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Etica_desde_el_psicoanalisis

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ÉTICA DESDE EL PSICOANÁLISIS
Conferencia en el Congreso de Filosofía de Coín, abril 2004
La idea de sujeto que aporta el inconsciente freudiano cambió el abordaje
terapéutico de las neurosis. En el núcleo de estos padecimientos, Freud encontró la
singular relación de dependencia infantil que tales sujetos establecen, además de las
manifestaciones somáticas de corte histérico o las rutinas obsesivas, producto
consecuente de lo que denominó “la represión”.
Sin embargo, la idea de sujeto quedaba anclada en el discurso médico y, tal vez
por esa razón, aún no podía dar de sí todo lo que después con la Escuela de Frankfurt y
aún hoy podemos extraer de ella.
Con el foco de la teoría freudiana se descubría al sujeto fijado a la relación
patógena de tal modo, que ninguna palabra, ningún esfuerzo persuasivo, ninguna
dedicación amorosa o amistosa, eran capaces de mover un ápice su apego a esa relación
de dependencia, a ese ritual obsesivo, y mucho menos, aliviar las somatizaciones que
sufría. Lo que trajo de nuevo el psicoanálisis fue la posibilidad de deshacer este
entramado en el cual el sujeto se enreda sin saberlo y sufre las consecuencias señaladas.
Freud descubrió que el nódulo de la neurosis estaba constituido por
representaciones (Vorstellungen), por juicios que se imponían al aparato psíquico sin
que el individuo, por más que fuera consciente de lo absurdo de sus rituales o por más
que deseara no depender de ésta o aquella persona, pudiera hacer nada para evitarlo. Al
fin y al cabo, el Complejo de Edipo no es más que eso: un conjunto de juicios (fantasías
primitivas) en los que el sujeto infantil se enreda, para gozar en adelante de un objeto
(incestuoso y sintomático) que lo quema y lo angustia.
Entonces, Freud descubre que hay juicios, en cierto modo a prioris, resistentes a
la voluntad consciente que se imponen al individuo con mucha más fuerza que cualquier
ideal de la voluntad.
¿Pero siempre sucede que el inconsciente determina las acciones en mayor
medida que el esfuerzo de la voluntad consciente? Freud, en un primer momento,
supone que sí tan sólo en el campo de las neurosis, es decir, en aquellas formas
patológicas de establecer el lazo social. Más tarde, con la elaboración teórica de la
pulsión de muerte, de ese “más allá del principio del placer” que sustenta a la creación
cultural, parece apostar por una sobredeterminación más genérica que la patológica.
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En este sentido, puede considerarse un núcleo de repetición irreductible en cada
uno de los sujetos que se plasma de manera más o menos compatible con las rutinas de
la normalidad, pero que, en cualquier caso, adquiere en cada cuál un carácter particular.
Esta repetición está relacionada con la forma en que el sujeto tiene de destruir lo dado
para construir lo nuevo, de modificar –que es en cierto modo destruir parcialmente el
objeto- el legado que recibe.
Los juicios que recibe de los otros como verdades, las creencias heredadas, las
creaciones artísticas, los mandatos y las leyes, etc. Todo ello sucumbe y renace, una y
otra vez, haciendo sonar, en cada uno de los actos que la ejecutan, la misma y repetida
partitura del sujeto. Reinterpretada en distintas claves, en distintos tonos, se re-crea así a
partir de lo dado.
En esta melodía que describe la vida de cada uno, esa fuerza de Thanatos que es
destrucción, para decirlo en palabras de Freud, se combina con otra fuerza de cohesión y
asimilación que crece Eros. Aquí, en el Eros, la repetición encuentra la diferencia que le
ofrece la vida exterior e impulsa con ilusión la creación y la construcción de lo nuevo.
De esta fuerza optimista, de este agregado a la mera repetición nace la particularidad
del sujeto, el amor a la vida, que es, en el fondo, creación sobre un fondo de repetición.
Propulsado por estas fuerzas, el hombre es capaz de convertir el mármol en
metáfora de su sino, en un maravilloso David, que deja constancia de manera
inigualable del deseo que le subyuga. Claro que no todo hombre es Miguel Ángel, ni
todos podemos plasmar de esa manera el deseo que nos guía.
