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Índice Introducción Capítulo 1 El caso Darwin 1. Antecedentes biológicos de la teoría de la evolución 2. El «sencillo» mecanismo de Darwin 3. Biología y filosofía de la evolución Capítulo 2 La naturaleza en la generación de lo humano. El origen biológico del hombre. 1. «Natura non facit saltus»: ¿con el ser humano tampoco? 2. Variación e identidad de las especies humanas 3. Elementos fundamentales de la morfología humana Capítulo 3 La cultura como factor de generación. El origen cultural del hombre 1. Evolucionismo biológico y origen de la cultura 2. ¿Qué es la cultura? Orígenes de la cultura 3. La técnica 4. Ética privada y ética pública: la moral y el derecho 5. Conocimiento y lenguaje 6. Los cinco puntos de Darwin en «El origen del hombre» sobre la especificidad de lo humano 6.1. Las facultades intelectuales de los animales y el ser humano 6.2. Las diferencias en el lenguaje animal y humano 6.3. El sentimiento de belleza 6.4. La creencia en Dios y la religión 6.5. La conciencia moral Capítulo 4 Orígenes de la emoción humana. La intencionalidad del cuerpo 1. Emociones y orígenes biológicos de la afectividad. Darwin y la expresión de las emociones 2. Las emociones básicas de los animales y el ser humano 3. Las emociones propiamente humanas 4. Una aproximación a la intencionalidad del cuerpo. Naturaleza y libertad Capítulo 5 Orígenes del intelecto humano. Naturalismo y hermenéutica 1. ¿Es la búsqueda de la verdad un producto de la evolución? 2. El ajustamiento a las leyes de la naturaleza en los animales: el instinto 3. El paso a la determinación de la esencia en el hombre: la naturaleza de la racionalidad 4. Los posibles orígenes de la conciencia: naturalismo y sobrenaturalismo 5. La verdad, ¿estrategia de supervivencia? 6. La teoría y la función de la filosofía en la vida humana 7. Naturalismo y hermenéutica de la conciencia. Una discusión con Juan Arana 7.1. El programa naturalista 7.2. La antropología de la conciencia de Arana 7.3. Una propedéutica a la hermenéutica de la conciencia 7.4. El puente entre naturalismo y hermenéutica 8. La conciencia y la ficción. La necesidad de interpretarse en la existencia 8.1. La ficción y la falsedad. Una advertencia epistemológica 8.2. La contingencia del conocimiento y el uso de la analogía 2 8.3. La ficción puede ser más real que la realidad misma 8.4. El límite de la ficción 8.5. El saber que el ser humano tiene de sí mismo 9. Jugarse en la interpretación: tiempo e identidad. Acudiendo a algunos textos de Heidegger Capítulo 6 Orígenes de la voluntad humana. Una discusión sobre la libertad. Cyborgs, transhumanismo y sociedades virtuales 1. Los diferentes sentidos del término «libertad» 2. Determinismo y libertad 3. La búsqueda del bien y la objetividad del valor 4. Disponer de sí: «cyborgs» y transhumanismo 5. La sociedad virtual. Aldea global y autotransparencia de los espíritus Epílogo ¿Qué quiere decirse con la expresión «dignidad» humana? Bibliografía 3 ORÍGENES DEL HOMBRE La singularidad del ser humano 4 Colección Fronteras Director Juan Arana Con el patrocinio de la Asociación de Filosofía y Ciencia Contemporánea 5 Francisco Rodríguez Valls ORÍGENES DEL HOMBRE La singularidad del ser humano BIBLIOTECA NUEVA 6 © Francisco Rodríguez Valls, 2017 © Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2017 Almagro, 38 28010 Madrid www.bibliotecanueva.es editorial@bibliotecanueva.es ISBN: 978-84-15555-49-0 Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos. 7 A Javier Hernández-Pacheco Sanz 8 Entonces se abrieron sus ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos (Génesis 3, 7). Ni celeste ni terrestre te hicimos, ni mortal, ni inmortal, para que tú mismo, como modelador y escultor de ti mismo, te forjes la forma que prefieras para ti. Podrás degenerar a lo inferior, con los brutos; podrás realzarte a la par de las cosas divinas, por tu misma decisión (G. Pico de la Mirandola, De la dignidad humana, Editora Nacional, Madrid, 1984, pág. 105). 9 Introducción Si hoy queremos saber acerca del ser humano hay que superar los compartimentos estancos de las disciplinas académicas. A eso se le llama, en el mismo mundo de la academia, interdisciplinariedad. Es un proyecto anhelado por muchos y es lo que busca este libro: hacer entrar en diálogo la ciencia con la filosofía y, en concreto, la antropología en sus diferentes formas, la psicología, la etología, la biología, la teoría de la cultura, la hermenéutica, la fenomenología, etc., como método para descubrir las fuentes de lo humano. La dificultad de hacerlo en pocas páginas creo que excusará las deficiencias, pero alguien tiene que dar el primer paso a pesar de los riesgos de la empresa. Propongo una expedición de descubrimiento a la que bastará con dibujar algo más de lo que hoy se sabe en el mapa del hombre para cumplir con sus objetivos. Será un intento de abrir caminos en la selva que el propio saber ha construido. Hoy se sabe mucho, pero se carece de una visión unitaria. Se saben muchos datos; hay que recopilarlos para iniciar una reflexión filosófica de altura y buscar en esta parcela lo que se perdió hace siglos: la unidad del saber. Los seres humanos somos espontáneamente curiosos cuando nacemos. Por eso llama la atención que, en el transcurso de los años que dura la educación, los chicos y las chicas comiencen a preguntar: ¿para qué sirve saber? Algo ocurre cuando un sistema mata la curiosidad. Algo pasa cuando la cultura se convierte en tarea de pocos. La respuesta que, sin entrar en pedagogías, más se me alcanza a la pregunta de «por qué saber» es la siguiente: para dialogar. No solo con los que conforman nuestra generación, también con las otras generaciones desde los más jóvenes a los más viejos. Y al hacerlo comprendernos los unos a los otros, apreciar nuestras diferencias y valorar la riqueza de la diversidad. Y también lo mismo entre las distintas etapas de la historia de una misma cultura: hacer entrar en el diálogo a Homero y a Cervantes, a Dante y a Proust. Para comprender que hablan de lo mismo y que merece la pena escucharlos hace falta estudiar mucho y obtener un concepto amplio de ser humano. Hacerlo justifica el saber mismo. Hacernos seres humanos en el amplio sentido del ser humano es humanismo y ese esfuerzo debe ser —además y como tercer paso— intercultural en el espacio y en el tiempo. Diálogo intergeneracional, diálogo interepocal, diálogo intercultural. He querido hacer entrar en diálogo la tradición filosófica y científica clásica y contemporánea. De él no se ha excluido a sabiendas a nadie y, aplicándolo, se ha formado un criterio que quiero someter a juicio público. Toda publicación es de dominio público. Como todo diálogo, no tiene una palabra definitiva: está abierto a la escucha. Es una palabra pausada y meditada, fruto de años de trabajo y que dice cosas aparte de señalar hechos. No es el exabrupto espontáneo de una reacción visceral aunque, como se verá, se han tenido que hacer opciones que a unos les gustarán y a otros no. Optar es necesario en el conocimiento para proseguir líneas de investigación que, tanto por sinceridad personal como por limitación también personal, deben ser arriesgadas: audaces fortuna iuvat! La fortuna ayuda a los osados, es aliada del saber ya que su 10 desarrollo no es ni lineal ni continuo: el saber da saltos. Hay que reconstruirlo y puede, entonces, dar una imagen de continuidad y casi de monotonía. Pero su logro es una aventura que implica hacer valoraciones arriesgadas. Implica hacer, como ha señalado Arana en su obra Los sótanos del universo (Arana, 2012: 23-24), una «epistemologíadel riesgo». Pretendo mostrar cómo ha surgido una estructura tan compleja como la subjetividad humana. Compleja y delicada puesto que muchos humanos, aun poseyéndola, no logran desarrollarla existencialmente ni encajar armónicamente sus partes en el equilibrio en el que se dice que se ha alcanzado la madurez y la salud psicofísica. En este contexto afirmo que el ser humano no puede entenderse solo desde un punto de vista especulativo. Las veces que se ha intentado describir la estructura humana independientemente de la experiencia ha acabado siendo demasiado estrecha y ha dejado fuera a muchos individuos que la historia ha ido incorporando a medida que la noción de humanidad se ha ampliado. Por ello no hay que construir especulativamente la humanidad sino aceptar lo humano tal y como aparece en su mostrarse empírico. Por motivos distintos, más epistemológicos que prácticos, tampoco debe dejarse el análisis de lo humano al «hecho» humano. También los datos son demasiado particulares para explicar las diferencias sin que exista una teoría que los valore. Hoy existe una enorme cantidad de ellos en paleoantropología, antropología sociocultural y en psicología evolutiva humana, pero ¿cómo concluir una teoría sobre el lenguaje o el nacimiento de la psique? Esa explicación no puede darse completamente a partir de la experiencia porque entonces careceríamos de teoría alguna que guiara la búsqueda de los datos. Los filósofos de la ciencia se han esforzado en los últimos cuarenta años en desmontar el argumento positivista según el cual toda teoría se corresponde exactamente con un conjunto dado de experiencias y nada más que con ellas. La ciencia necesita de la experiencia como fuente, pero va más allá si no quiere hacerse explicativamente pétrea. Necesita de principios teóricos que aviven la relevancia de los datos. Tiene que explicar cada vez más en el esfuerzo incesante de avanzar un poco en nuestra comprensión del universo, de la vida y del ser humano. Asumiendo la condición finita de la ciencia se reduce la gravedad del llamado «problema de la inducción». La teoría se plantearía así, además de como valoración de hechos, como programa de investigación que se atreve a proponer metas más allá de los acontecimientos con la finalidad de probarse a sí misma y de acrisolar sus propias interpretaciones. Teoría y experiencia