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EL MARTIRIO CRISTIANO

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EL MARTIRIO CRISTIANO
los mártires de todos los tiempos –salvo excepciones– no se hicieron mártires de un día para el otro, sino que el martirio (además de ser ciertamente una gracia de Dios) vino a ser como la consecuencia natural del espíritu de renuncia en el que vivieron y la coronación de aquel amor inmenso que acuñaron por Cristo a lo largo de toda su vida. En el caso de la persecución, si bien es cierto que en algunos casos fue sangrienta, en la inmensa mayoría de los cristianos cabales –muchos de ellos hoy miembros de la Iglesia triunfante de Cristo– fue parte de la vida cotidiana y de su camino de santificación, pues padecieron difamaciones, procesos infames, condenas injustas, abandonos lacerantes, maledicencias… y la lista podría seguir interminablemente.
Sólo por ilustrar mencionamos aquí algunos ejemplos:
En el siglo III: San Atanasio fue tenido por hechicero.
En el siglo IV: San Basilio fue falsamente acusado de hereje al Papa San Dámaso. San Juan Crisóstomo fue acusado de deshonesto calumniosamente.
En el siglo V: San Cirilo de Alejandría fue condenado por hereje por un conciliábulo de cuarenta obispos y al mismo tiempo privado del obispado.
En el siglo X: San Romualdo, que tenía por entonces más de 100 años, fue acusado de un delito enorme que no faltaba quien dijese que merecía ser quemado vivo, siendo él del todo inocente.
En el siglo XVI: sufre la persecución San Juan de Ávila, quien predicaba con gran celo y fruto para las almas, pero algunos impenitentes y frenéticos enfermos contra su buen médico le acusaron al tribunal de la Inquisición de Sevilla. Así mismo a San Juan de la Cruz, entre otras muchas falsas acusaciones, y persecuciones que sufrió en su vida, le tocó padecer aquella por la cual decían que había besado a una monja lo cual era absolutamente falso.
En el siglo XVII se levantaron calumnias contra San Francisco de Sales acusándolo de tener relaciones ilícitas con una señora.
Es decir, la cruz de la persecución no hace distinciones entre obispos, religiosos, fundadores, monjes, misioneros o simples cristianos. Muy interesante, consolador y fructuoso también es constatar cómo, en tantos casos, las dificultades provinieron de quienes no se hubiese esperado, como ser por ejemplo las autoridades religiosas y eclesiásticas de las distintas épocas. Fue así en tiempos de Nuestro Señor, así a lo largo de los tiempos (incluso el Beato Jägerstätter sufrió la incomprensión de los prelados) y también lo es en nuestros días; es el misterio de la “persecución de los buenos” que merece una asimilación profunda.
Por tanto, análogamente al modo en que un atleta se prepara y se pone bajo la dirección de un entrenador para tener cada vez un mejor rendimiento y ganar su carrera, nosotros debemos ser bien conscientes de estas gracias y saber prepararnos, ejercitarnos, “acomodar la mente” y, en fin, pelear el buen combate hasta terminar la carrera para entonces poder decir con San Pablo: he guardado la fe.
Entiendan todos que en esto el no luchar ya es haber perdido. “Por eso, así como un hombre que sólo piensa en este mundo hace todo lo posible por hacer su vida aquí más fácil y mejor, nosotros que creemos en el Reino de los Cielos, debemos arriesgarlo todo en orden a recibir allá nuestro premio” decía el Beato Franz. ¡Feliz el servidor aquel, a quien su señor al venir hallare obrando así!
 Entonces, así como los primeros cristianos que se preparaban para el martirio se animaban unos a otros antes del momento de la muerte o de enfrentar los grandes tribunales con todo su poderío, nos ha parecido que puede ser de mucho fruto para todos los miembros del Instituto llamados a tener “el alma dispuesta a recibir la muerte, si fuese preciso, por el bien del Instituto al servicio de Jesucristo” traer aquí ciertos consejos, máximas y ‘recetas’ de los santos quienes con fe heroica soportaron con paciencia incólume toda clase de vejaciones y hasta la misma muerte por amor al Verbo Encarnado.
