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EL HOMBRE Y LA GENTE ORTEGA Y GASSET http://www.librodot.com NOTA PRELIMINAR En su estudio Historia como sistema (publicado inicialmente por la Oxford University Press en 1935), y en reiteradas ocasiones posteriores, venía anunciando Ortega la aparición de un libro suyo que, bajo el título de El hombre y la gente, albergaría su doctrina sociológica. Aparte de sus cursos universitarios -especialmente, un reducido seminario sobre «Estructura de la vida histórica y social»-, fue en una conferencia dada en Valladolid con ese título y en 1934, cuando, por primera vez, expuso públicamente su idea de los «USOS» como realidad constitutiva del hecho social. Conferencia cuyo texto, hasta ahora inédito, incluyo como apéndice III a esta nueva edición de El hombre y la gente, en la que el texto se ha revisado y cotejado conforme a los originales. En fechas ulteriores a las antes mencionadas, el tema fue uno de los que más ocuparon la labor pública de Ortega: entre sus papeles han aparecido borradores y copias de sus actuaciones en Buenos Aires, Madrid, Alemania -Munich y Hamburgo- y Suiza, siempre bajo ese mismo título. Y la muerte le sorprendió cuando laboraba en la preparación del texto, ya en forma de libro, con vistas a su versión y edición simultánea en Alemania, Holanda y Estados U nidos. Se trata, pues, de la única entre sus obras póstumas en la que he podido tener en cuenta sus propias correcciones y previsiones. En líneas generales, Ortega conserva el texto que preparó para el curso profesado en el Instituto de Humanidades, en Madrid y 1949-50, introduciendo cierto número de enmiendas y anexiones, pero sin ultimar el trabajo ni llegar al desarrollo de la totalidad del índice previsto, que abarcaba no doce sino veinte lecciones y reproduzco como apéndice II. Antepongo al libro, a modo de introducción, el texto de un folleto dirigido a los asistentes al curso sobre «El hombre y la gente», dado en Buenos Aires, pues la novedad y complejidad de los asuntos integrados en el hecho social, sumada a la engañosa facilidad frecuente en la forma de exposición usada por Ortega, aconseja hacerse bien cargo de las precisiones que ahí se dan en abreviatura, antes de engolfarse en las varias y actualísimas cuestiones que se abordan en estas páginas magistrales. Pues, una vez más, esta obra de Ortega no limita su aspiración a situarse en los anaqueles de los creadores de filosofía, sino a servir a los habitantes del siglo XX para luchar con los críticos sucesos de nuestro tiempo, y ello mediante el máximo señorío que el hombre puede lograr sobre su destino histórico: mediante la reflexión crítica y la lucidez de la teoría. Pese a su inacabamiento, las cuestiones fundamentales se hallan tratadas en este volumen, el cual, ciertamente, sitúa el urgente y avasallador problema que hoy plantean los temas sociológicos en un nivel de esclarecedor radicalismo no alcanzado por ninguna otra filosofía. PAULINO GARAGORRI [INTRODUCCION]l Al reanudar ahora las «Lecciones sobre el hombre y la gente», dadas la primavera pasada, se hace imprescindible tener claro y presente lo que en aquéllas se logró. A fin de descargar las cuatro lecciones que el ciclo de este año comporta del resumen inevitable en que los conceptos obtenidos y aclarados en la serie anterior renovasen su presencia en la mente de los que van a escucharme, y poder desde luego proceder a nuevos temas de mi doctrina sociológica, he creído que fuera bueno concentrar en estas páginas lo más inexcusable. 1 [A titulo de introducción, reproduzco las páginas que el autor publicó en la Argentina, en el otoño de 1939 y en forma de folleto, para uso de los asistentes al segundo ciclo de su curso sobre El hombre y la gente.] Partí de afirmar que buena parte de las angustias históricas actuales procede de la falta de claridad sobre problemas que sólo la sociología puede aclarar, y que esta falta de claridad en la conciencia del hombre medio se origina, a su vez, en el estado deplorable de la teoría sociológica. La insuficiencia del doctrinal sociológico que hoy está a disposición de quien busque, con buena fe, orientarse sobre lo que es la política, el Estado, el derecho, la colectividad y su relación con el individuo, la nación, la revolución, la guerra, la justicia, etc. - es decir, las cosas de que más se habla desde hace cuarenta años-, estriba en que los sociólogos mismos no han analizado suficientemente en serio, radicalmente, esto es, yendo a la raíz, los fenómenos sociales elementales. De aquí que todo ese repertorio de conceptos sea impreciso y contradictorio. Se hace urgente poner, de verdad, en claro lo que es sociedad, sin lo cual ninguna de las nociones antedichas puede poseer clara sustancia. Pero no es posible obtener una visión luminosa, evidente de lo que es sociedad si previamente no se está en claro sobre sus síntomas, es decir, sobre cuáles son los hechos sociales en que la sociedad se manifiesta y en que consiste. De aquí la forzosidad de precisar el carácter general de lo social. Pero no está dicho que lo social sea una realidad peculiar. Podría acaecer que fuese sólo una combinación o resultado de otras realidades, como los cuerpos no son «en realidad» más que combinaciones de moléculas y éstas de átomos. Si, como se ha creído casi siempre -y con consecuencias prácticamente más graves en el siglo XVIII-, la sociedad es sólo una creación de los individuos que, en virtud de una voluntad deliberada, «se reúnen en sociedad»; por tanto, si la sociedad no es más que una «asociación», la sociedad no tiene propia y auténtica realidad y no hace falta una sociología. Bastará con estudiar al individuo. Ahora bien, la cuestión de si algo es o no, propia y últimamente, realidad sólo puede resolverse con loS medios radicales del an41isis y la técnica filosóficos. Se trata, pues, de averiguar si en el repertorio de las realidades auténticas -esto es, de cuanto no es ya reductible a alguna otra realidad- hay algo que corresponda a eso que vagamente llamamos «hechos sociales». Para eso tenemos que partir de la realidad fundamental en que todas las demás, de uno u otro modo, tienen que aparecer. Esa realidad fundamental es nuestra vida, la de cada cual, y es cada cual quien tiene que analizar si en el ámbito que constituye su vida aparece lo social como algo distinto de e irreductible a todo lo demás. En el área de nuestra vida -prescindiendo del problema trascendente que es Dios- hallamos minerales, vegetales, animales y los otros hombres, realidades irreductibles entre sí y, por tanto, auténticas. Lo social nos aparece adscrito sólo a los hombres. Se habla también de sociedades animales -la colmena, el hormiguero, la termitera, el rebaño-, pero sin entrar en más consideraciones basta la de que el hombre, como realidad, no ha podido ser reducido a la realidad animal para que no podamos, por lo pronto al menos, considerar como sinónima la palabra sociedad cuando hablamos de «sociedad humana» y de «sociedad animal». Por tanto: 1. Lo social consiste en acciones o comportamientos humanos; es un hecho de la vida humana. Pero la vida humana es siempre la de cada cual, es la vida individual o personal y consiste en que el yo que cada cual es se encuentra teniendo que existir en una circunstancia - lo que solemos llamar mundo- sin seguridad de existir en el instante inmediato, teniendo siempre que estar haciendo algo -material o mentalmente- para asegurar esa existencia. El conjunto de esos haceres, acciones o comportamientos es nuestra vida. Sólo es, pues, humano en sentido estricto y primario lo que hago yo por mí mismo y en vista de mis propios fines, o lo que es igual, que el hecho humano es un hecho siempre personal. Esto quiere decir: a) que sólo es propiamente humano en mí lo que pienso, quiero, siento y ejecuto con mi cuerpo siendo yo el sujeto creador de ello, o lo que a mí mismo, como tal mí mismo,le pasa; b) por tanto, sólo es humano mi pensar si pienso algo por mi propia cuenta, percatándome de lo que significa. Sólo es humano lo que al hacerlo lo hago porque tiene para mí un sentido, es decir, lo que entiendo; c) en toda acción humana hay, pues, un sujeto de quien emana y que, por lo mismo, es responsable de ella; d) consecuencia de lo anterior es que mi humana vida, que me pone en relación directa con cuanto me rodea -minerales, vegetales, animales, los otros hombres-, es, por esencia, soledad. Mi dolor de muelas sólo a mí me puede doler. El pensamiento que de verdad pienso -y no sólo repito mecánicamente por haberlo oído- tengo que pensármelo yo solo o yo en mi soledad. Mas el hecho social no es un comportamiento de nuestra vida humana como soledad, sino que aparece en tanto en cuanto estamos en relación con otros hombres. No es, pues, vida humana en sentido estricto y prima- no; es 2. Lo social un hecho, no de la vida humana, sino algo que surge en la humana convivencia. Por convivencia entendemos la relación o trato entre dos vidas individuales. Lo que llamamos padres e hijos, amantes, amigos, por ejemplo, son formas del convivir. En ellas se trata siempre de que un individuo, como tal -por tanto, un sujeto creador y responsable de sus acciones, que hace lo que hace porque tiene para él sentido y lo entiende-, actúa sobre otro individuo que tiene los mismos caracteres. El padre, como individuo determina- do que es, se dirige a su hijo, que es otro individuo determinado y único también. Los hechos de convivencia no son, pues, por sí mismos hechos sociales. Forman lo que debiera llamarse «compañía o comunicación» -un mundo de relaciones interindividuales. Pero analícese toda otra serie de hechos humanos, como el saludo, como la acción del vigilante que nos impide en cierto momento atravesar la calle. En ellos, la acción -dar la mano, el acto de cortar nuestro paso el vigilante- no la hace el hombre porque se le haya ocurrido a él, ni