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Perspectivas Revista de Ciencias Sociales |No. 3 Enero-Junio 2017 ISSN 2525-1112, pp. 7-25 
 
7 
Estados Unidos y su comportamiento 
imperial: de George Washington a 
Donald Trump (1789-2017)1 
The imperial behavior of the United States: from George Washington to 
Donald Trump (1789-2017) 
FRANCISCO CORIGLIANO 
Doctor en Historia (Universidad Torcuato Di Tella), 
Master en Relaciones Internacionales (FLACSO/Programa 
Argentina) y profesor de grado y posgrado en la FLACSO 
y las Universidades de Buenos Aires, San Andrés y 
Torcuato Di Tella. Correo electrónico: 
fcorigliano@udesa.edu.ar 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
1Este artículo es una versión ampliada de mi artículo “Estados Unidos y su comportamiento 
imperial: De George Washington a Barack Obama (1789-2009)”, revista Apócrifos, Buenos 
Aires, Centro de estudiantes de la Universidad Torcuato Di Tella (CEDIT), Edición Nº 3, Mayo 
2009, pp. 14- 19. 
Resumen 
 
El objetivo de este trabajo es el 
de analizar el comportamiento 
imperial de los Estados Unidos, 
desde la asunción de George 
Washington como primer presidente 
de dicho país (1789) a la actual 
administración de Donald Trump. 
Este comportamiento ha tenido 
tanto momentos de expansión como 
de parálisis e incluso de 
contracción, en respuesta a diversos 
factores externos e internos de 
estímulo y de inhibición y a 
cambiantes percepciones de las 
amenazas reales o potenciales a la 
existencia misma de la nación 
estadounidense. 
Palabras clave 
Expansión imperial ─ Factores 
estimulantes ─ Factores inhibidores 
─ Tradición liberal ─ 
Responsabilidad limitada ─ Política 
Exterior 
Abstract 
 
The aim of this work is to analyze 
the imperial behavior of the United 
States, from the assumption of 
George Washington as the first 
president of that country (1789) to 
the current administration of Donald 
Trump. This behavior has had as 
many moments of expansion as of 
paralysis and even contraction, in 
response to various external and 
internal factors of stimulation and 
inhibition and changing perceptions 
of actual or potential threats to the 
very existence of the American 
nation. 
 
 
 
Keywords 
 
Imperial expansion ─ Stimulating 
factors ─ Inhibiting factors ─ Liberal 
tradition ─ Limited responsibility ─ 
Foreign Policy 
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I. Factores de estímulo y factores inhibidores en el comportamiento 
imperial de los Estados Unidos 
Diversos factores de estímulo y de inhibición explican la alternancia de 
ciclos de expansión y de contracción en el comportamiento imperial de los 
Estados Unidos a lo largo de su prolongada historia. En la lista de los primeros 
hay que ubicar el rápido y sostenido crecimiento demográfico de la población 
estadounidense, fortificado por el adicional aporte de los inmigrantes 
procedentes del otro lado del Atlántico; el hambre de tierras motivado por el 
factor anterior y la existencia de naciones divididas, débiles y percibidas por 
los norteamericanos como “inferiores” a la “civilización angloamericana” 
(tales los casos, entre otros, de las tribus indígenas del Noroeste y Suroeste de 
América del Norte, y de las naciones mexicana y filipina); la sed de acceso a 
mercados por vía marítima (la cual constituyó una herencia que los 
estadounidenses recibieron de un “sistema marítimo” de alcance global 
desarrollado en los siglos XV y XVI por Portugal, en el XVII por Holanda y en el 
XVIII por Inglaterra); y un sentido de misión religiosa y a la vez civilizatoria 
que justificó, potenció y combinó entre sí los factores anteriormente 
mencionados y que le dio un toque mesiánico a dicho proceso expansivo 
imperial. 
Pero también hubo factores inhibidores de este comportamiento imperial. 
El primero de ellos, especialmente influyente durante los años del período 
colonial y los de la etapa independiente previa al estallido de la Guerra Civil 
en 1861, fue la amenaza que para la existencia cotidiana del nuevo Estado 
surgido en 1789 representó la presencia, en los cordones fronterizo noroeste y 
suroeste, de representantes gubernamental-militares de tres potencias 
europeas (Gran Bretaña, Francia y España, en ese orden de importancia) en 
constante interacción con actores no gubernamentales de dichos países (desde 
comerciantes y contrabandistas hasta sacerdotes) y con las naciones o tribus 
indígenas norteamericanas en torno al lucrativo comercio de pieles. Estos 
actores fronterizos ocupaban espacios intermedios o middle grounds, no 
controlados efectivamente por ninguna autoridad formal y que servían como 
espacios de lanzamiento y abastecimiento de las numerosas correrías de 
tribus indias hacia territorio estadounidense, como áreas de comercio ilegal 
de bienes, o como refugio de esclavos fugitivos que huían de sus dueños en el 
sur estadounidense. Por ejemplo, las correrías de los indios seminolas desde 
Florida hacia Georgia y Carolina del Sur, pusieron en peligro a las autoridades 
y a la seguridad de las poblaciones de estos estados del sur estadounidense 
hasta bien entrada la década de 1830. Otro ejemplo, mucho más tardío, del 
efecto desestabilizador de las incursiones procedentes de los espacios 
intermedios fronterizos fueron las protagonizadas por el caudillo mexicano 
Pancho Villa entre los años 1915 y 1917, cuyas fuerzas ingresaron a territorio 
norteamericano, en una provocativa respuesta a la toma del puerto de 
Veracruz por las fuerzas estadounidenses y al apoyo político otorgado por la 
administración demócrata de Woodrow Wilson a la facción liberal mexicana de 
Venustiano Carranza en su pugna con el gobierno de Victoriano Huerta y los 
poderes de caudillos locales como el mencionado Villa y Emiliano Zapata. 
Otro factor inhibidor del proceso de expansión imperial estadounidense 
fue la existencia de fuertes rivalidades regionales entre los estados del Norte 
ubicados en la costa atlántica y los) del Sur, alimentadas por diferencias de 
intereses económicos, pero también políticos, y en las cuales la cuestión de la 
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abolición o permanencia de la esclavitud fue un tema crucial de conflicto 
hasta que la Guerra Civil de la década de 1860 zanjó violentamente dicho 
debate en favor de los intereses del Norte. 
Un factor inhibidor adicional del impulso expansivo imperial, y que pesó 
mucho tanto en las décadas inmediatamente anteriores como en las 
inmediatamente posteriores al estallido de la Guerra Civil, fue la existencia 
de prejuicios étnico-culturales de los pobladores blancos estadounidenses 
tanto hacia los afroamericanos como hacia las naciones racialmente mestizas 
(mixed races). Dichos prejuicios retardaron y, a veces, incluso frustraron la 
anexión territorial de estas naciones como parte constitutiva de los Estados 
Unidos. El peso de este prejuicio en los círculos políticos estadounidenses 
pudo apreciarse, en el período anterior a la Guerra Civil, en las críticas de los 
voceros de los intereses del Norte a la anexión de Texas o la guerra con 
México, medidas impulsadas por los expansionistas sureños, interesados en 
reproducir territorialmente el sistema de plantación algodonero-esclavista a 
nuevas zonas geográficas. Asimismo, la persistencia de dicho prejuicio pudo 
apreciarse en el período posterior a la Guerra de Secesión, en el debate entre 
republicanos y demócratas durante la década de 1890 respecto de la anexión 
de Hawaii como Estado de la Unión y en el protagonizado por políticos y 
voceros de la sociedad civil en dicho decenio y los siguientes respecto del 
alcance y límites del dominio norteamericano en Filipinas y Puerto Rico. Entre 
los argumentos contrarios a la anexión o a la incorporación de estos territorios 
a la Unión estadounidense, ocupó un lugar de preferencia el temor a una 
licuación de la identidad culturalWASP -white, anglosaxon and protestant 
(blanca, anglosajona y protestante)-, fundadora de la identidad 
estadounidense, provocada por el posible mestizaje racial como fruto de la 
incorporación de esos territorios y poblaciones con “mixed races” -razas 
mestizas-. 
Por último, tal como advierte Dueck (2006) al definir a los Estados como 
un “cruzado renuente”, un factor inhibidor adicional del comportamiento 
imperial estadounidense está ligado a la presencia, en la cultura estratégica 
del país, de dos rasgos contradictorios entre sí. Por un lado, el apego a la 
tradición liberal. Por el otro, la inclinación a la responsabilidad limitada 
(limited liability) en compromisos estratégicos. La tradición liberal impulsa a 
los Estados Unidos a exportar los valores liberales de su país hacia el resto 
del mundo. Como aclara Dueck, una consecuencia obvia del peso de la 
tradición liberal en la política exterior estadounidense es la tentación de 
“reformar” a los enemigos no liberales y, por esta vía, la construcción de un 
orden mundial que refleje los valores liberales de los Estados Unidos. 
Ambiciosa esperanza que, no obstante, pronto se convierte en decepción ante 
la aparición de nuevos problemas y compromisos en las relaciones 
internacionales. A su vez, esta decepción o frustración ante la resistencia del 
orden mundial a abandonar las viejas reglas de la lucha y la competencia por 
el poder en favor de un sistema liberal de cooperación y seguridad colectiva 
tienta a los estadounidenses hacia la tendencia extrema opuesta a la de la 
cruzada liberal, la del retiro hacia una posición no intervencionista o 
relativamente aislacionista (relativamente, porque el aislamiento 
químicamente puro respecto del resto del mundo es una opción imposible de 
implementar en la práctica: si hubo un período que se acercó a ese extremo 
del aislamiento fue el breve período transcurrido entre 1807 y 1809, cuando el 
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gobierno de Thomas Jefferson intentó, a través de la inútil y costosa Ley del 
Embargo, sustraer al comercio exterior de su nación de la guerra entre los dos 
colosos europeos en pugna entre 1793 y 1815: la Francia de Napoleón 
Bonaparte y la Inglaterra reina de los mares). 
La mencionada oscilación entre impulso de cruzada reformista e impulso 
de retiro de los asuntos mundiales, presente en el componente liberal de la 
cultura estadounidense, se potencia por la existencia de otro rasgo cultural: 
el apego por la responsabilidad limitada. Es decir, la tentación quijotesca de 
pretender concretar ambiciosos objetivos liberales de política exterior 
estadounidense como la construcción de un orden mundial basado en valores 
propios del liberalismo como la democracia y el libre mercado, pero al menor 
costo político, económico y militar posible. Entre la asunción de George 
Washington a la presidencia en 1789 y el estallido de las dos Guerras 
Mundiales en 1914 y 1939, el peso de la tradición cultural de responsabilidad 
limitada pudo apreciarse en el consejo de Washington en su Discurso de 
Despedida de 1796 respecto de “extender las relaciones comerciales” con las 
naciones extranjeras pero “teniendo con ellas tan escasa conexión política 
como sea posible”; en la opinión del 93% de los norteamericanos en 1939 en 
contra del ingreso de su país como beligerante en la Segunda Guerra Mundial -
de ese alto porcentaje, una gran proporción apostaba a que dicho ingreso no 
era necesario dado que Gran Bretaña podría neutralizar sola la amenaza de 
Alemania al balance de poder continental europeo y mundial-; y en la rápida 
desmovilización de tropas estadounidenses en el teatro europeo que siguió 
inmediatamente al fin de las dos contiendas globales mencionadas. 
 