tienen que conjugarse. Pero ni la filosofía es especulación ni la ciencia, dato objetivo. Ambas se requieren una a otra de tal forma que, en el conocimiento de frontera, sus límites se difuminan y les es permitido colaborar trascendiendo los terrenos administrativos que se esfuerzan por parcelar el conocimiento en áreas que se han mostrado estériles para contenerlo. En ese sentido cabe decir que existen muchos datos sobre lo humano, pero que posiblemente esos datos no cuenten con una filosofía a la altura de las circunstancias. En los últimos años han proliferado libros de divulgación que han hecho interpretaciones fantasiosas de lo humano partiendo de descubrimientos muy pequeños. Es tarea de la filosofía llamar a la calma y augurar un 11 buen porvenir a la antropología si sabe derivar, por apelación a la lógica, las conclusiones adecuadas de los hechos adecuados. Es, por ejemplo, imaginativo decir que el neandertal tenía lenguaje porque así se deriva de la estructura de su hueso hioides. O que tenía sentimientos religiosos y creencias en el más allá porque enterraba a sus muertos. Hay que partir de un panorama más amplio tanto para el lenguaje como para la religión que haga creíbles la naturaleza antropológica completa de esos datos: ampliarlos al conjunto total de sus condiciones de aparición. Ni datos ni teorías faltan para ello, pero hay que dar a cada una de ellas su lugar en la construcción del saber. Hay que ofrecer, en una mezcla de teoría y dato, una idea del origen de lo humano que componga un marco suficientemente amplio. Ciertamente tendremos que acudir a su origen biológico porque el ser humano es un animal. Pero no es un animal más. Ninguno lo es. Aunque al menos se concluyera que es tan especial como los otros, me empezaría a dar por satisfecho ya que parece que su singularidad se quiere diluir en los medios de comunicación y en las publicaciones divulgativas mientras que se dispara la importancia de los grandes primates, de los delfines o de los cuervos. Sostener eso es tan injusto para el hombre como para los grandes primates ya que así se desdibujan unas fronteras que podrían estar claras si por una vez se insistiese en lo que nos separa y no solo en lo que nos une; si por una vez se buscara establecer la división más que la confluencia: la diferencia más que la evidente unidad en la que coincidimos. El ser humano es un animal que posee una estructura que está llamada a la realización existencial como individuo específico dentro de una comunidad universal que —como sujeto ético— está encargada de cuidar del resto de los seres del mundo. Y las condiciones que permiten eso son más enjundiosas de lo que a primera vista podría parecer. El libro gira en torno a sus especificidades, a cómo se origina una estructura viviente particular en su diferencia con el resto de los seres vivos. Aspira a comenzar a responder la pregunta por la génesis humana. Textos que traten la cuestión hay ya suficientes, pero espero que al final se vea que el punto de vista global con que se la aborda aquí justifica su existencia en el mercado editorial como material para seguir pensando. La estructura de la subjetividad humana ha necesitado de millones de años para formarse. Y no solo consiste en un perfecto ajustamiento superviviente a su medio, sino en una separación de él que posibilita crear técnicas que lo hacen trascender de un lugar concreto y le dan potencias para sobrevivir en muchos ambientes a priori inhóspitos. No solo la supervivencia es la clave de su éxito sino el conocimiento de la objetividad y que pueda emplearla para bien y para mal. Además de la conciencia técnica o la conciencia especulativa, el ser humano está siendo caracterizado por numerosos autores por su conciencia ética. No solo por hacer aviones o ciencia se conoce al ser humano. También porque es el único que puede hoy por hoy hacerse cargo del mundo en un proyecto que salve al propio mundo o, en caso contrario, condenarlo a su desaparición. Y eso no puede esperarse de otras especies. Tampoco de las especies de primates ya que, lamentablemente y de forma contraria al humano mismo, están al borde de la extinción. Esa esperanza recuerda al mito de Pandora, que es como concluye la visión del ser humano que tuvieron los iniciadores de Occidente: un ser que necesita de la técnica del fuego para sobrevivir puesto que es un 12 animal indeterminado; una técnica que le es robada a los dioses y que aparece como la chispa divina de su inteligencia; una técnica que puede ser destructora pero que, si el hombre abre los ojos, puede utilizar para el cuidado universal, para la esperanza en un futuro mejor. Esta obra tiene un conjunto de supuestos que necesitan hacerse explícitos para no crear malentendidos. Quiero dar liebre por liebre... o gato por gato. El primer supuesto es que no comparte la hipótesis reduccionista que puede lícitamente derivarse del darwinismo. Pero el darwinismo es mucho más que eso y admite otras posibilidades no reduccionistas, como ha puesto de manifiesto T. Nagel en su obra La mente y el cosmos (2014). Mis planteamientos son diferentes de los del filósofo norteamericano porque quieren construir teorías alternativas al materialismo naturalista, pero coinciden en lo esencial con la pars destruens que realiza ese libro: hay hipótesis tan válidas como la naturalista que pueden derivarse de la teoría de Darwin para hacer a su vez una teoría omnicomprensiva —filosófica— del universo. El segundo supuesto es el realismo: la mente es capaz de derivar reglas, normas y valores de los hechos que observa y hacerlo con objetividad. Si aplicamos esa tesis al mundo de la antropología, se quiere decir que estelibro no comparte las tesis del relativismo cultural. Difiere de la filosofía que admite que toda cultura y toda expresión humana es relativa... menos la filosofía relativista que sostiene esos argumentos y que es también un producto cultural. El relativismo, y la irreferenciabilidad cultural que sostiene, comportan posiciones ontológicas y éticas que impiden la búsqueda de un panorama metacultural sin el que no se puede establecer una objetividad universal. En el campo ético, además, esa posición contempla el valor absoluto de la cultura sobre las personas que lo componen y justifica políticas que hacen sufrir a aquellos que las forman. Doy prioridad a las personas sobre las culturas y sostengo una filosofía derivada de la objetividad humana que es compatible con el reconocimiento de lo que podríamos llamar ahora su «dignidad», dejando para un punto posterior —el final— la justificación de qué puede significar eso. Asumo que es posible la búsqueda de un programa metacultural orientado hacia el establecimiento de una verdad objetiva sobre lo humano y sus productos culturales. Objetivo sin duda «inalcanzable», porque el ser humano mismo va siempre más allá de sus productos particulares. Se crea en la historia y saca de su espíritu cosas nuevas que lo hacen radicalmente inaprensible. El ser humano siempre estará «más allá» de lo que sepamos de él. Un tercer supuesto es que la especificidad de lo humano difiere de la de los otros seres vivos. Parece una obviedad decirlo, pero no lo es ya que se viene intentando por parte de los programas naturalistas —y aquí sí habría que incluir la postura de Darwin en El origen del hombre— demostrar que la diferencia entre el simio y el ser humano es de grado y prácticamente irrisoria y no contempla un salto cualitativo. Las últimas tendencias biológicas pretenden eliminar la noción de especie estableciendo en su lugar un continuum aunque, al final, acaben concluyendo que algo de eso que llamamos especie hay. Esas investigaciones acuden para demostrar la continuidad simio-humano a la línea divisoria donde el culmen del simio se une a lo ínfimo humano. En esas fronteras 13 creo que entramos en el atardecer en que todos los gatos son pardos. Sostengo que la comparación debe hacerse no entre máximos de simios y mínimos de humanos sino entre máximos de los dos para que pueda verse no solo su confluencia sino particularmente su diferencia. O, al menos, me conformaría con ello, entre estándares de conducta medios que pongan de manifiesto lo que los simios pueden hacer en estado natural y los seres humanos suelen hacer en su estado cultural habitual. Un cuarto supuesto es que se diferencia entre lo que el ser humano es y aquello otro que puede ser. Lo primero consiste en la posesión de los elementos de la subjetividad que de por sí nos constituyen como humanos. Hay una estructura de la subjetividad humana. Lo segundo implica una realización existencial que es muy compleja y que admite muchas modulaciones culturales y éticas. En ese sentido, distingo entre «ser» humano y «estar existencialmente realizado» como humano. Ambas cosas son diferentes: una obedece a categorías ontológicas que nos hablan de unos componentes cuya presencia nos hace humanos y que son los que nos confieren —adelanto ya mi posición— «dignidad»; otra incluye elementos epistemológicos y existenciales que hacen que la integración de esos componentes en una unidad dinámica y realizada se convierta en un hecho que nos hace tener o no tener «méritos». Con estos cuatro supuestos voy a funcionar y solo voy a justificarlos de forma parcial. Se tiene que comprender que justificar completamente solo uno de ellos implicaría la totalidad de una obra de más envergadura. Esta no es una obra de fundamentos sino de valoración de las perspectivas actuales de los orígenes de lo humano, aunque como filosófica que es apunte a los fundamentos sobre los que esa valoración se sostiene. Diciendo esto, libre es el lector de seguir con la lectura pues dispone de la libertad de su tiempo para seguir mis argumentaciones o dirigirse a otros escritos que pueda considerar más provechosos. La obra en sí obedece a un reto teórico: recoger el guante arrojado por el zoólogo Desmond Morris en el prólogo al libro de Frans de Waal La política de los chimpancés (Waal, 1993: 14). Allí