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Vive y Deja Vivir: Ensaio sobre Ética Animal

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limbo 
Nº 9 (1999), pp. 59-68 
 
 
Vive y deja vivir 
 
Marga Vicedo 
 
 
¡Vivan los animales! es un libro estupendo. Esta fresca “ensalada de 
ciencia, filosofía, documentación y reflexión moral” [p. 7] nos contagia la 
fascinación de su autor por las maravillas de la naturaleza y su preocupación 
por la forma en que la tratamos. El libro está dividido en dos partes. La pri-
mera es una exposición de los conocimientos que tenemos sobre el mundo 
animal. En la segunda se aboga en favor de una vida respetuosa con los ani-
males y con la bioesfera en general. Este ensayo esta dirigido a un público am-
plio y, por lo tanto, cubre estos temas de forma general. Sin embargo, Mosterín 
presenta una gran cantidad de información interesante y analiza conceptos y 
temas difíciles de forma clara, pero sin simplificar. 
¿Quiénes son esos seres que utilizamos para divertirnos, vestirnos, y sa-
tisfacer el paladar? Obviamente, es imprescindible que conozcamos la natura-
leza de estos seres antes de decidir cómo tratarlos, algo que las abstractas 
discusiones de los filósofos han ignorado en ocasiones. No es el caso de Mos-
terín, quien nos sumerge en un relato fascinante que incluye desde los entre-
sijos bioquímicos de la aparición de la vida en nuestro planeta hasta las 
diversas formas culturales que se encuentran en el reino animal. Mosterín de-
talla los elementos que compartimos con todos los seres vivos, desde los 
componentes químicos a las semejanzas psíquicas, emocionales, y conduc-
tuales, resultado de la evolución desde ancestros comunes. Por otro lado, 
también subraya que casi todos los animales poseen una cierta subjetividad 
ya que tienen sensaciones, sentimientos, deseos y emociones que se van des-
arrollando en su historia personal. Dadas estas características, sabemos con 
certeza que los animales experimentan dolor y sufrimientos. En resumen, los 
animales son seres vivos que tienen una historia y personalidad propia y mu-
chos de ellos son capaces de experimentar estados subjetivos parecidos a los 
que sentimos los seres humanos. 
Es necesario, pues, replantearnos nuestras relaciones con los animales 
ya que la reflexión ética contemporánea ha puesto de relieve que “todos los 
seres portadores de intereses y capaces de sufrimiento son dignos de conside-
ración moral” [p. 211]. Por lo tanto, debemos superar las posturas antropo-
céntricas que llevan a privilegiar a los miembros de nuestra propia especie y 
no toman en cuenta el daño causado a individuos de otras especies. Para 
Mosterín este “especieísmo mafioso” está basado en “la ignorancia científica 
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y la irresponsabilidad moral” [p. 7]. Una vez que tenemos en cuenta que los 
animales sufren y que algunos de ellos tienen capacidades que ni siquiera to-
dos los humanes poseen, vemos que a menudo tratamos a los animales de 
forma inaceptable desde un punto de vista ético. Mosterín mantiene que es 
inmoral causar cualquier sufrimiento innecesario a una criatura viva. Desde 
esta perspectiva, denuncia las condiciones en las que se crían y matan los 
animales de granja, y se utilizan animales para experimentos innecesarios, 
fiestas populares, espectáculos como la lidia, y actividades recreativas como 
la caza y la pesca. 
Aunque estoy de acuerdo con las principales ideas defendidas por Mos-
terín, aquí voy a reflexionar brevemente sobre algunas cuestiones que creo 
necesitan ser examinadas con más detalle. Mis comentarios se centran en 
cuatro temas: primero, la relación entre la teoría evolutiva y el rechazo del 
especieísmo; segundo, las implicaciones de este rechazo; tercero, la cuestión 
de si el respeto a los animales conlleva necesariamente el vegetarianismo; 
cuarto, la relación entre teoría y práctica. 
 
