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134 JLACA 12 . 1 Journal of Latin American and Caribbean Anthropology,Vol.12,No.1,pp.134–163. ISSN 1935-4932,online ISSN 1925-4940. © 2007 by the American Anthropological Association. All rights reserved. Please direct all requests for permissions to photocopy or reproduce article content through the University of California Press’s Rights and Permissions website, http://www.ucpressjournals.com/reprintinfo/asp. DOI: 10.1525/jlaca.2007.12.1.134 Translocalidad y la antropología de los procesos globales: saber y poder en Chiapas y Yucatán Por Steffan Igor Ayora Diaz universidad autónoma de yucatán cornell universit y r e s u m e n This paper proposes a critical reflection that validates the concept of translocality. I argue that the notion of locality, although indispensable in anthropology, often inscribes or even “locks up” culture in time and space, thus contributing to the institutionalization of the global-local dichotomy. In contrast, and supplementing it, translocality, as a concept, requires the recognition of forms of cultural exchange where the relations among blurred local groups foster the production of cultural hybrids and the transcendence of dichotomies that essentialize the local. Using my fieldwork in Chiapas and Yucatan, Mexico, where I have studied “local” medical knowledges, gastronomy, and identity, respectively, I uncover the mechanisms that produce forms of action that transcend the spatial-temporal limits generally presumed by the concept of “locality” and that are deployed to counter new forms of cultural colonialism. Looking at medical knowledge among speakers of different indigenous languages in Chiapas and at nutritional and dietetic knowledge in Yucatán, I show how, “locally”, individuals and groups of people engage in forms of negotiation and appropriation of universalized discourses, to forge culturally hybrid discourses that are inscribed in the interstices of the global and the local. I argue that the concept of “translocality” suggests shifting temporal and spatial attributes that help us overcome the conceptual limits imposed by the local-global dichotomy. It also prevents representations of the local as static and unchanging forms anchored in a definite territory. PALABRAS CLAVES: translocalidad, conocimiento científico, colonialismo cultural, Chiapas, Yucatán. KEYWORDS: translocality, scientific knowledge, cultural colonialism, Chiapas, Yucatan. Translocalidad y la antropología 135 Mi objetivo en este ensayo es presentar una crítica al concepto de localidad en su uso más generalizado en la antropología y otras disciplinas sociales. A lo largo de la historia de las ciencias humanas se ha sedimentado una forma de compren- sión que enlaza y naturaliza las relaciones entre localidad, comunidad y cultura. Los trabajos tempranos de Tönnies (1955) y Herder (2004) contribuyeron de manera directa e indirecta al proceso de inscripción de la comunidad y la cultura en el espa- cio de lo local, favoreciendo así la escisión de las dimensiones espacial y temporal. Tal como la crítica de Fabian (1983) y Said (1978) ha revelado, categorías a las que se les adscribe el carácter objetivo de descripciones (p. ej., comunidad, tribu, etnia) inscriben/naturalizan la diferencia espacio-temporal al colocar el “Otro” en un espacio y tiempo esencialmente distintos del ocupado por la sociedad hegemónica (ver Ayora Diaz y Vargas Cetina 2004). Es en contra de esta tendencia que sostengo que el concepto suplementario de “translocalidad” puede servirnos para superar las implicaciones esencializantes del concepto de “localidad”, aún cuando por necesi- dad disciplinaria debamos de mantener su uso. Como hago evidente a lo largo de este ensayo, la naturalización de la relación entre estos conceptos se encuentra enraizada en la articulación de distintos imaginarios que hacen aceptable el sentido “natural” de esa relación.1 En el campo contemporáneo de la generación del conocimiento encontramos que existe simultáneamente una tendencia a la fragmentación de las grandes narra- tivas junto con la tendencia a defenderlas de cualquier forma de amenaza. A pesar de múltiples cuestionamientos, apoyada en el poder militar y económico, en el poder de las instituciones del Estado moderno, y en la hegemonía de la tecnología y de la racionalidad en el imaginario moderno, la ciencia, forma culturalmente específica de producir el saber, se ha erigido en el tamiz por el cual todos los demás saberes deben de pasar para establecer su propio valor (Ayora Diaz 2005; Palmie 2002; Prakash 1999; Worsley 1998). La lógica racional-instrumental que caracteriza a las instituciones del estado- nación moderno ha contribuido al establecimiento irreflexivo de este juicio de valor sumario, facilitando la hegemonía del saber científico y permitiendo sostener e imponer la conclusión de que existe una jerarquía entre, por una parte, formas de saber objetivas, verdaderas y universales y, por otra, múltiples formas subjetivas, culturales, morales y parciales (ver, por ejemplo, Habermas 1974; Megill 1994; Mignolo 2000; Trouillot 2003). A la larga, la hegemonía de las primeras justificaría su financiamiento, su apoyo, su difusión y la imposición de sus criterios sobre las otras formas de saber, ya que, como consecuencia lógica de este discurso, en con- traste con lo particular, lo universal se reconoce como un bien mayor. Los siguientes ejemplos buscan resaltar la coexistencia y simultaneidad de dis- tintas tendencias: por una parte, distintos discursos originados en distintas disci- plinas tienden a articularse y suplementarse los unos con los otros, constituyendo la lógica (y la fuerza de esta lógica) racional, objetiva que inscribe lo local en el polo opuesto de lo global. Por otra parte, la reflexión crítica impulsada por los distintos grandes eventos del siglo XX (incluida de maneras varias y a veces vagas bajo el título de “pensamiento posmoderno”) han contribuido a erosionar, progresiva- mente, las certezas monolíticas de la sociedad homo/hegemónica, cuestionando así las dicotomías conceptuales establecidas en el pensamiento moderno. Es así que pueden contextualizarse y entenderse las reacciones al cuestionamiento de los universales y grandes narrativas. Por ejemplo, reconociendo que el imaginario del Atlántico Norte se sustenta en oposiciones dicotómicas entre lo moderno y lo tradi- cional, lo global y lo local, lo racional y lo irracional, lo epistemológico y lo gnósico, podemos entender como el ensayo publicado por C. P. Snow, Las dos culturas (1959), se articula con estrategias discursivas, religiosas y políticas, que se traducen en la subordinación de saberes locales y culturales específicos. Snow argumentaba que existen dos culturas que recorren caminos diferentes y cuyas racionalidades no pueden coincidir: aquella científica, moderna, racional, con validez universal, y aquella que basa sus juicios y acciones en valores culturales de aplicación subjetiva y parcial. En el Congreso Internacional de Antropología que tuvo lugar en Floren- cia, Italia, en 2003, era posible escuchar los ecos de los argumentos que Snow avan- zase, hace casi 50 años, en argumentos racionales/objetivos que buscaban justificar una estructura jerárquica al interno de las “ciencias de la vida”. En la óptica de los sus- tentantes, en esta jerarquía las ciencias biológicas y médicas ocuparían una posición de liderazgo, mientras que la antropología, con su enfoque cualitativo e interpreta- tivo, sería asignada un papel subordinado en la producción del saber (el primero por ser universal y el segundo por sus lazos con la localidad). Esta propuesta de estruc- turación del poder dentro de la lógica del conocimiento nor-atlántico (que no ha dejado de encontrar oposición dentro de la misma comunidad académica) y el temor a las formas locales de entender el mundo (porque amenaza con fracturar las insti- tuciones de la ciencia) permiten entrever que ni siquiera la cultura nor-atlántica, ni sus formas de saber, son de caráctermonolítico. Otro ejemplo revelador de esta lógica fue la noticia difundida por la prensa mundial cuando el 28 de abril de 2005, Joseph Ratzinger, en ese entonces Carde- nal y hoy Papa de la iglesia católica, Benedicto XVI, declaraba la necesidad imper- ativa de defender a la ortodoxia de la “dictadura del relativismo”. Ratzinger redefinía la ortodoxia como blanco de las amenazas constituidas por formas de pensamiento alternativo que resisten la autoridad patriarcal, moral y política del código nor-atlántico universalizado. En este tipo de discurso, las formas locales y particulares de conocer e interpretar el mundo se transforman en amenazas a la integridad de la visión universal/izada de las culturas del Atlántico Norte. De ma- nera análoga, como sugiere Mignolo (2000), la consolidación de la “ciencia”convierte discursos gnósicos culturalmente específicos en “epistemológicos”, universalizando 136 JLACA 12 . 