II. Distintos ciclos en el proceso de expansión-contracción del 
comportamiento imperial norteamericano: de Washington a Trump 
Primer ciclo (1789-1815): expansión imperial guiada por el realismo 
prudente: Este ciclo inicial del proceso, abierto tras la llegada de George 
Washington a la presidencia el 30 de abril de 1789, se caracterizó por la 
emergencia de un Estado nacional tras la guerra de independencia contra 
Gran Bretaña (1775-1783). Un Estado formalmente independiente, pero con 
múltiples amenazas que ponían en peligro su consolidación: la herencia de la 
guerra de independencia contra Gran Bretaña (1776-1783) en la economía de 
la nueva república estadounidense; las divergencias de intereses políticos y 
económicos regionales, cuya existencia, denunciada por el propio Washington 
en su discurso de despedida de noviembre de 1796, amenazaba la unidad de la 
Early Republic; la presencia de las grandes potencias europeas en las 
fronteras de la nueva entidad política; y la de las tribus-naciones indígenas 
que cerraban el camino de expansión de los Estados Unidos hacia el oeste 
para granjeros y aventureros estadounidenses. 
Plenamente consciente de esta multiplicidad de amenazas internas y 
externas, el secretario de Tesoro de Washington durante todo su primer 
mandato y parte del segundo, Alexander Hamilton, aplicó, con la venia del 
presidente, la receta teórica del realismo prudente en sus medidas 
económicas internas y externas. Hamilton sostenía que Estados Unidos era “el 
embrión de un gran imperio” pero que necesitaría al menos una década de 
paz para poder crecer y fortalecerse, y que una guerra con Gran Bretaña sería 
un acto suicida en tal estado de debilidad (Hunt, 2009: 25). Washington 
soñaba con la llegada de un tiempo en el cual los Estados Unidos “poseyeran 
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la fuerza de un gigante y no existiese ningún poder que les hiciera temer” 
(Herring, 2008: 1). Pero tanto Hamilton como Washington eran conscientes 
que ese momento en el cual los Estados Unidos pudiesen crear un nuevo orden 
mundial aún estaba lejos de concretarse. Lo que buscaba el realismo prudente 
-o el “idealismo práctico” en palabras de Kagan (2006)- de Hamilton, 
Washington y de la mayoría de los Padres Fundadores del joven Estado 
norteamericano, era la búsqueda de un punto de equilibrio entre el insaciable 
apetito de expansión territorial de granjeros y aventureros estadounidenses -
los que Kagan llama “los primeros imperialistas”, cuyo número se expandía 
geométricamente en el apretado territorio comprendido entre el Atlántico y 
los Apalaches, y la necesidad de hacer la debilidad relativa del poder 
estadounidense un factor de virtud, apreciando de modo realista las ventajas 
que, para la joven pero aún débil república nacida en 1789, podía ofrecer la 
rivalidad entre las potencias europeas. 
Este diagnóstico realista o “idealista práctico” de Hamilton y Washington 
fue compartida por los sucesores de este último en la titularidad de la Casa 
Blanca, al punto de que una segunda confrontación militar con Gran Bretaña 
fue aplazada hasta 1812, y la sed expansionista por tierras y oportunidades 
comerciales procedente de una población civil estadounidense en rápido 
crecimiento demográfico intentó ser saciada por los gobiernos de la joven 
república a través de la vía las negociaciones diplomáticas con las grandes 
potencias europeas -Tratado de Jay con Gran Bretaña en 1794; compra de la 
Louisiana a Francia en 1803- antes que por el camino del conflicto armado, 
uno en el que Estados Unidos tenía aún claras desventajas. Cabe recordar que 
el capital financiero británico fue capital en el desarrollo económico 
estadounidense durante la primera mitad del siglo XIX, y que la Royal Navy 
británica, como guardiana de los mares del mundo, podía hacer un daño 
enorme al comercio de los Estados Unidos con el resto del planeta. Asimismo, 
vale anotar la presencia británica en la frontera del norte, en la costa del 
Pacífico Norte y Canadá, en las pesquerías de Terranova y en el comercio con 
las Antillas eran frenos al apetito expansionista de la jovennación y poderosos 
recordatorios de la necesidad de privilegiar en los tratos con Londres las 
armas de la diplomacia y del comercio antes que las de la guerra. Por su parte, 
Francia, el segundo poder naval mundial, controló entre 1801 y 1803 la región 
de Louisiana bañada por el río Mississippí y sus afluentes, un eje comercial 
vital para los territorios del oeste norteamericano. Asimismo, España 
bloqueaba el sueño de expansión del oeste y del sur estadounidense con su 
presencia en Louisiana (hasta 1801), Florida, Cuba, Indias Occidentales (las 
Antillas españolas) y California. Finalmente, los secuestros y actos de 
piratería de estados berberiscos del Norte de África en el Mediterráneo 
pusieron en peligro el importante comercio norteamericano con el 
Mediterráneo Dados estos condicionantes, el embrionario pero creciente 
impulso imperial del nuevo Estado fue canalizado por los representantes 
gubernamentales hacia las naciones o tribus indígenas, demasiado divididas 
entre sí como para frenar con efectividad el inexorable avance de los hombres 
de frontera y de las tropas norteamericanas en sus territorios. Esta primera 
fase de comportamiento imperial embrionario de los Estados Unidos se cerró 
con el fin del largo ciclo de guerras europeas tras la definitiva derrota de 
Napoleón Bonaparte en Waterloo (junio de 1815) y el término de la segunda 
guerra entre Estados Unidos y Gran Bretaña, pactada por los representantes 
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diplomáticos de los gobiernos británico y norteamericano en el tratado de 
Ghent (diciembre de 1814), pero demorado hasta la batalla de Nueva Orleáns 
(enero de 1815) porque las fuerzas beligerantes no se habían llegado a enterar 
del acuerdo diplomático -aún no existía el telégrafo lo cual retardaba la 
rapidez de las comunicaciones-. 
 