 
I. EVOLUCIÓN Y ESPECIEÍSMO 
 
La cuestión que quiero plantear es la siguiente: ¿necesitamos a Darwin 
para mostrar que la forma en la que tratamos a los animales es inadmisible 
moralmente? Mosterín y otros autores mantienen que el evolucionismo bio-
lógico destruye el especieísmo moral. En esta sección analizaré esta idea y 
mantendré que el evolucionismo no es necesario ni suficiente para fundamen-
tar una postura de respeto a los animales. 
Algunos filósofos que han escrito sobre los derechos de los animales, 
piensan que el pensamiento de Darwin destruye el especieísmo. Para J. Rachels 
esto es así porque Darwin mostró que no somos únicos y, concretamente, que 
no somos los únicos seres racionales. Mosterín también subraya repetidamen-
te que los seres humanos y el resto de los seres vivos hemos descendido de 
un ancestro común y resalta las similitudes que poseemos como resultado de 
esa evolución parcialmente compartida. En su opinión: “Obviamente, el ente-
rarnos y tomar conciencia de nuestro parentesco con el resto de la biosfera no 
puede por menos de afectar nuestras emociones, valores y reflexiones mora-
les” [p. 208]. Mosterín también nos cuenta cómo históricamente la aceptación 
de la teoría darwinista de la evolución derrocó de forma definitiva al humán 
de la posición privilegiada en la que se había situado a sí mismo en el unvier-
so. Esto es cierto tanto a nivel histórico como psicológico. Indudablemente, 
el darwinismo es una lección de humildad porque nos muestra que no fuimos 
creados de una forma especial, sino que hemos sido formados por las mismas 
fuerzas que el resto de los seres vivos. Pero más allá de este varapalo a nues-
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tros egos, ¿qué ideas concretas sobre los derechos de los animales requieren a 
la teoría darwinista de la evolución o se siguen de ella? 
Quiero dejar claro que mi objeción no tiene nada que ver con la notoria 
falacia naturalista según la cual no podemos derivar reglas morales de hechos 
empíricos. Si los hechos no pueden llevarnos directamente a la adopción de 
valores morales, no hay duda sobre los deben informar su aceptación. La éti-
ca no puede reducirse a biología, pero tampoco puede hacerse con indepen-
dencia de ésta ya que nosotros somos sistemas biológicos y queremos estable-
cer un sistema de ética para seres humanos, no para ángeles, ni para seres con 
características diferentes a las que poseemos. También debo aclarar que no 
discuto si el evolucionismo tiene consecuencias para la ética en general. La 
cuestión aquí es si el hecho de la evolución es relevante para la superación 
del especieísmo. 
No está claro si Mosterín piensa que el sabernos parientes de otros seres 
vivos tiene consecuencias éticas o tan sólo psicológicas. Indudablemente, sa-
bernos “parientes” con otros seres nos produce una sensación psicológica de 
acercamiento. Pero ¿es esto determinante o relevante para establecer como 
debemos comportarnos hacia otro ser vivo? ¿Es cierto, como piensa Rachels, 
que no hay ninguna base para mantener el especieísmo, après Darwin? 
La teoría Darwinista de la evolución muestra que estamos emparenta-
dos con todos los seres vivos de este planeta. Nuestra especie no fue creada 
de forma separada de las demás, sino que proviene de un ancestro común del 
que también descienden el resto de las especies. O sea, todos los seres vivos 
estamos emparentados en mayor o menor grado y, como consecuencia, tam-
bién compartimos algunos rasgos en menor o mayor grado. Esto incluye 
aquellas características como la racionalidad que se consideraban tiempo 
atrás de dominio exclusivo de los seres humanos. Además, la evolución no es 
un proceso direccional ni progresivo. Por lo tanto, desde un punto de vista 
biológico, no estamos en lo alto de la escala evolutiva. En resumen, desde 
una perspectiva biológica, ni somos únicos, ni somos los mejores. 
Aunque nos destrone del centro del reino biológico, el evolucionismo 
se puede utilizar tanto para subrayar las similitudes como las diferencias en-
tre las especies y, por lo tanto, para apoyar o atacar el especieísmo. Veamos 
el concepto de especie. La teoría darwinista prueba que las especies no son 
grupos fijos ni están formados de forma independiente. Pero esto no significaque no haya diferencias, algunas de ellas muy grandes, entre las distintas es-
pecies. De hecho, la teoría evolutiva se basa en la existencia de especies dife-
renciadas. El concepto de especie nos indica que estamos relacionados unos 
con otros y que estamos a la vez separados. Es una barrera que indica una 
historia compartida y un presente separado. Por lo tanto, uno podría subrayar 
el hecho de que todos estamos relacionados, pero también el hecho de que a 
pesar de la evolución común hay barreras entre las distintas especies. Lo 
mismo ocurre con el hecho de que todos los seres vivos tienen un origen co-
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mún: se puede utilizar para subrayar nuestra historia compartida con todos 
los seres vivos, o para enfatizar que compartimos más con los miembros de 
nuestra especie que con los individuos de otras especies. 
Pero, lo que es más importante, yo mantendría que estos hechos son 
irrelevantes para fundamentar la obligación moral de respetar a los animales. 
La mejor forma de ver esto es indagar sobre los cambios morales que com-
portaría el que estos hechos biológicos fuesen diferentes. Imaginemos que 
descubrimos que ciertos grupos de animales fueron traídos de otro planeta y 
evolucionaron de un ancestro diferente al ser vivo del que los seres humanos 
descendemos. Podemos suponer la existencia de seres cuyos mecanismos y 
expresiones de dolor fuesen muy diferentes a los nuestros. Por supuesto, estas 
figuraciones están tan lejos de lo que consideramos hechos probados, que re-
sultan incluso difíciles de concebir. Pero no dejemos que la pobreza de nues-
tra imaginación empañe nuestra lógica. 
Lo cierto es que el parentesco y el parecido hacen más fácil simpatizar 
con otros seres vivos, pero no pueden ser razones para actuar de uno u otro 
modo. Si el eje de nuestros argumentos es que los animales son capaces de 
sufrir, es irrelevante el que esta capacidad haya sido desarrollada por un pro-
ceso de evolución natural, conferida por un ser divino, o creada por algún 
otro mecanismo natural o sobrenatural. Los animales son seres capaces de su-
frir porque la evolución los ha hecho así, pero nuestra obligación de tener en 
cuenta sus sufrimientos no depende de que haya sido la evolución quien les 
confirió tal capacidad. 
La teoría evolutiva también pone límites a nuestro engreimiento. No 
somos únicos. Pero también podemos imaginar que podría haber sido de otro 
modo. La evolución podría ser un proceso progresivo y la buena fortuna re-
servarnos la cúspide de la historia evolutiva. Pero aun así, e incluso si existiese 
una escala de los seres naturales y estuviésemos en lo más alto, esta superiori-
dad no justificaría que ignorásemos el sufrimiento de los menos “evoluciona-
dos”. La “superioridad” no conlleva una disminución de nuestros deberes para 
con los menos afortunados, sino, probablemente, todo lo contrario. 
El respeto por los intereses de los seres vivos y el reconocimiento de 
que su sufrimiento debe imponer limites estrictos a nuestra conducta con 
ellos no requiere que esos seres vivos estén emparentados con nosotros, 
hayan compartido nuestra historia, o se nos parezcan en mayor o menor gra-
do. El sufrimiento de l’etranger también cuenta. 
 