espontáneamente, es decir, siendo él responsable de ella, ni va dirigida a otro hombre por ser tal individuo determinado. Hace el hombre eso sin su original voluntad ya menudo contra su voluntad. Además -en el caso del saludo está bien claro-, lo que hacemos, dar la mano, no lo entendemos, no tiene sentido para nosotros, no sabemos por qué es eso y no otra cosa lo que hay que hacer cuando encontramos un conocido. Estas acciones no tienen, pues, su origen en nosotros: somos de ellas meros ejecutores, como el gramófono canta su disco, como el autómata practica sus movimientos mecánicos. ¿Quién es el sujeto originario de quien esas acciones provienen? ¿Por qué las hacemos, ya que no las hacemos ni por nuestra invención ni con nuestra espontánea voluntad? Damos la mano al encontrar a un conocido porque eso es lo que se hace. El vigilante detiene nuestro paso, no porque a él se le haya ocurrido ni por cuenta suya, sino porque está mandado así. Pero ¿quién es el sujeto originario y responsable de lo que se hace? La gente, los demás, «todos», la colectividad, la sociedad -es decir: nadie determinado. He aquí, pues, acciones que son por un lado humanas, pues consisten en comportamientos intelectuales o de conducta específicamente humanos, y que, por otro lado, ni se originan en la persona o individuo ni éste los quiere ni es responsable de ellos, y con frecuencia ni siquiera los entiende. Aquellas acciones nuestras que tienen estos caracteres negativos y que ejecutamos a cuenta de un sujeto impersonal, indeterminable, que es «todos» y es «nadie», y al que llamamos la gente, la colectividad, la sociedad: son los hechos propiamente sociales, irreductibles ala vida humana individual. Estos hechos aparecen en el ámbito de la convivencia, pero no son hechos de simple convivencia. Lo que pensamos o decimos porque se dice, lo que hacemos porque se hace, suele llamarse uso. Los hechos sociales constitutivos son usos. Los usos son formas de comportamiento humano que el individuo adopta y cumple porque de una manera u otra, en una u otra medida, no tiene remedio. Le son impuestos por su contorno de convivencia: por los «demás», por la «gente», por... la sociedad. Para la doctrina sociológica que se va a exponer en estas lecciones basta con que ciertos usos, si se quiere los casos extremos del uso, se caractericen por estos rasgos: 1. Son acciones que ejecutamos en virtud de una presión social. Esta presión consiste en la anticipación, por nuestra parte, de las represalias «morales» o físicas que nuestro contorno va a ejercer contra nosotros si no nos comportamos así. Los usos son imposiciones mecánicas. 2. Son acciones cuyo preciso contenido, esto es, lo que en ellas hacemos, nos es ininteligible. Los usos son irracionales. 3. Los encontramos como formas de conducta, que son a la vez presiones, fuera de nuestra persona y de toda otra persona, porque actúan sobre el prójimo lo mismo que sobre nosotros. Los usos son realidades extraindividuales o impersonales. Durkheim, hacia 1890, entrevió los rasgos 1 y 3 como constitutivos del hecho social, pero ni logró acabar de verlos bien ni empezó siquiera a pensarlos. Baste decir que no sólo no vio el rasgo 2, sino que creyó todo lo contrario, a saber: que el hecho social era el verdaderamente racional, porque emanaba de una supuesta y mística «conciencia social» o «alma colectiva». Además, no advirtió que consiste en usos ni lo que es el uso. Ahora bien, la irracionalidad es la nota decisiva. Cuando se la ha entendido bien se cae en la cuenta de que los otros dos caracteres -ser presión sobre el individuo y ser exterior a éste o extraindividuales- casi sólo coinciden en el vocablo con lo que Durkheim percibió. De todas suertes, sea dicho en su homenaje, fue él quien más cerca ha estado de una intuición certera del hecho social. Al seguir los usos nos comportamos como autómatas, vivimos a cuenta de la sociedad o colectividad. Pero ésta no es algo humano ni sobrehumano, sino que actúa exclusivamente mediante el puro mecanismo de los usos, de los cuales nadie es sujeto creador responsable y consciente. Y como la «vida social o colectiva» consiste en los usos, esa vida no es humana, es algo intermedio entre la naturaleza y el hombre, es una casi-naturaleza, y, como la naturaleza, irracional, mecánica y brutal. No hay un «alma colectiva». La sociedad, la colectividad es la gran desalmada -ya que es lo humano naturalizado, mecanizado y como mineralizado. Por eso está justifica- do que a la sociedad se la llame «mundo» social. No es, en efecto, tanto «humanidad» como «elemento inhuma- no» en que la persona se encuentra. La sociedad, sin embargo, al ser mecanismo, es una formidable máquina de hacer hombres. Los usos producen en el individuo estas tres principales categorías de efectos: 1. Son pautas del comportamiento que nos permiten prever la conducta de los individuos que no conocemos y que, por tanto, no son para nosotros tales determinados individuos. La relación interindividual sólo es posible con el individuo a quien individualmente conocemos, esto es, con el prójimo (= próximo). Los usos nos permiten la casi-convivencia con el desconocido, con el extraño. 2. Al imponer a presión un cierto repertorio de acciones -de ideas, de normas, de técnicas- obligan al individuo a vivir a la altura de los tiempos e inyectan en él, quiera o no, la herencia acumulada en el pasado. Gracias a la sociedad el hombre es progreso e historia. La sociedad atesora el pasado. 3. Al automatizar una gran parte de la conducta de la persona y darle resuelto el programa de casi todo lo que tiene que hacer, permiten a aquélla que concentre su vida personal, creadora y verdaderamente humana en ciertas direcciones, lo que de otro modo sería al individuo imposible. La sociedad sitúa al hombre en cierta franquía frente al porvenir y le permite crear lo nuevo, racional y más perfecto. I.ENSIMISMAMIENTO Y ALTERACION1Se trata de lo siguiente: Hablan los hombres de hoy, a toda hora, de la ley y del derecho, del Estado, de la nación y de lo internacional, de la opinión pública y del poder público, de la política buena y de la mala, del pacifismo y del belicismo, de la patria y de la humanidad, de justicia e injusticia social, de colectivismo y capitalismo, de socialización y de liberalismo, de autoritarismo, de individuo y colectividad, etc., etc. Y no solamente hablan en el periódico, en la tertulia, en el café, en la taberna, sino que, además de hablar, discuten. Y no sólo discuten, sino que combaten por las cosas que esos vocablos designan. Y en el combate acontece que los hombres llegan a matarse los unos a los otros, a centenares, a miles, a millones. Sería una inocencia suponer que en lo que acabo de decir hay alusión particular a ningún pueblo determinado. Sería una inocencia, porque tal suposición equivaldría a creer que esas faenas truculentas quedan confinadas en territorios especiales del planeta; cuando son, más bien, un fenómeno universal y de extensión progresiva, del cual serán muy pocos los pueblos europeos y americanos que logren quedar por completo exentos. Sin duda, la feroz contienda será más grave en unos que en otros y puede que alguno cuente con la genial serenidad necesaria para reducir al mínimo el estrago. Porque éste, cierta- mente, no es inevitable, pero sí es muy difícil de evitar. Muy difícil, porque para su evitación tendrían que juntarse en colaboración muchos factores de calidad y rango diversos, magníficas virtudes junto a humildes precauciones. 1 [El texto de esta lección, en su mayor parte, corresponde a la primera de las profesadas en Buenos Aires, en 1939, y fue publicada en el libro titulado Ensimismamiento y alteración. Meditación de la técnica, Espasa-Calpe Argentina, Buenos Aires, 1939.] Una de esas precauciones, humilde -repito-, pero imprescindible, si se quiere que un pueblo atraviese indemne estos tiempos atroces, consiste en lograr que un número suficiente de personas en él, se den bien cuenta de hasta qué punto todas esas ideas -llamémoslas así-, todas esas ideas en torno a las cuales se habla, se combate, se discute y se trucida son grotescamente confusas y superlativamente vagas. Se habla, se habla de todas esas cuestiones, pero lo que sobre ellas se dice carece de la claridad mínima, sin la cual la operación de hablar resulta nociva. Porque hablar trae siempre algunas consecuencias y como de los susodichos temas se ha dado en hablar mucho -desde hace años, casi no se habla ni se deja hablar de otra cosa-, las consecuencias de estas habladurías son, evidentemente, graves. Una de las desdichas mayores del tiempo es la aguda incongruencia entre la importancia que al presente tienen todas esas cuestiones y la tosquedad y confusión de los conceptos sobre las mismas que esos vocablos representan. Nótese que todas esas ideas -ley, derecho, estado, internacionalidad, colectividad, autoridad, libertad, justicia social, etc.