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Angustia_y_deseo

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Angustia y deseo
A veces, un malentendido convierte el espíritu científico en instrumento de la
simpleza muy lejos de la saludable simplicidad. Se reducen fenómenos complejos a
anodinas definiciones recortadas con nociones cuestionables y cuyo abordaje queda
sometido a una amalgama estadística con recetas "prácticas" que simula ser método.
Este reduccionismo es especialmente grave en el ámbito Psi, que afecta naturalmente al
tratamiento de la salud mental. Los profesionales de este ámbito, agobiados por la
presión asistencial y por la carga de trabajo, pueden caer en la tentación de tomar el
camino más corto señalado en el manual para aliviar la incertidumbre y aminorar la
intensidad del compromiso.
La supresión de crítica y de reflexión teórica abocan a los profesionales de salud
mental a un practicismo romo y sin salida. Los síntomas se cronifican y el malestar
aumenta. La exclusión y el rechazo pasan a ser respuestas comunes. Además, con esta
laxitud teórica se acaba perdiendo la memoria e ignorando el legado sobre aquellos
asuntos que les incumben (recepción de pacientes, dirección de la cura, revisión
nosográfica, etc.), para crear la ilusión de que todo planteamiento y toda teoría anterior
son caducas y han sido ampliamente superados por “la ciencia”.
La noción de angustia ha sufrido las consecuencias de este malentendido
negligente. Distintas definiciones al uso la han reducido a la simpleza de unos cuantos
parámetros y pattern venidos del otro lado del Atlántico. Con solo nominarla "panic
attack", o de manera más suave, "panic disorder", han cortado la cadena que la unía a
toda una tradición de pensamiento. Las aristas del significante "ataque" sugieren -con
los tiempos que corren- la contundencia de la respuesta a dar. Y la asimilación a
"pánico", hace que, por tener éste término una connotación más social, se diluya la
responsabilidad y el compromiso del sujeto en sus propios síntomas y angustia. De este
modo, el paciente que la sufre queda desimplicado de los procesos que abocan
precisamente a esa angustia.
Al simplificar la teoría y dotar de procedimientos estándares y pautados al
profesional en la actuación sobre el fenómeno, se libera a éste del montante de angustia
propio de tal responsabilidad. Sea "ataque de pánico" o "trastorno de pánico", se diga en
el idioma que se diga, la expresión definida bajo el epígrafe no deja de poner en
evidencia el vacío conceptual que lo sostiene. La rutina como justificación hace perder
de vista la angustia de quien realmente no sabe qué hacer ante la angustia del otro. Pero,
1
por ese camino, la angustia del paciente desemboca en síntoma crónico y la angustia del
profesional, en desentendimiento pragmático y rutinario o en apatía desesperanzada.
Jergas aparte, tal vez sea bueno, para infundir moral ante el desánimo, recordar
que la memoria no es aquella facultad aristotélica implícita en algunos de estos
manuales, sino, esa inmensa extensión del legado escrito que Popper concibió como un
“tercer mundo” y casi como una segunda piel para palpar la realidad.
Ahora bien, cuando se rastrean los análisis "científicos" que existen al respecto,
uno puede constatar cierto abandono de aspectos importantes. Las manifestaciones
externas de la angustia están suficientemente descritas en cualquier manual al uso. Se
describen prolijamente en las distintas versiones del DSM y del CIE los procesos que
llevan a las alteraciones cardíacas (taquicardia, palpitaciones) y respiratorias (disneas,
ahogo). También se reflejan otras manifestaciones somáticas como temblores,
sudoración, sensación de perder el control o de enloquecer, etc. Pero en todas estas
definiciones se reduce la angustia a un simple trastorno somático. Sin embargo, este
aséptico cuadro, repetido hasta el hastío, se asemeja, como el viejo Freud no se cansaba
de insinuar, al comprometido orgasmo por más que se continúe el esfuerzo por
descontaminar y neutralizar la realidad psíquica en la descripción de cada fenómeno.
Se nos dice que es un trastorno, e incluso se llega a insinuar que todo este
"ataque de pánico", no es sino un error genético. El sujeto nada tiene que ver con ello,
pues, a la postre, es un proceso biológico el responsable. Sin embargo, cualquiera que se
haya aproximado a este fenómeno, habrá podido reconocer en él algo más que un
trastorno somático, dejado o no en herencia por los progenitores. En cualquier caso,
queda claro que en este tipo de análisis, la causa del supuesto ataque queda en la
penumbra e importa tan poco como el rigor intelectual a la hora de abordar el fenómeno.
