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El Hombre y la gente O Gasset

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EL HOMBRE Y LA GENTE 
ORTEGA Y GASSET 
 
 
http://www.librodot.com 
 
 
 
 
 
 
 
NOTA PRELIMINAR 
 
 
En su estudio Historia como sistema (publicado inicialmente por la Oxford University 
Press en 1935), y en reiteradas ocasiones posteriores, venía anunciando Ortega la aparición 
de un libro suyo que, bajo el título de El hombre y la gente, albergaría su doctrina 
sociológica. Aparte de sus cursos universitarios -especialmente, un reducido seminario sobre 
«Estructura de la vida histórica y social»-, fue en una conferencia dada en Valladolid con ese 
título y en 1934, cuando, por primera vez, expuso públicamente su idea de los «USOS» como 
realidad constitutiva del hecho social. Conferencia cuyo texto, hasta ahora inédito, incluyo 
como apéndice III a esta nueva edición de El hombre y la gente, en la que el texto se ha 
revisado y cotejado conforme a los originales. 
En fechas ulteriores a las antes mencionadas, el tema fue uno de los que más 
ocuparon la labor pública de Ortega: entre sus papeles han aparecido borradores y copias 
de sus actuaciones en Buenos Aires, Madrid, Alemania -Munich y Hamburgo- y Suiza, 
siempre bajo ese mismo título. Y la muerte le sorprendió cuando laboraba en la preparación 
del texto, ya en forma de libro, con vistas a su versión y edición simultánea en Alemania, 
Holanda y Estados U nidos. Se trata, pues, de la única entre sus obras póstumas en la que he 
podido tener en cuenta sus propias correcciones y previsiones. 
En líneas generales, Ortega conserva el texto que preparó para el curso profesado en el 
Instituto de Humanidades, en Madrid y 1949-50, introduciendo cierto número de enmiendas y 
anexiones, pero sin ultimar el trabajo ni llegar al desarrollo de la totalidad del índice 
previsto, que abarcaba no doce sino veinte lecciones y reproduzco como apéndice II. 
Antepongo al libro, a modo de introducción, el texto de un folleto dirigido a los asistentes 
al curso sobre «El hombre y la gente», dado en Buenos Aires, pues la novedad y complejidad 
de los asuntos integrados en el hecho social, sumada a la engañosa facilidad frecuente en la 
forma de exposición usada por Ortega, aconseja hacerse bien cargo de las precisiones que 
ahí se dan en abreviatura, antes de engolfarse en las varias y actualísimas cuestiones que se 
abordan en estas páginas magistrales. 
Pues, una vez más, esta obra de Ortega no limita su aspiración a situarse en los anaqueles 
de los creadores de filosofía, sino a servir a los habitantes del siglo XX para luchar con los 
críticos sucesos de nuestro tiempo, y ello mediante el máximo señorío que el hombre puede 
lograr sobre su destino histórico: mediante la reflexión crítica y la lucidez de la teoría. Pese 
a su inacabamiento, las cuestiones fundamentales se hallan tratadas en este volumen, el cual, 
ciertamente, sitúa el urgente y avasallador problema que hoy plantean los temas sociológicos 
en un nivel de esclarecedor radicalismo no alcanzado por ninguna otra filosofía. 
 
 
 
PAULINO GARAGORRI 
 
 
 
 
[INTRODUCCION]l 
 
Al reanudar ahora las «Lecciones sobre el hombre y la gente», dadas la primavera pasada, 
se hace imprescindible tener claro y presente lo que en aquéllas se logró. A fin de descargar 
las cuatro lecciones que el ciclo de este año comporta del resumen inevitable en que los 
conceptos obtenidos y aclarados en la serie anterior renovasen su presencia en la mente de los 
que van a escucharme, y poder desde luego proceder a nuevos temas de mi doctrina 
sociológica, he creído que fuera bueno concentrar en estas páginas lo más inexcusable. 
 
1 [A titulo de introducción, reproduzco las páginas que el autor publicó en la Argentina, en el otoño de 1939 y 
en forma de folleto, para uso de los asistentes al segundo ciclo de su curso sobre El hombre y la gente.] 
 
Partí de afirmar que buena parte de las angustias históricas actuales procede de la falta de 
claridad sobre problemas que sólo la sociología puede aclarar, y que esta falta de claridad en 
la conciencia del hombre medio se origina, a su vez, en el estado deplorable de la teoría 
sociológica. La insuficiencia del doctrinal sociológico que hoy está a disposición de quien 
busque, con buena fe, orientarse sobre lo que es la política, el Estado, el derecho, la 
colectividad y su relación con el individuo, la nación, la revolución, la guerra, la justicia, etc. -
es decir, las cosas de que más se habla desde hace cuarenta años-, estriba en que los 
sociólogos mismos no han analizado suficientemente en serio, radicalmente, esto es, yendo a 
la raíz, los fenómenos sociales elementales. De aquí que todo ese repertorio de conceptos sea 
impreciso y contradictorio. 
Se hace urgente poner, de verdad, en claro lo que es sociedad, sin lo cual ninguna de las 
nociones antedichas puede poseer clara sustancia. Pero no es posible obtener una visión 
luminosa, evidente de lo que es sociedad si previamente no se está en claro sobre sus 
síntomas, es decir, sobre cuáles son los hechos sociales en que la sociedad se manifiesta y en 
que consiste. De aquí la forzosidad de precisar el carácter general de lo social. 
Pero no está dicho que lo social sea una realidad peculiar. Podría acaecer que fuese sólo una 
combinación o resultado de otras realidades, como los cuerpos no son «en realidad» más que 
combinaciones de moléculas y éstas de átomos. Si, como se ha creído casi siempre -y con 
consecuencias prácticamente más graves en el siglo XVIII-, la sociedad es sólo una creación 
de los individuos que, en virtud de una voluntad deliberada, «se reúnen en sociedad»; por 
tanto, si la sociedad no es más que una «asociación», la sociedad no tiene propia y auténtica 
realidad y no hace falta una sociología. Bastará con estudiar al individuo. Ahora bien, la 
cuestión de si algo es o no, propia y últimamente, realidad sólo puede resolverse con loS 
medios radicales del an41isis y la técnica filosóficos. Se trata, pues, de averiguar si en el 
repertorio de las realidades auténticas -esto es, de cuanto no es ya reductible a alguna otra 
realidad- hay algo que corresponda a eso que vagamente llamamos «hechos sociales». 
Para eso tenemos que partir de la realidad fundamental en que todas las demás, de uno u 
otro modo, tienen que aparecer. Esa realidad fundamental es nuestra vida, la de cada cual, y es 
cada cual quien tiene que analizar si en el ámbito que constituye su vida aparece lo social 
como algo distinto de e irreductible a todo lo demás. 
En el área de nuestra vida -prescindiendo del problema trascendente que es Dios- hallamos 
minerales, vegetales, animales y los otros hombres, realidades irreductibles entre sí y, por 
tanto, auténticas. Lo social nos aparece adscrito sólo a los hombres. Se habla también de 
sociedades animales -la colmena, el hormiguero, la termitera, el rebaño-, pero sin entrar en 
más consideraciones basta la de que el hombre, como realidad, no ha podido ser reducido a la 
realidad animal para que no podamos, por lo pronto al menos, considerar como sinónima la 
palabra sociedad cuando hablamos de «sociedad humana» y de «sociedad animal». Por tanto: 
1. Lo social consiste en acciones o comportamientos humanos; es un hecho de la vida 
humana. Pero la vida humana es siempre la de cada cual, es la vida individual o personal y 
consiste en que el yo que cada cual es se encuentra teniendo que existir en una circunstancia -
lo que solemos llamar mundo- sin seguridad de existir en el instante inmediato, teniendo 
siempre que estar haciendo algo -material o mentalmente- para asegurar esa existencia. El 
conjunto de esos haceres, acciones o comportamientos es nuestra vida. Sólo es, pues, humano 
en sentido estricto y primario lo que hago yo por mí mismo y en vista de mis propios fines, o 
lo que es igual, que el hecho humano es un hecho siempre personal. Esto quiere decir: 
a) que sólo es propiamente humano en mí lo que pienso, quiero, siento y ejecuto con mi 
cuerpo siendo yo el sujeto creador de ello, o lo que a mí mismo, como tal mí mismo,le pasa; 
b) por tanto, sólo es humano mi pensar si pienso algo por mi propia cuenta, percatándome 
de lo que significa. Sólo es humano lo que al hacerlo lo hago porque tiene para mí un 
sentido, es decir, lo que entiendo; 
c) en toda acción humana hay, pues, un sujeto de quien emana y que, por lo mismo, es 
responsable de ella; 
d) consecuencia de lo anterior es que mi humana vida, que me pone en relación directa con 
cuanto me rodea -minerales, vegetales, animales, los otros hombres-, es, por esencia, soledad. 
Mi dolor de muelas sólo a mí me puede doler. El pensamiento que de verdad pienso -y no sólo 
repito mecánicamente por haberlo oído- tengo que pensármelo yo solo o yo en mi soledad. 
Mas el hecho social no es un comportamiento de nuestra vida humana como soledad, sino 
que aparece en tanto en cuanto estamos en relación con otros hombres. No es, pues, vida 
humana en sentido estricto y prima- no; es 
2. Lo social un hecho, no de la vida humana, sino algo que surge en la humana convivencia. 
Por convivencia entendemos la relación o trato entre dos vidas individuales. Lo que llamamos 
padres e hijos, amantes, amigos, por ejemplo, son formas del convivir. En ellas se trata 
siempre de que un individuo, como tal -por tanto, un sujeto creador y responsable de sus 
acciones, que hace lo que hace porque tiene para él sentido y lo entiende-, actúa sobre otro 
individuo que tiene los mismos caracteres. El padre, como individuo determina- do que es, se 
dirige a su hijo, que es otro individuo determinado y único también. Los hechos de 
convivencia no son, pues, por sí mismos hechos sociales. Forman lo que debiera llamarse 
«compañía o comunicación» -un mundo de relaciones interindividuales. 
Pero analícese toda otra serie de hechos humanos, como el saludo, como la acción del 
vigilante que nos impide en cierto momento atravesar la calle. En ellos, la acción -dar la 
mano, el acto de cortar nuestro paso el vigilante- no la hace el hombre porque se le haya 
ocurrido a él, ni espontáneamente, es decir, siendo él responsable de ella, ni va dirigida a otro 
hombre por ser tal individuo determinado. Hace el hombre eso sin su original voluntad ya 
menudo contra su voluntad. Además -en el caso del saludo está bien claro-, lo que hacemos, 
dar la mano, no lo entendemos, no tiene sentido para nosotros, no sabemos por qué es eso y 
no otra cosa lo que hay que hacer cuando encontramos un conocido. Estas acciones no tienen, 
pues, su origen en nosotros: somos de ellas meros ejecutores, como el gramófono canta su 
disco, como el autómata practica sus movimientos mecánicos. 
¿Quién es el sujeto originario de quien esas acciones provienen? ¿Por qué las hacemos, ya 
que no las hacemos ni por nuestra invención ni con nuestra espontánea voluntad? Damos la 
mano al encontrar a un conocido porque eso es lo que se hace. El vigilante detiene nuestro 
paso, no porque a él se le haya ocurrido ni por cuenta suya, sino porque está mandado así. 
Pero ¿quién es el sujeto originario y responsable de lo que se hace? La gente, los demás, 
«todos», la colectividad, la sociedad -es decir: nadie determinado. 
He aquí, pues, acciones que son por un lado humanas, pues consisten en comportamientos 
intelectuales o de conducta específicamente humanos, y que, por otro lado, ni se originan en 
la persona o individuo ni éste los quiere ni es responsable de ellos, y con frecuencia ni 
siquiera los entiende. 
Aquellas acciones nuestras que tienen estos caracteres negativos y que ejecutamos a cuenta 
de un sujeto impersonal, indeterminable, que es «todos» y es «nadie», y al que llamamos la 
gente, la colectividad, la sociedad: son los hechos propiamente sociales, irreductibles ala vida 
humana individual. Estos hechos aparecen en el ámbito de la convivencia, pero no son hechos 
de simple convivencia. 
Lo que pensamos o decimos porque se dice, lo que hacemos porque se hace, suele llamarse 
uso. 
Los hechos sociales constitutivos son usos. 
Los usos son formas de comportamiento humano que el individuo adopta y cumple porque 
de una manera u otra, en una u otra medida, no tiene remedio. Le son impuestos por su 
contorno de convivencia: por los «demás», por la «gente», por... la sociedad. 
 