dice: Aquellos que han intentado siempre colocar a nuestra especie en un pedestal acostumbran a buscar distinciones del tipo «blanco o negro» entre nuestras cualidades y las de los simios. Los seres humanos son artísticos; los simios no lo son. Los seres humanos construyen herramientas; los simios, no. Los seres humanos tienen lenguaje; los simios, no. Los seres humanos son políticos; los simios, no. No nos basta con ser mejores que otras especies en este tipo de cosas; para satisfacer el ego de los filósofos, la diferencia tenía que ser de todo o nada. Después de decir esto, Morris continúa desmontando la teoría del filósofo antropocéntrico remitiéndose a sus experimentos para demostrar los principios estéticos del chimpancé, al descubrimiento de Goodall de que los chimpancés usan y construyen herramientas, a los experimentos de los Gardner por los que se enseñó usos lingüísticos a un chimpancé y al propio libro de De Waal en el que se expresa las relaciones políticas de los simios. Pero hay muchos otros que no colocan al hombre en un pedestal sino que, poniéndolo en continuidad con la naturaleza, piensan que las distinciones que hacen los gradualistas corresponden a un uso metafórico e impropio de «estética», «herramienta», 14 «lenguaje» y «política» y que sí existe —contrariamente a ese uso— una diferencia de todo o nada en sentido propio. Examinar esta idea requiere no frases lapidarias sino un análisis detenido. Toda la obra, como ya se ha dicho, quiere exponer las bases de ese análisis para postular que en el ser humano se da una novedad tan grande respecto de los animales como de la planta al animal. Ya se sabe que las fronteras son borrosas y confusas —entre la planta y el animal también lo son— pero la mejor de las pruebas es la frase «por sus obras los conoceréis». Además de referirnos a la evidente diferencia en hechos culturales se propone un análisis conceptual en el que se muestre el uso que se le da a esos complejos términos. Sin nombrarlo, el propio Frans de Waal responde a Desmond Morris diciendo: En cada uno de estos ámbitos [herramienta, lenguaje y política], los primates no humanos demuestran estar dotados de una enorme inteligencia, aunque no asimilen la información del mismo modo que nosotros. Por ejemplo, los sonidos emitidos por los simios que han aprendido un lenguaje reflejan pocos indicios, o ninguno, de que posean una gramática. La transmisión de conocimientos de generación en generación rara vez, o nunca, se lleva a cabo mediante una enseñanza activa. Y todavía se desconoce el grado de planificación y de previsión que intervienen en la carrera social de los monos y simios, en el caso de que las hubiera. Pese a esas limitaciones, no veo por qué hemos de evitar etiquetas como «cultura de primates», «lenguaje simio» o «política de chimpancés», siempre y cuando esa terminología señala similitudes fundamentales, sin que en ningún momento se postule una identidad entre la conducta simia y la humana (Waal, 1997: 272). Es tarea nuestra aclarar filosóficamente aún más esa posición. La estructura de la obra cuenta con seis capítulos. Uno dedicado a Darwin como marco introductorio. Otros cinco a la morfología, la cultura, las emociones, el intelecto y la voluntad en el ser humano. A lo largo de ellos contemplaremos la emergencia de la naturaleza del hombre en su diferencia específica. En esa diferencia, las categorías de naturaleza y de mundo son esenciales para contemplar la unidad de lo humano junto con las pluralidades que le son propias. La naturaleza es el entorno en el que el ser humano aparece; el mundo es el conjunto de mediaciones que crea y que le separan de la naturaleza. En el primer capítulo se hace un recorridosomero por la historia de la teoría de la evolución. Se destacan sus antecedentes, su formación madura con Charles Darwin y las derivaciones —ampliaciones y cambios— que ha tenido desde que el naturalista inglés la formuló en 1859. En el capítulo se expone la capacidad de la teoría de explicar una gran cantidad de fenómenos con mecanismos aparentemente sencillos. Tiene las virtualidades de las grandes teorías científicas. Pero una cosa es la teoría biológica de la evolución y otra la formulación de una filosofía de la evolución que quiere aplicar los mecanismos que funcionan en un ámbito de realidad a todos los demás. Una cosa es la biología evolucionista y otra el paradigma omnicomprensivo evolucionista. Uno es ciencia, el otro es filosofía. Uno tiene suficientes bases empíricas, el otro es un programa de investigación a desarrollar experimental y especulativamente. Los planos no deben confundirse. El segundo capítulo se enfrenta a la determinación de la morfología humana. Es obvio que en la formación de la corporalidad humana influye —en una relación dialéctico- 15 reflexiva— el orden cultural. Pero debido a las limitaciones de nuestra comprensión es conveniente separar esos procesos por mor de claridad. En ese sentido destacan en el ser humano la presencia de los fenómenos del bipedismo y de la posesión de un instrumento como la mano. Determinar ambas características y explorar sus consecuencias es una tarea esencial para aclarar notas que caracterizarán lo humano en su proceso de desarrollo. El capítulo está comprometido con la «génesis» de la corporalidad humana y, por ello, presenta en síntesis un breve esbozo de las diferentes especies de homínidos que pueden hoy por hoy decirse que forman parte de nuestra historia evolutiva. El tercer capítulo gira en torno a la aparición y desarrollo de la cultura humana. En él se determina lo humano en sus diferentes expresiones simbólicas de técnica, norma y conocimiento teórico expresado en lenguaje. La explicación de cada uno de esos puntos interesa por las relaciones que puede tener con diferentes tipos de culturas o preculturas animales. ¿Cuándo una técnica, una norma o un tipo de comunicación es humano? En ese campo la polémica está servida y hay que ir con bastante cuidado para ser precisos porque, en concreto, una de las acusaciones que se ha hecho a los defensores de un salto esencial ha sido su precipitación por determinar la diferencia más característica entre primate y humano en aspectos que después la investigación empírica ha demostrado que no eran tales: primero la diferencia está en el uso de herramientas, después en la construcción de herramientas, luego en otras que han llevado así a... fiasco tras fiasco. Posiblemente la precipitación se deba a una falta de finura filosófica además de carencias de tipo observacional. Y es que el abismo es tan grande en algunos aspectos que se presume con un optimismo desmedido que se puede encontrar fácilmente la distinción. Es una presunción que se paga con el descrédito de la teoría global que lo sostiene. El cuarto capítulo versa sobre la emotividad y sus orígenes biológicos, así como las derivaciones culturales que ha tenido. La emotividad tiene originariamente una finalidad de respuesta ante estímulos del medio y, en consecuencia, sus expresiones pueden reducirse a esa función. Para el estudio de esas expresiones se ha acudido a diversas fuentes, comenzando con el magnífico libro que Darwin dedicó al tema. Dentro de la cuestión, y precisamente por cumplir funciones en su mayoría biológicas, puede decirse que existe una universalidad en la expresión humana del sentimiento aunque exista también una variación reforzada por la cultura a la que se pertenezca. Ahora bien, en el propio capítulo se admite que también en el ámbito de la emotividad hay diferencias esenciales entre el ser humano y el resto de mamíferos: se sostiene que hay emociones propiamente humanas que son reflejo de una intencionalidad consciente determinada, así como de un ejercicio también determinado de la libertad. El capítulo quinto es esencial al tema que nos ocupa porque desde antiguo se ha sostenido que el intelecto es una facultad «superior». Cumple funciones evolutivas, sirve para sobrevivir en un uso práctico de la inteligencia teórica, pero no queda reducido a ellas ya que el «uso» de los materiales se convierte en búsqueda de la objetividad que da lugar al conocimiento abstracto y que hace nacer, entre otros fenómenos, a la ciencia y al conocimiento humano en general. Justifica lo «inútil» del saber puro. El conocimiento de la objetividad transporta, además, a lo humano al ámbito de la ficción. El conocimiento 16 no se limita a las cuestiones del mundo de lo real sino que se abre a universos alternativos en los que puede vivir: no solo lo real, sino la posibilidad de realizar lo utópico o la visión de lo imaginado fantasioso en lo que se puede habitar lúdicamente. En ese conocimiento consciente se lidia también la estructura de la subjetividad y la configuración de lo que podríamos llamar —y se ha llamado— una «existencia auténtica». El ser humano, por decirlo así, se la juega en la interpretación que hace de sí mismo. De esa forma abrimos el panorama de lo humano a la fenomenología existencial y a la hermenéutica. En ese capítulo pasamos de la consideración de los programas naturalistas de lo humano a la «comprensión» que de lo humano construye la ciencia social y, en especial, el conocimiento que la antropología filosófica hace de él. El capítulo sexto nos lleva a la cuestión de la voluntad y de su producto más controvertido: la libertad. Comienza con una determinación de los diferentes sentidos de libertad para, en segundo lugar, entrar en diálogo con las posturas que niegan la existencia real de ese fenómeno. Respecto a la importancia que la voluntad tiene en lo humano se aborda la cuestión de la objetividad del valor como instancia en la que se supera lo meramente biológico: así como la objetividad en el conocimiento lleva a la formulación de la verdad, la búsqueda de la objetividad respecto de la voluntad lleva al descubrimiento del bien. De lo bueno, y no solo como útil para la vida, sino como guía para alcanzar la excelencia de lo humano. En ese sentido acudimos a la superación de la verdad