1 Translocalidad y la antropología 137 y diseminando valores y perspectivas que surgieron en el marco específico de la his- toria de transformaciones sociales, culturales, políticas, económicas y tecnológicas ocurridas en las sociedades del Atlántico Norte. La consolidación de la ciencia ha cimentado la institución de una jerarquía de saberes que legitima la supresión o, al menos, el silenciamiento de otras formas de saber. Esta autoridad encontraría su fundamento en el imaginario social radicado en lo que Mignolo (2000, 2002, 2005) llama la diferencia colonial y Trouillot (2003) identifica cómo el “espacio del salvaje”. Los antropólogos y antropólogas llevamos ya, desde distintas perspectivas y alcanzando distintas conclusiones, décadas de revaloración y redimensionamiento de los saberes locales en distintos ámbitos de la vida humana (ver, por ejemplo, Burke 2000; Geertz 1983; Goody 2000; Hess 1995; Levi-Strauss 1968; Obeyesekere 1997; Sahlins 1976, 1996; Rosaldo 1980; Worsley 1998). Sin embargo, ha sido sólo recientemente que estos esfuerzos se han acompañado de una reflexión y crítica de las formas institucionales de colonialismo y neocolonialismo. Ésta ha sido una tran- sición difícil aún para quienes invierten buena parte de su vida en el activismo político y la defensa de los dominados. Por una parte, los procesos socio-políticos contemporáneos han dirigido nuestra atención hacia las articulaciones global- locales desestabilizando formas establecidas de entender la “comunidad”, mientras, por otra parte, la necesidad de identificar actores sociales legítimos para su apoyo, lleva a la re-inscripción de los sujetos en el espacio y tiempo de la “comunidad” local/tradicional (Castells 1997; Escobar 1994). Esta aporía radica, al menos en parte, en el hecho que, para quienes nos dedicamos a la investigación antropológica, nues- tra concepción del saber y de la ciencia ha sido instituida por la universidad y otras formas institucionales de aprendizaje que, por necesidad, son in/formadas por la misma historia, la misma estructura de relaciones de poder y las distintas formas de colonialismo que han permitido su existencia (Bourdieu 1988; Burke 2000; Goody 2000). Es necesario recordar que en las sociedades del Atlántico Norte la enseñanza universitaria y la imprenta surgieron de las preocupaciones e intereses de diversas instituciones eclesiásticas: las universidades comenzaron como centros de preparación intelectual religiosa y la producción de textos impresos estuvo larga- mente bajo control de las distintas iglesias (Roberts, Rodríguez Cruz y Herbst 2006; Scott 2006). En consecuencia, quienes nos hemos convertido en investigadores e investigadoras sociales nos hemos apropiado de los valores, principios y cosmo- visión de la ciencia. Esta “naturalización” de las certezas acerca de la superioridad de la sociedad “moderna” y de sus formas acompañantes de saber y tecnología permite entender cómo, entre antropólogos y antropólogas, hay quienes buscan honrar los conocimientos locales elevándolos al status de formas semicientíficas de saber (ver, por ejemplo, Berlin et al, 1996). Estas estrategias no-reflexivas contribuyen así, quiero pensar involuntariamente, a la subordinación y colonización tanto de la vida cotidiana como de los saberes trans/locales.2 En este ensayo quiero insistir en la necesidad de realizar una crítica reflexiva continua de las estrategias disciplinarias discursivas y práxicas que buscan reposi- cionar los conocimientos locales. Para ello, en primer lugar, presentaré una revisión crítica de la categoría de “conocimientos locales” para luego, basado en mi propia experiencia de investigación, ejemplificar las formas en que la falta de reflexividad convierte a los conocimientos científicos, en estos casos médicos y dietéticos, en formas de neocolonización cultural del saber y, en consecuencia, de legitimación de la subordinación de grupos dominados. Mi propuesta es que es necesario recono- cer las distintas formas en que el concepto de “translocalidad” suplementa el de “localidad”, sirve de soporte para entender la multiplicidad y heterogeneidad de los saberes, y para prevenir o, al menos, criticar su reificación y esencialización, sea como universales o locales. ¿Saberes locales o translocales? La pregunta es claramente retórica. Después de décadas de estudios sociológicos, antropológicos, históricos y económicos sobre la globalización, es cada vez más difí- cil sostener, sin basarse en saltos lógicos o actos de fe, que los grupos socioculturales están inextricablemente ligados, sea a un tiempo o a un espacio específico (Amselle 1999; Ayora Diaz y Vargas Cetina 2004; Wolf 1982). Los primeros estudios sobre la globalización cultural subrayaban las articulaciones local-globales, las convergen- cias y divergencias entre las distintas dimensiones del proceso de globalización pero, salvo declaraciones de intención, se postergaba la discusión de la naturaleza de los grupos identificados como “locales”. El trabajo pionero de Eric Wolf (1982) sirvió de llamada a las y los antropólogos para examinar las conexiones de los fenómenos locales con aquellos globales. Sin embargo, se continuaba pensando lo local a par- tir de un grupo de individuos ligados a un territorio, con prácticas culturales claras, precisas y distintas de las de otros grupos, y con fronteras muy bien delimitadas. Las convergencias, divergencias y articulaciones se daban gracias a las distintas formas de intercambio entre las culturas locales y aquella global (en singular). Lo local con- tinuaba atado al espacio y lo global, desprendido del espacio, se convertía en una fuerza a ser resistida, rechazada, apropiada, adaptada, adoptada o impuesta sobre lo local. Más adelante, Michael Kearney (1996) demostró las formas en las que los pro- cesos económicos globales establecen formas transnacionales de organización de la producción que han permitido transformar la experiencia y el sentido de lo local (ver también Torres 1997). En manera complementaria, la propuesta de Clifford (1997) de ver a las culturas como en continuo movimiento, y desligadas del espacio, nos lleva a cuestionar la inmanencia de los lazos entre la localidad y la cultura. Gupta y Ferguson (1997a), por su parte, han sugerido que es más bien necesario 138 JLACA 12 . 1 Translocalidad y la antropología 139 examinar las formas en las que los sujetos construyen la localidad, contribuyendo así a desestabilizar la naturalización de la relación entre lugar y cultura. En el con- texto de procesos global-locales los grupos sociales se ven en la necesidad de cons- truír significados o de apropiarse de códigos universalizados con el fin de crear condiciones que permitan encontrar sentido en lo local como opuesto a las fuerzas de lo global (Gupta y Ferguson 1997b). Es en este contexto que tenía sentido, hasta recientemente, pensar de maneras críticas la globalización o la situación postcolonial mediante la formulación de estrategias políticas, culturales, y demás, para defender, revitalizar, proteger las cul- turas locales (Escobar 2001; Gibson-Graham 2006).3Sin embargo, el énfasis en lo local no siempre conlleva una reflexión crítica acerca de las condiciones globales que legitiman los códigos universales (Mignolo 2005). Sin ese cuestionamiento, pensar en la inscripción espacial de las culturas permite reproducir (aún mediante su inversión) formas jerárquicas de lo global y lo local. Reivindicando la inscrip- ción espacio-temporal de las culturas se puede sostener que éstas habrían pro- ducido un saber,“local”, que es el resultado de su relación (más o menos) armónica con la ecología y con otros seres humanos. Su saber sería consecuentemente el resultado de la sedimentación histórica de conocimientos acumulados a lo largo de siglos, o milenios, según el grupo del que se hablase. Por ejemplo, según una convención narrativa, los indígenas habrían resistido su asimilación y rechazado formas culturales ajenas, consolidando un corpus de saber específico y propio, que meritaría los esfuerzos de intelectuales y activistas (así como, más recientemente, de agencias internacionales) para protegerlos (ver, por ejemplo, Castellano 2002; Dei, Hall y Rosemberg 2002; Holmes 2002; McIsaac 2002; Wane 2002). Estos gru- pos, claramente identificables como un solo sujeto colectivo, serían entonces capaces de resistir o de combatir a los agentes de la globalización homogenizante. En esta lucha, la autenticidad de las culturas se convertiría en un criterio para decidir quiénes ameritarían el interés, atención y ayuda de los intelectuales y activistas. La consecuencia, para estos grupos locales, es que frecuentemente han sido cons- treñidos, sea por el Estado que por grupos no gubernamentales, a reificar y par- alizar sus prácticas culturales o a transformarlas para adaptarlas