Para la doctrina sociológica que se va a exponer en estas lecciones basta con que ciertos 
usos, si se quiere los casos extremos del uso, se caractericen por estos rasgos: 
1. Son acciones que ejecutamos en virtud de una presión social. Esta presión consiste en la 
anticipación, por nuestra parte, de las represalias «morales» o físicas que nuestro contorno va 
a ejercer contra nosotros si no nos comportamos así. Los usos son imposiciones mecánicas. 
2. Son acciones cuyo preciso contenido, esto es, lo que en ellas hacemos, nos es 
ininteligible. Los usos son irracionales. 
3. Los encontramos como formas de conducta, que son a la vez presiones, fuera de nuestra 
persona y de toda otra persona, porque actúan sobre el prójimo lo mismo que sobre nosotros. 
Los usos son realidades extraindividuales o impersonales. 
Durkheim, hacia 1890, entrevió los rasgos 1 y 3 como constitutivos del hecho social, pero 
ni logró acabar de verlos bien ni empezó siquiera a pensarlos. Baste decir que no sólo no vio 
el rasgo 2, sino que creyó todo lo contrario, a saber: que el hecho social era el verdaderamente 
racional, porque emanaba de una supuesta y mística «conciencia social» o «alma colectiva». 
Además, no advirtió que consiste en usos ni lo que es el uso. Ahora bien, la irracionalidad es 
la nota decisiva. Cuando se la ha entendido bien se cae en la cuenta de que los otros dos 
caracteres -ser presión sobre el individuo y ser exterior a éste o extraindividuales- casi sólo 
coinciden en el vocablo con lo que Durkheim percibió. De todas suertes, sea dicho en su 
homenaje, fue él quien más cerca ha estado de una intuición certera del hecho social. 
 
Al seguir los usos nos comportamos como autómatas, vivimos a cuenta de la sociedad o 
colectividad. Pero ésta no es algo humano ni sobrehumano, sino que actúa exclusivamente 
mediante el puro mecanismo de los usos, de los cuales nadie es sujeto creador responsable y 
consciente. Y como la «vida social o colectiva» consiste en los usos, esa vida no es humana, 
es algo intermedio entre la naturaleza y el hombre, es una casi-naturaleza, y, como la 
naturaleza, irracional, mecánica y brutal. No hay un «alma colectiva». La sociedad, la 
colectividad es la gran desalmada -ya que es lo humano naturalizado, mecanizado y como 
mineralizado. Por eso está justifica- do que a la sociedad se la llame «mundo» social. No es, 
en efecto, tanto «humanidad» como «elemento inhuma- no» en que la persona se encuentra. 
 
La sociedad, sin embargo, al ser mecanismo, es una formidable máquina de hacer hombres. 
Los usos producen en el individuo estas tres principales categorías de efectos: 
1. Son pautas del comportamiento que nos permiten prever la conducta de los individuos 
que no conocemos y que, por tanto, no son para nosotros tales determinados individuos. La 
relación interindividual sólo es posible con el individuo a quien individualmente conocemos, 
esto es, con el prójimo (= próximo). Los usos nos permiten la casi-convivencia con el 
desconocido, con el extraño. 
2. Al imponer a presión un cierto repertorio de acciones -de ideas, de normas, de técnicas- 
obligan al individuo a vivir a la altura de los tiempos e inyectan en él, quiera o no, la herencia 
acumulada en el pasado. Gracias a la sociedad el hombre es progreso e historia. La sociedad 
atesora el pasado. 
3. Al automatizar una gran parte de la conducta de la persona y darle resuelto el programa 
de casi todo lo que tiene que hacer, permiten a aquélla que concentre su vida personal, 
creadora y verdaderamente humana en ciertas direcciones, lo que de otro modo sería al 
individuo imposible. La sociedad sitúa al hombre en cierta franquía frente al porvenir y le 
permite crear lo nuevo, racional y más perfecto. 
 
 
 
I.ENSIMISMAMIENTO Y ALTERACION1Se trata de lo siguiente: Hablan los hombres de hoy, a toda hora, de la ley y del derecho, del 
Estado, de la nación y de lo internacional, de la opinión pública y del poder público, de la 
política buena y de la mala, del pacifismo y del belicismo, de la patria y de la humanidad, de 
justicia e injusticia social, de colectivismo y capitalismo, de socialización y de liberalismo, de 
autoritarismo, de individuo y colectividad, etc., etc. Y no solamente hablan en el periódico, en 
la tertulia, en el café, en la taberna, sino que, además de hablar, discuten. Y no sólo discuten, 
sino que combaten por las cosas que esos vocablos designan. Y en el combate acontece que 
los hombres llegan a matarse los unos a los otros, a centenares, a miles, a millones. Sería una 
inocencia suponer que en lo que acabo de decir hay alusión particular a ningún pueblo 
determinado. Sería una inocencia, porque tal suposición equivaldría a creer que esas faenas 
truculentas quedan confinadas en territorios especiales del planeta; cuando son, más bien, un 
fenómeno universal y de extensión progresiva, del cual serán muy pocos los pueblos europeos 
y americanos que logren quedar por completo exentos. Sin duda, la feroz contienda será más 
grave en unos que en otros y puede que alguno cuente con la genial serenidad necesaria para 
reducir al mínimo el estrago. Porque éste, cierta- mente, no es inevitable, pero sí es muy 
difícil de evitar. Muy difícil, porque para su evitación tendrían que juntarse en colaboración 
muchos factores de calidad y rango diversos, magníficas virtudes junto a humildes 
precauciones. 
 
1 [El texto de esta lección, en su mayor parte, corresponde a la primera de las profesadas en Buenos Aires, en 
1939, y fue publicada en el libro titulado Ensimismamiento y alteración. Meditación de la técnica, Espasa-Calpe 
Argentina, Buenos Aires, 1939.] 
 