-, cuando no lo ostentan ya en su expresión, implican siempre, como su ingrediente esencial, la idea de lo social, de sociedad. Si ésta no está clara, todas esas palabras no significan lo que pretenden y son meros aspavientos. Ahora bien; confesémoslo o no, todos, en nuestro fondo insobornable, tenemos la conciencia de no poseer sobre esas cuestiones sino nociones vagarosas, imprecisas, necias o turbias. Pues, por desgracia, la tosquedad y confusión respecto a materia tal no existe sólo en el vulgo, sino también en los hombres de ciencia, hasta el punto de que no es posible dirigir al profano hacia ninguna publicación donde pueda, de verdad, rectificar y pulir sus conceptos sociológicos. No olvidaré nunca la sorpresa teñida de vergüenza y de escándalo que sentí cuando, hace muchos años, consciente de mi ignorancia sobre este tema, acudí lleno de ilusión, desplegadas todas las velas de la esperanza, a los libros de sociología, y me encontré con una cosa increíble, a saber: que los libros de sociología no nos dicen nada claro sobre qué es lo social, sobre qué es la sociedad. Más aún: no sólo no logran darnos una noción precisa de qué es lo social, de qué es la sociedad, sino que, al leer esos libros, descubrimos que sus autores -los señores sociólogos- ni siquiera han intentado un poco en serio ponerse ellos mismos en claro sobre los fenómenos elementales en que el hecho social consiste. Inclusive, en trabajos que por su título parecen enunciar que van a ocuparse a fondo del asunto, vemos luego que lo eluden -diríamos- concienzudamente. Pasan sobre estos fenómenos -repito, preliminares e inexcusables- como sobre ascuas, y, salvo alguna excepción, aun ella sumamente parcial - como Durkheim-, les vemos lanzarse con envidiable audacia a opinar sobre los temas más terriblemente concretos de la humana convivencia. Yo no puedo, claro está, demostrar ahora esto, porque intento tal consumiría mucho tiempo del escaso que tenemos a nuestra disposición. Básteme hacer esta simple observación estadística que me parece ser un colmo. Primero: Las obras en las cuales Augusto Comte inicia la ciencia sociológica suman por valor de más de cinco mil páginas con letra bien apretada. Pues bien: entre todas ellas no encontraremos líneas bastantes para llenar una página que se ocupen de decirnos lo que Augusto Comte entiende por sociedad. Segundo: El libro en que esta ciencia o pseudociencia celebra su primer triunfo sobre el horizonte intelectual -los Principios de sociología, de Spencer, publicados entre 1876 y 1896- no contará menos de 2.500 páginas. No creo que llegan a cincuenta las líneas dedicadas a preguntarse el autor qué cosa sean esas extrañas realidades, las sociedades, de que la obesa publicación se ocupa. En fin, hace pocos años ha aparecido el libro de Bergson -por lo demás encantador- titulado Las dos fuentes de la moral y la religión. Bajo este título hidráulico, que por sí mismo es ya un paisaje, se esconde un tratado de sociología de 350 páginas, donde no hay una sola línea en que el autor nos diga formalmente qué son esas sociedades sobre las cuales especula. Salimos de su lectura, eso sí, como de una selva, cubiertos de hormigas y envueltos en el vuelo estremecido de las abejas, porque el autor todo lo que hace para esclarecernos sobre la extraña realidad de las sociedades humanas es referirnos al hormiguero ya la colmena, a las presuntas sociedades animales, de las cuales -por supuesto- sabemos menos que de la nuestra. No es esto decir, ni mucho menos, que en estas obras, como en algunas otras, falten entrevisiones, a veces geniales, de ciertos problemas sociológicos. Pero, careciendo de evidencia en lo elemental, esos aciertos que- dan secretos y herméticos, inasequibles para el lector normal. Para aprovecharlos, tendríamos que hacer lo que sus autores no hicieron: intentar traer bien a luz esos fenómenos preliminares y elementales, esforzarnos denodadamente, sin excusa, en precisarnos qué es lo social, qué es la sociedad. Porque sus autores no lo hicieron, llegan como ciegos geniales a palpar ciertas realidades -yo diría, a tropezar con ellas-; pero no logran verlas, y mucho menos esclarecérnoslas. De modo que nuestro trato con ellos viene a ser el diálogo del ciego con el tullido: -¿Cómo anda usted, buen hombre? -pregunta el ciego al tullido-. Y el tullido responde al ciego: -Como usted ve, amigo... Si esto pasa con los maestros del pensamiento sociológico, mal puede extrañarnos que las gentes en la plaza pública vociferen en torno a estas cuestiones. Cuando los hombres no tienen nada claro que decir sobre una cosa, en vez de callarse suelen hacer lo contrario: dicen en superlativo, esto es, gritan. y el grito es el preámbulo sonoro de la agresión, del combate, de la matanza. Dove si grida non è vera scienza -decía Leonardo-. Donde se grita no hay buen conocimiento. He aquí cómo la ineptitud de la sociología, llenando lascabezas de ideas confusas, ha llegado a convertirse en una de las plagas de nuestro tiempo. La sociología, en efecto, no está a la altura de los tiempos; y por eso los tiempos, mal sostenidos en su altitud, caen y se precipitan. Si esto es así, ¿no les parece a ustedes que sería una de las mejores maneras de no perder por completo el tiempo durante estos ratos que vamos a pasar juntos, dedicarnos a aclararnos un poco qué es lo social, qué es la sociedad? Muchos saben muy poco o no saben nada del asunto. Yo, por mi parte, no estoy seguro de que no me acontezca lo mismo. ¿Por qué no juntar nuestras ignorancias? ¿Por qué no formar una sociedad anónima, con un buen capital de ignorancia, y lanzarnos ala empresa, sin pedantería o con la menor dosis de ella posible, pero con vivo afán de ver claro, con alegría intelectual -una virtud que empezaba a perderse en Europa-, con esa alegría que suscita en nosotros la esperanza de que súbitamente vamos a llenarnos de evidencias? Partamos, pues, una vez más, en busca de ideas claras. Es decir, de verdades. Son muy pocos los pueblos que a estas horas -y me refiero a antes de estallar esta guerra tan torva, que extrañamente nace como no queriendo acabar de nacer-; son muy pocos -digo-los pueblos que en el último tiempo gozaban ya de la tranquilidad de horizonte que permite escoger de verdad, recogerse en la reflexión. Casi todo el mundo está alterado, y en la alteración el hombre pierde su atributo más esencial: la posibilidad de meditar, de recogerse dentro de sí mismo para ponerse consigo mismo de acuerdo y precisarse qué es lo que cree; lo que de verdad estima y lo que de verdad detesta. La alteración le obnubila, le ciega, le obliga a actuar mecánicamente en un frenético sonambulismo. En ninguna parte advertimos que la posibilidad de meditar es, en efecto, el atributo esencial del hombre mejor que en el Jardín Zoológico, delante de la jaula de nuestros primos, los monos. El pájaro y el crustáceo son formas de vida demasiado distantes de la nuestra para que, al confrontarnos con ellos, percibamos otra cosa que diferencias gruesas, abstractas, vagas de puro excesivas. Pero el simio se parece tanto a nosotros, que Dos invita a afinar el parangón, a descubrir diferencias más concretas y más fértiles. Si sabemos permanecer un rato quietos contemplando pasivamente la escena simiesca, pronto destacará en ella, como espontáneamente, un rasgo que llega a nosotros como un rayo de luz. Y es aquel estar las diablescas bestezuelas constantemente alerta, en perpetua inquietud, mirando, oyendo todas las señales que les llegan de su derredor, atentas sin descanso al contorno, como temiendo que de él llegue siempre un peligro al que es forzoso responder automáticamente con la fuga o con el mordisco, en mecánico disparo de un reflejo muscular. La bestia, en efecto, vive en perpetuo miedo del mundo, ya la vez, en perpetuo apetito de las cosas que en él hay y que en él aparecen, un apetito indomable que se dispara también sin freno ni inhibición posibles, lo mismo que el pavor. En uno y otro caso son los objetos y acaecimientos del contorno quienes gobiernan la vida del animal, le traen y le llevan como una marioneta. El no rige su existencia, no vive desde sí mismo, sino que está siempre atento a lo que pasa fuera de él, a lo otro que él. Nuestro vocablo otro no es sino el latino alter. Decir, pues, que el animal no vive desde sí mismo sino desde lo otro, traído y llevado y tiranizado por lo otro, equivale a decir que el animal vive siempre alterado, enajenado, que su vida es constitutiva alteración. Contemplando este destino de inquietud sin descanso, llega un momento en que nos decimos: «¡qué trabajo!» Con lo cual enunciamos con plena ingenuidad, sin darnos formalmente cuenta de ello, la diferencia más sustantiva entre el hombre y el animal. Porque esa expresión dice que sentimos una extraña fatiga, una fatiga gratuita, suscitada por el simple anticipo imaginario de que tuviésemos que vivir como ellos, perpetua- mente acosados por el contorno y en tensa atención hacia él. Pues qué, ¿por ventura el hombre no se halla, lo mismo que el animal, prisionero del mundo, cercado de cosas que le espantan, de cosas que le encantan, y obligado de por vida, inexorablemente, quiera o no, a ocuparse de ellas? Sin duda. Pero con esta diferencia esencial: que el hombre puede, de cuando en cuando, suspender su ocupación directa con las cosas, desasirse de su derredor, desentenderse de él, y sometiendo su facultad de atender a una torsión radical -incomprensible zoológicamente-, volverse, por decirlo así, de espaldas al mundo y meterse dentro de sí, atender a su propia intimidad o, lo que es igual, ocuparse de sí mismo y no de lo otro, de las cosas. Con palabras, que de puro haber sido usadas, como viejas monedas, no logran ya decirnos con vigor lo que pretenden, solemos llamar a esa operación: pensar, meditar. Pero estas expresiones ocultan lo que hay de más sorprendente en ese hecho: el poder que el hombre tiene de retirarse virtual y provisoriamente del mundo, y meterse dentro de sí, o dicho con un espléndido vocablo, que sólo existe en nuestro idioma: que el hombre puede ensimismarse. Nótese que esta maravillosa facultad que el hombre tiene de libertarse transitoriamente de ser esclavizado por las cosas, implica dos poderes muy distintos: uno, el poder desatender más o menos tiempo el mundo en torno sin riesgo fatal; otro, el tener donde meterse, donde estar, cuando se ha salido virtualmente del mundo. Baudelaire expresa esta facultad con romántico y amanerado dandysmo, cuando al preguntarle alguien dónde preferiría vivir, él respondió: «¡En cualquier parte, con tal que sea fuera del mundo!» Pero el mundo es la total exterioridad, el absoluto fuera, que no consiente ningún fuera más allá de él. El único fuera de ese fuera que cabe es, precisamente, un dentro, un intus, la intimidad del hombre, su sí mismo, que está constituido principalmente por ideas. Porque las ideas poseen