, mientras con la otra le roban la vida en 
plena juventud; a Helena le otorgan la belleza, pero la arrojan a un mundo en el que la 
belleza no tiene otro destino que el de ser violentada y robada; a Agamenón le dan el 
poder, pero le niegan el juicio sabio y el goce de su triunfo. 
 Actividad: Los dioses que participan en la Ilíada son numerosos. Los más importan-
tes son, entre otros: Zeus, Hera, Poseidón, Ares, Atenea, Apolo, Afrodita, Hermes, H e-
festos. Unos simpatizan con los griegos o aqueos, otros con los troyanos. Busca i n-
formación sobre cada uno de ellos. Ten presente que los romanos asimilaron la reli-
gión griega, pero, salvo excepciones, cambiaron los nombres (Zeus pasó a llamarse 
Júpiter, por ejemplo). Mira el recuadro en página anterior para conocer las corres-
pondencias. 
El ideal heroico: carácter noble de los personajes 
Aunque los poemas homéricos terminaron por ser patrimo nio de todo el pueblo he-
leno, lo cierto es que ellos conservaron siempre el sello de su origen aristocrático. 
En la Ilíada ser “personaje” es casi lo mismo que ser “noble”, pues el pueblo apa-
rece allí reducido a masa anónima, que solo vemos como fondo oscuro sobre el que se 
recortan las individualidades poderosas de los “aristos” (los mejores o nobles, ya que el 
mismo término se usa para ambos casos, como cosa natural). La propia guerra, tal como 
aparece en la Ilíada, es una serie de combates individuales, y no el entremezclado 
chocar de ejército contra ejército. Cuando, por excepción, aparece en la Ilíada la repre-
sentación de un personaje de rango inferior, como Tersites en el canto II, es solo para 
ridiculizarlo y poner en evidencia el resentimiento envidioso del personaje. Solo los 
“aristos” tienen nombre. Y no solo nombre propio, sino también nombre genealógico 
(algo así como su “apellido”, el llamado patronímico que era el nombre derivado del per-
teneciente al padre que se aplicaba al hijo; por ejemplo: “atrida” significa “hijo de Atreo”, 
padre este de Agamenón y Menelao), pues son hijos y nietos de héroes y, muchas veces, 
de dioses y diosas (así Aquiles, Eneas, etc.). 
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El orgullo del noble no era, pues, algo puramente inventado; pero a la vez, su propia 
realidad le obligaba a estar a la altura de su “aidós” (sentimiento de honor). Debía, en 
efecto, demostrar a los demás en todo momento su “areté”, es decir, las virtudes, tanto 
físicas (fuerza, virilidad, hermosura) como espirituales (valentía, inteligencia, autodomi-
nio). Y cuanto más encumbrado esté, cuanta más fama haya conquistado, más está obli-
gado a evidenciar su “areté”, pues solo así es merecedor del “arkhé” (poder, primacía 
social) que por sí y por sus antepasados detenta. Debe haber un equilibrio entre lo físico 
y lo espiritual (este equilibrio se denomina “sofrosine”, es decir, moderación o mesura). 
Como se ve, se trata de una ética individualista que concibe a la existencia como un 
“agón” (lucha, competencia). Pero se trata de un agón entre pares –hay una solidaridad 
de la nobleza, de los aristos, aun entre enemigos–, por lo que también importa cierto 
equilibrio y que cada uno reciba de los demás el trato y recompensa que merece (“diké”: 
lo debido, lo recto, lo justo). Y esto también, otra vez, es válido hasta con el enemigo: en 
la venganza de Aquiles hay sin duda una ferocidad excesiva, y la narración misma tiende 
a presentar esa falta (“hybris”: pecado de desmesura, de orgullo ilimitado). Especial-
mente escapan a los dictados de la diké los vejámenes de que hace objeto al cadáver de 
Héctor y su negativa a devolverlo a los familiares y amigos para que le hagan las honras 
fúnebres que él merece. 
Al respecto dice un importante crítico de la cultura griega: 
“Aquiles es el más grande de los guerreros aqueos, y su destino es trágico: está condena-
do –y él lo sabe– a muerte temprana. Sin embargo, Aquiles no es para Homero una figu-
ra ideal; el poeta desaprueba, entre otras cosas, la profanación del cadáver de Héctor. 
Aquiles ha recibido el don divino del vigor corporal (canto I, 178), pero el verdadero héroe 
posee además la sabiduría, encarnada en Néstor… Un consejo sabio es tan necesario como 
una acción denodada; y esa sabiduría, producto de la experiencia, solo la posee el anciano; 
los jóvenes son poco prudentes (canto XXIII, 590 y 604). También Odiseo, el astuto, es más 
viejo que Aquiles, y su cordura lo hace semejante a Zeus… Solo en Odiseo parecen estar 
equilibrados el valor heroico, el talento guerrero y la cordura. El mismo Héctor es un buen 
guerrero, pero no sabe dar consejos (canto XIII, 727); al lado de él está Polidamante, que le 
sirve de contraste; ambos han nacido el mismo día, pero son muy distintos… El contraste 
entre la experimentada sabiduría de los viejos y la impulsiva irreflexión de la juventu d re-
corre toda la Ilíada.”Es decir que, si bien la Ilíada coloca en su centro las virtudes (areté) de Aquiles 
como encarnación del ideal heroico de una nobleza guerrera, al mismo tiempo 
aparece en ella una visión crítica de sus desbordes o excesos (hybris), aunque en 
ningún momento retacea su admiración por el héroe. La aristocracia jonia a la que Ho-
mero se dirige no es una nobleza profesionalmente guerrera y vivía en ciudades próspe-
ras. 
Aspectos artísticos de Homero 
Integración épica 
Aunque toda epopeya se centra en un 
acontecimiento, o conjunto de acontecimien-
tos, y en un protagonista –Aquiles, Odiseo, 
Eneas, etc.– es propio de la poesía épica el 
extenderse y abarcar círculos y círculos cada 
vez más amplios de hechos y personajes. De 
tal modo, toda epopeya nos brinda un cua-
dro general de una sociedad, de un pueblo 
viviendo una coyuntura histórica global . 
Así, en una Aquileida (canto de las hazañas de 
un héroe, Aquiles) se integra toda una Ilíada 
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(despliegue de todo un mundo heroico en 
torno a la Guerra de Troya). 
Objetividad épica 
El poeta atribuye a la poesía una función 
trascendental de eternizar la fama de los hé-
roes. Él se siente intermediario entre los 
dioses y su público (por eso la Ilíada y la 
Odisea comienzan con la invocación a la Mu-
sa). 
El autor de la Ilíada y la Odisea se dirige a 
un público aristocrático y la relación entre él 
y su público, por lo tanto, es distante, formal, 
sin dar pie a efusiones personales. De ahí la 
visión externa, en tercera persona. 
Frente a aquello que tiene para contar el 
poeta también guarda distancia, pues el 
mundo épico de la gesta heroica debe apa-
recer prestigiado y elevado al rango de 
modelo o paradigma, rechazando por lo 
tanto toda familiaridad o subjetividad . 
Toda intromisión directa de lo cotidiano, pre-
sente y privado del autor, sería una torpeza. 
Los héroes deben vivir en su atmósfera ideal, 
donde si bien hallamos reflejada la verdad 
humana concreta –los sentimientos, pasiones 
y móviles– , todos ellos aparecen depurados, 
hechos paradigmas. 