Una de esas precauciones, humilde -repito-, pero imprescindible, si se quiere que un pueblo 
atraviese indemne estos tiempos atroces, consiste en lograr que un número suficiente de 
personas en él, se den bien cuenta de hasta qué punto todas esas ideas -llamémoslas así-, todas 
esas ideas en torno a las cuales se habla, se combate, se discute y se trucida son grotescamente 
confusas y superlativamente vagas. 
Se habla, se habla de todas esas cuestiones, pero lo que sobre ellas se dice carece de la 
claridad mínima, sin la cual la operación de hablar resulta nociva. Porque hablar trae siempre 
algunas consecuencias y como de los susodichos temas se ha dado en hablar mucho -desde 
hace años, casi no se habla ni se deja hablar de otra cosa-, las consecuencias de estas 
habladurías son, evidentemente, graves. 
Una de las desdichas mayores del tiempo es la aguda incongruencia entre la importancia 
que al presente tienen todas esas cuestiones y la tosquedad y confusión de los conceptos sobre 
las mismas que esos vocablos representan. 
Nótese que todas esas ideas -ley, derecho, estado, internacionalidad, colectividad, 
autoridad, libertad, justicia social, etc.-, cuando no lo ostentan ya en su expresión, implican 
siempre, como su ingrediente esencial, la idea de lo social, de sociedad. Si ésta no está clara, 
todas esas palabras no significan lo que pretenden y son meros aspavientos. Ahora bien; 
confesémoslo o no, todos, en nuestro fondo insobornable, tenemos la conciencia de no poseer 
sobre esas cuestiones sino nociones vagarosas, imprecisas, necias o turbias. Pues, por 
desgracia, la tosquedad y confusión respecto a materia tal no existe sólo en el vulgo, sino 
también en los hombres de ciencia, hasta el punto de que no es posible dirigir al profano hacia 
ninguna publicación donde pueda, de verdad, rectificar y pulir sus conceptos sociológicos. 
No olvidaré nunca la sorpresa teñida de vergüenza y de escándalo que sentí cuando, hace 
muchos años, consciente de mi ignorancia sobre este tema, acudí lleno de ilusión, desplegadas 
todas las velas de la esperanza, a los libros de sociología, y me encontré con una cosa 
increíble, a saber: que los libros de sociología no nos dicen nada claro sobre qué es lo social, 
sobre qué es la sociedad. Más aún: no sólo no logran darnos una noción precisa de qué es lo 
social, de qué es la sociedad, sino que, al leer esos libros, descubrimos que sus autores -los 
señores sociólogos- ni siquiera han intentado un poco en serio ponerse ellos mismos en claro 
sobre los fenómenos elementales en que el hecho social consiste. Inclusive, en trabajos que 
por su título parecen enunciar que van a ocuparse a fondo del asunto, vemos luego que lo 
eluden -diríamos- concienzudamente. Pasan sobre estos fenómenos -repito, preliminares e 
inexcusables- como sobre ascuas, y, salvo alguna excepción, aun ella sumamente parcial -
como Durkheim-, les vemos lanzarse con envidiable audacia a opinar sobre los temas más 
terriblemente concretos de la humana convivencia. 
Yo no puedo, claro está, demostrar ahora esto, porque intento tal consumiría mucho tiempo 
del escaso que tenemos a nuestra disposición. Básteme hacer esta simple observación 
estadística que me parece ser un colmo. 
Primero: Las obras en las cuales Augusto Comte inicia la ciencia sociológica suman por 
valor de más de cinco mil páginas con letra bien apretada. Pues bien: entre todas ellas no 
encontraremos líneas bastantes para llenar una página que se ocupen de decirnos lo que 
Augusto Comte entiende por sociedad. 
Segundo: El libro en que esta ciencia o pseudociencia celebra su primer triunfo sobre el 
horizonte intelectual -los Principios de sociología, de Spencer, publicados entre 1876 y 1896- 
no contará menos de 2.500 páginas. No creo que llegan a cincuenta las líneas dedicadas a 
preguntarse el autor qué cosa sean esas extrañas realidades, las sociedades, de que la obesa 
publicación se ocupa. 
En fin, hace pocos años ha aparecido el libro de Bergson -por lo demás encantador- titulado 
Las dos fuentes de la moral y la religión. Bajo este título hidráulico, que por sí mismo es ya 
un paisaje, se esconde un tratado de sociología de 350 páginas, donde no hay una sola línea en 
que el autor nos diga formalmente qué son esas sociedades sobre las cuales especula. Salimos 
de su lectura, eso sí, como de una selva, cubiertos de hormigas y envueltos en el vuelo 
estremecido de las abejas, porque el autor todo lo que hace para esclarecernos sobre la extraña 
realidad de las sociedades humanas es referirnos al hormiguero ya la colmena, a las presuntas 
sociedades animales, de las cuales -por supuesto- sabemos menos que de la nuestra. 
No es esto decir, ni mucho menos, que en estas obras, como en algunas otras, falten 
entrevisiones, a veces geniales, de ciertos problemas sociológicos. Pero, careciendo de 
evidencia en lo elemental, esos aciertos que- dan secretos y herméticos, inasequibles para el 
lector normal. Para aprovecharlos, tendríamos que hacer lo que sus autores no hicieron: 
intentar traer bien a luz esos fenómenos preliminares y elementales, esforzarnos 
denodadamente, sin excusa, en precisarnos qué es lo social, qué es la sociedad. Porque sus 
autores no lo hicieron, llegan como ciegos geniales a palpar ciertas realidades -yo diría, a 
tropezar con ellas-; pero no logran verlas, y mucho menos esclarecérnoslas. De modo que 
nuestro trato con ellos viene a ser el diálogo del ciego con el tullido: 
-¿Cómo anda usted, buen hombre? -pregunta el ciego al tullido-. Y el tullido responde al 
ciego: 
-Como usted ve, amigo... 
Si esto pasa con los maestros del pensamiento sociológico, mal puede extrañarnos que las 
gentes en la plaza pública vociferen en torno a estas cuestiones. Cuando los hombres no 
tienen nada claro que decir sobre una cosa, en vez de callarse suelen hacer lo contrario: dicen 
en superlativo, esto es, gritan. y el grito es el preámbulo sonoro de la agresión, del combate, 
de la matanza. Dove si grida non è vera scienza -decía Leonardo-. Donde se grita no hay buen 
conocimiento. 
He aquí cómo la ineptitud de la sociología, llenando lascabezas de ideas confusas, ha 
llegado a convertirse en una de las plagas de nuestro tiempo. La sociología, en efecto, no está 
a la altura de los tiempos; y por eso los tiempos, mal sostenidos en su altitud, caen y se 
precipitan. 
Si esto es así, ¿no les parece a ustedes que sería una de las mejores maneras de no perder 
por completo el tiempo durante estos ratos que vamos a pasar juntos, dedicarnos a aclararnos 
un poco qué es lo social, qué es la sociedad? Muchos saben muy poco o no saben nada del 
asunto. Yo, por mi parte, no estoy seguro de que no me acontezca lo mismo. ¿Por qué no 
juntar nuestras ignorancias? ¿Por qué no formar una sociedad anónima, con un buen capital de 
ignorancia, y lanzarnos ala empresa, sin pedantería o con la menor dosis de ella posible, pero 
con vivo afán de ver claro, con alegría intelectual -una virtud que empezaba a perderse en 
Europa-, con esa alegría que suscita en nosotros la esperanza de que súbitamente vamos a 
llenarnos de evidencias? 
Partamos, pues, una vez más, en busca de ideas claras. Es decir, de verdades. 
Son muy pocos los pueblos que a estas horas -y me refiero a antes de estallar esta guerra tan 
torva, que extrañamente nace como no queriendo acabar de nacer-; son muy pocos -digo-los 
pueblos que en el último tiempo gozaban ya de la tranquilidad de horizonte que permite 
escoger de verdad, recogerse en la reflexión. Casi todo el mundo está alterado, y en la 
alteración el hombre pierde su atributo más esencial: la posibilidad de meditar, de recogerse 
dentro de sí mismo para ponerse consigo mismo de acuerdo y precisarse qué es lo que cree; lo 
que de verdad estima y lo que de verdad detesta. La alteración le obnubila, le ciega, le obliga 
a actuar mecánicamente en un frenético sonambulismo. 
En ninguna parte advertimos que la posibilidad de meditar es, en efecto, el atributo esencial 
del hombre mejor que en el Jardín Zoológico, delante de la jaula de nuestros primos, los 
monos. El pájaro y el crustáceo son formas de vida demasiado distantes de la nuestra para 
que, al confrontarnos con ellos, percibamos otra cosa que diferencias gruesas, abstractas, 
vagas de puro excesivas. Pero el simio se parece tanto a nosotros, que Dos invita a afinar el 
parangón, a descubrir diferencias más concretas y más fértiles. 
Si sabemos permanecer un rato quietos contemplando pasivamente la escena simiesca, 
pronto destacará en ella, como espontáneamente, un rasgo que llega a nosotros como un rayo 
de luz. Y es aquel estar las diablescas bestezuelas constantemente alerta, en perpetua 
inquietud, mirando, oyendo todas las señales que les llegan de su derredor, atentas sin 
descanso al contorno, como temiendo que de él llegue siempre un peligro al que es forzoso 
responder automáticamente con la fuga o con el mordisco, en mecánico disparo de un reflejo 
muscular. La bestia, en efecto, vive en perpetuo miedo del mundo, ya la vez, en perpetuo 
apetito de las cosas que en él hay y que en él aparecen, un apetito indomable que se dispara 
también sin freno ni inhibición posibles, lo mismo que el pavor. En uno y otro caso son los 
objetos y acaecimientos del contorno quienes gobiernan la vida del animal, le traen y le llevan 
como una marioneta. El no rige su existencia, no vive desde sí mismo, sino que está siempre 
atento a lo que pasa fuera de él, a lo otro que él. Nuestro vocablo otro no es sino el latino 
alter. Decir, pues, que el animal no vive desde sí mismo sino desde lo otro, traído y llevado y 
tiranizado por lo otro, equivale a decir que el animal vive siempre alterado, enajenado, que su 
vida es constitutiva alteración. 
Contemplando este destino de inquietud sin descanso, llega un momento en que nos 
decimos: «¡qué trabajo!» Con lo cual enunciamos con plena ingenuidad, sin darnos 
formalmente cuenta de ello, la diferencia más sustantiva entre el hombre y el animal. Porque 
esa expresión dice que sentimos una extraña fatiga, una fatiga gratuita, suscitada por el simple 
anticipo imaginario de que tuviésemos que vivir como ellos, perpetua- mente acosados por el 
contorno y en tensa atención hacia él. Pues qué, ¿por ventura el hombre no se halla, lo mismo 
que el animal, prisionero del mundo, cercado de cosas que le espantan, de cosas que le 
encantan, y obligado de por vida, inexorablemente, quiera o no, a ocuparse de ellas? Sin duda. 
Pero con esta diferencia esencial: que el hombre puede, de cuando en cuando, suspender su 
ocupación directa con las cosas, desasirse de su derredor, desentenderse de él, y sometiendo 
su facultad de atender a una torsión radical -incomprensible zoológicamente-, volverse, por 
decirlo así, de espaldas al mundo y meterse dentro de sí, atender a su propia intimidad o, lo 
que es igual, ocuparse de sí mismo y no de lo otro, de las cosas. 
Con palabras, que de puro haber sido usadas, como viejas monedas, no logran ya decirnos 
con vigor lo que pretenden, solemos llamar a esa operación: pensar, meditar. Pero estas 
expresiones ocultan lo que hay de más sorprendente en ese hecho: el poder que el hombre 
tiene de retirarse virtual y provisoriamente del mundo, y meterse dentro de sí, o dicho con un 
espléndido vocablo, que sólo existe en nuestro idioma: que el hombre puede ensimismarse. 
Nótese que esta maravillosa facultad que el hombre tiene de libertarse transitoriamente de 
ser esclavizado por las cosas, implica dos poderes muy distintos: uno, el poder desatender más 
o menos tiempo el mundo en torno sin riesgo fatal; otro, el tener donde meterse, donde estar, 
cuando se ha salido virtualmente del mundo. Baudelaire expresa esta facultad con romántico y 
amanerado dandysmo, cuando al preguntarle alguien dónde preferiría vivir, él respondió: «¡En 
cualquier parte, con tal que sea fuera del mundo!» Pero el mundo es la total exterioridad, el 
absoluto fuera, que no consiente ningún fuera más allá de él. El único fuera de ese fuera que 
cabe es, precisamente, un dentro, un intus, la intimidad del hombre, su sí mismo, que está 
constituido principalmente por ideas. 
Porque las ideas poseen la extravagantísima condición de que no están en ningún sitio del 
mundo, que están fuera de todos los lugares; aunque simbólicamente las alojemos en nuestra 
cabeza, como los griegos de Hornero las alojaban en el corazón, y los prehoméricos las 
situaban en el diafragma o en el hígado. Todos estos cambios de domicilio simbólico que 
hacemos padecer a las ideas coinciden siempre en colocarlas en una víscera; esto es, en una 
entraña, esto es, en lo más interior del cuerpo, bien que el dentro del cuerpo es siempre un 
dentro meramente relativo. De esa manera damos una expresión materializada -ya que no 
podamos otra- a nuestra sospecha de que las ideas no están en ningún sitio del espacio, que es 
pura exterioridad; sino de que constituyen, frente al mundo exterior, otro mundo que no está 
en el mundo: nuestro mundo interior. 
He aquí por qué el animal tiene que estar siempre atento a lo que pasa fuera de él, a las 
cosas en torno. 
Porque, aunque éstas menguasen sus peligros y sus incitaciones, el animal tiene que seguir 
siendo regido por ellas, por lo de fuera, por lo otro que él; porque no puede meterse dentro de 
sí, ya que no tiene un sí mismo, un chez soi, donde recogerse y reposar . 
El animal es pura alteración. No puede ensimismarse. Por eso, cuando las cosas dejan de 
amenazarle o acariciarle; cuando le permiten una vacación; en suma, cuando deja de moverle 
y manejarle lo otro que él, el pobre animal tiene que dejar virtualmente de existir, esto es: se 
duerme. De aquí la enorme capacidad de somnolencia que manifiesta el animal, la modorra 
infrahumana, que continúa en parte en el hombre primitivo y, opuestamente, el insomnio 
creciente del hombre civilizado, la casi permanente vigilia -a veces, terrible, indomable- que 
aqueja a los hombres de intensa vida interior. No hace muchos años, mi grande amigo Scheler 
-una de las mentes más fértiles de nuestro tiempo, que vivía en incesante irradiación de ideas-,se murió de no poder dormir. 
Pero bien entendido -y con esto topamos por vez primera algo que reiteradamente va a 
aparecérsenos en casi todos los rincones y los recodos de este curso, si bien cada vez en 
estratos más hondos y en virtud de razones más precisas y eficaces, las que ahora doy no son 
ni lo uno ni lo otro-; bien entendido, que esas dos cosas, el poder que el hombre tiene de 
sustraerse al mundo y el poder ensimismarse, no son dones hechos al hombre. Me importa 
subrayar esto para aquellos que se ocupan de filosofía: no son dones hechos al hombre. Nada 
que sea sustantivo ha sido regalado al hombre. Todo tiene que hacérselo él. 
Por eso, si el hombre goza de ese privilegio de liberarse transitoriamente de las cosas, y 
poder entrar y descansar en sí mismo, es porque con su esfuerzo, su trabajo y sus ideas ha 
logrado reobrar sobre las cosas, transformarlas y crear en su derredor un margen de seguridad 
siempre limitado, pero siempre o casi siempre en aumento. Esta creación específicamente 
humana es la técnica. Gracias a ella, y en la medida de su progreso, el hombre puede 
ensimismarse. Pero también viceversa, el hombre es técnico, es capaz de modificar su 
contorno en el sentido de su conveniencia, porque aprovechó todo respiro que las cosas le 
dejaban para ensimismarse, para entrar dentro de sí y forjarse ideas sobre ese mundo, sobre 
esas cosas y su relación con ellas, para fraguarse un plan de ataque a las circunstancias, en 
suma, para construirse un mundo interior. De este mundo interior emerge y vuelve al de fuera. 
Pero vuelve en calidad de protagonista, vuelve con un sí mismo que antes no tenía -con su 
plan de campaña-, no para dejarse dominar por las cosas, sino para gobernarlas él, para 
imponerles su voluntad y su designio, para realizar en ese mundo de fuera sus ideas, para 
modelar el planeta según las preferencias de su intimidad. Lejos de perder su propio sí mismo 
en esta vuelta al mundo, por el contrario, lleva su sí mismo a lo otro, lo proyecta enérgica, 
señorialmente sobre las cosas, es decir, hace que lo otro -el mundo- se vaya convirtiendo poco 
a poco en él mismo. El hombre humaniza al mundo, le inyecta, lo impregna de su propia 
sustancia ideal y cabe imaginar que, un día de entre los días, allá en los fondos del tiempo, 
llegue a estar ese terrible mundo exterior tan saturado de hombre, que puedan nuestros 
descendientes caminar por él como mentalmente caminamos hoy por nuestra intimidad -cabe 
imaginar que el mundo, sin dejar de serlo, llegue a convertirse en algo así como un alma 
materializada, y como en La tempestad de Shakespeare, las ráfagas del viento soplen 
empujadas por Ariel, el duende de las Ideas1. 
 