la extravagantísima condición de que no están en ningún sitio del mundo, que están fuera de todos los lugares; aunque simbólicamente las alojemos en nuestra cabeza, como los griegos de Hornero las alojaban en el corazón, y los prehoméricos las situaban en el diafragma o en el hígado. Todos estos cambios de domicilio simbólico que hacemos padecer a las ideas coinciden siempre en colocarlas en una víscera; esto es, en una entraña, esto es, en lo más interior del cuerpo, bien que el dentro del cuerpo es siempre un dentro meramente relativo. De esa manera damos una expresión materializada -ya que no podamos otra- a nuestra sospecha de que las ideas no están en ningún sitio del espacio, que es pura exterioridad; sino de que constituyen, frente al mundo exterior, otro mundo que no está en el mundo: nuestro mundo interior. He aquí por qué el animal tiene que estar siempre atento a lo que pasa fuera de él, a las cosas en torno. Porque, aunque éstas menguasen sus peligros y sus incitaciones, el animal tiene que seguir siendo regido por ellas, por lo de fuera, por lo otro que él; porque no puede meterse dentro de sí, ya que no tiene un sí mismo, un chez soi, donde recogerse y reposar . El animal es pura alteración. No puede ensimismarse. Por eso, cuando las cosas dejan de amenazarle o acariciarle; cuando le permiten una vacación; en suma, cuando deja de moverle y manejarle lo otro que él, el pobre animal tiene que dejar virtualmente de existir, esto es: se duerme. De aquí la enorme capacidad de somnolencia que manifiesta el animal, la modorra infrahumana, que continúa en parte en el hombre primitivo y, opuestamente, el insomnio creciente del hombre civilizado, la casi permanente vigilia -a veces, terrible, indomable- que aqueja a los hombres de intensa vida interior. No hace muchos años, mi grande amigo Scheler -una de las mentes más fértiles de nuestro tiempo, que vivía en incesante irradiación de ideas-,se murió de no poder dormir. Pero bien entendido -y con esto topamos por vez primera algo que reiteradamente va a aparecérsenos en casi todos los rincones y los recodos de este curso, si bien cada vez en estratos más hondos y en virtud de razones más precisas y eficaces, las que ahora doy no son ni lo uno ni lo otro-; bien entendido, que esas dos cosas, el poder que el hombre tiene de sustraerse al mundo y el poder ensimismarse, no son dones hechos al hombre. Me importa subrayar esto para aquellos que se ocupan de filosofía: no son dones hechos al hombre. Nada que sea sustantivo ha sido regalado al hombre. Todo tiene que hacérselo él. Por eso, si el hombre goza de ese privilegio de liberarse transitoriamente de las cosas, y poder entrar y descansar en sí mismo, es porque con su esfuerzo, su trabajo y sus ideas ha logrado reobrar sobre las cosas, transformarlas y crear en su derredor un margen de seguridad siempre limitado, pero siempre o casi siempre en aumento. Esta creación específicamente humana es la técnica. Gracias a ella, y en la medida de su progreso, el hombre puede ensimismarse. Pero también viceversa, el hombre es técnico, es capaz de modificar su contorno en el sentido de su conveniencia, porque aprovechó todo respiro que las cosas le dejaban para ensimismarse, para entrar dentro de sí y forjarse ideas sobre ese mundo, sobre esas cosas y su relación con ellas, para fraguarse un plan de ataque a las circunstancias, en suma, para construirse un mundo interior. De este mundo interior emerge y vuelve al de fuera. Pero vuelve en calidad de protagonista, vuelve con un sí mismo que antes no tenía -con su plan de campaña-, no para dejarse dominar por las cosas, sino para gobernarlas él, para imponerles su voluntad y su designio, para realizar en ese mundo de fuera sus ideas, para modelar el planeta según las preferencias de su intimidad. Lejos de perder su propio sí mismo en esta vuelta al mundo, por el contrario, lleva su sí mismo a lo otro, lo proyecta enérgica, señorialmente sobre las cosas, es decir, hace que lo otro -el mundo- se vaya convirtiendo poco a poco en él mismo. El hombre humaniza al mundo, le inyecta, lo impregna de su propia sustancia ideal y cabe imaginar que, un día de entre los días, allá en los fondos del tiempo, llegue a estar ese terrible mundo exterior tan saturado de hombre, que puedan nuestros descendientes caminar por él como mentalmente caminamos hoy por nuestra intimidad -cabe imaginar que el mundo, sin dejar de serlo, llegue a convertirse en algo así como un alma materializada, y como en La tempestad de Shakespeare, las ráfagas del viento soplen empujadas por Ariel, el duende de las Ideas1. 1 No digo que esto sea seguro -tal seguridad la tiene sólo el progresista y yo no soy progresista, como se irá viendo-, pero sí digo que eso es posible. Ni se presuma, por lo que dejo dicho, que soy idealista. ¡Ni progresista ni idealista! Al revés, la idea del progreso y el idealismo -ese nombre de gálibo tan lindo y noble- son dos de mis bestias negras, porque veo en ellas, tal vez, los dos mayores pecados de los últimos doscientos años, las dos formas máximas de irresponsabilidad. Pero dejemos este tema para tratarlo a su sazón y vayamos ahora gentilmente nuestro camino adelante. Me parece que al presente podemos representarnos, siquiera sea en vago esquematismo, cuál ha sido la trayectoria humana mirada bajo este ángulo. Hagámoslo en un texto condensado, que nos sirva a la par como resumen y recordatorio de todo lo anterior. Se halla el hombre, no menos que el animal, consignado al mundo, a las cosas en torno, a la circunstancia. En un principio, su existencia no difiere apenas de la existencia zoológica: también él vive gobernado por el contorno, inserto entre las cosas del mundo como una de ellas. Sin embargo, apenas los seres en torno le dejan un respiro, el hombre, haciendo un esfuerzo gigantesco, logra un instante de concentración, se mete dentro de sí, es decir, mantiene a duras penas su atención fija en las ideas que brotan dentro de él, ideas que han suscitado las cosas, y que se refieren al comportamiento de éstas, a lo que luego el filósofo va a llamar «el ser de las cosas». Se trata, por lo pronto, de una idea tosquísima sobre el mundo, pero que permite esbozar un primer plan de defensa, una conducta preconcebida. Mas, ni las cosas en torno le permiten vacar mucho tiempo a esa concentración, ni aunque ellas lo consintieran seria capaz este hombre primigenio de prolongar más de unos segundos o minutos esa torsión atencional, esa fijación en los impalpables fantasmas que son las ideas. Esa atención hacia dentro, que es el ensimismamiento, es el hecho más antinatural, más ultrabiológico. El hombre ha tardado miles y miles de años en educar un poco -nada más que un poco- su capacidad de concentración. Lo que le es natural es dispersarse, distraerse hacia fuera, como el mono en la selva y en la jaula del Zoo. El padre Schevesta, explorador y misionero, que ha sido el primer etnógrafo especializado en el estudio de los pigmeos, probablemente la variedad de hombre más antigua que se conoce, ya la que ha ido a buscar en las selvas tropicales más recónditas -el padre Schevesta, que ignora por completo la doctrina ahora expuesta por mí y se limita a describir lo que ve, dice en su última obra, de 1932, sobre los enanos del Congo1: «Les falta por completo el poder de concentrarse. Están siempre absorbidos por las impresiones exteriores, cuya continua mutación les impide recogerse en sí mismos, lo que es condición inexcusable para todo aprendizaje. Sentarles en el banco de una escuela sería para estos hombrecillos un tormento insoportable. De modo que la labor del misionero y del maestro se hace sumamente difícil.» 1. Bambuti, die des Congo Pero, aun instantáneo y tosco, ese primitivo ensimismamiento va a separar radicalmente la vida humana de la vida animal. Porque ahora el hombre, este hombre primigenio va a sumergirse de nuevo entre las cosas del mundo, resistiéndolas, sin entregarse del todo a ellas. Lleva un plan contra ellas, un proyecto de trato con ellas, de manipulación de sus formas que produce una mínima transformación en su derredor, la suficiente para que le opriman un poco menos y, en consecuencia, le permitan más frecuentes y holgados ensimismamientos... y así sucesivamente. Son, pues, tres momentos diferentes que cíclicamente se repiten a lo largo de la historia humana en formas cada vez más complejas y densas: 1., el hombre se siente perdido, náufrago en las cosas; es la alteración. 2., el hombre, con un enérgico esfuerzo, se retira a su intimidad para formarse ideas sobre las cosas y su posible dominación; es el ensimismamiento, la vita contemplativa que decían los romanos, el theoretikós bíos de los griegos, la theoría. 