El encuentro de la repetición con esa realidad exterior no siempre dirige las
líneas de fuerza hacia la destrucción de la roca de mármol y de los modelos estéticos
heredados. También las dirige hacia el ámbito de las relaciones humanas con nuestros
semejantes. Se producen cambios, más o menos importantes, en las relaciones de poder,
de amistad, de formas del amor, de formas de la satisfacción y del trabajo, etc. De algún
modo en la relación con el otro siempre está el sí mismo, no como una imagen o una
estampa, sino como la huella de repetición que conduce nuestra relación a tópicos, a
lugares comunes, a encuentros y desencuentros que se cortan con la misma tijera. En
fin, hay repetición, pero también, afortunadamente hay diferencia, hay novedad, hay
sentimiento vital.
Pues bien, el lazo social, en tanto se sustenta en la relación con ese ser otro, -de
algún modo construido a la medida-, exige acoplar por la fuerza del amor el núcleo de
dicha repetición al encuentro. Es decir, si transferimos amor en ese encuentro hacia el
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objeto, hacia el semejante, podemos recibir de él o de ella este reconocimiento
afirmador de Eros. O, de manera menos grata, el rechazo que tras la pequeña o gran
molicie, nos sumerge en el abismo de otra elección.
No siempre el otro es un espejo para Narciso, pero siempre tiene una cierta
textura simbólica (matriz de la repetición) que refleja e impone el cumplimiento de
ciertos requisitos para poder establecer la relación: sea como padre, como hermano,
hermana, o subrogados. Algo nuestro se constituye sobre esa presencia, y esa voz que
nos sale al encuentro en algún momento por primera vez, luego, por segunda, retocamos
parte, y así sucesivamente e indefinidamente. No hay sustanciación, pero sí identidad y
deseo en esa relación de destrucción y recreación, de remodelación, de aquilatamiento.
En las relaciones que nos unen o nos separan a los individuos, algunos aspectos
de la repetición del sujeto del inconsciente, valga decir, algunas formas de hacerse
presente el más allá del principio del placer, no son toleradas por el Otro social. Y,
entre otros motivos, pueden no ser admitidos estos aspectos por ser considerados
propios de conductas patológicas, delictivas o relativas a cualquier otro orden que no se
ajuste al sentir común. No todo rechazo procede de este núcleo de la repetición, pero
como intentaré hacer ver sí en gran parte.
En las rutinas compartidas, en los hábitos más o menos placenteros, en la
repetición con opción a la diferencia, no se presenta mayor problema que el de aquilatar
el gusto, la afinidad por las tareas, o las personas; en fin, ajustarse a aquello que Goethe
nombró como afinidades electivas. Eso es la cohesión, el lazo social. Ahora bien,
cuando ese núcleo de la repetición es la causa de un acto condenable, y éste se presenta
en la manera abrupta de un acontecimiento puede despertarnos del sueño de vivir y
asomar entonces la sorpresa u otro sentimiento mucho más intenso.
Muchos de los actos que creemos singulares y aislados no lo son tanto. Hay
actos que aparentemente se muestran singulares, cuando, en realidad, responden a un
orden de esta repetición a la que me refiero. Si alguien se posiciona frente al otro de
manera sumisa y fascinada, como un muyahidin ante el juicio inapelable de su líder,
puede cumplir ese deseo mortífero del Otro de manera tan radical, que Thanatos no deje
lugar más que a la muerte. La inmolación puede ser acto en la serie de una repetición
fascinada. Pero, incluso en estos casos extremos, tal vez Eros haya podido funcionar
engañado por la certeza del delirio. Deificado en la imagen de una eternidad sin fisuras,
el sujeto comete el último acto, para vengar y vivir otra vida en un más allá de las
restricciones que esta vida impone.
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Pues bien, este acto único y último puede entenderse como el cumplimiento en
la serie de una repetición.El acontecer psíquico se ha mostrado una y otra vez
sujetándolo a ese deseo, esta vez aniquilador del Otro. Cumple en el terreno de la
repetición de su sumisión ciega al Otro, el acto único que lo liberará de esa ligazón
definitivamente y que cubrirá de muerte y desolación a sus semejantes.
Confirma esta visión de este tipo de actos como resultado de la repetición
inconsciente, lo que decía Jessica Stern, no hace mucho en El País1, cuando afirmaba:
“Durante los seis últimos años he entrevistado a numerosos muyahidin, y una de las
cosas más escalofriantes que me han dicho es que la yihad es adictiva. Para alimentar el
hábito, se vuelve aceptable prácticamente cualquier acción, incluso cooperar con grupos
terroristas enemigos y redes criminales, matar a musulmanes inocentes o atacar a
fuerzas amigas”. Ella lo toma como “hábito”, pero detrás de esa adicción hay un goce
que media con otro de palabra tan privilegiada como el padre de la horda primitiva del
que hablaba Freud.