 
II. MÁS ALLÁ DE LA PROPIA ESPECIE 
 
Mosterín se une al llamamiento que hacen muchos defensores de los 
derechos de los animales para superar el especieísmo, esto es, la posición de 
sólo tenemos obligaciones morales con los miembros de nuestra propia espe-
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cie. El resto de los animales han de ser tomados en cuenta por dos razones. 
Una, porque son capaces de sufrir y tienen intereses propios. Dos, por lo que 
se ha denominado “el argumento de los casos marginales”, según el cual no 
podemos justificar la exclusión de otros animales porque los seres humanos 
poseemos ciertas características —como la racionalidad— puesto que algu-
nos de los miembros de nuestra especie no las poseen (infantes, disminuidos 
psíquicos, y pacientes en coma). Estos son dos argumentos muy sólidos cuya 
adopción implicaría un cambio radical en nuestro comportamiento con los 
animales. Y, mientras lo hacemos, los filósofos hemos de continuar con el re-
finamiento de nuestras posiciones. 
En este caso, Mosterín, al igual que otros pensadores que suscriben te-
sis similares, necesita clarificar las implicaciones de una ética que rechaza el 
especieísmo. ¿A qué nos lleva exactamente el tomar en consideración el su-
frimiento de los animales en nuestras decisiones? Para autores como Rachels, 
esto entraña lo que denomina “individualismo moral”, según el cual cada ser 
vivo es considerado y tratado de forma igualitaria en tanto que posea ciertas 
cualidades relevantes para su consideración moral (tales como racionalidad, 
autonomía, capacidad de anticipación del futuro, y subjetividad). Para otros 
autores, esta postura sería demasiado extrema puesto que entre salvar la vida 
de un infante o la de un perro en una situación de conflicto, preferirían salvar 
la vida del infante, lo que no se puede justificar desde un individualismo mo-
ral radical. Pero, si tomamos los intereses del infante como más importantes, 
¿no estamos cayendo otra vez en el especieísmo, esto es, no tratamos a este 
ser como más valioso tan sólo porque es un miembro de nuestra especie? 
Mosterín nos dice que podemos querernos más a nosotros que a otras 
especies, ya que “lo que es objetable en el especieísmo no es que dé más im-
portancia a la propia especie que a las otras, sino que no dé ninguna impor-
tancia a las demás [...]. La preferencia por el propio grupo sólo es aceptable 
en la medida en que sea compatible con el respeto de los demás” [p. 224]. El 
problema es que la noción de respeto es bastante vaga y totalmente inoperati-
va en situaciones de conflicto, cuando las preferencias de tu propio grupo y 
las de los demás animales no son compatibles. Mosterín necesita desarrollar 
más su postura respecto a qué criterios debemos adoptar para elegir entre los 
intereses humanos y los de otros animales cuando ambos entran en conflicto. 
 