Por otro lado, y dado que el asunto ex-
puesto es ya conocido por los auditores, el 
poeta no puede manipular el contenido de su 
narración a su antojo; y esto también lo lleva 
a adoptar un enfoque objetivo . 
Unidad de la Ilíada 
La acción de la Ilíada gira alrededor de un 
acontecimiento –la pelea entre Aquiles y 
Agamenón– , y las consecuencias que pone en 
movimiento. Claro está que el acontec imiento 
ocurre porque Aquiles es como es y también 
es así Agamenón, pero lo que aparece en pri-
mer plano en la narración del poema es el 
hecho y la cadena de hechos que provoca. 
Todo ese mundo está como predispuesto 
para que cualquier exceso de carácter 
produzca lo irreparable y, a la vez, tal at-
mósfera predispone a no reprimir la violen-
cia. Esta está afuera, en el mundo: es la guerra 
como “hábitat”; pero también está adentro, 
en el corazón de los hombres que viven ese 
mundo. Y está, por supuesto, en los propios 
dioses. 
Sin desconocer el papel que en la Ilíada 
juegan las voluntades individuales de los per-
sonajes, lo que en ella se expone como primer 
plano es la fatalidad de los hechos . 
Todo en la Ilíada, desde los grandes con-
juntos de rapsodias, así como cada canto por 
separado y cada gran escena, hasta llegar a 
alguna de esas brevísimas, fugaces escenitas 
de media docena de versos en que se asoma 
un personaje desconocido para morir, todo, 
absolutamente todo, está al servicio de esta 
visión unitaria de un mundo de violencia 
desatada, en el que, sin embargo, el hombre 
es capaz de demostrar su humanidad y su 
grandeza. 
La obra tiene un núcleo o centro unita-
rio: las consecuencias funestas de la cólera 
de Aquiles y Agamenón . Pero dichas conse-
cuencias no se dan de un golpe ni en una sola 
instancia, sino como serie de hechos eslabo-
nados fatalmente –ya lo llamemos Destino, 
naturaleza de las cosas, voluntad de Zeus, 
azar– . Las consecuencias, pues, se van dando 
como en ondas sucesivas: desde la proyecta-
da y querida por el protagonista a aquellas 
otras que escapan a su voluntad y control, 
aunque nazcan necesariamente de las prime-
ras. 
Así, Aquiles reclama de los dioses, como 
reparación, que los troyanos hagan sufrir a 
Agamenón y demás aqueos la humillación de 
la derrota; lo que, aunque no cumplido de 
inmediato, se le concederá. Lo que ignora 
Aquiles es que, con ello, está pidiendo la 
muerte de su amigo Patroclo; y que si vuelve 
luego a la batalla será por razones muy dif e-
rentes a las que lo movían al principio. Aquí el 
hombre propone y los dioses o el azar o des-
tino disponen. Un acto es siempre algo más 
que un acto. En este mundo nunca estamos 
seguros de que al hecho “A” lo siga “B”. A lo 
sumo, los héroes solo son plenamente dueños 
de sí mismos para construirse como héroes, 
para elegir el destino y la muerte de tal. De 
ahí el carácter ejemplar de Aquiles y su des-
tino, pues él, desde el comienzo, eligió la glo-
ria y no la vida larga; la ebullición vital y no la 
placidez doméstica. 
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La muerte de Patroclo acarrea de modo 
necesario la de Héctor como venganza; pero 
esta, a su vez, remite a ese tema, o motivo 
más bien, que en forma discreta pero sobre-
cogedora, ha estado presente desde el canto I 
(escena de Aquiles y su madre Tetis): el acer-
camiento de los plazos, el ir de Aquiles hacia 
su propia muerte. Así la Ilíada, en su final, 
culmina –aunque de modo indirecto, sugi-
riéndolo y dejándolo abierto– , ese motivo 
fundamental de la obra: el destino de un 
héroe, personificado en el de Aquiles, que 
aparece enmarcado en la dualidad co n-
tradictoria de gloria-muerte. De igual mo-
do, una vez pasado el frío coraje del despecho 
y el furor sombrío de la venganza, el poema 
se cierra con el anticlímax de la escena de 
Aquiles y Príamo aceptando cada uno su des-
tino. 
Anticipaciones y retardos 
Homero no inventa el asunto que narra. 
La leyenda troyana, en sus grandes líneas, era 
bien conocida por su público. De tal modo no 
tiene mayores dificultades para comenzar, sin 
explicaciones, en este o aquel punto del ar-
gumento. Él elige, dentro de la leyenda, un 
momento, cerca ya de la caída y destrucción 
de Troya, pero se detiene antes de llegar a 
ella. La acción de la Ilíada abarca unas 
cuantas semanas dentro del décimo y último 
año del sitio de la ciudad. 
Por la misma razón tampoco necesita, 
para hacer entrar a los personajes, sobre 
todo a los principales, mayores preparati-
vos: todo el mundo sabe quiénes son Aquiles 
o Agamenón. Y también sabe qué suerte les 
tiene deparado el destino a uno y otro. En tal 
sentido, frente a ellos Homero no es libre, 
como tampoco lo es el novelista que escribe 
una novela de tema histórico con respecto a 
los personajes “reales” que en ella aparecen. 
Desde el principio, pues, está excluida la 
expectativa, si entendemos por tal la incerti-
dumbre y curiosidad sobre lo que ocurrirá en 
lo sucesivo. ¿Qué pasará? ¿Caerá o no caerá 
Troya? ¿Quién matará a quién al enfrentarse 
Aquiles y Héctor? Tales preguntas no tienen 
sentido, no podían surgir en el oyente o lector 
griego, pues ellos sabían ya lo sucedido. 
Homero parece hasta complacerse en esto 
que podría ser una restricción, una falta de 
libertad para el artista: en efecto, se dedica 
con insistencia a recordar los hechos futuros, 
aún antes de que advengan, por medio de 
anticipaciones . Hasta en episodios secunda-
rios, seguro ellos sí de propia invención o 
variación personal, muchas veces se limita a 
sí mismo al anticipar el desenlace, saliéndose 
al paso a toda posible expectativa del oyente. 
Lo dicho no significa que esté ausente 
toda expectativa en la poesía homérica, 
pero sí que ella actúa de modo muy parti-
cular. La expectativa se refiere, en estos ca-
sos, no a qué cosa sucederá sino a cómo y a 
cuándosucederá lo ya sabido. En ese “cómo” 
y “cuándo” hay un fondo de indeterminación 
que abre campo a nuestra incertidumbre y 
subsiguiente expectativa; indeterminación 
que está ligada de modo prioritario a la per-
sonalidad de los personajes. Héctor está des-
de el principio determinado, por ejemplo, a 
morir a manos de Aquiles; pero cómo sobre-
vendrá esa muerte y en qué preciso momen-
to, dependen principalmente del propio per-
sonaje, de sus decisiones, de que sepa vencer 
en sí el miedo o no, de que escoja un modo 
digno de morir o no. Cierto es que también 
depende el cumplimiento del acto en otros 
factores –por ejemplo, de la decisión de los 
dioses, del equilibrio de fuerzas entre los 
bandos en pugna– pero la base de los hechos, 
lo que les otorga significación y valor, son los 
resortes del coraje, del temple (Thymos) pro-
pios de la Areté (virtudes) de cada héroe, lo 
que ellos deciden por sí. 
