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Bocado-de-viento

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GGUUAATTEEMMAALLAA 
 
AARRTTUURROO AARRIIAASS 
 
 Nació en ciudad de Guatemala, en 1950. Se desempeña como profesor de materias culturales en la 
Universidad Estatal de California, San Francisco. Ha escrito obras de crítica literaria, como Ideologías, 
literatura y sociedad durante la revolución guatemalteca 1944-1945, premiada por Casa de las Américas. 
Ha escrito las novelas Después de las bombas (1979), Itzam Na (1981), también Premio Casa de las 
Américas, Jaguar en llamas (1990) y Los caminos de Paxil (1991). 
 
 
BBOOCCAADDOO DDEE VVIIEENNTTOO 
 
a refrigeradora viajó cientos de kilómetros, y viajaría ciemos más aún, antes de concluir su odisea. Seguiría siempre 
los caminos torcidos de Romualda, la mujer que hablaba con las piedras, y de Petronio, el viejo escupidor de fuego. 
 
La pareja vivía en una aldea que apenas si lo era. No pasaba de una docena de ranchitos de palitos raquíticos 
susceptibles de pudrirse más rápidamente que los escasísimos billetes de papel dinero que circulaban por aquellos 
viaductos de la selva petenera. 
 
A fuerza de machete y mucho sudor, de aquel que lo convierte a uno en mina de sal. lograron abrir un claro ni 
muy amplio ni muy claro en donde habían erigido sus simulacros de chozas antes de morirse de sed. Ni energía les 
quedó para hacer como los conejos. 
 
Pero había otros claros no tan daros en los alrededores, y la mayoría de los atajos pasaba por la aldea de ellos, 
aldea de nombre mitad prepotente y mitad deseo. Se llamaba Aldea Nuevo Amanecer del Pueblo Guatemalteco, pero 
de tan largo que era se le decía tan sólo Nuevo Amanecer. 
 
Todos los que caminaban por las otras aldeas vecinas, que eran aún menos aldeas que Nuevo Amanecer, que ni 
siquiera pretendían ser caseríos o cantones porque la verdad, en el fondo la gente es modesta, y además ha vivido ya 
tanto que la maña misma no les permite creerse que ésta es de veras la mera mera, pero en fin, los nombres eran 
grandilocuentes: Destino Prometedor, Aurora del Desarrollo de la Patria, Nueva Aurora del Desarrollo de la Patria, 
Rincón de las Promesas, Presea de la Futura Utopía. Lo bueno era que todos, absolutamente todos, tenían que pasar 
por Nuevo Amanecer si venían del atajo que denominado "camino" conducía al entronque con un polvoriento 
caminito de mulas apenas visible incluso cuando bien cuidado, que se enmontaba en tiempo de lluvias y se 
transformaba en pantano pegajoso, pero que en la época seca entroncaba con la carretera principal si uno estaba 
dispuesto a andar cinco horas a lomo de mula bajo el sol que latigueaba peor que cualquier capataz borracho. Fue 
entonces cuando a Petronio se le ocurrió lo de la refrigeradora. 
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-Oye, Romualda, ¿y si pusiéramos aquí un puesto de refrescos? 
 
Romualda lo miró con la misma compasión con que se contempla a las personas que han pasado todo el día bajo 
el sol... sin el sombrero puesto. 
 
-En serio mujer. Sería un negociazo. Tendríamos el monopolio. 
 
-¿Y de dónde vas a sacar los refrescos? 
 
-¿Cómo de dónde? Me los manda la distribuidora... 
 
-¿A lomo de mula? 
 
-A como sea... Es cuestión de expandir el negocio nomás. 
 
-¿Y cómo los mantenemos fríos? 
 
-Sencillo. Compramos una refrigeradora comercial. 
 
En ese momento Romualda sí se desesperó. Al fin y al cabo, el hombre no era el mejor rocero, su mano no pecaba de 
ser la más hábil para la milpa, tenía la garganta destruida, aunque al fin, la iban haciendo poco a poco, y ni tomaba en 
exceso ni la golpeaba demasiado. ¡Pero esto! 
 
-Si vieras que no son tan caras, y la pagamos a plazo, ¿Qué creés pues? Por ay mi tío de Escuintla ya me contaba... 
 
El zumbido de los moscos era insoportable. No dejaban ni oír Ios gritos de los monos de la selva. Y de puro 
espantárselos se había dislocado la niña Chagua las muñecas. 
 
- ...Y entonces haces el pedido desde Flores, mandas el giro postal, y de asegún la suerte, como a los tres meses te 
viene llegando la mercancía. 
 
-¡A lomo de mula! 
 
-¿En helicóptero pues? 
 
Parecía una locura pero de locura en locura se van construyendo los munditos alucinantes que como castillos de 
arena surgen en medio de la selva casi con la misma rapidez con que se desmoronan. 
 
A puro lomo de mula, Petronio salió un día hasta el entronque con el camino principal. Día y medio le llevó la 
jornada y a punto estuvo de no lograrlo, no sólo por la inevitable insolación y los piquetes de insectos que de tan 
grandes más parecían mordidas de tigre, sino también por el susto que le pegó la barba amarilla que se le atravesó en 
el camino casi tumbándolo del indiferente animal, el golpazo que le dio la rama de un árbol al revirarle contra la 
cabeza y el desmayo que le vino por falta de suficiente comida y bebida. 
 
Pero al fin llegó a donde empezaba el camino de verdad. Allí tuvo que pagar una fortuna para que le cuidaran la 
mula antes de que, muchas horas después de esperarla, apareciera la camioneta destartalada que habría de conducirlo 
hasta Ciudad Flores. El amargo tufo de estricnina que generaba el sudor de tanta gente apretada casi le produce un 
nuevo desmayo pero se metió como pudo entre canastos, gallinas y brazos empapados, sin más daño que la casi 
mordida que le pega un cerdo en la oreja. Así emprendieron el camino durante horas, hasta que pegando una sacudida 
tremenda, la camioneta tosió y se descompuso. 
 
