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limbo Nº 9 (1999), pp. 59-68 Vive y deja vivir Marga Vicedo ¡Vivan los animales! es un libro estupendo. Esta fresca “ensalada de ciencia, filosofía, documentación y reflexión moral” [p. 7] nos contagia la fascinación de su autor por las maravillas de la naturaleza y su preocupación por la forma en que la tratamos. El libro está dividido en dos partes. La pri- mera es una exposición de los conocimientos que tenemos sobre el mundo animal. En la segunda se aboga en favor de una vida respetuosa con los ani- males y con la bioesfera en general. Este ensayo esta dirigido a un público am- plio y, por lo tanto, cubre estos temas de forma general. Sin embargo, Mosterín presenta una gran cantidad de información interesante y analiza conceptos y temas difíciles de forma clara, pero sin simplificar. ¿Quiénes son esos seres que utilizamos para divertirnos, vestirnos, y sa- tisfacer el paladar? Obviamente, es imprescindible que conozcamos la natura- leza de estos seres antes de decidir cómo tratarlos, algo que las abstractas discusiones de los filósofos han ignorado en ocasiones. No es el caso de Mos- terín, quien nos sumerge en un relato fascinante que incluye desde los entre- sijos bioquímicos de la aparición de la vida en nuestro planeta hasta las diversas formas culturales que se encuentran en el reino animal. Mosterín de- talla los elementos que compartimos con todos los seres vivos, desde los componentes químicos a las semejanzas psíquicas, emocionales, y conduc- tuales, resultado de la evolución desde ancestros comunes. Por otro lado, también subraya que casi todos los animales poseen una cierta subjetividad ya que tienen sensaciones, sentimientos, deseos y emociones que se van des- arrollando en su historia personal. Dadas estas características, sabemos con certeza que los animales experimentan dolor y sufrimientos. En resumen, los animales son seres vivos que tienen una historia y personalidad propia y mu- chos de ellos son capaces de experimentar estados subjetivos parecidos a los que sentimos los seres humanos. Es necesario, pues, replantearnos nuestras relaciones con los animales ya que la reflexión ética contemporánea ha puesto de relieve que “todos los seres portadores de intereses y capaces de sufrimiento son dignos de conside- ración moral” [p. 211]. Por lo tanto, debemos superar las posturas antropo- céntricas que llevan a privilegiar a los miembros de nuestra propia especie y no toman en cuenta el daño causado a individuos de otras especies. Para Mosterín este “especieísmo mafioso” está basado en “la ignorancia científica 59 Marga Vicedo 60 y la irresponsabilidad moral” [p. 7]. Una vez que tenemos en cuenta que los animales sufren y que algunos de ellos tienen capacidades que ni siquiera to- dos los humanes poseen, vemos que a menudo tratamos a los animales de forma inaceptable desde un punto de vista ético. Mosterín mantiene que es inmoral causar cualquier sufrimiento innecesario a una criatura viva. Desde esta perspectiva, denuncia las condiciones en las que se crían y matan los animales de granja, y se utilizan animales para experimentos innecesarios, fiestas populares, espectáculos como la lidia, y actividades recreativas como la caza y la pesca. Aunque estoy de acuerdo con las principales ideas defendidas por Mos- terín, aquí voy a reflexionar brevemente sobre algunas cuestiones que creo necesitan ser examinadas con más detalle. Mis comentarios se centran en cuatro temas: primero, la relación entre la teoría evolutiva y el rechazo del especieísmo; segundo, las implicaciones de este rechazo; tercero, la cuestión de si el respeto a los animales conlleva necesariamente el vegetarianismo; cuarto, la relación entre teoría y práctica. I. EVOLUCIÓN Y ESPECIEÍSMO La cuestión que quiero plantear es la siguiente: ¿necesitamos a Darwin para mostrar que la forma en la que tratamos a los animales es inadmisible moralmente? Mosterín y otros autores mantienen que el evolucionismo bio- lógico destruye el especieísmo moral. En esta sección