Sin duda cabe un mayor rigor al intentar comprender los procesos implicados en
la angustia. Preguntarse por sus causas no tiene por qué ser un esfuerzo metafísico. Se
trata de indagar aquello que la hace posible y, por ende, aquello que la puede hacer
desaparecer. Ahora bien, existe un prejuicio muy extendido a evitar, y es el siguiente: la
angustia no tiene objeto.
El miedo posee un objeto, al que podemos cernir, aislar, evitar o huir de él etc.
Por otra parte, la ansiedad puede esconder su objeto, pero, antes o después, éste aparece.
Además, en ella, el cuerpo no está tan implicado. La angustia, por el contrario, parece
no tener objeto. Pero, si el prejuicio nos conduce a esta ausencia de objeto, entonces
¿ante qué se angustia el sujeto? Se responde que es una situación en la que se percibe el
2
peligro y que, al no estar determinado el objeto, se produce una respuesta desordenada,
esto es, un “panic disorder”.
Por nuestra parte, podemos suponer con Freud, que el peligro al que señala la
angustia no es cualquier peligro ante cuyo objeto quepa el "defiéndete o huye", sino un
peligro más difícil de cernir y al que suponemos relacionado con la sexualidad.
Aclaremos esta cuestión. La angustia no es un fenómeno exclusivo de la clínica.
Todos nosotros, en algún momento, la hemos sentido y podemos por ello reconocerla
como señal de alarma, más allá de las manifestaciones corporales externas
experimentadas. Es posible que la hayamos percibido también en otra persona. Incluso
que nos hayamos hecho cargo de esa angustia ajena. Bien para ayudar a vadearla, bien
para intentar comprenderla (al menos así lo creemos).
Suele suceder que la aparición de la angustia ajena produzca en nosotros
angustia. Cuando la clínica aún goza de una atención saludable, también pasa. Pero no
cuando ésta se ha cronificado en rutina y desidia. Es el momento en que la experiencia
(sin palabra) del paciente se acerca al punto ciego de la nuestra. El movimiento es
imperceptible. De pronto comienza a hacerse patente el desconcierto. Una sensación de
opresión en el pecho abre paso a cierta fuga de ideas. Las sucesivas imágenes aumentan
la incertidumbre y se busca, acá o allá, una certeza con la cual frenar el desasosiego.
La experiencia subjetiva, se podrá alegar, no es gran cosa a la hora de establecer
una etiología y una terapia eficaz. Pero quizás equivoquemos nuestras intervenciones
sobre el fenómeno de la angustia si no contamos con un análisis pormenorizado de los
aspectos dinámicos psíquicos antes aludidos.
Por otra parte, la modalidad de repetición que presenta esta sensación en
determinadas afecciones psíquicas, nos lleva a pensar que, más allá del factor biológico
y comportamental externo, hay que buscar las causas en condiciones psíquicas internas
facilitadoras de dicha repetición.
Contradiciendo el dictado supuestamente científico del DSM y del CIE, y
rastreando la historia del concepto de angustia, encontramos una tradición de análisis,
observación y reflexión tremendamente rica. Cuando nos internamos en esta indagación
comprobamos que las aportaciones y sugerencias más sustanciosas no proceden
precisamente de la literatura científica. Al menos no es así, si nos ceñimos al modelo
estadístico experimental. Los abordajes más jugosos proceden del campo de la filosofía
y la literatura y, desde otro ángulo, del psicoanálisis.
3
SörenKierkegaard, filósofo a quien se le puede considerar fundador del
existencialismo, llevó al extremo el rigor de su pensamiento y la sutilidad de sus
observaciones en su estudio sobre la angustia. Su obra El concepto de angustia está
imbuida del afán por elevar la religión a la esencia de lo humano. De modo que, para él,
la angustia se sitúa justo en el centro de la auténtica fe. Pero no hay que engañarse, esa
fe aparentemente religiosa, apuntaba en ese escrito de 1844 a sostener una idea que aún
hoy sigue vigente en el campo del espíritu científico. La idea de providencia, la idea de
que Dios, juegue o no juegue a los dados, al final, garantiza el éxito en la partida que el
hombre y su saber juegan con la naturaleza. La ciencia avanza, y en ese avance, el
hombre podrá dar cuenta de él mismo y de todo lo que habita el mundo.
Una vieja idea que sigue acompañándonos. Pero Kierkegaard introduce un
elemento más interesante. Para alcanzar esa fe en el Dios garante -incluso más allá de
los míseros esfuerzos humanos- al hombre le es necesario caer por tierra. Antes de
alcanzar esa cúspide de la fe ha de pasar por la experiencia de la desesperación y la
incredulidad.