Las anticipaciones no aparecen sola-
mente para diluir toda superficial expec-
tación: también suelen cumplir, a la vez, 
otras funciones . Entre estas, la función pa-
tética. La anticipación, en efecto, al surgir, 
ilumina el hecho presente desde una perspec-
tiva ulterior que otorga a cada gesto o acto 
realizado en el momento una carga emocio-
nal, de la que el propio protagonista no es 
consciente, pero que arroja igual su sombra 
sobre él. Así, por ejemplo, se nos hace sentir a 
nosotros, los lectores, la patética inutilidad 
del esfuerzo de la buena intención, de la falsa 
confianza del personaje, mucho antes de que 
él viva su fracaso. 
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Muchos de estos pasajes se sobrecar-
gan con una particular ironía que se vuel-
ve sobre el personaje. Esta ironía ocurre 
porque el autor nos ubica a nosotros, los lec-
tores, en la perspectiva de un tiempo poste-
rior al de los hechos que está narrando, por la 
anticipación, mientras que el personaje ac-
tuante, claro está, aparece sumergido en el 
presente exclusivo de los hechos. Y así lo v e-
mos interpretar de modo erróneo lo que su-
cede, adquiriendo falsas seguridades y con-
fianzas que nosotros lo sabemos desde el 
primer momento, están destinadas a fallarle. 
Con respecto a los retardos, ellos juegan 
un papel opuesto al de las anticipaciones , 
aunque suponen a estas: el retardo, en efecto, 
cumple realmente su función si desde antes 
conocemos qué irá a ocurrir. Si la anticipa-
ción diluye toda expectativa sobre el qué su-
cederá, y la centra en el cómo y en el cuándo, 
el retardo actúa sobre estas expectativas par-
ticulares, fundamentalmente sobre la última 
citada, al dilatar el advenimiento del hecho 
que esperamos generando, de este modo, 
intriga. 
Composición de los cantos 
Sobre la división de los poemas homéricos 
en rapsodias o cantos existen las más diver-
sas opiniones entre los especialistas. Para 
unos, la división en veinticuatro cantos de 
ambos poemas es un invento tardío, aparte 
de completamente artificial (serían veinticua-
tro porque tales eran las letras del alfabeto 
griego desde la época clásica en adelante). 
Otros, por el contrario están mucho más se-
guros de la unidad de cada rapsodia por se-
parado que de la unidad del poema como un 
todo. Sin entrar aquí a considerar tal cues-
tión, tomaremos el poema tal como ha llegado 
a nosotros y, sin negar que en algún caso ais-
lado la división entre canto y canto resulta 
extraña, en general lo que se impone es la 
unidad de composición de cada uno. 
Por lo común, cada rapsodia se estructu-
ra sobre la base de uno o dos grandes blo-
ques de escenas nítidamente dibujados, y , 
entre ellos, tenemos una serie de escenas 
funcionales (de relleno, de aislación, de 
puente). 
Discursos 
Las escenas que componen los grandes 
bloques de las rapsodias, a su vez, se integran 
por una sucesión alternada de pasajes na-
rrativos y de discursos , con algunos breves 
momentos descriptivos . 
En los poemas homéricos no existe, pro-
piamente hablando, diálogo : sus personajes 
no dialogan, sino que intercambian discur-
sos. El diálogo, mucho más entrecortado que 
la serie de discursos, está más cerca de la 
“conversación” cotidiana que aquellos. Es 
evidente que Homero, en forma voluntaria, 
procura alejar las palabras de sus personajes 
del nivel “realista” de la conversación. Aún en 
medio del ajetreo de la batalla, o presas de la 
mayor alegría o pánico, estos hombres homé-
ricos nunca pierden su elocuencia. 
Las funciones que cumple el discurso 
son de primordial importancia: 
 Al alternar discurso y narración se va 
creando el ritmo épico de la obra. 
 A través de ellos el personaje asume los 
hechos, los interioriza, a la vez que expre-
san la interioridad del hablante. 
 Por los discursos se abre la obra hacia 
otros tiempos diferentes al de la acción 
principal narrada, especialmente al tiem-
po de los antecedentes de los hechos y, 
sobre todo, al tiempo remoto de los más 
viejos mitos y leyendas de los más viejos 
héroes. 
Creación de personajes 
Homero prefiere la creación indirecta de 
los personajes; no hallamos en él ni la des-
cripción (retrato) de un personaje, ni un aná-
lisis psicológico aislado de la acción o de las 
propias palabras de los mismos. Se van 
creando unos a otros, y no solo por lo que 
explícitamente opinan uno de otro, sino por 
el modo de comportarse y reaccionar frente a 
los demás. 
Unido a este recurso tenemos otro no me-
nos importante: el paralelismo . Homero se 
complace en establecer, por lo general en 
forma sutil, similitudes u oposiciones (antí-
tesis) entre pares de personajes . 
Los epítetos 
UNIDAD I 
5°DB / 5°DH Sobre Homero y la Ilíada 
 
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Existe otro recurso que podría ubicarse 
entre las caracterizaciones de los personajes: 
el epíteto , si bien es cierto que no se aplica 
de modo exclusivo a los hombres, pues abar-
ca, también, a los objetos y cosas de la natura-
leza y a los seres divinos. Homero lo utiliza 
por su carácter de fórmula tradicional que, 
como tal, contribuye a darle sabor arcaico a 
su lenguaje. Algunos de ellos, en efecto, son 
tan arcaicos que el propio Homero ya ha per-
dido la clave de su significado originario. Esto 
ocurre, en especial, con los epítetos referidos 
a seres divinos: “Atenea, la de ojos de lechuza”, 
por ejemplo. El epíteto correspondiente al 
protagonista, Aquiles, “el de los pies ligeros” , 
nada significa en sí, en realidad; para nada 
caracteriza una cualidad del personaje. Y ni 
aun en una escena como la de la persecución 
de Héctor, en el canto XXII, Homero se decide 
a sacar partido del mismo. En otros casos, los 
epítetos referidos a cosas y objetos de la na-
turaleza resultan más vívidos, menos formu-
lísticos o gramaticalizados. 
Descripción de la naturaleza 
Homero centra siempre la atención en 
sus personajes , en el mundo humano (y di-
vino) que ellos componen con sus grandezas 
y sus flaquezas, impulsos, dolores y exalta-
ciones. Todo lo demás, incluyendo a la na-
turaleza, es solo fondo sobre el que se re-
cortan las individualidades de sus actores. 
No significa esto, sin embargo, que no esté 
presente la naturaleza en sus poemas. En la 
Ilíada las referencias directas al paisaje son 
mucho menos frecuentes que en la Odisea. 
Además, cuando aparecen tienen un más 
acentuado carácter servicial o funcional, to-
davía. En la mayoría de las veces Homero, 
cuando se refiere al paisaje en la Ilíada, lo 
hace con una intención de ubicación topográ-
fica de los personajes y sucesos, como puntos 
de referencia espaciales: así ocurre con las 
puertas de Troya, la línea de la playa, el foso y 
la muralla que lo bordea, etc. 
Los símiles 
El símil es un tipo de comparación de 
mayor extensión que la comparación co-
mún. Ambos términos, el comparado (o real) 
y el comparante (o imaginario) articulados 
por un nexo comparativo, poseen mayor 
complejidad e integran, en ellos, imágenes y 
figuras (un ejemplo tomado del Canto XXII: 
como (nexo)el corcel vencedor en la carrera 
de carros trota veloz por el campo (término 
imaginario) , tan ligeramente movía Aquiles 
pies y rodillas (término real). 