El chofer se bajó, abrió el capó, maldijo, le pegó una patada a la llanta, volvió a maldecir y subió. Les pidió a los 
hombres bajar y empujar la camioneta hasta medio kilómetro más abajo donde había una sombrita, porque arreglar el 
motor hijo de su madre iba a llevarle algún tiempito. Los hombres bajaron entonces, Petronio entre ellos, y después de 
considerable esfuerzo, consiguieron que la camioneta empezara a rodar lentamente, mientras las mujeres cantaban 
con voces tan entusiastas como desafinadas para subirles los ánimos. El chofer dirigía la operación mientras tomaba 
grandes tragos de ron transparente, sin marca, para refrescarse. Finalmente llegaron a la sombrita. 
 
Allí transcurrieron varias horas mientras el chofer durmió una siestecita para reponerse de la fatiga antes de 
meterle mano al motor. Luego se introdujo dentro de él como Jonás dentro de la ballena, pasó allí un gran rato hasta 
que por fin reemergió, cubierto de negra grasa maloliente pero triunfante. Hubo que esperar también que se fuera a 
bañar al río para proseguir el viaje. 
 
 Poco tiempo después, no sería ni media hora, los paró un retén del ejército. Los hombres tuvieron que bajar de 
nuevo, y los cacharon a todos hasta mariconamente en medio de las piernas para ver si no traían armas, además de 
tener que enseñar sus papeles y explicar de dónde venían, a dónde se dirigían y por qué. Los soldados eran todos 
iguales, como micos aulladores recién saliditos del río, con enormes trajes pintos de muchos tonos de verde que 
 
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parecían quedarles grandes a todos. Las botas también eran desproporcionadamente grandes, como si las hubieran 
hecho para pies más largos que aquellas diminutas pezuñas de reclutas a la fuerza. El oficial, desde luego, tenía lentes 
oscuros y boina como bien les corresponde a todos los hijos de Satán. Por fin, después de que revisaron lenta y 
cuidadosamente todos los canastos y no encontraron armas ocultas en ninguno, permitieron que la camioneta 
prosiguiera el viaje. Esa tarde, Petronio llegó por fin a Ciudad Flores. 
 
 
Flores es una Venecia de madera en medio del lago Petén Itzá, toda ella sobre pilotes y flotando en mediodel lago 
con casitas de todos los colores imaginables y olores no menos fuertes que los eructos que se suceden cuando uno se 
come los mangos más dulzones un poco pasados. Por lo menos eso era lo que decía todo el mundo, aunque Petronio 
no sabía lo que era Venecia y por lo tanto no podía decir si Flores era como Venecia o al revés, sólo que era de madera 
de tantos colores, eso sí, que parecía que en comparación los arco iris fueran blancos y negros. Le constaba también 
que era más grande que Nuevo Amanecer y todos los demás campamentos de colonos juntos. Aunque más chiquita 
que Escuintla, la única gran metrópoli urbana que había conocido en su vida, no habiendo tenido nunca el placer de 
conocer la ciudad capital de la cual se decían muchas y muy bellas cosas, además de que todo el mundo sabía que era 
la ciudad más grande de toda Centroamérica, que era una región muy pero muy grande del planeta Tierra. La verdad, 
sí había pasado por la ciudad capital camino al Peten, pero llegó de noche y se fue muy de madrugada. Ni tiempo tuvo 
de ver, pero si no hay con qué, no está uno para darse los lujos de quedarse guanaqueando por allí. 
 
 
Así que se conformó con gozar Ciudad Flores por segunda vez en su vida. No sin dificultades resistió la tentación 
de gastarse la plata en las cantinas y con las putas gordas, aunque su ojo clínico no dejó de expresar admiración por 
alguna que otra que percibió desde el rabillo con blusas cortas y shorts apretados. 
 
 
Como llegó muy tarde, tuvo que esperar hasta el día siguiente para ir al correo, pero resultó que era feriado. Así 
que un día más tuvo que hacer galas de jesuita y aguantar la tentación hasta que por fin a la mañana siguiente, 
orgulloso de haber resistido, pudo dirigirse al correo y enviar su giro postal a una dirección apenas legible en un 
recorte de periódico amarillento que había protegido contra viento y marea en una bolsita de cuero que le colgaba del 
cuello. Como le costaba leer y el único empleado de correos lo hacía con suma dificultad, y además difícilmente se 
distinguían algunas de las letras, pusieron la dirección medio al tanteo. Pagó, pero no sin dejar de ver por última vez 
todos los ahorros de su vida de la misma manera que uno ve a la mujer que amó en el último instante de la separación 
definitiva. Enseguida, se preparó para emprender el mismo camino de regreso. 
 
 
Una semana después de partir, y para asombro de las multitudes que lo despidieron cuando se marchó, Petronio 
se encontraba de vuelta en Nuevo Amanecer. Se inició entonces la espera. Todas las tardes, al volver de la milpa, se 
tiraba en la hamaca mientras Romualda preparaba las tortillas con chile y deseaba que se apareciera el agente del 
gobierno con un mensaje. Romualda no decía nada. Nomás lo miraba con sorna y callaba. Pero su silencio era peor 
que si se burlara de verdad. Petronio empezó a detestar aquellos instantes hasta el punto de retomar el guaro, no 
mucho, porque no quería volver a caer, pero lo suficiente como para aguantar aquella mirada que no decía nada pero 
no creía en su apuesta contra el destino. Y era mucho dinero. Toda una vida, como decía la canción. 
 
 
Las semanas se convirtieron en meses, los meses avanzaron y con su avance trajeron las lluvias. Con las lluvias el 
camino se volvió intransitable. La milpa creció y la aldea aguantó como pudo los chaparrones diarios que los dejaban 
sordos con su abrumador eco resonando entre la podredumbre del monte, la abundancia de mosquitos peludos que los 
dejaban como si tuvieran sarampión todo el tiempo, y la falta de comunicación con el mundo. Romualda seguía sin 
decir nada. Petronio bebía un poquito más, para que no se le inflamara la piel con tanta picadura de mosquito. Al cabo 
de los meses terminaron las lluvias. Se cosechó el maíz, se reabrió el camino de mulas y éste se empezó a secar, 
poquito a poco. 
 
 
Petronio ya ni se atrevía a dormir con Romualda del temor que le tenía a su parva mirada y, peor aún, a su 
sonrisita que, apenas dibujada, parecía decirle "te lo dije, baboso". Pero no hay mal que por bien no venga ni mula que 
se lo aguante. Un buen día de esos, poquito antes de empezar a limpiar los terrenitos y prepararlos para la siguiente 
cosecha, regresó de Ciudad Flores un vecino de Nuevo Amanecer. "Timoteo Timoleón —originario de San Martín 
Jilotepeque-, con un mensaje para Petronio. El mensaje lo conminaba a presentarse en Ciudad Flores "para recoger su 
mercadería". 
 
