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Yo Creo en los Milagros (Kathryn Kulhman)

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YO CREO 
EN LOS 
MILAGROS
Kathryn Kuhlman
Editorial CLIE
C/ Ferrocarril, 8
08232 VILADECAVALLS (Barcelona) ESPAÑA
E-mail: clie@clie.es
Internet: http://www.clie.es
YO CREO EN LOS MILAGROS
Kathryn Kuhlman
© 1977 por Editorial Clie para esta edición en español
ISBN: 978-84-7228-028-1
eISBN: 978-84-8267-792-7
Clasifíquese:
11 BIOGRAFIAS:
Varias
C.T.C. 02-11-0895-04
mailto:clie@clie.es
http://www.clie.es/
INDICE
Prólogo editorial
Prefacio. ¡El amor es algo que usted hace!
I Yo creo en milagros
II Carey Reams. (El inválido de guerra en Filipinas)
III Stella Turner. (La enferma, deshauciada, de cáncer hepático)
IV Jorge Orr. (El ojo quemado en la fundición de Grove City)
V Eugenio Usechek. (El muchacho cojo de la enfermedad de Perth)
VI Bruce Baker. (El enfermo de enfisema por silicosis)
VII Betty Fox. (La inválida camarera de un restaurante de Rochester)
VIII La familia Erskine (“Muriendo de cáncer en el hospital”)
IX La niña de la señora Fischer. (Hidrocefalia congénita)
X Rosa. (Un problema de drogas)
XI María Schmidt. (Un caso de bocio y afección cardíaca)
XII Bill Conneway. (El lesionado de guerra en Francia)
XIII Amelia. (La fe victoriosa de una niña católica)
XIV Elisabeth Gettin. (El testimonio de una enfermera)
XV Amelia Holmquit. (Curada de artritis deformante)
XVI Pablo Gunn. (Cáncer del pulmón)
XVII Ricardo Kichline. (Paralítico por mielitis aguda)
XVIIILos Dolan. (La tragedia de un hogar de alcohólicos)
XIX Jaime McCutcheon. (Un caso insólito de seis operaciones)
XX El caso de los Crider. (Un niño lisiado)
XXI Harry Stephenson. (Cáncer en los intestinos)
XXII Jorge Speedy. (Un caso grave de “delirium tremens”)
XXIII¿Cuál es la clave?
PROLOGO EDITORIAL
Creemos que como editores de este libro, ciertamente extraordinario
por su contenido, debemos una explicación a ¡as librerías evangélicas de
diversas denominaciones que distribuyen nuestra literatura, y a los
lectores en general.
Un tema discutido
El tema de la Sanidad divina y los dones del Espíritu Santo, ha sido
objeto de mucha discusión en estos últimos años. Se han publicado libros
en pro y en contra, y muchos extremismos han sido denunciados. No nos
hemos negado a publicar libros que contenían tales advertencias ya que
con ello pensamos hacer, no un daño, sino un favor a estimados hermanos
nuestros, cuya labor admiramos y respetamos, aunque no compartimos
enteramente todos sus puntos de vista.
Sin embargo ponemos ahora en manos de nuestros lectores un libro
que refiere casos extraordinarios de Sanidad divina. ¿Es ello una
contradicción?
De ningún modo. Estamos seguros de que todo verdadero cristiano
evangélico, de cualquier denominación que sea, cree en el poder de Dios y
en la eficacia de la oración. Lo que se reprueba, por lo general, son los
métodos espectaculares, y las tajantes promesas propagandísticas de
Sanidad que, si quedan incumplidas, suelen perjudicar más que beneficiar,
a los oyentes que asisten a esta clase de servicios evangelístico-curativos,
endureciendo sus corazones en lo que respecta al mensaje del Evangelio.
También hay gran diversidad de criterios acerca de los procedimientos
ruidosos en los cultos, ya que son métodos que, si por un lado se adaptan
bien a algunos caracteres particulares o raciales, haciendo más atractivo
y grato el culto divino a ciertos asistentes, al permitirles tomar en él
mismo una parte activa y excitante, resulta ingrato y hasta escandaloso
para otros caracteres más sosegados, que prefieren encontrar a Dios en el
silencio, la meditación y la exhortación de la Palabra.
Pero ninguno de tales excesos tiene lugar, hasta donde tenemos
entendido y este mismo libro expresa, en el ministerio de Sanidad de la
señorita Catalina Kuhlman, en el cual tampoco se hace mención del don
de lenguas. Sabemos que algunos de nuestros lectores lo encontrarán a
faltar, pero a otros no lo extrañarán al observar la filiación religiosa de la
autora de este libro, que no es pentecostal, sino de origen bautista.
Por consiguiente, la publicacion de estos relatos no tiene por objeto
fomentar los puntos de vista de una denominación cristiana evangélica en
detrimento de otras, sino enfatizar el valor de la oración y el poder de
Dios, de un modo actual y efectivo, en medio de un mundo materialista que
lo está negando.
Desconocemos los recursos de Dios
También es necesario ese énfasis para muchos cristianos que no
rehusan creer en el poder de Dios, pero hacen poco uso de la oración,
porque consideran a Dios enteramente atado a sus propias leyes. Pero, ¿a
cuáles leyes si los mismos científicos no cesan de decirnos que las que la
Ciencia ha descubierto hasta ahora no son sino una parte muy pequeña de
lo que queda por descubrir? Ante tales reconocimientos ¿por qué hemos
de oponernos a la idea de que Dios puede llevar a cabo, aún en nuestro
siglo, cosas que ni nosotros ni la Ciencia pueden explicar?
Lo que importa es cerciorarse concienzudamente sobre la autenticidad
de tales hechos extraordinarios ocurridos en respuesta a la oración. A tal
respecto la autora menciona, no solamente los nombres de las personas
beneficiadas con la Sanidad divina, sino también los hospitales en cuyos
archivos se conservan los informes clínicos anteriores y posteriores a los
casos que se narran.
Datos que inspiran confianza
Uno de los detalles que nos impresiona favorablemente, es que las
curaciones referidas en este libro no tienen siempre lugar en reuniones
públicas, ni de un modo repentino y espectacular, sino que en muchos
casos se produce, en respuesta a la oración, una mejora inexplicable
clínicamente, que se convierte en un breve tiempo en curación absoluta, la
cual (y este es el mejor indicio) permanece y perdura aún después de
muchos años de ocurrido el extraordinario fenómeno.
La señorita Kuhlman no viaja de un país a otro exhibiendo sus
habilidades curativas. Muchos pacientes de países lejanos lo lamentarán,
pero ella dice que prefiere quedar en un solo lugar porque así se hace más
fácil la comprobación científica de todos los casos. A tal efecto, cada vez
que se produce algún milagro de sanidad de un modo público y repentino,
suele invitar inmediatamente a todos los médicos presentes en el
auditorio, no sólo a que acudan a la plataforma a cerciorarse de la
realidad del caso, sino a que tomen nota en sus agendas de los hospitales
donde el enfermo ha sido tratado, para comprobación de los respectivos
historiales clínicos. Pero aún cuando la señorita Kuhlman no viaje de un
país a otro tiene marcado interés en que sea fomentado, no sólo en
Estados Unidos, sino también en otros países, la fe en el poder de Dios y
la eficacia de la oración; pues como indica repetidamente en este mismo
libro, no cree que su persona física sea indispensable para la operación
de verdaderos milagros.
¿Por qué no ocurren más prodigios?
Posiblemente muchos lectores se preguntarán: ¿Por qué tienen lugar
estos casos extraordinarios precisamente en Pittsburgh (Pensilvania) en
relación con el ministerio de la señorita Kuhlman? Hay millones de
cristianos en el mundo que oran a Dios por sus enfermos. ¿Por qué no
ocurren milagros con más frecuencia en otras partes? ¿Es que no hay
otros cristianos dignos de que el poder de Dios actúe de un modo actual y
directo en su favor?
Los lectores observarán en la introducción, y en todo el curso de este
libro, que la señorita Kuhlman es la primera en declarar que sus
oraciones no son mejores que las de otras personas; que lo que ocurre en
relación con su ministerio no es algo que dependa de su propia persona,
sino que Dios es el mismo para todos los que le invocan. Sin embargo,
leyendo con atención estos relatos, observamos en las personas
favorecidas, o en sus intercesores, unas cualidades de fe práctica que
quizá no hemos alcanzado nosotros. Nos cabe la duda de si no es nuestro
orgulloso temor de caer en ridículo lo que nos impide creer a Dios en toda
la extensión de sus promesas.
Por nada en el mundo queremos ser tildados de extravagantes o
fanáticos. Y aunque estoes justo para honrar la fe que profesamos,
llegamos al extremo opuesto de poner toda clase de cortapisas al ejercicio
práctico de la fe en un mundo cada vez más necesitado de ella. Un mundo
tal como Cristo y sus apóstoles lo describieron en el tiempo inmediato a su
Segunda Venida (Lucas 18:8, 2.ª Tim. 3:1 y 2.° Pedro 3: 3-14 y Judas 18).
Un mundo que necesita ser desafiado como nunca por una fe sincera y
robusta, por más que escasa.