teórica en un concepto de verdad «que se hace» —una verdad práctica— y en la que, propiamente, consiste la determinación de lo humano, es decir, hacerse biográficamente en las condiciones históricas y biológicas que, obviamente, debe asumir. Como conclusión apelamos a un concepto de dignidad humana que es en lo que reseñamos la «singularidad» frente a cualquier otra instancia animal. Se hace un uso técnico y no espontáneo del término «dignidad» porque no se dice que el animal carezca de ella en un sentido inmediato. No se puede sostener esa especificidad de forma apriorística y general —prejuiciosa— sino como consecuencia del análisis de las características principales de lo humano. Creo que, en ese sentido, la tarea que se ha realizado puede ser un inicio para establecer los fundamentos de una antropología «humanista» sobre la base del conocimiento del hecho —también del hecho biológico— humano. Muchos de los conceptos y análisis que se han vertido en esta obra han sido expuestos, y en algunos casos desarrollados más extensamente, en foros académicos de diferentes puntos de España y en las clases de Grado y Máster en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla. Tengo que agradecer a los colegas y alumnos que los han escuchado todas las aportaciones y críticas que me han hecho y que han servido como estímulo para mejorar su contenido. En particular, quiero agradecer la lectura detenida que han hecho del manuscrito los profesores Juan Arana y Francisco José Soler. Ellos y otros colegas llevamos años debatiendo sobre las relaciones entre ciencia y filosofía en el Seminario Permanente «Naturaleza y libertad» de la Universidad de Sevilla. Muchas de esas discusiones se han abierto a intelectuales de diversasramas del conocimiento en 17 los simposios, que se vienen celebrando ininterrumpidamente desde el año 2008 en Sevilla, y en la revista que se publica desde entonces con ese mismo título. Es un privilegio contar cotidianamente con sus puntos de vista y honrarme con una amistad que no es condescendiente cuando se manifiestan discrepancias en el ámbito teórico. 18 Capítulo 1 El caso Darwin El ser humano es un viviente, una forma de vida con base en el carbono. La clasificación biológica lo encuadra dentro de los mamíferos, de los primates hominoideos. Es un ente biológico que está regido por los mismos procesos bioquímicos y genéticos que el resto de los seres vivos: no tiene ningún componente químico especial —ningún «antropógeno»— y está inserto en el ciclo de «nacer-crecer-reproducirse- morir» como los demás vivientes. Eso no quiere decir que no pueda desarrollar funciones transbiológicas ni perseguir fines que superen el ámbito de la supervivencia individual o específica: es capaz con sus acciones de transgredir la biología con actividades como huelgas de hambre, celibatos o suicidios. A pesar de no haber ningún «antropógeno» se ha dicho que nuestra era es el «antropoceno». Ello constituye una paradoja que es el quid de la cuestión. Ese problema causa un asombro que es el comienzo del pensar sobre el hombre en nuestro tiempo. Para comprender en profundidad esa tesis y ponerla en su lugar preciso voy a explicar «sucintamente» en este capítulo los mecanismos de la evolución de las especies. Ver sus ventajas y también sus limitaciones. No sé si David Hume merece —como aspiraba— el título de Newton de las Ciencias Morales, pero es indudable que Darwin merece el de Newton de las Ciencias Biológicas porque propone un conjunto de principios sencillos que unifican la experiencia observable de la vida. Por eso es necesario detenernos en él, porque es como la dama en el ajedrez: la pieza fuerte del tablero a la que acuden todos —naturalistas y no naturalistas— pidiendo ayuda y buscando refugio. Tener una idea clara de lo que Darwin sostiene precisará mucho las aspiraciones de este libro. La afirmación de que el ser humano ha aparecido por procedimientos de selección natural nos pone en nuestro sitio, aunque nuestra propia constitución nos ha hecho trascender el nicho ecológico al que el resto de los seres vivos están ajustados. El asunto a debatir es si esos procedimientos de selección llevan al ser humano a aparecer por simple azar o bien si la naturaleza viva manifiesta cierta tendencia hacia la aparición de la conciencia. Y en el segundo caso habría que preguntar cómo es posible que sea así y qué consecuencias se derivan de ello. El pensamiento de Darwin parte del hecho de la vida y no pretende explicar su aparición. Desde las formas primigenias de vida se produce una proliferación de otras que se han ido haciendo más complejas con el paso de los tiempos. Esta idea singular recorrerá un largo camino hasta que se determinen los mecanismos por los cuales se realiza. 1. Antecedentes biológicos de la teoría de la evolución Aunque Charles Darwin se mostró reticente a aceptarlo, lo cierto es que la teoría de la evolución «estaba en el ambiente» mediado el siglo XIX. Darwin tuvo razón al no conceder que una espera o una búsqueda supongan un resultado inmediato. También está 19 en el ambiente desde hace más de un siglo la búsqueda de una teoría de campo unificado y hasta ahora los resultados son muy pobres. Una cosa es que seamos conscientes del problema y otra distinta que estemos cerca de su solución. Pero la idea misma de una complejidad de formas surgiendo de otras más simples es en sí misma plausible y, por ello, es lógico que se mostrara como una seria alternativa al fijismo que afirmaba la inmutabilidad de las especies y a la teoría fijista creacionista que sostenía que el Creador hizo a las especies de forma separada, cada una aisladamente. Ahora bien, lo importante no es solo postular esa idea sino explicar los mecanismos por los cuales se realiza. Y ese es el logro de Darwin. La idea en sí misma —no los mecanismos— puede ser rastreada desde muy antiguo en la historia del pensamiento occidental. Recordemos a Plutarco, que afirmó lo siguiente de la doctrina de Anaximandro: Dice además que el hombre, originariamente, surgió de animales de otras especies, porque las demás especies se alimentan pronto por sí mismas, y solo el hombre necesita de un largo periodo de crianza. Por ello, si originariamente hubiera sido como es [ahora], no hubiera podido sobrevivir (D.-K. 123 A10 Ps. Plutarco, Strom., 2). Y, para confirmar que no solo los antiguos tuvieron tan «extravagantes» ideas sino que también las encontramos en el inicio de la modernidad, citaré al filósofo francés Descartes que, en la quinta parte de su Discurso del método, dice lo siguiente: No quería, sin embargo, deducir de todas estas cosas que este mundo haya sido creado del modo que yo exponía, porque es mucho más verosímil que desde el principio lo hizo Dios tal como debía ser. Cierto es, no obstante —y esta es una opinión admitida generalmente por los teólogos—, que la acción por la que hoy lo conserva es la misma por la que lo creó; de manera que si al principio no le hubiera dado más forma que la del caos, con haber establecido las leyes de la naturaleza y haberle prestado su concurso para obrar como ella acostumbra, se puede creer, sin menoscabo del milagro de la creación, que todas las cosas que son puramente materiales hubieran podido, con el tiempo, llegar a ser como ahora las vemos. Y su naturaleza es mucho más fácil de concebir cuando se ven nacer poco a poco de esa manera que cuando se consideran ya hechas del todo (Descartes, 1979: 118-119). La prevención que Descartes muestra al principio del texto, planteando su forma de explicación como una posibilidad entre otras e incluso un escalón por debajo en verosimilitud, está más que justificada por la solera que durante siglos adquirió el argumento de que era más conveniente a la inmutabilidad divina que crease todas las cosas perfectamente constituidas y de una sola vez, con el único límite de que al ser temporalmente contingentes unos individuos deberían dejar paso a otros. Dios crea las primeras formas de todas las especies perfectamente constituidas para que se reproduzcan y perpetúen en el tiempo. Ese argumento —que puede tener cierta razón, qué duda cabe, si el ser humano pudiera decirle a Dios cómo tendría que ser su creación — fue la causa de que los argumentos «seminales», aquellos que establecían que al principio existirían como semillas desde las cuales irían surgiendo la totalidad de los seres vivos, fueran arrinconados por la corriente de pensamiento dominante. Argumentos queridos por los estoicos, por san Agustín o por san Buenaventura o el propio Malebranche. Solo con Darwin ese argumento de conveniencia teológica dejará de tener la fuerza que se le asignaba porque sir Charles muestra —en paralelo— la del argumento evolutivo y cómo no es ni mucho menos contraria a la actuación de un Dios omnisciente. 20 De hecho es así como acaba su obra magna El origen de las especies: Es interesante contemplar un enmarañado ribazo cubierto por muchas plantas de varias clases, con aves que cantan en los matorrales, con diferentes insectos que revolotean y con gusanos que se arrastran entre la tierra desnuda, y reflexionar que estas formas, primorosamente construidas, tan diferentes entre sí, y que dependen mutuamente de modos tan complejos, han sido producidas por leyes que obran a nuestro alrededor. [...]