La pregunta está planteada aquí. Un sujeto sometido a la repetición de ese
demonio de su destino ¿es responsable de sus actos? Sin duda alguna. Y lo es, en tanto
consiente en que la palabra del Otro sea la conductora exclusiva de su vida y por
consentir con ese goce que aporta el acto de su cumplimiento. Pero ¿es que podría
disentir? No hay razón para ello. Literalmente no existe razón que se le interponga y le
haga recapacitar, pues cualquier palabra que venga a desdecir no será escuchada. Lugar
inapelable para el dictado del Otro. Su responsabilidad está en consentir en el goce
narcisista que extrae de esa divinización de la palabra que desde ese lugar procede y no
querer ver lo que la desdice.
Ahora bien, para atender de ese modo a los dioses no hace falta ser muyahidin.
Bastan unas cuantas certezas políticas espoleadas por un líder a sus seguidores y un
ataque a las mismas, para crear un enemigo acérrimo a destruir. Si esto se realiza
simbólicamente, mediante la mediación de la palabra, será un acto normal de la política.
Pero si no hay esa mediación y la destrucción es real, habrá acto dirigido en contra o
incluso crimen político. Sea cual sea la forma que adquiera fenomenológicamente,
desde el punto de vista de la estructura, consentir en ello es consentir en abandonar
cualquier afirmación de la particularidad del sujeto en el orden de la existencia y de los
1 Autora del libro Terrorismo en nombre de Dios: por qué matan los militantes religiosos, y profesora en
la Kennedy School de Harvard]. (El País, 27 marzo de 2004)
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fines del individuo. Evidentemente en estos casos, para los seguidores fascinados Dios
no ha muerto, sigue tan vivo como las certezas que alimenta.
Entonces, ¿es libre el creyente de creer? Hay que decir, que aquí no se trata de
creer, no se trata del crédito que nos merecen unos juicios u otros, sino de mantener
incólume ese lugar (fenomenología de lo sagrado) desde donde procede la certeza, tan
delirante a veces. Y, en este sentido, el individuo es libre de consentir y sostener a ese
Otro lugar de la palabra, pese a todo aquello que la desmiente. Apostar por la palabra
del Otro, imaginarizado en el líder, para amar o aniquilar a los otros, esa es su
responsabilidad.
Freud explicando esa relación, aunque en el marco artificial de la cura analítica,
escribe en La cuestión del análisis profano: “Se trata de un amor directamente
compulsivo (el término que usa es el de zwangsläufig, aunque en el contexto de la
Wiederholungszwang). No queremos decir que ese carácter sea extraño a otros casos de
enamoramiento espontáneo. Ya sabe usted que muy frecuentemente ocurre lo contrario,
pero en la situación analítica se produce en todos y cada uno de los casos, sin que se le
pueda encontrar una explicación racional. Podría pensarse que a raíz de la relación del
paciente con el analista, no debería surgir en el primero más que un cierto grado de
respeto, confianza, gratitud y simpatía humana. Pero en lugar de eso se origina ese
enamoramiento, que produce incluso la impresión de un fenómeno patológico. […](y
añade) El que ama es obediente y hace todo lo posible por amor al otro.”
Esta relación, como todo el mundo sabe, no hace a los hombres libres, pero sí
convencidos de sus acciones sin importarle, en casos extremos, la moralidad de las
mismas. Esa similitud no es accidental. Como hemos visto, tomando este aspecto de la
relación cabe analizar otras situaciones ética y políticamente más significativas.
Siguiendo la perspectiva que nos abre este concepto de Wierderholungszwang,
de la repetición compulsiva, y ateniéndonos a otras modalidades de relación, la
fenomenología puede cambiar el escenario radicalmente, conservando, sin embargo, un
cierto aire de familia.
Puede suceder que el núcleo de la repetición no acuda al concurso del deseo de
ese dios en la tierra que es el ayatolá, sino que quede capturado de manera bizarra en un
objeto que condensa el deseo del Otro. Me refiero a la relación con el fetiche, también
en el sentido en que Marx la nombraba para referirse a la mercancía. Alguien puede
sentir que los objetos, en el ceremonial de la apropiación, constituyen el único horizonte
para procurarse la felicidad... o sofocar la angustia.