1 No digo que esto sea seguro -tal seguridad la tiene sólo el progresista y yo no soy progresista, como se irá 
viendo-, pero sí digo que eso es posible. 
Ni se presuma, por lo que dejo dicho, que soy idealista. ¡Ni progresista ni idealista! Al revés, la idea del 
progreso y el idealismo -ese nombre de gálibo tan lindo y noble- son dos de mis bestias negras, porque veo en 
ellas, tal vez, los dos mayores pecados de los últimos doscientos años, las dos formas máximas de 
irresponsabilidad. Pero dejemos este tema para tratarlo a su sazón y vayamos ahora gentilmente nuestro camino 
adelante. 
 
Me parece que al presente podemos representarnos, siquiera sea en vago esquematismo, 
cuál ha sido la trayectoria humana mirada bajo este ángulo. Hagámoslo en un texto 
condensado, que nos sirva a la par como resumen y recordatorio de todo lo anterior. 
Se halla el hombre, no menos que el animal, consignado al mundo, a las cosas en torno, a la 
circunstancia. En un principio, su existencia no difiere apenas de la existencia zoológica: 
también él vive gobernado por el contorno, inserto entre las cosas del mundo como una de 
ellas. Sin embargo, apenas los seres en torno le dejan un respiro, el hombre, haciendo un 
esfuerzo gigantesco, logra un instante de concentración, se mete dentro de sí, es decir, 
mantiene a duras penas su atención fija en las ideas que brotan dentro de él, ideas que han 
suscitado las cosas, y que se refieren al comportamiento de éstas, a lo que luego el filósofo va 
a llamar «el ser de las cosas». Se trata, por lo pronto, de una idea tosquísima sobre el mundo, 
pero que permite esbozar un primer plan de defensa, una conducta preconcebida. Mas, ni las 
cosas en torno le permiten vacar mucho tiempo a esa concentración, ni aunque ellas lo 
consintieran seria capaz este hombre primigenio de prolongar más de unos segundos o 
minutos esa torsión atencional, esa fijación en los impalpables fantasmas que son las ideas. 
Esa atención hacia dentro, que es el ensimismamiento, es el hecho más antinatural, más 
ultrabiológico. El hombre ha tardado miles y miles de años en educar un poco -nada más que 
un poco- su capacidad de concentración. Lo que le es natural es dispersarse, distraerse hacia 
fuera, como el mono en la selva y en la jaula del Zoo. 
El padre Schevesta, explorador y misionero, que ha sido el primer etnógrafo especializado 
en el estudio de los pigmeos, probablemente la variedad de hombre más antigua que se 
conoce, ya la que ha ido a buscar en las selvas tropicales más recónditas -el padre Schevesta, 
que ignora por completo la doctrina ahora expuesta por mí y se limita a describir lo que ve, 
dice en su última obra, de 1932, sobre los enanos del Congo1: «Les falta por completo el 
poder de concentrarse. Están siempre absorbidos por las impresiones exteriores, cuya continua 
mutación les impide recogerse en sí mismos, lo que es condición inexcusable para todo 
aprendizaje. Sentarles en el banco de una escuela sería para estos hombrecillos un tormento 
insoportable. De modo que la labor del misionero y del maestro se hace sumamente difícil.» 
 
