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Valdés, Manuel - Amores a tumba abierta

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AMORES A TUMBA ABIERTA 
 
 
 
 
 
 
Manuel Valdés 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Digitalizado por kamparina en Septiembre de 2.003 
 
 
 
 
—Me gusta estar contigo porque eres un hombre sin prejuicios. Bueno, 
más que un hombre sin prejuicios eres, ¿cómo te diría...?, eres libre, 
abierto, no te asustas por nada. Además, lo que me encanta es esa 
discreción tuya ante la gente. No te puedes imaginar la que disfruto 
pensando en la cara que pondrían mis amigas si supiesen que en la 
intimidad eres tan atrevido. Es como un secreto que lo hace todo más 
excitante, ¿no te parece? 
—Sí, Leonor —contestó Mario mientras ajustaba las pilas del vibrador. 
 
Mario era un personaje pacífico que había llegado al progresismo como 
resultado de una confusión. En su adolescencia, había formado parte del 
exiguo grupo de pioneros que hacían de la suciedad una marca registrada 
y cuando la familia estaba a punto de llevarlo a un médico de los nervios, 
el Ejército lo llamó para tomarle medidas, para convertirlo en hombre y 
para salvarlo de un futuro que se adivinaba problemático. La dura vida 
castrense le obligó a cortarse el pelo, a afeitarse a diario, a llevar las 
botas limpias y a sacar lustre al ánima del fusil, todo ello en un ambiente 
de camaradería heterogénea. Dormía en el cuartel al lado de Fede Ripoll, 
que era un estudiante beneficiado por el sistema. No es que el sistema le 
hubiese dispensado sus favores sino que le había brindado un marco para 
que su desastre personal pasara inadvertido, a cubierto de reproches que 
hubiesen sido fácilmente desactivados con la simple insinuación de 
considerarlos reaccionarios. Fede Ripoll pronto le hizo ver que opinar de 
una manera inteligente exigía estar informado y que, por lo tanto, lo que 
había que cultivar era el gesto. Mario pudo ver entonces que la 
introversión pasaba a ser una virtud progresista en un país en el que no 
se paraba de decir sandeces y perfeccionó algunas estereotipias menores 
que parecían tener valor distintivo. Así, aprendió a entornar los ojos, a 
chasquear la lengua en señal de reprobación y a decir a intermitencias 
frases del tipo «todo es muy complejo», «lo que dices es discutible» y 
«habría mucho que hablar». A su izquierda dormía Prudencio Rodríguez, 
campesino nostálgico, que le transmitió un difuso bucolismo a través de 
los embutidos que enviaba la familia y de las descripciones interminables 
de un campo que magnificaba con la falta de objetividad del que añora 
una situación mejor, olvidando sus aspectos negativos. 
Como resultado de todo ello, Mario estructuró una actitud vital basada en 
su primitiva proclividad a lo negligente, en su equívoco juicio sobre los 
efectos sedantes de la cría de conejos y en una vaga sensación de que las 
frases demasiado largas no eran de fiar. Cuando acabó el servicio militar, 
ya estaba en condiciones de camuflarse entre una masa anónima y 
desorientada, que establecía vínculos a través de contraseñas sutiles. 
Pronto conoció a Leonor. Era una chica activa, nerviosa y habladora, que 
hacía de la sexualidad un tema inagotable de conversación. Cuando se 
encontraron los dos bajo los efectos de la hierba —después de todo, ella 
era partidaria de la macrobiótica y él ya hablaba de las delicias del 
campo— les unió su común aversión a lo convencional. Ella vio en su 
introversión un síntoma de profundidad y él encontró en sus animadas 
charlas un móvil para potenciar dimensiones inéditas de su personalidad. 
Tras un intercambio de miradas, buscaron la intimidad del piso que ella 
compartía con diecisiete personas y, sin apenas darse cuenta, se 
encontraron desnudos y sintónicos. 
—Ven —dijo ella—. No tengas miedo. Todo saldrá bien. 
Mario no tenía miedo pero empezó a temer que todo saliese mal. Al fin y 
al cabo, Leonor era una incógnita y él no tenía ninguna experiencia. 
—Tengo que decirte algo —insistió ella—. Relájate y no te preocupes si no 
siento nada. Es que soy muy lenta, ¿sabes? 
A través del fino tabique se oían las risas de los otros, coincidiendo de un 
modo sorprendente con el final de cada frase y la consumación de cada 
gesto. Quizá la pared era un cristal y la habitación un escaparate en el 
