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Junto 
a un 
muerto 
 
Guy de 
Maupassant 
(1850-1893) 
 
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JUNTO A UN MUERTO 
 Guy de Maupassant 
 
 Se moría poco a poco, como se mueren los tísicos. Todos los 
días lo veía sentarse a eso de las dos, bajo las ventanas del hotel, 
frente al mar, tranquilo, en un banco del paseo. 
 Permanecía algún tiempo inmóvil bajo el calor del sol, 
contemplando con ojos sombríos el Mediterráneo. 
 A veces dirigía una mirada hacia la alta montaña de cumbres 
brumosas que cierra el Mentón; luego, con un movimiento muy 
lento, cruzaba sus largas piernas, tan enflaquecidas que 
parecían dos huesos alrededor de los cuales flotaba el paño del 
pantalón, y abría un libro, siempre el mismo. 
 Entonces, sin variar de postura, leía, leía con los ojos y con el 
pensamiento: parecía que todo su pobre cuerpo desfalleciente 
leía, que su alma penetraba, se perdía, desaparecía en aquel 
libro hasta la hora en que el aire fresco lo hacía toser un poco. 
Entonces, levantándose, penetraba en el hotel. 
 Era un alemán alto, de barba rubia, que almorzaba y comía 
en su cuarto y no hablaba con nadie. 
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 Una vaga curiosidad me atrajo hacia él. Un día me senté a su 
lado, teniendo yo también en la mano, por el bien parecer, un 
volumen de poesías de Musset. 
 Me puse a hojear Rolla. 
 De pronto mi compañero me preguntó en un francés muy 
correcto: 
 —¿Sabe usted alemán, caballero? 
 —Ni una palabra. 
 —Lo siento; porque, ya que la casualidad nos ha reunido, le 
hubiera prestado, le hubiera hecho fijarse en una cosa 
inestimable: este libro que aquí tengo. 
 —¿Qué libro es ése? 
 —Es un ejemplar de mi maestro Schopenhauer, anotado por 
él. Todas las márgenes, como puede usted ver, están cubiertas 
con su letra. 
 Cogí con respeto aquel libro y contemplé aquellos garabatos 
incomprensibles para mí, pero que revelaban el inmortal 
pensamiento del mayor destructor de sueños que ha pasado 
por el mundo. 
 Entonces los versos de Musset estallaron en mi memoria: 
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Voltaire: 
¿Duermes contento, y tu sonrisa horrible 
envuelve aún tu rostro de ironía indecible? 
 Y comparé involuntariamente el sarcasmo infantil, el 
sarcasmo religioso de Voltaire con la irresistible ironía del 
filósofo alemán, cuya influencia es, a pesar de todo, imborrable. 
 Aunque muchos protesten, se enfaden, se indignen o se 
exalten, no hay duda de que Schopenhauer ha marcado a la 
humanidad con el sello de su desdén y de su desencanto. 
 Filósofo desengañado, ha derribado las creencias, las 
esperanzas, las poesías, las quimeras; ha destruido las 
aspiraciones, ha asolado la confianza de las almas, ha matado el 
amor, abatiendo el culto ideal de las mujeres, ha destrozado las 
ilusiones del corazón; realizó la obra más gigantesca de 
escepticismo que pudo intentarse. Todo lo ha aplastado con su 
burla. Hoy mismo, los que lo abominan llevan indudablemente, 
muy a pesar suyo, en sus ideas, reflejos de su pensamiento. 
 —¿Ha conocido usted en la intimidad a Schopenhauer 
—pregunté al alemán. 
 —Hasta su muerte, caballero —contestó sonriendo con 
profundo aire de tristeza. 
 Me habló de él, refiriéndome la impresión casi sobrenatural 
que causaba aquel ser extraño a cuantos a él se acercaban. 
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 Me contó la entrevista del "viejo demoledor" con un político 
francés, republicano, el cual, queriendo ver a aquel hombre, le 
encontró en una cervecería tumultuosa, sentado entre sus 
discípulos, seco, arrugado, riendo con una risa inolvidable, 
mordiendo y desgarrando las ideas y las creencias con una sola 
palabra, como un perro que de un mordisco deshace los tisúes 
con que está jugando, y me repitió la frase de aquel francés, que 
al irse, enloquecido y azorado, exclamaba: "He creído pasar una 
hora con el diablo". 
 Luego, añadió: 
 —En efecto, tenía una espantosa sonrisa que nos inspiró 
miedo hasta después de su muerte. Es una anécdota casi 
desconocida y que puedo contarle si le interesa. 
 Su voz cansada era interrumpida con frecuencia por los 