Los símiles abundan en la Ilíada , mucho 
más que en la Odisea. Debe señalarse, no obs-
tante, que en la Ilíada los símiles están distri-
buidos en forma muy irregular en sus 24 can-
tos o rapsodias. Como criterio general puede 
decirse que ellos aparecen en mayor abun-
dancia en los cantos que comprenden 
tramos narrativos largos de batallas, en 
las que funcionan como elementos de des-
canso y variación . También aparecen las 
comparaciones en algunos momentos de par-
ticular importancia, por ejemplo, en el com-
bate de Aquiles y Héctor en el canto XXII, y 
cuando el autor tiene interés en retardar la 
acción. 
Cada uno de estos símiles trae, en su 
imagen, un cuadro vivaz tomado del natu-
ral. Y aquí “natural” tiene varios significados 
a la vez. Del natural, porque efec tivamente 
por su viveza y precisión demuestran al ob-
servador atento y apasionado de las cosas y 
seres de la naturaleza, y en particular de la 
naturaleza de la costa anatolia e isleña egea, 
que Homero, evidentemente ama. Así desfilan 
su flora y su fauna, sus labriegos y campesi-
nos con sus trabajos y fiestas, como también 
sus vientos, ríos, islas, montañas, etc. Todo 
ello visto y trasmitido con una gran vivacidad 
en el detalle. 
Del natural, en fin, porque de algún modo 
esos cuadros nos recuerdan, sobre todo 
cuando se concentran en la vida de cam-
pesinos y labriegos, que la guerra no es el 
“estado natural” del hombre, como a veces 
la propia acción central de la Ilíada parece 
querer imponernos . Frente al ideal heroico 
de la nobleza guerrera, que vive solo para su 
gloria y para desafiar la muerte, se entreaso-
ma por medio de las imágenes de los símiles, 
otro rostro y otro hombre y otro ideal de vida 
también: el del aldeano-campesino. 
 
UNIDAD I 
5°DB / 5°DH Sobre Homero y la Ilíada 
 
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Cuestionario 
1. ¿A qué se denomina “poesía épica”? 
2. ¿Cuáles son las características fundamentales de la religión homérica? 
3. ¿Cómo es concebido el “Destino”? ¿Qué importancia tiene en la Ilíada? 
4. ¿Por qué la ética expresada en la obra es una “ética individualista”? 
5. ¿Qué atributos debe tener el héroe épico? 
6. ¿Qué características tiene el narrador en los poemas épicos? 
7. ¿En qué sentido se dice que está excluida toda expectativa? 
8. ¿Cómo definirías la llamada “función patética”? 
9. ¿Qué papel cumplen las “anticipaciones” y los “retardos”? 
10. ¿Cómo se suelen componer los cantos en la Ilíada? ¿Se aplica al Canto XII? 
11. ¿Por qué se afirma que “los personajes en la Ilíada no dialogan”? 
12. ¿Qué funciones cumplen los “discursos” en la Ilíada?? 
13. ¿Cómo crea Homero a sus personajes? 
14. ¿Qué función tiene el “epíteto”? 
15. ¿Qué importancia tienen las descripciones de la naturaleza? 
16. ¿Qué es un “símil”? ¿Qué información proporcionan los símiles en la Iíada? 
¿Qué papel cumplen? 
UNIDAD I 
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Apertura de la Ilíada y la Odisea 
La Ilíada 
Canto I 
1 Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los 
aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de p erros y 
pasto de aves –se cumplía la voluntad de Zeus− desde que se separaron disputando el Atrida, rey 
de hombres, y el divino Aquiles. 
La Odisea 
Canto I 
1 Háblame, Musa, de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra 
ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las 
costumbres de muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos en su na-
vegación por el Ponto, en cuanto procuraba salvar su vida y la vuelta de sus compañeros a la 
patria. Mas ni aun así pudo librarlos, como deseaba, y todos perecieron por sus propias loc u-
ras. ¡Insensatos! Se comieron las vacas de Helios, hijo de Hiperión, el cual no permitió que 
les llegara el día del regreso. ¡Oh diosa, hija de Zeus!, cuéntanos aunque no sea más que una 
parte de tales cosas. 
La Ilíada, Canto XXII 
1 Los troyanos, refugiados en la ciudad como cervatillos, se recostaban en los hermosos baluar-
tes, refrigeraban el sudor y bebían para apagar la sed; y en tanto , los aqueos se iban acercando a 
la muralla, con los escudos levantados encima de los hombros. La Parca funesta s olo detuvo a 
Héctor para que se quedara fuera de Ilión, en las puertas Esceas. Y Febo Apolo dijo al Pelida: 
8 −¿Por qué, oh hijo de Peleo, persigues en veloz carrera, siendo tú mortal, a un dios inmo rtal? 
Aún no conociste que soy una deidad, y no cesa tu deseo de alcanzarme. Ya no te cuidas de pe-
lear con los troyanos, a quienes pusiste en fuga; y estos han entrado en la población, mientras lo 
extraviabas viniendo aquí. Pero no me matarás, porque el hado no me condenó a morir. 
14 Muy indignado le respondió Aquiles, el de los pies ligeros: 
15 −¡Oh tú, que hieres de lejos, el más funesto de todos los dioses! Me engañaste, trayéndome acá 
desde la muralla, cuando todavía hubieran mordido muchos la tierra antes de llegar a Ilión. Me 
has privado de alcanzar una gloria no pequeña, y has salvado con facilidad a los troyanos, por-
que no temías que luego me vengara. Y ciertamente me vengaría de ti, si mis fuerzas lo permiti e-
ran. 
21 Dijo y, muy alentado, se encaminó apresuradamente a la ciudad; como el corcel vencedor en la 
carrera de carros trota veloz por el campo, tan ligeramente movía Aquiles pies y rodillas. 
