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ORIGENES_DEL_HOMBRE_FRONTERAS_Spanish_Edition_Francisco_Rodríguez

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Índice
Introducción
Capítulo 1
El caso Darwin
1. Antecedentes biológicos de la teoría de la evolución
2. El «sencillo» mecanismo de Darwin
3. Biología y filosofía de la evolución
Capítulo 2
La naturaleza en la generación de lo humano. El origen biológico del hombre.
1. «Natura non facit saltus»: ¿con el ser humano tampoco?
2. Variación e identidad de las especies humanas
3. Elementos fundamentales de la morfología humana
Capítulo 3
La cultura como factor de generación. El origen cultural del hombre
1. Evolucionismo biológico y origen de la cultura
2. ¿Qué es la cultura? Orígenes de la cultura
3. La técnica
4. Ética privada y ética pública: la moral y el derecho
5. Conocimiento y lenguaje
6. Los cinco puntos de Darwin en «El origen del hombre» sobre la especificidad de lo humano
6.1. Las facultades intelectuales de los animales y el ser humano
6.2. Las diferencias en el lenguaje animal y humano
6.3. El sentimiento de belleza
6.4. La creencia en Dios y la religión
6.5. La conciencia moral
Capítulo 4
Orígenes de la emoción humana. La intencionalidad del cuerpo
1. Emociones y orígenes biológicos de la afectividad. Darwin y la expresión de las emociones
2. Las emociones básicas de los animales y el ser humano
3. Las emociones propiamente humanas
4. Una aproximación a la intencionalidad del cuerpo. Naturaleza y libertad
Capítulo 5
Orígenes del intelecto humano. Naturalismo y hermenéutica
1. ¿Es la búsqueda de la verdad un producto de la evolución?
2. El ajustamiento a las leyes de la naturaleza en los animales: el instinto
3. El paso a la determinación de la esencia en el hombre: la naturaleza de la racionalidad
4. Los posibles orígenes de la conciencia: naturalismo y sobrenaturalismo
5. La verdad, ¿estrategia de supervivencia?
6. La teoría y la función de la filosofía en la vida humana
7. Naturalismo y hermenéutica de la conciencia. Una discusión con Juan Arana
7.1. El programa naturalista
7.2. La antropología de la conciencia de Arana
7.3. Una propedéutica a la hermenéutica de la conciencia
7.4. El puente entre naturalismo y hermenéutica
8. La conciencia y la ficción. La necesidad de interpretarse en la existencia
8.1. La ficción y la falsedad. Una advertencia epistemológica
8.2. La contingencia del conocimiento y el uso de la analogía
2
8.3. La ficción puede ser más real que la realidad misma
8.4. El límite de la ficción
8.5. El saber que el ser humano tiene de sí mismo
9. Jugarse en la interpretación: tiempo e identidad. Acudiendo a algunos textos de Heidegger
Capítulo 6
Orígenes de la voluntad humana. Una discusión sobre la libertad. Cyborgs, transhumanismo y sociedades virtuales
1. Los diferentes sentidos del término «libertad»
2. Determinismo y libertad
3. La búsqueda del bien y la objetividad del valor
4. Disponer de sí: «cyborgs» y transhumanismo
5. La sociedad virtual. Aldea global y autotransparencia de los espíritus
Epílogo
¿Qué quiere decirse con la expresión «dignidad» humana?
Bibliografía
3
ORÍGENES DEL HOMBRE
La singularidad del ser humano
4
Colección Fronteras
Director Juan Arana
Con el patrocinio de la Asociación
de Filosofía y Ciencia Contemporánea
5
Francisco Rodríguez Valls
ORÍGENES DEL HOMBRE
La singularidad del ser humano
BIBLIOTECA NUEVA
6
© Francisco Rodríguez Valls, 2017
© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2017
Almagro, 38
28010 Madrid
www.bibliotecanueva.es
editorial@bibliotecanueva.es
ISBN: 978-84-15555-49-0
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación
pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La
infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270
y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los
citados derechos.
7
A Javier Hernández-Pacheco Sanz
8
Entonces se abrieron sus ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos (Génesis 3, 7).
Ni celeste ni terrestre te hicimos, ni mortal, ni inmortal, para que tú mismo, como
modelador y escultor de ti mismo, te forjes la forma que prefieras para ti. Podrás degenerar
a lo inferior, con los brutos; podrás realzarte a la par de las cosas divinas, por tu misma
decisión (G. Pico de la Mirandola, De la dignidad humana, Editora Nacional, Madrid, 1984,
pág. 105).
9
Introducción
Si hoy queremos saber acerca del ser humano hay que superar los compartimentos
estancos de las disciplinas académicas. A eso se le llama, en el mismo mundo de la
academia, interdisciplinariedad. Es un proyecto anhelado por muchos y es lo que busca
este libro: hacer entrar en diálogo la ciencia con la filosofía y, en concreto, la
antropología en sus diferentes formas, la psicología, la etología, la biología, la teoría de
la cultura, la hermenéutica, la fenomenología, etc., como método para descubrir las
fuentes de lo humano. La dificultad de hacerlo en pocas páginas creo que excusará las
deficiencias, pero alguien tiene que dar el primer paso a pesar de los riesgos de la
empresa. Propongo una expedición de descubrimiento a la que bastará con dibujar algo
más de lo que hoy se sabe en el mapa del hombre para cumplir con sus objetivos. Será
un intento de abrir caminos en la selva que el propio saber ha construido. Hoy se sabe
mucho, pero se carece de una visión unitaria. Se saben muchos datos; hay que
recopilarlos para iniciar una reflexión filosófica de altura y buscar en esta parcela lo que
se perdió hace siglos: la unidad del saber.
Los seres humanos somos espontáneamente curiosos cuando nacemos. Por eso llama
la atención que, en el transcurso de los años que dura la educación, los chicos y las
chicas comiencen a preguntar: ¿para qué sirve saber? Algo ocurre cuando un sistema
mata la curiosidad. Algo pasa cuando la cultura se convierte en tarea de pocos. La
respuesta que, sin entrar en pedagogías, más se me alcanza a la pregunta de «por qué
saber» es la siguiente: para dialogar. No solo con los que conforman nuestra generación,
también con las otras generaciones desde los más jóvenes a los más viejos. Y al hacerlo
comprendernos los unos a los otros, apreciar nuestras diferencias y valorar la riqueza de
la diversidad.
Y también lo mismo entre las distintas etapas de la historia de una misma cultura:
hacer entrar en el diálogo a Homero y a Cervantes, a Dante y a Proust. Para comprender
que hablan de lo mismo y que merece la pena escucharlos hace falta estudiar mucho y
obtener un concepto amplio de ser humano. Hacerlo justifica el saber mismo. Hacernos
seres humanos en el amplio sentido del ser humano es humanismo y ese esfuerzo debe
ser —además y como tercer paso— intercultural en el espacio y en el tiempo. Diálogo
intergeneracional, diálogo interepocal, diálogo intercultural.
He querido hacer entrar en diálogo la tradición filosófica y científica clásica y
contemporánea. De él no se ha excluido a sabiendas a nadie y, aplicándolo, se ha
formado un criterio que quiero someter a juicio público. Toda publicación es de dominio
público. Como todo diálogo, no tiene una palabra definitiva: está abierto a la escucha. Es
una palabra pausada y meditada, fruto de años de trabajo y que dice cosas aparte de
señalar hechos. No es el exabrupto espontáneo de una reacción visceral aunque, como se
verá, se han tenido que hacer opciones que a unos les gustarán y a otros no. Optar es
necesario en el conocimiento para proseguir líneas de investigación que, tanto por
sinceridad personal como por limitación también personal, deben ser arriesgadas:
audaces fortuna iuvat! La fortuna ayuda a los osados, es aliada del saber ya que su
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desarrollo no es ni lineal ni continuo: el saber da saltos. Hay que reconstruirlo y puede,
entonces, dar una imagen de continuidad y casi de monotonía. Pero su logro es una
aventura que implica hacer valoraciones arriesgadas. Implica hacer, como ha señalado
Arana en su obra Los sótanos del universo (Arana, 2012: 23-24), una «epistemologíadel
riesgo».
Pretendo mostrar cómo ha surgido una estructura tan compleja como la subjetividad
humana. Compleja y delicada puesto que muchos humanos, aun poseyéndola, no logran
desarrollarla existencialmente ni encajar armónicamente sus partes en el equilibrio en el
que se dice que se ha alcanzado la madurez y la salud psicofísica. En este contexto
afirmo que el ser humano no puede entenderse solo desde un punto de vista especulativo.
Las veces que se ha intentado describir la estructura humana independientemente de la
experiencia ha acabado siendo demasiado estrecha y ha dejado fuera a muchos
individuos que la historia ha ido incorporando a medida que la noción de humanidad se
ha ampliado. Por ello no hay que construir especulativamente la humanidad sino aceptar
lo humano tal y como aparece en su mostrarse empírico.
Por motivos distintos, más epistemológicos que prácticos, tampoco debe dejarse el
análisis de lo humano al «hecho» humano. También los datos son demasiado particulares
para explicar las diferencias sin que exista una teoría que los valore. Hoy existe una
enorme cantidad de ellos en paleoantropología, antropología sociocultural y en
psicología evolutiva humana, pero ¿cómo concluir una teoría sobre el lenguaje o el
nacimiento de la psique? Esa explicación no puede darse completamente a partir de la
experiencia porque entonces careceríamos de teoría alguna que guiara la búsqueda de los
datos. Los filósofos de la ciencia se han esforzado en los últimos cuarenta años en
desmontar el argumento positivista según el cual toda teoría se corresponde exactamente
con un conjunto dado de experiencias y nada más que con ellas. La ciencia necesita de la
experiencia como fuente, pero va más allá si no quiere hacerse explicativamente pétrea.