. Hay grandeza en esta concepción de que la vida, con sus diferentes fuerzas, ha sido alentada por el Creador en un corto número de formas o en una sola, y que, mientras este planeta ha ido girando según la constante ley de gravitación, se han desarrollado y se están desarrollando, a partir de un principio tan sencillo, infinidad de formas, las más bellas y portentosas (Darwin, 1921). Descubrir, no la posibilidad de una derivación de formas unas provenientes deotras, ya que está presente desde antiguo, sino ese principio «tan sencillo» por el que esa derivación se produce es resultado de una aplicación portentosa y dificilísima a las ciencias de la naturaleza. Esa sencillez, según establece Darwin, es absolutamente compatible con la omnisciencia del Creador. Una posición, por cierto y conforme a lo que argumento, que volvería a recuperar con el tiempo los motivos seminales en detrimento de los fijistas. Es un principio sencillo. Sencillo sí, cuando está ya descubierto, como el huevo de Colón, pero antes... ¿quién era capaz de sospecharlo siquiera? Antes de Darwin los argumentos dominantes giraban, como ya se ha dicho, en torno a la creación de especies de forma aislada. Ese es el tipo de creacionismo en contra del cual se muestra Darwin y no contra la posibilidad de que Dios sea creador de una naturaleza que se desenvuelve desde unas leyes dadas por Él. Antes de Darwin los argumentos creacionistas eran principalmente justificados a través de la doctrina aristotélica del hilemorfismo. Según ella, en el acto de generación los seres vivos transmiten la forma completa a sus descendientes y esa forma sustancial permanece idéntica a lo largo del tiempo y no puede estar —como idea inmutable que es— sometida al cambio derivado de circunstancias contingentes. Sobre Aristóteles, la filosofía cristiana argumentó que las ideas y la materia que las contenía eran objeto de creación por parte del Agente Divino. En eso Darwin no entra como científico aunque, como hemos indicado, no lo excluye como posibilidad filosófica. El científico puede quedarse en su investigación particular; el ser humano, no. Por ello tiene necesidad de plantearse las cuestiones de principios aunque tenga que concluir que se establecen de forma hipotética para interpretar según ellas los datos de los experimentos de los científicos. Ahora bien, hagamos constar que una cosa es el tema del origen del mundo o el origen de la vida y otro muy distinto, cómo evoluciona la vida una vez dada. Darwin se ocupa como naturalista solo de la última cuestión. Entrar en las primeras sería convertir el mecanismo darwinista en una filosofía global que intenta explicar el surgimiento de todo ya sea desde la mente divina o desde la materia. En los últimos tiempos se ha insistido sobre todo en la versión naturalista intentando identificar los principios de la ciencia con los del reduccionismo materialista lo que, a todas luces, son cosas diferentes. El reduccionismo materialista es un postulado filosófico o incluso teológico, no científico, de la misma manera que lo es la creencia en una mente creadora. Tanto una como otra opción pueden ser racionalmente concebidas como más ventajosas 21 o más verdaderas, pero nunca como un hecho que no sea susceptible de valoración y haya que acatar de forma irrenunciable. El naturalista sueco Linneo, una de las cumbres de la ciencia en la edad moderna, se hace cargo de la doctrina aristotélica al establecer como fundamento de sus taxonomías la definición de la especie biológica apelando al género próximo y a la diferencia específica. Está claro en esta figura que la posición de Aristóteles no era infecunda. Es más, en su ámbito de clasificación, es fecundísima. Ahora bien, además de por su fecundidad, hay otros criterios por los que se determina que una teoría es mejor que otra... y resultaba que la teoría creacionista derivada del fijismo aristotélico era en exceso compleja al tener que intervenir Dios constantemente en el mundo físico-natural para repoblar de especies aquellas que la naturaleza se encargaba de extinguir, en ocasiones masivamente. Esa complejidad se ve, por ejemplo, en la teoría de las catástrofes del naturalista francés G. Cuvier: ¿por qué tener que hacer intervenir a Dios cada vez que haya un cataclismo que ponga en peligro las especies vivas?, ¿tiene que estar Dios recreando lo que su propia obra —el mundo físico— destruye? ¿No implicaría eso un enmendarse la plana de Dios mismo respecto de sus propios designios? La teoría de las creaciones sucesivas muestra que el creacionismo es demasiado complejo, pero aún no tenía alternativa en la época y por eso la teoría de Cuvier resultaba una buena teoría ya que sostenía una tesis que unificaba los datos aportados por la geología y la paleontología. El primer trabajo que expone con detenimiento un conjunto de mecanismos por los cuales se produciría la transformación de las especies es la Filosofía Zoológica (1809) de Lamarck, padre del llamado transformismo biológico. Según la teoría transformista la naturaleza es un todo continuo en el que lo superior surge de lo inferior y donde la vida surge de la materia inanimada por generación espontánea. Recordemos de nuevo que esa polémica cuestión del origen de la vida es distinta del mecanismo por el cual se generan unas especies de otras. Ciertamente la generación espontánea es un «cajón de sastre» en el cual cabe todo o, dicho claramente, es una explicación que no explica nada en tanto que se limita a hacer el aserto de que algo aparece sin causa. La explicación se hace atendiendo a las causas, por lo que si estas están ausentes significa lo mismo que carecer de explicación. Por ello dejemos la generación espontánea como origen de la vida a un lado y veamos los mecanismos evolutivos que establece el caballero francés una vez que la vida está dada, puesto que sí tienen un interés muy especial y son realmente los que estructuran la idea de la procedencia de unas especies desde otras. A su juicio esos mecanismos se articulan en la siguiente secuencia: 1) todo cambio mantenido en las circunstancias opera en las razas un cambio en las necesidades; 2) todo cambio en las necesidades provoca actos nuevos para satisfacerlas y, por tanto, un cambio en las costumbres; 3) el cambio en las costumbres mueve a emplear partes poco utilizadas que se desarrollan e incrementan y a emplear nuevas partes que la necesidad hace nacer por los esfuerzos de la sensibilidad interior; 4) esas modificaciones adquiridas se transmiten por herencia. Hay que reconocer que esa secuencia está bien pensada, aunque esconde oscuridades 22 derivadas de su carácter especulativo. Este era su problema. La doctrina de la creación de especies separadas no necesitaba una réplica especulativa sino una teoría comprobable. Resulta demasiado oscuro eso de los «esfuerzos» de la sensibilidad interior. Además, por entonces, se desconocían los mecanismos —que no la idea, puesto que es evidente que los hijos se parecen a los padres— de la herencia. A pesar de ello, el transformismo lamarckiano resultaba enormemente interesante: el propio Darwin asumió ciertas ideas suyas que hoy en día están siendo rehabilitadas. 2. El «sencillo» mecanismo de Darwin Un mecanismo sencillo puede requerir que se den muchas condiciones previas para formularlo. Así ocurrió en el caso de Darwin. Por ejemplo: la datación geológica según la cronología bíblica que se realizaba en el XIX hacía imposible sostener una evolución de las especies ya que los seis mil años calculados para la tierra hacen que tenga que ir a un ritmo tan vertiginoso que solamente estaría de acuerdo con un teleologismo determinista carente de todo error de cálculo. Y ni aun así cabría concebir su posibilidad, puesto que tendría que ser demasiado rápida durante un periodo corto y sufrir un parón precisamente cuando el ser humano empieza a registrar datos históricos. Es un dato observacional que los cambios se producen hoy en día de forma muy lenta. Pues bien, Darwin asiste al nacimiento de la geología como ciencia y lee su texto fundacional: la obra de Charles Lyell Principios de Geología (1830-1833). En ella, el geólogo inglés establece un principio que se rinde a los acontecimientos observables y que consiste —a grandes rasgos— en que todo cambio geológico en el pasado es similar en cuanto a duración a los que tienen lugar en el presente. «Actualismo» se llamó a esa teoría. Asumirla implica que la edad de la Tierra debe de ser enorme, ya que fenómenos como la erosión,la sedimentación y, en consecuencia, la estratificación son sumamente lentos. Esa idea funciona como condición de posibilidad de cualquier intento transformista: deja tiempo suficiente —o al menos lo aumenta— para que la evolución cuente con periodos enormes para producirse. Pero una condición de posibilidad tiene que ser secundada por hechos observables para que sirva de algo. Darwin, naturalmente predispuesto a la observación natural y al coleccionismo desde la infancia, tuvo la oportunidad de recoger hechos innumerables en la travesía que realizó a bordo del Beagle (27 de diciembre de 1831 a 2 de octubre de 1836). Sus observaciones fueron globales: geológicas, paleontológicas, botánicas y zoológicas. Poco a poco, yendo del dato a la teoría, le van surgiendo intuiciones que se esfuerza por demostrar con todavía más datos. Para ofrecer algunos ejemplos de cómo sus observaciones le hacían pensar voy a acudir a unos pocos textos de su Diario del viaje de un naturalista, que es sin duda uno de los libros de viajes más fascinantes que se hayan escrito. El cruzamiento del toro ñata con la vaca común, o al contrario, produce siempre tipos intermedios, pero con los caracteres ñatas muy marcados; según el señor Muñiz, consta con absoluta certeza, en contra de lo que creen comúnmente los ganaderos en casos análogos, que la vaca ñata cruzada con un toro ordinario transmita sus caracteres peculiares más enérgicamente que el toro ñata cruzado con la vaca común. Cuando 23 el pasto es bastante largo el ganado ñata pace con la lengua y el paladar tan bien como el ganado común; pero en las grandes sequías, cuando perecen tantas bestias, la raza ñata se halla en condiciones desventajosas, y desaparecería si no se la cuidase; porque el ganado vacuno común, así como los caballos, se sostienen recogiendo con los labios palitos y astillas de caña, cosa que los ñatas no pueden hacer bien por no juntarse sus labios, y, consiguientemente, sucumben antes que el ganado ordinario. Este hecho me impresionó por ofrecer un buen ejemplo de lo difícil que es apreciar por los hábitos de vida ordinarios en qué circunstancias puede producirse la rareza o extinción de una especie, cuando