25 EI anciano Príamo fue el primero que con sus propios ojos le vio venir por la llanura, tan re s-
plandeciente como el astro que en el otoño se distingue por sus vivos rayos entre muchas estr e-
llas durante la noche oscura y recibe el nombre de "perro de Orión", el cual con ser brillantísimo 
constituye una señal funesta porque trae excesivo calor a los míseros mortales, de igual manera 
centelleaba el bronce sobre el pecho del héroe, mientras este corría. Gimió el viejo, se golpeó la 
cabeza con las manos levantadas y profirió grandes voces y lamentos, dirigiendo súpl icas a su 
hijo. Héctor continuaba inmóvil ante las puertas y sentía vehemen te deseo de combatir con 
Aquiles. Y el anciano, tendiéndole los brazos, le decía en tono lastimero: 
38 −¡Héctor, hijo querido! No aguardes, solo y lejos de los amigos, a ese hombre, para que no 
mueras presto a manos del Pelida, que es mucho más vigoroso. ¡Cruel! Así fuera tan caro a los 
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dioses, como a mí: pronto se lo comerían, tendido en el suelo, los perr os y los buitres, y mi cora-
zón se libraría del terrible pesar. Me ha privado de muchos y valientes hijos, matando a unos y 
vendiendo a otros en remotas islas. Y ahora que los troyanos se han encerrado en la ciudad, no 
acierto a ver a mis dos hijos Licaón y Polidoro, que parió Laótoe, ilustre entre las mujeres. Si 
están vivos en el ejército, los rescataremos con bronce y oro, que todavía lo hay en el palacio; 
pues a Laótoe la dotó espléndidamente su anciano padre, el célebre Altes. Pero, si han muerto y 
se hallan en la morada de Hades, el mayor dolor será para su madre y para mí que los enge n-
dramos; porque el del pueblo durará menos, si no mueres tú, vencido por Aquiles. Ven adentro 
del muro, hijo querido, para que salves a los troyanos y a las troyanas; y no quieras procurar 
inmensa gloria al Pelida y perder tú mismo la existencia. Compadécete también de mí, de este 
infeliz y desgraciado que aún conserva la razón; pues el padre Cronida me quitará la vida en la 
senectud y con aciaga suerte, después de presenciar muchas desventuras: muertos mis hijos, 
esclavizadas mis hijas, destruidos los tálamos, arrojados los niños por el suelo en el terrible 
combate y las nueras arrastradas por las funestas manos de los aqueos. Y cuando, por fin, a l-
guien me deje sinvida los miembros, hiriéndome con el agudo bronce o con arma arrojadiza, los 
voraces perros que con comida de mi mesa crié en el palacio para que lo guardasen despedaz a-
rán mi cuerpo en la puerta exterior, beberán mi sangre, y, saciado el apetito, se tenderán en el 
pórtico. Yacer en el suelo, habiendo sido atravesado en la lid por el agudo bronce, es decoroso 
para un joven, y cuanto de él pueda verse todo es bello, a pesar de la muerte; pero que los perros 
destrocen la cabeza y la barba encanecidas de un anciano muerto en la guerra es lo más triste de 
cuanto les puede ocurrir a los míseros mortales. 
77 Así se expresó el anciano, y con las manos se arrancaba de la cabeza muchas canas, pero no 
logró persuadir a Héctor. La madre de este, que en otro sitio se lamentaba llorosa, desnudó el 
seno, le mostró el pecho, y, derramando lágrimas, dijo estas aladas palabras: 
82 −¡Héctor! ¡Hijo mío! Respeta este seno y apiádate de mí. Si en otro tiempo te daba el pecho 
para acallar tu lloro, acuérdate de tu niñez, hijo amado; y penetrando en la muralla, rechaza des-
de la misma a ese enemigo y no salgas a su encuentro. ¡Cruel! Si te mata, no podré llora rte en tu 
lecho, querido pimpollo a quien parí, y tampoco podrá hacerlo tu rica esposa, po rque los veloces 
perros te devorarán muy lejos de nosotras, junto a las naves argivas. 
90 De esta manera Príamo y Hécuba hablaban a su hijo, llorando y dirigiéndole muchas s úplicas, 
sin que lograsen persuadirle, pues Héctor seguía aguardando a Aquiles, que ya se acercaba. C o-
mo silvestre dragón que, habiendo comido hierbas venenosas, espera ante su guarida a un ho m-
bre y con feroz cólera echa terribles miradas y se enrosca en la entrada de la cueva, así Héctor, 
con inextinguible valor, permanecía quieto, desde que arrimó el terso escudo a la torre prom i-
nente. Y gimiendo, a su magnánimo espíritu le decía: 
99 −¡Ay de mí! Si traspongo las puertas y el muro, el primero en dirigirme baldones será Polid a-
mante, el cual me aconsejaba que trajera el ejército a la ciudad la noche funesta en que el divin o 
Aquiles decidió volver a la pelea. Pero yo no me dejé persuadir −mucho mejor hubiera sido acep-
tar su consejo−, y ahora que he causado la ruina del ejército con mi imprudencia temo a los tr o-
yanos y a las troyanas, de rozagantes peplos, y que alguien menos valiente que yo exclame: «Hé c-
tor, fiado en su pujanza, perdió las tropas». Así hablarán; y preferible fuera volver a la población 
después de matar a Aquiles, o morir gloriosamente delante de ella. ¿Y si ahora, dejando en el 
suelo el abollonado escudo y el fuerte casco y apoyando la pica contra el muro, saliera al encuen - 
tro del irreprensible Aquiles, le dijera que permitía a los Atridas llevarse a Helena y las riquezas 
que Alejandro trajo a Ilión en las cóncavas naves, que esto fue lo que originó la guerra, y le ofr e-
ciera repartir a los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene; y más tarde tomara juramento a 
los troyanos de que, sin ocultar nada, formarían dos lotes con cuantos bienes existen dentro de 
esta hermosa ciudad?... Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? No, no iré a s u-
plicarle; que, sin tenerme compasión ni respeto, me mataría inerme, como a una mujer, tan 
pronto como dejara las armas. Imposible es mantener con él, desde una encina o desde una roca, 
un coloquio, como un mancebo y una doncella; como un mancebo y una don cella suelen mante-
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ner. Mejor será empezar el combate cuanto antes, para que veamos pronto a quién el Olímpico 
concede la victoria. 
131 Tales pensamientos revolvía en su mente, sin moverse de aquel sitio, cuando se le ace rcó 
Aquiles, igual a Enialio, el impetuoso luchador, con el terrible fresno del Pelión sobre el hombro 
derecho y el cuerpo protegido por el bronce que brillaba como el resplandor del encendido fu e-
go o del sol naciente. Héctor, al verlo, se puso a temblar y ya no pudo perm anecer allí; sino que 
dejó las puertas y huyó espantado. Y el Pelida, confiando en sus pies ligeros, corrió en seguimie n-
to del mismo. Como en el monte el gavilán, que es el ave más ligera, se lanza con fácil vuelo tras 
la tímida paloma, esta huye con tortuosos giros y aquel la sigue de cerca, dando agudos grazni-
dos y acometiéndola repetidas veces, porque su ánimo le incita a cogerla, así Aquiles volaba 
enardecido y Héctor movía las ligeras rodillas huyendo az orado en torno de la muralla de Troya. 
Corrían siempre por la carretera, fuera del muro, dejando a sus espaldas la atalaya y el lugar 
ventoso donde estaba el cabrahígo; y llegaron a los dos cristalinos manantiales, que son las fue n-
tes del Escamandro voraginoso. El primero tiene el agua caliente y lo cubre el humo como si h u-
biera allí un fuego abrasador; el agua que del segundo brota es en el verano como el granizo, la 
fría nieve o el hielo. Cerca de ambos hay unos lavaderos de piedra, grandes y hermosos, donde 
las esposas y las bellas hijas de los troyanos solían lavar sus magníficos vestidos en t iempo de 
paz, antes que llegaran los aqueos. Por allí pasaron, el uno huyendo y el otro persiguiéndolo: 
delante, un valiente huía, pero otro más fuerte le perseguía con ligereza; porque la contienda no 
era por una víctima o una piel de buey, premios que suelen darse a los vencedores en la carrera, 
sino por la vida de Héctor, domador de caballos. Como los solípedos corceles que toman parte en 
los juegos en honor de un difunto corren velozmente en torno de la meta donde se ha colocado 
como premio importante un trípode o una mujer, de semejante modo aquellos dieron tres veces 
la vuelta a la ciudad de Príamo, corriendo con ligera planta. Todas las deidades los contempl a-
ban. Y Zeus, padre de los hombres y de los dioses, comenzó a decir: 
168 −¡Oh dioses! Con mis ojos veo a un caro varón perseguido en torno del muro. Mi corazón se 
compadece de Héctor, que tantos muslos de buey ha quemado en mi obsequio en las cumbres 
del Ida, en valles abundoso, y en la ciudadela de Troya; y ahora el divino Aquiles le persigue con 
sus ligeros pies en derredor de la ciudad de Príamo. Ea, deliberad, oh dioses, y decidid si lo sa l-
varemos de la muerte o dejaremos que, a pesar de ser esforzado, sucumba a manos del Pelida 
Aquiles. 