que los incautos actuaban para el público. La voz de Leonor no conseguía 
tranquilizarlo. 
—Ven, ponte a mi lado. 
Tal vez era conveniente decir algo, pero el tema, la ocasión y la 
interlocutora aconsejaban tomar precauciones. Pudo comprobar, con 
aprensión, cómo su sensibilidad corporal había desaparecido —en 
particular, de la cintura para abajo— y lamentó que la erección no fuese 
un asunto voluntario, como podía serlo el orinar sin ganas. Leonor, 
sensible y monotemática, insistía en tranquilizarlo, compitiendo con las 
risas que salían del tabique. 
—La gordita que estaba junto a la puerta —señaló en un intento de 
agarrarse a alguien para salvar la situación— ha abortado tres veces y 
mantiene que hacer el amor sin precauciones es lo único sano. Dice que lo 
de la ovulación es más mental que otra cosa y que si una se queda 
embarazada es porque quiere. 
Mario se tumbó en la cama mirando al techo y cerró los ojos para 
completar la escenografía de lo que podía ser una meditación. Leonor 
apretó su cuerpo caliente contra él y continuó hablando como quien canta 
a oscuras para disipar el miedo. 
—¿Tú qué crees de eso? 
—Nada, una tontería. Eso es una tontería. 
—Oye... tengo que decirte algo. 
Mario abrió los ojos pero no se atrevía a mirarla. En la otra habitación se 
hizo un silencio sospechoso y, por un instante, se los imaginó a todos con 
el oído pegado a la pared. 
—Soy muy lenta, ¿sabes? Pero me va muy bien ayudarme con el vibrador. 
No te importa, ¿verdad? 
—No, no, no te preocupes. 
Se quedó quieto esperando, hasta que ella estiró el brazo por encima, 
inclinó su cuerpo para abrir el cajón de la mesilla y los pechos 
pendulearon a la altura de la nariz de él, como dos trozos de pasta para 
pizza. En aquellos momentos, la mitad inferior de su cuerpo no sólo 
estaba insensible sino que, simplemente, parecía haberse marchado a otra 
parte, dejándolo sin recursos para hacer frente a una tarea imposible. 
—Toma. Ten cuidado porque a veces se cae la tapa y se desconecta la 
pila. 
La forma del vibrador no permitía equívocos. Comprendió entonces que la 
técnica era el tercer brazo del hombre y observó cómo la mitad inferior de 
su cuerpo volvía otra vez a su sitio. Al otro lado de la pared, el silencio era 
más amable y la gente podía ser incluso amiga. Aquella noche, el vibrador 
lo hizo sentirse generoso, omnipotente y seguro de sí mismo. Leonor se 
iba transformando en varias Leonores: apasionada, cariñosa, agotada, 
confidente... Cuando amaneció, ambos sabían que su idilio se nutría de 
algo más que de afinidades e intimidad: se trataba de un vínculo de alta 
tensión, aunque estuviese alimentado con pilas, de un presente 
compuesto de fantasías realizadas y de un intercambio mediatizado por un 
azar sospechoso. Salió del piso, sorprendentemente desierto a aquellas 
horas, y en la calle, la gente lo miraba como si lo acusase con vergüenza 
de un pecado monstruoso y de una insolidaridad que ya era pública. 
Por la noche volvió en busca de Leonor, pero en el piso no había nadie. Se 
quedó sentado en la escalera, con la duda de ser víctima de una exclusión 
premeditada. Los diecisiete habitantes del piso, capitaneados por Leonor, 
quizás estaban turnándose para observarle por la mirilla de la puerta, 
conteniendo sus risas grotescas, su diversión a costa del prójimo y su 
empeño en hacerle pagar caro aquel intento de incorporación a un grupo 
que ya estaba cerrado. A la media hora salió a la calle con la sensación de 
haber perdido algo más que una oportunidad: su pena estaba en el cajón 
de la mesilla de noche, ajeno a su control. Pensó que posiblemente había 
acudido al piso en su busca y que Leonor era sólo una intermediaria 
encargada de hacerle tomar conciencia de su amputación. Deambuló por 
laciudad al encuentro de algo inconcreto que ni siquiera buscaba y esa 
noche acabó durmiendo por puro cansancio, sin poder borrar a Leonor de 
su mente. 
A la mañana siguiente, se levantó con la sensación de haber peleado 
durante toda la noche contra la mitad izquierda de su cuerpo, que había 
conservado el pene íntegro mientras él carecía de sensibilidad entre las 
piernas. La convicción de vivir dentro de una mitad equivocada fue 
creciendo a lo largo del día y se agudizó al atardecer, cuando volvió a 
encontrar a Leonor. Iba hacia la puerta de su casa como distraída, con los 
ojos enrojecidos y un paquete bajo el brazo. Cuando tropezó con él, su 