Partiendo de la idea de pecado como una experiencia de caída, aunque también
como experiencia constituyente de lo más humano, Kierkegaard afirma que, en última
instancia, no hay discurso que desvele la verdad de este estado cercano a la angustia. El
único discurso que puede barruntar algo es el de la psicología. Naturalmente no se
refiere a la psicología experimental, sino a la reflexión filosófica que toma por objeto el
alma humana.
Sus interesantes reflexiones, que apuntan siempre a ese Dios garante de
salvación y de felicidad humana, van más allá de la ilustrada idea de progreso. Y pese al
universo religioso en que se mueve, su análisis posee intuiciones difíciles de encontrar
en las descripciones, más bien simplistas, de la psicología actual. Por ejemplo, tras
afirmar que el estado de inocencia es un estado de ensueño, escribe: “En el estado de
vigilia está puesta la distinción entre mi yo y mi no-yo; en el sueño está suspendida, en
el ensueño es una nada que acusa.”1
Antes de sufrir las determinaciones del pecado, antes de reconocerse en la
identidad del pecador, el espíritu se proyecta sobre la pura posibilidad, valga decir sobre
el deseo sin objeto. “Fijándose en los niños –escribe Kierkegaard- se encuentra en ellos
la angustia de un modo muy determinado, como un afán de aventuras, de cosas
1 S. KIERKEGAARD, El concepto de la angustia. Espasa-Calpe S.A, Madrid, 1982, p. 59
4
monstruosas y enigmáticas. (...) Esta angustia es tan esencial al niño, que no quiere
verse privado de ella; y así la angustia, también lo encadena con su dulce opresión.”2
Aparece aquí la angustia relacionada con un deseo orientado por las figuras de lo
prohibido, pero, a la vez, inmersa en la dinámica de un deseo de probar los límites de
contención, los límites de la barrera que protege al niño creyente del peligro de una
sanción terrible. Aquí, la angustia se muestra benéfica, por cuanto el sujeto infantil tiene
fe en el retorno a la superficie confortable de su realidad familiar, una vez pasado el
terrorífico trance. Su alma aún no alberga lo demoníaco, su alma aún no ha
experimentado la experiencia de la caída en un goce pecaminoso, pero ya nota una
fuerza que le supera. "Pues quien se hace culpable por angustia es inocente: no fue él
mismo, sino la angustia, un poder extraño que hizo presa en él, un poder que él no
amaba, del cual, por el contrario, se apartaba angustiado, y sin embargo, es culpable: se
había hundido en la angustia, a la que amaba a la vez que temía..."3
Y nos dice: “... al igual que en Adán, el niño siente que la “prohibición” le
angustia, pues la prohibición despierta la posibilidad de la libertad en él.”4 4
En cuanto a la naturaleza de ese peligro, Kierkegaard anticipa a Freud poniendo
el dedo en la llaga con un ejemplo: “Pues bien, -escribe- voy a mostrar en una sola
observación experimental lo que puede considerarse como una experiencia
universalmente reconocida. Si me imagino una jovencita inocente y hago a un hombre
lanzar sobre ella una mirada concupiscente, ella siente angustia. Puede, además
indignarse, etc., pero siente angustia.”5
Ese deseo por lo prohibido no significa una disposición consciente y perversa
que empuje a la trasgresión de toda ley, sino la tendencia a un goce sin que el sujeto
perciba el empuje que lo transporta y lo empuja hacia él.
Sin embargo, la prohibición sobre la satisfacción infantil no es suficiente para
que surja la angustia. Este deseo se debe hacer presente de manera súbita en lo real.
Dicho de otro modo, la realidad debe presentar una situación sorpresiva tal, que el
sujeto reconozca en ella la forma de su deseo... prohibido. Deseo prohibido significa
para Freud que el deseo se ubica en otro espacio que el de la conciencia. O dicho de otro
modo, que el deseo no es moción consciente del yo. ¿De dónde procede entonces ese
deseo? El deseo inconsciente o deseo prohibido tras la represión, procede del Otro.