analizaré esta idea y mantendré que el evolucionismo no es necesario ni suficiente para fundamen- tar una postura de respeto a los animales. Algunos filósofos que han escrito sobre los derechos de los animales, piensan que el pensamiento de Darwin destruye el especieísmo. Para J. Rachels esto es así porque Darwin mostró que no somos únicos y, concretamente, que no somos los únicos seres racionales. Mosterín también subraya repetidamen- te que los seres humanos y el resto de los seres vivos hemos descendido de un ancestro común y resalta las similitudes que poseemos como resultado de esa evolución parcialmente compartida. En su opinión: “Obviamente, el ente- rarnos y tomar conciencia de nuestro parentesco con el resto de la biosfera no puede por menos de afectar nuestras emociones, valores y reflexiones mora- les” [p. 208]. Mosterín también nos cuenta cómo históricamente la aceptación de la teoría darwinista de la evolución derrocó de forma definitiva al humán de la posición privilegiada en la que se había situado a sí mismo en el unvier- so. Esto es cierto tanto a nivel histórico como psicológico. Indudablemente, el darwinismo es una lección de humildad porque nos muestra que no fuimos creados de una forma especial, sino que hemos sido formados por las mismas fuerzas que el resto de los seres vivos. Pero más allá de este varapalo a nues- Vive y deja vivir 61 tros egos, ¿qué ideas concretas sobre los derechos de los animales requieren a la teoría darwinista de la evolución o se siguen de ella? Quiero dejar claro que mi objeción no tiene nada que ver con la notoria falacia naturalista según la cual no podemos derivar reglas morales de hechos empíricos. Si los hechos no pueden llevarnos directamente a la adopción de valores morales, no hay duda sobre los deben informar su aceptación. La éti- ca no puede reducirse a biología, pero tampoco puede hacerse con indepen- dencia de ésta ya que nosotros somos sistemas biológicos y queremos estable- cer un sistema de ética para seres humanos, no para ángeles, ni para seres con características diferentes a las que poseemos. También debo aclarar que no discuto si el evolucionismo tiene consecuencias para la ética en general. La cuestión aquí es si el hecho de la evolución es relevante para la superación del especieísmo. No está claro si Mosterín piensa que el sabernos parientes de otros seres vivos tiene consecuencias éticas o tan sólo psicológicas. Indudablemente, sa- bernos “parientes” con otros seres nos produce una sensación psicológica de acercamiento. Pero ¿es esto determinante o relevante para establecer como debemos comportarnos hacia otro ser vivo? ¿Es cierto, como piensa Rachels, que no hay ninguna base para mantener el especieísmo, après Darwin? La teoría Darwinista de la evolución muestra que estamos emparenta- dos con todos los seres vivos de este planeta. Nuestra especie no fue creada de forma separada de las demás, sino que proviene de un ancestro común del que también descienden el resto de las especies. O sea, todos los seres vivos estamos emparentados en mayor o menor grado y, como consecuencia, tam- bién compartimos algunos rasgos en menor o mayor grado. Esto incluye aquellas características como la racionalidad que se consideraban tiempo atrás de dominio exclusivo de los seres humanos. Además, la evolución no es un proceso direccional ni progresivo. Por lo tanto, desde un punto de vista biológico, no estamos en lo alto de la escala evolutiva. En resumen, desde una perspectiva biológica, ni somos únicos, ni somos los mejores. Aunque nos destrone del centro del reino biológico, el evolucionismo se puede utilizar tanto para subrayar las similitudes como las diferencias en- tre las especies y, por lo tanto, para apoyar o atacar el especieísmo. Veamos el concepto de especie. La teoría darwinista prueba que las especies no son grupos fijos ni están formados de forma independiente. Pero esto no significaque no haya diferencias, algunas de ellas muy grandes, entre las distintas es- pecies. De hecho, la teoría evolutiva se basa en la existencia de