177 Le respondió Atenea, la diosa de ojos de lechuza: 
178 −¡Oh padre, que lanzas el ardiente rayo y amontonas las nubes! ¿Qué dijiste? ¿De nuevo qui e-
res librar de la muerte horrorosa a ese hombre mortal, a quien tiempo hace que el hado condenó 
a morir? Hazlo, pero no todos los dioses te lo aprobaremos. 
182 Contestó Zeus, que amontona las nubes: 
183 −Tranquilízate, Tritogenia, hija querida. No hablo con ánimo benigno, pero contigo qui ero ser 
complaciente. Obra conforme a tus deseos y no desistas. 
186 Con tales voces lo instigó a hacer lo que ella misma deseaba, y Atenea bajó en raudo vuelo de 
las cumbres del Olimpo. 
188 Entretanto el veloz Aquiles perseguía y estrechaba sin cesar a Héctor. Como el perro va en el 
monte por valles y cuestas tras el cervatillo que levantó de la cama, y, si este se esconde, azora-
do, debajo de los arbustos, corre aquél rastreando hasta que nuevamente lo descubre; de la 
misma manera, el Pelión, de pies ligeros, no perdía de vista a Héctor. Cuantas veces el troyano 
intentaba encaminarse a las puertas Dardanias, al pie de las torres bien construidas, por si desde 
arriba le socorrían disparando flechas, otras tantas Aquiles, adelantándosele, lo apartaba hacia la 
llanura, y aquel volaba sin descanso cerca de la ciudad. Como en sueños ni el que persigue puede 
alcanzar al perseguido, ni este huir de aquel, de igual manera, ni Aquiles con sus pies podía dar 
alcance a Héctor, ni Héctor escapar de Aquiles. ¿Y cómo Héctor se hubiera librado ento nces de 
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las Parcas de la muerte que le estaba destinada, si Apolo, acercándosele porla postrera y última 
vez, no le hubiese dado fuerzas y agilizado sus rodillas? 
205 El divino Aquiles hacía con la cabeza señales negativas a los guerreros, no permitiénd oles 
disparar amargas flechas contra Héctor: no fuera que alguien alcanzara la gloria de herir al ca u-
dillo y él llegase el segundo. Mas cuando en la cuarta vuelta llegaron a los manantiales, el padre 
Zeus tomó la balanza de oro, puso en la misma dos suertes de la muerte que tiende a lo largo −la 
de Aquiles y la de Héctor, domador de caballos−, tomó por el medio la balanza, la desplegó, y 
tuvo más peso el día fatal de Héctor, que descendió hasta el Hades. Al instante Febo Apolo 
desamparó al troyano. Atenea, la diosa de ojos de lechuza, se acerc ó al Pelión, y le dijo estas ala-
das palabras: 
216 −Espero, oh esclarecido Aquiles, caro a Zeus, que nosotros dos procuraremos a los aqueos 
inmensa gloria, pues al volver a las naves habremos muerto a Héctor, aunque sea infatigable en 
la batalla. Ya no se nos puede escapar, por más cosas que haga Apolo, el que hiere de lejos, po s-
trándose a los pies del padre Zeus, que lleva la égida. Párate y respira; a iré a persuadir a Héctor 
para que luche contigo frente a frente. 
224 Así habló Atenea. Aquiles obedeció, c on el corazón alegre, y se detuvo en seguida, apoyándose 
en el arrimo de la pica de asta de fresno y broncínea punta. La diosa lo dejó y fue a encontrar al 
divino Héctor. Y tomando la figura y la voz infatigable de Deífobo, se llegó al héroe y pronunció 
estas aladas palabras: 
229 −¡Mi buen hermano! Mucho te estrecha el veloz Aquiles, persiguiéndote con ligero pie alred e-
dor de la ciudad de Príamo. Ea, detengámonos y rechacemos su ataque. 
232 Le respondió el gran Héctor, de tremolante casco: 
233 −¡Deífobo! Siempre has sido para mí el hermano predilecto entre cuantos somos hijos de H é-
cuba y de Príamo, pero desde ahora hago cuenta de tenerte en mayor aprecio, porque al ve rme 
con tus ojos osaste salir del muro y los demás han permanecido dentro. 
238 Contestó Atenea, la diosa de ojos de lechuza: 
239 −¡Mi buen hermano! El padre, la venerable madre y los amigos me abrazaban las rodillas y 
me suplicaban que me quedara con ellos −¡de tal modo tiemblan todos!−, pero mi ánimo se sen-
tía atormentado por grave pesar. Ahora peleemos con brío y sin dar reposo a la pica, para que 
veamos si Aquiles nos mata y se lleva nuestros sangrientos despojos a las cóncavas naves, o s u-
cumbe vencido por lo lanza. 
246 Así diciendo, Atenea, para engañarlo, empezó a caminar. Cuando ambos guerreros se hall aron 
frente a frente, dijo el primero, el gran Héctor, el de tremolante casco: 
250−No huiré más de ti, oh hijo de Peleo, como hasta ahora. Tres veces di la vuelta, huyendo, en 
torno de la gran ciudad de Príamo, sin atreverme nunca a esperar tu acometida. Mas ya mi án i-
mo me impele a afrontarte, ora te mate, ora me mates tú. Ea, pongamos a los dioses por testigos, 
que serán los mejores y los que más cuidarán de que se cumplan nuestros pactos: Yo no te insu l-
taré cruelmente, si Zeus me concede la victoria y logro quitarte la vida; pues tan luego como te 
haya despojado de las magníficas armas, oh Aquiles, entregaré el cadáver a los aqueos. Pórtate tú 
conmigo de la misma manera. 
260 Mirándole con torva faz, respondió Aquiles, el de los pies ligeros: 
261 −¡Héctor, a quien no puedo olvidar! No me hables de convenios. Como no es posible que haya 
fieles alianzas entre los leones y los hombres, ni que estén de acuerdo los lobos y los corderos, 
sino que piensan continuamente en causarse daño unos a otros, tampo co puede haber entre 
nosotros ni amistad ni pactos, hasta que caiga uno de los dos y sacie de sangre a Ares, infatigable 
combatiente. Revístete de toda clase de valor, porque ahora te es muy preciso obrar como bel i-
coso y esforzado campeón. Ya no te puedes escapar. Palas Atenea te hará sucumbir pronto, heri-
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do por mi lanza, y pagarás todos juntos los dolores de mis am igos, a quienes mataste cuando 
manejabas furiosamente la pica. 
273 Diciendo esto, blandió y arrojó la fornida lanza. El esclarecido Héctor, al v erla venir, se inclinó 
para evitar el golpe: se clavó la broncínea lanza en el suelo, y Palas Atenea la arrancó y devolvió 
a Aquiles, sin que Héctor, pastor de hombres, lo advirtiese. Y Héctor dijo al eximio P elida: 
279 −¡Erraste el golpe, oh Aquiles, semejante a los dioses! Nada te había revelado Zeus acerca de 
mi destino, como afirmabas; has sido un hábil forjador de engañosas palabras, para que, temié n-
dote, me olvidara de mi valor y de mi fuerza. Pero no me clavarás la pica en la espalda, huyendo 
de ti: atraviésame el pecho cuando animoso y frente a frente lo acometa, si un dios te lo permite. 