 
III. UNOS ANIMALES SON MÁS IGUALES QUE OTROS: VEGETARIANISMO 
Y RESPETO A LOS ANIMALES 
 
Mosterin cita con aprobación la Declaración de los Derechos de los 
Animales adoptada en 1977 por la Liga Internacional de los Derechos del 
Animal y posteriormente aprobada por la UNESCO y por la ONU. El artículo 
primero proclama que “Todos los animales nacen iguales ante la vida y tie-
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nen los mismos derechos a la existencia”. El artículo 11 nos dice: “Todo acto 
que implique la muerte de un animal sin necesidad es un biocidio, es decir, 
un crimen contra la vida”. Sorprendentemente, el artículo 9 del mismo docu-
mento defiende que “Cuando un animal es criado para la alimentación debe 
ser nutrido, instalado y transportado, así como sacrificado, sin que ello resulte 
para él motivo de ansiedad o dolor” [pp. 321-2]. Si todos los animales tienen 
derecho a la vida, ¿cómo podemos criar algunos para la muerte? 
Mosterín condena el trato que reciben los animales de granja en la ac-
tualidad, pero argumenta que el vegetarianismo “no es una consecuencia nece-
saria de nuestras intuiciones y argumentos morales” [p. 260]. Esta afirmación 
está en contradicción con los derechos antes afirmados y con la celebración de 
la vida y el respeto a los animales que su ensayo nos infunde. Pero Mosterín 
nos dice que “contra la ganadería que permite la vida natural de los animales 
que explota y que los mata sin dolor no hay nada que objetar” [p. 256]. 
Contra la idea de que el sufrimiento es un mal moral, pero la muerte 
provocada sin dolor no lo es, hay dos objeciones claras. En primer lugar, to-
dos los animales tratan de evitar la muerte prematura y nosotros considera-
mos la muerte provocada (de forma prematura y por otras razones que el 
beneficio del individuo) como el mayor mal moral. 
De hecho, Mosterín comienza su libro expresando la importancia que la 
vida tiene para todo ser vivo: “aunque seainsignificante a nivel cósmico, la 
vida ocupa el lugar central en nuestra conciencia, en nuestros afectos y pre-
ocupaciones, en nuestros valores y emociones. Desde este punto de vista sub-
jetivo, y para nosotros, que somos seres vivos, la vida es lo que más [nos] 
importa” [p. 9]. O sea, a todo ser vivo le preocupa su propia vida más que 
cualquier otra cosa. Esto lo sabemos no sólo porque a nosotros nos importa 
nuestra vida. Como Mosterín nos explica, los propios animales son capaces 
de mostrarnos sus preferencias mediante sus elecciones y su comportamiento 
[p. 98]. Y no hay ninguna duda de que los animales sienten aversión por la 
muerte. Los animales rehuyen situaciones en las que intuyen que su vida co-
rre peligro. Además, incluso reconocen que la vida es importante para los 
demás. Por ejemplo, los cánidos no atacan a sus contrincantes cuando éstos 
les presentan el cuello en señal de sumisión. Muchos animales, como los ele-
fantes, alimentan a los miembros de su especie que están heridos. Algunos 
animales “adoptan” a huérfanos de su grupo o incluso de otras especies. No-
sotros consideramos la privación prematura y provocada de la vida de un in-
dividuo el mayor mal moral porque privar a alguien de su vida es causarle un 
mal irreparable. El que se ocasione sin dolor no lo hace menos irreparable o 
justificable. Incluso cuando perdemos la libertad o estamos siendo torturados, 
todos los animales nos aferramos a la vida. No es de extrañar que a todo ser 
vivo le importe continuar estándolo. Después de todo, si uno no está vivo, no 
puede hacer absolutamente nada. 
Vive y deja vivir 65
Aceptar la tesis que los animales que han llevado una vida decente pue-
den matarse de forma indolora, nos llevaría a aceptar otras prácticas con las 
mismas reglas que, sin embargo, Mosterín critica duramente. Por ejemplo, 
¿qué se podría objetar a la cría de zorros para fabricar abrigos mientras se les 
