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Harold Bloom, Shakespeare, la invención de lo humano, Anagrama, Barcelona, 2002, 862 pp.
 
Vasto y polémico, el libro de Harold Bloom Shakespeare, la invención de lo humanoaparece finalmente en español. Precedido por la fama de El canon occidental, el célebre profesor de Yale decidió embarcarse en otra empresa titánica: revisar las 38 obras teatrales de William Shakespeare, para sustentar la hiperbólica afirmación de que el dramaturgo inventó nada menos que la personalidad humana.
     De acuerdo con Bloom, el Cisne de Avon no solamente es el más grande escritor de todos los tiempos, sino también el ser más inteligente que haya hollado la tierra y el autor de una "Biblia secular" cuya influencia sobrepasa las obras de Homero y Platón para medirse con los textos sagrados de Oriente y Occidente. A esta admiración desmedida le llama, sin empacho, "bardolatría".
     Semejante desparpajo no abunda en nuestras universidades, donde el llamado rigor académico suele atrofiar cualquier brote de ingenio o provocación. No por ello hay que irse con la finta.
     Es bien sabido que el mejor modo de dejar huella en la crítica literaria consiste en postular alguna hipótesis audaz y reiterarla por todos los medios disponibles. En El canon occidental, Bloom alcanzó este objetivo al hacerse vocero de una idea que muchos reclamaban: devolver la literatura a sus lectores y reconsiderar a los clásicos antes que sucumbir ante el estructuralismo, las ideologías y los estudios multiculturales y de género.
     El problema central de aquel libro era que el autor pretendía erigirse en juez supremo del Olimpo literario y convencernos, por ejemplo, de sus motivos para preferir a Chaucer sobre Molière o Joyce. La clave de su método consistía en redefinir parámetros como la universalidad y la originalidad. El hecho de que las tramas de Shakespeare procedan de otras fuentes carece de importancia, ya que para Bloom la originalidad se caracteriza por cierta "extrañeza" y, ante todo, por el movimiento interno en la conciencia de los personajes y la capacidad de éstos para cambiar de acuerdo con sus reflexiones.
     En Shakespeare, la invención de lo humano, el autor retoma este criterio para estudiar a los personajes del dramaturgo isabelino y decidir quiénes han sido los más sobresalientes. Como cabría esperar, lo interesante no es el concurso, sino la indagación profunda en los caracteres observados.
     Bloom señala que Shakespeare escribe sus primeras obras bajo la sombra grandilocuente de Christopher Marlowe. Por esta deuda de estilo, incluso a Ricardo III le falta cierta autonomía. No es hasta El rey Juan cuando Shakespeare plasma en el Bastardo Faulconbridge a un personaje con voz propia y personalidad ilimitada. Le siguen Julieta, Ricardo II, Berowne, Rosalinda, Falstaff, Hamlet, Lear, Yago, Cleopatra, Edmundo y Édgar. En todos ellos Bloom discierne movimientos internos, autoobservación, poder cognoscitivo e inflexiones sutiles y punzantes. Son más grandes que las obras que los contienen; sobrepasan la suma de sus acciones y parlamentos: "El Bastardo debería ser rey... Ricardo II, un poeta metafísico."
     Esta es la veta más rica del libro y la que lo vuelve imprescindible: Bloom explora los límites de la conciencia hamletiana, la teatralidad absoluta de Cleopatra, la frialdad de Edmundo, la sexualidad de Macbeth y su señora. Relaciona con agudeza a personajes de obras distintas, como Horacio y el Bufón, que vienen a ser el vínculo entre protagonistas inabarcables, como Hamlet o Lear, y el entendimiento del público.
     El profesor emérito hilvana argumentos con soltura y brillantez, aunque tiene sus excentricidades, como la de intentar convencernos de que Rosalinda, la protagonista de Como gustéis, figura entre los tres grandes personajes de Shakespeare. Los otros son Falstaff, por su vitalidad absoluta, y Hamlet, por lo que llama "su trascendencia secular".