Necesita de principios teóricos que aviven la relevancia de los datos. Tiene que explicar
cada vez más en el esfuerzo incesante de avanzar un poco en nuestra comprensión del
universo, de la vida y del ser humano. Asumiendo la condición finita de la ciencia se
reduce la gravedad del llamado «problema de la inducción». La teoría se plantearía así,
además de como valoración de hechos, como programa de investigación que se atreve a
proponer metas más allá de los acontecimientos con la finalidad de probarse a sí misma
y de acrisolar sus propias interpretaciones.
Teoría y experiencia tienen que conjugarse. Pero ni la filosofía es especulación ni la
ciencia, dato objetivo. Ambas se requieren una a otra de tal forma que, en el
conocimiento de frontera, sus límites se difuminan y les es permitido colaborar
trascendiendo los terrenos administrativos que se esfuerzan por parcelar el conocimiento
en áreas que se han mostrado estériles para contenerlo. En ese sentido cabe decir que
existen muchos datos sobre lo humano, pero que posiblemente esos datos no cuenten con
una filosofía a la altura de las circunstancias. En los últimos años han proliferado libros
de divulgación que han hecho interpretaciones fantasiosas de lo humano partiendo de
descubrimientos muy pequeños. Es tarea de la filosofía llamar a la calma y augurar un
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buen porvenir a la antropología si sabe derivar, por apelación a la lógica, las
conclusiones adecuadas de los hechos adecuados. Es, por ejemplo, imaginativo decir que
el neandertal tenía lenguaje porque así se deriva de la estructura de su hueso hioides. O
que tenía sentimientos religiosos y creencias en el más allá porque enterraba a sus
muertos. Hay que partir de un panorama más amplio tanto para el lenguaje como para la
religión que haga creíbles la naturaleza antropológica completa de esos datos: ampliarlos
al conjunto total de sus condiciones de aparición. Ni datos ni teorías faltan para ello,
pero hay que dar a cada una de ellas su lugar en la construcción del saber.
Hay que ofrecer, en una mezcla de teoría y dato, una idea del origen de lo humano que
componga un marco suficientemente amplio. Ciertamente tendremos que acudir a su
origen biológico porque el ser humano es un animal. Pero no es un animal más. Ninguno
lo es. Aunque al menos se concluyera que es tan especial como los otros, me empezaría a
dar por satisfecho ya que parece que su singularidad se quiere diluir en los medios de
comunicación y en las publicaciones divulgativas mientras que se dispara la importancia
de los grandes primates, de los delfines o de los cuervos. Sostener eso es tan injusto para
el hombre como para los grandes primates ya que así se desdibujan unas fronteras que
podrían estar claras si por una vez se insistiese en lo que nos separa y no solo en lo que
nos une; si por una vez se buscara establecer la división más que la confluencia: la
diferencia más que la evidente unidad en la que coincidimos. El ser humano es un animal
que posee una estructura que está llamada a la realización existencial como individuo
específico dentro de una comunidad universal que —como sujeto ético— está encargada
de cuidar del resto de los seres del mundo. Y las condiciones que permiten eso son más
enjundiosas de lo que a primera vista podría parecer. El libro gira en torno a sus
especificidades, a cómo se origina una estructura viviente particular en su diferencia con
el resto de los seres vivos. Aspira a comenzar a responder la pregunta por la génesis
humana. Textos que traten la cuestión hay ya suficientes, pero espero que al final se vea
que el punto de vista global con que se la aborda aquí justifica su existencia en el
mercado editorial como material para seguir pensando. La estructura de la subjetividad
humana ha necesitado de millones de años para formarse. Y no solo consiste en un
perfecto ajustamiento superviviente a su medio, sino en una separación de él que
posibilita crear técnicas que lo hacen trascender de un lugar concreto y le dan potencias
para sobrevivir en muchos ambientes a priori inhóspitos. No solo la supervivencia es la
clave de su éxito sino el conocimiento de la objetividad y que pueda emplearla para bien
y para mal. Además de la conciencia técnica o la conciencia especulativa, el ser humano
está siendo caracterizado por numerosos autores por su conciencia ética. No solo por
hacer aviones o ciencia se conoce al ser humano. También porque es el único que puede
hoy por hoy hacerse cargo del mundo en un proyecto que salve al propio mundo o, en
caso contrario, condenarlo a su desaparición. Y eso no puede esperarse de otras especies.
Tampoco de las especies de primates ya que, lamentablemente y de forma contraria al
humano mismo, están al borde de la extinción. Esa esperanza recuerda al mito de
Pandora, que es como concluye la visión del ser humano que tuvieron los iniciadores de
Occidente: un ser que necesita de la técnica del fuego para sobrevivir puesto que es un
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animal indeterminado; una técnica que le es robada a los dioses y que aparece como la
chispa divina de su inteligencia; una técnica que puede ser destructora pero que, si el
hombre abre los ojos, puede utilizar para el cuidado universal, para la esperanza en un
futuro mejor.
Esta obra tiene un conjunto de supuestos que necesitan hacerse explícitos para no
crear malentendidos. Quiero dar liebre por liebre... o gato por gato. El primer supuesto es
que no comparte la hipótesis reduccionista que puede lícitamente derivarse del
darwinismo. Pero el darwinismo es mucho más que eso y admite otras posibilidades no
reduccionistas, como ha puesto de manifiesto T. Nagel en su obra La mente y el cosmos
(2014). Mis planteamientos son diferentes de los del filósofo norteamericano porque
quieren construir teorías alternativas al materialismo naturalista, pero coinciden en lo
esencial con la pars destruens que realiza ese libro: hay hipótesis tan válidas como la
naturalista que pueden derivarse de la teoría de Darwin para hacer a su vez una teoría
omnicomprensiva —filosófica— del universo.
El segundo supuesto es el realismo: la mente es capaz de derivar reglas, normas y
valores de los hechos que observa y hacerlo con objetividad. Si aplicamos esa tesis al
mundo de la antropología, se quiere decir que estelibro no comparte las tesis del
relativismo cultural. Difiere de la filosofía que admite que toda cultura y toda expresión
humana es relativa... menos la filosofía relativista que sostiene esos argumentos y que es
también un producto cultural. El relativismo, y la irreferenciabilidad cultural que
sostiene, comportan posiciones ontológicas y éticas que impiden la búsqueda de un
panorama metacultural sin el que no se puede establecer una objetividad universal. En el
campo ético, además, esa posición contempla el valor absoluto de la cultura sobre las
personas que lo componen y justifica políticas que hacen sufrir a aquellos que las
forman. Doy prioridad a las personas sobre las culturas y sostengo una filosofía derivada
de la objetividad humana que es compatible con el reconocimiento de lo que podríamos
llamar ahora su «dignidad», dejando para un punto posterior —el final— la justificación
de qué puede significar eso. Asumo que es posible la búsqueda de un programa
metacultural orientado hacia el establecimiento de una verdad objetiva sobre lo humano
y sus productos culturales. Objetivo sin duda «inalcanzable», porque el ser humano
mismo va siempre más allá de sus productos particulares. Se crea en la historia y saca de
su espíritu cosas nuevas que lo hacen radicalmente inaprensible. El ser humano siempre
estará «más allá» de lo que sepamos de él.
Un tercer supuesto es que la especificidad de lo humano difiere de la de los otros seres
vivos. Parece una obviedad decirlo, pero no lo es ya que se viene intentando por parte de
los programas naturalistas —y aquí sí habría que incluir la postura de Darwin en El
origen del hombre— demostrar que la diferencia entre el simio y el ser humano es de
grado y prácticamente irrisoria y no contempla un salto cualitativo. Las últimas
tendencias biológicas pretenden eliminar la noción de especie estableciendo en su lugar
un continuum aunque, al final, acaben concluyendo que algo de eso que llamamos
especie hay. Esas investigaciones acuden para demostrar la continuidad simio-humano a
la línea divisoria donde el culmen del simio se une a lo ínfimo humano. En esas fronteras
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creo que entramos en el atardecer en que todos los gatos son pardos. Sostengo que la
comparación debe hacerse no entre máximos de simios y mínimos de humanos sino
entre máximos de los dos para que pueda verse no solo su confluencia sino
particularmente su diferencia. O, al menos, me conformaría con ello, entre estándares de
conducta medios que pongan de manifiesto lo que los simios pueden hacer en estado
natural y los seres humanos suelen hacer en su estado cultural habitual.
Un cuarto supuesto es que se diferencia entre lo que el ser humano es y aquello otro
que puede ser. Lo primero consiste en la posesión de los elementos de la subjetividad
que de por sí nos constituyen como humanos. Hay una estructura de la subjetividad
humana. Lo segundo implica una realización existencial que es muy compleja y que
admite muchas modulaciones culturales y éticas. En ese sentido, distingo entre «ser»
humano y «estar existencialmente realizado» como humano. Ambas cosas son
diferentes: una obedece a categorías ontológicas que nos hablan de unos componentes
cuya presencia nos hace humanos y que son los que nos confieren —adelanto ya mi
posición— «dignidad»; otra incluye elementos epistemológicos y existenciales que
hacen que la integración de esos componentes en una unidad dinámica y realizada se
convierta en un hecho que nos hace tener o no tener «méritos».
Con estos cuatro supuestos voy a funcionar y solo voy a justificarlos de forma parcial.
Se tiene que comprender que justificar completamente solo uno de ellos implicaría la
totalidad de una obra de más envergadura. Esta no es una obra de fundamentos sino de
valoración de las perspectivas actuales de los orígenes de lo humano, aunque como
filosófica que es apunte a los fundamentos sobre los que esa valoración se sostiene.