a las definiciones impuestas desde fuera (por el Estado, la Organización Internacional del Trabajo, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Interamericano de Desarrollo, u otras agencias de “desarrollo”. Ver, en particular, la crítica desarrollada por Escobar 1994). La situación se ha hecho aún más crítica ante las maniobras de grandes corporaciones transnacionales que buscan privatizar y apropiarse de recursos agrícolas, medici- nales, y culturales de diversa índole, esenciales para la supervivencia de distintos grupos humanos (ver también los artículos de Hutchins y Viatori en este número de JLACA). Esta situación ha sido ampliamente denunciada desde distintos ángulos y en distintos medios de comunicación (ver, entre tantos, Hayden 2003; Nigh 2002; Shiva 1997). No obstante, como antes he argumentado (Ayora Diaz 2002), distintas formas de “ayuda” a la población local se convierten en un “regalo envenenado;” es decir, en herramientas de neocolonización cultural que en su forma más benigna dejan sin cuestionar las definiciones de lo “local” y en formas más extremas impo- nen sobre distintos grupos que reciben ayuda, estructuras y formas de significación que corresponden a la lógica universal de la cultura del Atlántico Norte (ver tam- bién Trouillot 2003). Esto es porque frecuentemente se olvida que estas definiciones han sido formadas precisamente en los centros de poder y, aunque negociadas y resignificadas localmente, contienen en su núcleo las premisas de la esencialización cultural. Esta esencialización es resultado de un proceso de sedimentación y afir- mación de estructuras dicotómicas y polarizadas que excluyen matices y posi- cionamientos en medio de los polos. En consecuencia, esta esencialización obliga a grupos que podrían ser entendidos y auto-representarse cómo en continuo flujo y transformación, así cómo a sujetos que creativamente desarrollan sus propias estrategias de apropiación e hibridación, a silenciarse, mimetizando y tomando las características “deseables” que impone el imaginario nostálgico de los benefactores de la cultura neo-colonial (Bhabha 1994). Por tanto, estas formas de entender las relaciones global-locales, que privilegian lo local, han dejado de lado precisamente el hecho de que la “localidad”es una cons- trucción analítica que ha sido utilizada como un avatar que desvía la atención de la complejidad de los procesos de negociación y construcción cultural y de las estructuras sociales.4 Durante la reflexión y el análisis de los procesos culturales esta definición de “localidad” ha tenido también como consecuencia la subordinación de los procesos de intercambio cultural entre distintos grupos llamados “locales”. Si bien el término de hibridación ha sido acuñado para describir los resultados de alguna forma de intercambio, en algunos casos (pace García Canclini 1991), el tér- mino mantiene o depende de la reificación de las culturas “moderna” y “tradi- cional”, y deja sin cuestionar las relaciones de poder inscritas en las formas híbridas (ver, entre otras, las críticas en Ayora Diaz 2002; Beverley 1999; Friedman 1997; Shepherd 2004). Aunque no desarrollaré más este argumento en este ensayo, me parece importante señalar que el trabajo de Bhabha (1994), Lash (2003) y Pratt (1999), se encuentran entre aquellos que apuntan hacia una crítica de las implicaciones colo- niales al analizar los procesos de hibridación que surgen de las formas heterogéneas de articulación local-globales que se negocian en cada lugar. Estos autores, en pocas palabras, sugieren la necesidad de pensar cómo se constituyen histórica y estructuralmente distintas “terceras culturas” que ocuparían lugares intermedios, marginales e intersticiales entre los extremos de la polarización global-local. Al con- servar esta dicotomía conceptual se mantiene oculto el hecho que todas las culturas son el resultado de estas articulaciones translocales. 140 JLACA 12 . 1 Translocalidad y la antropología 141 Es con base en la necesidad de superar esa dicotomía que las y los antropólogos podemos encontrar que el concepto de translocalidad ofrece ventajas suplementarias sobre el concepto de localidad, especialmente en este inicio de siglo, cuando es ine- ludible tomar en cuenta el complejo proceso de globalización. En primer lugar, por remitirnos a los cambiantes procesos de intercambio cultural en una multiplicidad de escalas,5 y al entender a éste, a su vez, como in-formado por las distintas pecu- liaridades y trayectorias históricas de los grupos en interacción, el concepto limita nuestras posibilidades de reducir lo translocal a una forma universal que permitiría establecer leyes acerca de las formas y resultados de la translocalidad: lo translocal es distinto en cada localidad y es el producto de condiciones distintas de relación entre distintas formas de lo local-local y lo local-global. Segundo, el concepto de translo- calidad nos impide partir de la premisa de que existen grupos humanos aislados, estáticos e impermeables al intercambio de prácticas y formas culturales. En tercer lugar, nos remite a la dimensión diacrónica de las culturas, no en el sentido de la búsqueda de sus raíces en el pasado, sino del reconocimiento de su “ser-proceso”. En vez de pensar en continuidades a-históricas en las culturas, nos vemos obligados a revelar las formas históricas de re-significación de las prácticas y discursos culturales que parten de la necesidad histórica de formas distintas de intercambio entre distin- tos grupos humanos. Así, el concepto limita las posibilidades de encadenar a los gru- pos humanos a estructuras y contenidos fijados de una vez por todas, sea en el espacio o el tiempo. Por ejemplo, si un sistema binario de oposición caliente-frío hubiese existido antes de la expansión europea al continente americano, no podemos asumir que el sistema de oposición usado por grupos sociales contemporáneos, indí- genas o no, sigue siendo el mismo después de 500 años de colonización cultural (o que estos grupos permanecen anclados en un tiempo distante en el que mantienen ese sistema antiguo de significación). Por el contrario, debemos de examinar en cada caso cómo distintos estratos de significación han sido añadidos en las relaciones de dominación y colonización cultural entre estos grupos locales y lasdistintas culturas con las que se han encontrado a lo largo de estos siglos. Cuarto, porque las formas de intercambio no son nunca simétricas, por necesidad el concepto “translocalidad”nos obliga a revelar las estructuras desiguales de poder involucradas en dicha relación entre culturas. El concepto de translocalidad nos permite traer de vuelta a la dis- cusión precisamente la complejidad que se soslayaba, o cuya discusión se postergaba, al hablar, en términos generales, de articulaciones local-globales (Trouillot 2003; Tsing 2005).Aquí es de particular relevancia el papel que tienen distintos mediadores de la transformación social o cultural. Como Tsing (2005) ha mostrado, en ocasiones, son elites o distintos actores locales quienes median estos procesos pero, con fre- cuencia, son miembros de ONGs y empleados de las instituciones del Estado quienes cumplen con el papel de vehículos y mediadores en la construcción de lo local y de la articulación de lo local-local, lo local-global y, en consecuencia, de lo translocal. Así como la modernidad no es la misma en todas partes, la translocalidad produce formas particulares que diferencian a unos grupos de otros. El saber científico cos- mopolita se plantea universal y esconde su especificidad cultural. Sin embargo, al ser apropiada o resistida, adoptada o adaptada, la ciencia, en su translocalidad, es dis- tinta en todas partes. Esto es, en parte, por que no podemos pensar en grupos cul- turales ligados a un tiempo o un espacio y que, desde su condición esencial, “desaparecen” o “resisten” al inter/cambio. Más bien, necesitamos reconocer como cada cultura es ya, y desde siempre, el resultado de la sedimentación de múltiples intercambios a lo largo del tiempo y que, desde esa condición, se encuentra en con- stante negociación con otros grupos para poder establecer, de manera provisional, los elementos relevantes para su auto-identificación (ver también Amselle 1999 y Shepherd 2004). Ciencia, translocalidad y neo-colonialismo Cómo ya he discutido antes con respecto al conocimiento médico en Chiapas (Ayora Diaz 2002) y Shepherd (2004) ha mostrado con respecto al conocimiento agrícola en Perú, aún hoy día investigadores y medios de comunicación continúan sosteniendo la noción de que la ciencia moderna ha logrado alcanzar “objetividad” y depurarse de sus valores y premisas culturales. Este trabajo de “purificación” es importante, al menos en su dimensión retórica, para justificar el reclamo de supe- rioridad del saber científico sobre otras formas de saber y el silenciamiento de for- mas híbridas (Latour 