críe y mate sin dolor? ¿O a la caza que pudiese realizarse sin causar sufri-
miento? Mosterín, sin embargo, se opone a la matanza de animales por diver-
sión o para satisfacer nuestros gustos estéticos. Y esto nos lleva al núcleo 
duro de esta cuestión: ¿es realmente tan diferente matar a un animal para uti-
lizar su piel, para exhibirlo como trofeo, o para degustar su carne? Ninguna 
de estas actividades es necesaria. En el actual mundo occidental es imposible 
mantener que necesitamos comer carne ya que existen dietas vegetarianas 
que aportan los elementos necesarios para una nutrición adecuada. Por lo tan-
to, si no hay justificación para infligir a los animales de forma innecesaria el 
sufrimiento mayor que les podemos causar, el privarles de su vida, no hay 
justificación para comer carne. 
Pero Mosterín presenta tres argumentos adicionales para justificar la 
muerte de los animales de granja. Uno, que “la comida de unos animales por 
otros es un rasgo de las cadenas tróficas de la naturaleza, que como tal no tie-
ne nada de moral ni inmoral” [p. 260]. Sin embargo, muchas de las conductas 
que ocurren de “forma natural” entre los animales, y que entre ellos no son ni 
morales ni inmorales, sí lo serían si se llevasen a cabo por humanes. Entre los 
animales se dan conductas muy parecidas o iguales al robo, violación, aban-
dono de hijos y canibalismo. Ninguna de estas conductas sería aceptable en 
un ser humano. Esto sería así aunque la conducta tuviese una motivación o 
causa tan absolutamente biológica o natural como la que tiene en el reino 
animal. Por ejemplo, si un león hambriento matase a un hombre para comér-
selo, esto no tendría nada de moral ni inmoral. Sin embargo, no podríamos 
utilizar este hecho como justificación si un hombre hambriento matase a otro 
para comérselo. 
Mosterín también remarca que “los animales cuya muerte provoca el 
ganadero no habrían existido ni vivido, si no fuera por su interferencia artifi-
cial” [p. 256]. Esta tesis es muy poco clara. ¿Se refiere a los animales como 
especies o como individuos? En el ámbito de especie, la adopción de esta 
postura nos llevaría a criar y comer muchas de las especies en peligro de ex-
tinción. De esta forma su supervivencia estaría asegurada, no por el respeto a 
los individuos de esas especies, sino por los intereses económicos y gastro-
nómicos de los seres humanos. En general, el hecho de que una especie se 
haya usado en el pasado de una forma determinada no es una justificación su-
ficiente para continuar con la misma práctica (como el mismo autor defiende 
en el caso de los toros de lidia). Además, los animales de granja (al igual que 
los toros) podrían continuar existiendo, incluso se podrían utilizar para ciertas 
tareas que no entrañasen ni sufrimiento ni muerte. 
Marga Vicedo 66
Por lo que respecta a los individuos, es cierto que no existirían tantos 
animales de granja si no los criásemos para comérnoslos. Paradójicamente, 
estos animales deben la vida al hecho de que después la perderán. Pero argu-
mentar que, por lo tanto, matarlos no es un mal moral llevaría a una postura 
en la que cualquier tipo de existencia —o, al menos, la existencia sin sufri-
miento mientras dure la vida— sería mejor que la no existencia. Esta posi-
ción conlleva consecuencias absurdas tanto en el ámbito metafísico como en 
el práctico. Primero, supondría que los seres existen en algún “limbo” y que 
les dañamos si no les traemos a este planeta. De alguna forma, estos seres 
existen antes de vivir y esperan la existencia terrenal como un beneficio. En 
la práctica, nos obligaría a “traer a este mundo” a tantos seres vivos como nos 
fuese posible. Para evitar estas paradojas por lo que respecta a los individuos, 
lo más sensato es plantearnos cómo debemos tratar a los seres que viven y no 
incluir su existencia como un beneficio al que estamos moralmente obligados 
a contribuir. 