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En casos extremos, en aquellos que tal opción se les impone compulsivamente
revistiendo la forma de una necesidad. Pero no es la urgencia de lo biológico la que se
impone, sino la de un goce enquistado y sujetado por un imperativo del Otro (cifrado en
el Mercado) que tapa la angustia y no se puede relativizar.
Hoy podríamos poner un ejemplo muy gráfico para aclarar el significado de lo
descubierto en el objeto fetiche por Freud. Hay una cierta modalidad en el consumo de
la droga, por ejemplo el de las pastillas de éxtasis, que sirve de mediación, de
condensador del deseo en el encuentro sexual real o imaginario.
Creo que puede admitirse que, independientemente del componente adictivo de
la sustancia, hay otro orden de cosas que se le presentan al sujeto -ya desde el
comienzo- bajo el principio del placer, es decir como satisfacción. Lo que se dice de
esas sustancias, la presentación de las mismas en contextos de satisfacciones más o
menos prohibidas y extremas, etc. Todo esto puede ser una invitación -no un
imperativo- al placer. Pero, dicho llamado, si conecta con algún elemento de la
subjetividad, y así se ve reforzado e incluido en algún aspecto de ese orden de la
repetición que antes hemos hablado, puede acabar imponiéndose con la fuerza de un
imperativo inapelable.
Puede ser que este “consumo” acabe dominado por Thanatos con su impronta de
repetición sórdida sin diferencia alejándolo, de ahí en adelante, de la promesa sexual
latente y vital. Se impondrá así, una temporalidad psíquica de extraordinaria tensión y
pobreza. Repetida sin remedio por una simplificación de la economía psíquica,
comienza con un anhelo que desconoce la causa de su urgencia, para deslizarse en el
acto que libra al sujeto de esa tensión y lo sumerge en el desolado sueño de su
impotencia, ¡una vez más!. Como si lo que urgiera fuera alcanzar de nuevo esa certeza
de no poder salir del circuito infernal de la repetición.
Al comienzo el fetichismo recubre con su objeto sugerente el deseo. Obstruye
así otros caminos de búsqueda de la satisfacción. Luego, si acontece el “enganche”, el
deseo se reduce a la demanda ciega y reiterada de goce. El fetiche desaparece por
desaparecer su capacidad evocadora de satisfacción, y en su lugar aparece el signo
terrible de Thanatos. El imperativo de goce se ha impuesto sin el otro. La palabra del
otro e incluso su presencia queda excluida, a menos que sea para reconstruir algo de
Eros sobre el objeto, es decir, a menos que sea para hacer retornar, aunque sea
pasajeramente, la capacidad evocadora del fetiche. Fuera de esos apagados brillos de
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Eros, el sujeto queda prendido a un goce que no puede sino empobrecerlo y
desesperanzarlo.
Se puede objetar que es la sustancia la queimprime ese orden de repetición por
donde el sujeto pierde su autonomía y se automatiza, pero algo similar, aunque con
componentes subjetivos diferentes, podríamos afirmar de la adicción al juego o a los
móviles, etc.
De nuevo, la autonomía del sujeto libre ha sido cancelada, esta vez por el
carácter “adictivo” del objeto. Y su responsabilidad moral ha sido fuertemente limitada.
La acción de ese imperativo de goce, en el sentido psicoanalítico, no se enmarca,
como es lógico, en el decurso de una reflexión a la que acudiera dicho imperativo entre
otros juicios de igual fuerza para, de manera distanciada y neutra, calibrar su justeza.
Por el contrario, se impone bajo la necesidad y con la impronta de un carácter
compulsivo. En el ejemplo anterior, el imperativo toma prestado el vestido de la
necesidad irrefrenable y no de “la palabra-guía” del otro divinizado. Esta vez, el sujeto
se ha eclipsado en el objeto goce del Otro. En otras palabras, el sujeto dirigido por un
más allá de sus expectativas deseables o placenteras, utópicas o morales, queda
capturado por un decir imperativo que lo arrastra al acto de “gozar” y lo esclaviza, sin
que ese imperativo, amenazante o seductor, aparezca en boca de ningún otro.