cara se hizo más familiar y parecía sincera en su alegría. 
—¡Oye, qué bien! Sube, sube a cenar. Estoy en casa con dos amigos, pero 
siempre hay sitio para uno más. 
—No, no. No quisiera molestar. 
—No molestas, tonto —lo cogió por el brazo, empujándole escaleras 
arriba, y le dio el paquete como quien pasa una pelota de rugby—. A 
propósito, ¿fuiste tú el que estuvo aquí ayer por la noche? 
—¿Ayer? 
—Sí. La portera me dijo que había estado un tío a la puerta de casa. ¿Eras 
tú? 
—No, no. Ayer estuve en el cine. 
Si ella hubiese insistido, él habría sido capaz de proporcionar más datos, e 
incluso de presentar una coartada. Pero ya habían llegado al piso. En el 
salón había un silencio sorprendente, impropio de la multitud que se 
desperdigaba por los sofás, el suelo y los rincones. A no ser por los 
imperceptibles movimientos de algunos y el cansino entreabrir de ojos de 
otros, se diría que en lugar de gente era ropa tirada al azar, indiferente a 
la llegada del dueño. 
—Como ves —dijo ella—, aquí la gente se divierte cada día. 
—¿Traes la comida o qué? —exclamó uno desde el interior de la habitación 
de Leonor. Era una voz tan destemplada y exigente como la de un padre 
de familia numerosa sin recursos, que grita a su mujer culpándola 
indirecta y continuamente de haber parido tantos hijos. Cuando Leonor 
entró en su habitación, Mario pudo ver a dos tipos menudos que le 
miraron con suspicacia, en un intento de calibrar si venía a quedarse. No 
supo cómo había ocurrido pero, al cabo de un rato, se encontró encima de 
Leonor, con el vibrador en la mano. Los dos suspicaces revoloteaban 
alrededor haciendo un ruido que en nada se distinguía del de una pelea y, 
a intervalos, se oía un estallido seco, prolongado en un gemido similar al 
que emitiría un perro al que se le pisa la cola. Tampoco supo cómo había 
llegado el látigo a sus manos, pero lo usó contra los dos, con las extrañas 
risas de Leonor como sonido de fondo y con la satisfacción del que por fin 
ajusta cuentas a los agresores. Esa noche —era ya la madrugada— salió a 
la calle muy tranquilo, muy entero, pero con la anestesia entre las piernas 
y el agradable recuerdo de haber tenido entre sus manos el utensilio 
necesario para recuperar la paz perdida. 
En efecto, los días que siguieron, el látigo le dio energía suficiente para 
entrar en el piso sin preocuparse de la ropa desparramada por los sofás. 
Leonor lo vio tan animado que le sugirió la exploración a placeres inéditos, 
que exigían el pleno aprovechamiento de la materia prima. Sacó un spray 
de la mesilla de noche, se levantó en busca de una crema y empezó a 
untar, a nebulizar y a embeberse en procaces masajes que perseguían 
homologar el adminículo fisiológico al ingenio alimentado por pilas. Mario 
se quedó inmóvil, indiferente a la manipulación, hasta que su ansiedad lo 
indujo a usar el látigo. Leonor gemía a cada impacto y susurraba con una 
voz irreconocible: 
—Con esta crema, irás... con esta crema, irás. 
Los golpes eran sincrónicos con el vaivén del vibrador, que no funcionaba 
por aquel maldito asunto de la tapa que se abría y las pilas que se 
desconectaban. Así estuvieron largo rato hasta que Mario se desentendió 
de su propia anatomía y empezó a fijarse en las marcas que el látigo 
dejaba en el cuerpo de Leonor. Se abstrajo seleccionando las zonas que 
aún faltaban por fustigar y cuando se ocupaba del hombro derecho, 
Leonor anunció: 
—¡Ahora tú, ya, por fin! 
Y Mario se sorprendió del increíble volumen de lo que ella tenía entre sus 
manos untuosas, hasta que se dio cuenta con horror de que aquello era 
un trozo suyo que había tomado iniciativas sin consultas previas. Siguió 
azotando a Leonor, pero su mente ya estaba entre las manos de ella, 
captada por la mágica metamorfosis y pendiente de la próxima mutación. 
Así pasó un buen rato, hasta que Leonor quedó exhausta y el látigo cesó 
de cortar el aire mientras la magia se trocaba en decepción y la anestesia 
volvía a ser un estado fisiológico. Mario estaba sudando, pero había 
escuchado en alguna parte que la tecnología era una prolongación de los 
organismos inteligentes, de modo que era lícito apoyarse en ella sin 
renunciar a la condición humana. 
A la noche siguiente, el piso seguía lleno de ropa con gente dentro, tirada 
de cualquier forma, en un pertinaz horror —puede que hasta ideológico— 