Cada vez es más indispensable intensificar el espíritu de oración, de
dedicación al Señor y a nuestros prójimos, de consagración y de fe
práctica y eficaz, entre los verdaderos hijos de Dios, de cualquier Iglesia
o Denominación cristiana. Con tal propósito ha sido publicado el presente
libro, para que su lectura estimule a los cristianos a orar más eficazmente
y con perseverancia hasta mover montañas de dificultad y de dolor por
medio de la oración de fe.
Sin embargo, quisiéramos también recomendar con insistencia que
nadie se desaliente si la respuesta tarda, o no llegase a venir. La autora
enfatiza el hecho de que la misma fe es un don de la soberana gracia de
Dios, por lo tanto lo que importa no es un esfuerzo desesperado para
sacar fe de donde sea. Tampoco debe juzgarse que la dilacion o ausencia
de milagro es siempre resultado de alguna culpable falta de fe. De ningún
modo. Dios es soberano y obra como y cuando quiere. (1)
Sabemos que El se complace en responder a las súplicas de sus hijos,
pero no olvidemos que para Dios el tiempo presente es solamente el
primer acto del drama eterno de cada vida humana. No en vano escribió el
apóstol Pablo: “No mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no
se ven; porque las que se ven son temporales, mas las que no se ven son
eternas”. Y que una mayor bienaventuranza que el creer ante la evidencia
del milagro, es creer en la bondad y el poder de Dios, sin el milagro (Juan
20:29). El mismo Señor nos enseñó a decir en Getsemaní: “No se haga mi
voluntad sino la tuya” (Mateo 26:39) (2).
Acatamiento o falta de fe
Sin embargo, tales pasajes bíblicos nunca deben servir de excusa para
la indolencia en la oración y la falta de fe. Un creyente que se conforma
de un modo fatalista a la voluntad de Dios, menospreciando el glorioso
privilegio de la oración, está muy lejos en altura espiritual del cristiano
que después de haber orado con fervor, quizá con ayuno, a solas o en
grupo, y no obteniendo respuesta, sabe decir dignamente, con toda
sinceridad y sin sombra de amargura o resentimiento: “No se haga, Señor,
lo que yo quiero, sino lo que tú”. En ocasiones, es entonces solamente
cuando la voluntad de Dios se junta a la del fervoroso y tenaz demandante
para darle lo que desea. ¡Cuántas veces ha ocurrido esto a los grandes
servidores de Dios!
Creemos que todo lo que se haga es poco para fomentar la fe de los
cristianos y del mundo en estos tiempos de amarga incrédulidad, con tal
que sea hecho por medios legítimos. Y de ello no cabe duda en cuanto al
presente libro, que nos complacemos en poner en manos de nuestros
apreciados lectores de habla española. ¡Quiera Dios usarlo para
promover en nuestros días un acrecimiento de la fe, y del espíritu de
oración, para que grandes bendiciones de lo alto puedan ser otorgadas,
tanto a los cuerpos como a las almas!
Tarrasa, diciembre de 1969 
S. Vila
(1) Quizá alguien argüirá que los discípulos pidieron a Cristo: “Auméntanos la fe”; pero
observemos que el Señor no les dijo: “Porque lo habéis pedido con gran esfuerzo, aquí lo tenéis”;
sino que siguió hablando del poder de la fe sin aparentemente hacer caso de su petición. Sin
embargo, en varias ocasiones declaró: “Conforme a tu fe te sea hecho”. Y para nosotros, la
interesante pregunta es: ¿Cómo se originó aquella fe? ¿Qué parte de ella era conocimiento de
Cristo, y hasta qué punto la confianza plena de tales personas en el poder y el amor del Señor
debe ser considerada como un don de Dios? La respuesta permanece en misterio. No olvidemos
que hubo quienes tuvieron grandes conocimientos de Cristo en los días de su carne, pero no
llegaron nunca a creer en El (Juan 7:5) y (Mateo 26:24 y 65)
(2) Recordamos de nuestra juventud el caso de un venerado servidor de Dios, muy conocido
en las iglesias evangélicas de Barcelona, llamado don Pedro Rubio; quien padeció por muchos
años una dolorosísima neuralgia facial, por cuyo alivio y curación habíamos orado muchas
veces.
Al encontrarnos cierto día en el consultorio del Director del Hospital Evangélico de
Barcelona, se apresuró a preguntarme, con su característica solicitud, si me encontraba allí por
alguna dolencia propia, o de algún miembro de mi iglesia. Al contestarle que ni lo uno ni lo otro,
sino tan solamente por cuestiones relacionadas con mi cargo en la Junta del Hospital, añadí —
mirándole en el rostro, con la compasión que siempre nos inspiraba su aflictivo estado:
—A esta casa es mejor venir para ayudar a otros que para uno mismo, ¿verdad, don Pedro?
El venerable varón de Dios, con la franqueza que le permitía el haberme dado lecciones en
griego, inglés y otras disciplinas útiles para el ministerio cristiano, se apresuró a corregirme una
vez más.
—Debemos decir, más agradable; no mejor. Solamente allá arriba sabremos lo que es
mejor.
Ha pasado casi medio siglo; pero nunca he podido olvidar la preciosa enseñanza espiritual de
tan expontánea como oportuna corrección. Mi mejor esperanza es de encontrarme de nuevo con
este amado hermano y maestro “allá arriba”; para recordarla y comentarla juntos, a la luz de la
Eternidad.
PREFACIO
¡EL AMOR ES ALGO QUE USTED HACE!
Semblanza de la señorita Kuhlman
La señorita Catalina Kuhlman no es simplemente una persona, sino
también una institución. Aún cuando está ordenada para el ministerio
evangélico, no se considera ni pastor ni evangelista. No obstante,
centenares de personas la consideran su pastor, y muy pocos evangelistas
tienen la ardiente pasión de esta mujer, de ver a las almas salir de la
oscuridad.
Hace más de catorce años que vino a Pittsburgh, Pensilvania, en un
caluroso 4 de julio, después de alquilado el auditorio de la Biblioteca
Carnegie, propiedad de la ciudad (el primer edificio edificado por Andrés
Carnegie). Y ha estado allí desde aquel entonces.
Durante los catorce años pasados, miles han llenado el auditorio, no
meramente buscando la salud de sus cuerpos, sino la liberación del pecado
y la solución a sus problemas. Catalina Kuhlman desaprueba fuertemente
la idea de que su ministerio está dedicado solamente, o primordialmente, a
la sanidad del cuerpo. Subraya claramente este punto en cada servicio
porque cree sinceramente que la salvación del alma es el más importante
de todos los milagros. No hay fanatismo en estos cultos: frecuentemente
reina tal quietud que el más mínimo rozar de un papel podría ser oído. La
señorita Kuhlman atribuye esto, al hecho de que la Palabra de Dios es el
fundamento sobre el cual ha edificado su ministerio, y ella está firme en
su creencia de que si uno se ciñe a la Palabra de Dios encontrará poder sin
necesidad de fanatismo.
No tiene edificio propio; constantemente exhorta a aquellos que
encuentran la salvación en sus reuniones, a que regresen a sus iglesias y
sirvan al Señor con todo su corazón. A los que no tienen una iglesia, les
sirve de instrumento para edificar su carácter cristiano. Cuando estos
convertidos se unen a una iglesia, llevan a ella, por la eficacia de un
testimonio lleno del Espíritu, un nuevo dinamismo.
Su Fundación, caritativa y misionera
Catalina Kuhlman es la Presidenta de la Fundación Kathryn Kuhlman,
una organización religiosa caritativa. Su única remuneración es su sueldo
estipulado por el Comité de la Fundación.
Hay diecisiete nacionalidades representadas en el Coro Varonil de
cuatrocientas voces; y el Orfeón Catalina Kuhlman de cien voces
masculinas y femeninas, es considerado uno de los mejores de la nación,
habiendo tenido contratos con las grabaciones R. C. A. Víctor. La
organización juvenil que coopera con la empresa evangelista de Catalina
Kuhlmanpuede compararse con la mejor Sociedad Cristiana Juvenil de la
presente generación.
La Fundación mantiene un Fondo para Becas y Préstamos en Wheaton
College, Illinois, donde los estudiantes que están en necesidad de ayuda
financiera son auxiliados para proseguir su educación. Las becas no se
limitan solamente a los estudiantes de Teología, sino que pueden ser
disfrutadas por jóvenes que persiguen una carrera secular en dicha
institución educativa.
La Fundación proporciona ayuda financiera a estudiantes de la
Universidad del Estado de Pensilvania, de la Universidad de Pittsburgh,
del Instituto Tecnológico Carnegie, del Geneva College, en Beaver Ralls,
Pensilvania; del Instituto Tocoa Falls, en Georgia, y del Conservatorio de
Música en Cincinati, Ohio.
La Fundación Catalina Kuhlman ha contribuido con más de cuarenta
mil dólares a la Escuela para Niños Ciegos de Western, Pensilvania.
Observando un grupo de niños ciegos que jugaban, luchando con los
patines, Catalina Kuhlman quedó tan impresionada, sintiendo tan profundo
agradecimiento por sus propios ojos, que decidió, por la gracia de Dios,
hacer todo lo humanamente posible para estos niños.