3., el hombre vuelve a sumergirse en el mundo para actuar en él conforme aun plan preconcebidos; es la acción, la vida activa, la praxis. Según esto, no puede hablarse de acción sino en la medida en que va a estar regida por una previa contemplación; y viceversa, el ensimismamiento no es sino un proyectar la acción futura. El destino del hombre es, pues, primariamente, acción. No vivimos para pensar, sino al revés: pensamos para lograr pervivir. Este es un punto capital en que, a mi juicio, urge oponerse radicalmente a toda la tradición filosófica y resolverse a negar que el pensamiento, en cualquier sentido suficiente del vocablo, haya sido dado al hombre de una vez para siempre, de suerte que lo encuentra, sin más, a su disposición, como una facultad o potencia perfecta, pronta a ser usada y puesta en ejercicio, como fue dado al pájaro el vuelo y al pez la natación. Si esta pertinaz doctrina fuese válida resultaría que, como el pez puede -desde luego- nadar, pudo el hombre -desde luego y sin más- pensar. Noción tal nos ciega deplorablemente para percibir el dramatismo peculiar, el dramatismo único que constituyela condición misma del hombre. Porque si por un momento, para entender- nos en este instante, admitimos la idea tradicional de que sea el pensamiento la característica del hombre -recuerden el hombre, animal racional-, 4e suerte que ser hombre equivaliese -(como nuestro genial padre Descartes pretendía- a ser cosa pensante, tendríamos que el hombre, al estar dotado de una vez para siempre de pensamiento, al poseerlo con la seguridad que se posee una cualidad constitutiva e inalienable, estaría seguro de ser hombre como el pez está seguro -en efecto- de ser pez. Ahora bien; éste es un error formidable y fatal. El hombre no está nunca seguro de que va a poder ejercitar el pensamiento, se entiende, de una manera adecuada; y sólo si es adecuada, es pensamiento. O dicho en giro más vulgar: el hombre no está nunca seguro de que va a estar en lo cierto, de que va a acertar. Lo cual significa nada menos que esta cosa tremenda: que, a diferencia de todas las demás entidades del universo- el hombre no está, no puede nunca estar seguro de que es, en efecto, hombre, como el tigre está seguro de ser tigre y el pez de ser pez. Lejos de haber sido regalado al hombre el pensamiento, la verdad es -una verdad que yo ahora no puedo razonar suficientemente, sino sólo enunciarla-, la verdad es que se lo ha ido haciendo, fabricando poco a poco merced a una disciplina, a un cultivo o cultura, a un esfuerzo milenario de muchos milenios, sin haber aún logrado -ni mucho menos- terminar esa elaboración. No sólo no fue dado el pensamiento, desde luego, al hombre, sino que, aun a estas alturas de la historia, sólo ha logrado forjarse una débil porción y una tosca forma de lo que, en el sentido ingenuo y normal del vocablo, solemos entender por tal. y aun esa porción ya lograda, a fuer de cualidad adquirida y no constitutiva, está siempre en riesgo de perderse y en grandes dosis se ha perdido, muchas veces de hecho, en el pasado y hoy estamos apunto de perderla otra vez. ¡Hasta ese grado, a diferencia de los demás seres del universo, el hombre no es nunca seguramente hombre, sino que ser hombre significa, precisamente, estar siempre apunto de no serlo, ser viviente problema, absoluta y azarosa aventura o, como yo suelo decir, ser, por esencia, drama! Porque sólo hay drama cuando no se sabe lo que va a pasar, sino que cada instante es puro peligro y trémulo riesgo. Mientras el tigre no puede dejar de ser tigre, no puede destigrarse, el hombre vive en riesgo permanente de deshumanizarse. No sólo es problemático y contingente que le pase esto o lo otro, como a los demás animales, sino que al hombre le pasa a veces nada menos que no ser hombre. Y esto es verdad, no sólo en abstracto y en género, sino que vale referirlo a nuestra individualidad. Cada uno de nosotros está siempre en peligro de no ser el sí mismo, único e intransferible que es. La mayor parte de los hombres traiciona de continuo a ese sí mismo que está esperando ser, y para decir toda la verdad, es nuestra individualidad personal un personaje que no se realiza nunca del todo, una utopía incitante, una leyenda secreta que cada, cual guarda en lo más hondo de su pecho. Se comprende; muy bien que Píndaro resumiera su heroica ética en: γενοιο ωσ ειδι, llega a ser el que eres La condición del hombre es, pues, incertidumbre sustancial. Por eso está tan bien aquel mote, grácilmente amanerado, de un señor borgoñón del siglo xv: Rien ne m'est sur que la chose incertaine. «Sólo me es seguro lo inseguro e incierto.» No hay adquisición humana que sea firme. Aun lo que nos parezca más logrado y consolidado puede desaparecer en pocas generaciones. Eso que llamamos «civilización» - todas esas comodidades físicas y morales, todos esos descansos, todos esos cobijos, todas esas virtudes y disciplinas habitualizadas ya, con que solemos contar y que en efecto constituyen un repertorio o sistema de seguridades que el hombre se fabricó como una balsa, en el naufragio inicial que es siempre el vivir-, todas esas seguridades son seguridades inseguras que en un dos por tres, al menor descuido, escapan de entre las manos de los hombres y se desvanecen como fantasmas. La historia nos cuenta de innumerables retrocesos, de decadencias y degeneraciones. Pero no está dicho que no sean posibles retrocesos mucho más radicales que todos los conocidos, incluso el más radical de todos: la total volatilización del hombre como hombre y su taciturno reingreso en la escala animal, en la plena y definitiva alteración. La suerte de la cultura, el destino del hombre, depende de que en el fondo de nuestro ser mantengamos siempre vivaz esta dramática conciencia y, como un contrapunto murmurante en nuestras entrañas, sintamos bien que sólo nos es segura la inseguridad. No escasa porción de las angustias que retuercen hoy las almas de Occidente proviene de que durante la pasada centuria -y acaso por vez primera en la historia- el hombre llegó a creerse seguro. ¡Porque la verdad es que seguro, seguro, sólo ha conseguido sentirse y creerse el farmacéutico monsieur Homais, producto neto del progresismo! La idea progresista consiste en afirmar no sólo que la humanidad -un ente abstracto, irresponsa- inexistente que por entonces se inventó- progresa, lo cual es cierto, sino que, además, progresa necesariamente. Idea tal cloroformizó al europeo y al americano pára esa sensación radical de riesgo que es sustancia del hombre. Porque si la humanidad progresa inevitablemente, quiere decirse que podemos abandonar todo alerta, despreocuparnos, irresponsabilizamos, o como decimos en España, tumbarnos a la bartola y dejar que ella, la humanidad, nos lleve inevitablemente a la perfección y a la delicia. La historia humana queda, así, deshuesada de todo dramatismo y reducida aun tranquilo viaje turístico organizado por cualquier agencia Cook de rango trascendente. Marchando así, segura, hacia su plenitud, la civilización en que vamos embarcados sería como la nave de los feacios de que habla Romero, la cual, sin piloto, navegaba derecha al puerto. Esta seguridad es lo que estamos pagando ahora1. 1 He aquí una de las razones por las cuales dije que no soy progresista. He aquí por qué prefiero renovar en mí, con frecuencia, la emoción que me causaron en la mocedad aquellas palabras de Hegel, al comienzo de su Filosofía de la Historia: «Cuando contemplamos el pasado, esto es, la Historia -dice-, lo primero que vemos es sólo... ruinas.» Aprovechemos, de paso, esta coyuntura para desde esta visión percibir lo que hay de frivolidad, y hasta de notable cursilería, en el imperativo famoso de Nietzsche: «Vivid en peligro.» Que, por lo demás, no es tampoco de Nietzsche, sino la exasperación de un viejo mote del Renacimiento italiano, el famoso lema de Aretino Jivere risolutamente. Porque no dice: Jivid alerta, lo cual, estaria bien; sino: Jivid en peligro. Y esto revela que Nietzsche, a pesar de su genialidad, ignoraba que la sustancia misma de nuestra vida es peligro y que, por tanto, resulta un poco afectado y superfetatorio proponernos como algo nuevo, añadido y original que lo busquemos y lo coleccionemos. Idea, por lo demás, típica de la época que se llamó fin de siecle; época que quedará en la Historia -culminó hacia 1900- como aquella en que el hombre se ha sentido más seguro y, a la par, como la época -con sus plastrones y levitas, sus mujeres fatales, su pretensión de perversidad y su culto barresíano del Yo- como la época cursi por excelencia. En toda época hay siempre ciertas ideas que yo llamaría ideas fishing, ideas que se enuncian y proclaman precisamente porque se sabe que no tendrán lugar; que no se las piensa sino a modo de juego y folie -como hace años gustaban tanto en Inglaterra los cuentos de lobos, porque Inglaterra es un país donde en 1668 se cazó el último lobo y carece, por tanto, de la experiencia auténtica del lobo. En una época que no tiene experiencia fuerte de la inseguridad -como aquélla-, se jugaba a lavida peligrosa. Vaya esto dicho a cuenta de que el pensamiento no es un don del hombre, sino adquisición laboriosa, precaria y volátil. Pensando así se comprenderá que me parezca un tanto ridícula definición la que Linneo y el siglo XVIII daban del hombre, como horno sapiens. Porque si entendemos esta expresión de buena fe sólo puede significamos que el hombre, en efecto, sabe, es decir, que sabe todo lo que necesita saber. Ahora bien; nada más lejos de la realidad. Jamás el hombre ha sabido lo que necesitaba saber. Pues si entendemos horno sapiens en el sentido de que el hombre sabe algunas cosas, muy pocas, pero ignora el resto, como ese resto es enorme, parecería más oportuno definirlo como horno insciens, insipiens, como hombre ignorante. Y de cierto, si no fuésemos ahora tan ala carrera podríamos ver la cordura con que Platón define al hombre, precisamente por su ignorancia. Esta es, en efecto, privilegio del hombre. Ni Dios ni la bestia ignoran -aquél, porque posee todo el saber, y ésta, porque no lo ha menester. Conste, pues, que el hombre no ejercita su pensamiento porque se lo encuentra como un regalo, sino porque no teniendo más remedio que vivir sumergido en el mundo y bracear entre las cosas, se ve obligado a organizar sus actividades psíquicas, no muy diferentes de las del antropoide, en forma de pensamiento -que es lo que no hace el animal. El hombre, por tanto, más que por lo que es, por lo que tiene, escapa de la escala zoológica por lo que hace, por su conducta. De aquí que tenga que estar siempre vigilándose así mismo. Esto es algo de lo que yo quería insinuar en la frase -que no parece sino una frase- según la cual no vivimos para pensar sino que pensamos para lograr subsistir o pervivir. Véase cómo eso de atribuir al hombre el pensamiento como una cualidad ingénita -que, al pronto, parece un homenaje y hasta una adulación a su especie-, es, en rigor, una injusticia. Porque no hay tal don ni tal obsequio, sino que es una penosa fabricación y una conquista, y como toda conquista -sea de una ciudad, sea de una mujer- siempre inestable y huidiza. Era necesaria esta advertencia sobre el pensamiento para ayudar a comprender mi enunciado anterior, según el cual el hombre es primaria y fundamentalmente acción. Rindamos, de paso, homenaje al primer hombre que pensó con total claridad esta verdad, el cual no fue Kant ni fue Fichte, sino Augusto Comte, el demente genial. Vimos que acción no es cualquier andar a golpes con las cosas en torno, o con los otros hombres: eso es lo infrahumano, eso es alteración. La acción es actuar sobre el contorno de las cosas materiales o de los otros hombres conforme aun plan preconcebido en una previa contemplación o pensamiento. No hay, pues, acción auténtica si no hay pensamiento, y no hay auténtico pensamiento, si éste no va debidamente referido a la acción, y virilizado por su relación con ésta. Pero esa relación -que es la efectiva- entre acción y contemplación ha sido desconocida pertinazmente. Cuando los griegos descubrieron que el hombre pensaba, que existía en el universo esa extraña realidad que es el pensamiento (hasta entonces los hombres no habían pensado, o como el bourgeois gentilhomme, lo habían hecho sin saberlo), sintieron tal entusiasmo por las gracias de las ideas, que atribuyeron a la inteligencia -el lógos- el rango supremo en el orbe. En comparación con ello, todo lo demás les pareció cosa subalterna y menospreciable. Y como tendemos a proyectar en Dios cuanto nos parece óptimo, llegaron los griegos con Aristóteles a sostener que Dios no tenía otra ocupación que pensar. Y ni siquiera pensar en las cosas: esto se les antojaba un como envilecimiento de la operación intelectual. No; según Aristóteles, Dios no hace otra cosa que pensar en el pensar -lo cual es convertir a Dios en un intelectual, más precisamente, en un modesto profesor de filosofía. Pero repito que, para ellos, era esto lo más sublime que había en el mundo y que un ser puede hacer. Por eso creían que el destino del hombre no era otro que ejercitar su intelecto, que el hombre había venido al mundo para meditar o, en nuestra terminología, para ensimismarse. Doctrina tal es lo que se ha llamado intelectualismo, la idolatría de la inteligencia, que aísla el pensamiento de su encaje, de su función en la economía general de la vida humana. ¡Como si el hombre pensase porque sí, y no porque, quiera o no, tiene que hacerlo para sostener- se entre las cosas! ¡Como si el pensamiento pudiese despertar y funcionar por sus propios resortes, como si empezase y acabase en sí mismo, y no -lo que es verdad- engendrado por la acción y teniendo en ella sus raíces y su término! Innumerables cosas del más alto rango debemos a los griegos, pero también les debemos cadenas. El hombre de Occidente vive aún, en no escasa medida, esclavizado por preferencias que tuvieron los hombres de Grecia, las cuales, operando en el subsuelo de nuestra cultura, nos desvían desde hace ocho siglos de nuestra propia y auténtica vocación occidental. La más pesada de esas cadenas es el intelectualismo e importa mucho que en esta hora en que es preciso rectificar la ruta, iniciar nuevos caminos -en suma, acertar-, importa mucho deshacerse resueltamente de esa arcaica actitud que ha sido llevada al extremo en estas dos últimas centurias. Bajo el nombre primero de raison, luego de ilustración, y, por fin, de cultura, se ejecutó la más radical tergiversación de los términos y la más indiscreta divinización de la inteligencia. En la mayor parte de casi todos los pensadores de la época, sobre todo en los alemanes, por ejemplo, en los que fueron mis maestros al comienzo del siglo, vino la cultura, el pensamiento, a ocupar el puesto vacante de un dios en fuga. Toda mi obra, desde sus primeros balbuceos, ha sido una lucha contra esta actitud, que hace muchos años llamé beatería de la cultura. Beatería de la cultura, porque en ella se nos presentaba la cultura, el pensamiento, como algo que se justifica a sí mismo, es decir, que no necesitaba justificación, sino que es valioso por su propia esencia, cuales- quiera sean su concreta ocupación y su contenido. La vida humana debía ponerse al servicio de la cultura porque sólo así se cargaba de sustancia estimable. Según lo cual, ella, la vida humana, nuestra pura existencia, sería por sí cosa baladí y sin aprecio. Esta manera de poner al revés la relación efectiva entre vida y cultura, entre acción y contemplación, ocasionó que en los últimos cien años -por lo tanto, hasta hace bien poco- se suscitase una superproducción de ideas, de libros y obras de arte, una verdadera inflación cultural. Se ha caído en lo que por broma -porque desconfió de los «ismos»- podríamos llamar «capitalismo de la cultura», aspecto moderno del bizantinismo. Se ha producido por producir, en vez de atender al consumo, a las ideas necesarias que el hombre de hoy necesita y puede absorber. Y, como en el capitalismo acontece, se saturó el mercado y ha sobrevenido la crisis. No se me dirá que la mayor parte de 108 cambios grandes acontecidos en el último tiempo nos tomaron de sorpresa. Desde hace veinte años los anuncio y los denuncio. Para no referirme sino al tema estricto que ahora glosamos, véase mi ensayo titulado, formal y programáticamente, «Reforma de la inteligencia»1. 1.[Incluido en el libro de la colección El Arquero, titulado Apuntes sobre el pensamiento, y en Obras completas, tomo IV.] Pero lo más grave en esa aberración intelectualista que significa la beatería de la cultura no es eso, sino que consiste en presentar al hombre la cultura, el ensimismamiento, el pensamiento, como una gracia o joya que éste debe añadir a su vida, por tanto, como algo que se halla por lo pronto fuera de ella, como si existiese un vivir sin cultura y sin pensar, como si fuese posible vivir sin ensimismarse. Con lo cual se colocaba a los hombres -como ante el escaparate de una joyería-en la opción de adquirir la cultura o prescindir de ella. Y, claro está, ante parejo dilema, a lo largo de estos años que estamos viviendo, los hombres no han vacilado, sino que han resuelto ensayar a fondo esto último e intentan rehuir todo ensimismamiento y entregarse a la plena alteración. Por eso en Europa hay sólo alteraciones. A la aberración intelectualista que aísla la contemplación de la acción, ha sucedido la aberración opuesta: la voluntarista, que se exonera de la contemplación y diviniza la acción pura. Esta es una manera de interpretar erróneamente la tesis anterior: que el hombre es primaria y fundamentalmente acción. Sin duda, toda idea es susceptible -aun la más verídica- de ser mal interpretada; sin duda, toda idea es peligrosa: esto es forzoso reconocerlo formalmente y de una vez para siempre, a salvo de agregar que esa periculosidad, que ese riesgo latente, no es exclusivo de las ideas sino que va anejo a todo, absolutamente todo, lo que el hombre hace. Por eso he dicho que la sustancia del hombre no es otra cosa que peligro. Camina el hombre siempre entre precipicios, y, quiera o no, su más auténtica obligación es guardar el equilibrio. Como otras veces aconteció en el pasado conocido, vuelven ahora -y me refiero a estos años, casi a lo que va del siglo-, vuelven ahora los pueblos a sumergirse en la alteración. ¡Lo mismo que pasó en Roma! Comenzó Europa dejándose atropellar por el placer, como Roma por lo que Ferrero ha llamado la luxuria, el exceso, el lujo de las comodidades. Luego ha sobrevenido el atropellamiento por el dolor y por el espanto. Como en Roma, las luchas sociales y las guerras consiguientes llenaron las almas de estupor. Y el estupor, la forma máxima de alteración, el estupor, cuando persiste, se convierte en estupidez. Ha llamado la atención a algunos que desde hace tiempo, con reiteración de leit-motiv, en mis escritos me refiero al hecho, no suficientemente conocido, de que el mundo antiguo, ya en tiempo de Cicerón, comenzó a volverse estúpido. Se ha dicho que su maestro Posidonio fue el último hombre de aquella civilización capaz de ponerse delante de las cosas y pensar efectivamente en ellas. Se perdió -como amenaza perderse en Europa, si no se pone remedio- la capacidad de ensimismarse, de recogernos con serenidad en nuestro fondo insobornable. Se habla sólo de acción. Los demagogos, empresarios de la alteración, que ya han hecho morir a varias civilizaciones, hostigan a los hombres para que no reflexionen, procuran mantenerlos hacinados en muchedumbres para que no puedan re- construir su persona donde únicamente se reconstruye, que es en la soledad. Denigran el servicio a la verdad, y nos proponen en su lugar mitos. Y con todo ello, logran que los hombres se apasionen, y entre fervores y horrores se pongan fuera de sí. Claro está, como el hombre es el animal que ha logrado meterse dentro de sí, cuando el hombre se pone fuera de sí es que aspira a descender, y recae en la animalidad. Tal es la escena, siempre idéntica, de las épocas en que se diviniza la pura acción. El espacio se puebla de crímenes. Pierde valor, pierde precio la vida de los hombres y se practican todas las formas de la violencia y del despojo. Sobre todo, del despojo. Por eso, siempre que se observe que asciende sobre el horizonte y llega al predominio la figura del puro hombre de acción, lo primero que uno debe hacer es abrocharse. Quien quiera aprender, de verdad, los efectos que el despojo causa en una gran civilización, puede verlo en el primer libro de alto bordo que sobre el .Imperio Romano se ha escrito -hasta ahora, no sabía- mos lo que éste había sido-. Me refiero al libro del gran ruso Rostovzeff, profesor desde hace muchos años en Norteamérica, titulado Historia social y económica del Imperio Romano. Dislocada en esta forma de su normal coyuntura con la contemplación, con el ensimismamiento, la pura acción permite y suscita sólo un encadenamiento de insensateces que mejor deberíamos llamar desencadenamiento. Así vemos hoy que