Finalmente, Mosterín remarca que si no fuesen comidos por los huma-
nes, los animales de granja serían comidos por otros predadores [p. 260]. El 
argumento de que los animales de granja serían comidos por otros predadores 
si no lo hiciésemos nosotros también conlleva consecuencias indeseables. Es, 
de hecho, uno de los argumentos que cazadores y pescadores utilizan con fre-
cuencia para justificar sus actividades, tan duramente criticadas por Mosterín. 
Es, además, tan cierto en su caso como en el caso de la ganadería. Pero, como 
he dicho anteriormente, el que los animales hagan algo no implica que noso-
tros también estemos legitimados a hacerlo. Dejemos que otros animales 
hagan lo que buenamente puedan, ya que no estamos estableciendo un siste-
ma de ética para ellos, y hagamos nosotros lo que debemos. 
La ganadería comercial es, casi podríamos decir por definición, una prác-
tica irrespetuosa con los animales puesto que implica necesariamente el conver-
tir a los animales en objetos comerciales para satisfacer intereses humanos 
efectivamente superfluos. Los animales son utilizados como mero instrumento 
para incrementar nuestra economía y nuestros placeres culinarios. A los anima-
les se les convierte en objetos comerciales ya que se les cría con el único ob-
jeto de venderlos para utilizar su piel, carne, y otros elementos de sus 
cuerpos. El ganadero cría al animal sólo para obtener unos beneficios econó-
micos, el comprador para disfrutar con su piel, su carne, o sus productos. Por 
lo tanto, al animal tiene valor en tanto que produce un beneficio económico, 
estético, o gustativo. Ninguna de estos beneficios es necesario y ninguna de 
estas relaciones con un ser vivo tiene en cuenta sus intereses y su capacidad 
de sufrimiento. 
Además, en la actual economía de corporativismo capitalista la ganade-
ría comercial contribuye a otros males morales. Por ejemplo, la mayor parte 
de la carne que se consume en los Estados Unidos se importa de Costa Rica, 
El Salvador, Guatemala, Honduras y Panamá. En estos países la industria ga-
Vive y deja vivir 67
nadera ocasiona estragos en los bosques tropicales, llevando a la deforesta-
ción, a la extinciónde especies por la destrucción de sus hábitats, y al futuro 
empobrecimento de los habitantes de estos países que heredarán tierras desér-
ticas. La cría de ganado es también una mala utilización de los recursos natu-
rales ya que se necesita una gran cantidad de terreno, agua, y energía para 
producir tan sólo una parte de las proteínas que podrían obtenerse de los ve-
getales. Una mejor utilización de los recursos naturales ayudaría a hacer fren-
te a los problemas de alimentación en el mundo, sería aconsejable desde un 
punto de vista ecológico, y evitaría la muerte innecesaria de los animales cu-
yos hábitats se destruyen. Por lo tanto, es incluso innecesario entrar en argu-
mentos paternalistas sobre la creciente crisis en la salud humana, en gran parte 
relacionada con el consumo de demasiada carne y de carne contaminada. 
En mi opinión, el vegetarianismo es una obligación moral para todos 
aquellos que piensen que no debemos causar daño innecesario a seres con la 
capacidad de sufrir. El convertir en objetos de comercio a los animales en la 
industria ganadera es el mayor obstáculo para que los seres humanos 
crezcamos viendo a los demás animales como seres que merecen respeto. Es 
difícil concebir cómo podemos alentar a que la gente cambie sus relaciones 
con los animales cuando la práctica de comérnoslos es parte cotidiana de 
nuestras vidas. El mero deleite de nuestro paladar no puede considerarse una 
buena justificación para matar. Además, en el mundo actual, comer carne, 
comprar productos de piel, comprar acciones de compañías ganaderas, o 
contribuir en cualquier forma a la prosperidad de los “establos de concentración” 
que Mosterín tan duramente critica es claramente immoral. 
 