El Dr. Alton G. Kloss, Superintendente de la Escuela para Niños Ciegos
de Western, Pensilvania, al expresar su agradecimiento, escribió: “Cada
día, al andar por los edificios de la escuela primaria, la secundaria y el
jardín de niños, yo veo su mano. Brillantes escritorios nuevos y otro
mobiliario confortable, platos, cortinas, patinets, vagones, todo atestigua
el hecho de que Catalina Kuhlman ha recogido a nuestros niños ciegos en
sus brazos. Su generosidad ha sido una bendición a todos nosotros en la
Escuela de Niños Ciegos, y su bondad es una verdadera fuente de
inspiración”.
La Fundación Kathryn Kuhlman ha levantado y está sosteniendo un
extenso proyecto misionero en Corn Island, a unas cuarenta millas de la
costa de Bluefield, Nicaragua, en Centro América. Después de construir la
iglesia principal en la isla, se están haciendo planes para una ampliación a
otros varios centros, los cuales serán pastoreados por diversos nativos,
educados por otros misioneros en Nicaragùa y en los Estados Unidos.
La visión de Catalina Kuhlman no ha ido tan lejos que olvidara a los
necesitados de su propia tierra natal; un avicultor recibió un cheque de
más de mil novecientos dólares para ser dedicados a la compra de pollos
durante un mes, los cuales fueron entregados a familias necesitadas de
alimento. Dichas aves de corral representan solamente una pequeña parte
de su ayuda benéfica. Las patatas se reciben por toneladas y los enlatados
por cajas. Hay un centro bien repleto, cuyos estantes son constantemente
abastecidos con comida para personas y familias que se encuentran en
situación precaria. Ninguna publicidad se da jamás a la distribución de
alimentos, ropa y asistencia a los necesitados. Es en contra de los
principios de la señorita Kuhlman. El lema, que forma parte de su
teología, se concreta en esta frase: ¡El amor es algo que usted hace! No es
simplemente, lo que usted dice, o siente. Usted no siente verdaderamente
amor si no lo pone en práctica.
Labor radiofónica
Pocos son los hombres que trabajan tantas horas y tienen el vigor y la
vitalidad de esta mujer. Además de su oficina, la Fundación Catalina
Kuhlman mantiene un estudio completo de radio en donde se trabaja
constantemente, supliendo a una cadena de estaciones con programas
evangélicos que cubren semanalmente dos terceras partes de la nación
estadounidense.
La señorita Kuhlman es oída cada noche a través de la Estación de
Radio WWVA, de 50.000 watts, en Wheeling, Virginia Occidental, cuya
recepción alcanza hasta Inglaterra; ella no es extraña ante un gran número
de radioyentes en Europa. Dos veces al día puede ser oída en la WADC,
Akron, Ohío, mediante cuyos programas recibe una tremenda
correspondencia del Canadá. El número de cartas recibidas semanalmente
de sus oyentes en los Estados Unidos y otros países alcanza varios
millares.
A pesar de su recargado horario, la señorita Kuhlman da a cada carta su
atención personal, y es su firme convicción de que si no fuera capaz de dar
esta parte de sí misma a aquellos que se dirigen a ella con sus cargas y
pesares, habría fracasado en su propósito. Es su creencia que no hay
situaciones irremediables, sino que sencillamente hay personas que han
perdido la esperanza acerca de ellas!
En las propias palabras de Catalina Kuhlman: “¡Yo no soy una mujer
de gran fe; soy una mujer con un poquito de fe en el Gran Dios!”
Nació en Concordia, Missouri, pequeña población a unos cien
kilómetros de la ciudad de Kansas, y por varios años fue su padre el
alcalde del lugar. Recordando los días de su temprana juventud, Catalina
dice: “Papá era el alcalde, pero de una manera quieta, reservada y
modesta, mamá le ayudaba a tomar muchas decisiones importantes,
cuando se sentaban juntos en el anticuado sofá del corredor”.
En cuanto a religión, su madre era Metodista, ya que el abuelo
Walkenhorst fue uno de los primeros fundadores de la Iglesia Metodista de
Concordia; su padre era Bautista, pero nunca fue un miembro muy activo
de la iglesia. Ninguno de ellos vive; su padre murió en un accidente; su
madre falleció hace poco.
Desde el comienzo de su carrera evangelística, la misión de Catalina
Kuhlman ha sido ayudar a aquellos que tienen verdadero deseo de
encontrar a Cristo; y desde el principio, el tema de todos sus sermones ha
sido la fe.
Origen del Movimiento de milagros en respuesta a la oración
Fue hace quince años, en Franklin, Pensilvania, que los miembros de su
congregación repentinamente empezaron a declarar sanidades espontáneas
durante sus servicios. Al aumentar el número de estas curaciones por la fe
y la oración, esta ministro ordenada Bautista comenzó a enfatizar en sus
mensajes la posibilidad de ser las personas curadas por el poder de Dios.
Así se originaron los ahora llamados Servicios de “Milagros” y el singular
ministerio que ha servido para influenciar a millares de personas.
El año siguiente la señorita Kuhlman se trasladó a Pittsburgh. El hecho
de que haya permanecido en un mismo local por catorce años y que su
ministerio ha sobrevivido con éxito ante la crítica de que son objeto todos
los evangelistas, es un tributo a su integridad. Cuando se le pregunta por
qué no extiende su radio de influencia viajando, ella responde: “Mi
propósito es ganar las almas, pero mi llamamiento especial es el de
ofrecer a las gentes una prueba fehaciente del poder de Dios. Y esto yo
pienso que puedo llevarlo a cabo más efectivamente permaneciendo en un
solo lugar para tener la oportunidad de estar en contacto con mi gente, y
para comprobar que los que declaran haber sido sanados procuren la
verificación médica”. La insistencia en la comprobación científica, no
solamente ha contribuido a dar solidez a su ministerio, sino a la sanidad
espiritual, en todas partes donde han llegado noticias de esta obra.
SAMUEL A. WEISS
Ex-miembro del Congreso de los Estados Unidos.
Juez de la Audiencia del Condado de Allegheny
I
Yo creo en milagros
Si usted va a leer este libro esperando que le convenza de algo que no
quiere creer, mejor será que no lo lea. ¡No vale la pena! Pues no tengo ni
la esperanza ni el propósito de convencer a un escéptico simplemente con
milagros.
Si intenta leer este libro con un espíritu crítico, irreverente e incrédulo,
favor de darlo a otro lector. Porque el contenido de estas páginas, es muy
sagrado para quienes les sucedieron estas cosas. Sus experiencias son
demasiado preciosas para compartirlas con aquellos que han de leerlas
solamente para mofarse y burlarse. Estas experiencias están guardadas en
el corazón de los protagonistas de tales hechos con admiración, acción de
gracias y profunda gratitud. Estas experiencias siguen siendo tan reales y
maravillosas a estas personas, como en el momento que sucedieron.
Dios cura mediante la ciencia médica
Si usted piensa que yo me opongo a la profesión médica, a los
doctores, al uso de medicinas, solamenteporque creo en el poder de la
oración y en el poder de Dios para sanar, ¡está usted en un error! Si
hubiera escogido una profesión, probablemente, mi preferencia hubiera
sido la medicina o leyes. Pero no tuve alternativa: fui llamada por Dios a
predicar el Evangelio.
El siguiente artículo fue publicado por el Dr. Elmer Hess, presidente de
la Asociación Médica Americana. “Todo médico a quien le falte la fe en el
Ser Supremo, no tiene derecho a practicar la medicina” —afirma el
famoso especialista en Urología, de Erie, Pensilvania—. “Un médico que
entra en el cuarto de su paciente no va solo. El puede asistir al enfermo
con los instrumentos materiales de la medicina científica; su fe en un
Poder más alto cumple el resto. Mostradme un médico que niega la
existencia de Dios, y os diré que no tiene derecho a practicar el arte
sanador.”
El Dr. Hess hizo estas declaraciones en una publicación dispuesta para
la inauguración de la 48.ª reunión anual de la Asociación Médica del Sur.
La A.M.E., con un total de diez mil médicos asociados, ocupa el segundo
lugar, después de la A.M.A., como la más grande organización general
médica de los Estados Unidos.
“Nuestras escuelas médicas están haciendo una obra magnífica,
enseñando los fundamentos de la medicina científica” —continúa el Dr.
Hess—, “sin embargo, me temo que se pone tanta atención en las ciencias
básicas, que la enseñanza de los valores espirituales ha quedado casi
totalmente olvidada.”
Que toda sanidad es Divina, es lo que el Dr. Hess enfatiza fuertemente.
Un médico puede diagnosticar, dar medicamentos; atender a su paciente
con lo mejor que la ciencia médica le ha dado a él y al mundo; pero en
última instancia, es el Poder Divino latente en la Naturaleza lo que sana al
enfermo.
Un médico tiene el poder y la habilidad de encajar un hueso roto, pero
tiene que esperar que el Poder Divino haga el resto. Un cirujano puede
ejecutar con habilidad la más difícil de las operaciones; puede ser un
maestro del bisturí, usando las mayores habilidades de su bien entrenado
intelecto. Pero tiene que esperar que un poder superior haga la curación,
¡porque a ninguna persona humana le ha sido dado el poder de sanar!
Cualquier verdad, por cierta que sea, si es acentuada excluyendo otras
verdades de igual importancia, se convierte en un error práctico. Mi fe en
el poder de Dios es igual a la ejercitada por cualquier médico o cirujano
que cree en la sanidad de su paciente mediante remedios. El espera que la
naturaleza cure gradualmente, mientras yo creo que Dios tiene la habilidad
de sanar, no solamente por un proceso gradual, sino que, si El así lo
quiere, puede hacerlo en un instante. El es Omnipotente, Omnipresente y
Omnisciente, por eso no está limitado por el tiempo, ni por las ideologías,
la teología u otras ideas preconcebidas por los hombres.