Todas estas formas de la repetición compulsiva, de la Wiederholungszwang, son
límites como se ve a la libertad moral. Pero no por la contingencia de estas relaciones
existentes, hemos de desistir en el empeño de alcanzar una dimensión ética desde el
psicoanálisis.
Hay, en efecto, un lenguaje que se inscribe en el sujeto de manera irremediable
en forma de actos, de ideas obsesivas, de somatizaciones, etc., para colonizar su
psiquismo y apropiarse de su libertad. Y podríamos decir que ese lenguaje desdice en el
sujeto todo ideal y toda afirmación moral que se proponga al respecto. La forma que
adquiere es la de un imperativo, pero no la del imperativo dado como juicio a la
deliberación, sino más bien impermeable a todo discurso. Y también hemos visto que la
fuerza de su afirmación procede de un goce (llamémosle mórbido) tal como lo puso de
manifiesto Freud.
Ahora bien, ¿de qué sujeto se trata cuando habla de esa sujeción al más allá del
principio de placer, de esa sujeción al goce mórbido?, ¿se trata sólo de los sujetos con
padecimientos particulares o extremos, o bien hay algo que incumbe a todo sujeto? Y
repito, ¿de qué sujeto se trata?
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Hemos visto que hay sujetos no enfermos que consienten en la guerra santa o en
dejar reducida su anhelada comunicación a un automatismo del mensaje móvil. Por
tanto, nos incumbe más allá de la clínica. Y, ¿de qué sujeto se trata?, pues, se trata del
sujeto del inconsciente, que es lo mismo que decir de aquello que en el individuo queda
fuera de sus exigencias conscientes y voluntarias, para quedar preso a una repetición.
Por tanto, aquí el sujeto no es el soñado individuo consciente y dueño de su voluntad, ni
tampoco el sujeto existente bajo esa luz a la que llamamos conciencia en su devenir
fenoménico. No es ni la ficción “individuo”, síntesis de las facultades del conocer y del
querer, ni el sujeto cartesiano que se desliza por el campo de las representaciones, para
ordenar su campo según preceptos racionales. No es el sujeto cartesiano, pero se
aproxima a él. Pues igualmente, se desliza por el enredo, por el nudo que ha quedado
instaurado como un orden de repetición. Y tiene que ver con el individuo, pero en tanto
unidad imaginaria de facultades, sino en tanto proceso de individuación. Esto es como
lo que siempre se sustrae a la emergencia del pensamiento y que funciona como
principio de individuación. ¿Por qué en la forma de principio de individuación? Porque
no es el Yo consciente el que nos hace uno, sino este sujeto, quien por deslizarse y
volver siempre al mismo lado como los astros, atravesando el peculiar dictado cifrado
del inconsciente, nos aporta la certeza de la identidad y la sospecha de nuestro reiterado
deseo.
Entonces, ¿nuestro ser consiste fundamentalmente en relación? Sí, pero en una
relación con los otros y con el mundo lastrada por ese volver siempre al mismo lugar.
En una relación que bordea los meandros del río vital y sigue el circuito de la repetición.
Y en ese periplo, nuestro sí mismo no se percibe a simple vista. Tan sólo se atisba algo
de él entre el bosque imaginario cuando le seguimos la huella en el discurso de los otros
y en la memoria cifrada de los sueños. Se ve sobre todo en los tropiezos, justo allí donde
la repetición no ha encontrado la complicidad ajena y ha sucumbido, por represión -por
no tener agarre-, al síntoma o al comportamiento compulsivo. Por eso dice Lacan: “Soy
donde no pienso, y pienso donde no soy”, y en ese topos virtual del pensamiento
consciente, donde no soy, puedo encontrar las coartadas, para pensar y justificar mi
existencia virtual como pensada.
Entonces esos tropiezos, ese faltar a la cita la palabra del otro para enriquecer la
repetición que me constituye, abren la puerta a una repetición sintomática en contra de
la autonomía y de la libertad de quien, en el pensar, se cree más libre.
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Puestos ya en faena, sigamos limando. Uno tampoco elige los juicios, ni las
ideas que le vienen a la conciencia, simplemente se le ocurren. Decir “se me ocurren a
mí” las ideas, es un decir; pues mejor pensado, el sujeto de esa acción tiene más que ver
con el “se” impersonal que con el “mí” fatuo y posesivo.