 
IV. CÓMO CAMBIAR NUESTRAS CREENCIAS, ACTITUDES Y PRÁCTICAS 
 
Sin duda alguna, la idea de Marx más universalmente aceptada es la que 
nos recuerda que lo importante no es sólo entender el mundo, sino transfor-
marlo. Mosterín, sin duda, está de acuerdo con esta afirmación ya que en la 
introducción nos dice que lo que necesitamos es “una visión global y cohe-
rente, teórica y práctica, que nos ayude a vivir con lucidez y a tomar decisio-
nes con responsabilidad” [p. 8]. La relación entre teoría y práctica es un área 
que todavía necesitamos articular mejor. 
En ocasiones Mosterín parece asumir que con el entendimiento científico 
vendrá automáticamente la transformación. En su opinión, conocer los anima-
les es celebrarlos y celebrarlos es respetarlos. Pero no es cierto, ni en el plano 
individual ni en el histórico, que el reconocimiento de las maravillas o com-
plejidad biológica de los seres vivos lleve a su respeto moral. Todos conoce-
mos buenos naturalistas, biólogos, o aficionados a la naturaleza que compagi-
nan un conocimiento asombroso de los animales con la caza, la pesca, u otras 
actividades en las que se mata a animales por simple placer. Aunque yo com-
Marga Vicedo 68
parto con Mosterín el ideal ilustrado de que el avance del conocimiento nos lle-
vará a la revisión de muchas ideas trasnochadas, creo que hay que indagar más 
profundamente en los mecanismos y razones que nos llevan a cambiar aquellas 
prácticas que no sólo la ignorancia, sino el egoísmo nos hacen mantener. 
¿Qué nos da a los seres humanos el derecho moral (y no sólo el poder) 
para infligir sufrimiento, dolor, y muerte a otros seres vivos? ¿Por qué nos es 
tan difícil cambiar nuestras viejas costumbres incluso después de conocer y 
celebrar a nuestros maravillosos “parientes”? Éstas son preguntas que ya no 
podemos soslayar por más tiempo. Hay que estudiar, discutir, y apuntar for-
mas de cambio. El libro de Mosterín es una contribución muy importante pa-
ra todas estas tareas. Su lectura nos convence de que tenemos ciertas 
obligaciones con los seres que comparten este asombroso planeta. De mo-
mento, aunque no tengamos todas las respuestas a los casos más complicados 
de conflicto moral entre los intereses de los seres humanos y el resto de los 
animales, la ecuanimidad de nuestro juicio debe llevarnos a respetar sus pro-
pios intereses. Desde un punto de vista ético, en mi opinión, esto significa 
que no hay justificación para usar los animales no humanos simplemente para 
satisfacer nuestros placeres, sean lúdicos, estéticos, económicos, o del pala-
dar. La sabiduría popular ya expresó con la mayor simplicidad la mejor for-
ma de pasar por este mundo: vive y deja vivir. 
 
Department of History of Science 
Harvard University 
1 Oxford St, Cambridge, MA 02138 USA 
E-mail: marga@asu.edu 
 
 
 
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