Diciendo esto, libre es el lector de seguir con la lectura pues dispone de la libertad de su
tiempo para seguir mis argumentaciones o dirigirse a otros escritos que pueda considerar
más provechosos.
La obra en sí obedece a un reto teórico: recoger el guante arrojado por el zoólogo
Desmond Morris en el prólogo al libro de Frans de Waal La política de los chimpancés
(Waal, 1993: 14). Allí dice:
Aquellos que han intentado siempre colocar a nuestra especie en un pedestal acostumbran a buscar
distinciones del tipo «blanco o negro» entre nuestras cualidades y las de los simios. Los seres humanos son
artísticos; los simios no lo son. Los seres humanos construyen herramientas; los simios, no. Los seres
humanos tienen lenguaje; los simios, no. Los seres humanos son políticos; los simios, no. No nos basta con
ser mejores que otras especies en este tipo de cosas; para satisfacer el ego de los filósofos, la diferencia
tenía que ser de todo o nada.
Después de decir esto, Morris continúa desmontando la teoría del filósofo
antropocéntrico remitiéndose a sus experimentos para demostrar los principios estéticos
del chimpancé, al descubrimiento de Goodall de que los chimpancés usan y construyen
herramientas, a los experimentos de los Gardner por los que se enseñó usos lingüísticos a
un chimpancé y al propio libro de De Waal en el que se expresa las relaciones políticas
de los simios. Pero hay muchos otros que no colocan al hombre en un pedestal sino que,
poniéndolo en continuidad con la naturaleza, piensan que las distinciones que hacen los
gradualistas corresponden a un uso metafórico e impropio de «estética», «herramienta»,
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«lenguaje» y «política» y que sí existe —contrariamente a ese uso— una diferencia de
todo o nada en sentido propio. Examinar esta idea requiere no frases lapidarias sino un
análisis detenido. Toda la obra, como ya se ha dicho, quiere exponer las bases de ese
análisis para postular que en el ser humano se da una novedad tan grande respecto de los
animales como de la planta al animal. Ya se sabe que las fronteras son borrosas y
confusas —entre la planta y el animal también lo son— pero la mejor de las pruebas es
la frase «por sus obras los conoceréis». Además de referirnos a la evidente diferencia en
hechos culturales se propone un análisis conceptual en el que se muestre el uso que se le
da a esos complejos términos.
Sin nombrarlo, el propio Frans de Waal responde a Desmond Morris diciendo:
En cada uno de estos ámbitos [herramienta, lenguaje y política], los primates no humanos demuestran
estar dotados de una enorme inteligencia, aunque no asimilen la información del mismo modo que nosotros.
Por ejemplo, los sonidos emitidos por los simios que han aprendido un lenguaje reflejan pocos indicios, o
ninguno, de que posean una gramática. La transmisión de conocimientos de generación en generación rara
vez, o nunca, se lleva a cabo mediante una enseñanza activa. Y todavía se desconoce el grado de
planificación y de previsión que intervienen en la carrera social de los monos y simios, en el caso de que las
hubiera. Pese a esas limitaciones, no veo por qué hemos de evitar etiquetas como «cultura de primates»,
«lenguaje simio» o «política de chimpancés», siempre y cuando esa terminología señala similitudes
fundamentales, sin que en ningún momento se postule una identidad entre la conducta simia y la humana
(Waal, 1997: 272).
Es tarea nuestra aclarar filosóficamente aún más esa posición.
La estructura de la obra cuenta con seis capítulos. Uno dedicado a Darwin como
marco introductorio. Otros cinco a la morfología, la cultura, las emociones, el intelecto y
la voluntad en el ser humano. A lo largo de ellos contemplaremos la emergencia de la
naturaleza del hombre en su diferencia específica. En esa diferencia, las categorías de
naturaleza y de mundo son esenciales para contemplar la unidad de lo humano junto con
las pluralidades que le son propias. La naturaleza es el entorno en el que el ser humano
aparece; el mundo es el conjunto de mediaciones que crea y que le separan de la
naturaleza.
En el primer capítulo se hace un recorridosomero por la historia de la teoría de la
evolución. Se destacan sus antecedentes, su formación madura con Charles Darwin y las
derivaciones —ampliaciones y cambios— que ha tenido desde que el naturalista inglés
la formuló en 1859. En el capítulo se expone la capacidad de la teoría de explicar una
gran cantidad de fenómenos con mecanismos aparentemente sencillos. Tiene las
virtualidades de las grandes teorías científicas. Pero una cosa es la teoría biológica de la
evolución y otra la formulación de una filosofía de la evolución que quiere aplicar los
mecanismos que funcionan en un ámbito de realidad a todos los demás. Una cosa es la
biología evolucionista y otra el paradigma omnicomprensivo evolucionista. Uno es
ciencia, el otro es filosofía. Uno tiene suficientes bases empíricas, el otro es un programa
de investigación a desarrollar experimental y especulativamente. Los planos no deben
confundirse.
El segundo capítulo se enfrenta a la determinación de la morfología humana. Es obvio
que en la formación de la corporalidad humana influye —en una relación dialéctico-
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reflexiva— el orden cultural. Pero debido a las limitaciones de nuestra comprensión es
conveniente separar esos procesos por mor de claridad. En ese sentido destacan en el ser
humano la presencia de los fenómenos del bipedismo y de la posesión de un instrumento
como la mano. Determinar ambas características y explorar sus consecuencias es una
tarea esencial para aclarar notas que caracterizarán lo humano en su proceso de
desarrollo. El capítulo está comprometido con la «génesis» de la corporalidad humana y,
por ello, presenta en síntesis un breve esbozo de las diferentes especies de homínidos
que pueden hoy por hoy decirse que forman parte de nuestra historia evolutiva.
El tercer capítulo gira en torno a la aparición y desarrollo de la cultura humana. En él
se determina lo humano en sus diferentes expresiones simbólicas de técnica, norma y
conocimiento teórico expresado en lenguaje. La explicación de cada uno de esos puntos
interesa por las relaciones que puede tener con diferentes tipos de culturas o preculturas
animales. ¿Cuándo una técnica, una norma o un tipo de comunicación es humano? En
ese campo la polémica está servida y hay que ir con bastante cuidado para ser precisos
porque, en concreto, una de las acusaciones que se ha hecho a los defensores de un salto
esencial ha sido su precipitación por determinar la diferencia más característica entre
primate y humano en aspectos que después la investigación empírica ha demostrado que
no eran tales: primero la diferencia está en el uso de herramientas, después en la
construcción de herramientas, luego en otras que han llevado así a... fiasco tras fiasco.
Posiblemente la precipitación se deba a una falta de finura filosófica además de carencias
de tipo observacional. Y es que el abismo es tan grande en algunos aspectos que se
presume con un optimismo desmedido que se puede encontrar fácilmente la distinción.
Es una presunción que se paga con el descrédito de la teoría global que lo sostiene.
El cuarto capítulo versa sobre la emotividad y sus orígenes biológicos, así como las
derivaciones culturales que ha tenido. La emotividad tiene originariamente una finalidad
de respuesta ante estímulos del medio y, en consecuencia, sus expresiones pueden
reducirse a esa función. Para el estudio de esas expresiones se ha acudido a diversas
fuentes, comenzando con el magnífico libro que Darwin dedicó al tema. Dentro de la
cuestión, y precisamente por cumplir funciones en su mayoría biológicas, puede decirse
que existe una universalidad en la expresión humana del sentimiento aunque exista
también una variación reforzada por la cultura a la que se pertenezca. Ahora bien, en el
propio capítulo se admite que también en el ámbito de la emotividad hay diferencias
esenciales entre el ser humano y el resto de mamíferos: se sostiene que hay emociones
propiamente humanas que son reflejo de una intencionalidad consciente determinada, así
como de un ejercicio también determinado de la libertad.
El capítulo quinto es esencial al tema que nos ocupa porque desde antiguo se ha
sostenido que el intelecto es una facultad «superior». Cumple funciones evolutivas, sirve
para sobrevivir en un uso práctico de la inteligencia teórica, pero no queda reducido a
ellas ya que el «uso» de los materiales se convierte en búsqueda de la objetividad que da
lugar al conocimiento abstracto y que hace nacer, entre otros fenómenos, a la ciencia y al
conocimiento humano en general. Justifica lo «inútil» del saber puro. El conocimiento de
la objetividad transporta, además, a lo humano al ámbito de la ficción. El conocimiento
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no se limita a las cuestiones del mundo de lo real sino que se abre a universos
alternativos en los que puede vivir: no solo lo real, sino la posibilidad de realizar lo
utópico o la visión de lo imaginado fantasioso en lo que se puede habitar lúdicamente.
En ese conocimiento consciente se lidia también la estructura de la subjetividad y la
configuración de lo que podríamos llamar —y se ha llamado— una «existencia
auténtica». El ser humano, por decirlo así, se la juega en la interpretación que hace de sí
mismo. De esa forma abrimos el panorama de lo humano a la fenomenología existencial
y a la hermenéutica. En ese capítulo pasamos de la consideración de los programas
naturalistas de lo humano a la «comprensión» que de lo humano construye la ciencia
social y, en especial, el conocimiento que la antropología filosófica hace de él.
El capítulo sexto nos lleva a la cuestión de la voluntad y de su producto más
controvertido: la libertad. Comienza con una determinación de los diferentes sentidos de
libertad para, en segundo lugar, entrar en diálogo con las posturas que niegan la
existencia real de ese fenómeno. Respecto a la importancia que la voluntad tiene en lo
humano se aborda la cuestión de la objetividad del valor como instancia en la que se
supera lo meramente biológico: así como la objetividad en el conocimiento lleva a la
formulación de la verdad, la búsqueda de la objetividad respecto de la voluntad lleva al
descubrimiento del bien. De lo bueno, y no solo como útil para la vida, sino como guía
para alcanzar la excelencia de lo humano. En ese sentido acudimos a la superación de la
verdad teórica en un concepto de verdad «que se hace» —una verdad práctica— y en la
que, propiamente, consiste la determinación de lo humano, es decir, hacerse
biográficamente en las condiciones históricas y biológicas que, obviamente, debe
asumir.