especies dife- renciadas. El concepto de especie nos indica que estamos relacionados unos con otros y que estamos a la vez separados. Es una barrera que indica una historia compartida y un presente separado. Por lo tanto, uno podría subrayar el hecho de que todos estamos relacionados, pero también el hecho de que a pesar de la evolución común hay barreras entre las distintas especies. Lo mismo ocurre con el hecho de que todos los seres vivos tienen un origen co- Marga Vicedo 62 mún: se puede utilizar para subrayar nuestra historia compartida con todos los seres vivos, o para enfatizar que compartimos más con los miembros de nuestra especie que con los individuos de otras especies. Pero, lo que es más importante, yo mantendría que estos hechos son irrelevantes para fundamentar la obligación moral de respetar a los animales. La mejor forma de ver esto es indagar sobre los cambios morales que com- portaría el que estos hechos biológicos fuesen diferentes. Imaginemos que descubrimos que ciertos grupos de animales fueron traídos de otro planeta y evolucionaron de un ancestro diferente al ser vivo del que los seres humanos descendemos. Podemos suponer la existencia de seres cuyos mecanismos y expresiones de dolor fuesen muy diferentes a los nuestros. Por supuesto, estas figuraciones están tan lejos de lo que consideramos hechos probados, que re- sultan incluso difíciles de concebir. Pero no dejemos que la pobreza de nues- tra imaginación empañe nuestra lógica. Lo cierto es que el parentesco y el parecido hacen más fácil simpatizar con otros seres vivos, pero no pueden ser razones para actuar de uno u otro modo. Si el eje de nuestros argumentos es que los animales son capaces de sufrir, es irrelevante el que esta capacidad haya sido desarrollada por un pro- ceso de evolución natural, conferida por un ser divino, o creada por algún otro mecanismo natural o sobrenatural. Los animales son seres capaces de su- frir porque la evolución los ha hecho así, pero nuestra obligación de tener en cuenta sus sufrimientos no depende de que haya sido la evolución quien les confirió tal capacidad. La teoría evolutiva también pone límites a nuestro engreimiento. No somos únicos. Pero también podemos imaginar que podría haber sido de otro modo. La evolución podría ser un proceso progresivo y la buena fortuna re- servarnos la cúspide de la historia evolutiva. Pero aun así, e incluso si existiese una escala de los seres naturales y estuviésemos en lo más alto, esta superiori- dad no justificaría que ignorásemos el sufrimiento de los menos “evoluciona- dos”. La “superioridad” no conlleva una disminución de nuestros deberes para con los menos afortunados, sino, probablemente, todo lo contrario. El respeto por los intereses de los seres vivos y el reconocimiento de que su sufrimiento debe imponer limites estrictos a nuestra conducta con ellos no requiere que esos seres vivos estén emparentados con nosotros, hayan compartido nuestra historia, o se nos parezcan en mayor o menor gra- do. El sufrimiento de l’etranger también cuenta. II. MÁS ALLÁ DE LA PROPIA ESPECIE Mosterín se une al llamamiento que hacen muchos defensores de los derechos de los animales para superar el especieísmo, esto es, la posición de sólo tenemos obligaciones morales con los miembros de nuestra propia espe- Vive y deja vivir 63 cie. El resto de los animales han de ser tomados en cuenta por dos razones. Una, porque son capaces de sufrir y tienen intereses propios. Dos, por lo que se ha denominado “el argumento de los casos marginales”, según el cual no podemos justificar la exclusión de otros animales porque los seres humanos poseemos ciertas características —como la racionalidad— puesto que algu- nos de los miembros de nuestra especie no las poseen (infantes, disminuidos psíquicos, y pacientes en coma). Estos son dos argumentos muy sólidos cuya adopción implicaría un cambio radical en nuestro comportamiento con los animales. Y, mientras lo hacemos, los filósofos hemos de continuar con el re- finamiento de nuestras posiciones. En este caso, Mosterín, al