Segundo ciclo (1815-1865): de expansión estadounidense en la porción 
norteamericana del continente y en el Pacífico garantizada por el poder 
marítimo británico entre 1815 y 1823 y condicionada por las tensiones 
regionales entre los “Destinos Manifiestos” del norte y del sur entre 1823 
y 1865: El cese de las guerras en Europa a partir de 1815, sumado al interés 
de la Royal Navy británica por oponerse a cualquier política de alianzas 
europeo que permitiese a Francia y a España recuperar influencia territorial 
y/o económica en el continente americano, fueron factores que otorgaron a 
los Estados Unidos un paraguas protector para implementar el sueño de 
expansión imperial territorial hacia el Oeste ya presente en la etapa anterior 
pero sin temor a interferencias de las grandes potencias europeas. Fueron 
ejemplos de la puesta en práctica de este “Destino Manifiesto” de expansión 
continental las negociaciones con Gran Bretaña sobre neutralización de la 
zona de los Grandes Lagos (Pacto Rush-Bagot de 1817 y Convención de 1818); 
las llevadas a cabo con España en 1819 (Tratado Transcontinental o Adams-de 
Onís) que le permitieron a Estados Unidos el acceso a Florida Oriental y 
abrieron el camino hacia el Pacífico norte; la Doctrina Monroe de 1823, una 
declaración unilateral en la que Estados Unidos afirmaba su rechazo a la 
dominación europea en la totalidad del continente americano, cuya garantía 
de puesta en práctica no la otorgó en ese momento el poder de la joven 
república sino el poder naval británico, tan interesado como Estados Unidos 
en excluir a las potencias europeas de toda injerencia en los asuntos del 
continente americano; y la guerra contra México entre 1846 y 1848, que le 
permitió a los Estados Unidos adquirir como nuevos Estados de la Unión los 
territorios de Nueva México y Arizona, lo cual, a su vez, abrió la puerta a la 
incorporación de California. A su vez, dicha expansión territorial incluyó una 
modalidad marítima: la búsqueda de mercados y de enclaves portuarios en el 
Océano Pacífico, tendencia demostrada en la firma del tratado comercial de 
Wangxia con China en 1844 -el cual, como aclara LaFeber (1994: 103) le 
otorgaba a los norteamericanos el estatus de nación más favorecida, por el 
cual los norteamericanos recibían los mismos beneficios comerciales que los 
británicos-; y en la forzada apertura, por obra de la “diplomacia de los 
cañones”, de los puertos de Japón a los productos estadounidenses a 
principios de la década de 1850. 
El sueño de influencia y/o dominación hemisférica -expresado en 
pronunciamientos como la citada Doctrina Monroe de 1823 y plasmado en el 
reconocimiento estadounidense a la emancipación de las colonias españolas 
en América y el apoyo de algunos de sus círculos políticos (el caso del senador 
y luego secretario de Estado Henry Clay) a la cooperación económica regional- 
se vio a la vez inhibido o condicionado por el peso de dos factores. Uno fue el 
del poder británico, funcional a los intereses expansivos norteamericanos en 
tanto el patrullaje de la Royal Navy por los distintos océanos garantizó, entre 
1815 y la década de 1860, que el continente americano estuviese libre de 
interferencias de las otras grandes potencias europeas en el Nuevo Mundo, el 
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ámbito geográfico privilegiado por la versión sureña de “Destino Manifiesto” 
de expansión estadounidense. El otro factor inhibidor o condicionante del 
comportamiento imperial norteamericano fue la existencia de intensas 
divisiones regionales dentro de los Estados Unidos entre el norte y el sur. 
Estados norteños y sureños tenían distintas lecturas respecto de cómo plasmar 
en política este sueño imperial y acerca de la cuestión de la esclavitud. En la 
percepción de los estados norteños, la expansión hacia Texas, México, Nueva 
México y California era la herramienta de los estados sureños para ampliar el 
número de Estados esclavistas, alterando el balance de poder político a favor 
del Sur. Así, la anexión de Texas a la Unión, concretada en la década de 1840 y 
precedida por una “invasión pacífica” de colonos norteamericanos que contó 
con la connivencia de un Estado mexicano en penurias financieras, fue 
criticada y cuestionada por Estados del norte como Massachusetts. Lo propio 
ocurrió con la guerra emprendida por la administración de James Polk (1845-9) 
contra México entre los años 1846 y 1848, aplaudida por los estados del sur 
pero declarada inconstitucional por el Estado de Massachusetts y por el 
entonces representante de Illinois en la Cámara de Representantes, el futuro 
presidente Abraham Lincoln. 
Pero esta impugnación de los estados del Norte y del Oeste a la 
expansión territorial y marítima de los estados sureños no implicaba que los 
primeros carecieran de vocación imperialista o expansionista. La diferencia es 
que mientras los del Sur vinculaba su expansión territorial a la de la 
esclavitud como mano de obra del sistema de grandes plantaciones de algodón, 
los del Norte y Oeste, a la vez que cuestionaban este sistema económico en 
sintonía con el avance del movimiento abolicionista en Inglaterra y el resto de 
Europa, no renunciaban a la búsqueda de nuevos mercados, por la vía pacífica 
o por las armas, en el Atlántico y en el Pacífico, como lo demostró la apertura 
a cañonazos de los puertos de Japón a los barcos estadounidenses a principios 
de la década de 1850. Eran dos modalidades de imperialismo y expansión 
diferentes, dos “Destinos Manifiestos” como los llama Kagan (2006: 224-245), 
que se enfrentaron en los medios de prensa, en la calle, en las elecciones 
presidenciales y parlamentarias, en los debates legislativos y finalmente en el 
campo de batalla durante la Guerra Civil entre los años 1861 y 1865. 
 