5 Ibíd., p. 86
4 Ibid, p. 62
3 Ibid, p. 61
2 Ibid, p.60
5
Pero, ¿qué es el Otro? El Otro es el continente negro, la presencia más ajena al
sujeto. Aquello que delata la verdad del sujeto de tal modo, que, siendo lo más propio,
él mismo lo percibe como algo ajeno y extraño que nada tiene que ver con él. Y ¿por
qué lo percibe como algo ajeno siéndole tan propio? Porque es un deseo que proviene
de un lugar distinto del que ilumina la conciencia. La figuración, la imaginación urdida
con este deseo se establecerá en este territorio ignoto, en donde el sujeto sin saberlo
plasma más fielmente y realiza los deseos más propios. Aquello que hace señas de
extrañeza, aquello que se oye, aquello que se ve, aquello que se vive y emerge en la
conciencia como lo más lejano al sujeto, es índice de una superposición. El lenguaje
inconsciente ha capturado algún elemento dado a la consciencia, a partir del cual hace
manifiesto su dominio. Es en esta apropiación del territorio de la conciencia por el
inconsciente, en donde Freud veía un orden del deseo muy originario. “... es un deseo
–nos decía- del Otro primordial (Nebenmensch), de la Madre”.
Naturalmente no se refería a ese ser encantador, a esa madre ya recuperada por la
experiencia adulta, sino a esa otra, - fuera quien fuera quien ocupara tal lugar-, que
satisfacía, con su palabra y sus cuidados, las necesidades y deseos infantiles. ¿Pero qué
deseos puede tener un bebé de días o de pocos meses? Aquellos, que, la palabra, desde
este lugar del don y de suministro de satisfacción, reconozca como tales. Deseos, pues,
provenientes de quien Freud nombraba como Nebenmensch (el humano más cercano,
más próximo a la satisfacción). Se trata, por tanto, de la madre de la satisfacción
primera, de aquella que lleva de la mano de su palabra a la pequeña criatura humana
para hacerle sentir el peso de su deseo, más o menos exigente, más o menos atemperado
por la ley.
Cuando no hay lugar para cortar ese discurso de la Madre, cuando su propio
deseo y la necesidad que impone a la criatura no encuentra un límite en la ley, o esa ley
es desoída, aparecen los problemas de simbiosis agobiante y claustrofóbica. Esto no
sucede solo en la fusión niño-madre o niña-madre, tan común en algunas infancias. Hay
quien puede convivir en esa fusión, o con un subrogado suyo -acatando
contradictoriamente sus exigencias- hasta más allá de la edad adulta, con todo el
montante de angustia que esta situación genera.
Lo que desea la madre primigenia, es decir, el Otro no abierto a ningún otro
deseo que haga freno (sumisión a la ley), lo que desea la madre como figura
omnipotente se constituye, tras la represión del Edipo (fracasada en este caso), en dos
órdenes distintos de lo que comúnmente se denomina deseo.
6
Por un lado, se constituye el deseo reconocible como anhelo por la conciencia
que buscala satisfacción en el orden ya reglado por la ley (introyectada) y compatible
con las aspiraciones del yo. Se constituye, por tanto, en un cierto deseo dirigido por los
Ideales del Yo (en este caso marcados por la genealogía materna). Es el plano de la
demanda.
Por otro lado, en otro topos, a espaldas del foco de la conciencia, continúa el
deseo devorador, primitivo y sin límite, transformado por los avatares del Complejo de
Edipo. Tradicionalmente, a este deseo resultante, con todas sus variantes, se le ha
denominado destino.
Se trata del deseo que me habita y ante el cual sucumbo una y otra vez, pese a
mis ideales y mis anhelos. A veces, lo inexorable e implacable del destino se cumple sin
más displacer para la conciencia que el de encontrarnos con la repetición de nuestras
pequeñas recurrencias de carácter. Rasgos de repetición, fragmentos de lo demoníaco,
que si los empuñamos como ramilletes de flores, pueden servirnos de ofrenda amorosa a
quien nos soporte.
Otras veces, el cumplimiento de este deseo del Otro se manifiesta como
inapropiable y, al arrojarlo fuera, emerge como una compulsión a la repetición
(Wiederholungszwang) ya sea en el obsesivo, o como la sórdida repetición de las
adicciones, o bien, como cualquier otra forma más allá del principio de placer
mostrando su poder esclavizador y de imposición.
Este deseo del Otro normalmente está velado. Nadie sabe muy bien porqué
cumple los imperativos que se le imponen desde el interior; pues, el yo con sus pasiones
tiende a hacer de rey y nos hace creer, que controlamos nuestro destino.
Pero, a veces, esa ilusión se desvanece y surge de manera siniestra una fuerza
que arrastra al sujeto a pesar de su encontrada voluntad, y le lleva a hacer lo que de
ninguna manera desearía conscientemente. No hay coacción externa, pero el sujeto no
puede cambiar la trayectoria de esa fuerza y sucumbe ante ella. Es lo demoníaco, las
fuerzas de ese continente oscuro que lo habitan. Y cuando esta forma del deseo del Otro
se percibe como procedente del exterior surge ese fenómeno, al que llamamos angustia.