1993). Otros autores, como Harding (1998) y Hess (1995), han argumentado que la ciencia y la tecnología son el resultado de transformaciones más generales en las sociedades en que se originan y su transferencia a otras sociedades no es neutral. La transferencia de tecnología o conocimientos científicos de una sociedad a otra se hace acompañada de los valores culturales de la sociedad que realiza la transferencia. Aunque puede reconocerse que la transferencia se reali- za en condiciones de intercambio que transforman a ambas sociedades, me parece que es siempre importante mantenerse alerta ante las desigualdades estructurales de poder que le dan forma. En el mundo contemporáneo la hegemonía del saber científico sobre otras formas de saber tiende a deslegitimar los conocimientos de grupos subordinados, sea dentro del Estado-Nación como en la red de relaciones internacionales. En ningún caso podemos olvidar que en estos procesos de neoco- lonización participan también, directa o indirectamente, diversas corporaciones transnacionales cuyos intereses son frecuentemente protegidos tanto por los mis- mos Estados-Nación como por formaciones supranacionales como el Banco Inter- americano de Desarrollo, el Fondo Monetario Internacional, la Organización Internacional del Trabajo, y por tratados transnacionales ejemplificados por el TLC 142 JLACA 12 . 1 Translocalidad y la antropología 143 y la Unión Europea. Estos procesos deben ser entendidos en la articulación de sus distintos planos: al mismo tiempo que se producen nuevas formas de colonización cultural, se pone el énfasis en definiciones de lo local que hacen radicar la cultura en la comunidad, y ésta, a su vez, en espacios circunscritos. A continuación ilustraré estas formas de colonización basándome en mi expe- riencia de investigación tanto en Chiapas como en Yucatán. En Chiapas, entre 1995 y 1999, realicé una investigación sobre las formas de saber médico entre grupos “locales” de las regiones Altos y Frontera. Desde enero de 2000 estoy realizando una investigación en Yucatán sobre gastronomía e identidad. El dedicarme a la gas- tronomía me ha obligado a prestar atención a los discursos dietéticos y nutricionales que juzgan y frecuentemente descalifican como dañinas formas culturalmente signi- ficativas. En ambos casos, privilegiar la localidad funcionaría como impedimento para detectar las formas, momentos y procesos de negociación y re-significación que la noción de translocalidad nos obliga a reconocer. Chiapas: La apropiación científica de las medicinas translocales El caso de las medicinas indígenas/locales de Chiapas es importante para analizar la manera en la que se construye lo local durante el proceso de colonización cultural y, al mismo tiempo, los agentes de esta colonización se convierten en artífices de la translocalidad retóricamente negada. La región Altos de Chiapas ha sido objeto de múltiples intervenciones por parte del gobierno nacional y de agencias y organiza- ciones no gubernamentales con lazos transnacionales. Desde el inicio de la segunda mitad del siglo XX, con la instalación del primer centro coordinador indigenista del país, los poblados de hablantes de tzotzil y tzeltal se convirtieron en blanco de estrategias de cambio cultural dirigido (Kohler 1977) que inauguraron una nueva fase en la historia de colonialismo interno del Estado mexicano. Aunque estos cam- bios eran dirigidos a distintas esferas de la vida local, y para cada una de ellas se reclutaron intermediarios culturales entre los expertos locales, el caso de la medic- ina fue distinto. En particular, los médicos identificados como “curanderos” e “indí- genas” de estas poblaciones fueron explícitamente excluidos por ser considerados agentes de la tradición y opuestos al cambio (Kohler 1977). Los distintos esfuerzos del Instituto Nacional Indigenista y de las instituciones de salud se dirigían hacia el desplazamiento gradual e inexorable de conocimientos médicos “tradicionales”que estas agencias consideraban supersticiones y un riesgo para la salud de los pobladores de la región. En efecto, Harman (1974), cuyo trabajo estuvo ligado al INI, hablaba de la existencia de una medicina de “transición”. Aunque ésta incluía los esfuerzos creativos de los habitantes de Yochib por resignificar el saber propio, por apropiarse del cosmopolita y combinarlos, anunciaba, según la interpretación de este autor, la consolidación del saber médico científico en la región. Las transformaciones globales de la segunda mitad del siglo XX obligaron al Estado mexicano a reconocer la necesidad de recuperar los saberes valiosos de las culturas indígenas nacionales. A partir de entonces las instituciones de salud del Estado comenzaron a realizar estudios para detectar plantas medicinales que pu- diesen aportar soluciones a las carencias del Estado para cumplir la meta de salud universal (Lozoya y Zolla 1983). Desde entonces hasta el presente las agencias del Estado, las Organizaciones no Gubernamentales, y las corporaciones transna- cionales han dirigido sus financiamientos hacia la recuperación, privatización y apropiación de conocimientos médico-herbolarios (Ayora Diaz 2000, 2002, 2003a, 2005). Por una parte, el Estado y sus instituciones iniciaron proyectos de investi- gación para la identificación de plantas medicinales que “objetivamente” contu- viesen elementos biológicos activos.A este esfuerzo se sumaron pronto corporaciones farmacéuticastransnacionales (Nigh 2002). Por otra parte, los asesores médicos del INI comenzaron a promover la herbolaria como la medicina indígena. Los centros del INI se volcaron hacia la “recuperación” de estos recursos desfavoreciendo las otras formas de conocimiento médico de los grupos locales. Así, las prácticas médi- cas translocalmente significativas, basadas en rezos, limpias, y otras intervenciones poco convencionales desde la perspectiva cosmopolita fueron relegadas a los rin- cones de los museos y menospreciadas como prácticas sin fundamento. En Chiapas, al tiempo de mi investigación, eran las comunidades, y no los individuos, las que eran formalmente aceptadas como miembros de las organizaciones de médicos tradicionales, y la demostración del conocimiento y la práctica herbolaria por parte 144 JLACA 12 . 1 Figure 1 Un jardín de plantas medicinales en poblado tzotzil de Chiapas. Fotografía de Steffan Igor Ayora Diaz. http://www.anthrosource.net/action/showImage?doi=10.1525/jlat.2007.12.1.134&iName=master.img-000.jpg&w=263&h=176 Translocalidad y la antropología 145 de los médicos (en forma individual) jugaban un papel primordial entre las condi- ciones de admisión (Ayora Diaz 2000, 2002, 2003a). Sin embargo, la asociación del médico local con la organización era contingente a su saber y a la membresía de su comunidad de pertenencia. Al realizar mi investigación, entre miembros de ONGs y burócratas del Estado, una de las formas dominantes de describir a los grupos de “indígenas” era la de lla- marlos “comunidades”. Su definición como “comunidades” los fijaba a la localidad debido a que este concepto enfatiza las ataduras de los grupos a formas espacio- temporales (no-occidentales, tradicionales), sus lazos de hermandad sanguínea (racial o étnica) explicables por su anclaje territorial, y de armonía social (Ayora Diaz 2003b). Después de décadas de colonialismo cultural, los términos de “medi- cina indígena” y “medicina tradicional” se encontraban bien establecidos y ligados a una forma culturalmente esencializante de lo indígena. En un intento por evitar las connotaciones alocronizantes y orientalizantes de esos términos, comencé a referirme a esta medicina como “local”. Conforme avanzaba mi investigación comencé a darme cuenta que esos términos (indígena, tradicional, maya) reducían la heterogeneidad de medicinas y saberes médicos locales a uno sólo (la herbolaria), contribuyendo a fijar el conocimiento cultural. La dicotomía conceptual “local- global”, aunque productiva, contribuía también a reducir la diversidad de articula- ciones y des/encuentros entre formas distintas de saber médico a las relaciones entre la medicina científica y la medicina indígena (en singular), tradicional, no- occidental, local. Aunque la multiplicidad de los grupos locales sugería la multipli- cidad de saberes médicos, ésta no conducía, necesariamente, al reconocimiento de los intercambios local-local que, en su articulación con los fenómenos globales, contribuyen a pensar la translocalidad de las prácticas y saberes culturales desple- gados para atender los problemas de malestar corporal, social o religioso. Los médicos locales de la región, hablantes de tzotzil, tzeltal, y tojolabal con quienes trabajé, practicaban formas emparentadas pero relativamente distintas de medicina. Cada uno definía su propio saber como valioso para su propio grupo. Cada uno distinguía entre su saber y el de los demás (ver Ayora Diaz 2002, 