Tercer ciclo (1865-1898/1901): de contracción de la expansión imperial: 
Este ciclo comprende los años que van desde el fin de la Guerra Civil y el 
triunfo de la causa norteña de la Unión sobre la sureña de la Confederación 
(1865) hasta la guerra hispanoamericana de 1898y el tratado Hay-Pauncefort 
de 1901. El triunfo del modelo antiesclavista norteño en los años de posguerra, 
la reconstrucción del Sur derrotado en la Guerra Civil y los temores por la 
incorporación de nuevos territorios habitados por razas no anglosajonas a la 
Unión estadounidense, fueron tres factores de inhibición del impulso 
expansionista-imperialista de los Estados Unidos. Y la presencia de los mismos 
explica la paradójica distancia existente entre la extraordinaria expansión del 
modelo productivo industrial entre las décadas de 1870 y 1890 y la 
relativamente débil expansión territorial y marítima de la nación 
estadounidense -en comparación con el acelerado ritmo de dicha expansión 
en el caso de las grandes potencias europeas, las cuales, en el contexto de la 
llamada Segunda Revolución Industrial, buscaron mercados de ultramar en 
Asia y África para colocar sus productos manufacturados y de abastecerse de 
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materias primas-. Paradoja estudiada en profundidad por Zakaria (2000), y 
que contradice un argumento central del realismo estructural según el cual a 
mayor poder o dotación de capacidades de un Estado se correspondería un 
comportamiento exterior más agresivo o expansivo. En el período transcurrido 
entre el fin de la Guerra Civil y el estallido del conflicto entre Estados Unidos 
y España por Cuba en 1898, el tradicional comportamiento imperial 
estadounidense sufrió un nuevo período de aletargamiento, al compás de los 
conflictos internos entre Norte y Sur, y entre ex esclavos y hombres libres, 
conflictos cuyas heridas no habían cerrado completamente a pesar del fin de 
la Guerra Civil en 1865 y de la política de Reconstrucción del Sur entre 1865 y 
1877. El peso de dichos conflictos hizo que los casos de compra de territorios 
-la del de Alaska a la Rusia zarista en 1867- o de intervenciones externas por 
invitación externa (“imperialismo por invitación”) -el de Hawaii- 
predominasen claramente por sobre los casos de expansión o anexión 
territorial lisa y llana -como sería el de Filipinas tras la guerra contra España 
por Cuba en 1898-. 
 
Cuarto ciclo (1898/1901-1945): de reemplazo de la expansión imperial 
estadounidense de índole continental por una de índole 
predominantemente marítimo-comercial, al estilo británico. Este ciclo se 
abrió con el estallido de la “espléndida y corta guerra” (“splendid and little 
war”) entre Estados Unidos y España por Cuba. En los hechos, dicha guerra no 
fue tan espléndida en términos de costos militares y humanos como habían 
calculado las autoridades de la Casa Blanca, aunque sí fue temporalmente 
breve, y tuvo como efecto colateral la adquisición de Filipinas como una 
colonia formal dentro de la órbita de influencia norteamericana. Esta guerra 
de 1898 también marcó el ascenso de los Estados Unidos al doble estatus de 
potencia regional -al consagrarse en este período el derecho exclusivo 
estadounidense de controlar y construir un canal ítsmico de comunicación 
entre el Atlántico y el Pacífico sin necesidad de contar con la venia británica- 
y global -al derrotar a una potencia europea (si bien en declinación) en 1898 y 
reemplazar a Gran Bretaña en su tradicional rol de garante del equilibrio de 
poder en el continente euroasiático actuando como balanceador de último 
minuto (offshore balancer) (Sempa, 2004). 
Como si esto fuese poco, el dólar estadounidense pasó a reemplazar a la 
libra esterlina como moneda internacional en el período entre la Primera y la 
Segunda Guerra Mundial, y Estados Unidos jugó un rol protagónico en la 
recuperación de países como Alemania (Planes Dawes de 1924 y Young de 1929) 
y Bélgica (plan de reconstrucción de posguerra organizado por el futuro 
presidente estadounidense Herbert Hoover). 
 
Quinto ciclo (1945-1968): de consolidación de la Pax Americana en el 
bloque capitalista occidental: El ciclo de ascenso de los Estados Unidos como 
poder global se consolidó tras el fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945, 
que marcó el final de la hegemonía de las grandes potencias europeas en los 
asuntos mundiales. Tras un intento fallido de los Estados Unidos de creación 
de “Cuatro Policías” encargados del orden mundial (Estados Unidos, Gran 
Bretaña, la Unión Soviética -URSS- y China nacionalista) (Corigliano, 2016:35), 
el manejo de la gobernabilidad -y el balance de poder- global se trasladó de 
Europa Occidental a las dos nuevas superpotencias emergentes tras el fin de 
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la Segunda Guerra: Estados Unidos y la URSS. Estados Unidos actuó como líder 
del bloque capitalista occidental, un liderazgo activamente consentido por las 
naciones de una Europa Occidental desvastada por dos guerras mundiales 
consecutivas -al menos hasta principios de la década de 1960- y tolerado -
aunque con algunas reticencias- por las naciones latinoamericanas, 
necesitadas del aporte económico norteamericano pero recelosas de las 
intervenciones militares de Washington en lo que consideraba su patio trasero 
-intervenciones tales como la efectuada por la CIA en Guatemala en 1954 o la 
de los marines norteamericanos en Santo Domingo en 1965-. Liderazgo o Pax 
Americana sobre el bloque capitalista occidental asentado sobre un sistema 
de alianzas político-estratégicas -el Tratado Interamericano de Asistencia 
Recíproca (TIAR, 1947), la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN, 
1949)- como económicas (sistema de Bretton Woods, Acuerdo General de 
Tarifas y Comercio, GATT por sus siglas en inglés). Sistemas articulados y 
amparados por la diplomacia y el poder norteamericanos en torno a la 
“necesidad percibida” de contención de las amenazas procedentes de la 
Unión Soviética y, más tarde, de China comunista. 
Esta Pax Americana en el bloque capitalista occidental, no obstante el 
monopolio de poder nuclear detentado por los Estados Unidos entre 1945 y 
1949, enfrentó varios desafíos a su consolidación: el soviético desde la crisis 
de Irán y de los estrechos en 1946, el de la China comunista a partir de 1949, 
el de la Revolución Cubana de 1959 y su posible “efecto contagio” en el resto 
del continente americano en las décadas de 1960 y 1970, y el de los 
comunistas vietnamitas, que obstaculizaban el deseo estadounidense de 
convertir a la nación asiática en un baluarte del anticomunismo en el 
estratégico sudeste asiático. Así, la guerra de Vietnam marcó el punto más 
alto del compromiso norteamericano con la contención a la amenaza 
comunista. A la vez, la no resolución del conflicto en los términos buscados 
por los Estados Unidos marcó, hacia 1968, el final de este ciclo de 
consolidación de la Pax Americana en el bloque capitalista occidental. 1968 se 
abrió con la ofensiva norvietnamita del Tet, que atacó por sorpresa la 
embajada norteamericana en Saigón la capital de Vietnam del Sur. Ofensiva 
acertadamente definida por Kissinger (1995: 663-664) como una derrota 
militar para las tropas de la guerrilla comunista vietnamita, que por primera 
vez en el conflicto salían al descubierto, pero a la vez en una victoria 
psicológica para dichas fuerzas, en tanto la Ofensiva del Tet abrió la ventana 
de oportunidad para que figuras del establishment político y mediático, 
además de sectores de la sociedad norteamericana, pudieran expresar 
abiertamente sus dudas y cuestionamientos acerca de la legitimidad y 
moralidad de la presencia militar norteamericana en un pequeño y alejado 
país del sudeste asiático. 
 