¡Si usted cree que yo pienso que es un pecado ir al médico, tomar
medicina o practicar una operación cuando se necesite, me juzga
injustamente! Para aclarar, yo creo que Dios tiene poder para sanar
instantáneamente, sin hacer uso de los instrumentos de la medicina
científica, ¡pero también creo que Dios nos dio el cerebro para que lo
usemos! El concedió a los hombres el don de la inteligencia, y espera que
hagamos un buen uso de él.
Si usted está enfermo y todavía no ha recibido el don de creer en los
milagros, entonces busque la mejor asistencia médica posible, y ore que
Dios obre a través del instrumento humano. Ore que le dé a su médico,
dirección Divina al tratarle, y luego, esperen ambos que Dios haga la
sanidad por los medios naturales. El poder sanador de Dios es un hecho
irrefutable, con o sin la asistencia facultativa.
Nada personal
Si usted cree que yo, como persona humana, tengo algún poder
sanador, está en un error. Yo no tengo ningún mérito en los milagros
indicados en este libro, ni he tenido ninguna parte directa con ninguna
sanidad que ha sucedido en algún cuerpo físico. Yo no tengo ningún poder
sanador. La única cosa que yo puedo hacer para usted es indicarle el
Camino. Puedo guiarle al Gran Médico y puedo orar; pero el resto queda
entre usted y Dios. Yo sé lo que El ha hecho por mí, y he visto lo que ha
hecho por innumerables personas. Lo que El haga por usted, depende de
usted mismo. ¡El único límite al poder de Dios está dentro del individuo!
El apóstol Pablo nos habla de “la supereminente grandeza de su poder
para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su
fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos” (Efesios
1:19-20).
Cuando la Sagrada Escritura habla de la grandeza de Su poder, no se
refiere al poder que dio existencia al universo, a pesar de ser tan grande,
sino más bien al poder que fue manifestado al levantar a Jesús de los
muertos. La resurrección de Cristo fue, y nuestra resurrección con El será,
la demostración de poder más grandiosa, el milagro más estupendo que el
mundo jamás ha conocido y conocerá.
El apóstol Pablo escribió: “Y si Cristo no resucitó, vana es entonces
nuestra predicación, vana es también nuestra fe... Mas ahora Cristo ha
resucitado de los muertos..." (I Corintios 15:14, 20).
El Cristianismo se basa en milagros
La validez de la fe Cristiana se apoya en un Milagro supremo: la piedra
angular sobre la cual toda la superestructura del Cristianismo se eleva o
cae, depende de la verdad de este milagro —la resurrección de Jesucristo.
Si ésta fuere falsa, confiesa el apóstol Pablo, toda la estructura cae— y es
entonces, seguramente, como dice: “vana nuestra predicación, vana
también nuestra fe”.
Ninguna otra religión se ha atrevido jamás a proponer este desafío;
ninguna se ha arriesgado a apelar a los milagros y a basarse en un milagro.
Porque Cristo vive, nuestra fe no es vana, nuestras predicaciones no
son en vano. Y la maravilla de las maravillas es que esta grandeza
abundante de poder está a nuestra disposición. No hay ningún poder en
nosotros, todo poder le pertenece a El.
El milagro de la resurrección de Jesucristo, el Hijo de Dios es una
realidad. Dios ha prometido también en el futuro el milagro de la
resurrección de nuestros cuerpos mortales; por lo tanto es bien lógico
creerle a El en lo que se refiere a los milagros de menor importancia
relacionados con la sanidad actual de nuestros cuerpos.
Dios no tiene personas ni medios exclusivos
Si usted cree que yo no reconozco los métodos sagrados de sanidad
usados en diferentes iglesias, se equivoca. El poder del Espíritu Santo no
está confinado a ningún lugar o sistema. No nos atrevemos a hacernos tan
dogmáticos en nuestro pensamiento, en nuestra enseñanza y en nuestros
métodos, que excluyamos toda verdad de igual importancia.
Por ejemplo: Reconocemos que Dios dio el don del Espíritu Santo el
Día de Pentecostés y en la casa de Cornelio, sin hacer uso del rito de la
“imposición de manos”; pero en el avivamiento de Samaria (Hechos 8:17)
y en el avivamiento de Efeso (Hechos 19:6), los creyentes fueron llenos
con el Espíritu mediante la “imposición de manos”.
El ser dogmático en uno u otro sentido, y hacer de ello un tema de
disputa, es un gran error. Jesús vio a un hombre que había nacido ciego,
según se refiere en el noveno capítulo del Evangelio de Juan. En este caso
particular, el Señor escupió en tierra, hizo lodo con la saliva y ungió los
ojos del ciego con el lodo, diciéndole: “Ve a lavarte en el estanque de
Siloé... Fue entonces, se lavó, y regresó viendo”. Sin embargo en otra
ocasión, cuando Jesús llegaba a Jericó (Lucas 18:35) curó a un ciego que
estaba al lado del camino mendigando. En este caso no se refiere que el
Señor le tocara la cara, y estamos seguros que tampoco le puso lodo en los
ojos. Jesús le habló y le dijo: “Recibe la vista, tu fe te ha salvado” e
inmediatamente fue curado.
Ambos eran ciegos, ambos recibieron la vista, pero un método
diferente fue usado en cada caso.
Santiago, bajo la inspiración del Espíritu Santo, escribió: “¿Está alguno
enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él,
ungiéndole con aceite enel nombre del Señor. Y la oración de fe salvará al
enfermo, y el Señor lo levantará; y si hubiese cometido pecados, le serán
perdonados” (Santiago 5:14-15).
Pero también leemos que en la iglesia primitiva, el Espíritu Santo
obraba con un poder tan grande, “...que sacaban los enfermos a las calles,
en colchones y esteras, para que al pasar Pedro, a lo menos su sombra
cayese sobre alguno de ellos. Y aun de las ciudades vecinas muchos venían
a Jerusalén, trayendo enfermos y atormentados de espíritus inmundos; y
todos eran sanados” (Hechos 5:15-16).
Esto es una prueba concluyente de que el poder del Espíritu Santo no se
limita a un solo lugar o sistema.
Si usted cree que yo dudo de la espiritualidad de algún ministro del
evangelio, porque no esté de acuerdo conmigo con respecto a los milagros,
de nuevo se equivoca; no ha comprendido que la razón de nuestro
compañerismo es más profunda que la verdad tocante a la sanidad del
cuerpo humano. Está basada en algo más importante: La salvación por
medio del arrepentimiento y la fe en la sangre derramada de Jesucristo.
“Un cuerpo, y un Espíritu, como fuistéis también llamados en una
misma esperanza de vuestra vocación; un Señor, una fe, un bautismo, un
Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos”
(Efesios 4:4-6).
Toda sanidad es divina, sea física o espiritual; pero de las dos, es un
hecho innegable, que la sanidad espiritual es la más importante, y muy
superior a lo material.
Nicodemo se sentía impresionado por lo que Jesús le dijo acerca de
este milagro espiritual y preguntó: “¿Cómo puede hacerse esto?”
Este es el misterio que nuestra pequeña mente tiene que dejar en las
manos de Dios. Pero ésta no es la única cosa que usted no puede entender,
y que pertenece a la sabiduría y poder de Dios.
Milagros en la Naturaleza
Explique la electricidad; no podrá; pero ¿querrá usted sentarse en la
oscuridad hasta que pueda hacerlo? Nadie sabe exactamente lo qué es la
electricidad, pero nadie se priva de usarla, solamente porque no entiende
los misterios electrónicos.
Dígame cómo se convierte la comida en energía dentro del organismo.
Si usted no lo sabe, ¿se negaría a comer? Dígame cómo Dios toca un
puñado de tierra limpia en medio de una arboleda, y de pronto salen las
violetas a perfumar el ambiente.
Usted paga diez centavos por un sobrecito de semillas. ¡Por diez
centavos usted compró un milagro! Usted tiene en su posesión diez
centavos de algo conocido sólo por Dios.
En esta agitada Era moderna, con frecuencia hemos pasado por alto, o
dado por supuestos, los milagros que suceden cada día en nuestra vida.
¿Quién le da “cuerda al cerebro” para que funcione? —los grandes
especialistas de la neurología quisieran saberlo—. ¡Oh sí! Ellos saben
exactamente cual porción del cerebro controla el movimiento de cada
músculo, pero no saben por qué opera el cerebro, cómo lo hace; qué lo
estimula para que entre en acción y pueda controlar las varias partes de
nuestro cuerpo.
El Dr. Charles Joseph Barone, Vicepresidente del Departamento de
Obstetricia y Ginecología del Colegio Internacional de Cirujanos, y
decano del Hospital Magee de Pensilvania, el hospital de maternidad más
grande del Estado, que ha asistido unos 25.000 alumbramientos, dice: “El
nacimiento de un niño es el mayor de los milagros.
La esmerada preparación, habilidad y dedicación de este médico a su
profesión médica le han dado fama nacional. Con todo, él es el primero en
admitir que el nacimiento humano está más allá de la comprensión
humana: que es uno de los misterios más sagrados, que excitan la
curiosidad y admiración del hombre, pero que sigue siendo un secreto
impenetrable.