Pero la percepción (interferida por el deseo inconsciente) se presenta como
angustia cuando acontece con una impronta muy particular. Esta peculiaridad, puesta de
relieve ya por Kierkegaard, es la de su temporalidad. La angustia guarda una relación
especial con el tiempo, pues se siente su proximidad cuando ya es demasiado tarde.
Aparecen los sudores, la indeterminada inquietud, las palpitaciones en el campo de la
7
conciencia cuando el sujeto ya está plenamente sumergido en el terreno de ese goce
angustiante. Otra temporalidad ha irrumpido en el sujeto marcando un ritmo de goce
soportado en la secuencia fantasmática. El momento de la sorpresa no es el del
comienzo de esa temporalidad. Mucho antes, el sujeto ha labrado lo que ahora aparece
como una percepción angustiante.
El carácter de irrupción súbita de la angustia denota la inmersión en el deseo
prohibido en el terreno de la experiencia exterior. Se cede a esa exterioridad una
temporalidad impropia y se avanza en ella mediante un goce que conduce a un punto
(punto de angustia), más allá del cual el sujeto siente como inminente la posibilidad de
su desaparición. La angustia es, por tanto, como decía Freud en Inhibición, síntoma y
angustia, una señal que coloca al sujeto en un inesperado posicionamiento y en otra
temporalidad. ¿Qué le sucede al sujeto, pues, con esa irrupción súbita donde lo exterior
se hace coincidente con lo interior?
La irrupción súbita de la angustia no introduce los mismos elementos que el
“susto”. El miedo es ante una percepción externa, y aunque sea imprevista, dicha
percepción no está comprometida en el deseo. Frente a ella, el sujeto sabrá o no
defenderse, pero en cualquier caso, la emergencia súbita de un objeto terrorífico se
produce a una cierta distancia de su ser, es otra cosa. En la angustia el sujeto intuye, por
la experiencia redoblada de su deseo, una pérdida de los límites con aquello que lo
invade y eso es lo angustiante.
Freud relaciona, en este sentido, la angustia con el sentimiento de lo siniestro.
Éste no es otra cosa que el sentimiento que se produce al experimentar algo,
normalmente vivido como familiar, bajo el signo de la ajena exterioridad. De pronto,
aquello que se percibía apaciblemente, por ser signo de lo propio, se torna ajeno e
inquietante. Lo siniestro es Unheimlich, que procede de Heimlich relativo al Heim, a ese
núcleo familiar, en donde el sujeto puede sentirse acogido, contenido y amparado. Pero,
también, la familia es el lugar de gestación de la experiencia de angustia, por ser ella en
su reflejo exterior, el ámbito primero de realización del deseo.
En una nota de 1920 a Tres ensayos de la teoría sexual, escribe Freud sobre el
fantasma de retorno al seno materno, y de cómo éste se realizaría con un perfil siniestro,
por dar cuenta de la fuerza devoradora que suscita el deseo de la madre. El seno
materno no remitiría entonces al cálido ámbito fetal, fantaseado por una versión
edulcorada del psicoanálisis, sino a la amenaza angustiante proveniente del deseo del
8
Otro devorador. Su dimensión siniestra es opuesta por completo a la añoranza de un
tiempo dorado, de una edad de oro previa al nacimiento.
Veamos el surgimiento de la angustia en un relato conmovedor. En él se puede
entrever claramente la relación de este fantasma, de este dispositivo de goce, con el
sentimiento de lo siniestro. Se trata de las experiencias relatadas por el escritor Henri
Micheaux bajo los efectos de la mescalina. Esta sustancia parece conducirle
artificialmente a una encrucijada. Los efectos de la mescalina lo llevan a un cruce de
tiempos, a la experiencia de una intersección entre lo figurado por la conciencia y la
ocupación soterrada de ese campo por el Otro. Este cruce está marcado por la angustia,
pero su impronta (la de la angustia) está ya ahí, independientemente de los efectos
alucinógenos de la mescalina. La forma de las pseudoalucinaciones aterradoras no está
nunca determinada por la sustancia. En su obra, tal vez la más conocida, El infinito
turbulento, en la experiencia número VI, escribe:
“Tengo que agruparme, que concretarme lo más rápido posible. Cojo una revista,
y, sin ni siquiera abrirla, miro la primera foto, la de la portada, para establecer una
relación, que me determine, que me permita tomar posición y me salve.
Es el retrato de una muchacha viva, levemente sonriente, sobre todo en los ojos,
donde brilla una lucecita regocijada.
La miro y no la miro, desinteresado. Espero refuerzos. Y, de golpe, como si
desapareciera en una trampa abierta sin enterarme y en la que debía caer, “yo” se
esfuma. ¡Qué raro!