2005). Mientras tanto, los médicos cosmopolitas se abrogaron la facultad de reconocer o desconocer a quienes se proclamaban médicos “tradicionales”. Mientras más puro y auténtico su conocimiento, más derecho tenían de protección y financiamiento para su “recuperación” y “ fortalecimiento”. Los médicos locales que practicaban otras formas de curación, distintas de aquella única reconocida como “tradicional” o “maya”—es decir, la herbolaria—debían ser “capacitados”. Los esfuerzos por co- lonizar los saberes médicos locales no han acabado. La creación de centros para el desarrollo de la medicina maya ha llevado a la institucionalización, secularización y burocratización de una forma sola de saber, la herbolaria. Al mismo tiempo que ésta es reconocida, se descalifica a las demás: aquellas basadas sea en principios revelatorios y religiosos, o a aquellas que mantienen un diálogo continuo con otras formas de saber médico y participan activamente en el proceso de hibridación, ale- jándose del ideal de pureza y autenticidad requerido por la mirada neo-colonial (Ayora Diaz 2000).6 Sin embargo, la misma imposición de la medicina herbolaria como la forma institucionalmente reconocida de medicina impulsa a médicos de distintos poblados a desplazarse y a aprender de médicos reconocidos las formas legítimas de saber médico “Maya”. Al analizar el caso de Chiapas me parece necesario reconocer y analizar los pro- cesos de negociación translocales que contribuyen a la diversidad de saberes y a su continua transformación. Por ejemplo, los médicos tzeltales, tzotziles y tojolabales, que trabajaban fuera de las instituciones reconocidas por el estado o agencias transnacionales, compartían la certeza en el poder de los rezos y las ofrendas para alcanzar la curación de los enfermos.7 Para los médicos locales residentes en Tenejapa, en parajes tzotziles y los médicos (trans)locales tojolabales, la herbolaria era una práctica subordinada y de origen no indígena (“es medicina de mestizos” me decía un médico de habla tojolabal radicado en Comitán). Pero los médicos tojolabales y los tzotziles practicaban limpias a los enfermos, mientras que los médi- cos tzeltales declaraban que este procedimiento es propio de “ladinos”. A partir de la autoridad conferida al centro de desarrollo de la medicina maya y de las deman- das de parte de agentes del desarrollo ligados a ONGs y al Estado, practicantes de la medicina local han debido buscar información sobre medicina herbolaria para legitimarse como recipientes locales de financiamientos globales, fijando su localidad 146 JLACA 12 . 1 Figure 2 Médico tojolabal ante su altar de curaciones en Comitán, Chiapas. Fotografía de Steffan Igor Ayora Diaz. http://www.anthrosource.net/action/showImage?doi=10.1525/jlat.2007.12.1.134&iName=master.img-001.jpg&w=263&h=177 Translocalidad y la antropología 147 en formas de saber privilegiadas por la cultura del Atlántico Norte (Ayora Diaz 2002). Paradójicamente, en este intercambio se le reconoce a la medicina cos- mopolita (científica) la capacidad de transformarse, pero a la “indígena” se le cons- triñe a la inmutabilidad. Complicando esta paradoja, los médicos locales deben de cambiar y “modernizarse” aceptando y adoptando la única forma que la medicina cosmopolita está preparada a reconocer: la herbolaria. Este proceso de neocolo- nización se mantiene gracias a la participación de agentes que en el discurso político se encuentran en polos opuestos: las instituciones del Estado y de las corporaciones transnacionales, y los activistas políticos y ONGs erigidos en defensores de la cul- tura que ellos y ellas definen como “indígena”. Ambos agentes comparten la visión y valores que permiten ver en lo puro, lo auténtico y, de manera menos explícita, lo útil en la lógica de la racionalidad instrumental, la esencia de la cultura local. En consecuencia, la emergencia, fomento y consolidación de la medicina herbolaria en la región puede entenderse como una forma de translocalidad gestada en el ámbito de las relaciones global-locales que es, a su vez, mediada por no-indígenas que bus- can fortalecer la localidad de las comunidades de Chiapas subordinándolas al código universal de la racionalidad moderna de la ciencia nor-atlántica. Sin embargo, en Chiapas, aquellos sujetos reconocidos como médicos indígenas se encuentran también involucrados en un proceso translocal de construcción del saber en el que entran en juego formas de intercambio local-local, y global-local. Muchos son los sujetos desplazados de sus pueblos de origen que han entradoen contacto con otros grupos étnicos de la región; todos estos grupos llevan décadas de Figure 3 Dos médicos tojolabales con enfermo en su oficina en hospital de Comitán, Chiapas. Fotografía de Steffan Igor Ayora Diaz. http://www.anthrosource.net/action/showImage?doi=10.1525/jlat.2007.12.1.134&iName=master.img-002.jpg&w=263&h=178 interacción directa o mediada con las instituciones médicas cosmopolitas y con medios de comunicación que promueven imágenes y discursos que instituyen y legitiman qué es o no moderno o tradicional. Las prácticas médicas son, en este sen- tido, translocales, aunque su práctica sincrónica pueda ser “objetivamente” descrita como un evento actualizado en un espacio “local”. Cada grupo ha incorporado, apropiado, adaptado, y adoptado elementos de otros saberes que en cada momento de su historia han encontrado como significativos; es decir, que ellos mismos entendieron como ocupando un lugar propio dentro de la propia racionalidad. Quizás en ocasiones han rechazado otros elementos. Pero, en general, me parece que más que rechazar tout court, los médicos locales en esos casos no lograron encon- trar un puesto apropiado en donde situar esos elementos dentro de su corpus de conocimiento. Así, a pesar del supuesto de los discursos homo/hegemónicos, no existe una sola medicina maya, indígena o tradicional sino existen múltiples formas translocales de saber que parten de conocimientos derivados de la experiencia del espacio y tiempo en los que ellos han habitado y ahora habitan. Estos conocimien- tos se enriquecen continuamente a partir del contacto e intercambio con otros gru- pos étnicos de la región, con inmigrantes a la zona, y con la medicina cosmopolita. Pensar en lo translocal de los saberes nos puede permitir entender cómo, por ejem- plo, un grupo de mujeres que se proclaman “mayas”, pueden ofrecer distintos tipos de curación, anunciándolos como “tradicionales”, aunque provengan de una “tradi- ción” distinta de la regional (como la moxibustión, de origen japonés y en uso en la Europa ilustrada). Nutrición, ciencia y colonización de la cultura en Yucatán En este apartado busco ilustrar cómo la negociación de formas de saber nutricional de origen científico sirve para construir formas translocales de saber que hacen comprensibles las estrategias desplegadas por yucatecos para significar y legitimar sus prácticas de consumo de alimentos. En este caso, podemos ver lo translocal cons- truido a partir de una serie de mediaciones que ocurren en distintas esferas que se articulan la una con la otra: el discurso científico nutricional que sirve de plataforma a los discursos dietéticos; las persuasiones culturales, económicas, políticas, religiosas, y morales que hacen aceptables para los “expertos” ciertas inter- pretaciones nutricionales y dietéticas, y justifican su diseminación entre los con- sumidores de dietas; y las formas en las que distintos grupos locales intercambian información y negocian los sentidos de lo científico de la nutrición y lo efectivo de las dietas, construyendo así formas heterogéneas de translocalidad del saber. Por ejemplo, Nestle (2003) ha sugerido que a pesar de la confusión babeliana de discursos dietéticos, es desde siglos sabido que una dieta a base de frutas y verduras es más sana y provechosa para el individuo que otros tipos de alimentación. Aunque uno comparta con ella el cuestionamiento del papel de las corporaciones 148 JLACA 12 . 