Como conclusión apelamos a un concepto de dignidad humana que es en lo que
reseñamos la «singularidad» frente a cualquier otra instancia animal. Se hace un uso
técnico y no espontáneo del término «dignidad» porque no se dice que el animal carezca
de ella en un sentido inmediato. No se puede sostener esa especificidad de forma
apriorística y general —prejuiciosa— sino como consecuencia del análisis de las
características principales de lo humano. Creo que, en ese sentido, la tarea que se ha
realizado puede ser un inicio para establecer los fundamentos de una antropología
«humanista» sobre la base del conocimiento del hecho —también del hecho biológico—
humano.
Muchos de los conceptos y análisis que se han vertido en esta obra han sido expuestos,
y en algunos casos desarrollados más extensamente, en foros académicos de diferentes
puntos de España y en las clases de Grado y Máster en la Facultad de Filosofía de la
Universidad de Sevilla. Tengo que agradecer a los colegas y alumnos que los han
escuchado todas las aportaciones y críticas que me han hecho y que han servido como
estímulo para mejorar su contenido. En particular, quiero agradecer la lectura detenida
que han hecho del manuscrito los profesores Juan Arana y Francisco José Soler. Ellos y
otros colegas llevamos años debatiendo sobre las relaciones entre ciencia y filosofía en
el Seminario Permanente «Naturaleza y libertad» de la Universidad de Sevilla. Muchas
de esas discusiones se han abierto a intelectuales de diversasramas del conocimiento en
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los simposios, que se vienen celebrando ininterrumpidamente desde el año 2008 en
Sevilla, y en la revista que se publica desde entonces con ese mismo título. Es un
privilegio contar cotidianamente con sus puntos de vista y honrarme con una amistad
que no es condescendiente cuando se manifiestan discrepancias en el ámbito teórico.
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Capítulo 1
El caso Darwin
El ser humano es un viviente, una forma de vida con base en el carbono. La
clasificación biológica lo encuadra dentro de los mamíferos, de los primates
hominoideos. Es un ente biológico que está regido por los mismos procesos bioquímicos
y genéticos que el resto de los seres vivos: no tiene ningún componente químico especial
—ningún «antropógeno»— y está inserto en el ciclo de «nacer-crecer-reproducirse-
morir» como los demás vivientes. Eso no quiere decir que no pueda desarrollar
funciones transbiológicas ni perseguir fines que superen el ámbito de la supervivencia
individual o específica: es capaz con sus acciones de transgredir la biología con
actividades como huelgas de hambre, celibatos o suicidios. A pesar de no haber ningún
«antropógeno» se ha dicho que nuestra era es el «antropoceno». Ello constituye una
paradoja que es el quid de la cuestión. Ese problema causa un asombro que es el
comienzo del pensar sobre el hombre en nuestro tiempo.
Para comprender en profundidad esa tesis y ponerla en su lugar preciso voy a explicar
«sucintamente» en este capítulo los mecanismos de la evolución de las especies. Ver sus
ventajas y también sus limitaciones. No sé si David Hume merece —como aspiraba— el
título de Newton de las Ciencias Morales, pero es indudable que Darwin merece el de
Newton de las Ciencias Biológicas porque propone un conjunto de principios sencillos
que unifican la experiencia observable de la vida. Por eso es necesario detenernos en él,
porque es como la dama en el ajedrez: la pieza fuerte del tablero a la que acuden todos
—naturalistas y no naturalistas— pidiendo ayuda y buscando refugio. Tener una idea
clara de lo que Darwin sostiene precisará mucho las aspiraciones de este libro. La
afirmación de que el ser humano ha aparecido por procedimientos de selección natural
nos pone en nuestro sitio, aunque nuestra propia constitución nos ha hecho trascender el
nicho ecológico al que el resto de los seres vivos están ajustados. El asunto a debatir es si
esos procedimientos de selección llevan al ser humano a aparecer por simple azar o bien
si la naturaleza viva manifiesta cierta tendencia hacia la aparición de la conciencia. Y en
el segundo caso habría que preguntar cómo es posible que sea así y qué consecuencias se
derivan de ello. El pensamiento de Darwin parte del hecho de la vida y no pretende
explicar su aparición. Desde las formas primigenias de vida se produce una proliferación
de otras que se han ido haciendo más complejas con el paso de los tiempos. Esta idea
singular recorrerá un largo camino hasta que se determinen los mecanismos por los
cuales se realiza.
1. Antecedentes biológicos de la teoría de la evolución
Aunque Charles Darwin se mostró reticente a aceptarlo, lo cierto es que la teoría de la
evolución «estaba en el ambiente» mediado el siglo XIX. Darwin tuvo razón al no
conceder que una espera o una búsqueda supongan un resultado inmediato. También está
19
en el ambiente desde hace más de un siglo la búsqueda de una teoría de campo unificado
y hasta ahora los resultados son muy pobres. Una cosa es que seamos conscientes del
problema y otra distinta que estemos cerca de su solución. Pero la idea misma de una
complejidad de formas surgiendo de otras más simples es en sí misma plausible y, por
ello, es lógico que se mostrara como una seria alternativa al fijismo que afirmaba la
inmutabilidad de las especies y a la teoría fijista creacionista que sostenía que el Creador
hizo a las especies de forma separada, cada una aisladamente. Ahora bien, lo importante
no es solo postular esa idea sino explicar los mecanismos por los cuales se realiza. Y ese
es el logro de Darwin. La idea en sí misma —no los mecanismos— puede ser rastreada
desde muy antiguo en la historia del pensamiento occidental. Recordemos a Plutarco,
que afirmó lo siguiente de la doctrina de Anaximandro:
Dice además que el hombre, originariamente, surgió de animales de otras especies, porque las demás
especies se alimentan pronto por sí mismas, y solo el hombre necesita de un largo periodo de crianza. Por
ello, si originariamente hubiera sido como es [ahora], no hubiera podido sobrevivir (D.-K. 123 A10 Ps.
Plutarco, Strom., 2).
Y, para confirmar que no solo los antiguos tuvieron tan «extravagantes» ideas sino
que también las encontramos en el inicio de la modernidad, citaré al filósofo francés
Descartes que, en la quinta parte de su Discurso del método, dice lo siguiente:
No quería, sin embargo, deducir de todas estas cosas que este mundo haya sido creado del modo que yo
exponía, porque es mucho más verosímil que desde el principio lo hizo Dios tal como debía ser. Cierto es,
no obstante —y esta es una opinión admitida generalmente por los teólogos—, que la acción por la que hoy
lo conserva es la misma por la que lo creó; de manera que si al principio no le hubiera dado más forma que
la del caos, con haber establecido las leyes de la naturaleza y haberle prestado su concurso para obrar como
ella acostumbra, se puede creer, sin menoscabo del milagro de la creación, que todas las cosas que son
puramente materiales hubieran podido, con el tiempo, llegar a ser como ahora las vemos. Y su naturaleza es
mucho más fácil de concebir cuando se ven nacer poco a poco de esa manera que cuando se consideran ya
hechas del todo (Descartes, 1979: 118-119).
La prevención que Descartes muestra al principio del texto, planteando su forma de
explicación como una posibilidad entre otras e incluso un escalón por debajo en
verosimilitud, está más que justificada por la solera que durante siglos adquirió el
argumento de que era más conveniente a la inmutabilidad divina que crease todas las
cosas perfectamente constituidas y de una sola vez, con el único límite de que al ser
temporalmente contingentes unos individuos deberían dejar paso a otros. Dios crea las
primeras formas de todas las especies perfectamente constituidas para que se
reproduzcan y perpetúen en el tiempo. Ese argumento —que puede tener cierta razón,
qué duda cabe, si el ser humano pudiera decirle a Dios cómo tendría que ser su creación
— fue la causa de que los argumentos «seminales», aquellos que establecían que al
principio existirían como semillas desde las cuales irían surgiendo la totalidad de los
seres vivos, fueran arrinconados por la corriente de pensamiento dominante. Argumentos
queridos por los estoicos, por san Agustín o por san Buenaventura o el propio
Malebranche. Solo con Darwin ese argumento de conveniencia teológica dejará de tener
la fuerza que se le asignaba porque sir Charles muestra —en paralelo— la del argumento
evolutivo y cómo no es ni mucho menos contraria a la actuación de un Dios omnisciente.
20
De hecho es así como acaba su obra magna El origen de las especies:
Es interesante contemplar un enmarañado ribazo cubierto por muchas plantas de varias clases, con aves
que cantan en los matorrales, con diferentes insectos que revolotean y con gusanos que se arrastran entre la
tierra desnuda, y reflexionar que estas formas, primorosamente construidas, tan diferentes entre sí, y que
dependen mutuamente de modos tan complejos, han sido producidas por leyes que obran a nuestro
alrededor. [...]. Hay grandeza en esta concepción de que la vida, con sus diferentes fuerzas, ha sido alentada
por el Creador en un corto número de formas o en una sola, y que, mientras este planeta ha ido girando
según la constante ley de gravitación, se han desarrollado y se están desarrollando, a partir de un principio
tan sencillo, infinidad de formas, las más bellas y portentosas (Darwin, 1921).