1. Bambuti, die des Congo 
 
Pero, aun instantáneo y tosco, ese primitivo ensimismamiento va a separar radicalmente la 
vida humana de la vida animal. Porque ahora el hombre, este hombre primigenio va a 
sumergirse de nuevo entre las cosas del mundo, resistiéndolas, sin entregarse del todo a ellas. 
Lleva un plan contra ellas, un proyecto de trato con ellas, de manipulación de sus formas que 
produce una mínima transformación en su derredor, la suficiente para que le opriman un poco 
menos y, en consecuencia, le permitan más frecuentes y holgados ensimismamientos... y así 
sucesivamente. 
Son, pues, tres momentos diferentes que cíclicamente se repiten a lo largo de la historia 
humana en formas cada vez más complejas y densas: 1., el hombre se siente perdido, náufrago 
en las cosas; es la alteración. 2., el hombre, con un enérgico esfuerzo, se retira a su intimidad 
para formarse ideas sobre las cosas y su posible dominación; es el ensimismamiento, la vita 
contemplativa que decían los romanos, el theoretikós bíos de los griegos, la theoría. 3., el 
hombre vuelve a sumergirse en el mundo para actuar en él conforme aun plan preconcebidos; 
es la acción, la vida activa, la praxis. 
Según esto, no puede hablarse de acción sino en la medida en que va a estar regida por 
una previa contemplación; y viceversa, el ensimismamiento no es sino un proyectar la acción 
futura. 
El destino del hombre es, pues, primariamente, acción. No vivimos para pensar, sino al 
revés: pensamos para lograr pervivir. Este es un punto capital en que, a mi juicio, urge 
oponerse radicalmente a toda la tradición filosófica y resolverse a negar que el pensamiento, 
en cualquier sentido suficiente del vocablo, haya sido dado al hombre de una vez para 
siempre, de suerte que lo encuentra, sin más, a su disposición, como una facultad o potencia 
perfecta, pronta a ser usada y puesta en ejercicio, como fue dado al pájaro el vuelo y al pez la 
natación. 
Si esta pertinaz doctrina fuese válida resultaría que, como el pez puede -desde luego- nadar, 
pudo el hombre -desde luego y sin más- pensar. Noción tal nos ciega deplorablemente para 
percibir el dramatismo peculiar, el dramatismo único que constituyela condición misma del 
hombre. Porque si por un momento, para entender- nos en este instante, admitimos la idea 
tradicional de que sea el pensamiento la característica del hombre -recuerden el hombre, 
animal racional-, 4e suerte que ser hombre equivaliese -(como nuestro genial padre Descartes 
pretendía- a ser cosa pensante, tendríamos que el hombre, al estar dotado de una vez para 
siempre de pensamiento, al poseerlo con la seguridad que se posee una cualidad constitutiva e 
inalienable, estaría seguro de ser hombre como el pez está seguro -en efecto- de ser pez. 
Ahora bien; éste es un error formidable y fatal. El hombre no está nunca seguro de que va a 
poder ejercitar el pensamiento, se entiende, de una manera adecuada; y sólo si es adecuada, es 
pensamiento. O dicho en giro más vulgar: el hombre no está nunca seguro de que va a estar en 
lo cierto, de que va a acertar. Lo cual significa nada menos que esta cosa tremenda: que, a 
diferencia de todas las demás entidades del universo- el hombre no está, no puede nunca estar 
seguro de que es, en efecto, hombre, como el tigre está seguro de ser tigre y el pez de ser pez. 
Lejos de haber sido regalado al hombre el pensamiento, la verdad es -una verdad que yo 
ahora no puedo razonar suficientemente, sino sólo enunciarla-, la verdad es que se lo ha ido 
haciendo, fabricando poco a poco merced a una disciplina, a un cultivo o cultura, a un 
esfuerzo milenario de muchos milenios, sin haber aún logrado -ni mucho menos- terminar esa 
elaboración. No sólo no fue dado el pensamiento, desde luego, al hombre, sino que, aun a 
estas alturas de la historia, sólo ha logrado forjarse una débil porción y una tosca forma de lo 
que, en el sentido ingenuo y normal del vocablo, solemos entender por tal. y aun esa porción 
ya lograda, a fuer de cualidad adquirida y no constitutiva, está siempre en riesgo de perderse y 
en grandes dosis se ha perdido, muchas veces de hecho, en el pasado y hoy estamos apunto de 
perderla otra vez. ¡Hasta ese grado, a diferencia de los demás seres del universo, el hombre no 
es nunca seguramente hombre, sino que ser hombre significa, precisamente, estar siempre 
apunto de no serlo, ser viviente problema, absoluta y azarosa aventura o, como yo suelo decir, 
ser, por esencia, drama! Porque sólo hay drama cuando no se sabe lo que va a pasar, sino que 
cada instante es puro peligro y trémulo riesgo. Mientras el tigre no puede dejar de ser tigre, no 
puede destigrarse, el hombre vive en riesgo permanente de deshumanizarse. No sólo es 
problemático y contingente que le pase esto o lo otro, como a los demás animales, sino que al 
hombre le pasa a veces nada menos que no ser hombre. Y esto es verdad, no sólo en abstracto 
y en género, sino que vale referirlo a nuestra individualidad. Cada uno de nosotros está 
siempre en peligro de no ser el sí mismo, único e intransferible que es. La mayor parte de los 
hombres traiciona de continuo a ese sí mismo que está esperando ser, y para decir toda la 
verdad, es nuestra individualidad personal un personaje que no se realiza nunca del todo, una 
utopía incitante, una leyenda secreta que cada, cual guarda en lo más hondo de su pecho. Se 
comprende; muy bien que Píndaro resumiera su heroica ética en: γενοιο ωσ ειδι, llega a ser 
el que eres 
La condición del hombre es, pues, incertidumbre sustancial. Por eso está tan bien aquel 
mote, grácilmente amanerado, de un señor borgoñón del siglo xv: Rien ne m'est sur que la 
chose incertaine. «Sólo me es seguro lo inseguro e incierto.» 
No hay adquisición humana que sea firme. Aun lo que nos parezca más logrado y 
consolidado puede desaparecer en pocas generaciones. Eso que llamamos «civilización» -
todas esas comodidades físicas y morales, todos esos descansos, todos esos cobijos, todas esas 
virtudes y disciplinas habitualizadas ya, con que solemos contar y que en efecto constituyen 
un repertorio o sistema de seguridades que el hombre se fabricó como una balsa, en el 
naufragio inicial que es siempre el vivir-, todas esas seguridades son seguridades inseguras 
que en un dos por tres, al menor descuido, escapan de entre las manos de los hombres y se 
desvanecen como fantasmas. La historia nos cuenta de innumerables retrocesos, de 
decadencias y degeneraciones. Pero no está dicho que no sean posibles retrocesos mucho más 
radicales que todos los conocidos, incluso el más radical de todos: la total volatilización del 
hombre como hombre y su taciturno reingreso en la escala animal, en la plena y definitiva 
alteración. La suerte de la cultura, el destino del hombre, depende de que en el fondo de 
nuestro ser mantengamos siempre vivaz esta dramática conciencia y, como un contrapunto 
murmurante en nuestras entrañas, sintamos bien que sólo nos es segura la inseguridad. 
No escasa porción de las angustias que retuercen hoy las almas de Occidente proviene de 
que durante la pasada centuria -y acaso por vez primera en la historia- el hombre llegó a 
creerse seguro. ¡Porque la verdad es que seguro, seguro, sólo ha conseguido sentirse y creerse 
el farmacéutico monsieur Homais, producto neto del progresismo! La idea progresista 
consiste en afirmar no sólo que la humanidad -un ente abstracto, irresponsa- inexistente que 
por entonces se inventó- progresa, lo cual es cierto, sino que, además, progresa 
necesariamente. Idea tal cloroformizó al europeo y al americano pára esa sensación radical de 
riesgo que es sustancia del hombre. Porque si la humanidad progresa inevitablemente, quiere 
decirse que podemos abandonar todo alerta, despreocuparnos, irresponsabilizamos, o como 
decimos en España, tumbarnos a la bartola y dejar que ella, la humanidad, nos lleve 
inevitablemente a la perfección y a la delicia. La historia humana queda, así, deshuesada de 
todo dramatismo y reducida aun tranquilo viaje turístico organizado por cualquier agencia 
Cook de rango trascendente. Marchando así, segura, hacia su plenitud, la civilización en que 
vamos embarcados sería como la nave de los feacios de que habla Romero, la cual, sin piloto, 
navegaba derecha al puerto. Esta seguridad es lo que estamos pagando ahora1. 
 
1 He aquí una de las razones por las cuales dije que no soy progresista. He aquí por qué prefiero renovar en 
mí, con frecuencia, la emoción que me causaron en la mocedad aquellas palabras de Hegel, al comienzo de su 
Filosofía de la Historia: «Cuando contemplamos el pasado, esto es, la Historia -dice-, lo primero que vemos es 
sólo... ruinas.» 
Aprovechemos, de paso, esta coyuntura para desde esta visión percibir lo que hay de frivolidad, y hasta de 
notable cursilería, en el imperativo famoso de Nietzsche: «Vivid en peligro.» Que, por lo demás, no es tampoco 
de Nietzsche, sino la exasperación de un viejo mote del Renacimiento italiano, el famoso lema de Aretino Jivere 
risolutamente. Porque no dice: Jivid alerta, lo cual, estaria bien; sino: Jivid en peligro. Y esto revela que 
Nietzsche, a pesar de su genialidad, ignoraba que la sustancia misma de nuestra vida es peligro y que, por tanto, 
resulta un poco afectado y superfetatorio proponernos como algo nuevo, añadido y original que lo busquemos y 
lo coleccionemos. 
Idea, por lo demás, típica de la época que se llamó fin de siecle; época que quedará en la Historia -culminó 
hacia 1900- como aquella en que el hombre se ha sentido más seguro y, a la par, como la época -con sus 
plastrones y levitas, sus mujeres fatales, su pretensión de perversidad y su culto barresíano del Yo- como la 
época cursi por excelencia. En toda época hay siempre ciertas ideas que yo llamaría ideas fishing, ideas que se 
enuncian y proclaman precisamente porque se sabe que no tendrán lugar; que no se las piensa sino a modo de 
juego y folie -como hace años gustaban tanto en Inglaterra los cuentos de lobos, porque Inglaterra es un país 
donde en 1668 se cazó el último lobo y carece, por tanto, de la experiencia auténtica del lobo. En una época que 
no tiene experiencia fuerte de la inseguridad -como aquélla-, se jugaba a lavida peligrosa. 
 