Esa noche Petronio invitó a los amigos, vecinos y allegados a unos traguitos de octavo para celebrar la tentativa 
emprendida y el éxito de su empresa. Todavía engomado, reinició una vez más el largo camino hasta Ciudad Flores a 
la mañana siguiente. No fue exactamente el mismo tipo de aventuras, pero tardó casi lo mismo en llegar. Sudoroso, 
ufano, se presentó sombrero en mano "a recoger su mercancía". 
 
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El empleado del correo, un hombre ceboso de ajo, agrio, con el hábito de ponerse la mano bajo el sobaco antes de 
limpiarse la frente sudorosa, hizo gala de ignorarlo por largos minutos, antes de preguntarle de mala manera qué se le 
ofrecía. Ni bien hubo Petronio empezado a describir su misión cuando el gordo le interrumpió con un "Ah sí, ya sé. 
Espérese que acabe de ordenar estos papeles". Y lo hizo esperar más de media hora. 
 
 
Por fin, de mala gana, evidentemente cansado de espantar moscas, el hombre le gruñó de mala gana un "sígame" y 
lo llevó a la parte de atrás del flamante edificio de correos que no era sino un ranchote de madera mal pintado de 
amarillo donde los ratones correteaban entre paquetes de todos tamaños y colores. Allí, Petronio la distinguió 
inmediatamente, estaba su refrigeradora. Corrió hacia ella, la acarició suavecito con las yemas de los dedos como a 
una mujer virgen en la noche de bodas, la pulió con la punta de su camisa raída, contuvo las lágrimas en los ojos. 
 
Ya lo tenía pensado todo, menos lo de la mordida para el empleado de correos "por cuidarle la mercancía más de 
lo debido sin haberla devuelto". Apenas si le alcanzó después de eso. Sobre todo porque hubo luego que rentar un 
pick-upito, aunque fuera de los más baratos, un Toyotita todo destartalado, que le hiciera la caridad a un buen precio. 
Además, comprar suficiente gas para que durara durante toda la temporada de lluvias en que salir de Nuevo Amanecer 
era impensable, comprar suficientes cajas de refrescos para que duraran ídem, y luego emprender el camino con toda 
esa barbaridad de cosas hasta donde empezaba el atajo de muías. 
 
Encima tuvo que mandar suficientes anticipos sobre sus plazos para que no le fueran a cancelar el crédito durante 
los meses de lluvia. Al fin, debía bien poquito porque prefirió arriesgar su dinero antes que arriesgarse a que no le 
mandaran la preciada mercancía. Que no tuvieran excusa, que no hubiera motivo o razón. Aunque lo perdiera todo y 
tuviera que dejar a la Romualda. Pero ya todo eso no era sino sustos pasados que lo despertaban sudando a 
medianoche como el paludismo. Ahora, ya sólo era cuestión de llegar. 
 
Claro, no previó igualmente que el retén de soldados también le pidiera mordida. Como ya no le alcanzaba porque 
se lo había gastado todo, no tuvo más que dejarles varias cajas de refrescos aunque estuvieran al tiempo. Los 
abusivotes todavía pidieron más porque no estaban fríos. "Cuques abusivos", pensó Petronio. "Pero a todo coche le 
llega su sábado..." 
 
Cuando llegaron por fin al desvío, las mulas que había arreglado para que lo estuvieran esperando, no estaban. Ni 
siquiera la suya estaba. Y como el arreglo con el pick-upito nomás era de descargar, ni bien terminaron desapareció de 
regreso tras una nube de polvo. Petronio se quedó varado, temeroso de moverse y de que le robaran la mercancía. O 
peor, la refri misma. 
 
No sabía muy bien qué hacer. Día y medio pasó allí pensando sobre la vida y sobre el mundo que dizque era 
redondo hasta que Ñor Margairito, el encargado de lasmulas, se apareció con una goma que no creía ni en los 
fantasmas de sus abuelos. 
 
-¿Ydeay, Ñor Margarito? 
 
-Ay, Ñor Petronio, si usté supiera las penas que he pasado... 
 
Efectivamente, bastaba con olerle el aliento para saber las penas que había pasado. Sobre todo cuando empezó a 
explicar cómo una mula se le había embarrancado y no existían barrancos en cientos de kilómetros a la redonda y Ñor 
Margarito sabía que Petronio lo sabía. Pero era una manera de decir. Cargaron las mulas y hasta entonces Petronio se 
dio cuenta que había menos de las convenidas y, efectivamente, no alcanzaban para tanta mercancía. 
 
-Ay, Ñor Petronio, si viera usté. Es que se me murieron dos, pordiosito. 
 
Ni modo, qué hacer en esa situación si no recargar a las pobres y cruzar los dedos de que llegaran. Así em-
prendieron el camino. Pero hubo que ir más despacio de lo normal. Las malas empezaron a ponerse difíciles, hasta 
que una de ellas se negó a seguir. Hubo que descargarlas, descansar y volverlas a cargar. Pero como no había dónde 
pastar bien, siguieron incómodas y antes de llegar, otras dos se negaron a continuar. No hubo otra que, contra su 
voluntad, dejar a Ñor Margarito con los tambos de gas y seguir solo hasta entrar triunfante en Nuevo Amanecer. 
 
Los perros lo recibieron como celebridad, ladrando todo a más no poder. Los niños muy pronto lo tuvieron 
rodeado. Así entró el desfile, como procesión del Domingo de Pascua. Aunque Petronio iba agotado y a punto de 
desmayarse de deshidratación, se irguió lo más que pudo en la mula para que todos los vecinos lo distinguieran a la 
distancia y reconocieran el orgullo y la autoridad de quien introducía la modernidad al pueblo. 
 
Ya antes de llegar a su casa era el pueblo todo el que se apelmazaba a su alrededor. Los niños se peleaban por 
palpar el mágico aparato que les permitiría por fin saborear refrescos fríos. Romualda lo esperaba frente a la puerta de 
su casa. Hasta allí llegó el desfile. Petronio se apeó de la mula, se dirigió a su mujer y le dijo: 
 
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-Mañana de madrugada empezamos a vender. 
 