a la verticalidad. Mario entró al cuarto de Leonor con la tranquilidad del 
macho que ha superado con éxito los rituales que deciden el destino de la 
hembra. Había tres desconocidos más entre el montón de inquilinos, pero 
ya se había habituado a ignorarlos con esa cruel naturalidad del 
colonizador que no distingue a los indígenas de los vegetales. 
Leonor sacó el látigo, el vibrador, la crema, las ligas y el spray. Llevaba, 
además, un vaso de coñac en el que vertió tres anfetaminas machacadas, 
un poco de menta y un par de ingredientes más para completar el 
brebaje. Se volvió hacia Mario y dijo: 
—Hoy te toca disfrutar a ti también. Mira lo que te he preparado. 
Mario bebió la pócima sin sentir curiosidad por su composición. Leonor ya 
se había quitado la ropa y la habitación quedó en una penumbra invadida 
por sombras. 
—Me gusta estar contigo porque eres un hombre sin prejuicios. Bueno, 
más que un hombre sin prejuicios eres, ¿cómo te diría...?, eres libre, 
abierto, no te asustas por nada. Además, lo que me encanta es esa 
discreción tuya ante la gente. No te puedes imaginar lo que disfruto 
pensando en la cara que pondrían mis amigas si supiesen que en la 
intimidad eres tan atrevido. Es como un secreto que lo hace todo más 
excitante, ¿no te parece? 
—Sí, Leonor —contestó Mario mientras ajustaba las pilas del vibrador. 
Al cabo de un rato, las sombras de la pared empezaron a moverse al 
margen de la luz y de los objetos que las generaban. Mario sintió cómo el 
corazón se desbocaba, en sincronía con los movimientos de las sombras, 
en tanto que un calor que irradiaba euforia y movilidad se expandía en 
todas direcciones. El vibrador, las cremas, el látigo y el spray pasaban a 
formar parte de otra personalidad más apetecible, a la que deseaba 
trasladarse. Quería abandonar su cuerpo para mudarse a un envoltorio 
tecnificado que no tuviese la desventaja de poseer mecanismos 
autónomos y en su atolondrada carrera de ocurrencias, llegó a verse a sí 
mismo en un rincón, como si su cuerpo fuese un abrigo del que se ha 
sacado todo lo importante, incluido el tabaco. Era una envoltura inerte, un 
conjunto de miembros sin control y la generalización de esa anestesia que 
antaño se limitaba a la entrepierna. 
Leonor se abalanzó hacia él, excitada por la excitación, en un esfuerzo por 
conseguir lo mismo que ella negaba de antemano: la capacidad del otro 
para culminar una carrera erótica que siempre se iniciaba a partir de una 
salida en falso. Frotó, lamió, succionó, chupó, acarició y mordió, ignorante 
de que él estaba en otra parte, fuera de su cuerpo, contemplándolo desde 
la vertiginosa realidad de un espacio sin límites. Así se situaron los dos al 
borde del cansancio y cuando Mario parecía más a cubierto en su 
escondite invisible, su cuerpo —lo que hasta ese momento le había 
servido de refugio— empezó a sentir las delicias de lo erótico, la 
sensualidad de cada contacto y el nacimiento deuna extraña sensación, 
casi volcánica, que fue ascendiendo, intensificándose, sincronizando cada 
fibra muscular, cada órgano y cada centímetro de piel, hasta concretarse 
en una indefinible avalancha que buscaba salida de forma incontenible. 
Era una riada benéfica, una inundación fertilizante, que embriagaba todo 
lo que salía a su paso, olvidando la historia precedente y de espaldas a 
cualquier idea de futuro. Cuando la tensión y la sincronía alcanzaron su 
cota más alta, Mario se sintió explotar en mil pedazos, impotente para 
contener esa fuerza, perplejo porque su cuerpo ya se había emancipado y 
aterrado porque asistía a un acontecimiento irreversible. 
—¡Ya, ya! —gritó Leonor desde un lugar lejano. 
Mario la había olvidado y la ignoraba, hipnotizado por la visión de su 
cuerpo, que se iba deshinchando poco a poco, perdiendo volumen, 
aplanándose en sus relieves, ocupando cada vez menos espacio, hasta 
quedarse reducido a un objeto casi plegable, como los trajes de los 
submarinistas. 
Hay quien dice que los muñecos de goma que venden en las sex-shops 
son, en realidad, residuos de gente como Mario que, al igual que los 
consumidores de «Coca-Cola», cuando acaban dejan los cascos vacíos por 
ahí, hasta que a alguien se le ocurre montar un negocio de reventa. Los 
contraculturales dicen también que la sociedad de consumo está 
empezando a apagar su sed con semen porque la «Coca-Cola» ya no 
basta.

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