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54 En el lejano Oriente había unos caballeros valien- tes a los que llamaban Caballeros de la Justicia. Sin que nadie pudiera reconocerlos, cruzaban los países y aparecían allí donde una bestia salvaje devastaba una región o ladrones atrevidos perseguían a los hombres, en caminos solitarios, para despojarlos de sus bienes. Entonces los animales salvajes eran ven- cidos y los ladrones, castigados o expulsados. Nadie sabía en qué momento estos caballeros apa- recerían para ayudar a los acosados. Esto podía ocurrir en un bosque tupido, en una calle apartada o en medio de una ciudad concurrida. Así, estos Caballeros de la Justicia eran una constante espe- ranza de los débiles y una amenaza para los mal- hechores. No se sabía qué clase de promesas hací- an en su congregación, pero era conocido que nunca permanecían más de tres días en el mismo lugar. En aquella época existía una bonita ciudad a orillas del mar con el nombre de Silena. Sus muros se extendían hasta la costa, protegiendo la ciudad. Un alto castillo era la residencia del rey que gobernaba el país. Pero, desde hacía algún tiempo, allí reinaba mucha tristeza y sufrimiento, pues de tanto en tanto, cuando el mar se embravecía, emergía de las aguas un dragón que se acercaba a la costa reptan- do o revoloteando y arrasaba el país: robaba los animales de los rebaños, destruía las chozas y devo- raba también a los hombres. Nadie, ni siquiera los soldados del rey, habían podido vencer hasta enton- ces al monstruo. El rey mandó preguntar a un sabio de la montaña qué podía hacer y el ermitaño le aconsejó: “Cuando el mar se vuelva bravo, atad dos ovejas cerca de la orilla donde suele salir. Las devorará y volverá a sumergirse”. Y así se hizo: cuando el dragón volvió a salir, devoró las ovejas y regresó al mar. Pero cuando apenas había pasado un año, esta comida ya no le bastaba al dragón. Aunque devo- raba las ovejas, volvía a meterse en el país y lo devastaba. Nuevamente el rey mandó mensajeros al ermitaño para preguntarle qué debía hacer. Cuando el ermitaño oyó lo que le contaban, se entristeció mucho y dijo: “Volved dentro de tres días y os daré un consejo”. Cuando los mensajeros volvieron después de ese tiempo, el ermitaño no quiso dar su consejo. Pero los mensajeros insistieron: “Sin tu conse- jo no debemos presentarnos ante el rey, pues creería que por culpa nuestra no nos has aconsejado”. Entonces les dijo: “Si queréis que este dragón sea apa- ciguado, tenéis que entregarle una doncella”. Los mensajeros volvieron al castillo y comunicaron esta noticia al rey y a sus consejeros. Grande fue el espanto, pero finalmente no había otro remedio que reunir a las doncellas de la ciudad y elegir a suertes a la infeliz que tendría que sacrificar- se. La gente del reino empezó a murmurar que la hija del rey también tenía que participar en el sorteo. Una multitud de personas se acercó al palacio y empezó a gritar: “¡Elees, la hija del rey, también debe tomar parte en el sorteo! ¡Que Elees también vaya al sorteo!”. El rey no podía resistirse al grito del pueblo, además también sus consejeros eran de la misma opinión; así que alistó a Elees junto con las otras doncellas para el sorteo. El consejero mayor tenía una bolsa de terciopelo negro, en la que estaban colocados muchos palitos delgados. Por la parte de arriba parecían todos iguales. Sin embargo, su parte inferior era blanca, a excepción de uno, el palito del sacrificio, que era rojo como la sangre. A la doncella que sacaba el palito blanco le palpitaba el corazón alegremente. Pero Elees, la hija del rey, sacó el rojo. A la orilla del mar había una roca que llamaban la Roca del Dragón ya que la bestia salvaje emergía siempre cerca de este sitio. Aunque el rey y la reina se lamentaban, su hija fue llevada hacia la roca. Cuando se disponían a atarla a una argolla, Elees suplicó: “¡No me atéis a la roca! No voy a huir, y los ojos me los cubriré yo misma, con mi velo blanco”. Así pues, se cubrió el rostro con el fino tejido y se sentó en la roca. Arriba en la torre del castillo, esta- ban sus padres que imploraban a los antiguos dioses un milagro para que su hija fuera salvada. El mar comenzó a moverse salpicando las rocas hasta lo más alto. Pero justo en ese momento apareció en la cima de la cercana colina un caballero sobre un caballo blanco, cuya armadura brillaba deslum- brante a la luz del sol. Él debía de haber oído el suceso porque cuando vio a la doncella, expuesta allí, a orillas del mar, sobre la Roca del Dragón, lanzó un grito y su caballo galopó cuesta abajo hacia el mar bravo. La cabeza del dragón salió de la espuma y mostró ávidamente sus dientes mirando la roca donde estaba JAKOB STREIT multitud afluyó en masa a la Roca del Dragón. Elees y su salvador fueron rodeados con gozo y ale- gría. Los padres, muy felices, abrazaron a su hija y el rey, ante todo el pueblo, preguntó al caballero por su nombre: “Forastero, noble caballero y salva- dor, dime tu nombre para que pueda darte las gra- cias, y dime bajo qué signo has luchado”. El caballero señaló el signo de la cruz de su escudo y dijo: “Jorge es mi nombre. Bajo el signo de la cruz lucho y el arcángel Miguel, el combatiente celestial contra la oscuridad, me da la fuerza”. El pueblo se reunió alrededor de Jorge, pues deseaba saber más acerca de este signo. Entonces el caballero se subió a la Roca del Dragón y dio al pueblo el mensaje de la Cruz de Jerusalén. El rey hubiera querido retener al valiente caballero en su país y darle a su hija por esposa. Sin embargo, este se despidió al tercer día para emprender nuevas proezas. Al despedirlo, Elees ató su velo blanco como recuerdo en la punta de su lanza, y lo vieron revolotear desde lejos, como una banderita, cuando Jorge desapareció tras el palmar, detrás de la colina. la doncella. Pero cuando se arrastró fuera del agua, se le enfrentó el caballero con la espada y la potente lanza. Después de una ardua lucha el caballero traspasó el cuerpo escamoso de la bestia con su lanza. El dragón, retorciéndose, se precipitó hacia las aguas del mar, dejando una oscura franja de sangre y hundiéndose hasta el fondo. Al oír el estrépito de las armas, Elees levantó el velo de su cara y presenció de muy cerca la reñida lucha. Cuando el dragón se había hundido en las aguas, Elees vio como el maravilloso caballero forastero se bajaba del caballo, clavaba su espada en la tierra y se arrodillaba para rezar. Elees contempló asombrada como el joven hacía el signo de la cruz en dirección al dragón hundido. También observó que el escudo del caballero tenía una cruz roja. Ella estaba todavía temblando por el susto. Sin embargo, cuando el caballero le tendió su potente mano y la ayudó a bajar de la roca, el corazón de la doncella se llenó de calma y nuevo valor. Desde las murallas de la ciudad, donde una gran multitud había presenciado el combate, se elevó un fuerte júbilo. Los portones de la ciudad se abrieron y la EL CABALLERO JORGE (DE SEIS A DOCE AÑOS) SAN JORGE, DOROTHEA SCHMIDT Copyright Ing Edicions 2013. Archivo pdf de muestra. No está permitida la distribución, impresión o edición parcial o total del documento sin autoritzación expresa de Ing edicions s.l.
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