igual que otros pensadores que suscriben te- sis similares, necesita clarificar las implicaciones de una ética que rechaza el especieísmo. ¿A qué nos lleva exactamente el tomar en consideración el su- frimiento de los animales en nuestras decisiones? Para autores como Rachels, esto entraña lo que denomina “individualismo moral”, según el cual cada ser vivo es considerado y tratado de forma igualitaria en tanto que posea ciertas cualidades relevantes para su consideración moral (tales como racionalidad, autonomía, capacidad de anticipación del futuro, y subjetividad). Para otros autores, esta postura sería demasiado extrema puesto que entre salvar la vida de un infante o la de un perro en una situación de conflicto, preferirían salvar la vida del infante, lo que no se puede justificar desde un individualismo mo- ral radical. Pero, si tomamos los intereses del infante como más importantes, ¿no estamos cayendo otra vez en el especieísmo, esto es, no tratamos a este ser como más valioso tan sólo porque es un miembro de nuestra especie? Mosterín nos dice que podemos querernos más a nosotros que a otras especies, ya que “lo que es objetable en el especieísmo no es que dé más im- portancia a la propia especie que a las otras, sino que no dé ninguna impor- tancia a las demás [...]. La preferencia por el propio grupo sólo es aceptable en la medida en que sea compatible con el respeto de los demás” [p. 224]. El problema es que la noción de respeto es bastante vaga y totalmente inoperati- va en situaciones de conflicto, cuando las preferencias de tu propio grupo y las de los demás animales no son compatibles. Mosterín necesita desarrollar más su postura respecto a qué criterios debemos adoptar para elegir entre los intereses humanos y los de otros animales cuando ambos entran en conflicto. III. UNOS ANIMALES SON MÁS IGUALES QUE OTROS: VEGETARIANISMO Y RESPETO A LOS ANIMALES Mosterin cita con aprobación la Declaración de los Derechos de los Animales adoptada en 1977 por la Liga Internacional de los Derechos del Animal y posteriormente aprobada por la UNESCO y por la ONU. El artículo primero proclama que “Todos los animales nacen iguales ante la vida y tie- Marga Vicedo 64 nen los mismos derechos a la existencia”. El artículo 11 nos dice: “Todo acto que implique la muerte de un animal sin necesidad es un biocidio, es decir, un crimen contra la vida”. Sorprendentemente, el artículo 9 del mismo docu- mento defiende que “Cuando un animal es criado para la alimentación debe ser nutrido, instalado y transportado, así como sacrificado, sin que ello resulte para él motivo de ansiedad o dolor” [pp. 321-2]. Si todos los animales tienen derecho a la vida, ¿cómo podemos criar algunos para la muerte? Mosterín condena el trato que reciben los animales de granja en la ac- tualidad, pero argumenta que el vegetarianismo “no es una consecuencia nece- saria de nuestras intuiciones y argumentos morales” [p. 260]. Esta afirmación está en contradicción con los derechos antes afirmados y con la celebración de la vida y el respeto a los animales que su ensayo nos infunde. Pero Mosterín nos dice que “contra la ganadería que permite la vida natural de los animales que explota y que los mata sin dolor no hay nada que objetar” [p. 256]. Contra la idea de que el sufrimiento es un mal moral, pero la muerte provocada sin dolor no lo es, hay dos objeciones claras. En primer lugar, to- dos los animales tratan de evitar la muerte prematura y nosotros considera- mos la muerte provocada (de forma prematura y por otras razones que el beneficio del individuo) como el mayor mal moral. De hecho, Mosterín comienza su libro expresando la importancia que la vida tiene para todo ser vivo: “aunque seainsignificante a nivel cósmico, la vida ocupa el lugar central en nuestra conciencia, en nuestros afectos y pre- ocupaciones, en nuestros valores y emociones. Desde este punto de vista sub- jetivo, y para nosotros, que somos seres vivos, la vida es lo que más [nos] importa” [p. 9]. O sea, a todo ser vivo le preocupa su propia vida más que cualquier