Vaya esto dicho a cuenta de que el pensamiento no es un don del hombre, sino adquisición 
laboriosa, precaria y volátil. 
Pensando así se comprenderá que me parezca un tanto ridícula definición la que Linneo y el 
siglo XVIII daban del hombre, como horno sapiens. Porque si entendemos esta expresión de 
buena fe sólo puede significamos que el hombre, en efecto, sabe, es decir, que sabe todo lo 
que necesita saber. Ahora bien; nada más lejos de la realidad. Jamás el hombre ha sabido lo 
que necesitaba saber. Pues si entendemos horno sapiens en el sentido de que el hombre sabe 
algunas cosas, muy pocas, pero ignora el resto, como ese resto es enorme, parecería más 
oportuno definirlo como horno insciens, insipiens, como hombre ignorante. Y de cierto, si no 
fuésemos ahora tan ala carrera podríamos ver la cordura con que Platón define al hombre, 
precisamente por su ignorancia. Esta es, en efecto, privilegio del hombre. Ni Dios ni la bestia 
ignoran -aquél, porque posee todo el saber, y ésta, porque no lo ha menester. Conste, pues, 
que el hombre no ejercita su pensamiento porque se lo encuentra como un regalo, sino porque 
no teniendo más remedio que vivir sumergido en el mundo y bracear entre las cosas, se ve 
obligado a organizar sus actividades psíquicas, no muy diferentes de las del antropoide, en 
forma de pensamiento -que es lo que no hace el animal. 
El hombre, por tanto, más que por lo que es, por lo que tiene, escapa de la escala zoológica 
por lo que hace, por su conducta. De aquí que tenga que estar siempre vigilándose así mismo. 
Esto es algo de lo que yo quería insinuar en la frase -que no parece sino una frase- según la 
cual no vivimos para pensar sino que pensamos para lograr subsistir o pervivir. Véase cómo 
eso de atribuir al hombre el pensamiento como una cualidad ingénita -que, al pronto, parece 
un homenaje y hasta una adulación a su especie-, es, en rigor, una injusticia. Porque no hay tal 
don ni tal obsequio, sino que es una penosa fabricación y una conquista, y como toda 
conquista -sea de una ciudad, sea de una mujer- siempre inestable y huidiza. 
Era necesaria esta advertencia sobre el pensamiento para ayudar a comprender mi 
enunciado anterior, según el cual el hombre es primaria y fundamentalmente acción. 
Rindamos, de paso, homenaje al primer hombre que pensó con total claridad esta verdad, el 
cual no fue Kant ni fue Fichte, sino Augusto Comte, el demente genial. 
Vimos que acción no es cualquier andar a golpes con las cosas en torno, o con los otros 
hombres: eso es lo infrahumano, eso es alteración. La acción es actuar sobre el contorno de 
las cosas materiales o de los otros hombres conforme aun plan preconcebido en una previa 
contemplación o pensamiento. No hay, pues, acción auténtica si no hay pensamiento, y no hay 
auténtico pensamiento, si éste no va debidamente referido a la acción, y virilizado por su 
relación con ésta. 
Pero esa relación -que es la efectiva- entre acción y contemplación ha sido desconocida 
pertinazmente. Cuando los griegos descubrieron que el hombre pensaba, que existía en el 
universo esa extraña realidad que es el pensamiento (hasta entonces los hombres no habían 
pensado, o como el bourgeois gentilhomme, lo habían hecho sin saberlo), sintieron tal 
entusiasmo por las gracias de las ideas, que atribuyeron a la inteligencia -el lógos- el rango 
supremo en el orbe. En comparación con ello, todo lo demás les pareció cosa subalterna y 
menospreciable. Y como tendemos a proyectar en Dios cuanto nos parece óptimo, llegaron los 
griegos con Aristóteles a sostener que Dios no tenía otra ocupación que pensar. Y ni siquiera 
pensar en las cosas: esto se les antojaba un como envilecimiento de la operación intelectual. 
No; según Aristóteles, Dios no hace otra cosa que pensar en el pensar -lo cual es convertir a 
Dios en un intelectual, más precisamente, en un modesto profesor de filosofía. Pero repito 
que, para ellos, era esto lo más sublime que había en el mundo y que un ser puede hacer. Por 
eso creían que el destino del hombre no era otro que ejercitar su intelecto, que el hombre 
había venido al mundo para meditar o, en nuestra terminología, para ensimismarse. 
Doctrina tal es lo que se ha llamado intelectualismo, la idolatría de la inteligencia, que aísla 
el pensamiento de su encaje, de su función en la economía general de la vida humana. ¡Como 
si el hombre pensase porque sí, y no porque, quiera o no, tiene que hacerlo para sostener- se 
entre las cosas! ¡Como si el pensamiento pudiese despertar y funcionar por sus propios 
resortes, como si empezase y acabase en sí mismo, y no -lo que es verdad- engendrado por la 
acción y teniendo en ella sus raíces y su término! Innumerables cosas del más alto rango 
debemos a los griegos, pero también les debemos cadenas. El hombre de Occidente vive aún, 
en no escasa medida, esclavizado por preferencias que tuvieron los hombres de Grecia, las 
cuales, operando en el subsuelo de nuestra cultura, nos desvían desde hace ocho siglos de 
nuestra propia y auténtica vocación occidental. La más pesada de esas cadenas es el 
intelectualismo e importa mucho que en esta hora en que es preciso rectificar la ruta, iniciar 
nuevos caminos -en suma, acertar-, importa mucho deshacerse resueltamente de esa arcaica 
actitud que ha sido llevada al extremo en estas dos últimas centurias. 
Bajo el nombre primero de raison, luego de ilustración, y, por fin, de cultura, se ejecutó la 
más radical tergiversación de los términos y la más indiscreta divinización de la inteligencia. 
En la mayor parte de casi todos los pensadores de la época, sobre todo en los alemanes, por 
ejemplo, en los que fueron mis maestros al comienzo del siglo, vino la cultura, el 
pensamiento, a ocupar el puesto vacante de un dios en fuga. Toda mi obra, desde sus primeros 
balbuceos, ha sido una lucha contra esta actitud, que hace muchos años llamé beatería de la 
cultura. Beatería de la cultura, porque en ella se nos presentaba la cultura, el pensamiento, 
como algo que se justifica a sí mismo, es decir, que no necesitaba justificación, sino que es 
valioso por su propia esencia, cuales- quiera sean su concreta ocupación y su contenido. La 
vida humana debía ponerse al servicio de la cultura porque sólo así se cargaba de sustancia 
estimable. Según lo cual, ella, la vida humana, nuestra pura existencia, sería por sí cosa baladí 
y sin aprecio. 
Esta manera de poner al revés la relación efectiva entre vida y cultura, entre acción y 
contemplación, ocasionó que en los últimos cien años -por lo tanto, hasta hace bien poco- se 
suscitase una superproducción de ideas, de libros y obras de arte, una verdadera inflación 
cultural. Se ha caído en lo que por broma -porque desconfió de los «ismos»- podríamos 
llamar «capitalismo de la cultura», aspecto moderno del bizantinismo. Se ha producido por 
producir, en vez de atender al consumo, a las ideas necesarias que el hombre de hoy necesita y 
puede absorber. Y, como en el capitalismo acontece, se saturó el mercado y ha sobrevenido la 
crisis. No se me dirá que la mayor parte de 108 cambios grandes acontecidos en el último 
tiempo nos tomaron de sorpresa. Desde hace veinte años los anuncio y los denuncio. Para no 
referirme sino al tema estricto que ahora glosamos, véase mi ensayo titulado, formal y 
programáticamente, «Reforma de la inteligencia»1. 
 
1.[Incluido en el libro de la colección El Arquero, titulado Apuntes sobre el pensamiento, y en Obras 
completas, tomo IV.] 
 
Pero lo más grave en esa aberración intelectualista que significa la beatería de la cultura no 
es eso, sino que consiste en presentar al hombre la cultura, el ensimismamiento, el 
pensamiento, como una gracia o joya que éste debe añadir a su vida, por tanto, como algo que 
se halla por lo pronto fuera de ella, como si existiese un vivir sin cultura y sin pensar, como si 
fuese posible vivir sin ensimismarse. Con lo cual se colocaba a los hombres -como ante el 
escaparate de una joyería-en la opción de adquirir la cultura o prescindir de ella. Y, claro 
está, ante parejo dilema, a lo largo de estos años que estamos viviendo, los hombres no han 
vacilado, sino que han resuelto ensayar a fondo esto último e intentan rehuir todo 
ensimismamiento y entregarse a la plena alteración. Por eso en Europa hay sólo alteraciones. 
A la aberración intelectualista que aísla la contemplación de la acción, ha sucedido la 
aberración opuesta: la voluntarista, que se exonera de la contemplación y diviniza la acción 
pura. Esta es una manera de interpretar erróneamente la tesis anterior: que el hombre es 
primaria y fundamentalmente acción. Sin duda, toda idea es susceptible -aun la más verídica- 
de ser mal interpretada; sin duda, toda idea es peligrosa: esto es forzoso reconocerlo 
formalmente y de una vez para siempre, a salvo de agregar que esa periculosidad, que ese 
riesgo latente, no es exclusivo de las ideas sino que va anejo a todo, absolutamente todo, lo 
que el hombre hace. Por eso he dicho que la sustancia del hombre no es otra cosa que peligro. 
Camina el hombre siempre entre precipicios, y, quiera o no, su más auténtica obligación es 
guardar el equilibrio. 
Como otras veces aconteció en el pasado conocido, vuelven ahora -y me refiero a estos 
años, casi a lo que va del siglo-, vuelven ahora los pueblos a sumergirse en la alteración. ¡Lo 
mismo que pasó en Roma! Comenzó Europa dejándose atropellar por el placer, como Roma 
por lo que Ferrero ha llamado la luxuria, el exceso, el lujo de las comodidades. Luego ha 
sobrevenido el atropellamiento por el dolor y por el espanto. Como en Roma, las luchas 
sociales y las guerras consiguientes llenaron las almas de estupor. Y el estupor, la forma 
máxima de alteración, el estupor, cuando persiste, se convierte en estupidez. Ha llamado la 
atención a algunos que desde hace tiempo, con reiteración de leit-motiv, en mis escritos me 
refiero al hecho, no suficientemente conocido, de que el mundo antiguo, ya en tiempo de 
Cicerón, comenzó a volverse estúpido. Se ha dicho que su maestro Posidonio fue el último 
hombre de aquella civilización capaz de ponerse delante de las cosas y pensar efectivamente 
en ellas. Se perdió -como amenaza perderse en Europa, si no se pone remedio- la capacidad 
de ensimismarse, de recogernos con serenidad en nuestro fondo insobornable. Se habla sólo 
de acción. Los demagogos, empresarios de la alteración, que ya han hecho morir a varias 
civilizaciones, hostigan a los hombres para que no reflexionen, procuran mantenerlos 
hacinados en muchedumbres para que no puedan re- construir su persona donde únicamente 
se reconstruye, que es en la soledad. Denigran el servicio a la verdad, y nos proponen en su 
lugar mitos. Y con todo ello, logran que los hombres se apasionen, y entre fervores y horrores 
se pongan fuera de sí. Claro está, como el hombre es el animal que ha logrado meterse dentro 
de sí, cuando el hombre se pone fuera de sí es que aspira a descender, y recae en la 
animalidad. Tal es la escena, siempre idéntica, de las épocas en que se diviniza la pura acción. 
El espacio se puebla de crímenes. Pierde valor, pierde precio la vida de los hombres y se 
practican todas las formas de la violencia y del despojo. Sobre todo, del despojo. Por eso, 
siempre que se observe que asciende sobre el horizonte y llega al predominio la figura del 
puro hombre de acción, lo primero que uno debe hacer es abrocharse. Quien quiera aprender, 
de verdad, los efectos que el despojo causa en una gran civilización, puede verlo en el primer 
libro de alto bordo que sobre el .Imperio Romano se ha escrito -hasta ahora, no sabía- mos lo 
que éste había sido-. Me refiero al libro del gran ruso Rostovzeff, profesor desde hace muchos 
años en Norteamérica, titulado Historia social y económica del Imperio Romano. 
Dislocada en esta forma de su normal coyuntura con la contemplación, con el 
ensimismamiento, la pura acción permite y suscita sólo un encadenamiento de insensateces 
que mejor deberíamos llamar desencadenamiento. Así vemos hoy que una actitud absurda 
justifica el advenimiento de otra actitud antagónica, pero tampoco razonable; por lo menos, 
suficientemente razonable, y así sucesivamente. Pues las cosas de la política han llegado en 
Occidente al extremo que, de puro haber perdido todo el mundo la razón, resulta que acaban 
teniéndola todos. Sólo que, entonces, la razón que cada uno tiene no es la suya, sino la que el 
otro ha perdido. 
Estando así las cosas, parece cuerdo que allí donde las circunstancias dejen un respiro, por 
débil que éste sea, intentemos romper ese círculo mágico de la alteración, que nos precipita de 
insensatez en insensatez; parece cuerdo que nos digamos -como, después de todo, nos 
decimos muchas veces en nuestra vida más vulgar siempre que nos atropella el contorno, que 
nos sentimos perdidos en un torbellino de problemas-, que nos digamos: ¡Calma! ¿Qué 
sentido lleva este imperativo? Sencillamente, el de invitarnos a suspender un momento la 
acción que amenaza con enajenarnos y con hacernos perder la cabeza; suspender un momento 
la acción, para recogernos dentro de nosotros mismos, pasar revista a nuestras ideas sobre la 
circunstancia y forjar un plan estratégico. 
No juzgo, pues, que sea ninguna extravagancia ni ninguna insolencia si al llegar aun país 
que goza aún de serenidad en su horizonte pienso que la obra más fértil que pueda hacer para 
sí mismo y para los demás humanos no es contribuir a la alteración del mundo, y menos aún 
alterarse él más de lo debido, a cuenta de alteraciones ajenas, sino aprovechar su afortunada 
situación para hacer lo que los otros no pueden ahora: ensimismarse un poco. Si ahora, allí 
donde es posible, no se crea un tesoro de nuevos proyectos humanos -esto es, de ideas-, poco 
podemos confiar en el futuro. La mitad de las tristes cosas que hoy pasan, pasan porque esos 
proyectos faltaron, como anuncié que pasarían, allá en 1922, en el prólogo de mi libro España 
invertebrada. 
Sin retirada estratégica así mismo, sin pensamiento alerta, la vida humana es imposible. 
¡Recuérdese todo lo que el hombre debe a ciertos grandes ensimismamientos! No es un azar 
que todos los grandes fundadores de religiones antepusieran a su apostolado famosos retiros. 
Budha se retira al monte; Mahoma se retira a su tienda, y aun dentro de su tienda se retira de 
ella, envolviéndose la cabeza en su albornoz; por encima de todos, Jesús se aparta cuarenta 
días al desierto. ¿Qué no debemos a Newton? Pues cuando alguien, maravillado de que 
hubiese logrado reducir aun sistema tan exacto y simple los innumerables fenómenos de la 
física, le preguntaba cómo había logrado hacerlo, éste respondía ingenuamente: Nocte dieque 
incubando, «dándole vueltas día y noche», palabras tras de las cuales entrevemos vastos y 
abismáticos ensimismamientos. 
Hay hoy una gran cosa en el mundo que está moribunda, y es la verdad. Sin cierto margen 
de tranquilidad, la verdad sucumbe. He aquí cómo ahora rizamos el rizo iniciado con nuestras 
palabras del comienzo, para dar plenamente sentido a las cuales he dicho cuanto he dicho. 
Por ello, frente a las incitaciones para la alteración que hoy nos llegan de los cuatro puntos 
cardinales y de todos los recodos de la existencia, he creído que debía anteponer al presente 
curso el esbozo de esta doctrina del ensimismamiento, bien que hecho a la carrera, sin poder 
demorarme a gusto en ninguna de sus partes y aun dejando tácitas no pocas, pues ni siquiera, 
por ejemplo, he podido indicar que el ensimismamiento, como todo lo humano, es sexuado, 
quiero decir que hay un ensimismamiento masculino y otro ensimismamiento femenino. 
Como no puede menos de ser, ya que la mujer no es sí mismo, sino sí misma. 
Parejamente, el hombre oriental se ensimisma de modo distinto que el hombre de 
Occidente. El occidental se ensimisma en claridad de la mente. Recuérdense los versos de 
Goethe: 
 