Y ahora guárdate de mi broncínea lanza. ¡Ojalá que toda ella penetrara en tu cuerpo! La guerra 
sería más liviana para los troyanos, si tú murieses; porque eres su m ayor azote. 
289 Así habló; y, blandiendo la ingente lanza, la despidió sin errar el tiro, pues dio un bote en me-
dio del escudo del Pelida. Pero la lanza fue rechazada por la rodela, y Héctor se irritó al ver que 
aquella había sido arrojada inútilmente por su brazo; se paró, bajando la cabeza, pues no tenía 
otra lanza de fresno; y con recia voz llamó a Deífobo, el de luciente escudo, y le pidió una larga 
pica. Deífobo ya no estaba a su lado. Entonces Héctor lo comprendió todo, y exclamó: 
297 −¡Oh! Ya los dioses me llaman a la muerte. Creía que el héroe Deífobo se hallaba conmigo, 
pero está dentro del muro, y fue Atenea quien me engañó. Cercana tengo la perniciosa muerte, 
que ni tardará, ni puedo evitarla. Así les habrá placido que sea, desde h ace tiempo, a Zeus y a su 
hijo, el que hiere de lejos; los cuales, benévolos para conmigo, me salvaban de los peligros. Ya la 
Parca me ha alcanzado. Pero no quisiera morir cobardemente y sin gloria, sino realizando algo 
grande que llegara a conocimiento de los venideros. 
306 Esto dicho, desenvainó la aguda espada, grande y fuerte, que llevaba en el costado. Y enc o-
giéndose, se arrojó como el águila de alto vuelo se lanza a la llanura, atravesando las pardas n u-
bes, para arrebatar la tierna corderilla o la tímida liebre; de igual manera arremetió Héctor, 
blandiendo la aguda espada. Aquiles lo embistió, a su vez, con el corazón rebosante de feroz c ó-
lera: defendía su pecho con el magnífico escudo labrado, y movía el luciente casco de cuatro ab o-
lladuras, haciendo ondear las bellas y abundantes crines de oro que Hefesto había colocado en la 
cimera. Como el Véspero, que es el lucero más hermoso de cuantos hay en el cielo, se pr esenta 
rodeado de estrellas en la oscuridad de la noche, de tal modo brillaba la pica de larga punta que 
en su diestra blandía Aquiles, mientras pensaba en causar daño al divino Héctor y miraba cuál 
parte del hermoso cuerpo del héroe ofrecería menos resistencia. Este lo tenía protegido por la 
excelente armadura de bronce que quitó a Patroclo después de matarlo, y solo quedaba descu-
bierto el lugar en que las clavículas separan el cuello de los hombros, la garganta que es el sitio 
por donde más pronto sale el alma: por allí el divino Aquiles le envasó la pica a Héctor, que ya lo 
atacaba, y la punta, atravesando el delicado cuello, asomó por la nuca. Pero no le cortó el gargu e-
ro con la pica de fresno que el bronce hacía ponderosa, para que pudiera hablar algo y respo n-
derle. Héctor cayó en el polvo, y el divino Aquiles se jactó del triunfo, diciendo: 
331 −¡Héctor! Cuando despojabas el cadáver de Patroclo, sin duda te creíste salvado y no me t e-
miste a mí porque me hallaba ausente. ¡Necio! Quedaba yo como vengador, mucho más fuerte 
que él, en las cóncavas naves, y te he quebrado las rodillas. A ti los perros y las aves te despeda-
zarán ignominiosamente, y a Patroclo los aqueos le harán honras fúnebres. 
336 Con lánguida voz le respondió Héctor, el de tremolante casco: 
337−Te lo ruego por tu alma, por tus rodillas y por tus padres: ¡No permitas que los perros m e 
despedacen y devoren junto a las naves aqueas! Acepta el bronce y el oro que en abu ndancia te 
darán mi padre y mi veneranda madre, y entrega a los míos el cadáver para que lo lleven a mi 
casa, y los troyanos y sus esposas lo entreguen al fuego. 
344 Mirándole con torva faz, le contestó Aquiles, el de los pies ligeros: 
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345 −No me supliques, ¡perro!, por mis rodillas ni por mis padres. Ojalá el furor y el coraje me 
incitaran a cortar tus carnes y a comérmelas crudas. ¡Tales agravios me has inferido! Nadie p o-
drá apartar de tu cabeza a los perros, aunque me traigan diez o veint e veces el debido rescate y 
me prometan más, aunque Príamo Dardánida ordene redimirte a peso de oro; ni, aun así, la v e-
neranda madre que te dio a luz te pondrá en un lecho para llorarte, sino que los perros y las aves 
de rapiña destrozarán tu cuerpo. 
355 Contestó, ya moribundo, Héctor, el de tremolante casco: 
356 −Bien lo conozco, y no era posible que te persuadiese, porque tienes en el pecho un c orazón 
de hierro. Guárdate de que atraiga sobre ti la cólera de los dioses, el día en que Paris y Febo Ap o-
lo te darán la muerte, no obstante tu valor, en las puertas Esceas. 
361 Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los miembros y 
descendió al Hades, llorando su suerte, porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven. Y el divino 
Aquiles le dijo, aunque muerto lo viera: 
365 −¡Muere! Y yo recibiré la Parca cuando Zeus y los demás dioses inmortales dispongan que se 
cumpla mi destino. 
367 Dijo; arrancó del cadáver la broncínea lanza y, dejándola a un lado, le quitó de los hombros 
las ensangrentadas armas. Acudieron presurosos los demás aqueos, admir aron todos el conti-
nente y la arrogante figura de Héctor y ninguno dejó de herirlo. Y hubo quien, conte mplándole, 
habló así a su vecino: 
373 −¡Oh dioses! Héctor es ahora mucho más blando en dejarse palpar que cuando incendió las 
naves con el ardiente fuego. 
375 Así algunos hablaban, y acercándose lo herían. El divino Aquiles, ligero de pies, tan pronto 
como hubo despojado el cadáver, se puso en medio de los aqueos y pronunció estas aladas pala-
bras: 
378 −¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! Ya que los dioses nos concedieron vencer a 
ese guerrero que causó mucho más daño que todos los otros juntos, ea, sin dejar las armas ce r-
quemos la ciudad para conocer cuál es el propósito de los troyanos: si abandon arán la ciudadela 
por haber sucumbido Héctor, o se atreverán a quedarse todavía a pesar de que este ya no existe. 
Mas, ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? En las naves yace Patroclo muerto, in-
sepulto y no llorado; y no lo olvidaré, mientras me halle entre los vivos y mis rodillas se muevan; 
y si en el Hades se olvida a los muertos, aun allí me acordaré del compañero amado. Ahora, ea, 
volvamos cantando el peán a las cóncavas naves, y llevémonos este cadáver. Hemos ganado una 
gran victoria: matamos al divino Héctor, a quien dentro de la ciudad los troyanos dirigían votos 
cual si fuese un dios. 