Los niños gritaron de alegría. Mientras todos ayudaban a descargar y Romualda como veterana tendera dirigía 
dónde debería ir una y cada cosa, Petronio se tiró en la hamaca y se durmió con una profundidad de cemento que no 
había tenido desde que se le ocurrió tan tremenda locura como la de meter una refri en Nuevo Amanecer. 
 
Claro, todavía al día siguiente hubo que ir por Ñor Margarito y los tambos de gas, además de darles de fiado a 
todos los que ayudaron, incluso a Ñor Margarito que cobró extra por el atraso, pero al fin y al cabo la Tienda "Frescura 
Petenera" abrió sus puertas al público y la venta de refrescos fríos se convirtió en el centro social de Nuevo Amanecer 
y aldeas adyacentes. Pero, claro, rodo lo bueno no puede durar para siempre, y así fe en este caso. 
 
Las cosas se empezaron a complicar cuando los muchachos empezaron a aparecer, primero por Rincón de las 
Promesas, después por Nueva Aurora del Desarrollo de la Patria, y finalmente llegaron hasta Nuevo Amanecer. Los 
muchachos eran guerrilleros que vivían en la selva. Además de simpáticos, tenían familias en las aldeas, aunque nadie 
sabía cuándo se habían enmontado ni qué tipo de relación mantenían con sus familias porque no convenía saber esas 
cosas. 
 
Los muchachos pagaban al contado todo lo que compraban y muy pronto aparecieron por la Tienda "Frescura 
Petenera" en busca de refrescos fríos. Ni modo de no venderles si los muchachos pagaban tan bien, además de que se 
sabían comportar y tenían familia honesta en los alrededores. El problema era que el ejército les tenía tirria a los 
muchachos, y aunque estos se portaran de lo mejor y a uno les cayeran bien, ni modo de decírselo al ejército que era de 
lo más brusco y a puro palo lo trataban a uno. 
 
Entonces, a los pocos días de que los muchachos hubieran pasado por Nuevo Amanecer, apareció el ejército. 
Después de visitar otras casas, se aparecieron por la Tienda "Frescura Petenera". El sargento tenía cara de pocos 
amigos, toda picoteada y empurrada, y el cabo se rascaba la cabeza todo el tiempo como si anduviera con sarna. A 
pesar de que Petronio y Romualda fueron de lo más amables, nunca se les quitó lo mandón. Les preguntaron una y 
otra vez por qué les habían vendido refrescos a los muchachos y, a pesar de que, una y otra vez, Romualda y Petronio 
contestaron la misma cosa, siempre ponían cara de no creer. 
 
-¿Querés que te rompamos la refri? 
 
Petronio sintió que se le aguadaban las rodillas y le daba un dolor muy feo en la panza, como si lo hubieran 
atiborrado de sulfato. Apenas si se pudo mantener parado. Su mujer lo miró de reojo y por mucho que trató de 
hacerse la indiferente, apenas podía esconder la cara de afligida. 
 
-Porque eso vamos a hacer si nos volvemos a enterar de que andás sirviéndole a esos hijos de la gran puta. 
 
Se tranquilizó un poco al entender de que no sería sino hasta la próxima, y sólo le quedó la duda de si limpiarse el 
sudor de la frente o no. 
 
-¿Cuántos refrescos decís que te compraron? 
 
-Pos, como veinte digo yo. Si eran unos diez, ¿no, Romualda? Y se tomarían dos por cabeza de asegún mis 
cálculos... 
 
-Pues entonces ganaste diez quetzales. 
 
-Sí, mi sargento. Eso mismo digo yo. 
 
-Entonces nos los vas a dar, pa´ que aprendás que ganancias de subversivos son ganancias mal habidas. 
 
A Petronio no le quedó otra cosa que entregar el dinero, aunque eso sí, también le quedó mucho rencor contra los 
soldados, y empezó a entender por qué tanta gente los odiaba tanto. Pero ni modo, no había nada que hacer más que 
apechugar, porque el que se mueve no sale en la foto. Por fin se fueron, y Petronio y Romualda respiraron tranquilos. 
A los pocos días, hasta los diez quetzales se les habían olvidado. 
 
Pero las cosas no se quedaron así porque mucha gente se enojó con los soldados y a los días corrió la bola que el 
hijo mayor de Ñor Margarito se había fugado para unirse a los muchachos, y una semana después el menor de don 
Timoteo Timoleón también. Para colmo de males las lluvias se atrasaron ese año. Porque con las lluvias se cerraban 
los atajos y era más difícil que tanto los unos como los otros se fueran apareciendo por allí, pero el atraso de las lluvias 
mantuvo abierto los caminos más de la cuenta. Efectivamente, a los pocos días fueron apareciendo los muchachos tan 
campantes por la rienda "Frescura Petenera". 
 
-Ay, muchachos, de a deveritas, se los ¡uro por diosito que cómo quisiera servirles, pero si lo hago, les llega el 
chisme a los cuques y vienen a romperme la refri. 
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Discutieron largo y los muchachos se portaron muy correctos pero igual de firmes, y al final no hubo otra sino 
servirlos. 
 
-¿Y qué hacemos cuando venga el ejército? 
 
-No van a venir. Esos maricones nos tienen miedo. 
 
Efectivamente no llegaron, pero Petronio se sospechaba que era más porque al día siguiente las lluvias se habían 
desatado con un temporal de aquellos buenos. Hasta él, que había visto tantos en la Costa Sur y en el riempito que 
llevaban ya en el Petén, creyó que éste sí era el bueno y que se les caía la casa. En efecto, a la niña Chagua se le cayó, y 
al hijo mayor de Tiburcio Malgesto y la sobrina del Magdaleno Chiripón les cayeron encima sendos arbolones que botó 
el temporal, y hubo hasta un muerto. Rosa del Llano, la nietecita de don Epaminondas Angulo, de apenas siete meses 
de edad, se ahogó en un charco gigantesco que más parecía una laguna cubierta de mosquitos. En medio del lodo y del 
agua y de los gritos desesperados de lamadre y la abuela de la Rosa del Llano, hubo que ayudar día y noche a tanta 
gente, que volvió a sentirse tan cansado como sólo se había sentido cuando fue a traer la refri. 
 