Tengo que asir la revista y volver a mirar a la muchacha para comprender al fin.
La chica se ha vuelto “yo”.
Salto enseguida de la cama, corro a la cocina y me preparo una taza de Nescafé
que me trago al instante. Pero ya está hecho el daño.
Intento no perder la cabeza.
Transcurre un rato terriblemente incómodo, desesperado, durante el que procuro
detenerlo todo, pensamientos, impulsos, incluso la respiración para frenar el daño y la
ocupación de la extranjera, suspendiendo hasta el extremo las mismas funciones de la
vida que también "ella" necesita para vivir en mí. Me ahogo a medias. ¿Conducta
infantil!”6
6 H. MICHAUX, El infinito turbulento (experiencias con la mescalina y el LSD). Editorial MCA, Col. La Nave
de los Locos, Valencia, 2000. p.68
9
Y más adelante continúa: “Ella con su mirada, proclamaba nuestra “unión total”
para siempre...su mirada hablaba y yo la oía como si hubiese sido una boca que hablara
con palabras, pero muy aprisa, ¡Y con qué animación tan insólita y seductora!”7
Hay una imagen fuera, en la realidad de su dormitorio, encima de la cama. La
imagen de una revista que lo captura (a la que se identifica) y vehicula el deseo que lo
habita. Deseo inconsciente y por tanto instalado al margen de la conciencia. Deseo del
Otro,dice Lacan. Deseo de apropiarse del sujeto, de hacerlo uno e reintegrarlo en el
seno del que surgió.
El cumplimiento de ese deseo supondría la desaparición del sujeto, su
gurgitamiento. De modo que surge la angustia como señal de alarma. El sujeto,
capturado en esa imagen de “muchacha” “extranjera”, percibe la desaparición de los
límites que separan el interior del exterior. Ve una chica que es él, que lo captura por ser
espejo y por atrapar el objeto de su fantasma, que es pulsión, mirada que le anonada.
Saben que el deseo para Freud se constituye a partir del objeto primigeniamente
perdido, y que ese objeto no es otro que el objeto de la pulsión. ¿Qué quiere decir objeto
perdido? Que lo que halle conscientemente el sujeto en la satisfacción de su deseo será
siempre otra cosa de lo que busca afanosamente. Sólo podría pensarse un encuentro
total, sin pérdida, si el sujeto quedara petrificado y pleno en el objeto. Ello significaría
la inexistencia de más cadenas asociativas de imágenes y de palabras. La representación
más gráfica sería la de una mirada catatónica fundida en el objeto beatífico de
contemplación, en definitiva, un encuentro con el objeto concebido como definitivo, de
tal modo que lo buscado y lo hallado no deja diferencia o saldo alguno. Fusión total
imposible, pues, siempre, el sujeto encontrará significantes con los que desplazar su
deseo para relanzarlo de nuevo. Deseo, pues, siempre de otra cosa por estar
definitivamente su objeto perdido.
Pero este objeto perdido, sustentado sobre el goce de la pulsión, apoyado sobre
el objeto pulsional posee varias modalidades. En Teorías sexuales infantiles, de 1908,
Freud supone distintos estadios en el sujeto infantil, a lo largo de los cuales pierde tales
objetos de la pulsión, esto es: el pecho, el escíbalo, y -en un particularismo proceso-, el
objeto "falo". Freud añadirá luego otro objeto, aún más primitivo, la mirada, al que
supondrá como objeto fundamental no sólo en la constitución del deseo, sino del propio
yo.
7 Ibíd., p. 71
10
La cuestión que nos interesa subrayar de momento es la siguiente: el encuentro
con el objeto siempre deja un resto de insatisfacción, nunca coincide lo buscado y lo
hallado. Así que ese resto es suficiente para relanzar de nuevo el deseo. Pero, el
problema en la angustia es que hay una proximidad excesiva con el objeto, de tal modo
que el encuentro amenaza con no dejar resto, amenaza con la total fusión o desaparición
del sujeto en lo que encuentra. De ahí, que la angustia sea una señal, un aviso para la
re-situación del sujeto en la cadena significante, es decir, allí donde es posible el
relanzamiento del deseo.
Dejemos esos objetos de la pulsión hacia los que tiende la satisfacción envueltos
en su velo de deseo humano. Dejemos los bellos ojos sustentadores de la mirada
enamorada, dejemos a un lado también aquello de que gozamos con apropiárnoslo a la
manera del judío Shylock, y centrémonos ahora en lo que recubre a esos objetos, o
mejor, en lo que recubre la huella que dejaron en el psiquismo con su pérdida.