Sexto ciclo (1968-1989): de ajustes varios en el comportamiento imperial 
norteamericano. Como explica claramente Kissinger (1995: 667-676 y 696-
699), para Richard Nixon, presidente de los Estados Unidos tras su victoria 
electoral en 1968, la guerra de Vietnam no podía ser ganada por las tropas 
estadounidenses y, además, era un conflicto que abría hondas heridas en una 
nación aún desgarrada por los conflictosraciales y sociales. Sobre la base de 
este razonamiento, Nixon y quien tiempo después sería su secretario de 
Estado, Henry Kissinger, concluyeron que los días de la consolidación del 
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liderazgo exclusivo de los Estados Unidos eran cosa del pasado, y que había 
que construir una estructura de orden mundial basada en un balance de poder 
entre cinco polos: Estados Unidos, la Unión Soviética, los países de la 
Comunidad Europea, China comunista y Japón. Asimismo, Estados Unidos no 
asumiría de modo unilateral, como en el ciclo anterior, la pesada tarea de 
contener por sí sólo las amenazas a la seguridad global. La llamada Doctrina 
Nixon, presentada por primera vez en 1969 y luego en 1970, delegaba en los 
poderes regionales la tarea de contener o frustrar dichas amenazas, y tan sólo 
en el caso de una amenaza nuclear a un aliado de los Estados Unidos se 
justificaría la intervención militar norteamericana, en una versión updated 
del rol de offshore balancer. Para los demás casos de conflictos a los intereses 
de seguridad norteamericanos, se recurrió a la combinación de diversas 
herramientas a fin de evitar esfuerzos militares prolongados con alto costo 
político y económico interno al estilo Vietnam: la presión diplomática, las 
alianzas con otros países, las operaciones encubiertas, los ataques calibrados 
a centros de aprovisionamiento de las guerrillas comunistas en Camboya y 
Laos. A su vez, las administraciones republicanas de Nixon (1969-1974) y de 
Gerald Ford (1974-7) y la demócrata de Jimmy Carter hasta la invasión 
soviética en Afganistán en 1979, ratificaron el camino, ya iniciado por su 
antecesor Lyndon B. Johnson en la cumbre de Glassboro con el premier 
soviético Alexei Kosyguin (1967), de celebrar cumbres con los jefes de Estado 
soviéticos, cumbres que expresaban un deseo de concierto de poder bajo el 
formato de cumbres presidenciales soviético-norteamericanas, mecanismo 
que apuntaba a un triple fin: limitar la existencia de armas nucleares entre 
las dos superpotencias; evitar la proliferación nuclear en otros países; e 
intentar encontrar puntos temáticos de convergencia y mecanismos conjuntos 
de resolución para prevenir o frenar los conflictos en regiones calientes del 
planeta como Medio Oriente o el sudeste asiático (Corigliano, 2016 a: 36-37). 
Pero esta versión restringida del rol global y del comportamiento 
imperial norteamericano en el exterior tuvo corta vida. Del lado soviético, la 
voluntad de Kosyguin primero y de Leonid Breznev después por mantener 
abierto el canal de diálogo presidencial bilateral se vio obstaculizada por las 
presiones expansionistas del complejo industrial-militar, de la KGB y de los 
ideólogos del Politburó que terminaron embarcando a Breznev en la riesgosa 
aventura de intervención en Afganistán, una que las autoridades soviéticas 
percibían como “defensiva” en tanto buscaba asegurar la fronteras de la URSS 
con un vecino cuya islamización podía afectar las zonas y repúblicas del 
mismo credo dentro del imperio soviético, y que el gobierno de Carter no 
dudó en leer como parte de un designio soviético para alcanzar el acceso al 
Golfo Pérsico, el cual pondría en peligro la alianza estratégica y la ruta 
petrolera entre Estados Unidos, sus aliados occidentales y las petromonarquías 
del Golfo. Del lado estadounidense, la izquierda y los sectores progresistas de 
la sociedad y la clase política norteamericana la condenaba por cínica y 
amoral, mientras que la derecha la criticaba por excesivamente blanda y 
complaciente para con el avance de la influencia comunista en el mundo. 
Como producto de estas presiones internas y de las acciones externas 
soviéticas, las administraciones de Carter -a partir de la intervención soviética 
en Afganistán en 1979 y de Reagan -hasta la llegada de Gorbachov como jefe 
de Estado en la URSS en 1985-, se embarcaron en un comportamiento más 
agresivo que apuntó a frustrar lo que desde la óptica norteamericana se 
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percibía como un nuevo ciclo de expansión soviética. Fueron ejemplos de este 
cambio de comportamiento el lanzamiento en 1980 de un boicot cerealero 
norteamericano a la URSS por su invasión a Afganistán a fines del año anterior; 
el activo involucramiento de las fuerzas de inteligencia norteamericanas en la 
resistencia de las guerrillas afganas contra la presencia soviética entre 1979 y 
1989; la cancelación de las negociaciones soviético-estadounidenses sobre 
desarme nuclear en 1983 y de las cumbres entre presidentes de los dos países 
entre 1981 y 1985; y el lanzamiento en 1983 de la Iniciativa de Defensa 
Estratégica (IDE) -más conocida como Guerra de las Galaxias-, consistente en 
la construcción de un escudo antimisilístico que volviese caduca la carrera 
armamentista nuclear entre Washington y Moscú e inútil la amenaza soviética 
o de otros poderes nucleares a la seguridad estadounidense. 
Pero la llegada de Gorbachev a la jefatura del Estado soviético en 1985, 
y, con ella, la de un grupo de intelectuales y políticos partidarios de un 
“Nuevo Pensamiento” en política interna y exterior, provocó un cambio en las 
hasta entonces conflictivas relaciones recíprocas entre Washington y Moscú. 
Este cambio abrió la posibilidad de reactivar las congeladas cumbres 
presidenciales -la última había sido entre Carter y Brezhnev en Viena en 1979-. 
Así, Reagan y Gorbachev se reunieron en Ginebra (1985), Reijiavik (1986) y 
Washington (1987) y Bush padre (sucesor de Reagan) hizo lo propio con 
Gorbachev en Malta (1989). 
 