Pasaron ésa y no de dejó de llover. Parejo, parejo, se vino el agua. Los muchachos dieron por acampar al ladito 
mismo del pueblo y a darse sus vueltitas re seguidito. Al poco tiempo ya todos tenían parientes entre los muchachos, y 
los que no, tenían novios. Ya nadie los veía raro sino todo lo contrario. Empezaban a hablar como si los conocieran de 
hacía mucho y a emplear hasta sus mismas palabras: "operativo", "compartimentado", "buzón", "comanche", "cohete , v 
hasta otras que eran más difíciles que Petronio no entendía muy bien, pero no lo decía para que no le fueran a ver la 
cara sus vecinos. 
 
Cuando por fin pararon las lluvias, meses después, quedaba poco gas y pocos refrescos. Petronio ya se preparaba 
para una nueva expedición hasta Ciudad Flores, cuando empezaron a correr los rumores de que iba a entrar el ejército 
porque Nuevo Amanecer era un "pueblo subversivo". Según se decía, Magdaleno Chiripón iba para Ciudad Flores y lo 
detuvieron en el retén del camino sólo por ser de Nuevo Amanecer. No se sabía de él todavía y su mujer estaba re 
afligida, pero no se atrevía a salir para averiguar. Se habló de formar una comisión y de que Petronio formara parte de 
ella. Romualda tenía miedo, pero ya casi no había refrescos ni gas, no había de otra. 
 
Un buen día, temprano al amanecer, salió la comisión, integrada por siete respetables jefes de familia. Ñor 
Margarito los condujo hasta el camino donde esperaron todos que pasara la camioneta. Desde que se subió, Petronio 
se dio cuenta que ya no era como antes. La gente iba tensa, re tensa, morada la frente, y miraban a los recién subidos 
con desconfianza de venados ariscos. Algunos hasta cuchicheaban entre ellos y les echaban unas miradas que mataban. 
El chofer, malcabresto, les preguntó que de dónde eran. Cuando le dijeron, nomás se sonrió quedito y resopló "Vayan 
con Dios pues". 
 
Para entonces ya ellos no sabían si seguir o no. Empezaron a discutir lo que más convenía, pero en el puro discutir 
se les lue el tiempo cuando sintieron, ya estaban en el retén. El chofer apenas los volvía a ver de reojo y dejaba escapar 
un hilito de baba por la comisura de la boca. 
 
Cuando subió el soldado gritó "¡Pa´ abajo todos los hombres!", ya era la pura temblorera entre ellos. 
 
Apenas si podían caminar del puro miedo y los papeles se les caían de las manos. El sargento miraba cuidadosamente 
a cada uno que bajaba, duro y a los ojos. Apenas los fue viendo y los apartó. 
 
-A ver... los miedositos por acá. ¡Díganme! ¡De dónde vienen! 
 
En cuanto dijeron de dónde, volvió a ver a un soldado, hizo un gesto con la mano de "llévenselos" pero sin decir 
nada, y Petronio oyó claramente cómo le quitaban el seguro a los Galiles. Apenas se le atravesó por la garganta un 
"pero mi sargento..." y ya le iba cayendo el culatazo por la espalda. 
 
Los arrastraron a un caserón de madera oscuro, lleno de niguas, y allí los tuvieron durante horas. Todo ese 
tiempo, como una docena de soldados trompudos re jovencitos, pero con una cara de malos que no podían con ella les 
estuvieron apuntando, mientras se pasaban el octavito de guaro. Por fin se apareció el sargento y de entradita les 
lanzó un "así que somos todos subversivos, ¿verdá?" 
 
-Noooo, mi sargento, cómo va a ser, si usté viera... 
 
Y le dijeron que iban todos en comisión a ver al alcalde de Ciudad Flores para explicarle los acontecimientos del 
invierno en Nuevo Amanecer. 
 
-¡En Flores no manda ningún alcalde! ¡Allí manda el jefe del destacamento! 
 
-Pues entonces a él si usté prefiere, mi sargento... 
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Les indicaron que iban a consultar por radio, pero el sargento ordenó a los soldados que por si las moscas se 
mantuvieran atentos. Fue entonces cuando Petronio, quizás por nerviosismo, cometió el error de mencionar que iba a 
comprar más refrescos y gas para la refri. 
 
—¡Aja! ¡Conque proveyendo a los subversivos! Pero eso quiere decir que andás con pisto entonces... 
 
-Bueno, ni tanto, mi sargento. 
 
-¿Cuánto tenés? 
 
-Bueno, viera usted que ni tanto. 
 
-¡Cuánto! 
 
Por más que Petronio trató de explicar que de los mil y tantos quetzales que llevaba, la mayoría era para pagar por 
nueva mercancía y el resto para el crédito que le quedaba adeudado todavía, y que lo que se dice ganancia pura no 
había tanto, que era más bien el prestigio de ser dueño de una refri, no hubo caso. 
 
-¡Vos te quedás! El resto a lo mejor puede seguir en la próxima camioneta. 
 
Se miraron la cara entre todos y Petronio entendió que tenía sus pasos contados. Pero de allí sucedió algo 
inesperado. Los otros dijeron que sin Petronio no seguían, pasara lo que pasara. El sargento los miró con cara de pocos 
amigos, pero en eso entró el cabo para notificar que había establecido la comunicación con Ciudad Flores. El sargento 
malhumorado, salió de prisa. 
 
—Gracias. 
 
-Igual, ya nos jodimos todos -respondió Tiburcio Amado. 
 
Al rato regresó el sargento, con la cara aún más desencajada que antes. Los hombres se prepararon para lo peor. 
 
-Dicen de allá arriba que todos ustedes no son sino una bola de subversivos... 
 
Ahora sí, pensó Petronio. Mejor me hubiera quedado en Escuintla, tan bonita que era, con sus palmeras. Pero 
nomás que allá no tenía tierrita, sólo podía ganarse la vida escupiendo fuego, y de eso nomás le quedó la voz ronca y la 
imposibilidad de saborear la comida. En cambio, aquí sí tenía tierrita, aunque fuera a fuerza de arrancársela a la selva 
a puro pulso. 
 
-... que no pueden seguir, ni quiere saber nada de ustedes. Regrésense. Ya les arreglaremos cuentas. Espérense 
nomás. 
 