Lo que cubre al objeto es el fantasma, la trama fantasmática, el artilugio con el
que deseamos. Este artilugio no está hecho sólo para gozar, también necesita sus
coartadas, sus recubrimientos. Y de lo que se recubre es de significaciones. De
relaciones que poseen una significación para el sujeto. ¿Qué es un padre para mí?, ¿qué
es una madre?, ¿qué es un semejante, un hermano, etc.? Y luego sus derivados en el
amor. Y lo que nos dice Freud es que esas relaciones, que vehiculan y encubren el
deseo, se constituyen precisamente a partir de una constelación nuclear, de un nudo de
relaciones muy particular llamado Complejo de Edipo. De esta compleja constelación
de relaciones saldrá el sujeto provisto de un artificio para desear, de una ley que hará
límite a su goce y de un orden de repetición que constituirá, por una lado su carácter y,
por otro, en su fracaso, los posibles síntomas.
Como hemos dicho, estas relaciones fraguadas en el Edipo enlazan y recubren
los objetos de la pulsión. Pues bien, en el caso de Henri Michaux, el objeto perdido es la
mirada, objeto obturador del deseo y elemento fundamental en la constitución del
fantasma. Hay una mirada que le hace gozar, pero que, además, de manera siniestra,
muestra el perfil de la constitución del propio sujeto en su identificación. Una mirada
que completaría lo que le falta a la Madre, saturaría la demanda del Otro primordial.
Deseo reducido a necesidad de quien, ahora, está situado en el otro lado de su
psiquismo: esa exterioridad expulsada a partir de la cual, el sujeto sigue sus designios en
la búsqueda del objeto.
11
El sujeto responde a la demanda materna: ¿Qué me (moi) quieres? Y responde
tomando algo de la realidad. Esa imagen que lo representa, esa “muchacha”
“extranjera”, en cuya mirada brilla una lucecita regocijada. Ahí está la mirada como
objeto desprendido, perdido, separado del sujeto, pues éste la percibe como
perteneciente a la joven de la revista. Y ahí está también el deseo del Otro,
requiriéndole, captándolo para una fusión mortífera. En esa mirada que busca, desde el
deseo del Otro, encuentra la forma inconfundible de su destino de jovencita tocada
graciosamente con el aliciente de extranjería. Tanto se asimila el objeto (mirada) a lo
buscado (por estar inserto en esa trama de deseo), que pierde los límites de la identidad,
de lo propio. Ella es “yo” dice. Él es ella, esa mirada tan ajena y tan próxima y
angustiante.
La angustia es pues señal ante el peligro de la pérdida de aquello que localiza al
sujeto como separado de la cadena. Visto fenológicamente, la interioridad del sujeto,
que ahora corre el riesgo de extravío en el campo de la exterioridad más hostil. Ante
este posible colapso del deseo en el sujeto, la angustia precipita a un encuentro forzado
con un elemento tomado del exterior (en el intento de restitución de otra temporalidad)
que restablezca sus relaciones con la cadena de lenguaje, en tanto excluido de ésta, en
tanto confrontado al mundo como representación.
Las fobias las consideraba Freud como consecuencia de esta precipitación del
sujeto en la angustia. El objeto fóbico, un objeto o situación en principio anodina, se
constituye en barrera de contención frente a la amenaza que anuncia la angustia.
Ser devorado (oralidad), ser deyectado (en el sentido de no ser ya más objeto de
amor), ser mutilado (perder algo de sí, lo valioso, lo que me hace valer ante los otros), o
desaparecer -en el caso que nos ocupa- cuando el objeto de que se trata es la mirada,
todas estas proposiciones sintéticas, constituyen elementos constitutivos de las fantasías
fundamentales que cristalizan ante la angustia.8
El síntoma, en tanto participa de esas fantasías, también puede servir de tapón a
la angustia. Ante esta angustia, una salida es crear barreras imaginarias de
aseguramiento del dentro/fuera para apaciguar al sujeto y que este pueda desear desde
ese laberinto de rituales de evitación. El síntoma obsesivo y la fobia tendrían ese origen.
Pero hay otras salidas a la angustia que tampoco dependen de la voluntad del
sujeto. Una de esas salidas es la creación estrechamente relacionada con el concepto de
8 Hay un estudio muy interesante al respecto hecho por Harari.: R. HARARI, Seminario "La angustia" de
Lacan: una introducción. Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1993.
12
sublimación. Desde Kierkegaard ha habido otros filósofos, marcados por su misma
inquietud existencial, que han visto en el momento de la angustia un momento creador.