395 Dijo; y, para tratar ignominiosamente al divino Héctor, le horadó los tendones de detrás de 
ambos pies desde el tobillo hasta el talón; introdujo correas de piel de buey, y lo ató al carro, de 
modo que la cabeza fuese arrastrando; luego, recogiendo la magnífica armadura, subió y picó a 
los caballos para que arrancaran, y estos volaron gozosos. Gran polvareda levantaba el cadáver 
mientras era arrastrado; la negra cabellera se esparcía por el suelo, y la cabeza, antes tan graci o-
sa, se hundía toda en el polvo; porque Zeus la entregó entonces a los enemigos, para que allí, en 
su misma patria, la ultrajaran. 
405 Así toda la cabeza de Héctor se manchaba de polvo. La madre, al verlo, se arrancaba los cab e-
llos, y, arrojando de sí el blanco velo, prorrumpió en tristísimos sollozos. El padre suspiraba la s-
timeramente, y alrededor de él y por la ciudad el pueblo gemía y se lamentaba. No parecía sino 
que toda la excelsa Ilión fuese desde su cumbre devorada por el fuego. Los guerreros apenas 
podían contener al anciano, que, excitado por el pesar, quería salir por las puertas Dardanias; y, 
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revolcándose en el estiércol, les suplicaba a todos llamando a cada varón por sus respectivos 
nombres: 
416 −Dejadme, amigos, por más intranquilos que estéis; permitid que, saliendo solo de la ciudad, 
vaya a las naves aqueas y ruegue a ese hombre pernicioso y violento: acaso respete mi edad y se 
apiade de mi vejez. Tiene un padre como yo, Peleo, el cual le engen dró y crió para que fuese una 
plaga de los troyanos; pero es a mí a quien ha causado más pesares. ¡A cuántos hijos míos mató, 
que se hallaban en la flor de la juventud! Pero no me lamento tanto por ellos, aunque su suerte 
me haya afligido, como por uno cuy a pérdida me causa el vivo dolor que me precipitará en el 
Hades: por Héctor, que hubiera debido morir en mis brazos, y entonces nos hubiésemos saciado 
de llorarle y plañirle la infortunada madre que le dio a luz y yo mismo. 
429 Así habló llorando, y los ciudadanos suspiraron. Y Hécuba comenzó entre las troyanas el f u-
neral lamento: 
431 −¡Oh hijo! ¡Ay de mí, desgraciada! ¿Por qué, después de haber padecido terribles penas, s e-
guiré viviendo ahora que has muerto tú? Día y noche eras en la ciudad motivo de orgul lo para mí 
y el baluarte de todos, de los troyanos y de las troyanas, que lo saludaban como a un dios. Vivo, 
constituías una excelsa gloria para ellos; pero ya la muerte y la Parca lo alcanz aron. 
437 Así dijo llorando. La esposa de Héctor nada sabía, pues ningún veraz mensajero le llevó la 
noticia de que su marido se quedara fuera de las puertas; y en lo más hondo del alto palacio tejía 
una tela doble y purpúrea, que adornaba con labores de variado color. Había mandado en su 
casa a las esclavas de hermosas trenzas que pusieran al fuego un trípode grande, para que Héc-
tor se bañase en agua caliente al volver de la batalla. 
¡Insensata! Ignoraba que Atenea, la de ojos de lechuza, le había hecho sucumbir muy lejos del 
baño a manos de Aquiles. Pero oyó gemidos y lamentaciones que venían de la torre, se estreme-
cieron sus miembros, y la lanzadera le cayó al suelo. Y al instante dijo a las esclavas de herm osas 
trenzas: 
450 −Venid, seguidme dos; voy a ver qué ocurre. Oí la voz de mi venerable suegra; el corazón me 
salta en el pecho hacia la boca y mis rodillas se entumecen: algún infortunio amenaza a los hijos 
de Príamo. ¡Ojalá que tal noticia nunca llegue a mis oídos! Pero m ucho temo que el divino Aqui-
les haya separado de la ciudad a mi Héctor audaz, le persiga a él solo por la ll anura y acabe con el 
funesto valor que siempre tuvo; porque jamás en la batalla se quedó entre la turba de los comb a-
tientes, sino que se adelantaba mucho y en bravura a nadie cedía. 
460 Dicho esto, salió apresuradamente del palacio como una loca, palpitándole el corazón, y dos 
esclavas la acompañaron. Mas, cuando llegó a la torre y a la multitud de gente que allí se encon-
traba, se detuvo, y desde el muro registró el campo; enseguida vio a Héctor arrastrado delante 
de la ciudad, pues los veloces caballos lo arrastraban despiadadamente hacia las cóncavas naves 
de los aqueos; las tinieblas de la noche velaron sus ojos, cayó de espaldas y se le desmayó el al-
ma. Se arrancó de su cabeza los vistosos lazos, la diadema, la redecilla, la trenzada cinta y el velo 
que la áurea Afrodita le había dado el día en que Héctor se la llevó del palacio de Eetión, const i-
tuyéndole una gran dote. A su alrededor se hallaban muchas cuñadas y concuñadas suyas, las 
cuales la sostenían aturdida como si fuera a perecer. Cuando volvió en sí y recobró el aliento, 
lamentándose con desconsuelo dijo entre las troyanas:477 −¡Héctor! ¡Ay de mí, infeliz! Ambos nacimos con la misma suerte, tú en Troya, en el palacio de 
Príamo; yo en Tebas, al pie del selvoso Placo, en el alcázar de Eetión, el cual me crió cuando niña 
para que fuese desventurada como él. ¡Ojalá no me hubiera engendrado! Ahora tú descie ndes a 
la mansión de Hades, en el seno de la tierra, y me dejas en el palacio viuda y sumida en triste 
duelo. Y el hijo, aún infante, que engendramos tú y yo, infortunados... Ni tú serás su amp aro, oh 
Héctor, pues has fallecido; ni él el tuyo. Si escapa con vida de la luctuosa guerra de los aqueos, 
tendrá siempre fatigas y pesares; y los demás se apoderarán de sus campos, cambiando de sitio 
los mojones. El mismo día en que un niño queda huérfano, pierde todos los amigos; y en adelante 
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va cabizbajo y con las mejillas bañadas en lágrimas. Obligado por la necesidad, se dirige a los 
amigos de su padre, tirándoles ya del manto, ya de la túnica; y alguno, compadecido, le ala rga un 
vaso pequeño con el cual mojará los labios, pero no llegará a humedecer la garganta. El niño que 
tiene los padres vivos le echa del festín, dándole puñadas a increpándole con injuriosas voces: 
"¡Vete, enhoramala!, le dice, que tu padre no come a escote con nosotros". Y volverá a su madre 
viuda, llorando, el huérfano Astianacte, que en otro tiempo, sentado en las rodillas de su padre, 
solo comía médula y grasa pingüe de ovejas, y, cuando se cansaba de jugar y se entregaba al su e-
ño, dormía en blanda cama, en brazos de la nodriza, con el corazón lleno de gozo; mas ah ora que 
ha muerto su padre, mucho tendrá que padecer Astianacte, a quien los troyanos llamaban así 
porque solo tú, oh Héctor, defendías las puertas y los altos muros. Y a ti, cuando los perros se 
hayan saciado con tu carne, los movedizos gusanos te comerán desnudo, junto a las corvas n a-
ves, lejos de tus padres; habiendo en el palacio vestiduras finas y hermosas, que las esclavas hi-
cieron con sus manos. Arrojaré todas estas vestiduras al ardiente fuego; y ya que no te aprov e-
chen, pues no yacerás en ellas, constituirán para ti un motivo de gloria a los ojos de los troyanos 
y de las troyanas. 
515 Así dijo llorando, y las mujeres gimieron.

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