Suspiraron de que si al menos no podían cumplir con su misión, por lo menos podían volver sanos y salvos, y eso 
ya era ganancia. Los soldados bajaron la guardia. Empezaban a caminar todos hacia el camino cuando el sargento los 
paró en seco: 
 
-Pero para poder irse tienen que dejar una fianza. Todos los ojos convergieron en Petronio. No había de otra. En 
efecto, cuando el sargento mencionó la suma requerida, coincidía con lo que Petronio llevaba, hasta el último centavo. 
Con las lágrimas en los ojos, Petronio se sacó el dinero de la bolsa. "No te aflijás", alcanzó a decide Tiburcio, "entre 
todos lo recuperamos". 
 
Pero Petronio estaba mordido por más que lo del dinero. ¿Y los refrescos? ¿Qué iba a hacer si ya no lo dejaban 
pasar a Ciudad Flores? ¿Y si perdía la refri, después de tanto esfuerzo? 
 
Así y rodo, se regresaron cabizbajos. Como no los esperaban tan pronto, hubo que mandar a un patojito a que le 
avisara a Ñor Margarito de traer las mulas y perdieron el resto del día. 
 
Las malas noticias vuelan. Ya para cuando entraron a Nuevo Amanecer todo el mundo sabía lo que pasó, si bien 
un tanto exagerado. Se hablaba de que los habían torturado, que varios traían la piel desgarrada o hecha jirones 
porque se las quisieron arrancar con tenazas, que les habían hecho un amago de fusilamiento, que les habían cortado 
las falanges de los dedos. Todos los miraban espantados. Por eso cuando llamaron a un mitin en el centro de la aldea, 
no sólo no quiso ir, sino que los maldijo entre dientes y se puso a llorar de la puritita rabia. Pero la Romualda sí fue, 
más por curiosidad que por otra cosa, ya que si no lo hacía se quedaba sin tema para cuchichear con las señoras 
durante la lavada de ropa y estaba cansada de sólo poder conversar con piedras. Pero regresó corriendo a jalarlo a él. 
 
-Veníte. No es un mitin como los otros. Estamos decidiendo si nos vamos pa' México. 
 
 
 
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En efecto, los muchachos estaban explicándole a todos que el ejército venía arrasando los caseríos y campamentos 
por donde ellos habían pasado,y estaban seguros de que ahora le tocaba a Nuevo Amanecer. Sobre todo después del 
incidente del retén. Sin embargo nadie se quería ir. Hacían más y más preguntas, que los muchachos respondían 
pacientemente, una tras otra. 
 
—¿Qué hacemos con el maíz? —Ya cosecharon y todavía no es tiempo se sembrar la milpa. -¿Y si el ejército nos 
agarra en el camino? —Nosotros los acompañamos hasta el Usumacinta abriendo nuevas brechas. -¿Y si nos quitan las 
tierras? -Si todavía no son de ustedes, no les han dado el título de propiedad. —¿Hay tierras del lado mexicano? -
Iguales a las de aquí. Además, si se quedan los matan. Allá por lo menos se sobrevive. 
 
Así siguió la cosa, hasta que Petronio preguntó, ¿y mi refri? Todos se rieron, hasta los muchachos. Se tiene que 
llevar sólo lo que se pueda. Ah no, dijo Petronio. Yo no me voy sin mi refri. Se armó entonces la gran discutidera. La 
cosa pasó a mayores cuando la mujer de Timoteo Timoleón dijo para sí, ay, pero qué hombre más pendejo. La 
Romualda lo oyó, se volteó y le dijo, a mí marido nadie lo trata de pendejo, y le pegó tremendo jalón de pelo que casi le 
arranca la trenza. 
 
Los maridos se metieron a separar a sus mujeres. La gente les hizo rueda. En el destrabe Petronio golpeó sin querer 
a la mujer de Timoteo. Aquella chilló. Su marido le pidió cuentas a Petronio con lujo de rechinidos de dientes. 
Romualda mencionó algo acerca de los progenitores de Timoteo y pronto los hombres se pegaban entre sí. Los 
muchachos tuvieron que separarlos casi a culatazos y estuvieron a punto de soltar algunos tiros al aire para calmar los 
ánimos. 
 
-Además me deben más de mil quetzales que son todos mis ahorros de mi vida -recordó Petronio entre gimoteos. 
 
Los muchachos terciaron entonces en el asunto. Petronio y Romualda se llevarían su refri, a lomo de mula. Todos 
se beneficiarían de tener refri con ellos. En esas estaban cuando corrió la voz de que el ejército había ocupado Nueva 
Aurora del Desarrollo de la Patria y estaba matando civiles. Cundió el pánico entre todos. Corrieron a sus casas a 
agarrar lo que pudieran y a meterse en la selva. En medio del tumulto, los muchachos apenas si pudieron mantener 
algo de orden y prepararon a todos para abandonar el lugar en media hora, costara lo que costara. 
 
Petronio y Romualda se las arreglaron para juntar las muías de Ñor Margarito y con ayuda de los vecinos 
montaron la refri en la misma plataforma en la que la introdujeron. Sólo que ahora hubo que cubrirla de ramas y 
monte para que su reluciente blancura de ballena blanca no los traicionara de ser sobrevolados por algún helicóptero. 
Montaron también el poco gas y refrescos que quedaban. Al darse la orden, estaban listos para partir. 
 
Protegidos por los muchachos atravesaron la selva tratando de seguir el sol que ni se veía casi entre los árboles tan 
altos. Por primera vez, se aventuraban hacia el oeste. Iban, además, por terreno totalmente virgen, donde no existían 
brechas y donde posiblemente ningún humano había pisado durante siglos. 
 
La dureza de aquellas plantas enormes y sus filosas espinas no dejaban de rasgar la piel. Caminaban por estrechos 
túneles abiertos en la selva a puro filo de machete, y ni siquiera podían recostarse contra los troncos inmensos de los 
gigantescos árboles para descansar, porque unas enormes hormigas bajaban entre la corteza dejando como pulpa su 
maltratada figura, cuando no les sacaban ronchas los hongos o helechos que cubrían las cortezas. 
 
Era tanto el calor y tan hambrientos los insectos de todo tipo y especie, que parecía que todos hubieran engordado 
de la inflamación que tenían en sus miembros de tanta picadura. Como si todo eso fuera poco, cada nueva herida que 
se hacían, por pequeña que fuera, se cubría inmediatamente de un sinfín de insectos y ya estaban tan débiles y 
desconsolados que ni se molestaban en espantarlos. Como la mayoría llevaba los pies descalzos, se habían ocasionado 
múltiples heridas que estaban cubiertas de moscas verdes, de tal manera que parecía que tuvieran los pies verdes 
mientras caminaban. Pero eso sí, llevaban la refri, el gas y los refrescos. 
 