Bien, esto es así, se podrá alegar. Pero, de entre esa serie de ocurrencias es uno
mismo quien elige unas ideas y rechaza otras. En efecto, podemos responder. El sujeto
elige entre ellas y consiente en algunas. Aunque, para seguir objetando, debemos
detenernos y pensar si, realmente, el sujeto de tal elección y selección es realmente el
sujeto explícito del juicio.
¿No se trataría más bien del sujeto al que apuntaba Ortega cuando decía que era
un órgano, un aparato psíquico el que elegía y seleccionaba previamente entre las
realidades?
Si esto fuera así, lo razonable estaría transido de un querer inconsciente que
elige los elementos de lo razonable antes de la propia emisión del juicio. En tal caso, los
elementos elegidos lo serían por dos motivos: a) por ser signo de lo reconocible y lo
amable por el ideal que guía mi acción o bien, b) por entrar de lleno en esa compulsión
inapelable. Sea de un modo o de otro, desde este punto de vista, el acto de admisión de
la idea y el acto del rechazo sería previo a la deliberación formal y racional de la
conciencia, siendo esta actividad última tan sólo una racionalización de lo actuado.
Pero, entonces, ¿es la razón tan sólo un instrumento de la racionalización? No
parece que siempre sea así, aunque se parta siempre, como decía Ortega, de un “punto
de vista”.
Además, es evidente, que hay una distancia entre esta última limitación relativa
al gusto o la simpatía y la antes mencionada del muyahidin. En el fanático, el acto está
ya jugado y, por ello, se anticipa a la conciencia. Pues, sin saberlo, ya está
comprometido -antes de que surja la idea concreta de cometer un atentado-, con una
palabra que rebasa toda voluntad de oposición. Curioso es que ante su conciencia
obsesionada, haga suyo el mérito y la entrega de este acto máximo que es la muerte.
Después de lo expuesto, un tanto atropelladamente, ¿qué nos cabe entonces
salvar de eso que se ha venido en llamar la “libertad del sujeto”? Si es que existiera,
¿sería constitutiva en él esa posibilidad de ser libre?, o mejor, ¿podría el sujeto liberarse
de los juicios que, desde dentro y a espaldas de su conciencia, le atenazan y esclavizan?
La libertad es un factum. Por tanto, tal vez no quepa fundamentarla, sino tan sólo
ejercerla…siempre que se pueda, claro.
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Freud cree descubrir en el ámbito de la cura psicoanalítica cómo hacerla posible
cuando está enredada en algunos de esos callejones sin salida de que hemos hablado, y
en otros no tratados. Vendría la posibilidad de la mano de una palabra liberadora del
espírituque alejara esas sombras e hiciera retornar a un “frente a sí”, a un “ante la
conciencia”, esa trama de lenguaje que opera presionando como una fantasía
inconsciente a la sombra. Por la peculiaridad del hecho, no hemos de limitarnos a la
cura. También podríamos hacer extensivo su alcance a otras relaciones sociales, al igual
que lo hemos hecho con las limitaciones.
De hecho, lo que Freud propone en la cura es una forma de trascender lo que en
el sujeto queda dicho, inscrito como un destino irremediable. Salir del atolladero de la
adicción objetiva o subjetiva antes citadas, no es una posibilidad de la voluntad, sino
una transformación de aquellos dictados que rigen al sujeto más allá de su consciencia
mediante la cura. En este sentido, el dispositivo analítico y el proceso de cura, es como
toda institución, una creación para la modificación del sujeto.
Ahora bien, ¿puede aportar esta institución de la escucha analítica algo a la
ética?
A propósito de la responsabilidad de los soldados que simulaban para librarse
del servicio en tiempos de guerra, Freud escribe en el mismo texto antes mencionado:
“Hay que reconocer que es difícil adaptar las exigencias sociales a su estado
psicológico. Esto ha quedado demostrado en gran medida en la última guerra. Aquellos
neuróticos que se sustrajeron al servicio, ¿eran simuladores o no? Lo eran y no lo eran.
Si se les trataba como simuladores (no reconocimiento de sus actos) y se procuraba que
su estado de enfermedad se les hiciese especialmente incómodo, entonces sanaban;
pero, cuando se devolvía al servicio a los supuestos restablecidos, éstos se refugiaban
otra vez de inmediato en la enfermedad. No se podía hacer nada con ellos. Y lo mismo
sucede con los neuróticos en la vida civil. Se quejan de su enfermedad, pero la explotan
en la medida de sus fuerzas y cuando queremos librarlos de ella, la defienden como la
leona del proverbio a su cachorro, y no tiene sentido reprocharles esta contradicción”.