golpes de tos, mientras me refería lo siguiente: 
 —Schopenhauer acababa de morir, y convinimos que le 
velaríamos de dos en dos hasta la mañana siguiente. 
 "Estaba de cuerpo presente en una habitación, muy sencilla, 
amplia y sombría. Dos bujías ardían sobre la mesa de noche. 
 "El rostro no estaba desfigurado. Sonreía. Aquella arruga que 
conocíamos tan bien se marcaba en el extremo de sus labios; 
nos parecía que iba a abrir los ojos, a moverse, a hablar. 
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 "Su pensamiento, o mejor dicho, sus pensamientos nos 
envolvían; nos sentíamos más que nunca en la atmósfera de su 
genio, invadidos, poseídos por él. Su dominio nos parecía más 
soberano a la hora de su muerte. Un misterio se mezclaba con el 
poder incomparable de aquel espíritu. 
 "El cuerpo de esos hombres desaparece, pero ellos quedan; y 
en la noche que sigue a la paralización de su corazón, le 
aseguro, caballero, que se ofrecen de un modo espantoso. 
 "Hablábamos bajo, siempre de él, recordando frases, 
fórmulas, aquellas sorprendentes máximas, semejantes a 
fulgores que iluminasen con algunas palabras las tinieblas de la 
vida ignorada. 
 "—Me parece que va a hablar —dijo mi camarada. 
 "Y miramos, con una inquietud rayana en miedo, aquel rostro 
inmóvil que no dejaba de sonreír. 
 "Poco a poco sentimos cierto malestar, opresión y aun 
desfallecimiento. 
 "—No sé lo que tengo, pero te aseguro que estoy malo 
—balbucí. 
 "Y entonces notamos que el cadáver olía mal. 
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 "Mi compañero me propuso que nos trasladáramos al cuarto 
inmediato, dejando la puerta abierta; y yo acepté. 
 "Cogí una de las bujías que ardían en la mesa de noche, 
dejando allí la otra, y nos fuimos a sentar al otro extremo de la 
habitación de manera que pudiéramos ver desde nuestro sitio 
la cama y el muerto en plena luz. 
 "Pero nos obsesionaba de continuo; se hubiera dicho que su 
ser, inmaterial, libre, todopoderoso y dominante, rondaba en 
torno nuestro; y a veces, el infame olor del cuerpo 
descompuesto nos alcanzaba, nos penetraba, repugnante y 
vago. 
 "De pronto nos sentimos estremecidos hasta los huesos: un 
ruido, un leve ruido había salido del cuarto del muerto. 
Nuestras miradas se dirigieron hacia él y vimos, sí, señor, 
vimos perfectamente uno y otro, una cosa blanca deslizándose 
por encima de la cama para caer en el suelo, sobre la alfombra, 
y desaparecer debajo de una butaca. 
 "De pronto nos pusimos de pie, sin saber que pensar, alocados 
por un terror estúpido, dispuestos a huir. Luego nos miramos el 
uno al otro. Estábamos horriblemente pálidos. 
 "El corazón nos latía con tal fuerza que se notaban sus latidos 
sobre nuestras levitas. 
 "Fui el primero en hablar. 
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 "—¿Has visto? 
 "—Sí; he visto. 
 "—¿No está muerto? 
 "—Se halla en estado de putrefacción. 
 "—¿Qué vamos a hacer? 
 "Mi compañero, vacilante, dijo: 
 "—Hay que ir a verlo. 
 "Cogí nuestra bujía y entré delante, registrando con la mirada 
la extensa habitación de rincones oscuros. Nada se movía. Me 
acerqué a la cama. Pero permanecí sobrecogido de 
estupefacción, de espanto: ¡Schopenhauer ya no sonreía! Tenía 
un gesto horrible: la boca apretada,las mejillas profundamente 
hundidas. 
 "—¡No está muerto! —Exclamé. 
 "Pero el olor espantoso que me llegaba a las narices me 
sofocaba. No me movía, mirándolo con fijeza, tan turbado como 
ante una aparición. 
 "Entonces mi compañero, cogiendo la otra bujía, se agachó. 
Luego me tocó en el brazo, sin decirme una palabra. Siguiendo 
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su mirada, descubrí en el suelo, bajo la butaca, al lado de la 
cama, muy blanca, sobre la oscura alfombra, abierta como para 
morder, la dentadura postiza de Schopenhauer. 
 "El trabajo de la descomposición, que afloja las mandíbulas, la 
había hecho salirse de la boca. 
 "Aquel día tuve realmente miedo, caballero." 
 Y como el sol se acercaba al mar resplandeciente, el alemán 
tísico se levantó y, después de saludarme entró en el hotel. 
 
 
 
 
 
 
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