1 Translocalidad y la antropología 149 transnacionales de alimentos en la conformación del discurso homo/hegemónico nutricional en general, y la pirámide nutricional en particular, una mirada superfi- cial a la historia de la nutrición sugiere que las opiniones sobre qué es una buena nutrición no han dejado nunca de estar encontradas. Albala (2002), por ejemplo, muestra cómo durante la Ilustración en Europa, el consumo de distintas frutas y verduras era considerado un riesgo para la salud. La dieta mediterránea, tan elo- giada en tiempos recientes por privilegiar los vegetales y los granos, así como el aceite de oliva, no es característica de todo el Mediterráneo (Camporesi 1993). En España, Francia, Italia y Grecia, por mencionar unos cuantos entre los países del mediterráneo europeo, la dieta es muy diversa. Montanari (2004) argumenta que en Italia misma, norte, centro y sur han generado muy distintas formas dietéticas y el vegetarianismo o, al menos, la primacía de los vegetales, no pueden ser asumidos como característicos de esa región multicultural. La dieta de las y los ciudadanos ha sido una preocupación de gobierno y política pública en México y en el mundo. La religión, la moral, los valores culturales, y la esfera política, juegan un papel importante en la legitimación o la descalificación de distintas formas dietéticas (Schwartz 1990). En todo caso, cada facción apela a la ciencia para fundamentar su definición de la dieta “correcta”. Sin embargo, sigu- iendo el modelo “internalista”, cumulativo, de la ciencia—que asume una con- tinuidad en la historia de la ciencia—el discurso nutricional busca distanciarse (o purificarse) del dietético. Si bien todo mundo puede tener una opinión distinta sobre qué es una buena dieta, la ciencia nutricional sería la única con las he- rramientas necesarias para determinar objetiva y cuantitativamente los beneficios de cada insumo alimenticio. Purificando a esta disciplina de sus lazos con la cultura, especialistas en la historia de la nutrición pueden afirmar que la ciencia de la nutri- ción es aquella que surgió en el siglo XIX con el desarrollo de técnicas de laborato- rio que permitían determinar el valor de cada insumo y su relación con las características naturales del organismo humano. Más aún, es gracias a esta ciencia que se han desarrollado tecnologías que permiten la manufactura masiva de vitami- nas y otros productos comerciales que servirían para mejorar la salud de los indi- viduos y las poblaciones y, por tanto, tienen un valor universal. Así, aunque estos historiadores pueden reconocer los lazos de estos discursos con los intereses de cor- poraciones dedicadas a la producción y comercialización transnacional de produc- tos alimenticios, dietéticos y nutricionales, se consideran libres de esa asociación ya que la ciencia, en primera instancia, se coloca más allá de los intereses económicos (Finlay 1995, Kamminga 1995, Kamminga y Cunningham 1995). Levenstein (1988, 2003), Shapiro (2001) y Schwartz (1990) han mostrado cómo el surgimiento de los discursos dietéticos y nutricionales modernos ha estado rela- cionado con una agenda política, religiosa fundamentalista y racializante de los grupos en el poder que repudiaban las dietas de los colonizados y de los inmigrantes y rechazaban los saberes de esos grupos con respecto a su propia dieta. Según esta lógica, estos grupos de inmigrantes (pero también los pobres en general), por su uso de especias, se inclinaban hacia el consumo de alcohol. Éste, a su vez, reducía la capacidad laboral de los sujetos afectando al progreso económico de la nación esta- dounidense. La irracionalidad de su dieta obligaba a estos sujetos (pobres e inmi- grantes) a invertir en la comida un porcentaje del ingreso familiar mayor del que la racionalidad moderna permitiría. En consecuencia, lo importante para los grupos en el poder no era mejorar el poder adquisitivo de los trabajadores, sino educarlos para enseñarles a comer de manera “racional”. La ciencia de la nutrición ayudaría en este esfuerzo. Así, la ciencia de la nutrición comenzaba a colonizar la vida de las clases subordinadas dentro de la sociedad e imponía una nueva carga sobre las mujeres: ellas se convertían en las responsables directas de conducir una dieta racional para el esposo y los hijos. Su obligación sería la de estar informadas y actua- lizadas para poder utilizar el conocimiento científico que les permitiese escoger los mejores alimentos para su familia (Apple 1995; Levenstein 1988; Shapiro 2001). Estos discursos se han hecho transnacionales y translocales.Pilcher (1998) ha mostrado en el caso mexicano los vaivenes del discurso dietético-nutricional inscritos en las políticas del Estado. Durante el porfiriato, en la transición del siglo XIX al XX, el Estado mexicano adoptó la perspectiva que aceptaba que el espíritu y el ímpetu de la modernidad estaban ligados a una dieta basada en el trigo, mientras el maíz, consumido por las clases populares, era visto como una dieta que impedía el funcionamiento adecuado del organismo humano y, en consecuencia, reducía la capacidad productiva y obstaculizaba la modernización del país. El estado naciona- lista posrevolucionario mexicano, por su parte, revaloró el papel del maíz y la dieta tradicional, fomentando el consumo de alimentos basados en este grano. Sin embargo, y a pesar del nacionalismo mexicano, agencias transnacionales se han mantenido activas en la generación de políticas alimentarias universales para la nación mexicana (ver, por ejemplo, Cotter 1994 y Fitzgerald 1994). En el caso de estos discursos se tiende, por lo general, a soslayar la heterogenei- dad de dietas dentro de las fronteras de cada Estado-Nación. No existe una dieta mexicana sino una multiplicidad de dietas regionales. El campo culinario yucateco, por ejemplo, es el resultado de la articulación creativa de múltiples “tradiciones” culinarias (Ayora Diaz 2001). Este campo culinario se desarrolló alejado del mo- delo del centro de México en razón de la distinta disponibilidad de productos comestibles y de lazos culturales con regiones distintas. Yucatán tiene una historia de afinidades culturales más cercanas con el sur de los Estados Unidos, el Caribe (Cuba, Puerto Rico, Colombia) y Europa que con el resto de México. Si la geo-grafía política mexicana coloca a Yucatán en el sur, muchos yucatecos se sienten más cer- canos al norte del continente, al Caribe y al este (Europa) (Ayora Diaz y Vargas Cetina 2005). 150 JLACA 12 . 1 Translocalidad y la antropología 151 Sin embargo, a pesar de los orígenes translocales de la dieta yucateca, ésta no ha sido ajena a distintas formas de colonialismo cultural. Por una parte, la política nacionalista mexicana ha silenciado la heterogeneidad, al menos en la esfera pública, de la gastronomía mexicana (ver, como ejemplo, Flores y Escalante 1994). Por otra parte, basados en el discurso científico nutricional, las instituciones del estado intentan modificar la dieta descalificando formas híbridas, trans/locales y significativas de cocinar los alimentos. Con el surgimiento de la nación mexicana desde el siglo XVIII, la población criolla buscó diferenciar la cocina de México de aquella ibérica, buscando afianzar ese sentido de diferencia y distancia cultural entre una y otra nación (Juárez López 2000). Comenzaron a proliferar los libros de cocina mexicana. Sin embargo, estos tendían a privilegiar en su contenido los platillos de la franja central de la república incluyendo más adelante, algunos platillos de otras regiones del país. Hoy día, un examen de libros vendidos como de cocina mexicana permite ver que aún se mantiene esta tendencia.8 En consecuencia, al forjar la nación mexicana, en la cocina—como en la música, la literatura, y demás campos culturales—se procedió a silenciar la diversidad y a enfatizar retóricamente la homogeneidad cultural de la nación. La aceleración de la compresión espacio-temporal en la segunda mitad del siglo XX hizo sentir sus efectos sobre esta homo/hegemonía: los viajes más frecuentes y accesibles, los medios de comunicación, las cadenas de restaurantes y supermerca- dos (tanto nacionales como transnacionales) contribuyeron paulatinamente a rela- tivizar y redimensionar la cultura centro-mexicana. Para los consumidores globales y locales, así como para los productores locales de la cultura, ya no es más la cocina mexicana, sino un conjunto de cocinas regionales. La gastronomía yucateca debe ser entendida como un producto translocal generado de la convergencia de las apeten- cias de inmigrantes españoles, franceses, alemanes, sirios, libaneses y chinos que han debido amalgamar sus tradiciones culinarias con aquellas de los distintos grupos peninsulares y del Caribe (Ayora Diaz 2001). Desde el siglo XIX, los yucatecos mis- mos viajaban a los Estados Unidos, Europa, Cuba, Venezuela, y Colombia en busca de educación y adoptaron y adaptaron los gustos adquiridos fuera del país al gusto regional. El paisaje gastronómico yucateco contemporáneo es diverso y ha desa- rrollado un mercado inclusivo de cocinas exóticas, comprendida la “mexicana”. Estas transformaciones han dado lugar a distintas formas de articulación de los procesos de colonialismo cultural, de generación e instauración de lo local y de construcción y silenciamiento de la translocalidad. Por ejemplo, durante los últimos años, los flu- jos migratorios hacia y desde otras partes del país han acentuado las tensiones que acompañan a la negociación de las transformaciones en la cocina regional. En parte, los recién llegados de otras regiones mexicanas pueden haberse familiarizado con las versiones que emigrantes yucatecos transformaron y adaptaron al gusto central mexicano en restaurantes de cocina regional ubicados en las grandes ciudades del centro y norte