     En buena medida, Harold Bloom desarrolla las interpretaciones clásicas de Samuel Johnson, William Hazlitt y A.C. Bradley. Sin embargo, insiste en que las obras mayores de Shakespeare están marcadas por el nihilismo, motivo por el cual disiente de los críticos que enfatizan un trasfondo religioso, como podrían ser G. Wilson Knight, T.S. Eliot y W. Auden.
     Un problema con los textos de Bloom es su fascinación por las hipérboles. No le basta con presentarnos apuntes deslumbrantes sobre Falstaff. Quiere convencernos de que este personaje es el monarca absoluto del lenguaje, sin parangón en la literatura universal, incluido Sancho Panza. A esto hay que añadir su conjetura de que la personalidad de William Shakespeare se parecía a la de Falstaff, de lo cual infiere que la relación entre el rollizo caballero y el Príncipe Hal se equipara a la de Shakespeare con el Duque de Southampton, el posible destinatario de sus sonetos.
     Otra hipótesis, tan imposible de refutar como de comprobar, es que Edmundo, el hijo bastardo del Duque de Gloucester, posee las características del malhadado Christopher Marlowe.
     Nadie sabe con certeza quien escribió el llamado "Ur-Hamlet", cuyo texto se ha perdido. Por una referencia en la prosa confusa de Nashe, se ha supuesto que el autor fuese Thomas Kyd. Sin embargo, Bloom sigue al crítico Peter Alexander y sostiene que el mismo Shakespeare escribió el "Ur-Hamlet" al principio de su carrera. Llevado por su entusiasmo, inventa las particularidades de ese primer Hamlet y sus diferencias con las versiones posteriores. Si en alguna parte de su libro Harold Bloom señala con ironía que pertenece a una "secta gnóstica de un solo integrante", la inclusión del "Ur-Hamlet" entre las obras completas de Shakespeare seguramente gozará de igual número de adeptos.
     Estas digresiones un tanto caprichosas forman parte del estilo literario del autor, quien se presenta como un hombre de sesenta y siete años de edad, dando a entender que tiene derecho de escribir lo que le plazca. Tal vez por ello ataca sin cesar a los "parisinos" de la Escuela del Resentimiento, se burla de los montajes de Peter Brook y alcanza la cima de la petulancia cuando afirma, con un guiño a John Lennon, que Hamlet es un personaje literario más grande que Yahvé o Jesucristo.
     La mayoría de los estudios sobreShakespeare se centra en un puñado de obras. Bloom es posiblemente el primer crítico en abarcar la producción dramática completa, lo cual tiene sus ventajas, como la de destinar un ensayo a Los dos parientes nobles, esa última colaboración de Shakespeare con Fletcher, de la que rara vez se habla.
     Sin embargo, resulta casi imposible especializarse en todas las obras, y cuando Bloom no advierte en ellas a un personaje digno de figurar en su galería, les dedica menos atención. Al enfrentarse a dilemas irresolubles, puede apresurar sus conclusiones. De Medida por medida y Noche de Epifanía llega a decir que nadie las entiende porque los personajes están locos. En ocasiones se empeña en llevar la contraria. No se arredra por mencionar las alusiones sexuales de Troilo y Crésida, pero como la crítica reciente acentúa las de Sueño de una noche de verano, él afirma que éstas se han exagerado.
     En cuanto a la tesis central del libro, la de Shakespeare como inventor de "lo humano", resulta francamente endeble. Por más que el autor se empeñe en redefinir el término, no puede escapar de las presencias de Sócrates y Jesucristo.
     Ya en El canon occidental, Bloom había relegado la cultura helénica a una Edad Teocrática, desde la cual ejercía poca influencia sobre los autores renacentistas. De nueva cuenta se niega a tender un puente entre los escritores grecorromanos y los isabelinos, siendo que a mediados del siglo XVI la educación en las escuelas públicas, como la de Stratford, se centraba en los clásicos.
     Es probable que Shakespeare no leyese a los dramaturgos griegos, pero sin duda tenía presentes a Séneca, Plauto, Ovidio y los historiadores romanos. De hecho, la capacidad para autoobservarse y transformarse de acuerdo con sus reflexiones, que Bloomconsidera la más alta característica de los personajes de Shakespeare, ya está presente en las Vidas paralelas de Plutarco.