esas circunstancias se presentan solo en largos intervalos (Darwin, 2009: 154). Un ejemplo en el cual Darwin compara fósiles de especies extintas con otras actuales y semejantes —comparación necesaria para establecer una continuidad gradual y evolutiva a lo largo del tiempo— es el siguiente: La relación, aunque lejana, entre el Macrauchenia y el guanaco, entre el Toxodon y el Capybara; el parentesco, más estrecho aún, entre muchos desdentados extintos y los vivientes perezosos, hormigueros y armadillos, hoy tan eminentemente característicos de la zoología sudamericana; y las afinidades, mucho más acentuadas que las anteriores, entre las especies, fósiles y vivientes, del Ctenomys e Hydrochaerus, constituyen los hechos más interesantes. Todas esas relaciones se patentizan maravillosamente —tan maravillosamente como las que existen entre los marsupiales de Australia, fósiles y extintos— en la gran colección últimamente llevada a Europa, de las cuevas del Brasil, por los señores Lund y Clausen. En dicha colección se cuentan especies extintas de todos los 32 géneros, excepto cuatro, de los cuadrúpedos terrestres que ahora habitan las comarcas donde se hallan las cuevas, y las especies extintas son mucho más numerosas que las vivientes de hoy; hay hormigueros, armadillos, tapires, pecaríes, guanacos, zarigüeyas, junto con numerosos roedores, monos y otros animales sudamericanos, todos fósiles. Esta admirable relación, en el mismo continente, entre las especies muertas y las vivas ha de arrojar de aquí en adelante — no lo dudo— más luz sobre el aspecto exterior de los seres orgánicos de nuestro planeta y sobre su desaparición que cualquiera otra clase de hechos (Darwin, 2009: 179). En el aspecto geológico hace conjeturas que dan razón a los principios de Lyell, cuyo libro llevaba consigo por indicación de Henslow, su mentor en la Universidad de Cambridge, y que leyó al comienzo del viaje alrededor del mundo. El entendimiento no puede comprender, a no ser mediante un proceso lento, ninguno de los efectos producidos por una causa en acciones tan repetidas que el multiplicador mismo sugiere una idea poco definida, como la que pretende expresar el salvaje al señalar con el dedo los cabellos de su cabeza. Siempre que he visto lechos de cieno, arena y cascajo acumulados en un espesor de muchos miles de pies me he sentido inclinado a proclamar en voz alta que masas tan enormes jamás han podido ser reunidas por ríos y playas como los actuales. Mas, por otra parte, al oír el matraqueo atronador de estos torrentes y recordar que razas enteras de animales han desaparecido de la faz de la tierra, sin que en todo este periodo hayan dejado de avanzar chocando rumorosamente día y noche esas piedras, me he preguntado si habría acaso montañas o continentes capaces de resistir semejante desgaste (Darwin, 2009: 319). No hurtaré transcribir otro texto más, especialmente significativo, por lo que tiene de reconocimiento a la lentitud con que la tierra trabaja sus contornos y con el tiempo que cuenta la vida para su transformación. Ante la imagen de un bosque fósil, Darwin exclama: Poca experiencia geológica se necesitaba para interpretar la maravillosa historia que de pronto revelaban estos árboles, aunque he de confesar haberme sorprendido tanto el hallazgo, que apenas podía dar crédito a lo que tenía delante de los ojos. Vi el sitio donde el grupo de hermosos árboles balanceó en otro tiempo sus ramas sobre las costas del Atlántico, cuando este océano (retirado ahora 700 millas) llegaba al pie de los Andes. Vi que habían nacido en un suelo volcánico levantado sobre el nivel del mar, y que posteriormente esta tierra seca, con sus erguidos árboles, había sido sepultada en las profundidades del mar. En esas profundidades, la tierra, en otro tiempo seca, quedó cubierta por lechos sedimentarios, y estos, a su vez, por 24 enormes corrientes de lava submarina, una de las cuales tenía el espesor de 1000 pies, y estos diluvios de roca fundida y sedimentos ácueos se habían sucedido alternativamente por cinco veces. El océano que albergó masas de tal espesor debió de ser muy profundo; pero nuevamente entraron en juego las fuerzas subterráneas, y ahora contemplé el lecho de aquel océano formando una cadena de montañas de más de 2100 metros de altura. Y las fuerzas antagónicas que de continuo laboran en desgastar la superficie de la Tierra no suspendieron su actividad en este periodo: las grandes acumulaciones de estratos habían sido tajadas por numerosos y anchos valles, y los árboles, al presente convertidos en sílice, se alzaron en tierra seca volcánica, actualmente hecha roca allí donde en otro tiempo irguieron sus elevadas copas. Ahora este terreno se presenta como definitivamente estéril y desierto; ni siquiera el liquen puede adherirse a los moldes pétreos de los antiguos árboles. Por inmensos y apenas comprensibles que tales cambios puedan parecer, han ocurrido todos dentro de un periodo reciente si se le compara con la historia de la Cordillera, y la Cordillera misma es absolutamente moderna, si se la compara con muchos estratos fosilíferos de Europa y América (Darwin, 2009: 334). Esas ideas, junto con otras observaciones que el lector puede encontrar en las obras del biólogo inglés, le sugieren la posibilidad de una readaptación de unas especies en otras, especialmente cuando comprueba que se producen diferencias dentro de una misma especie debido al aislamiento geográfico. El caso de los pinzones es paradigmático y no me detendré —por demasiado sabido— a analizarlo aquí. La posteridad también considerará ese hecho como realmente importante para evitar un intercambio genético que es decisivo para que unos individuos no se crucen con otros y se constituyan como especies diferentes y separadas. De momento tenemos una condición de posibilidad y montones de datosjunto con intuiciones derivadas de la observación, pero todavía no hemos obtenido ningún mecanismo «sencillo» de transformación somática y de deriva hacia especies nuevas. La investigación de Darwin continuará después de su viaje y no parará de seguir estudiando la naturaleza, todavía sin un horizonte teórico formado en su cabeza. Dice así en su Autobiografía: Después de mi regreso a Inglaterra me pareció que, siguiendo el ejemplo de Lyell en geología, y recogiendo todos los datos que de alguna forma estuvieran relacionados con la variación de los animales y las plantas bajo los efectos de la domesticación y la naturaleza, se podría quizás aclarar toda la cuestión [de los mecanismos de adaptación]. Empecé mi primer cuaderno de notas en julio de 1837. Trabajé sobre verdaderos principios baconianos y, sin ninguna teoría, empecé a recoger datos en grandes cantidades, especialmente en relación con productos domesticados, a través de los estudios publicados, de conversaciones con expertos ganaderos y jardineros y de abundantes lecturas. [...]. Pronto me di cuenta de que la selección era la clave del éxito del hombre cuando conseguía razas útiles de animales y plantas. Pero durante algún tiempo continuó siendo un misterio para mí la forma en que podría aplicarse la selección a organismos que viven en estado natural (Darwin, 1993: 66). Hay mucho que comentar en este texto sobre cómo trabajaba Darwin, de su metodología investigadora, pero vayamos a su final y preguntémonos cómo se produce la selección en la naturaleza. No es fácil resolver el misterio de qué pasa en la naturaleza sin una inteligencia consciente que dirija el proceso. En el caso de la domesticación de animales y plantas está claro el agente del cambio: el ser humano selecciona qué ser vivo se cruza con cuál para que se produzca el resultado que considera mejor para sus intereses comerciales, estéticos o de la índole que sean. Pero, ¿y en estado natural, sin el hombre pastoreando y criando, siendo el hombre mismo producto de ese estado, qué es lo que produce la transformación? Pronto advierte Darwin que la clave en el mundo 25 domesticado es la selección y que algo similar debe de ocurrir en el mundo natural. Debe de haber una selección natural similar a la selección que podríamos llamar artificial, pero ¿cuál es su mecanismo? De esa duda vendrá a sacarlo una lectura realizada, en principio, por puro placer y que resultó más provechosa de lo que podía haber supuesto al iniciarla. Cuenta el propio Darwin: En octubre de 1838 se me ocurrió leer por entretenimiento el ensayo de Malthus sobre la población y, como estaba bien preparado para apreciar la lucha por la existencia que por doquier se deduce de una observación larga y constante de los hábitos de animales y plantas, descubrí en seguida que bajo estas condiciones las variaciones favorables tenderían a preservarse, y las desfavorables a ser destruidas. El resultado de ello sería la formación de especies nuevas. Aquí había conseguido por fin una teoría sobre la que trabajar (Darwin, 1993: 66-67). De nuevo la prudencia le lleva a no precipitarse por habérsele ocurrido una idea. Descubre «una teoría sobre la que trabajar». Un trabajo que le lleva más de veinte años hasta que ve la luz en forma de libro y ello porque otros investigadores menos puntillosos en la valoración y acumulación de pruebas le incitan a ello. El sencillo mecanismo de selección que emplea la naturaleza para formar especies nuevas después de prolongados cambios en el tiempo es la lucha por la existencia, por cuya virtud los más ajustados al medio tienen más posibilidades de sobrevivir que los menos ajustados a él: podrán vivir más, más sanos y tendrán más capacidad de reproducirse. Ese es el resultado cuando se produce el colapso del medio ambiente ante un exceso de población o debido a cambios del propio medio que hace que variaciones en algunos individuos hasta entonces inocuas o incluso desfavorables se tornen beneficiosas. Cabe precisar que la selección del más apto se produce de tres formas: cuando el ser vivo se encuentra más ajustado a las condiciones geográficas y al clima en el que vive, cuando sus condiciones físicas le hacen que salga favorecido en la competición por el alimento con otras especies (selección interespecífica) y, en tercer lugar, cuando sus cualidades le hacen triunfar en la competición por el alimento y la reproducción contra los miembros de su propia especie (selección intraespecífica). Ciertamente, este «sencillo» mecanismo no es el único que interviene en la constitución de nuevas especies, pero es al que Darwin concede mayor importancia y es el que, a la postre, va a ser su descubrimiento esencial. Es verdad que el naturalista inglés concibe que existe una cierta interiorización de los caracteres adquiridos que se acumularía y que se transmitirían por herencia. Es un claro dejo lamarckista, pero que está justificado por el desconocimiento de los mecanismos genéticos de la herencia que solo unos años más tarde de la publicación del El origen de las especies dará a conocer Mendel, concretamente en 1866. Otra cosa es que la escasa difusión de la publicación de los artículos del genetista hiciera que no llegase a conocimiento de la masa crítica de investigadores de manera inmediata y sus escritos tuvieran que ser redescubiertos en los albores del siglo XX, ejerciendo solo entonces una influencia decisiva para explicar ese mecanismo de transmisión hereditaria que en Darwin no queda nada claro. 