Séptimo ciclo (1989-1991): de comportamiento imperial norteamericano 
tolerado por el resto de la comunidad internacional. Con la implosión del 
imperio soviético en 1991, se abrió un nuevo ciclo, uno de inexistencia de una 
nación-Estado con la capacidad de amenazar el poderío militar 
norteamericano y uno en el que el poder militar estadounidense pasó a ser 
tan abrumador, que ningún poder estatal o combinación de poderes estatales 
podía contrabalancearlo. Durante los primeros años de la Guerra Fría, hubo 
estados que optaron por el alineamiento o acoplamiento con la superpotencia 
solitaria (México, Argentina, Brasil durante la gestión de Collor de Melo, Perú 
con Fujimori, Rusia en su fase atlantista entre 1991 y 1993 durante el 
gobierno de Boris Yeltsin); otros buscaron un difícil equilibrio entre la 
necesidad de alineamiento estratégico y la de mostrar hacia el frente interno 
cierto grado de independencia en política exterior (la Unión Soviética con 
Gorbachev, especialmente durante la crisis provocada por la Guerra del Golfo 
Pérsico en 1991, en la que la diplomacia soviética no puso palos en la rueda la 
postura norteamericana de condenar las acciones iraquíes en Kuwait en las 
votaciones de Naciones Unidas entre septiembre y noviembre de 1990 y a la 
vez intentó hasta último momento mediar ante Irak para evitar que la crisis 
escalara en una guerra, lo cual ocurrió entre enero y febrero de 1991); y otros 
optaron por rehuir de la competencia estratégica con Estados Unidos y 
concentrar todas sus energías en el crecimiento y la modernización económica 
(China y su estrategia de ascenso pacífico -peaceful rising-). 
La administración norteamericana del republicano George Herbert 
Walker Bush (Bush padre, quien gobernó desde 1989 hasta 1993) pretendió 
mantener el sistema de alianzas de la Guerra Fría en un nuevo contexto 
mundial de inexistencia de un rival ideológico de índole estatal -vacío 
estructural sólo temporaria e imperfectamente ocupado por el régimen iraquí 
de Saddam Hussein durante el conflicto del Golfo Pérsico de 1991). En pos de 
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ese objetivo, la administración de Bush padre adoptó la receta del enfoque 
realista basada en la autorrestriccióndel poder norteamericano en el exterior 
(restraint). Estados Unidos tendió a comportarse como in “sheriff renuente” 
sensible tanto a los intereses de sus aliados europeos como a las reticencias 
del público interno a asumir el alto nivel de compromisos externos de los años 
de la Guerra Fría. Esta renuencia pudo verse en el objetivo limitado de 
castigar con el uso de la fuerza al gobierno de Saddam por su invasión a 
Kuwait, pero a la vez evitando el objetivo de cambio de régimen en Irak -lo 
que hubiese provocado la no adhesión de buena parte del mundo árabe a la 
amplia coalición anti-Saddam forjada por Washington; la no intervención del 
gobierno de Bush padre en el conflicto entre Croacia y Eslovenia en 1991, 
percibido por las autoridades de Washington como uno de interés 
centralmente europeo, no estadounidense -“No tenemos un perro en esta 
pelea” (“We haven’t a dog in that fight”) sostuvo el entonces secretario de 
Estado, James Baker-; y el objetivo limitado de garantizar la entrega de 
comida a la población somalí en generalizada hambruna evitando la directa 
injerencia militar estadounidense en la guerra civil en dicho país africano. 
Esta auto-restricción de la política exterior norteamericana era funcional al 
deseo de la administración republicana de liderar la transición de la Guerra 
Fría a la posguerra fría con el menor nivel de turbulencias y roces con el resto 
de las naciones posible. Así, Bush padre dio su aval a la unificación alemana 
anclada en la OTAN y obtuvo el consentimiento soviético a ese proceso a 
cambio de apoyo económico norteamericano a las reformas impulsadas por el 
gobierno de Gorbachev; no interfirió en el conflicto entre el gobierno chino y 
los disidentes del régimen desatado en 1989, priorizando la importancia 
estratégica y económica de China para los intereses, el comercio y las 
exportaciones norteamericanas; y evitó la tentación de intervenir en 
conflictos que no considerara vitales para los intereses vitales de su país, 
como los de la ex Yugoslavia, el surgido entre la Unión Soviética y los estados 
separatistas del Báltico y Ucrania; y sólo intervino cuando estuviesen en 
peligro intereses vitales de Washington y del resto de sus aliados -el Operativo 
Causa Justa en 1989 contra Panamá, el Operativo Tormenta del Desierto en 
1991 contra Irak-. 
El mundo había adquirido una estructura unipolar, pero este unipolarismo 
basado en el liderazgo norteamericano era consentido por el resto de la 
comunidad internacional, debido a la combinación de dos factores: la auto-
restricción del poder de Washington de acuerdo a los parámetros de la receta 
del realismo clásico -del cual Bush padre fue un fiel exponente-; y la falta de 
capacidad militar y/o económica suficiente del resto de los poderes como 
para contrapesar el abrumador poder de lo que Huntington llamó la 
“superpotencia solitaria” (Corigliano, 2016: 37-38). 
En el caso de los países latinoamericanos, su comportamiento osciló 
entre el alineamiento con las políticas norteamericanas y el bajo perfil, en 
tanto Estados Unidos aparecía como la llave central para el acceso a los 
créditos e inversiones necesarios para alimentar los procesos de reforma 
estructural de corte liberal iniciados en la mayoría de los países de la región -
con la excepción de Cuba, cuya política exterior, no obstante, se vio muy 
afectada por el colapso de la URSS-. 
 
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Octavo ciclo: un comportamiento imperial norteamericano con algunos 
cuestionamientos de aliados y rivales (1991-2001). 1991 no sólo marcó el 
punto más alto de la tolerancia del resto de la comunidad internacional a las 
acciones externas de los Estados Unidos, simbolizadas en la amplia coalición 
de 43 países que apoyó a Washington en la Guerra del Golfo Pérsico. También 
simbolizó el inicio de cuestionamientos de aliados y rivales al liderazgo 
norteamericano, tímidamente evidenciados durante las crisis de Croacia y 
Eslovenia de 1991, pero que se rebelarían más claramente durante las dos 
gestiones del sucesor de Bush padre en la presidencia norteamericana, las del 
demócrata William Jefferson (Bill) Clinton (1993-1997 y 1997-2001). Las 
gestiones de Clinton pretendieron continuar el sendero trazado por su 
antecesor y colocar a los Estados Unidos como líder de un orden mundial 
signado por la aceleración del proceso de globalización económica y basado 
en la ampliación de la democracia y del libre mercado (enlargement) y en la 
captación de China a la Organización Mundial de Comercio (OMC) 
(engagement, inicialmente pensado por Clinton y su entorno como una 
estrategia de toma y daca en la que Washington impulsaba el ingreso de 
Beijing a la OMC a cambio de la progresiva liberalización política del régimen 
chino, un paso que este último nunca aceptó dar). 
En este período las diferencias de criterio potenciales entre Estados 
Unidos, sus aliados de Europa Occidental y Rusia, ya existentes a partir de 
1991, afloraron con toda su intensidad. En el caso puntual de Rusia, el enorme 
costo social del proceso de reformas iniciado por Gorbachev y continuado por 
Yeltsin en su etapa atlantista provocó el triunfo de las fuerzas nacionalistas 
nostálgicas del pasado imperial soviético en las elecciones parlamentarias de 
1993. Este resultado provocó el abandono del alineamiento occidentalista 
propio del enfoque atlantista por una óptica euroasiatista que, aunque no 
podía retornar al pasado imperial soviético, pretendía el control ruso de la 
zona caucásica, vital en términos estratégicos -por su cercanía a Rusia- y 
económicos -por sus recursos gasíferos- (Pérez Llana, 1998: 104-117). Política 
de control euroasiático que tuvo -y tiene- el costo de generar de tanto en 
tanto fuertes roces con las naciones de Europa Occidental y con los mismos 
Estados Unidos, que no desean la interferencia rusa en esa porción clave del 
mercado energético mundial. Roces y diferencias que pudieron apreciarse en 
el transcurso de las crisis de Bosnia (1993-1995) y Kosovo (1999), en las dos 
guerras que Rusia emprendió contra los rebeldes separatistas chechenos en 
1993 y 1996 -guerras que ponían en peligro tanto la seguridad rusa como su 
control de los recursos energéticos en la subregión caucásica-; y en la 
iniciativa norteamericana de extender el alcance de la OTAN a Polonia, 
Hungría y Checoslovaquia en 1998, la cual generó roces con Rusia. Roces 
temporalmente compensados en ese momento con el acuerdo entre el 
gobierno de Moscú y la OTAN. Roces que volvieron a aflorar en la década de 
2010 cuando la Unión Europea y los Estados Unidos le cuestionaron a Rusia el 
control de Crimea en su conflicto con Ucrania. En síntesis, el mundo seguía 
siendo unipolar como en 1989, pero ya comenzaban a emerger voces de 
crítica a las políticas norteamericanas: era un mundo caracterizado por una 
unipolaridad norteamericana cuyo ejercicio estaba condicionado por los 
cuestionamientos de otros poderes a las acciones externas del poder de 
Washington (Corigliano, 2016 a: 38). 
 