“Los estudios embriológicos de la célula humana, —dice el Dr. Barone
— muestran por anticipado las características del futuro ser, mediante los
cromosomas y genes, que determinarán los ojos, el corazón, las piernas la
nariz o los labios. Si esto no es Divino, entonces no se qué es”.
Vea al niño recién nacido. Hacía nueve meses no existía. Ahora tiene
oídos y ojos, nariz y boca, manos y pies, y llora fuertemente cuando tiene
hambre. Unas horas después de nacido, se alimenta alegremente del pecho
de la madre.
¿Le dio la ciencia una hoja mineografiada de instrucciones,
indicándole dónde estaba su alimento y exactamente cómo se lo podía
procurar? ¿Quién le enseñó cómo debía mover los labios y la lengua para
obtenerlo del seno de la madre? ¿Se le dijo cómo cerrar los ojos y dormir
una vez comido y satisfecho? ¿Se le dijo, cuando aún era incapaz de darse
vuelta, cómo patalear y batir los bracitos para crecer fuerte?
No, ningún libro de instrucciones se ha dado jamás a un infante, al
momento de nacer; con todo, cada precioso niñito sabe exactamente qué
hacer para satisfacer sus necesidades y deseos.
El milagro primordial del Nuevo Nacimiento
Dios nunca le ha explicado al hombre el misterio del nacimiento físico;
entonces ¿por qué debemos negarnos a aceptar el nacimiento espiritual?
Ambos vienen de Dios.
“Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu,
espíritu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de
nuevo” (Juan 3:6-7).
El nacimiento espiritual le da al hombre una nueva naturaleza y nuevos
deseos. Las cosas que en un tiempo amaba, ahora las repudia; y las cosas
que antes odiaba, las ama ahora; porque es una nueva criatura en Cristo
Jesús.
¿Cómo puede hacerse esto? Cuando usted tenga la solución a los
simples misterios que hemos discutido y mucho más, quizás Dios le dé la
solución a este último. Hasta entonces, siga plantando semillas en su
jardín; siga usando la electricidad en su casa; y no se olvide de que los
niños continúan naciendo cada hora.
Con todo mi corazón y mi ser, yo oro que usted pruebe el gran milagro
del Nuevo Nacimiento. ¡La Biblia misma es un milagro grandioso, y el
Hijo de Dios es más maravilloso que todos los milagros que confirman
Sus atributos!
Los relatos que siguen, son hechos reales; son experiencias auténticas
de personas que han creído que Dios es poderoso para obrar un milagro, y
Dios ha honrado esta fe en la autoridad de Su Palabra. Esto le ayudará a
comprender por que creo yo en los milagros.
Si usted persevera en la lectura de este libro, mi oración es la de Pablo,
cuando rogaba: “que el Dios de nuestro Señor Jesucristo... os dé espíritu de
sabiduría y de revelación en el conocimiento de El, alumbrando los ojos de
vuestro entendimiento...” (Efesios 1:17-18).
II
Carey Reams
“LA SE ÑORITA KUHLMAN, EVANGELISTA, PRESENTA SERVICIOS DE SANIDAD.
¡UN CONVERTIDO TIRA SUS MULETAS!
El clímax del programa fue cuando a un hombre con muletas, que dijo
no había podido andar sin ayuda, desde 1945, le fue aconsejado que tirara
sus muletas; así lo hizo y caminó enérgicamente por los pasillos varias
veces, cruzando la plataforma de un lado a otro, estirando los músculos de
las piernas como le sugerían. Radiante, la señorita Kuhlman tomó las
muletas, para luego tirarlas a un rincón. El hombre declaró por un altavoz,
que había oído de la señorita Kuhlman en Florida, mediante un artículo en
una revista, y había viajado solo en autobús, a Butler, para asistir a sus
servicios de sanidad”.
Estas palabras sobresalieron en la primera página del periódico Eagle,
de Butler (Pensilvania), el 1.° de enero de 1951. No era un relato de
segunda mano. Evidentemente, el editor o uno de sus reporteros, se había
sentado entre la muchedumbre en el Teatro Pensilvania el día anterior,
observando ávidamente las maravillosas manifestaciones del poder
sanador de Dios.
La tragedia de un padre inválido
Carey Reams, el hombre que había tirado sus muletas, tenía tres niños.
Solamente la niña mayor que tenía cuatro años de edad cuando él se fue a
la guerra, podía recordar cómo era su papá, antes de ser casi fatalmente
herido en Luzón (Filipinas) durante la Segunda Guerra Mundial. Los niños
menores no recordaban haber visto jamás a su padre sin muletas. Según
ellos, siempre había estado paralizado de la cintura abajo y sufriendo
intensos dolores.
Escuchabanpensativos a otros niños hablar de cómo sus padres les
llevaban a paseos y caminatas por la montaña, y a nadar. Sabían que por
cierta razón que no comprendían, su padre era diferente. Con sus piernas
inmóviles, él jamás podría llevarlos a alguna actividad campestre ¿Cómo
sería posible, si no podía caminar?
Una odisea en Filipinas
Carey Reams era un ingeniero químico militar durante la Segunda
Guerra Mundial. En 1.° de enero de 1945 las fuerzas Aliadas se
establecieron en Luzón. Su compañía fue enviada a Manila a liberar a los
soldados que habían sido capturados por los japoneses hacía cuatro años.
Era una misión difícil. Aterrizaron en un lugar pantanoso. Como dice
el propio Carey: “Había mucha agua, y cada vez que tratábamos de salir a
la carretera, nuestras siluetas se reflejaban y los francotiradores
escondidos en las montañas podían disparar contra nosotros. Tuvimos que
quedarnos en el agua todo el primer día”.
El segundo día comenzó un tifón, y los cielos parecieron abrirse
dejando caer copiosa lluvia. En el cuarto día, el capitán de la compañía fue
muerto a unos seis pies de donde estaba Carey. El oficial que lo reemplazó
tenía su propio ingeniero, y Carey fue trasladado a otra compañía a unas
seis millas de distancia. En el camino hacia la otra compañía ocurrió el
desastre.
El puente había sido derribado, y el camión tuvo que ir alrededor sobre
un terraplén. “Fue en este terraplen —dice Carey— que pisamos una mina
explosiva. El camión fue demolido por la explosión”. Pero nada de esto
supo Carey por mucho tiempo.
Treinta y un días más tarde, recobró el conocimiento en una mesa de
operaciones a dos mil quinientas millas de donde había sido herido. No
sabía dónde estaba ni que le había sucedido; pero al recobrarse, recuerda
que murmuró, no sabiendo aún lo que quiso decir: “¡Qué suave caí!”
Inmediatamente después de estas palabras le anestesiaron para la siguiente
operación del cerebro.
Seis semanas después de la operación fue enviado a casa, más muerto
que vivo. Era uno de los cinco sobrevivientes de la compañía entera, y dice
él, con lágrimas en los ojos: “Ahora ya serían sólo cuatro, si no hubiera
ido a ese servicio en el ‘Auditorio Pensilvania’, en Butler, aquel 31 de
diciembre de 1950”.
La observación de Carey que “había caído suavemente”, hecha al
recobrar el sentido, no podía ser más equivocada.
Estaba molido desde la cintura, a través de la pelvis; había perdido el
ojo derecho y todos los dientes; quebrada la mandíbula y también dos
vértebras de la espina dorsal. La parte inferior del cuerpo estaba
completamente paralizada. Las piernas le colgaban como muertas sin
ninguna sensación, pero en las partes del cuerpo donde todavía podía
sentir, el dolor era increíblemente intenso.
“Cualquier movimiento —recuerda Carey— me causaba casi una
agonía mortal. Y si, por ejemplo, se me enfriaban los pies, y la sangre
comenzaba a subir, parecía atacar los nervios, y el dolor era casi
intolerable. Sin control de mi cuerpo, y el terrible dolor, la vida parecía no
tener valor alguno para mí, excepto por mis hijos. Por amor a ellos
realmente no deseaba morir, y no me desanimaba”.
Al mismo tiempo Carey sufría de continuas hemorragias y había
perdido 30 kilos de peso.
41 intervenciones quirúrgicas
Antes de su curación total en Butler, había sido operado cuarenta y una
vez. Conocía bien los interiores de muchos hospitales: Dos hospitales del
extranjero; luego el Hospital General Letterman de California y un
hospital en Georgia. En los cinco años antes de su curación instantánea
había sido hospitalizado varias veces en el hospital del Departamento de
Veteranos de Florida.
Aunque el cuerpo de Carey estaba en tan espantosa condición, su mente
permanecía clara como cristal, y como dice él: “Veo ahora que Dios me
cuidaba siempre”. Pues mucha gente sabía que Carey era un buen
ingeniero y no pudiendo salir a trabajar le consultaban sus problemas de
ingeniería, sometiéndole los planos heliográficos. De este modo, aunque
no podía dar ni un paso, y, por muchos meses no pudo ni bajar de la cama,
obtuvo distracción y pudo ayudar a su familia.
Sin embargo, para diciembre de 1950, su condición física era
desesperante. Estaba virtualmente imposibilitado para comer ninguna
clase de comida, sufría de repetidas hemorragias, y la vida se le escapaba
lenta pero seguramente.