Ich bekenne mich zu dem Geschlecht 
Das aus dem Dunkel ins Helle strebt.Yo me confieso del linaje de esos 
que de lo oscuro hacia lo claro aspiran. 
 
Europa y América significan el ensayo de vivir sobre ideas claras, no sobre mitos. Porque 
ahora han faltado esas ideas claras, el europeo se siente perdido y desmoralizado. 
Maquiavelo -que es cosa muy distinta del maquiavelismo-, Maquiavelo nos dice, 
elegantemente, que en cuanto un ejército se desmoraliza y desarticulado se desparrama, sólo 
hay una salvación: Ritornare al segno, «volver a la bandera», recogerse bajo su ondeo y 
reagrupar bajo el signo las huestes dispersas. Europa y América tienen también que ritornare 
al segno de las ideas claras. Las nuevas generaciones, que gustan del cuerpo limpio y del acto 
neto, tienen que integrarse en la idea clara, de aristas rigorosas, la que no es superflua ni 
linfática, la que es necesaria para vivir. Volvamos -repito- de los mitos a las ideas claras y 
distintas, como hace tres siglos las llamó con solemnidad programática la mente más acerada 
que ha habido en Occidente: Renato Descartes; «aquel caballero francés que echó a andar con 
tan buen paso», decía Péguy. Bien sé que Descartes y su racionalismo son pretérito perfecto, 
pero el hombre no es nada positivo si no es continuidad. Para superar el pasado es preciso no 
perder el contacto con él; por el contrario, sentirlo bien bajo nuestras plantas porque nos 
hemos subido sobre él. 
De la inmensa maraña de temas que será forzoso aclarar si se ambiciona una nueva aurora, 
yo he elegido uno que me parece urgente: «qué es lo social, qué es la sociedad» -un tema, si 
se quiere, bastante humilde, desde luego, poco lucido y, lo que es peor, de sobra difícil. Pero 
el tema es urgente. El constituye la raíz de esos conceptos -Estado, nación, ley, libertad, 
autoridad, colectividad, justicia, etc.- que hoy ponen en frenesí a los mortales. Sin luz sobre 
ese tema, todas esas palabras representan sólo mitos. Vamos a retirarnos de todo ese hablar de 
.la gente hasta un estrato donde los mitos no llegan y empiezan las evidencias. Un poco de esa 
luz vamos a buscar. No se espere, por supuesto, cosa mayor. Doy lo que tengo; que otros 
capaces de hacer más hagan su más, como yo hago mi menos. 
 
 
 
II. LA VIDA PERSONAL 
 
Se trata de que, una vez más, el hombre se ha perdido. Porque no es cosa nueva ni 
accidental. El hombre se ha perdido muchas veces ya lo largo de la historia -más aún, es 
constitutivo del hombre, a diferencia de todos los demás seres, ser capaz de perderse, de 
perderse en la selva del existir, dentro de sí mismo, y, gracias a esa atroz sensación de 
perdimiento, reobrar enérgicamente para volver a encontrarse. La capacidad y desazón de 
sentirse perdido es su trágico destino y su ilustre privilegio. 
 