Descubrir, no la posibilidad de una derivación de formas unas provenientes deotras,
ya que está presente desde antiguo, sino ese principio «tan sencillo» por el que esa
derivación se produce es resultado de una aplicación portentosa y dificilísima a las
ciencias de la naturaleza. Esa sencillez, según establece Darwin, es absolutamente
compatible con la omnisciencia del Creador. Una posición, por cierto y conforme a lo
que argumento, que volvería a recuperar con el tiempo los motivos seminales en
detrimento de los fijistas. Es un principio sencillo. Sencillo sí, cuando está ya
descubierto, como el huevo de Colón, pero antes... ¿quién era capaz de sospecharlo
siquiera?
Antes de Darwin los argumentos dominantes giraban, como ya se ha dicho, en torno a
la creación de especies de forma aislada. Ese es el tipo de creacionismo en contra del
cual se muestra Darwin y no contra la posibilidad de que Dios sea creador de una
naturaleza que se desenvuelve desde unas leyes dadas por Él. Antes de Darwin los
argumentos creacionistas eran principalmente justificados a través de la doctrina
aristotélica del hilemorfismo. Según ella, en el acto de generación los seres vivos
transmiten la forma completa a sus descendientes y esa forma sustancial permanece
idéntica a lo largo del tiempo y no puede estar —como idea inmutable que es—
sometida al cambio derivado de circunstancias contingentes. Sobre Aristóteles, la
filosofía cristiana argumentó que las ideas y la materia que las contenía eran objeto de
creación por parte del Agente Divino. En eso Darwin no entra como científico aunque,
como hemos indicado, no lo excluye como posibilidad filosófica. El científico puede
quedarse en su investigación particular; el ser humano, no. Por ello tiene necesidad de
plantearse las cuestiones de principios aunque tenga que concluir que se establecen de
forma hipotética para interpretar según ellas los datos de los experimentos de los
científicos. Ahora bien, hagamos constar que una cosa es el tema del origen del mundo o
el origen de la vida y otro muy distinto, cómo evoluciona la vida una vez dada. Darwin
se ocupa como naturalista solo de la última cuestión. Entrar en las primeras sería
convertir el mecanismo darwinista en una filosofía global que intenta explicar el
surgimiento de todo ya sea desde la mente divina o desde la materia. En los últimos
tiempos se ha insistido sobre todo en la versión naturalista intentando identificar los
principios de la ciencia con los del reduccionismo materialista lo que, a todas luces, son
cosas diferentes. El reduccionismo materialista es un postulado filosófico o incluso
teológico, no científico, de la misma manera que lo es la creencia en una mente creadora.
Tanto una como otra opción pueden ser racionalmente concebidas como más ventajosas
21
o más verdaderas, pero nunca como un hecho que no sea susceptible de valoración y
haya que acatar de forma irrenunciable.
El naturalista sueco Linneo, una de las cumbres de la ciencia en la edad moderna, se
hace cargo de la doctrina aristotélica al establecer como fundamento de sus taxonomías
la definición de la especie biológica apelando al género próximo y a la diferencia
específica. Está claro en esta figura que la posición de Aristóteles no era infecunda. Es
más, en su ámbito de clasificación, es fecundísima. Ahora bien, además de por su
fecundidad, hay otros criterios por los que se determina que una teoría es mejor que
otra... y resultaba que la teoría creacionista derivada del fijismo aristotélico era en exceso
compleja al tener que intervenir Dios constantemente en el mundo físico-natural para
repoblar de especies aquellas que la naturaleza se encargaba de extinguir, en ocasiones
masivamente. Esa complejidad se ve, por ejemplo, en la teoría de las catástrofes del
naturalista francés G. Cuvier: ¿por qué tener que hacer intervenir a Dios cada vez que
haya un cataclismo que ponga en peligro las especies vivas?, ¿tiene que estar Dios
recreando lo que su propia obra —el mundo físico— destruye? ¿No implicaría eso un
enmendarse la plana de Dios mismo respecto de sus propios designios? La teoría de las
creaciones sucesivas muestra que el creacionismo es demasiado complejo, pero aún no
tenía alternativa en la época y por eso la teoría de Cuvier resultaba una buena teoría ya
que sostenía una tesis que unificaba los datos aportados por la geología y la
paleontología.
El primer trabajo que expone con detenimiento un conjunto de mecanismos por los
cuales se produciría la transformación de las especies es la Filosofía Zoológica (1809) de
Lamarck, padre del llamado transformismo biológico. Según la teoría transformista la
naturaleza es un todo continuo en el que lo superior surge de lo inferior y donde la vida
surge de la materia inanimada por generación espontánea. Recordemos de nuevo que esa
polémica cuestión del origen de la vida es distinta del mecanismo por el cual se generan
unas especies de otras. Ciertamente la generación espontánea es un «cajón de sastre» en
el cual cabe todo o, dicho claramente, es una explicación que no explica nada en tanto
que se limita a hacer el aserto de que algo aparece sin causa. La explicación se hace
atendiendo a las causas, por lo que si estas están ausentes significa lo mismo que carecer
de explicación. Por ello dejemos la generación espontánea como origen de la vida a un
lado y veamos los mecanismos evolutivos que establece el caballero francés una vez que
la vida está dada, puesto que sí tienen un interés muy especial y son realmente los que
estructuran la idea de la procedencia de unas especies desde otras. A su juicio esos
mecanismos se articulan en la siguiente secuencia: 1) todo cambio mantenido en las
circunstancias opera en las razas un cambio en las necesidades; 2) todo cambio en las
necesidades provoca actos nuevos para satisfacerlas y, por tanto, un cambio en las
costumbres; 3) el cambio en las costumbres mueve a emplear partes poco utilizadas que
se desarrollan e incrementan y a emplear nuevas partes que la necesidad hace nacer por
los esfuerzos de la sensibilidad interior; 4) esas modificaciones adquiridas se transmiten
por herencia.
Hay que reconocer que esa secuencia está bien pensada, aunque esconde oscuridades
22
derivadas de su carácter especulativo. Este era su problema. La doctrina de la creación
de especies separadas no necesitaba una réplica especulativa sino una teoría
comprobable. Resulta demasiado oscuro eso de los «esfuerzos» de la sensibilidad
interior. Además, por entonces, se desconocían los mecanismos —que no la idea, puesto
que es evidente que los hijos se parecen a los padres— de la herencia. A pesar de ello, el
transformismo lamarckiano resultaba enormemente interesante: el propio Darwin asumió
ciertas ideas suyas que hoy en día están siendo rehabilitadas.
2. El «sencillo» mecanismo de Darwin
Un mecanismo sencillo puede requerir que se den muchas condiciones previas para
formularlo. Así ocurrió en el caso de Darwin. Por ejemplo: la datación geológica según
la cronología bíblica que se realizaba en el XIX hacía imposible sostener una evolución
de las especies ya que los seis mil años calculados para la tierra hacen que tenga que ir a
un ritmo tan vertiginoso que solamente estaría de acuerdo con un teleologismo
determinista carente de todo error de cálculo. Y ni aun así cabría concebir su posibilidad,
puesto que tendría que ser demasiado rápida durante un periodo corto y sufrir un parón
precisamente cuando el ser humano empieza a registrar datos históricos. Es un dato
observacional que los cambios se producen hoy en día de forma muy lenta. Pues bien,
Darwin asiste al nacimiento de la geología como ciencia y lee su texto fundacional: la
obra de Charles Lyell Principios de Geología (1830-1833). En ella, el geólogo inglés
establece un principio que se rinde a los acontecimientos observables y que consiste —a
grandes rasgos— en que todo cambio geológico en el pasado es similar en cuanto a
duración a los que tienen lugar en el presente. «Actualismo» se llamó a esa teoría.
Asumirla implica que la edad de la Tierra debe de ser enorme, ya que fenómenos como
la erosión,la sedimentación y, en consecuencia, la estratificación son sumamente lentos.
Esa idea funciona como condición de posibilidad de cualquier intento transformista: deja
tiempo suficiente —o al menos lo aumenta— para que la evolución cuente con periodos
enormes para producirse.
Pero una condición de posibilidad tiene que ser secundada por hechos observables
para que sirva de algo. Darwin, naturalmente predispuesto a la observación natural y al
coleccionismo desde la infancia, tuvo la oportunidad de recoger hechos innumerables en
la travesía que realizó a bordo del Beagle (27 de diciembre de 1831 a 2 de octubre de
1836). Sus observaciones fueron globales: geológicas, paleontológicas, botánicas y
zoológicas. Poco a poco, yendo del dato a la teoría, le van surgiendo intuiciones que se
esfuerza por demostrar con todavía más datos. Para ofrecer algunos ejemplos de cómo
sus observaciones le hacían pensar voy a acudir a unos pocos textos de su Diario del
viaje de un naturalista, que es sin duda uno de los libros de viajes más fascinantes que se
hayan escrito.
El cruzamiento del toro ñata con la vaca común, o al contrario, produce siempre tipos intermedios, pero
con los caracteres ñatas muy marcados; según el señor Muñiz, consta con absoluta certeza, en contra de lo
que creen comúnmente los ganaderos en casos análogos, que la vaca ñata cruzada con un toro ordinario
transmita sus caracteres peculiares más enérgicamente que el toro ñata cruzado con la vaca común. Cuando
23
el pasto es bastante largo el ganado ñata pace con la lengua y el paladar tan bien como el ganado común;
pero en las grandes sequías, cuando perecen tantas bestias, la raza ñata se halla en condiciones
desventajosas, y desaparecería si no se la cuidase; porque el ganado vacuno común, así como los caballos,
se sostienen recogiendo con los labios palitos y astillas de caña, cosa que los ñatas no pueden hacer bien
por no juntarse sus labios, y, consiguientemente, sucumben antes que el ganado ordinario. Este hecho me
impresionó por ofrecer un buen ejemplo de lo difícil que es apreciar por los hábitos de vida ordinarios en
qué circunstancias puede producirse la rareza o extinción de una especie, cuando esas circunstancias se
presentan solo en largos intervalos (Darwin, 2009: 154).