otra cosa. Esto lo sabemos no sólo porque a nosotros nos importa nuestra vida. Como Mosterín nos explica, los propios animales son capaces de mostrarnos sus preferencias mediante sus elecciones y su comportamiento [p. 98]. Y no hay ninguna duda de que los animales sienten aversión por la muerte. Los animales rehuyen situaciones en las que intuyen que su vida co- rre peligro. Además, incluso reconocen que la vida es importante para los demás. Por ejemplo, los cánidos no atacan a sus contrincantes cuando éstos les presentan el cuello en señal de sumisión. Muchos animales, como los ele- fantes, alimentan a los miembros de su especie que están heridos. Algunos animales “adoptan” a huérfanos de su grupo o incluso de otras especies. No- sotros consideramos la privación prematura y provocada de la vida de un in- dividuo el mayor mal moral porque privar a alguien de su vida es causarle un mal irreparable. El que se ocasione sin dolor no lo hace menos irreparable o justificable. Incluso cuando perdemos la libertad o estamos siendo torturados, todos los animales nos aferramos a la vida. No es de extrañar que a todo ser vivo le importe continuar estándolo. Después de todo, si uno no está vivo, no puede hacer absolutamente nada. Vive y deja vivir 65 Aceptar la tesis que los animales que han llevado una vida decente pue- den matarse de forma indolora, nos llevaría a aceptar otras prácticas con las mismas reglas que, sin embargo, Mosterín critica duramente. Por ejemplo, ¿qué se podría objetar a la cría de zorros para fabricar abrigos mientras se les críe y mate sin dolor? ¿O a la caza que pudiese realizarse sin causar sufri- miento? Mosterín, sin embargo, se opone a la matanza de animales por diver- sión o para satisfacer nuestros gustos estéticos. Y esto nos lleva al núcleo duro de esta cuestión: ¿es realmente tan diferente matar a un animal para uti- lizar su piel, para exhibirlo como trofeo, o para degustar su carne? Ninguna de estas actividades es necesaria. En el actual mundo occidental es imposible mantener que necesitamos comer carne ya que existen dietas vegetarianas que aportan los elementos necesarios para una nutrición adecuada. Por lo tan- to, si no hay justificación para infligir a los animales de forma innecesaria el sufrimiento mayor que les podemos causar, el privarles de su vida, no hay justificación para comer carne. Pero Mosterín presenta tres argumentos adicionales para justificar la muerte de los animales de granja. Uno, que “la comida de unos animales por otros es un rasgo de las cadenas tróficas de la naturaleza, que como tal no tie- ne nada de moral ni inmoral” [p. 260]. Sin embargo, muchas de las conductas que ocurren de “forma natural” entre los animales, y que entre ellos no son ni morales ni inmorales, sí lo serían si se llevasen a cabo por humanes. Entre los animales se dan conductas muy parecidas o iguales al robo, violación, aban- dono de hijos y canibalismo. Ninguna de estas conductas sería aceptable en un ser humano. Esto sería así aunque la conducta tuviese una motivación o causa tan absolutamente biológica o natural como la que tiene en el reino animal. Por ejemplo, si un león hambriento matase a un hombre para comér- selo, esto no tendría nada de moral ni inmoral. Sin embargo, no podríamos utilizar este hecho como justificación si un hombre hambriento matase a otro para comérselo. Mosterín también remarca que “los animales cuya muerte provoca el ganadero no habrían existido ni vivido, si no fuera por su interferencia artifi- cial” [p. 256]. Esta tesis es muy poco clara. ¿Se refiere a los animales como especies o como individuos? En el ámbito de especie, la adopción de esta postura nos llevaría a criar y comer muchas de las especies en peligro de ex- tinción. De esta forma su supervivencia estaría asegurada, no por el respeto a los individuos de esas especies, sino por los intereses económicos y gastro- nómicos de los seres humanos. En general, el hecho de que una especie se haya usado en el pasado de una forma determinada no es una justificación su- ficiente para