una actitud absurda justifica el advenimiento de otra actitud antagónica, pero tampoco razonable; por lo menos, suficientemente razonable, y así sucesivamente. Pues las cosas de la política han llegado en Occidente al extremo que, de puro haber perdido todo el mundo la razón, resulta que acaban teniéndola todos. Sólo que, entonces, la razón que cada uno tiene no es la suya, sino la que el otro ha perdido. Estando así las cosas, parece cuerdo que allí donde las circunstancias dejen un respiro, por débil que éste sea, intentemos romper ese círculo mágico de la alteración, que nos precipita de insensatez en insensatez; parece cuerdo que nos digamos -como, después de todo, nos decimos muchas veces en nuestra vida más vulgar siempre que nos atropella el contorno, que nos sentimos perdidos en un torbellino de problemas-, que nos digamos: ¡Calma! ¿Qué sentido lleva este imperativo? Sencillamente, el de invitarnos a suspender un momento la acción que amenaza con enajenarnos y con hacernos perder la cabeza; suspender un momento la acción, para recogernos dentro de nosotros mismos, pasar revista a nuestras ideas sobre la circunstancia y forjar un plan estratégico. No juzgo, pues, que sea ninguna extravagancia ni ninguna insolencia si al llegar aun país que goza aún de serenidad en su horizonte pienso que la obra más fértil que pueda hacer para sí mismo y para los demás humanos no es contribuir a la alteración del mundo, y menos aún alterarse él más de lo debido, a cuenta de alteraciones ajenas, sino aprovechar su afortunada situación para hacer lo que los otros no pueden ahora: ensimismarse un poco. Si ahora, allí donde es posible, no se crea un tesoro de nuevos proyectos humanos -esto es, de ideas-, poco podemos confiar en el futuro. La mitad de las tristes cosas que hoy pasan, pasan porque esos proyectos faltaron, como anuncié que pasarían, allá en 1922, en el prólogo de mi libro España invertebrada. Sin retirada estratégica así mismo, sin pensamiento alerta, la vida humana es imposible. ¡Recuérdese todo lo que el hombre debe a ciertos grandes ensimismamientos! No es un azar que todos los grandes fundadores de religiones antepusieran a su apostolado famosos retiros. Budha se retira al monte; Mahoma se retira a su tienda, y aun dentro de su tienda se retira de ella, envolviéndose la cabeza en su albornoz; por encima de todos, Jesús se aparta cuarenta días al desierto. ¿Qué no debemos a Newton? Pues cuando alguien, maravillado de que hubiese logrado reducir aun sistema tan exacto y simple los innumerables fenómenos de la física, le preguntaba cómo había logrado hacerlo, éste respondía ingenuamente: Nocte dieque incubando, «dándole vueltas día y noche», palabras tras de las cuales entrevemos vastos y abismáticos ensimismamientos. Hay hoy una gran cosa en el mundo que está moribunda, y es la verdad. Sin cierto margen de tranquilidad, la verdad sucumbe. He aquí cómo ahora rizamos el rizo iniciado con nuestras palabras del comienzo, para dar plenamente sentido a las cuales he dicho cuanto he dicho. Por ello, frente a las incitaciones para la alteración que hoy nos llegan de los cuatro puntos cardinales y de todos los recodos de la existencia, he creído que debía anteponer al presente curso el esbozo de esta doctrina del ensimismamiento, bien que hecho a la carrera, sin poder demorarme a gusto en ninguna de sus partes y aun dejando tácitas no pocas, pues ni siquiera, por ejemplo, he podido indicar que el ensimismamiento, como todo lo humano, es sexuado, quiero decir que hay un ensimismamiento masculino y otro ensimismamiento femenino. Como no puede menos de ser, ya que la mujer no es sí mismo, sino sí misma. Parejamente, el hombre oriental se ensimisma de modo distinto que el hombre de Occidente. El occidental se ensimisma en claridad de la mente. Recuérdense los versos de Goethe: Ich bekenne mich zu dem Geschlecht Das aus dem Dunkel ins Helle strebt.Yo me confieso del linaje de esos que de lo oscuro hacia lo claro aspiran. Europa y América significan el ensayo de vivir sobre ideas claras, no sobre mitos. Porque ahora han faltado esas ideas claras, el europeo se siente perdido y desmoralizado. Maquiavelo -que es cosa muy distinta del maquiavelismo-, Maquiavelo nos dice, elegantemente, que en cuanto un ejército se desmoraliza y desarticulado se desparrama, sólo hay una salvación: Ritornare al segno, «volver a la bandera», recogerse bajo su ondeo y reagrupar bajo el signo las huestes dispersas. Europa y América tienen también que ritornare al segno de las ideas claras. Las nuevas generaciones, que gustan del cuerpo limpio y del acto neto, tienen que integrarse en la idea clara, de aristas rigorosas, la que no es superflua ni linfática, la que es necesaria para vivir. Volvamos -repito- de los mitos a las ideas claras y distintas, como hace tres siglos las llamó con solemnidad programática la mente más acerada que ha habido en Occidente: Renato Descartes; «aquel caballero francés que echó a andar con tan buen paso», decía Péguy. Bien sé que Descartes y su racionalismo son pretérito perfecto, pero el hombre no es nada positivo si no es continuidad. Para superar el pasado es preciso no perder el contacto con él; por el contrario, sentirlo bien bajo nuestras plantas porque nos hemos subido sobre él. De la inmensa maraña de temas que será forzoso aclarar si se ambiciona una nueva aurora, yo he elegido uno que me parece urgente: «qué es lo social, qué es la sociedad» -un tema, si se quiere, bastante humilde, desde luego, poco lucido y, lo que es peor, de sobra difícil. Pero el tema es urgente. El constituye la raíz de esos conceptos -Estado, nación, ley, libertad, autoridad, colectividad, justicia, etc.- que hoy ponen en frenesí a los mortales. Sin luz sobre ese tema, todas esas palabras representan sólo mitos. Vamos a retirarnos de todo ese hablar de .la gente hasta un estrato donde los mitos no llegan y empiezan las evidencias. Un poco de esa luz vamos a buscar. No se espere, por supuesto, cosa mayor. Doy lo que tengo; que otros capaces de hacer más hagan su más, como yo hago mi menos. II. LA VIDA PERSONAL Se trata de que, una vez más, el hombre se ha perdido. Porque no es cosa nueva ni accidental. El hombre se ha perdido muchas veces ya lo largo de la historia -más aún, es constitutivo del hombre, a diferencia de todos los demás seres, ser capaz de perderse, de perderse en la selva del existir, dentro de sí mismo, y, gracias a esa atroz sensación de perdimiento, reobrar enérgicamente para volver a encontrarse. La capacidad y desazón de sentirse perdido es su trágico destino y su ilustre privilegio. Partamos, pues, movilizados por el intento de hallar en forma irrecusable, plenamente evidente, hechos de fisonomía tan característica que no nos parezca adecua- da otra denominación que la de llamarlos en sentido estricto «fenómenos sociales». Esta operación rigorosísima y decisiva -la de hallar que un tipo de hechos es una realidad o fenómeno definitiva y resolutoriamente, sin duda alguna ni posible error, diferente y, por tanto, irreductible a cualquier otro tipo de hechos que puedan darse- tiene que consistir en que retrocedamos aun orden de realidad última, a un orden o área de realidad que, por ser ésta radical, no deje por debajo de sí ninguna otra, antes bien, por ser la básica tengan por fuerza que aparecer sobre ella todas las demás. Esta realidad radical en cuya estricta contemplación tenemos que fundar y asegurar últimamente todo nuestro conocimiento de algo, es nuestra vida, la vida humana. Siempre que digo «vida humana», sea lo que fuere, a no ser que haga yo alguna especial salvedad, ha de evitarse pensar en la vida de otro, y cada cual debe referirse a la suya propia y tratar de hacerse ésta presente. Vida humana como realidad radical es sólo la de cada cual, es sólo mi vida. Para comodidades de lenguaje la llamaré a veces «nuestra vida», pero ha de entenderse siempre que con esta expresión me refiero a la vida de cada cual y no ala de los otros ni a una supuesta vida plural y común. Lo que llamamos «vida de los otros», la del amigo, la de la amada, es ya algo que aparece en el escenario que es mi vida, la de cada cual y, por tanto, supone ésta. La vida de otro, aun del que nos sea más próximo e íntimo, es ya para mí mero espectáculo, como el árbol, la roca, la nube viajera. La veo pero no la soy, es decir, no la vivo. Si al otro le duelen las muelas me es patente su fisonomía, la figura de sus músculos contraídos, es espectáculo, en suma, de alguien aquejado por el dolor, pero su dolor de muelas no me duele a mí y, por tanto, lo que de él tengo no se parece nada a lo que tengo cuando me duelen a mí. En rigor, el dolor de muelas del prójimo es últimamente una suposición, hipótesis o presunción mía, es un presunto dolor. El mío, en cambio, es incuestionable. Hablando rigorosamente, nunca podemos estar seguros de que al amigo que se nos presenta como doliente de las muelas le duelan en efecto. De su dolor tenemos patentes sólo ciertas señales externas que no son dolor, sino concentración de músculos, vaguedad de mirada, la mano en la mejilla -ese gesto tan incongruente con lo que le origina, pues no parece sino que el dolor de muelas fuese un pájaro y; que ponemos la mano sobre el para que no se nos escape. El dolor ajeno no es realidad radical, sino que es realidad en un sentido; ya secundario, derivativo y problemático; lo que, de, él tenemos con radical, realidad es sólo su aspecto, su apariencia, su espectáculo, señales. Esto es lo único que; de él nos es, en efecto, patente e, incuestionable. Pero la relación entre una señal y lo señalado, entre una apariencia y 1o que en ésta .aparece o lo que aparenta, entre un, aspecto y la cosa manifiesta o espectada en él es siempre últimamente cuestionable, y equivoca. Hay quien nos finge perfectamente toda la mise en scène del dolor de muelas sin padecerlo, para justificar fines privados. Ya