Un ejemplo en el cual Darwin compara fósiles de especies extintas con otras actuales
y semejantes —comparación necesaria para establecer una continuidad gradual y
evolutiva a lo largo del tiempo— es el siguiente:
La relación, aunque lejana, entre el Macrauchenia y el guanaco, entre el Toxodon y el Capybara; el
parentesco, más estrecho aún, entre muchos desdentados extintos y los vivientes perezosos, hormigueros y
armadillos, hoy tan eminentemente característicos de la zoología sudamericana; y las afinidades, mucho
más acentuadas que las anteriores, entre las especies, fósiles y vivientes, del Ctenomys e Hydrochaerus,
constituyen los hechos más interesantes. Todas esas relaciones se patentizan maravillosamente —tan
maravillosamente como las que existen entre los marsupiales de Australia, fósiles y extintos— en la gran
colección últimamente llevada a Europa, de las cuevas del Brasil, por los señores Lund y Clausen. En dicha
colección se cuentan especies extintas de todos los 32 géneros, excepto cuatro, de los cuadrúpedos
terrestres que ahora habitan las comarcas donde se hallan las cuevas, y las especies extintas son mucho más
numerosas que las vivientes de hoy; hay hormigueros, armadillos, tapires, pecaríes, guanacos, zarigüeyas,
junto con numerosos roedores, monos y otros animales sudamericanos, todos fósiles. Esta admirable
relación, en el mismo continente, entre las especies muertas y las vivas ha de arrojar de aquí en adelante —
no lo dudo— más luz sobre el aspecto exterior de los seres orgánicos de nuestro planeta y sobre su
desaparición que cualquiera otra clase de hechos (Darwin, 2009: 179).
En el aspecto geológico hace conjeturas que dan razón a los principios de Lyell, cuyo
libro llevaba consigo por indicación de Henslow, su mentor en la Universidad de
Cambridge, y que leyó al comienzo del viaje alrededor del mundo.
El entendimiento no puede comprender, a no ser mediante un proceso lento, ninguno de los efectos
producidos por una causa en acciones tan repetidas que el multiplicador mismo sugiere una idea poco
definida, como la que pretende expresar el salvaje al señalar con el dedo los cabellos de su cabeza. Siempre
que he visto lechos de cieno, arena y cascajo acumulados en un espesor de muchos miles de pies me he
sentido inclinado a proclamar en voz alta que masas tan enormes jamás han podido ser reunidas por ríos y
playas como los actuales. Mas, por otra parte, al oír el matraqueo atronador de estos torrentes y recordar
que razas enteras de animales han desaparecido de la faz de la tierra, sin que en todo este periodo hayan
dejado de avanzar chocando rumorosamente día y noche esas piedras, me he preguntado si habría acaso
montañas o continentes capaces de resistir semejante desgaste (Darwin, 2009: 319).
No hurtaré transcribir otro texto más, especialmente significativo, por lo que tiene de
reconocimiento a la lentitud con que la tierra trabaja sus contornos y con el tiempo que
cuenta la vida para su transformación. Ante la imagen de un bosque fósil, Darwin
exclama:
Poca experiencia geológica se necesitaba para interpretar la maravillosa historia que de pronto revelaban
estos árboles, aunque he de confesar haberme sorprendido tanto el hallazgo, que apenas podía dar crédito a
lo que tenía delante de los ojos. Vi el sitio donde el grupo de hermosos árboles balanceó en otro tiempo sus
ramas sobre las costas del Atlántico, cuando este océano (retirado ahora 700 millas) llegaba al pie de los
Andes. Vi que habían nacido en un suelo volcánico levantado sobre el nivel del mar, y que posteriormente
esta tierra seca, con sus erguidos árboles, había sido sepultada en las profundidades del mar. En esas
profundidades, la tierra, en otro tiempo seca, quedó cubierta por lechos sedimentarios, y estos, a su vez, por
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enormes corrientes de lava submarina, una de las cuales tenía el espesor de 1000 pies, y estos diluvios de
roca fundida y sedimentos ácueos se habían sucedido alternativamente por cinco veces. El océano que
albergó masas de tal espesor debió de ser muy profundo; pero nuevamente entraron en juego las fuerzas
subterráneas, y ahora contemplé el lecho de aquel océano formando una cadena de montañas de más de
2100 metros de altura. Y las fuerzas antagónicas que de continuo laboran en desgastar la superficie de la
Tierra no suspendieron su actividad en este periodo: las grandes acumulaciones de estratos habían sido
tajadas por numerosos y anchos valles, y los árboles, al presente convertidos en sílice, se alzaron en tierra
seca volcánica, actualmente hecha roca allí donde en otro tiempo irguieron sus elevadas copas. Ahora este
terreno se presenta como definitivamente estéril y desierto; ni siquiera el liquen puede adherirse a los
moldes pétreos de los antiguos árboles. Por inmensos y apenas comprensibles que tales cambios puedan
parecer, han ocurrido todos dentro de un periodo reciente si se le compara con la historia de la Cordillera, y
la Cordillera misma es absolutamente moderna, si se la compara con muchos estratos fosilíferos de Europa
y América (Darwin, 2009: 334).
Esas ideas, junto con otras observaciones que el lector puede encontrar en las obras
del biólogo inglés, le sugieren la posibilidad de una readaptación de unas especies en
otras, especialmente cuando comprueba que se producen diferencias dentro de una
misma especie debido al aislamiento geográfico. El caso de los pinzones es
paradigmático y no me detendré —por demasiado sabido— a analizarlo aquí. La
posteridad también considerará ese hecho como realmente importante para evitar un
intercambio genético que es decisivo para que unos individuos no se crucen con otros y
se constituyan como especies diferentes y separadas.
De momento tenemos una condición de posibilidad y montones de datosjunto con
intuiciones derivadas de la observación, pero todavía no hemos obtenido ningún
mecanismo «sencillo» de transformación somática y de deriva hacia especies nuevas. La
investigación de Darwin continuará después de su viaje y no parará de seguir estudiando
la naturaleza, todavía sin un horizonte teórico formado en su cabeza. Dice así en su
Autobiografía:
Después de mi regreso a Inglaterra me pareció que, siguiendo el ejemplo de Lyell en geología, y
recogiendo todos los datos que de alguna forma estuvieran relacionados con la variación de los animales y
las plantas bajo los efectos de la domesticación y la naturaleza, se podría quizás aclarar toda la cuestión [de
los mecanismos de adaptación]. Empecé mi primer cuaderno de notas en julio de 1837. Trabajé sobre
verdaderos principios baconianos y, sin ninguna teoría, empecé a recoger datos en grandes cantidades,
especialmente en relación con productos domesticados, a través de los estudios publicados, de
conversaciones con expertos ganaderos y jardineros y de abundantes lecturas. [...]. Pronto me di cuenta de
que la selección era la clave del éxito del hombre cuando conseguía razas útiles de animales y plantas. Pero
durante algún tiempo continuó siendo un misterio para mí la forma en que podría aplicarse la selección a
organismos que viven en estado natural (Darwin, 1993: 66).
Hay mucho que comentar en este texto sobre cómo trabajaba Darwin, de su
metodología investigadora, pero vayamos a su final y preguntémonos cómo se produce
la selección en la naturaleza. No es fácil resolver el misterio de qué pasa en la naturaleza
sin una inteligencia consciente que dirija el proceso. En el caso de la domesticación de
animales y plantas está claro el agente del cambio: el ser humano selecciona qué ser vivo
se cruza con cuál para que se produzca el resultado que considera mejor para sus
intereses comerciales, estéticos o de la índole que sean. Pero, ¿y en estado natural, sin el
hombre pastoreando y criando, siendo el hombre mismo producto de ese estado, qué es
lo que produce la transformación? Pronto advierte Darwin que la clave en el mundo
25
domesticado es la selección y que algo similar debe de ocurrir en el mundo natural. Debe
de haber una selección natural similar a la selección que podríamos llamar artificial, pero
¿cuál es su mecanismo?
De esa duda vendrá a sacarlo una lectura realizada, en principio, por puro placer y que
resultó más provechosa de lo que podía haber supuesto al iniciarla. Cuenta el propio
Darwin:
En octubre de 1838 se me ocurrió leer por entretenimiento el ensayo de Malthus sobre la población y,
como estaba bien preparado para apreciar la lucha por la existencia que por doquier se deduce de una
observación larga y constante de los hábitos de animales y plantas, descubrí en seguida que bajo estas
condiciones las variaciones favorables tenderían a preservarse, y las desfavorables a ser destruidas. El
resultado de ello sería la formación de especies nuevas. Aquí había conseguido por fin una teoría sobre la
que trabajar (Darwin, 1993: 66-67).
De nuevo la prudencia le lleva a no precipitarse por habérsele ocurrido una idea.
Descubre «una teoría sobre la que trabajar». Un trabajo que le lleva más de veinte años
hasta que ve la luz en forma de libro y ello porque otros investigadores menos
puntillosos en la valoración y acumulación de pruebas le incitan a ello. El sencillo
mecanismo de selección que emplea la naturaleza para formar especies nuevas después
de prolongados cambios en el tiempo es la lucha por la existencia, por cuya virtud los
más ajustados al medio tienen más posibilidades de sobrevivir que los menos ajustados a
él: podrán vivir más, más sanos y tendrán más capacidad de reproducirse. Ese es el
resultado cuando se produce el colapso del medio ambiente ante un exceso de población
o debido a cambios del propio medio que hace que variaciones en algunos individuos
hasta entonces inocuas o incluso desfavorables se tornen beneficiosas. Cabe precisar que
la selección del más apto se produce de tres formas: cuando el ser vivo se encuentra más
ajustado a las condiciones geográficas y al clima en el que vive, cuando sus condiciones
físicas le hacen que salga favorecido en la competición por el alimento con otras
especies (selección interespecífica) y, en tercer lugar, cuando sus cualidades le hacen
triunfar en la competición por el alimento y la reproducción contra los miembros de su
propia especie (selección intraespecífica). Ciertamente, este «sencillo» mecanismo no es
el único que interviene en la constitución de nuevas especies, pero es al que Darwin
concede mayor importancia y es el que, a la postre, va a ser su descubrimiento esencial.