“Algunas veces tenemos que asirnos a algo, aunque no haya nada de
qué asirse —decía él—, y yo había llegado a este estado, estaba
sobreviviendo como por un hilo”.
Faltaban unos pocos días para la Navidad cuando el médico del
Departamento de Veteranos mandó a Carey otra vez a Bay Pines, un
hospital de la misma Administración, cerca de St. Petersburgo.
“Estos médicos del Departamento de Veteranos son magníficos —dice
Carey—, yo no sé cómo expresar mi gratitud a ellos y a todo el personal
de estos hospitales del Gobierno. Ellos dan al paciente lo mejor que la
ciencia puede ofrecer. Pero esta vez me negué a ir. Recuerdo que dije: ’No
doctor: si me he de morir, quiero pasar esta última Navidad con mi
familia. Después de la Navidad, usted puede hacer lo que quiera conmigo’.
Fue durante estos días —continúa Carey— que por casualidad leí un
artículo sobre Catalina Kuhlman en una revista. Al mismo tiempo, recibí
cartas de tres amigos diferentes, hablándome de los servicios de Sanidad
en Pittsburgh. Los tres me habían escrito preguntándome por qué no
trataba de ir a Pittsburgh a uno de tales cultos religiosos. La ciudad de
Pittsburgh, Pensilvania, me era familiar, porque mi esposa era de allí y
también conocía a Clyde Hill, un empleado de la compañía de taxis, de
aquella población. Pensé que tal vez podría quedarme con mi amigo, si
decidía hacer el viaje. Cuanto más pensaba en ello, más comprendía que ir
a un servicio de milagros era mi:
Ultima y única esperanza
El gran problema era cómo llegar allá. No solamente estaba Carey
paralizado, sino también tan débil, después de perder tanta sangre por las
hemorragias, que casi no podía mantener derecha su espalda estando
sentado. No se sentía físicamente capaz de viajar bajo ninguna
circunstancia. De atreverse a hacer el viaje, sabía que una de dos cosas le
ocurriría: o bien moriría antes de volver a Florida, o bien sanaría. “Pero —
como dice él— al fin decidí que no en vano Dios había tenido mi vida
pendiendo de un hilo. Yo creía firmemente que El me sanaría si tan sólo
podía llegar a Pittsburgh; y en cuando estuviera bien, me daría algo que
hacer para El”.
El 28 de diciembre, jueves, temprano por la mañana, Carey, dolorosa y
lentamente subió a un autobús para ir a Pittsburgh. Unas 36 horas más
tarde, llegó al Auditorio de Carnegie, para asistir al “Servicio de
Milagros” del viernes. En la puerta recibió un duro golpe: El culto había
terminado hacía una hora. ¡El no se imaginó que daba comienzo a las
nueve de la mañana!
Completamente exhausto, al borde de un colapso por la debilidad, tanto
que ni aún con la ayuda de sus muletas podía pararse, y con un dolor casi
intolerable, pensó si podría tan sólo durar dos días más para que su amigo
taxista, pudiera llevarlo al servicio del domingo en Butler, Pensilvania.
En las 48 horas siguientes, tuvo un solo pensamiento en la mente, vivir
hasta poder llegar al servicio en Butler. Esta fue su determinación,
creyendo que Dios en su misericordia le daría fuerzas para vivir y estar
presente en el Teatro Pensilvania de Butler, el 31 de diciembre de 1950.
Por poco no llega. Cuando ya faltaban menos de 24 horas sufrió otra
hemorragia extraordinariamente fuerte, que lo dejo tan débil que no podía
levantarse o andar sin la ayuda de dos hombres fuertes. Sostenido por ellos
llegó al Teatro Pensilvania.
A la puerta, casí perdió las esperanzas, porque se le dijo que no había
asientos desocupados; ni más lugar adentro. Así que se quedó apoyado en
sus muletas. y protegido por sus ayudantes, en la fría temperatura de
afuera. ¡Tan cerca, y sin embargo tan lejos! ¡Tan débil que cada minuto le
parecia una hora!
Pronto a abandonar su último vestigio de esperanza,alguien adentro
noto su situación, y le ofreció su asiento. “Yo he sido sanada” le dijo la
amable señora. Más que agradecido entró Carey en el teatro.
¿Sintió la gloria de Dios al momento de entrar? “Al principio no”. Se
sonríe al recordarlo: “Tenía tanto dolor cuando entré que en los primeros
minutos no podía ni pensar en otra cosa, pero más tarde conocí al Señor
como nunca le había conocido antes”.
“Cuando me sentaron —recuerda Carey— la señorita Kuhlman
comenzó a predicar. La primera cosa que dijo fue: ’El servicio de esta
tarde es un servicio de Salvación y no de Sanidad’.”
Si el Sr. Carey Reams pensaba antes que sus esperanzas estaban
fallidas, ahora tuvo que bajar un escalón más en su desesperanza. ¡Allí
sentado, casi congelado, tan débil que tenía que usar las muletas para
poder erguir su espalda! ¡y oye decir que aquel culto no era de Sanidad!
“Pensé que moría físicamente —dice Carey— pero ahora sé que
solamente moría al yo”.
“Fue un sermón maravilloso —continúa recordando—, de bendición a
todos menos a mí. Había viajado mucho más de mil kilómetros para ser
sanado; el servicio ya se terminaba, y yo no había sido curado”.
Pregunta providencial
Muchas almas habían sido salvas ese día. Más de cincuenta hombres
habían respondido al llamamiento de aceptar a Cristo, y muchas sanidades
maravillosas habían ocurrido, de un modo espontáneo, pero Carey Reams
no se hallaba entre ellos. Estaba decepcionado y totalmente desesperado.
La melodía del último himno acababa de desvanecerse y el lugar estaba
tan quieto que se podía oír la caída de un alfiler. Con las propias palabras
de Carey: “La señorita Kuhlman levantó la mano para despedir, pero no
dijo ni una palabra de invitación a los enfermos y mi corazón se abatió. En
ese momento se me acabó toda esperanza. Pero entonces, lentamente bajó
la mano, me miró directamente, y señalándome dijo: “¿Es usted de
Florida? Mis esperanzas se renovaron y repliqué: ’Sí’. Entonces, ella me
pidió que me levantara. Yo le dije que no podía y ella replicó firmemente:
’¡EN EL NOMBRE DE JESÚS, LEVÁNTATE Y MIRA HACIA ARRIBA Y ANDA!’”
Carey comenzó a levantarse con la ayuda de las muletas. Los pasillos
eran estrechos, y llevaba un sobretodo grueso y pesado. La temperatura ese
día en Butler era de diez grados bajo cero, y viniendo de Florida, no estaba
acostumbrado al frío. Tratando de andar por el pasillo, con un sobretodo
pesado, paralizado y manipulando las muletas en un piso inclinado,
procurando no pisar los pies de la gente: no fue cosa simple mirar para
arriba, pero logró hacerlo.
El prodigio
“De pronto —relata Carey—, la señorita Kuhlman dijo: ‘Suelte la
muleta derecha’. Lo hice y la pierna aguantó mi peso. Recuerdo que me
asombró que la señorita Kuhlman supiera cuál era mi caso y de dónde
venía”.
En ese instante el dolor de su cuerpo desapareció. “Fue como cuando se
desvanece una luz —describe Carey—, o como la tinta cuando es
absorbida por el papel secante”. Notando que la pierna sostenía su peso
con éxito, Carey dejó caer la otra muleta y se paró solo y sin ayuda.
“La señorita Kuhlman me dijo entonces que subiera a la plataforma.
Los escalones eran muy estrechos y empinados, unos doce en total. Dos
señores grandes y fuertes se acercaron para ayudarme, pero no necesité
ayuda. Pasé a la plataforma ligero como un pájaro. Parecía que ni tocaba al
suelo, y no caminé hacia ella, sino que corrí”.
¿Se asombró usted de su sanidad? —le preguntaron más tarde—. “No,
no me asombré, —replicó en un tono firme—. Para eso vine”.
¿Se sorprendió al verse andado sin muletas? “No —responde—.
Esperaba andar sin ellas”. Y esta es la respuesta.
“Aquel primer día, la Señorita Kuhlman me dijo que mirara hacia
arriba —explica Carey Reams con una sonrisa—, y he mirado hacia arriba
desde entonces, alabando y dando gracias a Dios”.
Un “muerto” manejando un camión
El día después de su sanidad, Carey pidió prestados más de cien
dólares a su amigo, el taxista Clyde. La mayor parte de esta suma la usó
para comprar un camión usado. Lo necesitaba para llevar a Florida algunos
muebles que su esposa tenía en Pittsburgh. ¡Esa tarde él ayudó a cargar el
camión con los muebles y lo manejó hasta Florida!
Aquel hombre desvalido, paralizado y muriéndose, había sido tocado
por el Gran Médico, y sanado instantáneamente. No de otro modo se
explica que el día siguiente pudiera cargar un camión con muebles y
manejarlo todo el camino de Pittsburgh (Pensilvania) a Florida, más de
mil kilómetros de distancia. Esto sólo puede hacerlo Dios, y Carey Reams
es un testimonio viviente de Su poder.
Tres días más tarde entraba en su propio garaje de Florida, sin previo
aviso. En la sala jugaban sus tres hijos.