Partamos, pues, movilizados por el intento de hallar en forma irrecusable, plenamente 
evidente, hechos de fisonomía tan característica que no nos parezca adecua- da otra 
denominación que la de llamarlos en sentido estricto «fenómenos sociales». Esta operación 
rigorosísima y decisiva -la de hallar que un tipo de hechos es una realidad o fenómeno 
definitiva y resolutoriamente, sin duda alguna ni posible error, diferente y, por tanto, 
irreductible a cualquier otro tipo de hechos que puedan darse- tiene que consistir en que 
retrocedamos aun orden de realidad última, a un orden o área de realidad que, por ser ésta 
radical, no deje por debajo de sí ninguna otra, antes bien, por ser la básica tengan por fuerza 
que aparecer sobre ella todas las demás. 
Esta realidad radical en cuya estricta contemplación tenemos que fundar y asegurar 
últimamente todo nuestro conocimiento de algo, es nuestra vida, la vida humana. 
Siempre que digo «vida humana», sea lo que fuere, a no ser que haga yo alguna especial 
salvedad, ha de evitarse pensar en la vida de otro, y cada cual debe referirse a la suya propia y 
tratar de hacerse ésta presente. Vida humana como realidad radical es sólo la de cada cual, es 
sólo mi vida. Para comodidades de lenguaje la llamaré a veces «nuestra vida», pero ha de 
entenderse siempre que con esta expresión me refiero a la vida de cada cual y no ala de los 
otros ni a una supuesta vida plural y común. Lo que llamamos «vida de los otros», la del 
amigo, la de la amada, es ya algo que aparece en el escenario que es mi vida, la de cada cual 
y, por tanto, supone ésta. La vida de otro, aun del que nos sea más próximo e íntimo, es ya 
para mí mero espectáculo, como el árbol, la roca, la nube viajera. La veo pero no la soy, es 
decir, no la vivo. Si al otro le duelen las muelas me es patente su fisonomía, la figura de sus 
músculos contraídos, es espectáculo, en suma, de alguien aquejado por el dolor, pero su dolor 
de muelas no me duele a mí y, por tanto, lo que de él tengo no se parece nada a lo que tengo 
cuando me duelen a mí. En rigor, el dolor de muelas del prójimo es últimamente una 
suposición, hipótesis o presunción mía, es un presunto dolor. El mío, en cambio, es 
incuestionable. Hablando rigorosamente, nunca podemos estar seguros de que al amigo que se 
nos presenta como doliente de las muelas le duelan en efecto. De su dolor tenemos patentes 
sólo ciertas señales externas que no son dolor, sino concentración de músculos, vaguedad de 
mirada, la mano en la mejilla -ese gesto tan incongruente con lo que le origina, pues no parece 
sino que el dolor de muelas fuese un pájaro y; que ponemos la mano sobre el para que no se 
nos escape. El dolor ajeno no es realidad radical, sino que es realidad en un sentido; ya 
secundario, derivativo y problemático; lo que, de, él tenemos con radical, realidad es sólo su 
aspecto, su apariencia, su espectáculo, señales. Esto es lo único que; de él nos es, en efecto, 
patente e, incuestionable. Pero la relación entre una señal y lo señalado, entre una apariencia y 
1o que en ésta .aparece o lo que aparenta, entre un, aspecto y la cosa manifiesta o espectada 
en él es siempre últimamente cuestionable, y equivoca. Hay quien nos finge perfectamente 
toda la mise en scène del dolor de muelas sin padecerlo, para justificar fines privados. Ya 
veremos cómo, en cambio, la vida de, cada cual no tolera ficciones porque al fingirnos algo a 
nosotros mismos sabemos, claro está: que: fingimos y nuestra íntima ficción no logra nunca 
constituirse plenamente sino que en; el fondo notamos su inautenticídad, no conseguimos 
engañarnos del todo, y le vemos la trampa. Esta genuinidad, inexorable ya sí misma evidente 
indubitable; incuestionable de nuestra vida, repito, la de cada cual, es la, primera razón que 
me hace, denominarla; «realidad radical». 
Pero hay esta otra. Al llamarla «realidad radical» no significo que, sea la única ni: siquiera, 
que sea la; más elevada, respetable, o sublime, o suprema, sino simplemente que es la raíz -de 
aquí, radical- de todas las demás en el sentido de que éstas, sean las que fueren, tienen, para 
sernos realidad, que hacerse de algún modo presentes o al menos, anunciarse, en los ámbitos 
estremecidos de, nuestra propia vida. Es, pues, esta rea1idad radical, -mi .vida- tan poco 
egoísta tan nada «solipsista» que es., por esencia el área o escenario" ofrecido: y abierto para 
que toda otra realidad de el1a se manifieste y celebre su Pentecostés. Dios mismo, para sernos 
Dios, tiene que arreglárselas para denunciarnos su existencia y por eso fulmina en el Sinaí, se 
pone a arder en una retama a1 borde del, camino y azota a los cambistas en el atrio del 
templo, y navega sobre el Gólgotas de tres palos, como las fragatas. 
De aquí que ningún conocimiento de algo es suficiente –esto es-, suficientemente profundo, 
radical, si no comienza por descubrir y precisar el lugar y modo, dentro del orbe que es 
nuestra vida, donde ese algo hace su .aparición; asoma, brota y surge en suma, existe. Porque 
eso significa propiamente existir -vocablo, presumo originariamente de lucha y beligerancia 
que designa la situación vital en que súbitamente aparece, se muestra o hace aparente, entre 
nosotros, como brotando del sueloun enemigo, que nos cierra el paso con energía, esto, es, 
nos resiste y se hace firme a sí mismo y .ante y contra nosotros. En el existir va incluido el 
resistir; y por tanto, el afirmarse, el resistente si nosotros pretendemos suprimirlo, anularlo, o 
tomarlo como irreal. Por eso lo existente o surgente es realidad, ya que realidad es todo 
aquello con que, queramos o no, tenemos que contar, por que queramos o no está ahí, existe, 
resiste. Una arbitrariedad terminológica que raya en lo intolerable ha querido desde hace unos 
años emplear los vocablos «existir» y «existencia» con un sentido abstruso e incontrolable 
que es precisamente inverso del que por sí la palabra milenaria porta y dice. 
Algunos quieren hoy designar así el modo de ser del hombre, pero el hombre, que es 
siempre yo -el que es cada cual-, es lo único que no existe, sino que vive o es viviendo. Son 
precisamente todas las demás cosas que no son el hombre, yo las que existen, porque 
aparecen, surgen, saltan, me resisten, se afirman dentro del ámbito que es mi vida. Vaya esto 
dicho y disparado de paso. 
Ahora bien, de esa extraña y dramática realidad radical -nuestra vida- se pueden decir 
innumerables atributos, pero yo voy ahora a destacar sólo lo más imprescindible para nuestro 
tema. 
Y es ello que la vida no nos la hemos dado nosotros, sino que nos la encontramos 
precisamente cuando nos encontramos a nosotros mismos. De pronto y sin saber cómo ni por 
qué, sin anuncio previo, el hombre se descubre y sorprende teniendo que ser en un ámbito 
impremeditado, imprevisto, en este de ahora, en una coyuntura de determinadísimas 
circunstancias. Tal vez no es ocioso hacer notar que esto -base de mi pensamiento filosófico- 
fue ya enunciado, tal y como ahora lo he hecho, en mi primer libro, publicado en 1914. 
Llamemos provisoriamente y para facilitar la comprensión a ese ámbito impremeditado e 
imprevisto, a esa determinadísima circunstancia en que al vivir nos encontramos siempre, 
mundo. Pues bien, ese mundo en que tengo que ser al vivir me permite elegir dentro de él este 
sitio o el otro donde estar, pero a nadie le es dado elegir el mundo en que se vive: es siempre 
éste, éste de ahora. No podemos elegir el siglo ni la jornada o fecha en que vamos a vivir, ni el 
universo en que vamos a movernos. El vivir o ser viviente, o lo que es igual, el ser hombre no 
tolera preparación ni ensayo previo. La vida nos es disparada a quemarropa. 
Ya lo he dicho: allí donde y cuando nacemos o después de nacer estemos, tenemos, 
queramos o no, que salir nadando. En este instante, cada cual por sí mismo, se encuentra 
sumergido en un ambiente que es un espacio donde tiene, quiera o no, que habérselas con el 
elemento abstruso que es una lección de filosofía, con algo que no sabe si le interesa o no, si 
lo entiende 0 no lo entiende; se encuentra con que está gravemente consumiendo una hora de 
su vida -una hora insustituible, porque las horas de su vida están contadas. Esta es su 
circunstancia, su aquí y su ahora. ¿Qué hará? Porque algo, sin remedio, tiene que hacer: 
atenderme o, por el contrario, desatenderme para vacar a meditaciones propias, a pensar en su 
negocio o clientela, a recordar su amada. ¿Qué hará? ¿Levantarse e irse o quedarse, aceptando 
la fatalidad de llevar esta hora de su vida, que acaso podría haber sido tan bonita, al matadero 
de las horas perdidas? 
Porque -repito- algo, sin remedio, tenemos que hacer o que estar haciendo siempre, pues esa 
vida que nos es dada, no nos es dada hecha, sino que cada uno de nosotros tiene que 
hacérsela, cada cual la suya. Esa vida que nos es dada, nos es dada vacía y el hombre tiene 
que írsela llenando, ocupándola. Son eso nuestras ocupaciones. Esto no acontece con la 
piedra, la planta, el animal. A ellos les es dado su ser ya prefijado y resuelto. A la piedra, 
cuando empieza a ser, no le es dada sólo su existencia, sino que le es prefijado de antemano 
su comportamiento -a saber, pesar, gravitar hacia el centro de la tierra. Parejamente al animal 
le es dado el repertorio de su conducta, que va, sin su intervención, gobernada por sus 
instintos. Pero al hombre le es dada la forzosidad de tener que estar haciendo siempre algo, so 
pena de sucumbir, mas no le es, de antemano y de una vez para siempre, presente lo que tiene 
que hacer. Porque lo más extraño y azorante de esa circunstancia o mundo en que tenemos 
que vivir consiste en que nos presenta siempre, dentro de su círculo y horizonte inexorable, 
una variedad de posibilidades para nuestra acción, variedad ante la cual no tenemos más 
remedio que elegir y, por tanto, ejercitar nuestra libertad. La circunstancia -repito-, el aquí y 
ahora dentro de los cuales estamos inexorablemente inscritos y prisioneros, no nos impone en 
cada instante una única acción o hacer, sino varios posibles y nos deja cruelmente entregados 
a nuestra iniciativa e inspiración; por tanto, a nuestra responsabilidad. Dentro de un rato, 
cuando salgan a la calle, se verán obligados a decidir qué dirección tomarán, qué ruta. y si 
esto acontece en esta trivial ocasión, mucho más pasa en esos momentos solemnes, decisivos 
de la vida en que lo que hay que elegir es nada menos, por ejemplo, que una profesión, una 
carrera -y carrera significa camino y dirección del caminar. Entre las pocas notas privadas que 
Descartes a su muerte dejó, se halla una de su juventud en que ha copiado un viejo verso de 
Ausonio que, a su vez, traduce una vetusta sentencia pitagórica y que dice: Quod vitae 
sectabor iter?, ¿qué camino, qué vía tomaré para mi vida? Pero la vida no es sino el ser del 
hombre -por tanto, eso quiere decir lo más extraordinario, extravagante, dramático, paradójico 
de la condición humana, a saber: que es el hombre la única realidad, la cual no consiste 
simplemente en ser sino que tiene que elegir su propio ser. Pues si analizásemos ese menudo 
acontecimiento que va a darse dentro de un rato -el que cada cual tenga que elegir y decidir la 
dirección de la calle que va a tomar- verían cómo en la elección de una acción en apariencia 
tan simple interviene íntegra la elección que ya han hecho, que en este momento, sentados, 
portan secreta en sus penetrales, en su recóndito fondo, de un tipo de humanidad, de un modo 
de ser hombre que en su vivir procuran realizar. 
 
Para no perdernos, resumamos lo hasta ahora dicho: vida, en el sentido de vida humana, por 
tanto, en sentido biográfico y no biológico -si por biología se entiende la psicosomática-, vida 
es encontrarse alguien que llamamos hombre (como podíamos y acaso deberíamos llamarle X, 
ya verán por qué), teniendo que ser en la circunstancia o mundo. Pero nuestro ser en cuanto 
«ser en la circunstancia» no es quieto y meramente pasivo. Para ser, esto es, para seguir 
siendo tiene que estar siempre haciendo algo, pero eso que ha de hacer no le es impuesto ni 
prefijado, sino que ha de elegirlo y decidirlo él, intransferiblemente, por sí y ante sí, bajo su 
exclusiva responsabilidad. Nadie puede sustituirle en este decidir lo que va a hacer, pues 
incluso el entregarse a la voluntad de otro tiene que decidirlo él. Esta forzosidad de tener que 
elegir y, por tanto, estar condenado, quiera o no, a ser libre, a ser por su propia cuenta y 
riesgo, proviene de que la circunstancia no es nunca unilateral, tiene siempre varios ya veces 
muchos lados. Es decir, nos invita a diferentes posibilidades de hacer, de ser. Por eso nos 
pasamos la vida diciéndonos: «Por un lado», yo haría, pensaría, sentiría, querría, decidiría 
esto, pero, «por otro lado»... La vida es multilateral. Cada instante y cada sitio abre ante 
nosotros diversos caminos. Como dice el viejísimo libro indio: «Dondequiera que el hombre 
pone la planta, pisa siempre cien senderos.» De aquí que la vida sea permanente encrucijada y 
constante perplejidad. Por eso suelo decir que, a mi juicio, el más certero título de un libro 
filosófico es el que lleva la obra de Maimónides que se rotula: More Nebuchim, Guía para los 
perplejos.

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