Es verdad que el naturalista inglés concibe que existe una cierta interiorización de los
caracteres adquiridos que se acumularía y que se transmitirían por herencia. Es un claro
dejo lamarckista, pero que está justificado por el desconocimiento de los mecanismos
genéticos de la herencia que solo unos años más tarde de la publicación del El origen de
las especies dará a conocer Mendel, concretamente en 1866. Otra cosa es que la escasa
difusión de la publicación de los artículos del genetista hiciera que no llegase a
conocimiento de la masa crítica de investigadores de manera inmediata y sus escritos
tuvieran que ser redescubiertos en los albores del siglo XX, ejerciendo solo entonces una
influencia decisiva para explicar ese mecanismo de transmisión hereditaria que en
Darwin no queda nada claro.
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3. Biología y filosofía de la evolución
Qué pasa tras Darwin es algo bien conocido. Ya he indicado que el desconocimiento
de los mecanismos concretos de la herencia dificulta la comprensión de cómo pueden
producirse cambios en las generaciones siguientes. El propio Darwin intenta explicarlo
de forma inteligente, pero sin los recursos que le hubieran dado algunos conocimientos
de genética. Hay que asumir —sin caer en nominalismos extremos— que cada individuo
es diferente de cualquier otro y que tiene una carga genética propia. Esa especificidad y
la complejidad de su genoma permiten que se produzcan mutaciones que, en unos casos,
se reflejarán en el fenotipo y en otros no, y se acumularán en el genotipo hasta acabar
manifestándose de una forma u otra. Ese camino, que lleva desde el redescubrimiento de
los estudios de Mendel por el holandés Hugo de Vries hasta la reformulación de los
mecanismos de selección operada por la teoría sintética de la evolución en la década de
los años 30 a 40 del siglo XX, es sumamente importante, porque va a marcar las
tendencias contemporáneas en el evolucionismo biológico. En primer lugar, la teoría
sintética de la evolución admite que el principal motor del cambio individual es la
micromutación aleatoria que, cuando se ajusta al medio, es seleccionada de forma
natural para mantenerse en las siguientes generaciones. Pero eso que parece tan
«sencillo» engendra problemas que implicarán cambios en el modelo establecido por
Darwin. Y es que, en segundo lugar, una sola mutación no tiene por qué implicar un
cambio específico ni tampoco manifestarse de inmediato. Eso abre la puerta a que el
gradualismo postulado por Darwin pueda ser cuestionado y que se planteen posturas
alternativas como el neutralismo que propuso Kimura o el saltacionismo y el equilibrio
puntuado que postularon, entre otros, Eldredge y Jay Gould, dando tiempo a que el
cúmulo de cambios permanezca oculto hasta irrumpir de forma manifiesta y brusca. Y,
además y como cuestión epistemológica importante, está el hecho de que el azar entre en
juego. ¿Es un componente de la naturaleza o, sin más, y como Monod argumentaba, «la
medida de nuestra ignorancia», en tanto que no habría indeterminación en la naturaleza
sino solamente limitación de nuestro conocimiento, una limitación que nos impediría
establecer la línea causal completa?
El neodarwinismo es la teoría vigente hoy en ciencia biológica con la mutación
aleatoria como estrella protagonista y la selección natural como aquella que tiene la
última palabray, siguiendo con el símil fílmico, la que ejerce de crítica puntera sobre
qué mutaciones permanecen y cuáles no. Cierto es que, en la frontera de la investigación,
se plantean alternativas al exclusivismo de la transmisión de los caracteres por vía
genética y se abren otras «epigenéticas» que tienen a Waddington como iniciador. O
bien, como otra alternativa diferente, se explica cómo es la especie la última instancia de
evolución y no los individuos de la especie. Eso es lo que se hace en la sociobiología que
inició Wilson indicándonos cómo forman parte también del mecanismo evolutivo las
conductas cooperadoras y no solo las competidoras. Y, en último lugar, el espectacular
incremento en la investigación de la biología evolutiva del desarrollo (llamada evo-devo
por sus contracciones en inglés) en detrimento de la tradicional genética de poblaciones.
Cada uno de estos aspectos es importante para comprender el desarrollo histórico de la
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biología tras Darwin, pero no lo es tanto en una obra comprometida con los orígenes del
ser humano aunque tengamos que retomar algunas referencias a esas líneas al tratar de
aspectos particulares de la antropología.
Más me interesa el hecho transcientífico o metabiológico que consiste en hacer de la
evolución una teoría general, una TOE (theory of everything), tomando la evolución
como pauta metafísica primordial: el universo evolucionaría, la vida evolucionaría y el
ser humano evolucionaría en un proceso continuo y reductible a lo anterior o —como
alternativa teórica— discontinuo, novedoso e irreductible. Según ambas posturas,
aunque muy diversas en sus presupuestos ontológicos, cada momento implica una
emergencia de lo anterior pero, en un caso, se postula que algún día encontraremos los
mecanismos de esa novedad y, en otro, que esa novedad es tan radical que no puede
admitirse una explicación reduccionista porque lo esencial de cada instancia se da en ese
aparecer y cabe establecer legítimamente la hipótesis de que no ha advenido por
accidente ni por azar. Cada una de estas alternativas es riquísima y entraña toda una
concepción del mundo que ya no es una «biología» de la evolución sino una «filosofía»
de la evolución. Dentro del materialismo reduccionista podríamos encontrar las posturas
de Jay Gould, Dawkins o Dennett; como crítico del materialismo reduccionista podemos
citar a Nagel, aunque no formula una pars construens; y como partidarios
contemporáneos de una postura que sitúa en el origen a una mente, a aquellos que
defienden el llamado «diseño inteligente» y que se apoyan en modelos físicos
mecanicistas de la teología física del siglo XVIII o bien a otras posturas más filosóficas
que hacen de la finalidad su bandera y entre los que podríamos enunciar algunas
derivaciones del tomismo, al filósofo francés Henri Bergson o al jesuita Pierre Teilhard
de Chardin. En el primer caso la fuerza motriz es el azar, en el segundo, diversas
variantes de la intención. Y esa alternativa muestra un antagonismo: ¿es el azar una
fuerza tan poderosa como para explicar el surgimiento de todo lo que hay, o bien no lo
es, y necesitamos recurrir a otras instancias? El argumento de la simplicidad en la
argumentación no funciona aquí: ¿por qué postular una mente y la materia si basta con la
materia o con la mente? Funcionaría si las explicaciones del surgimiento de la vida y de
la mente fueran consistentes o hubiera esperanza de que lo fueran. Pero de momento no
las hay nada más que como deseo o como confianza ciega en el paradigma cientificista.
Dentro del naturalismo evolucionista destaca el libro de D. Dennett La peligrosa idea
de Darwin (Dennett, 1999). Dennett no es una persona que huya de la polémica y que
ignore los argumentos del contrario (aunque se empeñe continuamente en adjetivarlos
como no pertinentes respecto del paradigma científico) y, por ello, justo al comienzo de
la obra trata de las pruebas que aconsejarían partir de una mente en lugar de la materia y
analiza a los filósofos modernos que esgrimen argumentos a favor o en contra de ello,
específicamente Locke y Hume. Exponiendo el argumento de Locke a favor de una
Mente Primera, deja caer lo «extraño y poco natural que puede parecer a la mentalidad
moderna pero —dice—, sigámoslo, considerémoslo una muestra de lo lejos que hemos
llegado desde entonces» (Dennett, 1999: 26. La traducción es mía). Mi problema con esa
afirmación es que no demuestra una buena comprensión del argumento de Locke ni de la
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situación en que hoy nos encontramos respecto de las premisas modernas. Dennett
enuncia que lo que resulta incuestionable a Locke y a Hume es hoy harto discutible
puesto que ahora se ve como primera instancia la materia en lugar de una mente. Pero
eso no sería un indicio de lo lejos que hemos ido sino, precisamente, de que estamos en
el mismo lugar aunque cabeza abajo: le hemos dado la vuelta al punto de vista sin dar un
paso más allá para rebatirlo. Sencillamente, ha cambiado el paradigma biológico y se ha
construido otro filosófico sobre axiomas diferentes, limitándonos a olvidar, que no a
discutir, los sostenidos por la filosofía anterior. Pero veamos el argumento de Locke
expuesto en el Ensayo sobre el entendimiento humano (IV, x, 10) y citado por Dennett
en las páginas 27 y 28 de su libro:
De manera que si no supusiéramos nada primero o eterno, la Materia nunca podría empezar a ser. Si
suponemos a la mera Materia, sin Movimiento, eterna, el Movimiento nunca podría llegar a ser. Si
supusiéramos como primeros o eternos a la Materia y el Movimiento, el Pensamiento nunca comenzaría a
ser. Es imposible pensar que la Materia, ya sea con o sin Movimiento, podría tener originalmente en y
desde sí misma Sensación, Percepción y Conocimiento y resultaría evidente desde esa premisa que la
Sensación, la Percepción y el Conocimiento serían una propiedad eternamente inseparable de la Materia y
de cada partícula de ella.