Para Freud, “la cura” sería condición necesaria para devolver su capacidad moral
a estos individuos afectados de neurosis, en lo concerniente a esa actividad que los
compromete de tan especial manera.
Pero también, y en sentido más amplio, los que podemos considerarnos
“normales”, si es que eso tiene algún sentido, nos aferramos al síntoma de nuestro
tiempo y, contradictoriamente, nos quejamos de ello con todas nuestras fuerzas.
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Relaciones laborales que no nos satisfacen, pero que no queremos perder; estabilidad
personal que se nos vuelve rutina, pero nos asusta emprender nuevos vuelos, etc. En fin,
todo aquello que Freud analizó en El malestar de la cultura. Entonces, ¿la ética desde el
psicoanálisis consistiría en curarnos a todos para ser sujetos responsables y capaces de
asumir el cambio de la queja por el riesgo de una otra vida?
Tal vez el psicoanálisis sea una medicina del espíritu, pero no una fábrica de
milagros. No es pensable extender el dispositivo analítico como tal a la sociedad. Sí es
pensable tomar lo que de liberador tiene para pensarlo a la luz de las relaciones e
instituciones de nuestras sociedades.
La noción de “cura” posee en el psicoanálisis más cercanía con la idea
heideggeriana de Sorge, que con la noción de salud en el sentido restringido médico.
Para el psicoanálisis, la cura no está separada del efecto social de felicidad que
promueve. Con toda la ambigüedad que esta idea de felicidad conlleva, puede afirmarse,
que la felicidad no se entiende aquí como plenitud y adecuación al objeto que nos
satisface, sino como apertura y potenciación del deseo, y por tanto de la libertad.
Pues bien, si para conseguir esa posible “felicidad” se han de caer las certezas
que organizan de manera patológica la vida anímica de un paciente, se hará. Pero no
violentando sus convicciones o sus creencias, sino facilitando la confrontación con su
propia palabra, de tal modo que pueda dejar estas seguridades en suspensión y a la
postre, arruinadas.
En este derrumbe de la “patología”, del pathos mórbido que le conducía, no hay,
en efecto, garantía de un progreso moral, pero sí apertura a su posibilidad. Siempre,
claro está, que se creen las condiciones para otra configuración de las certezas que
sostienen su subjetividad. Por tanto, el psicoanálisis, en cierto modo, cambia una certeza
sobre la imposibilidad moral por otra más benigna, la del deseo liberador: esto quiero,
esto puedo. Ya digo, aquí no hay garantía moral, pues el canalla puede estar tan seguro
de su determinación frente a la inseguridad del neurótico, que de poseer éste último esa
odiosa cualidad, mejor sería no “curarle” y dejarle sin esta potencia. Esto plantea otro
problema, ¿se puede reconocer al canalla en el análisis? No es una mera cuestión
clínica, pues se refiere a si podemos crear dispositivos institucionales de escucha para
los que para nada les importa el otro.
Sea como sea, se trata de la apertura a un horizonte menos amenazante para el
sujeto; y también de una satisfacción menos mórbida y culpable.
11
Si miramos así las cosas, el psicoanálisis no sólo ha servido para lo que
convencionalmente se entiende por “curar”, sino que ha dado otras claves para entender
de otro modo las patologías mentales y la propia normalidad.
Curar no es para el psicoanálisis de Freud adaptar el deseo de un sujeto a la
norma, a los imperativos de eso que llamamos realidad, y que en la sociedad en que
vivimos se traduce por una actitud fetichista de buscar la felicidad en el mercado.
Tampoco los dispositivos de escucha social han de poseer un sentido de asimilación a la
norma.
El motor de la cura, ya lo decía Freud, es el deseo de curarse, deseo que tiene
unas connotaciones más morales que fisiológicas. Usualmente, este deseo está anclado
en la pretensión, a veces explícita, de adaptación a los circuitos de intercambio familiar,
social, etc. Sin embargo, no es esta solicitud la que comanda el proceso terapéutico. Es
más, el deseo de curarse es una demanda que no debe leerse en términos de adaptación
y menos en sentido sociopolítico.
Tampoco los dispositivos sociales deben escuchar lo que en principio está
contenido como anhelo en cada una de las partes en conflicto, sino hacer que se
escuchen y abrir el cauce para que circule la palabra ahogada.