de México. Los mexicanos que llegan al estado de Yucatán buscan imponer su gusto por lo local (adquirido fuera de Yucatán) sobre el gusto local y, en respuesta, la población local busca afirmar la cocina regional construyendo y reforzando el sentido de localidad. Aunque pueden existir tendencias conservadoras que insisten en proteger y mantener la tradición ya sedimentada, la vitalidad de las formas culturales reside precisamente en su habilidad para cambiar. No obstante, como antropólogos y antropólogas debemos estar listos para revelar las formas de colonialismo cultural que existen durante el intercambio entre culturas (ver Mignolo 2002). Es necesario recordar que existe una estructura desigual de poder entre el gobierno centralista y los estados y regiones. En ocasiones, el lamento de los inmigrantes por las muestras de “resistencia” de los yucatecos al poder de la cultura mexicana traiciona una nos- talgia por el poder que se ejerce desde el centro para silenciar las culturas local/ regionales y mantenerlas subordinadas a la cultura nacional. Otra forma de colonización, distinta pero que se articula con el colonialismo cultural, es aquella que Habermas (1984) examina en La teoría de la acción comu- nicativa. En la sociedad moderna, la racionalidad instrumental, mediante la ciencia, tiende a colonizar la vida cotidiana. El Estado, apoyado en las instituciones, y bajo una retórica del bien público, ha desarrollado estrategias de control poblacional que nos remiten a la gobernabilidad del cuerpo social y de los cuerpos individuales (Foucault 1988). En la sociedad moderna, la ciencia se convierte en instrumento de dominación y control neo/colonial de los grupos subordinados en la estructura general de poder (Chakrabarty 2000; Harding 1998; Palmié 2000; Prakash 1999). Apoyados en el discurso de la ciencia y el poder mediático de las corporaciones transnacionales, el Estado busca modificar la conducta dietética de los ciudadanos. La ciencia de la nutrición ha sido fuente de discursos encontrados: por ejemplo, sirve para sustentar la bondad de la dieta de orientación vegetariana y para subra- yar las virtudes de la dieta hiper-proteínica del Dr. Atkins; para condenar las grasas animales y para legitimar a las salsas industriales de tomate como alimentos nutri- tivos; para justificar el recurso a los complementos vitamínicos y desvalorar el papel de la dieta en sí para privilegiar el ejercicio físico; así como para explicar las combi- naciones más creativas que corresponden a todo tipo de interés y preferencia reli- giosa, moral, política, económica y cultural (ver, entre tantos, Atkins 1981; Gaeser 2002; Nestle 2003; Pérez García 2004; Quintal Ávila 2006; Schlich 1995). En el concierto de esta multiplicidad de voces que afirman su autoridad basada en “descubrimientos”científicos, el Estado y las corporaciones buscan conformar los hábitos de consumo dietético de la población promoviendo el consumo de ali- mentos genéticamente modificados, de alimentos procesados en empacadoras (“con valor agregado”), bajo la ilusión de la autoridad de la ciencia y la tecnología, 152 JLACA 12 . 1 Translocalidad y la antropología 153 condenando de manera a veces implícita, y a veces explícita, las dietas basadas en valores y preferencias culturales. Así, la dieta mexicana o las dietas regionales (como la yucateca) son condenadas por su alto contenido de grasas, carbohidratos y pro- teínas, cuando podrían ser justificadas en un campo distinto dentro del mismo dis- curso nutricional.9 La autoridad de la ciencia respalda y es respaldada por la autoridad del Estado en este esfuerzo por influir sobre las conductas de los cuerpos sociales e individuales. Sin embargo, la misma apropiación de un discurso fragmentario, y su adaptación a los regímenes de significación translocales permiten la legitimación de las preferencias dietéticas locales, tanto individuales como sociales. En cada lugar, los sujetos se apropian del aspecto del discurso nutricional que apoye las preferen- cias culinarias y se procede a mantener la gastronomía regional. En ocasiones esto puede conducir a transformaciones en la manera de elaborar los platillos, pero que permiten al sujeto negociar con otros grupos de la región y con los discursos homo/hegemónicos el sentido de las preferencias y acciones culinario-gastronómicas translocales. Por ejemplo, en Yucatán la carne de cerdo juega un papel importante en la dieta diaria. Siguiendo el consejo dietético que condena las grasas y que han tomado al cerdo como uno de los enemigos principales y que lo han identificado como uno de los culpables en la “epidemia” contemporánea de obesidad, en coci- nas económicas10 de Mérida, y en el mismo ámbito doméstico, se ha comenzado a cambiar las recetas. Hoy es frecuente encontrarse con personas que en vez de lomo de cerdo entomatado o de fríjol con puerco han sustituido el cerdo por pollo. Todo esto a pesar de que las corporaciones productoras de pollo han creado las condi- ciones para producir una carne aún más rica en grasa que la de cerdo (Horowitz 2005; Striffler 2005). Al mismo tiempo, muchos yucatecos obtienen en librerías locales traducciones al español de la obra del Dr. Atkins o de sus discípulos y defien- den su preferencia por la carne de cerdo. Así, ante la heterogeneidad de saberes y su diseminación translocal, aunque sí es posible reemplazar o desplazar ingredientes dentro de platillos “tradicionales”, los sujetos se apropian de los aspectos conve- nientes de un discurso disciplinario fragmentario y consiguen desplegar estrategias para mantener vigente el campo gastronómico culturalmente significativo a nivel local. Conclusión En antropología, por la misma naturaleza de nuestra práctica de campo, nos vemos obligados a mantener el uso del concepto “localidad”. Con éste seguimos haciendo referencia al espacio físico habitado por grupos humanos, donde se interactúa de forma cotidiana y que frecuentemente es constituido como destino de los desplazamientos de individuos pertenecientes a otros grupos. Sin embargo, mi argumento es que el concepto de translocalidad es necesario para fijar la atención antropológica sobre los procesos, conocimientos y formas de estructuración de las relaciones de intercambio cultural. Estas relaciones, estos procesos y estos conocimientos, es necesario recordar, están por lo general in/formados por rela- ciones de poder y son los que generan formas que se colocan en medio de las for- mas ideales que conceptualmente han constituido distintas dicotomías (p. ej., global-local, moderno-tradicional, ciencia-gnosis). Entre los mismos grupos que se identifican como “locales”, existen quienes por razones políticas, comerciales, reli- giosas, y/o militares, establecen las reglas del juego en los intercambios al interior del propio grupo y con otros grupos. Así, el concepto de “localidad”, al mismo tiempo que nos permite describir el lugar de las interacciones, fija y naturaliza la cultura en espacios y tiempos distintos de aquellos de la sociedad hegemónica del Atlántico Norte. En contraste, “translocalidad” nos remite a un nivel de discusión y análisis que nos obliga a reconocer la dimensión de “ser-proceso” y de negociación de sentidos que permiten la generación de las “terceras culturas”. En este ensayo he mostrado cómo tanto los conocimientos médicos locales de la región Altos de Chiapas como el campo gastronómico yucateco son ejemplos de las formas en que el saber, y las prácticas con él relacionadas, son resultado de nego- ciaciones y articulaciones translocales y no el producto original, puro, auténtico, inmutable de culturas locales. Aunque ambas experiencias se inscriben dentro de la lógica de lo que Mignolo (2000, 2002, 2005) llama la “diferencia colonial”, cada caso adquiere características peculiares que derivan de los agentes del intercambio, de las fuerzas involucradas, y del objeto/producto que es intercambiado. Estas formas socioculturales de translocalidad encierran, en sí mismas, elementos transferibles de la estructura de relaciones de poder existente entre las culturas en intercambio. La situación postcolonial que permitió a las sociedades de este continente erigirse como modernos Estados-Nación ha portado a otros grupos al poder. Sin embargo, esas viejas estructuras coloniales de dominación han permanecido como el modelo paradigmático de las relaciones postcoloniales de poder. Este modelo de nación postcolonial legitima históricamente los procesos de neocolonización cultural sobre grupos política, económica, social y culturalmente subordinados. La ciencia, desde el desarrollo del campo de los estudios sobre Ciencia y Tecnología (STS, Science and Technology Studies), ya no puede verse como la fuente de verdades últimas, seculares, purificadas que deben imponerse universalmente sobre otras formas de saber translocal. Desde el inicio de los estudios sobre la globa- lización cultural se ha vuelto imperativo des/cubrir las heterogeneidad de formas de articulación local-global. El concepto de translocalidad, en este sentido, es un instrumento teórico que nos obliga a repensar que estas articulaciones glo- bal-locales se llevan a cabo sobre una red de articulaciones translocales, dando pie a 154 JLACA 12 . 