Los tres niños alzaron la vista anonadados al verlo entrar. Se quedaron
inmóviles por unos segundos, no podían creer lo que miraban con sus
propios ojos, porque ésta era la primera vez que los dos menores veían a
su padre andar sin muletas. Entonces, de repente, se percataron de lo que
había pasado: su papá podía andar, su papá estaba sano, y como dice
Carey: “comenzaron a gorjear. Solamente los niños llenos de alegría
pueden hacer ese sonido peculiar, como alegres avecillas.”
En medio de risas y llanto, saltaban y batían las manos, y luego se
quedaron viéndolo solamente.
“Yo estaba tan alegre que no podía hacer nada más que verlos
regocijarse —continúa Carey—. Quisiera tener una fotografía de la alegría
y el asombro de sus rostros, cuando me miraban frente a ellos sin las
muletas, caminando hacia ellos en el cuarto.”
Un nuevo hogar
Desde entonces, y van ya más de once años, Carey ha gozado de una
salud perfecta y vigorosa. Puede andar, correr y subir escaleras. No le
queda ni un vestigio siquiera de aquella parálisis.
Con los diecisiete dólares que le quedaron del dinero que había tomado
prestado del taxista, emprendió un pequeño negocio el cual prosperó desde
el principio. Carey es un Ingeniero Consultivo de Agricultura, y
recientemente fue candidato de la Comisión de Agricultura de Florida.
Es dueño de su propia casa, y da infinitamente más del diezmo bíblico
para la obra religiosa. Cada centavo que le queda después de sus gastos
absolutamente esenciales para una vida simple, lo da para ayudar a
preparar a la juventud con una Educación Cristiana.
¿Por qué da incansablemente de su tiempo y esfuerzo, en pro de la
educación cristiana de la juventud?
“Porque —dice él— las estadísticas muestras que el setenta y cinco por
ciento de los niños educados en escuelas cristianas, llegan a ser adultos
activos en la obra de la iglesia, mientras que solamente el veinticinco por
ciento de los que no han tenido tal educación, van a la iglesia. Cuando nos
damos cuenta que tres de cada cuatro jóvenes educados en las escuelas
cristianas son creyentes, permanecen como creyentes y forman hogares
cristianos, comprendemos que lo más importante en el mundo y para el
mundo, es que los jóvenes reciban este tipo de educación.”
Había algunos en el auditorio el día que Carey Reams fue sanado, que
no podían dar crédito a sus ojos, tan espectacularmente dramático fue este
hecho.
Yo misma, nunca había visto al señor Reams antes. El había venido de
larga distancia y yo no sabía nada de él. Para apaciguar alguna duda sobre
la veracidad de su sanidad, investigué cuidadosamente los antecedentes de
su vida.
Todos los que le conocían, le atribuyeron un carácter excelente,
incluyendo varios jueces. Su condición anterior se halló ser exactamente
como él dijo; y sus antecedentes clínicos se pueden encontrar en los
hospitales, tal como él declaró. Su sanidad es un milagro indiscutible,
hecho por un Dios poderoso y misericordioso.
El único hijo varón de Carey Reams, se halla ahora en su último año de
la escuela superior. Tiene una hija que está estudiando para ser enfermera,
y la menor tiene ahora trece años. Estos son los niños que “gorjearon”
aquella noche de enero, hace once años.
“Cada noche tenemos nuestra hora familiar. Mis hijos le aman a usted
y nunca la olvidarán. Nunca dejan de hablar de la señorita Kuhlman.”Jamás he visto en el rostro de un hombre, reconocimiento más grande, que
el que fue expresado en el rostro del señor Reams cuando dijo esas
palabras.
Repliqué rápidamente, mi convicción: Que esto es simplemente porque
ellos están agradecidos a Jesús, por lo que El hizo por su papá.
Le rogué otra vez, que aclarara a sus hijos que yo no tuve nada que ver
con su curación. Tales milagros siempre se deben al poder del Espíritu
Santo y a Su poder solamente. Hay una cosa que Dios no comparte con
ningún ser humano, y es “Su gloria”.
“Porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos.
Amén.” (Mateo 6:13.)
III
Stella Turner
Herbert Turner no era de temperamento emocional, pero cualquier
hombre se pone nervioso estando su esposa en la mesa de operaciones, y
Herbert no era ninguna excepción. Mientras esperaba el informe de los
médicos, la tensión se hacía más notoria.
La noticia fatídica
Había mirado el reloj mil veces, pensando en cuánto tiempo se
necesitaría para sacar la vesícula biliar, cuando al fin vio acercarse a los
dos cirujanos. Una mirada al rostro trémulo de los médicos le llenó de
temor. Antes de que él pudiera hacer alguna pregunta, uno de ellos dijo:
“Siento muchísimo tener que decirle esto, señor Turner, pero su esposa
tiene cáncer.”
Asombrado por un momento, Herbert quedó en silencio, preguntando
luego: “¿Dónde, dónde tiene el cáncer? ¿Lo sacaron todo?”
El cirujano movió la cabeza y con voz conmovida explicó: “Está por
todo el cuerpo, el hígado, el estómago, la vesícula y el páncreas. El cáncer
está tan esparcido, y el estado de ella tan grave, que no pudimos operarla.”
“¿Cuánto tiempo le queda?” —dijo Herbert en una voz que no parecía
la suya. “Seis a ocho semanas —fue la respuesta—. Podrá salir del
hospital en nueve o diez días. La única cosa que puede hacer por ella, es
mantenerla cómoda hasta que llegue el fin.” A Herbert le pareció que el
mundo se derrumbaba.
Herbert Turner, que trabajaba para el Departamento de Rentas Públicas
en Massillon, Ohío, había estado preocupado por su esposa durante
algunos meses. Había notado su pérdida de peso, de 61 a 47 kilos. Había
observado su incapacidad para comer, hasta que finalmente no retenía ni
un caldo en el estómago; y la había visto sufrir períodos frecuentes de un
dolor indecible.
Al ingresar en el hospital, el día 25 de enero de 1952, él pensaba que
sería alguna deficiencia de la vesícula la causante de todos sus trastornos.
Y ahora el cirujano, uno de los cinco médicos presentes en la operación,
confirmaba el peor de sus temores. Stella, de 49 años de edad, era enviada
a su casa para esperar la muerte.
Herbert preguntó: “¿Le van a decir la verdad?” El doctor movió la
cabeza.
“No le diremos nada inmediatamente —dijo el médico—. Cuando
tengamos el informe completo del patólogo, le explicaremos que tiene un
tumor maligno que no pudimos extraer en esta ocasión.”
Cuando le explicaron esto, unos días más tarde, la paciente no se
engañó ni por un instante. Entendía completamente las complicaciones de
un tumor inoperable.
Stella estaba para volver a casa el domingo, después de nueve días en
el hospital. La noche del miércoles anterior a su llegada, Herbert, su hija y
su cuñada, se hallaban sentados en casa, después de su visita al hospital.
Estaban en silencio, embargados de tristeza por la inevitable muerte de
Stella. De repente, la hermana de Stella dijo: “Escribamos una petición de
oración por Stella, a Catalina Kuhlman.”
Ante la perplejidad de Herbert, su cuñada le explicó que una amiga le
había mencionado los servicios y los programas de radio.
Un “quizás” salvador
“La medicina nada puede hacer ahora —recordó su cuñada—. Quizás
esto pueda.”
Herbert asistía a la iglesia con regularidad y ambos creían en la
oración; pero ninguno de los dos, había oído jamás acerca de la Sanidad
Divina. “Creíamos que esto ocurría solamente en los tiempo bíblicos —
dice él—. No sabíamos que estaba sucediendo ahora.”
Al escuchar a su cuñada hablar de los servicios de Sanidad Divina de
los viernes, Herbert exclamó: “¿Qué esperamos entonces? Si enviamos la
petición de oración esta misma noche, llegará a tiempo para el culto del
viernes.”
Así fue que escribieron la petición, y a las tres de la mañana, Herbert
fue a la estación del ferrocarril a poner la carta en el buzón.
“Yo estaba desesperado —dice el señor Turner—. Sabía que en lo
único que podíamos poner nuestra fe, era en Dios. Yo creía en el poder de
la oración; si era cierto que Dios obraba milagros en la actualidad, y si
todos los creyentes que se reunían en el auditorio Carnegie oraban por
Stella, algo podía suceder.”
Cuando Stella salió del hospital, dos días después del servicio de
Sanidad Divina, no sabía de la petición que habíamos enviado por ella.
Ahora cree, en vista de lo que sucedió, que su curación comenzó
propiamente el domingo, al amanecer, porque desde entonces, y a
intervalos de diez minutos, durante treinta y seis horas, “comenzaron mis
intestinos a expulsar todo el veneno de mi cuerpo” —dice ella.
Empeorando para que crezca la fe
Una vez en casa la condición de Stella parecía estar de acuerdo con lo
predicho por los médicos. Pero su esposo, su hija, y ella misma, después
de haber estado escuchando acerca de la Sanidad Divina y de los
programas de radio, se mantuvieron firmes, a pesar de los síntomas
adversos que ella tenía. Retuvieron la fe en que nada podía derrotarles y
que ella sanaría.
Estaba casi postrada, tan débil y enferma que no podía levantarse de la
cama excepto por muy poco tiempo. Sin las drogas calmantes que los
doctores le habían dado, el dolor era intolerable. “Cuando se le termine —
le dijeron en el hospital dándole un papel,—, mande a su esposo a obtener
esta receta otra vez.”