veremos cómo, en cambio, la vida de, cada cual no tolera ficciones porque al fingirnos algo a nosotros mismos sabemos, claro está: que: fingimos y nuestra íntima ficción no logra nunca constituirse plenamente sino que en; el fondo notamos su inautenticídad, no conseguimos engañarnos del todo, y le vemos la trampa. Esta genuinidad, inexorable ya sí misma evidente indubitable; incuestionable de nuestra vida, repito, la de cada cual, es la, primera razón que me hace, denominarla; «realidad radical». Pero hay esta otra. Al llamarla «realidad radical» no significo que, sea la única ni: siquiera, que sea la; más elevada, respetable, o sublime, o suprema, sino simplemente que es la raíz -de aquí, radical- de todas las demás en el sentido de que éstas, sean las que fueren, tienen, para sernos realidad, que hacerse de algún modo presentes o al menos, anunciarse, en los ámbitos estremecidos de, nuestra propia vida. Es, pues, esta rea1idad radical, -mi .vida- tan poco egoísta tan nada «solipsista» que es., por esencia el área o escenario" ofrecido: y abierto para que toda otra realidad de el1a se manifieste y celebre su Pentecostés. Dios mismo, para sernos Dios, tiene que arreglárselas para denunciarnos su existencia y por eso fulmina en el Sinaí, se pone a arder en una retama a1 borde del, camino y azota a los cambistas en el atrio del templo, y navega sobre el Gólgotas de tres palos, como las fragatas. De aquí que ningún conocimiento de algo es suficiente –esto es-, suficientemente profundo, radical, si no comienza por descubrir y precisar el lugar y modo, dentro del orbe que es nuestra vida, donde ese algo hace su .aparición; asoma, brota y surge en suma, existe. Porque eso significa propiamente existir -vocablo, presumo originariamente de lucha y beligerancia que designa la situación vital en que súbitamente aparece, se muestra o hace aparente, entre nosotros, como brotando del sueloun enemigo, que nos cierra el paso con energía, esto, es, nos resiste y se hace firme a sí mismo y .ante y contra nosotros. En el existir va incluido el resistir; y por tanto, el afirmarse, el resistente si nosotros pretendemos suprimirlo, anularlo, o tomarlo como irreal. Por eso lo existente o surgente es realidad, ya que realidad es todo aquello con que, queramos o no, tenemos que contar, por que queramos o no está ahí, existe, resiste. Una arbitrariedad terminológica que raya en lo intolerable ha querido desde hace unos años emplear los vocablos «existir» y «existencia» con un sentido abstruso e incontrolable que es precisamente inverso del que por sí la palabra milenaria porta y dice. Algunos quieren hoy designar así el modo de ser del hombre, pero el hombre, que es siempre yo -el que es cada cual-, es lo único que no existe, sino que vive o es viviendo. Son precisamente todas las demás cosas que no son el hombre, yo las que existen, porque aparecen, surgen, saltan, me resisten, se afirman dentro del ámbito que es mi vida. Vaya esto dicho y disparado de paso. Ahora bien, de esa extraña y dramática realidad radical -nuestra vida- se pueden decir innumerables atributos, pero yo voy ahora a destacar sólo lo más imprescindible para nuestro tema. Y es ello que la vida no nos la hemos dado nosotros, sino que nos la encontramos precisamente cuando nos encontramos a nosotros mismos. De pronto y sin saber cómo ni por qué, sin anuncio previo, el hombre se descubre y sorprende teniendo que ser en un ámbito impremeditado, imprevisto, en este de ahora, en una coyuntura de determinadísimas circunstancias. Tal vez no es ocioso hacer notar que esto -base de mi pensamiento filosófico- fue ya enunciado, tal y como ahora lo he hecho, en mi primer libro, publicado en 1914. Llamemos provisoriamente y para facilitar la comprensión a ese ámbito impremeditado e imprevisto, a esa determinadísima circunstancia en que al vivir nos encontramos siempre, mundo. Pues bien, ese mundo en que tengo que ser al vivir me permite elegir dentro de él este sitio o el otro donde estar, pero a nadie le es dado elegir el mundo en que se vive: es siempre éste, éste de ahora. No podemos elegir el siglo ni la jornada o fecha en que vamos a vivir, ni el universo en que vamos a movernos. El vivir o ser viviente, o lo que es igual, el ser hombre no tolera preparación ni ensayo previo. La vida nos es disparada a quemarropa. Ya lo he dicho: allí donde y cuando nacemos o después de nacer estemos, tenemos, queramos o no, que salir nadando. En este instante, cada cual por sí mismo, se encuentra sumergido en un ambiente que es un espacio donde tiene, quiera o no, que habérselas con el elemento abstruso que es una lección de filosofía, con algo que no sabe si le interesa o no, si lo entiende 0 no lo entiende; se encuentra con que está gravemente consumiendo una hora de su vida -una hora insustituible, porque las horas de su vida están contadas. Esta es su circunstancia, su aquí y su ahora. ¿Qué hará? Porque algo, sin remedio, tiene que hacer: atenderme o, por el contrario, desatenderme para vacar a meditaciones propias, a pensar en su negocio o clientela, a recordar su amada. ¿Qué hará? ¿Levantarse e irse o quedarse, aceptando la fatalidad de llevar esta hora de su vida, que acaso podría haber sido tan bonita, al matadero de las horas perdidas? Porque -repito- algo, sin remedio, tenemos que hacer o que estar haciendo siempre, pues esa vida que nos es dada, no nos es dada hecha, sino que cada uno de nosotros tiene que hacérsela, cada cual la suya. Esa vida que nos es dada, nos es dada vacía y el hombre tiene que írsela llenando, ocupándola. Son eso nuestras ocupaciones. Esto no acontece con la piedra, la planta, el animal. A ellos les es dado su ser ya prefijado y resuelto. A la piedra, cuando empieza a ser, no le es dada sólo su existencia, sino que le es prefijado de antemano su comportamiento -a saber, pesar, gravitar hacia el centro de la tierra. Parejamente al animal le es dado el repertorio de su conducta, que va, sin su intervención, gobernada por sus instintos. Pero al hombre le es dada la forzosidad de tener que estar haciendo siempre algo, so pena de sucumbir, mas no le es, de antemano y de una vez para siempre, presente lo que tiene que hacer. Porque lo más extraño y azorante de esa circunstancia o mundo en que tenemos que vivir consiste en que nos presenta siempre, dentro de su círculo y horizonte inexorable, una variedad de posibilidades para nuestra acción, variedad ante la cual no tenemos más remedio que elegir y, por tanto, ejercitar nuestra libertad. La circunstancia -repito-, el aquí y ahora dentro de los cuales estamos inexorablemente inscritos y prisioneros, no nos impone en cada instante una única acción o hacer, sino varios posibles y nos deja cruelmente entregados a nuestra iniciativa e inspiración; por tanto, a nuestra responsabilidad. Dentro de un rato, cuando salgan a la calle, se verán obligados a decidir qué dirección tomarán, qué ruta. y si esto acontece en esta trivial ocasión, mucho más pasa en esos momentos solemnes, decisivos de la vida en que lo que hay que elegir es nada menos, por ejemplo, que una profesión, una carrera -y carrera significa camino y dirección del caminar. Entre las pocas notas privadas que Descartes a su muerte dejó, se halla una de su juventud en que ha copiado un viejo verso de Ausonio que, a su vez, traduce una vetusta sentencia pitagórica y que dice: Quod vitae sectabor iter?, ¿qué camino, qué vía tomaré para mi vida? Pero la vida no es sino el ser del hombre -por tanto, eso quiere decir lo más extraordinario, extravagante, dramático, paradójico de la condición humana, a saber: que es el hombre la única realidad, la cual no consiste simplemente en ser sino que tiene que elegir su propio ser. Pues si analizásemos ese menudo acontecimiento que va a darse dentro de un rato -el que cada cual tenga que elegir y decidir la dirección de la calle que va a tomar- verían cómo en la elección de una acción en apariencia tan simple interviene íntegra la elección que ya han hecho, que en este momento, sentados, portan secreta en sus penetrales, en su recóndito fondo, de un tipo de humanidad, de un modo de ser hombre que en su vivir procuran realizar. Para no perdernos, resumamos lo hasta ahora dicho: vida, en el sentido de vida humana, por tanto, en sentido biográfico y no biológico -si por biología se entiende la psicosomática-, vida es encontrarse alguien que llamamos hombre (como podíamos y acaso deberíamos llamarle X, ya verán por qué), teniendo que ser en la circunstancia o mundo. Pero nuestro ser en cuanto «ser en la circunstancia» no es quieto y meramente pasivo. Para ser, esto es, para seguir siendo tiene que estar siempre haciendo algo, pero eso que ha de hacer no le es impuesto ni prefijado, sino que ha de elegirlo y decidirlo él, intransferiblemente, por sí y ante sí, bajo su exclusiva responsabilidad. Nadie puede sustituirle en este decidir lo que va a hacer, pues incluso el entregarse a la voluntad de otro tiene que decidirlo él. Esta forzosidad de tener que elegir y, por tanto, estar condenado, quiera o no, a ser libre, a ser por su propia cuenta y riesgo, proviene de que la circunstancia no es nunca unilateral, tiene siempre varios ya veces muchos lados. Es decir, nos invita a diferentes posibilidades de hacer, de ser. Por eso nos pasamos la vida diciéndonos: «Por un lado», yo haría, pensaría, sentiría, querría, decidiría esto, pero, «por otro lado»... La vida es multilateral. Cada instante y cada sitio abre ante nosotros diversos caminos. Como dice el viejísimo libro indio: «Dondequiera que el hombre pone la planta, pisa siempre cien senderos.» De aquí que la vida sea permanente encrucijada y constante perplejidad. Por eso suelo decir que, a mi juicio, el más certero título de un libro filosófico es el que lleva la obra de Maimónides que se rotula: More Nebuchim, Guía para los perplejos.
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