Heidegger, por ejemplo colocaba la posibilidad de trascender la razón
instrumentalizada, el pensamiento reificante y envilecido por el mercado y la condena a
la inautenticidad en este tiempo de suspensión, en esta epojé, que supone la angustia.
Puesto que la angustia desengancha al sujeto de su lugar familiar, lo desencaja
de su órbita temporaria, puede precipitarlo en la creación. ¿Creación de qué? ParaHeidegger está claro, creación de ethos, de horizonte para la vida humanizada.
Irónicamente, según Heidegger, la época angustiosa de la guerra mundial habría de
dejar paso a una recreación del sujeto y de su horizonte. Para él, que alabó al Führer, la
creación estética es insuficiente. A Renzo Vespignani no le hubiera bastado pintar
cuadros desgarradores denunciando el horror, habría necesitado una creación más
potente, una creación ética. Un asidero al deber, capaz de sobreponerse a la devastación
y la barbarie.
El mismo Kierkegaard supone esta angustia como la posibilidad por excelencia
de acceso a la eternidad, a lo más sublime del hombre. La angustia supone un
recomienzo, una recreación ex nihilo capaz de redimir al sujeto en su caída. La caída es
el pecado, la herencia de Adán. Pero constantemente reeditado no es otra cosa que la
sumisión al goce prohibido, a la repetición de lo banal.
"Quien posea la intrepidez necesaria –nos dice- para ser actor (de actuar y crear)
divino, por decirlo así, ya que no en relación a los demás, al menos en relación consigo
mismo, ése no encontrará la cosa tan difícil"9 Y más adelante dice: "Pero quien se ha
hundido en la posibilidad (angustia) siente vértigo en la mirada, se le extravían los ojos
de tal forma, que ya no es capaz de recoger la norma que le alargan al que se hunde
como salvadora tabla de salvación; se le cierran los oídos, de tal manera que ya no oye
que él está tan bien como los demás. Se hunde absolutamente; pero luego emerge otra
vez del fondo del abismo, más ligero que todo lo gravoso y terrible de la vida (...)
Y agrega "Si al comienzo de la educación (el niño) entiende mal la angustia, de
tal forma que esta no le conduce a la fe, sino que la aparta de ella, está perdido."10
La creación es encuentro de elementos inéditos en esa precipitación hacia la
fusión angustiante de la Cosa (das Ding), del deseo primigenio de la Madre, como lo
llamaba Lacan. Picasso decía: "Yo no busco, encuentro". Pero ese encuentro se prepara
10 Ibid., p. 185
9 Kierkegaard, Ibid., p.126
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desde la dependencia más absoluta, desde la esclavitud más deseada, desde la entrega
incondicional más enamorada. Ese encuentro se hace posible cuando ya el sujeto no
reconoce otra satisfacción que el hallazgo estético.
Hay también un cierto pensamiento, aplicado al campo de las psicoterapias, que
pretende restituir al sujeto un cierto orden y una cierta contención del goce psicótico a
partir de suscitar en él la creación artística, por ejemplo. Es loable el esfuerzo, siempre
que se tenga en cuenta cuándo interviene la angustia como momento fructífero para la
creación, y qué elementos pueden estar a disposición del sujeto en ese intento de
autocrear ex nihilo su sentido y lo que le ata a la vida. No siempre el momento es
propicio. Los gurús y líderes de las sectas lo saben bien. Saben cómo y en qué momento
hablar a sus fascinados y boquiabiertos seguidores, para inculcarles la palabra precisa;
justo cuando se quedan sin ella. A partir de ese agujero introducirán la suya y trabajarán
con ella el sentido durante toda su vida. El momento propicio es ese momento, en el
cual, el sujeto no encuentra palabra por estar metido de lleno -y en acto- en la suya. En
su Verdad, nos diría el primer Lacan influido por Heidegger.
Quien busca, por ejemplo, el objeto fálico, camuflado en el pomposo y brillante
padre imaginario, siempre encuentra al gurú de turno que lo sacia de palabras postizas
con las que hacer ley coránica de vida. Pero quien no localiza ese objeto fálico en nada,
pues no ha podido desprenderse de él, no puede buscar en Otro lugar porque, en
realidad, no posee la dimensión de exterioridad para tal búsqueda. En este caso, el
universo delirante puede hacer suplencia al deseo construyendo un mundo alternativo y
privado, para servir a este fin. Es lo que le sucede a Daniel Pasul Schreber, un hombre
honesto, trabajador e inteligente, que llegó a ser juez en la Corte Suprema de Dresde y
que ello no le impidió sumergirse en la locura más tormentosa.
Sergio Hinojosa
15 de marzo de 2021
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