     A pesar de sus inconsistencias, Shakespeare, la invención de lo humano es uno de los libros más provocadores, en el buen sentido de la palabra, que se hayan publicado sobre el dramaturgo isabelino. -
Bloom y el canon alarmado
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JOSE CARLOS MAINER
31 JUL 2010
El autor de Ensayistas y profetas piensa que la literatura es un hecho esencialmente moral y cree en la superioridad de la disposición religiosa. Tras su famoso El canon occidental, el crítico neoyorquino hace su apuesta de ensayo con notable desparpajo, pero con algunas ausencias sangrantes: Voltaire, Diderot, Russell, Ortega, Pla, Benjamin...
El canon occidental (1994), la obra más leída y traducida de Harold Bloom, se escribió al borde de lo que su autor percibía como un abismo cultural. No sé muy bien si sus lectores de todo el mundo (más interesados por las "listas" del final del libro) advirtieron el patetismo de aquella 'Elegía al canon' que ocupaba sus primeras páginas. Bloom aventuraba en ellas que los futuros departamentos de Literatura se encogerían hasta las dimensiones reducidas de los de Lenguas Clásicas, mientras seguían cediendo "casi todas sus funciones a las legiones de los Estudios Culturales", reclutadas por la que llamaba "la Escuela del Resentimiento": los relativistas culturales, los defensores de las minorías, los especialistas de literaturas exóticas y los ambiciosos trepadores sin escrúpulos.
Ensayistas y profetas. El canón del ensayo
Harol Bloom
Traducción de Amelia Pérez del Villar
Páginas de Espuma.
Madrid 2010.
336 páginas. 21 euros
MÁS INFORMACIÓN
· DESCARGABLEPrimeras páginas de 'Ensayistas y profetas', de Harold Bloom
Confundir el fin del mundo con el de nuestro universo profesional es un achaque bastante común a las especies intelectuales. Pero conviene seguir leyendo a los empecinados profetas de las catástrofes porque no siempre les falta razón, a despecho (o quizá a favor, en nuestro caso) de una prosa vehemente y arbitraria, que salpican a menudo los deslumbrantes fogonazos de lucidez. A Bloom siempre le atrajo lo que la literatura tiene de contumacia heredada. Su libro más perspicaz, La angustia de la influencia (1973), habló precisamente de esto: de la pelea de los epígonos por destronar a sus maestros, a los padres fuertes (strong Fathers), y acertó también al señalar poco después las sutiles formas de perduración que los grandes modelos dejan en los revoltosos (The Map of Misreading, 1975). Ha creído en el sacramento de la continuidad precisamente porque piensa que la literatura es un hecho esencialmente moral, un reflejo fiel de la vasta experiencia humana. Por eso, Bloom estima tanto el teatro: al frente de su canon, como es sabido, está Shakespeare, aunque en un momento del libro que ahora comentamos conceda que Charles Dickens es "el Shakesperare de la novela" (1).
Por su admiración por Shakespeare, Samuel Johnson ocupa el primer lugar entre los críticos literarios de todo el canon universal y nos demuestra de añadidura que esa modalidad creativa -el comentario- es mucho más que un modesto parásito de la creación. Desciende, como nos recuerda este volumen, de la literatura sapiencial: de la mezcla de norma y reflexión del bíblico Cohelet, el autor del Eclesiastés, y nos ha llegado como la manifestación más directa de la vivencia que se enciende al calor de la lectura ajena. Este volumen establece la progenie del género con notable desparpajo y alguna ausencia sangrante: se abre con El Libro de Job, pero -sin pasar por Cicerón ni por Séneca- se apuntala con Montaigne, en quien nace la lectura moral (la del hombre que, como Hamlet, lee en sí mismo su propio texto); se desarrolla en John Dryden, cuando la Razón empieza a reemplazar la disolución de la Fe y, más allá de sus predilectos Johnson y William Hazlitt, florece en Thomas Carlyle -otro admirador de Shakespeare- porque "una cultura se convierte en cultura literaria, para bien o para mal, cuando la religión, la filosofía o la ciencia aceleran el prolongado proceso de pérdida de autoridad". La meditación reflexiva sobre la vida es, por tanto, una suplencia natural de la fe.