continuar con la misma práctica (como el mismo autor defiende en el caso de los toros de lidia). Además, los animales de granja (al igual que los toros) podrían continuar existiendo, incluso se podrían utilizar para ciertas tareas que no entrañasen ni sufrimiento ni muerte. Marga Vicedo 66 Por lo que respecta a los individuos, es cierto que no existirían tantos animales de granja si no los criásemos para comérnoslos. Paradójicamente, estos animales deben la vida al hecho de que después la perderán. Pero argu- mentar que, por lo tanto, matarlos no es un mal moral llevaría a una postura en la que cualquier tipo de existencia —o, al menos, la existencia sin sufri- miento mientras dure la vida— sería mejor que la no existencia. Esta posi- ción conlleva consecuencias absurdas tanto en el ámbito metafísico como en el práctico. Primero, supondría que los seres existen en algún “limbo” y que les dañamos si no les traemos a este planeta. De alguna forma, estos seres existen antes de vivir y esperan la existencia terrenal como un beneficio. En la práctica, nos obligaría a “traer a este mundo” a tantos seres vivos como nos fuese posible. Para evitar estas paradojas por lo que respecta a los individuos, lo más sensato es plantearnos cómo debemos tratar a los seres que viven y no incluir su existencia como un beneficio al que estamos moralmente obligados a contribuir. Finalmente, Mosterín remarca que si no fuesen comidos por los huma- nes, los animales de granja serían comidos por otros predadores [p. 260]. El argumento de que los animales de granja serían comidos por otros predadores si no lo hiciésemos nosotros también conlleva consecuencias indeseables. Es, de hecho, uno de los argumentos que cazadores y pescadores utilizan con fre- cuencia para justificar sus actividades, tan duramente criticadas por Mosterín. Es, además, tan cierto en su caso como en el caso de la ganadería. Pero, como he dicho anteriormente, el que los animales hagan algo no implica que noso- tros también estemos legitimados a hacerlo. Dejemos que otros animales hagan lo que buenamente puedan, ya que no estamos estableciendo un siste- ma de ética para ellos, y hagamos nosotros lo que debemos. La ganadería comercial es, casi podríamos decir por definición, una prác- tica irrespetuosa con los animales puesto que implica necesariamente el conver- tir a los animales en objetos comerciales para satisfacer intereses humanos efectivamente superfluos. Los animales son utilizados como mero instrumento para incrementar nuestra economía y nuestros placeres culinarios. A los anima- les se les convierte en objetos comerciales ya que se les cría con el único ob- jeto de venderlos para utilizar su piel, carne, y otros elementos de sus cuerpos. El ganadero cría al animal sólo para obtener unos beneficios econó- micos, el comprador para disfrutar con su piel, su carne, o sus productos. Por lo tanto, al animal tiene valor en tanto que produce un beneficio económico, estético, o gustativo. Ninguna de estos beneficios es necesario y ninguna de estas relaciones con un ser vivo tiene en cuenta sus intereses y su capacidad de sufrimiento. Además, en la actual economía de corporativismo capitalista la ganade- ría comercial contribuye a otros males morales. Por ejemplo, la mayor parte de la carne que se consume en los Estados Unidos se importa de Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras y Panamá. En estos países la industria ga- Vive y deja vivir 67 nadera ocasiona estragos en los bosques tropicales, llevando a la deforesta- ción, a la extinciónde especies por la destrucción de sus hábitats, y al futuro empobrecimento de los habitantes de estos países que heredarán tierras desér- ticas. La cría de ganado es también una mala utilización de los recursos natu- rales ya que se necesita una gran cantidad de terreno, agua, y energía para producir tan sólo una parte de las proteínas que podrían obtenerse de los ve- getales. Una mejor utilización de los recursos naturales ayudaría a hacer fren- te a los problemas de alimentación en el mundo, sería