 Querer que nos cueste algo este Cristo
 Lo primero es lo primero, por eso recomendaba San Juan de la Cruz a las carmelitas: el “tomar muy de nuevo el camino de perfección en toda humildad y desasimiento de dentro y de fuera, no con ánimo aniñado, más con voluntad robusta; sigan la mortificación y penitencia, queriendo que les cueste algo este Cristo, y no siendo como los que buscan su acomodamiento y consuelo, o en Dios o fuera de él; sino el padecer en Dios, y fuera de él por él en silencio y esperanza y amorosa memoria”. Y “cuando se le ofreciere algún sinsabor y disgusto, acuérdese de Cristo crucificado, y calle”.
El Místico Doctor además utiliza en sus obras el ejemplo de Job como la mejor figura típica de la purificación pasiva y la experiencia dramática por la que atraviesa el alma en la noche. Job conoce la acción catártica en todo su ser: desde la prueba física –desnudez, abandono de amigos, pérdida de los bienes– hasta el grito desgarrador del alma afligida y humillada que “ruge y brama” como suele suceder a las almas afligidas por la persecución. Con ello intenta el Santo explicar que para llegar a la comunicación plena de Dios hay que llegar a través de una catarsis total. La persecución –cualquiera sea y venga de quien venga– es, sin duda, una de esas ocasiones que Dios nos presenta para zambullirnos en su obra purificadora.
¿Cómo hemos de actuar ante una prueba así? “Ante todo, aceptación incondicional de la prueba divina que purifica mediante ‘el conocimiento de sí y de la propia miseria’, para tratar a Dios con más ‘comedimiento y cortesía’. Dios no descubrió a Job sus grandezas ‘en el tiempo de la prosperidad’, ni en los ‘deleites y glorias que él mismo refiere’, sino cuando le probó, teniéndole ‘desnudo en el muladar, desamparado, y aun perseguido de sus amigos, lleno de angustia y amargura, y sembrado de gusanos el suelo’. Entonces, asegura San Juan de la Cruz, se dignó el Señor ‘hablar allí cara a cara con él’. La disposición de acogida de Job fue como la de Abraham, la de Moisés, la de David y de otras figuras del Antiguo Testamento. Testimonio de fe inquebrantable, no fatalismo al azar”.  
“Consciente de la prueba divina y condescendiente a su acción purificadora, Job la experimenta en toda su crudeza y en toda su radicalidad. Es consciente de que los caminos de Dios son misteriosos: lleva al bien y a la dicha por sendas dolorosas y nubes oscuras. Es lo que, según San Juan de la Cruz, reconoce el ‘profeta’. Ante la sumisión y valiente disposición de Job, Dios comienza la prueba con refinamiento exquisito”.
En definitiva, debemos tener bien arraigado en la mente que los tiempos de prueba son preludio de gran dicha. Ya que muchas veces, en la noche purificadora –sea por la persecución, sea por cualquier otra vejación que Dios permita que atraviese nuestra alma– uno llega al límite de la esperanza, como le pasó a Job y a tantos santos. “La gran incertidumbre que [el alma] tiene de su remedio”, le hace creer que “no ha de acabarse su mal”. “Hácesele a esta alma todo angosto… es un esperar y padecer sin consuelo de cierta esperanza de alguna luz y bien espiritual”. La tentación al desaliento es muy común. Pero como bien hace notar el Maestro de la fe, Dios “le hizo merced de enviarle aquellos grandes trabajos [a Job] para engrandecerle después mucho más”, y andar más tarde “interior y exteriormente como de fiesta” con “un júbilo de Dios grande”. En esa felicidad termina la fidelidad del alma.

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