26 3. Biología y filosofía de la evolución Qué pasa tras Darwin es algo bien conocido. Ya he indicado que el desconocimiento de los mecanismos concretos de la herencia dificulta la comprensión de cómo pueden producirse cambios en las generaciones siguientes. El propio Darwin intenta explicarlo de forma inteligente, pero sin los recursos que le hubieran dado algunos conocimientos de genética. Hay que asumir —sin caer en nominalismos extremos— que cada individuo es diferente de cualquier otro y que tiene una carga genética propia. Esa especificidad y la complejidad de su genoma permiten que se produzcan mutaciones que, en unos casos, se reflejarán en el fenotipo y en otros no, y se acumularán en el genotipo hasta acabar manifestándose de una forma u otra. Ese camino, que lleva desde el redescubrimiento de los estudios de Mendel por el holandés Hugo de Vries hasta la reformulación de los mecanismos de selección operada por la teoría sintética de la evolución en la década de los años 30 a 40 del siglo XX, es sumamente importante, porque va a marcar las tendencias contemporáneas en el evolucionismo biológico. En primer lugar, la teoría sintética de la evolución admite que el principal motor del cambio individual es la micromutación aleatoria que, cuando se ajusta al medio, es seleccionada de forma natural para mantenerse en las siguientes generaciones. Pero eso que parece tan «sencillo» engendra problemas que implicarán cambios en el modelo establecido por Darwin. Y es que, en segundo lugar, una sola mutación no tiene por qué implicar un cambio específico ni tampoco manifestarse de inmediato. Eso abre la puerta a que el gradualismo postulado por Darwin pueda ser cuestionado y que se planteen posturas alternativas como el neutralismo que propuso Kimura o el saltacionismo y el equilibrio puntuado que postularon, entre otros, Eldredge y Jay Gould, dando tiempo a que el cúmulo de cambios permanezca oculto hasta irrumpir de forma manifiesta y brusca. Y, además y como cuestión epistemológica importante, está el hecho de que el azar entre en juego. ¿Es un componente de la naturaleza o, sin más, y como Monod argumentaba, «la medida de nuestra ignorancia», en tanto que no habría indeterminación en la naturaleza sino solamente limitación de nuestro conocimiento, una limitación que nos impediría establecer la línea causal completa? El neodarwinismo es la teoría vigente hoy en ciencia biológica con la mutación aleatoria como estrella protagonista y la selección natural como aquella que tiene la última palabray, siguiendo con el símil fílmico, la que ejerce de crítica puntera sobre qué mutaciones permanecen y cuáles no. Cierto es que, en la frontera de la investigación, se plantean alternativas al exclusivismo de la transmisión de los caracteres por vía genética y se abren otras «epigenéticas» que tienen a Waddington como iniciador. O bien, como otra alternativa diferente, se explica cómo es la especie la última instancia de evolución y no los individuos de la especie. Eso es lo que se hace en la sociobiología que inició Wilson indicándonos cómo forman parte también del mecanismo evolutivo las conductas cooperadoras y no solo las competidoras. Y, en último lugar, el espectacular incremento en la investigación de la biología evolutiva del desarrollo (llamada evo-devo por sus contracciones en inglés) en detrimento de la tradicional genética de poblaciones. Cada uno de estos aspectos es importante para comprender el desarrollo histórico de la 27 biología tras Darwin, pero no lo es tanto en una obra comprometida con los orígenes del ser humano aunque tengamos que retomar algunas referencias a esas líneas al tratar de aspectos particulares de la antropología. Más me interesa el hecho transcientífico o metabiológico que consiste en hacer de la evolución una teoría general, una TOE (theory of everything), tomando la evolución como pauta metafísica primordial: el universo evolucionaría, la vida evolucionaría y el ser humano evolucionaría en un proceso continuo y reductible a lo anterior o —como alternativa teórica— discontinuo, novedoso e irreductible. Según ambas posturas, aunque muy diversas en sus presupuestos ontológicos, cada momento implica una emergencia de lo anterior pero, en un caso, se postula que algún día encontraremos los mecanismos de esa novedad y, en otro, que esa novedad es tan radical que no puede admitirse una explicación reduccionista porque lo esencial de cada instancia se da en ese aparecer y cabe establecer legítimamente la hipótesis de que no ha advenido por accidente ni por azar. Cada una de estas alternativas es riquísima y entraña toda una concepción del mundo que ya no es una «biología» de la evolución sino una «filosofía» de la evolución. Dentro del materialismo reduccionista podríamos encontrar las posturas de Jay Gould, Dawkins o Dennett; como crítico del materialismo reduccionista podemos citar a Nagel, aunque no formula una pars construens; y como partidarios contemporáneos de una postura que sitúa en el origen a una mente, a aquellos que defienden el llamado «diseño inteligente» y que se apoyan en modelos físicos mecanicistas de la teología física del siglo XVIII o bien a otras posturas más filosóficas que hacen de la finalidad su bandera y entre los que podríamos enunciar algunas derivaciones del tomismo, al filósofo francés Henri Bergson o al jesuita Pierre Teilhard de Chardin. En el primer caso la fuerza motriz es el azar, en el segundo, diversas variantes de la intención. Y esa alternativa muestra un antagonismo: ¿es el azar una fuerza tan poderosa como para explicar el surgimiento de todo lo que hay, o bien no lo es, y necesitamos recurrir a otras instancias? El argumento de la simplicidad en la argumentación no funciona aquí: ¿por qué postular una mente y la materia si basta con la materia o con la mente? Funcionaría si las explicaciones del surgimiento de la vida y de la mente fueran consistentes o hubiera esperanza de que lo fueran. Pero de momento no las hay nada más que como deseo o como confianza ciega en el paradigma cientificista. Dentro del naturalismo evolucionista destaca el libro de D. Dennett La peligrosa idea de Darwin (Dennett, 1999). Dennett no es una persona que huya de la polémica y que ignore los argumentos del contrario (aunque se empeñe continuamente en adjetivarlos como no pertinentes respecto del paradigma científico) y, por ello, justo al comienzo de la obra trata de las pruebas que aconsejarían partir de una mente en lugar de la materia y analiza a los filósofos modernos que esgrimen argumentos a favor o en contra de ello, específicamente Locke y Hume. Exponiendo el argumento de Locke a favor de una Mente Primera, deja caer lo «extraño y poco natural que puede parecer a la mentalidad moderna pero —dice—, sigámoslo, considerémoslo una muestra de lo lejos que hemos llegado desde entonces» (Dennett, 1999: 26. La traducción es mía). Mi problema con esa afirmación es que no demuestra una buena comprensión del argumento de Locke ni de la 28 situación en que hoy nos encontramos respecto de las premisas modernas. Dennett enuncia que lo que resulta incuestionable a Locke y a Hume es hoy harto discutible puesto que ahora se ve como primera instancia la materia en lugar de una mente. Pero eso no sería un indicio de lo lejos que hemos ido sino, precisamente, de que estamos en el mismo lugar aunque cabeza abajo: le hemos dado la vuelta al punto de vista sin dar un paso más allá para rebatirlo. Sencillamente, ha cambiado el paradigma biológico y se ha construido otro filosófico sobre axiomas diferentes, limitándonos a olvidar, que no a discutir, los sostenidos por la filosofía anterior. Pero veamos el argumento de Locke expuesto en el Ensayo sobre el entendimiento humano (IV, x, 10) y citado por Dennett en las páginas 27 y 28 de su libro: De manera que si no supusiéramos nada primero o eterno, la Materia nunca podría empezar a ser. Si suponemos a la mera Materia, sin Movimiento, eterna, el Movimiento nunca podría llegar a ser. Si supusiéramos como primeros o eternos a la Materia y el Movimiento, el Pensamiento nunca comenzaría a ser. Es imposible pensar que la Materia, ya sea con o sin Movimiento, podría tener originalmente en y desde sí misma Sensación, Percepción y Conocimiento y resultaría evidente desde esa premisa que la Sensación, la Percepción y el Conocimiento serían una propiedad eternamente inseparable de la Materia y de cada partícula de ella. De acuerdo con Locke se debe suponer que al principio hay una mente creadora de la materia y del movimiento que hace posible la aparición del pensamiento. Eso no quiere decir que la Mente cree la materia y el movimiento