Pero la autonomía de lo literario -el reino del sentimiento- no puede ser cosa tan mala, cuando constituye su propia profesión y cuando todavía está signada por la nostalgia de la gran ausencia. De ahí que las huellas del horizonte perdido estén todavía en Ralph Waldo Emerson, precursor del egotismo de Nietzsche; en John Ruskin, cuya estética romántica mira todavía al idealismo cosmológico de Wordsworth, e incluso se percibe en Walter Pater, inventor del tardorromanticismo y del decadentismo. La convicción de la superioridad de la disposición religiosa impregna toda la obra de Bloom, pero recordemos que su caso no es el único en la crítica de los años setenta. Bloom es un hebreo creyente, aunque sus hipótesis sobre el autor (en rigor, la autora) del Pentateuco,sustentadas en 1990, causaron no pequeño revuelo. Pero también por entonces George Steiner, judío y agnóstico, lamentó en su libro Presencias reales (1989) y en Gramáticas de la creación (1992) las debilidades de nuestro actual concepto de la creación literaria. Y tras escribir un luminoso prefacio a la Biblia hebrea, en su deslumbrante ensayo Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento(2005) ha reconocido -y la frase es admirable de veras- que "la historia de los sucesivos intentos de probar la inmortalidad o la existencia de Dios equivalen a una de las crónicas más embarazosas de la condición humana". En tal sentido, Bloom alberga, sin embargo, muy pocas dudas y anda más cerca de otro de los gurús de la crítica contemporánea, su maestro Northrop Frye, ministro de la Iglesia presbiteriana canadiense, que demostró en El gran código: la Biblia y la literatura la ascendencia de los grandes conflictos que ha hecho el camino y la gloria de la literatura profana.
¿Han sido las religiones -parece preguntarse Steiner- una fascinante invención de los seres humanos que, con el propósito de conferir un sentido a la vida, han contribuido poderosamente a amargar la existencia de sus fieles (y, más que a menudo, la de sus prójimos)? ¿Vuelven acaso, dirán los acólitos de Bloom, para darnos respuestas en tiempos de incredulidad por el insólito camino de la crítica literaria? Supongo que no es casual que la última y excelente entrega de la revista filológica de la católica (y opusdeísta) Universidad de Navarra, RILCE, se haya dedicado a la memoria de Frye. Su heredero Bloom merecería, sin duda, otro número monográfico..., aunque no será en virtud este libro desigual y destemplado, Ensayistas y profetas (El canon del ensayo), que parece que precedió la escritura de El canon occidental. En sus páginas, el autor simplifica irritantemente al escéptico Montaigne y al contradictorio Pascal, pero sabe apuntar una lúcida "ansiedad de la influencia" en el segundo con respecto al primero. No dice casi nada de interés sobre Kierkegaard, ni sobre Rousseau (aunque concediéndole haber fijado el paradigma de la literatura autobiográfica moderna) y apenas se detiene en La genealogía de la moral, el único libro de Nietzsche que parece haberle interesado. Nos deja a medias de un prometedor tratamiento del legado de Sigmund Freud, se desdeña a Aldous Huxley (que no solo es autor de Las puertas de la percepción y La filosofía perenne), se afirma que Jean-Paul Sartre está pasado de moda y se proclama El extranjero, de Camus, libro "más liviano de lo que pensábamos" y "demasiado fácil de interpretar".
Aunque aceptemos que el ensayo es un género vinculado a la profecía y a una eminente presencia de la moral en la literatura, echamos de menos una reflexión sobre el género en lo que tiene de fagocitación de otras modalidades de escritura -la narración intimista, los modos autobiográficos, la sátira- y, sobre todo, añoramos que nunca se reconoce lo que elensayismo tiene de risueña proclamación de la profanidad y hasta del placer egoísta: en estos lugares acampan desde Voltaire y Diderot a Bertrand Russell, Ortega, Josep Pla y el trágico Walter Benjamin, por ejemplo. Y esos dominios, nunca frecuentados por Harold Bloom, son los poblados por el escepticismo, el humor, el nihilismo y el agnosticismo, muy honrosa parte del canon de la humanidad. Primeras páginas de Ensayistas
y profetas, de Harold Bloom.
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