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Noveno ciclo (enero a septiembre de 2001): Un comportamiento imperial 
norteamericano limitado a conflictos con Rusia y China. Durante los 
primeros ocho meses de la administración del republicano George Walker Bush, 
tuvo lugar la formulación y ejecución de una política exterior inclinada hacia 
un realismo doctrinario o dogmático, que pretendía marcar diferencias con la 
visión liberal wilsoniana de la administración demócrata de Clinton mostrando 
un Estados Unidos más dispuesto a utilizar sus recursos de poder duro -militar- 
frente al resto del mundo (Soderberg, 2005: 153-190). 
Esta agresiva tendencia pudo apreciarse en la aparición de renovadas 
tensiones diplomáticas con Rusia, provocadas por la decisión del presidente 
estadounidense de abrogar la firma del tratado ABM de 1972, que limitabalos 
misiles antibalísticos de ambas naciones; y de reactivar el escudo antimisiles 
prometido por la IDE durante los años de Reagan. 
A las tensiones del gobierno norteamericano con Rusia se sumaron las 
generadas con China, provocados por la decisión de la administración de Bush 
hijo de aprobar el mayor paquete de ventas de armas a Taiwán en casi diez 
años (abril de 2001) y la captura de la aeronave LP-3E de vigilancia 
electrónica norteamericana en territorio chino ocurrida en ese mismo mes de 
abril-. 
Asimismo, para marcar diferencias con Clinton, Bush hijo y sus 
colaboradores demostraron demostró un menor compromiso con la promoción 
democrática en el exterior y con las alianzas entre los Estados Unidos y las 
naciones de Europa, incluyendo el Protocolo de Kyoto sobre reducción del 
calentamiento global, cuyo fin anunció Bush en junio de 2001. 
Pero los ataques terroristas del grupo islámico Al-Qaeda a las Torres 
Gemelas y al Pentágono en septiembre de 2001 cambiaron radicalmente esta 
postura inicial de la administración republicana de “realismo dogmático o 
duro” hacia China y Rusia, la cual pasó a ser reemplazada por una declaración 
de guerra a escala global contra el terrorismo islámico, más afín a la tradición 
liberal wilsoniana. 
 
Décimo ciclo (2001-2003/2008): de comportamiento imperial belicoso 
norteamericano resistido por los tradicionales aliados europeos y aplaudido 
por una restringida coalición de los bien dispuestos. Golpeada por los 
mencionados atentados de septiembre de 2001, la administración de Bush hijo 
elaboró una nueva doctrina de “guerra preventiva” que reemplazó la vieja de 
contención de los enemigos visibles de la Guerra Fría -la Unión Soviética, 
China comunista- por un enemigo invisible al que había que golpear 
anticipadamente: el terrorismo internacional y sus cómplices estatales y no 
estatales. Tras el inicial triunfo de la intervención norteamericana en 
Afganistán ente octubre y diciembre de 2001 para desplazar del poder al 
régimen talibán como cómplice del grupo terrorista Al-Qaeda -que contó con 
el visto bueno de los dirigentes de la comunidad internacional aunque no con 
el de sus respectiva opiniones públicas-, las fuerzas militares de los Estados 
Unidos y de sus escasos “coaligados de buena voluntad” (“coalition of the 
willing”) -Gran Bretaña, Italia, España, Australia, Polonia- en la Guerra de Irak 
de 2003, lograron desplazar a Saddam Hussein del poder, pero no pudieron 
ganar la paz de posguerra, porque se toparon con la viva oposición de las 
distintas fracciones étnicas iraquíes a la presencia militar estadounidense y de 
sus coaligados. 
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La insistencia del gobierno de George W. Bush a lo largo del 2002 en 
justificar el uso de la fuerza contra el régimen iraquí de Saddam Hussein como 
uno proliferante de armas de destrucción masiva (ADM) y que tenía estrechos 
vínculos con el grupo terrorista Al-Qaeda, generó un cisma entre viejos y 
nuevos aliados europeos de los EEUU. A diferencia de la campaña 
estadounidense en Afganistán, que podía justificarse como una respuesta a los 
ataques terroristas del 11 de septiembre en suelo norteamericano y que por 
ende podía definirse como un golpe o guerra anticipatoria (preemption) -es 
decir, una respuesta hacia una amenaza percibida tanto por los Estados Unidos 
como por el resto de la comunidad internacional-, la guerra contra Saddam de 
2003 y su derrocamiento era un golpe de fuerza de los Estados Unidos y sus 
escasos coaligados de buena voluntad, cuya justificación discursiva era la de 
hacer derrocar un régimen iraquí que poseía armas de destrucción masiva y 
tenía vínculos con Al-Qaeda, cargos que nunca pudieron comprobarse. En 
realidad, como explica Lake (2010/2011: 23-24), la preocupación de Bush hijo 
y de su entorno no era si en 2003 Saddam tenía o no ADM y vínculos con la red 
terrorista responsable de los ataques del 11-S: su obsesión era que la de evitar 
que los tuviese en el futuro. Ésta es la razón por la cual la guerra de Irak fue, 
desde la perspectiva de Washington, una de carácter preventivo (preventive 
war). Una guerra preventiva es aquélla librada en respuesta a una agresión o 
amenaza que todavía no se ha materializado (Fukuyama, 2007: 93-94). Por 
ello, las justificaciones que el gobierno de Bush esgrimió para avalar la guerra 
contra Saddam no fueron compartidas por viejos aliados europeos de los 
Estados Unidos como Francia y Alemania, que buscaron deslegitimar la 
ofensiva militar de Washington contra Saddam a través de una estrategia de 
soft balancing -balanceo suave-, privando a Washington de sus votos en el 
Consejo de Seguridad para legitimar la guerra contra Irak. Por contraposición, 
Gran Bretaña y los países de Europa del Este, adoptaron una de bandwagoning 
-alineamiento o acoplamiento- a las políticas norteamericanas sumándose a la 
coalition of the willing liderada por Washington en su guerra contra Saddam 
(Corigliano, 2016 a: 38-39). 
 
Undécimo ciclo (2003/2008 a 2015): de un comportamiento imperial 
restringido por los dictados del realismo prudente. La guerra de Irak de 
2003 y la crisis económica global de 2008 –la primera desde la crisis de 1929 
que tuvo origen en los Estados Unidos- dieron un golpe mortal a la receta de 
primacía global norteamericana seguida por la administración de Bush hijo. La 
crisis de 2008 -iniciada en Estados Unidos y rápidamente globalizada- 
mostraba un sugestivo contraste entre la declinante situación económica de 
Estados Unidos y las naciones desarrolladas de Europa Occidental, y la 
realidad de una China económicamente consolidada que celebraba 
orgullosamente los Juegos Olímpicos en Beijing (Kissinger, 2012: 514-516). 
Asimismo, las economías latinoamericanas experimentaron uno de los 
períodos de mayor crecimiento,impulsado por el alza de las economías china e 
india -grandes compradoras de alimentos- y de los precios del petróleo. Dicho 
crecimiento sirvió de combustible para impulsar políticas exteriores 
latinoamericanas con un mayor grado de autonomía relativa respecto de los 
Estados Unidos, entre ellas la construcción de esquemas de integración en los 
que Washington estuvo ausente: la Alianza Bolivariana de las Américas (ALBA) 
en 2005, la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) en 2008 y la 
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Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC) en 2012 (Serbin, 
2016: 36-37). Este sendero de crecimiento se mantuvo hasta la desaceleración 
económica de China de 2013. 
El presidente norteamericano Barack Obama y muchos de sus asesores 
más cercanos, pertenecientes a una generación golpeada por los embates del 
11-S, la guerra de Irak de 2003 y la crisis de 2008, han reaccionado al 
agotamiento de la receta de la primacía utilizado por su antecesor 
concibiendo para los Estados Unidos un rol global más modesto, expresado en 
el uso más acotado, selectivo y barato de la fuerza bélica en el exterior; la 
búsqueda de apoyos internos (Congreso y opinión pública) y externos (de Rusia, 
China, Francia y Gran Bretaña en el marco del Consejo de Seguridad de la 
ONU) como requisito previo a cualquier intervención militar en el exterior; el 
impulso a arquitecturas de gobernabilidad económica global más amplias que 
las de posguerra, (el caso del G 20) y el liderazgo norteamericano “desde 
atrás” con protagonismo de otras potencias en el terreno del combate –de 
Francia y Gran Bretaña en la intervención en Libia en 2011; el de Rusia en la 
crisis en Siria y en la guerra contra el Estado Islámico (ISIS)- (Mann, 2012: 71-
72; Ezcurra, 2013; Badie, 2013: 106-8 y 124-136). 
Si bien la emergencia de ISIS obligó a la administración Obama a 
renunciar temporalmente a su política, iniciada en 2011, de retiro de los 
compromisos militares en Irak y Afganistán y de énfasis en la región Asia-
Pacífico,la desaceleración económica de China en 2013 abrió una ventana de 
oportunidad para que la administración Obama retornara a la política iniciada 
en 2011 y buscara disputarle a Beijing la presencia en el Pacífico sin arriesgar 
un conflicto económico o militar abierto con el gigante asiático. La región 
Asia-Pacífico pasó a ser el epicentro de una serie de mega-acuerdos 
comerciales de amplio alcance que expresan una competencia geoestratégica 
emergente entre los EEUU, China y Rusia (Serbin, 2016). Mientras el TTIP 
(Trans Atlantic Investment Partnership), lanzado en junio de 2016, es una 
iniciativa bilateral entre EEUU y los países de la Unión Europea que excluye a 
Rusia, el TPP (Trans Pacific Partnership) une a estados asiáticos y americanos 
del Pacífico con exclusión de China. 
Beijing ha respondido a estas iniciativas de Washington con la edificación 
de sus propias arquitecturas de orden global que excluyen a los Estados 
Unidos. En 2014 el gobierno chino lanzó el RCEP (Regional Comprehensive 
Economic Partnership), anunció la creación de un Área de Libre Comercio del 
Asia Pacífico (Free Trade Area of the Asia Pacific, FTAAP) y la del Banco 
Asiático de Inversión en Infraestructura (Asian Infrastructure Investment Bank 
-AIIB-). La FTAAP es una alternativa china al TPP impulsado por los EEUU; y el 
AIIB es una versión china del Banco de Desarrollo de Asia (ADB) y del Banco 
Mundial, multilateral y abierta, pero centrada en China. A su vez, Beijing -
desafiado por Washington en la región Asia-Pacífico- y Rusia -desafiada por los 
EEUU en el conflicto entre Rusia y Ucrania de 2013-2014- han promovido un 
acercamiento recíproco, cuyo fruto hasta el momento ha sido la firma de 
acuerdos bilaterales para la construcción de dos gasoductos, y de convenios 
entre sus respectivas arquitecturas regionales, la Unión Económica 
Euroasiática (UEEA) y la Ruta de la Seda (Serbin, 2016: 43-47). 
A esta competencia en formato de mega-acuerdos comerciales entre 
Washington, Beijing y Moscú, se suman otros elementos de desorden global, 
peligrosamente cercanos al extremo del Estado de naturaleza hobbesiano: la 
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separación de Gran Bretaña de la Unión Europea -Brexit-, el avance político 
de la ultraderecha en Europa y el tono agresivo de campaña del candidato 
triunfante de la presidencia de los EEUU en 2016, Donald Trump. 
 