para que se encarguen de generar el pensamiento. Quiere decir, exactamente, que la materia y el movimiento por sí solos nunca darán lugar al pensar y, por ello, se requiere un principio que logre explicar su génesis. El argumento de Locke, para enunciarlo en terminología más contemporánea, es que el pensamiento no es reductible a la física o a la química y que, si ha aparecido, entonces debe haber algún principio «mental», o previo a la materia o en la misma materia. Esos argumentos han sido discutidos con seriedad por Nagel en La mente y el cosmos (Nagel, 2014), especialmente en el capítulo titulado «El antirreduccionismo y el orden natural». Otra cuestión que llama la atención, como señala Dennett un poco más adelante, es que el propio Hume en los Diálogos sobre religión natural acaba aceptando que el principio debe de ser de tipo y orden mental. Según Dennett, que el escéptico Hume llegara a esa conclusión, implica lo imposible que era para el siglo XVIII pensar en mecanismos que explicaran la emergencia de la mente desde la materia. Darwin cambia esa situación, arguye el filósofo norteamericano. Pero, contrariamente a lo que Dennett piensa, tampoco tenemos hoy una alternativa razonable a esas preguntas a no ser que llenemos de premisas y especulaciones el «sencillo» mecanismo darwinista suponiendo dos cosas: que funciona a nivel universal y no solo biológico y, segundo, intentando tapar los múltiples agujeros que aparecen con esa suposición de forma que acabe viéndose como axioma lógico lo que es inasumible. Habría además que apelar al llamado argumento historicista, que afirma que lo que no sabemos hoy se sabrá más tarde o más temprano siguiendo el riguroso camino del materialismo científico. La esencia del argumento que sostengo puede concretarse en la siguiente afirmación: hoy en día no sabemos mejor que Locke si al principio fue la mente o la materia; solamente hemos creadoel estándar contrario sin rebatir sus argumentos y hemos dado por 29 supuesto, instados por la costumbre, que lo que Locke sostiene no es científico y su inversa sí. Y aquí el problema no es la ciencia en sí misma sino el deseo de algunos de «vivir científicamente» aunque para ello tengan que renunciar a parcelas sustanciales de la realidad como el yo, la conciencia o la libertad. La posición fuerte de Dennett es reforzada por autores tan combativos como los también anglosajones Stephen Jay Gould o Richard Dawkins. Para el primero la mente no es más que una «exaptación», es decir, un producto del azar que nace de construcciones más principales y que a la larga se muestra como muy conveniente. Utilizando su mismo ejemplo, la mente sería como las enjutas de la Catedral de San Marcos: bellísimas, necesarias como adorno, pero fruto de la más importante tarea de construcción de la cúpula. Y ese ejemplo está muy bien pensado, pero hace nacer el problema de lo innecesario que es para el materialismo reduccionista la presencia de una mente que se escapa del orden biológico puesto que no se limita a sobrevivir y a ajustarse al medio ambiente. Dicho de otra forma, la mente resulta problemática porque no se puede explicar por los procedimientos de la biological fitness, de la eficacia biológica, del ajuste del ser vivo a su medio en búsqueda de una mejor supervivencia de la especie. Y algo semejante pasa con la teoría de Dawkins del gen egoísta como principal objeto de protección de la evolución biológica. No voy a argumentar que esas ideas contrarían al sentido común porque a veces la verdad —científica o no— lo supera con creces y no es bueno ponerlo como garante último. Pero las ocurrencias, por muy deslumbrantes que resulten ser, no se convierten automáticamente en conocimiento científico contrastado. Hay que someterlas a un pausado análisis que acabe en demostración y no simplemente partir de ellas como axiomas para deducir un conjunto de ideas especulativas. Del mismo mito de la ciencia beben los partidarios contemporáneos del llamado «Diseño Inteligente». Según William Dembski, uno de sus principales representantes en el campo de la filosofía, «el diseño inteligente es la ciencia que estudia los signos de la inteligencia» (Dembski, 2006: 31). Esta ciencia deja aparte la naturaleza del diseñador y sus procesos mentales para quedarse en el ámbito de la realidad natural. Por eso continúa diciendo el autor citado: «Los procesos mentales del diseñador quedan fuera del alcance del diseño inteligente. En su condición de programa de investigación científica, el diseño investiga los efectos de la inteligencia, pero no la inteligencia como tal» (Dembski, 2006: 31). Es marca de la inteligencia lo que Dembski llama la «complejidad especificada» o, en palabras del bioquímico M. Behe, la «complejidad irreducible». Conforme a ello «los teóricos del diseño sostienen que causas naturales ciegas son incapaces de generar una complejidad especificada» (Dembski, 2006: 34). ¿Podría la erosión formar las efigies del monte Rushmore o letras al azar formar un solo capítulo del Quijote? Ese argumento es el que choca con la filosofía materialista de la evolución y el que convierte al diseño en una posible alternativa muy a pesar de los intentos de confundirlo con el así llamado creacionismo científico, que parte de una interpretación literal de los textos bíblicos poniéndose en contra de cualquier prueba geológica y paleontológica razonable. La esencia del argumento de la complejidad especificada es 30 antigua, aunque sea formulado con términos nuevos. Proviene del famoso ejemplo del paseo por la playa que propuso William Paley. Cuenta Paley que si mientras paseamos encontrásemos un reloj de bolsillo no preguntaríamos sino «quién» lo ha perdido o «quién» lo ha hecho. Preguntaríamos por un diseñador puesto que el reloj es un instrumento tan complejo que su construcción no puede deberse al azar. Los autores del diseño inteligente funcionan con los mismos presupuestos del universo como máquina que sostenía Paley. El diseño inteligente no tiene nada que ver con el creacionismo científico, pero eso tampoco tiene que implicar rendírsele con armas y bagajes puesto que hay estructuras de explicación mejores que las mecánicas —que son el fundamento de su visión— y que logran indicar mejor la presencia de una mente en los procesos de la naturaleza. Me refiero a los postulados teleológicos no deterministas en los que la línea evolutiva que lleva a la mente desde la mente no es lineal sino que se abre en una explosión de formas, para utilizar la expresión de Bergson en La evolución creadora. Para que la mente llegue a ser desde la materia y pueda ser explicada de alguna manera hay que suponer que está contenida, siquiera virtualmente, en la materia misma. Si no, se hace sencillamente incomprensible y hay que renunciar a ella convirtiéndola en un fantasma del cerebro o, sin más, en algo que tiene una existencia semejante a la de los Reyes Magos. Nagel insiste en ello y, aunque no sepa construir una alternativa clara al materialismo reduccionista de la filosofía de la evolución, su esfuerzo por deconstruir lo que es en palabras de Soler Gil una «mitología materialista de la ciencia» (Soler, 2013) le hace un digno adalid de una concepción íntegra del conocimiento científico puesto que nos ayuda a deslindar lo que es ciencia de lo que es ideología. En ese sentido cabe hacer referencia a otras «filosofías» de la evolución que ponen de relieve la presencia de procesos que cuentan con la mente y que esbozan algunas ideas que hacen plausible su aparición en un organismo material. El autor más representativo de lo que podría llamarse una teleología de la conciencia es Pierre Teilhard de Chardin. Su ley de la complexificación es bastante elocuente para describir el avance de los procesos cósmicos en general y biológicos en particular. Expone de forma detenida su juicio sobre el nacimiento del pensar humano y las consecuencias que implica en la elaboración de una auténtica noosfera que, por haberse anticipado tanto al orden de los acontecimientos de la sociedad digital de finales del siglo XX y principios del XXI, no puede dejar indiferente a nadie. Dice así: El cambio de estado biológico conducente al despertar del Pensamiento no corresponde simplemente a un punto crítico traspasado por el individuo o incluso por la Especie. Más amplio que eso, afecta a la Vida misma en su totalidad orgánica y, por consiguiente, marca una transformación que afecta al estado del planeta entero (Teilhard, 1982: 219). Desde ese punto de vista, la aparición de la conciencia humana no es un mero plus de la actividad biológica. El hombre no es una especie «más» entre otras especies puesto que su advenimiento trastoca toda la realidad: en él la realidad se hace consciente de sí misma y, como consecuencia de ello, toma el control de la totalidad del planeta. En ese sentido se justifica que Teilhard afirme lo siguiente: 31 Colocado dentro de las cosas en sus dimensiones verdaderas, el paso histórico de la Reflexión es mucho más importante que cualquier corte zoológico, aunque fuera el que marca el origen de los Tetrápodos o el de los mismos Metazoos. De entre los eslabones sucesivos franqueados por la Evolución, el nacimiento del Pensamiento sigue de manera directa, y no es comparable, en orden de magnitud, más que a la condensación del quimismo terrestre o a la aparición de la vida (Teilhard, 1982: 221). ¿Podemos renunciar, desde una perspectiva científica, a la hipótesis de que en el principio hubo una mente? Creo que se pueden preferir otras alternativas, o bien que otros las prefieran, pero no se puede descartar la posibilidad de considerarla porque todo lo que se refiere a los inicios no puede tratarse más que de forma hipotética y esa hipótesis explica muchas cosas que de otra forma no se podrían solucionar. Entre otros planteamientos cabría hablar aquí de las explicaciones que suponen un «ajuste fino» del Universo (Soler, 2016). Otro autor que merece
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