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LEYENDA DEL CABALLERO JORGE

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En el lejano Oriente había unos caballeros valien-
tes a los que llamaban Caballeros de la Justicia. Sin
que nadie pudiera reconocerlos, cruzaban los países
y aparecían allí donde una bestia salvaje devastaba
una región o ladrones atrevidos perseguían a los
hombres, en caminos solitarios, para despojarlos de
sus bienes. Entonces los animales salvajes eran ven-
cidos y los ladrones, castigados o expulsados.
Nadie sabía en qué momento estos caballeros apa-
recerían para ayudar a los acosados. Esto podía
ocurrir en un bosque tupido, en una calle apartada
o en medio de una ciudad concurrida. Así, estos
Caballeros de la Justicia eran una constante espe-
ranza de los débiles y una amenaza para los mal-
hechores. No se sabía qué clase de promesas hací-
an en su congregación, pero era conocido que
nunca permanecían más de tres días en el mismo
lugar.
En aquella época existía una bonita ciudad a orillas
del mar con el nombre de Silena. Sus muros se
extendían hasta la costa, protegiendo la ciudad. Un
alto castillo era la residencia del rey que gobernaba
el país. Pero, desde hacía algún tiempo, allí reinaba
mucha tristeza y sufrimiento, pues de tanto en
tanto, cuando el mar se embravecía, emergía de las
aguas un dragón que se acercaba a la costa reptan-
do o revoloteando y arrasaba el país: robaba los
animales de los rebaños, destruía las chozas y devo-
raba también a los hombres. Nadie, ni siquiera los
soldados del rey, habían podido vencer hasta enton-
ces al monstruo.
El rey mandó preguntar a un sabio de la montaña
qué podía hacer y el ermitaño le aconsejó: “Cuando
el mar se vuelva bravo, atad dos ovejas cerca de la
orilla donde suele salir. Las devorará y volverá a
sumergirse”. Y así se hizo: cuando el dragón volvió
a salir, devoró las ovejas y regresó al mar.
Pero cuando apenas había pasado un año, esta
comida ya no le bastaba al dragón. Aunque devo-
raba las ovejas, volvía a meterse en el país y lo
devastaba. Nuevamente el rey mandó mensajeros
al ermitaño para preguntarle qué debía hacer.
Cuando el ermitaño oyó lo que le contaban, se
entristeció mucho y dijo: “Volved dentro de tres días y
os daré un consejo”. Cuando los mensajeros volvieron
después de ese tiempo, el ermitaño no quiso dar su
consejo. Pero los mensajeros insistieron: “Sin tu conse-
jo no debemos presentarnos ante el rey, pues creería
que por culpa nuestra no nos has aconsejado”.
Entonces les dijo: “Si queréis que este dragón sea apa-
ciguado, tenéis que entregarle una doncella”. Los
mensajeros volvieron al castillo y comunicaron esta
noticia al rey y a sus consejeros.
Grande fue el espanto, pero finalmente no había
otro remedio que reunir a las doncellas de la ciudad
y elegir a suertes a la infeliz que tendría que sacrificar-
se. La gente del reino empezó a murmurar que la hija
del rey también tenía que participar en el sorteo.
Una multitud de personas se acercó al palacio y
empezó a gritar: “¡Elees, la hija del rey, también
debe tomar parte en el sorteo! ¡Que Elees también
vaya al sorteo!”. El rey no podía resistirse al grito del
pueblo, además también sus consejeros eran de la
misma opinión; así que alistó a Elees junto con las
otras doncellas para el sorteo.
El consejero mayor tenía una bolsa de terciopelo
negro, en la que estaban colocados muchos palitos
delgados. Por la parte de arriba parecían todos
iguales. Sin embargo, su parte inferior era blanca, a
excepción de uno, el palito del sacrificio, que era
rojo como la sangre. A la doncella que sacaba el
palito blanco le palpitaba el corazón alegremente.