1 Translocalidad y la antropología 155 formas creativas de hibridación cultural que son distintas en cada lugar y tiempo. La ciencia, en su relación con saberes locales, puede adoptar una función parasítica, drenando saberes culturales de la medicina herbolaria, el saber agrícola, y otros saberes translocales. Sin embargo, las sociedades, en su translocalidad, han depen- dido para su supervivencia del aprendizaje que resulta del contacto con otros saberes. En el análisis de las relaciones global-translocales necesitamos esforzarnos en alcanzar un balance que evite tanto la glorificación de la globalización misma como de las comunidades locales como lugar y residencia única de lo auténtico, puro y rescatable del globo. El concepto de translocalidad nos ofrece la posibilidad de colocar la mirada antropológica sobre los procesos que ocurren en los intersti- cios, entre los polos de las dicotomías conceptuales (Bhabha 2004). Estos son los procesos dónde se anclan las relaciones sociales y culturales, en todo lugar y a través del tiempo. Más aún, el concepto de translocalidad nos obliga a recordar que lo global y lo local son formas conceptuales ideales que, sin bien nos ayudan a analizar las formas estructurales de desigualdad y poder, enmascaran como monolíticas y homogéneas, sociedades y culturas que son heterogéneas ubicándolas en extremos de una dicotomía carente de matices. No hay una sino múltiples culturas localiz- ables tanto en lo “global” como en lo “local” (Appadurai 1996; Robertson 1992). No debemos perder de vista que es una serie de relaciones translocalesque se han cristalizado en una forma global erigida como una cultura homo/hegemónica la que controla, subordina y coloniza múltiples formas “locales”, distintas pero en interacción las unas con las otras creando múltiples formas de translocalidad (Mignolo 2000; Trouillot 2003). Este nivel de reconocimiento de la información recabada en campo nos permitiría hacer justicia a la complejidad de las prácticas y discursos generados, apropiados e hibridizados por los sujetos en una práctica cotidiana que surge de la negociación en las junturas de las articulaciones local- globales, que son siempre translocales. Agradecimientos Una versión breve y preliminar de este ensayo fue presentada en la sesión plenaria inaugural, “Antropología y Translocalidad: Los retos en el siglo XXI”, del Congreso Anual de la Sociedad Canadiense de Antropología (CASCA), de la Sociedad de Antropología de Norte América (SANA) y la Facultad de Ciencias Antropológicas de la Universidad Autónoma de Yucatán (UADY), el 3 de mayo de 2005 en Mérida, Yucatán. Agradezco los comentarios y sugerencias recibidos de Marie-France Labrecque, Francine Saillant, Josephine Smart y, especialmente, Gabriela Vargas Cetina con quien he discutido y continuo discutiendo estos conceptos y otros afines. Agradezco también los comentarios de Jean Muteba Rahier y de los lectores anónimos de JLACA quienes han intentado ayudarme a refinar mi argumento. Finalmente, mi agradecimiento a la Society for the Humanities en la Universidad Cornell, donde como Fellow para el periodo 2006–2007 se me han brindado todas las facilidades para obtener el tiempo, el espacio y el contexto para reflexionar sobre la translocalidad y otros conceptos. Notas 1Con otros propósitos, Gibson-Graham (2006) y Trouillot (2003), entre otros, han realizado una crítica de las distintas formas en que la discusión sobre la globalización ha llevado a naturalizar la oposi- ción dicotómica entre lo “local” y lo “global”. Las primeras buscan reivindicar un concepto político de lo “local” y el segundo busca desestabilizar las certezas a las que lleva esta dicotomía. 2Como he argumentado antes (Ayora Diaz 2002), al posicionar los conocimientos locales como científicos se les hace sujeto de los mismos criterios de evaluación. De esta manera, los conocimientos locales terminan siempre mostrando carencias en comparación con el conocimiento establecido como científico. 3Autores como Escobar (2001) y el par Gibson-Graham (2006) proponen, por una parte, que es importante desnaturalizar las relaciones espacio-temporales que definen a las culturas locales. Sin embargo, también sugieren que es importante recuperar la dimensión de lo local como estrategia para dar poder a quienes en la articulación global-local quedan subordinados estructuralmente tanto en lo político, como en lo económico y social. Si bien ésta es una posición crítica de lo local, mi propósito difiere del de ellos en que más bien busco examinar las formas en las que el concepto de translocalidad puede contribuir a fundamentar y legitimar formas alternativas de acción social que se apartan de los códigos universales derivados de la cultura nor-atlántica. 4En la literatura cyberpunk, el avatar es un individuo virtual que toma el lugar del sujeto-jugador en el ciberespacio, actúa tomando su lugar y es el conducto de la voluntad de su poseedor, sin que éste sufra en su persona la acciones que afecten a su doble (ver, por ejemplo, Stephenson 1992). 5En este contexto, “translocalidad” serviría para designar formas de intercambio que se establecen sea entre distintos grupos al interior de una misma localidad, pero que ocupan distintas posiciones den- tro de la estructura social, económica, política o de género; o entre grupos geográficamente separados pero en comunicación e intercambio por razones de contigüidad o de dependencia; o entre grupos dis- tantes geográficamente, pero relacionados mediante cadenas de intercambio comercial, social o cultural como los que se desprenden de la migración y distintas formas de diáspora. 6A pesar de imputaciones de otros colegas no estoy abogando por ninguna forma de conocimiento médico, sino subrayando que existen formas de medicina contemporánea que son significativas para aquellos que la construyen y prefieren. 7Entre estas instituciones creadas por el Estado encontramos la comunidad/localidad. Encontré médicos “locales” (localmente llamados “curanderos”) hablantes de tojolabal trabajando para un hospi- tal público en Comitán, médicos locales hablantes de tzeltal y tzotzil realizando curaciones en San Cristóbal de las Casas, una medica local “ladina” que era poseída por espíritus indígenas durante sus curaciones, y otras medicas locales “ladinas” o “mestizas” que realizaban sus curaciones en lengua indí- gena (Ayora Diaz 2002). Estos individuos en sus desplazamientos espaciales, culturales y lingüísticos con- tribuyen a cuestionar las fronteras de la localidad y a resaltar la necesidad de pensar en la translocalidad de los conocimientos y prácticas social-culturales. 156 JLACA 12 . 1 Translocalidad y la antropología 157 8Un problema particular es la superposición de gentilicios de la ciudad de México, el estado de México y el país México. Cada nivel describe un tipo distinto de lo mexicano y de mexicanidad. Los libros tempranos de cocina mexicana hacían referencia al México del altiplano central. La independencia de España y la revolución transfirieron el título de “cocina mexicana” a la cocina de la nación. Estos libros del pasado y el presente continúan promoviendo la coincidencia de la nación mexicana con la cultural del centro del país. 9En efecto, es común encontrar artículos periodísticos y hasta académicos en los que se compara favorablemente la dieta (por implicación “tradicional”) de los mexicanos con la dieta que promueven las cadenas de comida rápida. En estos casos, la dieta tradicional, nutritiva, de los mexicanos consistiría de tortillas de maíz, fríjol y chile. Este discurso moral/ nacionalista es recurrente y contrasta con el discurso que condena la dieta “tradicional” de los mexicanos por su alto contenido en carbohidratos y grasas. 10Desde hace décadas, con la creciente participación de mujeres en el ámbito laboral, comenzaron a multiplicarse en la ciudad establecimientos en los que diariamente se preparan un número reducido de platillos “tradicionales” de la dieta de la ciudad. Sus precios son bajos y carecen de mesas y sillas. Los y las clientes apartan sus porciones de comida con anticipación y, a la hora de la comida, pasan con sus propios recipientes a recoger su orden. Referencias Citadas Albala, Ken 2002 Eating Right in the Renaissance. Berkeley: University of California Press. Amselle, Jean-Loup 1999 [1990] Logiche meticce. Antropologia dell identità in Africa e altrove. Turin: Bollati Borighieri. Appadurai, Arjun 1996 Modernity at Large. Minneapolis: University of Minnesota Press. 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