De acuerdo con Locke se debe suponer que al principio hay una mente creadora de la
materia y del movimiento que hace posible la aparición del pensamiento. Eso no quiere
decir que la Mente cree la materia y el movimiento para que se encarguen de generar el
pensamiento. Quiere decir, exactamente, que la materia y el movimiento por sí solos
nunca darán lugar al pensar y, por ello, se requiere un principio que logre explicar su
génesis. El argumento de Locke, para enunciarlo en terminología más contemporánea, es
que el pensamiento no es reductible a la física o a la química y que, si ha aparecido,
entonces debe haber algún principio «mental», o previo a la materia o en la misma
materia. Esos argumentos han sido discutidos con seriedad por Nagel en La mente y el
cosmos (Nagel, 2014), especialmente en el capítulo titulado «El antirreduccionismo y el
orden natural». Otra cuestión que llama la atención, como señala Dennett un poco más
adelante, es que el propio Hume en los Diálogos sobre religión natural acaba aceptando
que el principio debe de ser de tipo y orden mental. Según Dennett, que el escéptico
Hume llegara a esa conclusión, implica lo imposible que era para el siglo XVIII pensar
en mecanismos que explicaran la emergencia de la mente desde la materia. Darwin
cambia esa situación, arguye el filósofo norteamericano. Pero, contrariamente a lo que
Dennett piensa, tampoco tenemos hoy una alternativa razonable a esas preguntas a no ser
que llenemos de premisas y especulaciones el «sencillo» mecanismo darwinista
suponiendo dos cosas: que funciona a nivel universal y no solo biológico y, segundo,
intentando tapar los múltiples agujeros que aparecen con esa suposición de forma que
acabe viéndose como axioma lógico lo que es inasumible. Habría además que apelar al
llamado argumento historicista, que afirma que lo que no sabemos hoy se sabrá más
tarde o más temprano siguiendo el riguroso camino del materialismo científico. La
esencia del argumento que sostengo puede concretarse en la siguiente afirmación: hoy en
día no sabemos mejor que Locke si al principio fue la mente o la materia; solamente
hemos creadoel estándar contrario sin rebatir sus argumentos y hemos dado por
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supuesto, instados por la costumbre, que lo que Locke sostiene no es científico y su
inversa sí. Y aquí el problema no es la ciencia en sí misma sino el deseo de algunos de
«vivir científicamente» aunque para ello tengan que renunciar a parcelas sustanciales de
la realidad como el yo, la conciencia o la libertad.
La posición fuerte de Dennett es reforzada por autores tan combativos como los
también anglosajones Stephen Jay Gould o Richard Dawkins. Para el primero la mente
no es más que una «exaptación», es decir, un producto del azar que nace de
construcciones más principales y que a la larga se muestra como muy conveniente.
Utilizando su mismo ejemplo, la mente sería como las enjutas de la Catedral de San
Marcos: bellísimas, necesarias como adorno, pero fruto de la más importante tarea de
construcción de la cúpula. Y ese ejemplo está muy bien pensado, pero hace nacer el
problema de lo innecesario que es para el materialismo reduccionista la presencia de una
mente que se escapa del orden biológico puesto que no se limita a sobrevivir y a
ajustarse al medio ambiente. Dicho de otra forma, la mente resulta problemática porque
no se puede explicar por los procedimientos de la biological fitness, de la eficacia
biológica, del ajuste del ser vivo a su medio en búsqueda de una mejor supervivencia de
la especie. Y algo semejante pasa con la teoría de Dawkins del gen egoísta como
principal objeto de protección de la evolución biológica. No voy a argumentar que esas
ideas contrarían al sentido común porque a veces la verdad —científica o no— lo supera
con creces y no es bueno ponerlo como garante último. Pero las ocurrencias, por muy
deslumbrantes que resulten ser, no se convierten automáticamente en conocimiento
científico contrastado. Hay que someterlas a un pausado análisis que acabe en
demostración y no simplemente partir de ellas como axiomas para deducir un conjunto
de ideas especulativas.
Del mismo mito de la ciencia beben los partidarios contemporáneos del llamado
«Diseño Inteligente». Según William Dembski, uno de sus principales representantes en
el campo de la filosofía, «el diseño inteligente es la ciencia que estudia los signos de la
inteligencia» (Dembski, 2006: 31). Esta ciencia deja aparte la naturaleza del diseñador y
sus procesos mentales para quedarse en el ámbito de la realidad natural. Por eso continúa
diciendo el autor citado: «Los procesos mentales del diseñador quedan fuera del alcance
del diseño inteligente. En su condición de programa de investigación científica, el diseño
investiga los efectos de la inteligencia, pero no la inteligencia como tal» (Dembski,
2006: 31). Es marca de la inteligencia lo que Dembski llama la «complejidad
especificada» o, en palabras del bioquímico M. Behe, la «complejidad irreducible».
Conforme a ello «los teóricos del diseño sostienen que causas naturales ciegas son
incapaces de generar una complejidad especificada» (Dembski, 2006: 34). ¿Podría la
erosión formar las efigies del monte Rushmore o letras al azar formar un solo capítulo
del Quijote? Ese argumento es el que choca con la filosofía materialista de la evolución
y el que convierte al diseño en una posible alternativa muy a pesar de los intentos de
confundirlo con el así llamado creacionismo científico, que parte de una interpretación
literal de los textos bíblicos poniéndose en contra de cualquier prueba geológica y
paleontológica razonable. La esencia del argumento de la complejidad especificada es
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antigua, aunque sea formulado con términos nuevos. Proviene del famoso ejemplo del
paseo por la playa que propuso William Paley. Cuenta Paley que si mientras paseamos
encontrásemos un reloj de bolsillo no preguntaríamos sino «quién» lo ha perdido o
«quién» lo ha hecho. Preguntaríamos por un diseñador puesto que el reloj es un
instrumento tan complejo que su construcción no puede deberse al azar. Los autores del
diseño inteligente funcionan con los mismos presupuestos del universo como máquina
que sostenía Paley.
El diseño inteligente no tiene nada que ver con el creacionismo científico, pero eso
tampoco tiene que implicar rendírsele con armas y bagajes puesto que hay estructuras de
explicación mejores que las mecánicas —que son el fundamento de su visión— y que
logran indicar mejor la presencia de una mente en los procesos de la naturaleza. Me
refiero a los postulados teleológicos no deterministas en los que la línea evolutiva que
lleva a la mente desde la mente no es lineal sino que se abre en una explosión de formas,
para utilizar la expresión de Bergson en La evolución creadora. Para que la mente llegue
a ser desde la materia y pueda ser explicada de alguna manera hay que suponer que está
contenida, siquiera virtualmente, en la materia misma. Si no, se hace sencillamente
incomprensible y hay que renunciar a ella convirtiéndola en un fantasma del cerebro o,
sin más, en algo que tiene una existencia semejante a la de los Reyes Magos. Nagel
insiste en ello y, aunque no sepa construir una alternativa clara al materialismo
reduccionista de la filosofía de la evolución, su esfuerzo por deconstruir lo que es en
palabras de Soler Gil una «mitología materialista de la ciencia» (Soler, 2013) le hace un
digno adalid de una concepción íntegra del conocimiento científico puesto que nos ayuda
a deslindar lo que es ciencia de lo que es ideología. En ese sentido cabe hacer referencia
a otras «filosofías» de la evolución que ponen de relieve la presencia de procesos que
cuentan con la mente y que esbozan algunas ideas que hacen plausible su aparición en un
organismo material.
El autor más representativo de lo que podría llamarse una teleología de la conciencia
es Pierre Teilhard de Chardin. Su ley de la complexificación es bastante elocuente para
describir el avance de los procesos cósmicos en general y biológicos en particular.
Expone de forma detenida su juicio sobre el nacimiento del pensar humano y las
consecuencias que implica en la elaboración de una auténtica noosfera que, por haberse
anticipado tanto al orden de los acontecimientos de la sociedad digital de finales del
siglo XX y principios del XXI, no puede dejar indiferente a nadie. Dice así:
El cambio de estado biológico conducente al despertar del Pensamiento no corresponde simplemente a
un punto crítico traspasado por el individuo o incluso por la Especie. Más amplio que eso, afecta a la Vida
misma en su totalidad orgánica y, por consiguiente, marca una transformación que afecta al estado del
planeta entero (Teilhard, 1982: 219).
Desde ese punto de vista, la aparición de la conciencia humana no es un mero plus de
la actividad biológica. El hombre no es una especie «más» entre otras especies puesto
que su advenimiento trastoca toda la realidad: en él la realidad se hace consciente de sí
misma y, como consecuencia de ello, toma el control de la totalidad del planeta. En ese
sentido se justifica que Teilhard afirme lo siguiente:
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Colocado dentro de las cosas en sus dimensiones verdaderas, el paso histórico de la Reflexión es mucho
más importante que cualquier corte zoológico, aunque fuera el que marca el origen de los Tetrápodos o el
de los mismos Metazoos. De entre los eslabones sucesivos franqueados por la Evolución, el nacimiento del
Pensamiento sigue de manera directa, y no es comparable, en orden de magnitud, más que a la
condensación del quimismo terrestre o a la aparición de la vida (Teilhard, 1982: 221).
¿Podemos renunciar, desde una perspectiva científica, a la hipótesis de que en el
principio hubo una mente? Creo que se pueden preferir otras alternativas, o bien que
otros las prefieran, pero no se puede descartar la posibilidad de considerarla porque todo
lo que se refiere a los inicios no puede tratarse más que de forma hipotética y esa
hipótesis explica muchas cosas que de otra forma no se podrían solucionar. Entre otros
planteamientos cabría hablar aquí de las explicaciones que suponen un «ajuste fino» del
Universo (Soler, 2016).
Otro autor que merece

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