La dureza del viaje fue tal que se murieron hasta un par de mulas, pero la mayoría de la gente, Petronio y 
Romualda entre ellos, así como la preciada refri, pudieron llegar por fin hasta el río Usumacinta. No fue el caso de la 
niña Chagua, cuyo viejo corazón no resistió tan azarosa existencia, ni del primer hijo de Enrique Xuncax, cuya 
desnutrición lo consumió en menos de 72 horas. Epaminondas Angulo llegó debilitadísimo por la inflamación de sus 
bronquios, pero llegó. 
 
El río no estaba demasiado crecido, pero aun así era anchísimo, más ancho que cualquier otro río que hubieran 
visto en su vida. El agua era profunda, misteriosa. Aunque se veía que su volumen era enorme, parecía flotar 
eternamente inmóvil. Esa noche acamparon junto al río. Antes de dormirse, Petronio todavía vendió algunos de sus 
últimos refrescos. 
 
 
 
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En la noche oscura, las muías se encabritaron de pronto. Todos se despertaron temerosos. Los muchachos 
empezaron a dar gritos en la oscuridad y tirar al aire. Pero nadie respondió al fuego. Sin embargo, las muías seguían 
encabritadas. Después de que volvió la calma, los muchachos prendieron las linternas y se aventuraron hasta las muías, 
arma en mano, para averiguar qué era lo que andaba por allí. Una vez comprobado que no eran soldados, se esperaban 
cualquier animal de monte, incluso un tigrillo. Lo que no se esperaban ver era que, frente a la refrigeradora, como 
esperando que le sirvieran un refresco bien frío, estaba un enorme lagarto de más de dos metros. 
 
Petronio y Romualda entendieron aquello como un signo del destino. Juraron que nunca, mientras Dios les diera 
vida, se separarían de la refri. Al día siguiente, tempranito, los hombres empezaron a hacer una balsa mientras las 
mujeres preparaban las últimas sobras que les quedaban para mal comer. Todo el día se fue en ambas labores, y 
cuando ya estuvo listo hacia el final de la tarde, decidieron improvisar una celebración antes de cruzar en la 
madrugada. 
 
A pesar de que hubo que tomar precauciones por temor al ejército, tales como poner posta, cubrir todos los 
objetos -y sobre todo la refri- con ramas y monte, cuidar de no hacer fuegos al descampado que pudieran ser vistos 
por los helicópteros, se pudo celebrar el simple hecho de haber vivido hasta allí, de haber podido llegar hasta la raya de 
ese otro país que se llamaba México, viviros y coleando. Aunque, la verdad, era una manera más de calmar los nervios 
que de verdad celebrar, porque de celebrar, no había nada que celebrar, fuera del hecho de estar vivos. Aunque eso ya 
era bastante ganancia, y muchos estaban de veras contentos por eso. De tal manera que los chistes circularon hasta 
con mayor abundancia que el poco guaro que quedaba. 
 
Romualda se sentía particularmente impaciente y nerviosa. De fumar habría prendido un cigarrillo tras otro, y 
hasta le dieron ganas de empezar en ese momento. Sufría de pensar que algo le fuera a pasar a la refrigeradora: que se 
la llevara la corriente, que se diera vuelta, que se la fueran a quitar del otro lado esos que se llamaban mexicanos, que 
decían que tenían dos cabezas y cuatro manos. Trataba de alejar lo más posible el momento de atravesar, aunque a la 
vez quería que pasara de una vez y ya. Sentía una cólera enorme hacia los soldados que la obligaron a vivir todo eso, y 
le dieron ganas de gritar, pero pudo vencer la tentación. Le dio miedo incluso de dejar que los nervios la dominaran. 
Toda su cólera de años de miseria y de odios contenidos podría salirsele de pronto y quedarse loca como la niña Juana, 
la mujer de Celedonio. A ella hubo que dejarla, porque sus gritos podían delatarlos. Aunque la refri no había sido su 
idea,ella ya no quería, ya no podía separarse de ella. 
 
A Petronio le daba risa que a alguien pudiera ocurrírsele que él fuera revolucionario, a su edad y con la garganta 
tan quemada. Sin tener hijos siquiera. Sin embargo, su respiración no era reposada. Sentía escalofríos que le recorrían 
la columna de abajo para arriba conforme se acercaba el momento de cruzar. 
 
La noche lo cubrió todo de tal manera que por donde fuera que uno reposara los ojos, no veía más que masa 
oscura, como la masa de pan antes de hornear, solo que negra. Aunque se oía todo. Los animales, la respiración de 
cada uno, los insectos chillosos. Y, desde luego, el incesante fluir del agua del río. Por fin, cuando parecía que ya nada 
más iba a pasar que seguir allí para siempre envueltos en ese manto oscuro, que no se sabía si era realidad o sueño 
pegajoso de sudor, donde la mano inconsciente y brusca seguía mecánicamente espantando insectos, alguien susurró 
que era el momento. 
 
Romualda sonrió. En ese brevísimo instante sintió que el sueño o la realidad eran casi la misma cosa, y no sabía 
cuál de los dos escoger o si tenía que escoger. Por lo menos en el sueño había más posibilidades de escapar que en la 
realidad. Se paró de pronto para no tener que pensar. Pensar era siempre peligroso. Se le ocurría a uno cada locura 
que daba miedo de verdad. Más miedo que la realidad. Pero hubiera querido flotar indefinidamente en el espacio, 
libre de a de veras. Petronio se despertó con un estómago tan apretado que sentía ahogo. Temía que le volviera la 
angustia opresora que le producía la sola idea de no estar junto a la refri. 
 
-¡Vamos pues! 
 
Entre varios muchachos subieron la refri a la balsa. Petronio de una vez se quedó allí encaramado por si las 
moscas. Los muchachos les desearon suerte, se abrazaron, y varios hombres, el Celedonio, el Enrique Xuncax, el 
Epaminondas Angulo entre otros, se lanzaron al río a puro nado. Las mujeres se subieron a la balsa, todas alrededor de 
la refri. Conforme algunos la guiaban desde el agua, nadando, Petronio, Romualda, el hijo mayor del Chente y la niña 
Micaela buscaban empujarse del fondo del río con unos palos muy largos. Pero costaba, porque el río era medio hondo 
y el volumen del agua era grande y más fuertecito de lo que uno quisiera. Aunque no parecía tan fuerte a ojo de buen 
cubero, la verdad es que sí lo era. 
 