aconsejable desde un punto de vista ecológico, y evitaría la muerte innecesaria de los animales cu- yos hábitats se destruyen. Por lo tanto, es incluso innecesario entrar en argu- mentos paternalistas sobre la creciente crisis en la salud humana, en gran parte relacionada con el consumo de demasiada carne y de carne contaminada. En mi opinión, el vegetarianismo es una obligación moral para todos aquellos que piensen que no debemos causar daño innecesario a seres con la capacidad de sufrir. El convertir en objetos de comercio a los animales en la industria ganadera es el mayor obstáculo para que los seres humanos crezcamos viendo a los demás animales como seres que merecen respeto. Es difícil concebir cómo podemos alentar a que la gente cambie sus relaciones con los animales cuando la práctica de comérnoslos es parte cotidiana de nuestras vidas. El mero deleite de nuestro paladar no puede considerarse una buena justificación para matar. Además, en el mundo actual, comer carne, comprar productos de piel, comprar acciones de compañías ganaderas, o contribuir en cualquier forma a la prosperidad de los “establos de concentración” que Mosterín tan duramente critica es claramente immoral. IV. CÓMO CAMBIAR NUESTRAS CREENCIAS, ACTITUDES Y PRÁCTICAS Sin duda alguna, la idea de Marx más universalmente aceptada es la que nos recuerda que lo importante no es sólo entender el mundo, sino transfor- marlo. Mosterín, sin duda, está de acuerdo con esta afirmación ya que en la introducción nos dice que lo que necesitamos es “una visión global y cohe- rente, teórica y práctica, que nos ayude a vivir con lucidez y a tomar decisio- nes con responsabilidad” [p. 8]. La relación entre teoría y práctica es un área que todavía necesitamos articular mejor. En ocasiones Mosterín parece asumir que con el entendimiento científico vendrá automáticamente la transformación. En su opinión, conocer los anima- les es celebrarlos y celebrarlos es respetarlos. Pero no es cierto, ni en el plano individual ni en el histórico, que el reconocimiento de las maravillas o com- plejidad biológica de los seres vivos lleve a su respeto moral. Todos conoce- mos buenos naturalistas, biólogos, o aficionados a la naturaleza que compagi- nan un conocimiento asombroso de los animales con la caza, la pesca, u otras actividades en las que se mata a animales por simple placer. Aunque yo com- Marga Vicedo 68 parto con Mosterín el ideal ilustrado de que el avance del conocimiento nos lle- vará a la revisión de muchas ideas trasnochadas, creo que hay que indagar más profundamente en los mecanismos y razones que nos llevan a cambiar aquellas prácticas que no sólo la ignorancia, sino el egoísmo nos hacen mantener. ¿Qué nos da a los seres humanos el derecho moral (y no sólo el poder) para infligir sufrimiento, dolor, y muerte a otros seres vivos? ¿Por qué nos es tan difícil cambiar nuestras viejas costumbres incluso después de conocer y celebrar a nuestros maravillosos “parientes”? Éstas son preguntas que ya no podemos soslayar por más tiempo. Hay que estudiar, discutir, y apuntar for- mas de cambio. El libro de Mosterín es una contribución muy importante pa- ra todas estas tareas. Su lectura nos convence de que tenemos ciertas obligaciones con los seres que comparten este asombroso planeta. De mo- mento, aunque no tengamos todas las respuestas a los casos más complicados de conflicto moral entre los intereses de los seres humanos y el resto de los animales, la ecuanimidad de nuestro juicio debe llevarnos a respetar sus pro- pios intereses. Desde un punto de vista ético, en mi opinión, esto significa que no hay justificación para usar los animales no humanos simplemente para satisfacer nuestros placeres, sean lúdicos, estéticos, económicos, o del pala- dar. La sabiduría popular ya expresó con la mayor simplicidad la mejor for- ma de pasar por este mundo: vive y deja vivir. Department of History of Science Harvard University 1 Oxford St, Cambridge, MA 02138 USA E-mail: marga@asu.edu Vive y deja vivir
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