Pero Elees, la hija del rey, sacó el rojo.
A la orilla del mar había una roca que llamaban la
Roca del Dragón ya que la bestia salvaje emergía
siempre cerca de este sitio. Aunque el rey y la reina
se lamentaban, su hija fue llevada hacia la roca.
Cuando se disponían a atarla a una argolla, Elees
suplicó: “¡No me atéis a la roca! No voy a huir, y los
ojos me los cubriré yo misma, con mi velo blanco”.
Así pues, se cubrió el rostro con el fino tejido y se
sentó en la roca. Arriba en la torre del castillo, esta-
ban sus padres que imploraban a los antiguos dioses
un milagro para que su hija fuera salvada.
El mar comenzó a moverse salpicando las rocas
hasta lo más alto. Pero justo en ese momento apareció
en la cima de la cercana colina un caballero sobre
un caballo blanco, cuya armadura brillaba deslum-
brante a la luz del sol. Él debía de haber oído el
suceso porque cuando vio a la doncella, expuesta
allí, a orillas del mar, sobre la Roca del Dragón,
lanzó un grito y su caballo galopó cuesta abajo
hacia el mar bravo.
La cabeza del dragón salió de la espuma y mostró
ávidamente sus dientes mirando la roca donde estaba
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multitud afluyó en masa a la Roca del Dragón.
Elees y su salvador fueron rodeados con gozo y ale-
gría. Los padres, muy felices, abrazaron a su hija y
el rey, ante todo el pueblo, preguntó al caballero
por su nombre: “Forastero, noble caballero y salva-
dor, dime tu nombre para que pueda darte las gra-
cias, y dime bajo qué signo has luchado”.
El caballero señaló el signo de la cruz de su escudo y
dijo: “Jorge es mi nombre. Bajo el signo de la cruz
lucho y el arcángel Miguel, el combatiente celestial
contra la oscuridad, me da la fuerza”.
El pueblo se reunió alrededor de Jorge, pues deseaba
saber más acerca de este signo. Entonces el caballero
se subió a la Roca del Dragón y dio al pueblo el
mensaje de la Cruz de Jerusalén.
El rey hubiera querido retener al valiente caballero
en su país y darle a su hija por esposa. Sin embargo,
este se despidió al tercer día para emprender nuevas
proezas. Al despedirlo, Elees ató su velo blanco
como recuerdo en la punta de su lanza, y lo vieron
revolotear desde lejos, como una banderita, cuando
Jorge desapareció tras el palmar, detrás de la colina.
la doncella. Pero cuando se arrastró fuera del agua,
se le enfrentó el caballero con la espada y la potente
lanza. Después de una ardua lucha el caballero
traspasó el cuerpo escamoso de la bestia con su
lanza. El dragón, retorciéndose, se precipitó hacia
las aguas del mar, dejando una oscura franja de
sangre y hundiéndose hasta el fondo.
Al oír el estrépito de las armas, Elees levantó el velo
de su cara y presenció de muy cerca la reñida lucha.
Cuando el dragón se había hundido en las aguas,
Elees vio como el maravilloso caballero forastero se
bajaba del caballo, clavaba su espada en la tierra y
se arrodillaba para rezar. Elees contempló asombrada
como el joven hacía el signo de la cruz en dirección
al dragón hundido. También observó que el escudo
del caballero tenía una cruz roja.
Ella estaba todavía temblando por el susto. Sin
embargo, cuando el caballero le tendió su potente
mano y la ayudó a bajar de la roca, el corazón de la
doncella se llenó de calma y nuevo valor. Desde las
murallas de la ciudad, donde una gran multitud
había presenciado el combate, se elevó un fuerte
júbilo. Los portones de la ciudad se abrieron y la
EL CABALLERO
JORGE (DE SEIS A DOCE AÑOS)
SAN JORGE, DOROTHEA SCHMIDT
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