Esta posición del psicoanalista ya supone por sí misma una posición
ético-política, que lleva consigo el riesgo de mutar él mismo por el efecto de esa
palabra.. Una descripción de esta escucha ética, incluso una topología de sus lugares, de
sus escansiones, etc., la elaboró magistralmente Lacan entre los años 50 y 70.
Pues bien, de esta escucha, que no busca la comprensión ni la comunicación sino
la potenciación del deseo y que asume el riesgo, ha de surgir una palabra nueva,
creadora, que nombre el deseo inconsciente (que repite el síntoma ) y promueva la cura.
Nombrar este indecible en un sujeto, o en las partes diseminadas que se repiten
de él en la sociedad, es a lo que apunta el esfuerzo terapéutico y ético del psicoanálisis.
Pero, ¿cómo entender esa palabra nueva que nombra lo innombrable?, ¿se trata, en esta
palabra, de un acto poético que concede por su virtud existencia a lo aún no existente,
para ofrecer al mundo un horizonte nuevo? En cierto modo sí, pero de manera más
modesta, lo que acaba diciendo éste o aquél paciente, éste o aquél clamor, para nombrar
el deseo cifrado en el síntoma (individual o social), no abre el horizonte al Mundo o a la
Historia con mayúscula. Tan sólo permite abrir, en dispositivos discretos, una pequeña
puerta al deseo del sujeto. Abre silenciosamente una apertura, para que el sujeto en
12
cuestión construya con ese saber del inconsciente (o la historia no dicha de las partes en
conflicto) un nuevo y propio camino.
¿Qué aporta entonces el psicoanálisis a la Ética? Podríamos decir que la
voluntad de liberar al deseo anclado en la repetición de un malestar sintomático. Esto
es, la voluntad de estructurar el deseo alienado enel sufrimiento como deseo de Otro.
Pero esta expresión posee una gran resonancia hegeliana.
¿Podrían reducirse este trabajo ético de la escucha en los dispositivos sociales a
la parábola del amo y del esclavo de Hegel? No lo creo. En Hegel el esclavo emerge de
la naturaleza, de la naturaleza que lo hace sufrir al espíritu gracias a la categoría de
trabajo. Y es por alienación a la idea del amo que ordena su trabajo. Mediante esta
operación, una subjetividad queda marcada por las determinaciones del objeto, del
trabajo, y la otra las desconoce, pero goza del beneficio de su producto. Podríamos
decir, la institución, el líder, el fetiche o quien ocupe ese lugar Otro, goza del beneficio,
pero desconoce las determinaciones.
En efecto, el amo ignora las determinaciones de lo real del trabajo, y el esclavo
no accede al gozo de lo que produce. Hasta aquí Hegel, pero Freud plantea algo distinto.
En su concepción del trabajo del paciente, del Durcharbeiten, en el trabajo
analítico – que consiste en hablar de todo lo que se le ocurra al sujeto-, quien se somete
a tal prueba ante el Otro (ante la autoridad) alcanza construcciones a las que podríamos
denominar “construcciones del espíritu”. Pero en este caso, no hay beneficio, no hay
una apropiación de goce para el amo. Y es el propio “esclavo de la circunstancia”, si se
me permite la expresión, quien se apropia de su producto. En definitiva, el trabajo de la
palabra no se constituye en un poder de alienación. Freud no usa el trabajo de los
pacientes, no usa sus elaboraciones para erigirse en amo. El deseo es deseo del Otro,
pero, por las características de la escucha de Freud, acaba por revertir en
determinaciones que nombran la mismidad y el deseo propio.
En este sentido la palabra de Freud, por desmarcarse de esa posición de amo
–aunque como se sabe no siempre-, fue capaz de soportar el deseo transferencial de
aquellos neuróticos.
Tal vez podamos aprender algo de esta posición ética que permite al esclavo
dirimir su palabra con el oscuro lado del Otro, para así apropiarse de un deseo y, quizá
también, de una identidad antes imposibles. Cabría ahora hablar sobre lo que aporta el
silencio en esta posición de escucha, también de cómo pensar ese silencio en relación a
lo que hemos dicho y a los saberes expertos que pretenden aportar soluciones para el
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espíritu, pero voy a finalizar aquí mi exposición, pues el tiempo es breve e impone
limitaciones por todos aceptadas.
Sergio Hinojosa Aguayo
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