Duodécimo ciclo (2016 al presente): de un comportamiento imperial 
renovadamente belicoso en un contexto mundial de incertidumbre: En este 
nuevo ciclo, iniciado con la victoria electoral de Trump en noviembre de 2016 
y que aún estamos transitando, el comportamiento exterior de los Estados 
Unidos, conducido por el gobierno republicano de Trump, se caracteriza por 
dos tendencias fundamentales: el proteccionismo en materia comercial y la 
dureza hacia el terrorismo islámico de ISIS y Al-Qaeda y hacia los Estados 
poseedores de armas químicas (Siria) o nucleares (Corea del Norte) cuyas 
acciones son vistas desde la perspectiva de la administración estadounidense 
como desestabilizadoras en términos de la seguridad estadounidense y/o 
global. En lo que hace al proteccionismo comercial del gobierno de Trump, 
esta tendencia ha provocado un signo enorme de interrogación a la 
continuidad de los mega-acuerdos comerciales con la Unión Europea y las 
naciones del Asia-Pacífico construidas por la administración Obama y, 
paradójicamente, un fortalecimiento de la presencia e influencia de China en 
el Pacífico y de la posibilidad de una convergencia entre los respectivos mega-
acuerdos liderados por Moscú y Beijing: la UEEA y la Ruta de la Seda. 
Fortalecimiento que está en las antípodas de la intención dde Trump de 
fortalecer la presencia económica norteamericana en el mundo. También las 
medidas proteccionistas de la administración trumpista han producido fuertes 
roces con México y es una actual fuente de preocupación para el gobierno 
argentino de Mauricio Macri, pues afecta el ingreso de limones y carne al 
mercado estadounidense, el cual había sido autorizado por la administración 
anterior, la de Barack Obama, con quien la gestión macrista había iniciado un 
camino de recomposición de relaciones tras los conflictos ocurridos en los 
vínculos bilaterales durante las gestiones de Néstor y Cristina Kirchner 
(Corigliano, 2016 b y 2017). 
Por su parte, la política de dureza de Trump hacia el terrorismo 
internacional y los Estados percibidos como “villanos” proliferadores de armas 
de destrucción masiva como Siria y Corea del Norte muestra al actual 
presidente republicano repitiendo la misma -y fracasada- receta del 
unilateralismo belicoso ya utilizada por Bush hijo durante su primer mandato: 
a principios de abril de 2017 Trump ordenó lanzar un ataque aéreo de misiles 
Tomahawk contra una base aérea de Siria en castigo por el uso de armas 
químicas contra los disidentes internos, golpe que ha tenido una negativa 
repercusión en el gobierno ruso de Putin, quien apoya al régimen sirio de Al-
Bashar; en este mismo mes, Trump también ordenó el lanzamiento de la 
“madre de todas las bombas” contra el ISIS en Afganistán y el despliegue de 
fuerzas navales en aguas cercanas a Corea del Norte, iniciativa esta última 
que provocó la advertencia del gobierno de Pyongyang de que está preparada 
para dar una respuesta nuclear en contra de los Estados Unidos, advertencia 
ilustrada con el despliegue de misiles intercontinentales en un desfile militar 
realizado días atrás. 
Esta combinación fatídica de proteccionismo comercial; agresividad 
unilateral en materia de seguridad internacional en pos de una seguridad 
absoluta para los Estados Unidos que provoca inseguridad absoluta en aliados 
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y enemigos y no una paz relativa; y señales declarativas contradictorias de 
parte de Trump, que pasan de la amenaza a la conciliación -como la inicial 
definición de la OTAN como una “alianza obsoleta” a ser “nuestra alianza”; o 
los dichos presidenciales acerca de la intención de intervenir militarmente en 
Siria para luego descartar esta opción a fin de bajar el tono de tensión con 
Rusia- destruyen el capital de confianza interno y externo que Estados Unidos 
necesita tener si desea continuar ejerciendo un rol de liderazgo global. 
Estamos en el período más incierto del comportamiento imperial 
norteamericano de toda su historia. Con Trump, Estados Unidos parece querer 
estar decidido a actuar de un momento a otro, sin cuidar las formas y sin 
consultar con los otros poderes con los que debería construir grados de 
gobernabilidad global, un camino boicoteado por Bush hijo en su primer 
mandato, sólo revertido parcialmente en su segunda presidencia e iniciado 
con más énfasis por Obama, pero que Trump está descartando peligrosamente. 
Si Estados Unidos dilapida el escaso capital de credibilidad internacional aún 
disponible tras escasos eros 100 días de gestión republicana, el resto de las 
diplomacias del globo pueden perder todo sentido de la moderación, la regla 
número uno de la diplomacia, y la política internacional se acercará a una 
nueva “Paz Armada” como la que el mundo ya atravesó entre 1890 y 1914 o 
entre 1918 y 1945. La historia nos enseña que deberíamos evitar entre todos 
este tobogán hacia el precipicio: las dos Paces Armadas anteriores llevaron a a 
dos Guerras Mundiales. Hay que evitar que una tercera Paz Armada basada, 
como las anteriores, en diplomacias poco responsables y gestos bravucones 
como los recientemente protagonizados por Washington y Pyongyang nos 
embarquen en una Tercera Guerra de alcance planetario. 
 
 
Recibido: 14/03/2017 
Aceptado: 25/05/2017 
 
 
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