 
 
 
 
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Se alejaron de la orilla. Todo era tensión y esfuerzo. Los que iban nadando dizque guiando a la balsa, en realidad 
iban agarrándose a ella como si fuera un salvavidas grandote. Los palos ya casi no tocaban fondo. Lento pero seguro, la 
balsa empezó a dar vueltas en redondo. La monotonía del paisaje negro de la noche los hipnotizaba. Por lo menos el 
sol no les estaba cocinando los sesos. 
 
 
Conforme sentían que perdían control de la balsa, crecía el alboroto. Todos hacían esfuerzos descomunales. Los 
que nadaban, chapaleaban con un brazo y con las piernas a la loca y en direcciones opuestas. Los que sostenían los 
palos los metían hasta donde podían en el agua sin fijarse ya si lo hacían al unísono o en la misma dirección que los 
demás. La balsa seguía dando vueltas en redondo, cada vez más rápido, como un trompo plano. 
 
 
Los gritos y las mentadas de madre aumentaron. La gente seguía haciendo esfuerzos y retorciéndose. Petronio y 
Romualda, para mientras, sostenían cada uno los lados de la refri y se preocupaban de que no se desequilibrara el nivel 
y se les fuera a deslizar. Según cómo les chorreara el sudor por encima del labio superior, así podían saber si había que 
hacer más fuerza para un lado o para el otro, y gritarle a las otras mujeres: 
 
-¡Pa' acá! 
 
-¡Ahora va pa' allá! 
 
-¡Fuerza de este lado, fuerza! 
 
 
Las mujeres apretaban sus traseros contra la refri según los gritos del Petronio y la Romualda. La balsa se había 
alejado bastante del lado guatemalteco, pero no parecía acercarse nunca al mexicano. Todavía como puro regalo de 
despedida, pensó el Petronio, pudo distinguir del lado de su patria que en el agua azul remansada de la orilla que cada 
vez iba quedando más lejana, aparecía flotando un pie sin cuerpo. O así le pareció al menos. 
 
 
La balsa seguía girando y girando como si fuera una espiral. De vez en cuando el agua pegaba jaloncitos que casi 
los hacía perder el equilibrio y todos se apretujaban instintivamente contra la refri. Después se volvía a calmar la cosa. 
 
 
Petronio llegó a pensar que nunca iban a salir. Seguirían dando vueltas y vueltas y vueltas hasta entrar al mar y a lo 
mejor y se seguían derechito hasta el otro lado, donde quedaban los Méxicos Unidos del Norte. A Petronio le costaba 
imaginar esa inmensidad porque a pesar de ser de Escuintla, no conocía el mar todavía. Sabía que los ríos 
desembocaban allí y que siendo gran- dote como era, había esas otras tierras del otro lado. 
 
 
Durante un buen tiempo, Petronio luchó por darle sentido a las vueltas. Pero la fatiga y el instinto lo rindieron y 
optó, finalmente, por decirle a los demás que ya no hicieran más esfuerzos por remar, que nomás dejaran que el río se 
los llevara un rato y aceptaran las vueltas con el mejor sentido de humor posible, provisto que no se marearan. 
 
 
Así se dejaron llevar un largo rato, nomás flotando en el silencio de la noche, sin escuchar casi nada más que el 
ruido de su propio miedo. Petronio divisó que su mujer movía los labios, pero no le oía las palabras. Entonces maldijo 
la inmensidad de esa selva de la cual no podía ver más que su oscuro perfil, maldijo la inmensidad de ese río que sin 
ningún esfuerzo, como quien no quería la cosa, se los llevaba perezosamente como si fueran la pluma de canario más 
ligera, maldijo el hecho de no poder oír las palabras de su mujer, reducidos a gestos sin sentido como los monos, a no 
poder tener tranquilos un negocito de venta de refrescos. 
 
 
Porque era el peso de la refrigeradora lo que estaba desquiciando la balsa. Petronio tal vez fue el primero en darse 
cuenta, pero ya cuando la balsa empezó a dar vueltas, todos lo sabían. Cerrando los ojos fuertemente, quiso derretir 
con la fuerza misma de sus párpados todos los escurrimientos de amargura que en ese momento se le agolpaban en las 
sienes, todas las angustias secretas que siempre le apretaron la garganta quemada. Todo, sí, todo, por tener una 
refrigeradora. ¿Era de verdad tanto pedir? Era, alcanzó a decirle la Romualda en ese instante. Porque estaba escrito 
que gente como ellos sólo estaban destinados a oler el sudor exhalado por las penas, a marearse con el dolor de las 
derrotas cotidianas. 
 
 
Siempre vuelta y vuelta, recorriendo perdidos el río de las esperanzas perdidas, el río que ahora los despojaba por 
última vez, el último de una serie de despojos que no tenía ni principio ni fin. Lo que había cambiado era que ahora ya 
sabían que no tenían ni control del tiempo ni de sus movimientos. Cenando los gritos empezaron a intensificarse con 
infinito desconcierto y alguna voz se atrevió a sugerir que botaran la refrigeradora por la borda, Petronio contrajo los 
hombros con aparente indiferencia y respondió: 
 
 
 
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-Mejor se la guardan, que de algo les va a servir, y nos tiramos la Romualda y yo, que al fin, el peso es el mismo, y 
ni tenemos hijos. 
 
 
En ese momento la Romualda y el Petronio se miraron fijamente. El intentó cogerle la mano mientras forzaba una 
sonrisa. Pero el movimiento brusco de la balsa les impidió hasta eso. El intento no fue ya más que una especie de 
ademán que quiso dibujar una figura en el aire, quizás la imagen de un lagarto. Quedando ambos de espalda como 
resultado del imprevisto giro, abrieron la boca como si quisieran morder la noche irremontable,bocado de viento que 
definía el imposible deseo de ser lo que no podían ser mientras todo siguiera como era. Enseguida, cada cual se resbaló 
sumisamente por su lado. 
 
 
 
 
 
La balsa continuaba haciendo lentas espirales en su larga noche sin fin, burlona y ebria, mientras trazaba sus 
amplios círculos, sus bamboleantes estremecimientos perpetuos. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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