Stella no supo, hasta más tarde, que su hermana y dos sobrinos iban
regularmente a los cultos para orar por ella. Ella misma fue llevada allá,
unas seis semanas después de haber salido del hospital.
Tan enferma se encontraba, que ella dudaba si sobreviviría en el viaje a
Youngstown. Vomitó durante todo el camino, y demasiado débil para
caminar, su esposo y su yerno la llevaron prácticamente en brazos para
entrar en el Auditorio de Stambaugh, ya que apenas pesaba 45 kilos.
“Yo sentí la presencia de Dios en esa primera reunión, y experimenté
Su Poder” —dice ella misma refiriéndose a este día.
Después de eso, cada domingo, no importa cuán enferma se encontrara,
hacían el viaje a Youngstown. Aunque no fue sanada instantáneamente, su
condición comenzó a mejorar lentamente. No había podido comer más que
unas cuantas cucharadas de caldo por algunos meses, pero al regreso a
casa el tercer domingo, pidió a su esposo detenerse y comprar algunas
legumbres frescas. El protestó: “¡Tú no puedes comer nada de eso!”
“Sí puedo —dijo ella—, yo sé que puedo.” Y esa tarde se comió un
buen plato de legumbres sin hacerle daño.
La siguiente semana, le pidió a su esposo detenerse para comer en un
restaurante de Youngstown; allí cenó por primera vez, como no había
podido hacerlo desde el principio de su enfermedad.
No cabía duda de que mejoraba definitivamente, pero el dolor
continuaba. Una noche, a principios de mayo, se le terminó la droga que le
habían dado en el hospital, y le pidió a su esposo ir a la farmacia a
comprar la receta.
“Caminé hacia la farmacia —dice Herbert— y de pronto me pareció
escuchar una voz que me decía: ’Stella no va a necesitar más esas
pastillas.’ Di media vuelta y regresé con la receta en mis manos.”
Esa receta nunca se compró. Desde aquel día en adelante, Stella nunca
más necesitó un analgésico. En un período de meses, había recobrado sus
fuerzas completamente, y, como dice su esposo: “Desde ese tiempo, ella
ha podido trabajar más que lo que jamás he visto hacer a dos mujeres;
limpiando paredes, cortando el césped. ¡Al principio casi no podía
detenerla de trabajar!”
Sí, dirá el escéptico, pero el cáncer es una enfermedad que a veces
presenta períodos latentes. ¿Cómo sabe que no es esto lo que le ha
sucedido a ella? ¿Cómo asegura ustedque ya no hay cáncer en el cuerpo
de esta mujer? He aquí las razones:
El primero de junio de 1955, tres años y medio después de la sanidad
anteriormente expuesta, se puso enferma, y el médico diagnosticó otra vez
trastornos vesiculares. Ella no se preocupó, porque sabía que los que Dios
sana, permanecen sanos. Y su esposo e hija compartían su fe.
Volvió al mismo hospital y fue visitada por la misma junta de médicos
que la habían atendido antes, los cuales recomendaron una operación
urgente. Aunque ella creía que estaba curada y que se trataba de una
indisposición pasajera, consintió en la operación “para la gloria de Dios”
—según explicó después.
Pero esta vez, las cosas fueron muy distintas cuando dos médicos
salieron de la sala de cirujía, para hablar con el esposo. Una vez más les
vio acercarse, eran los mismos doctores de antes. Al aproximarse, observó
su expresión, para adivinar lo que dirían. Pero esta vez el rostro de los
médicos no estaba deprimido ni severo, sino que mostraba una curiosa
mezcla de júbilo y asombro.
“¿Qué hay?” —preguntó Herbert.
“No hay cáncer” —fue la respuesta.
“¿Cómo explican ustedes esto? —preguntó Herbert, ansioso de
escucharles.
“Hay solamente un modo de explicarlo —contestaron:
Alguien superior a nosotros ha tratado a su esposa
Nada, excepto huellas cicatrizadas, quedaba donde había estado el
cáncer. Los órganos que antes habían estado dañados, ahora estaban
completamente sanos y en perfecta condición. No había ninguna
indicación física de actividad cancerosa en el cuerpo de Stella Turner.
Tal como antes, le hicieron exámenes en el laboratorio del hospital de
Massillon, para confirmar su diagnóstico, pero esta vez, en vista de las
circunstancias, mandaron también muestras a un laboratorio de Colombus,
Ohío. Los resultados fueron negativos.
¿Se habrían equivocado en el primer diagnóstico?
No, ninguno de los médicos aceptó esta posibilidad, porque cinco
cirujanos habían asistido a la primera operación, y habían visto con sus
propios ojos la condición del cuerpo de la señora Turner. Alguien podría
preguntar por qué tuvo que sufrir esta segunda operación, tres años y
medio después de la sanidad del cáncer. Yo estoy segura que Dios permitió
su nueva indisposición para probar positivamente, que el cáncer había
desaparecido. Solamente la cirujía podía demostrarlo a aquellos que
tuvieran dudas.
Stella se recuperó de la operación de la vesícula con una rapidez que
asombró más a los médicos. Cuando volvió al médico de la familia,
después de un mes, para un examen, éste la abrazó diciendo: “Comparto de
veras su alegría. Usted y su familia son vivos ejemplos para todos
nosotros, de lo que la fe puede hacer.”
La vida de los Turner ha sido muy distinta desde la sanidad de Stella.
Constituyen una familia mucho más unida que antes, y cada uno de ellos
vive más cerca del Señor. Asisten con regularidad a los servicios religiosos
de la señorita Kuhlman, así como a los de su propia iglesia. Stella nunca
pierde uno de nuestros programas de radio, y mientras que por muchos
años, Herbert solamente podía escuchar el programa en los días libres;
ahora está jubilado y juntos escuchan cada día los programas; de rodillas,
en oración y con hacimiento de gracias. Leen su Biblia diariamente, y
testifican ampliamente del poder de Dios en sus vidas.
El esposo, la esposa, los médicos, la predicadora: ninguno de nosotros
sabe lo que sucedió, ni cómo sucedió. Solamente sabemos que Dios lo
hizo, y esto es todo lo que necesitamos saber.
¡Oh, Cristo Jesús! ¡Nos quedamos asombrados delante de Tu
presencia! No podemos contar cómo se han hecho estas cosas. No
podemos analizar las obras del Espíritu Santo. Solamente sabemos que por
Tu poder, estos milagros se han verificado; y por el resto de nuestra vida,
te daremos a Ti la alabanza, la honra y la gloria, de la cual eres digno para
siempre jamás!
IV
Jorge Orr
Era un domingo por la mañana. Para miles de personas era solamente
otro domingo, pero para Jorge Orr sería uno de los días más significativos
y emocionantes de su vida.
Veintiún años y cinco meses antes de este día, Jorge había sufrido un
accidente en la fundición donde trabajaba, en Grove City, Pensilvania.
Accidente en los altos hornos de fundición
Incontables veces durante los años que Jorge había trabajado en los
altos hornos había repetido la misma rutina sin contratiempos. Llenaba un
vertedor relativamente pequeño, del hierro fundido del tanque al lado del
horno de fundición, y él y dos hombres más, lo llevaban al lugar dispuesto
para verter el hierro en los moldes que debían hacerse ese día.
La mañana del 10 de diciembre de 1925, se les llenó el vertedor más
allá de lo acostumbrado. De regreso al horno, vieron que había quedado
una pequeña cantidad de metal en el vertedor. Se apresuraron entonces,
antes que se solidificara, a devolverlo al gran depósito que estaba casi
rebosando con metal recién fundido. Al verter el hierro éste salpicó.
“Lo vi venir —dice Jorge—, e instintivamente cerré mis ojos.” Pero un
párpado no es protección contra el hierro fundido candente. “Me quemó a
través del párpado y penetró, cociendo el ojo’ —como dice él.
Soportando el tremendo dolor, Jorge fue llevado inmediatamente a la
Enfermería. La enfermera de la Compañía, removió sin demora la ya
endurecida astilla de metal, que había penetrado a través del párpado, del
tamaño algo mayor que un grano de trigo. Jorge fue enviado urgentemente
a un oculista, quien le suministró un analgésico, y meneando la cabeza
dijo: “Lo siento Orr, pero usted no podrá ver jamás con ese ojo.”
Seis meses de sufrimiento le esperaban.
El hierro es venenoso, y el ojo pronto resultó infectado a pesar de las
precauciones del tratamiento suministrado. Era tan intenso el sufrimiento
que no podía ni acostarse. Por seis meses durmió, lo poco que podía, en la
sala de estar para no perturbar al resto de la familia.
El año siguiente Jorge consultó una serie de doctores, incluyendo uno
muy famoso de Butler, Pensilvania. Este último, después de examinar el
ojo afectado, le internó en el hospital, en donde después de detenidos
exámenes, se dio el veredicto final: Fue que no vería jamás con el ojo
derecho. Por consiguiente, en 1927, el Estado de Pensilvania le otorgó una
compensación por la pérdida de un ojo en horas laborales.
Hacia la ceguera total
Era suficiente haber perdido un ojo; pero, para su peor calamidad,
comenzó a notar que gradualmente el otro ojo se ponía mal. Se le hacía
más difícil leer, y “mucho antes de que oscureciera —refiere él mismo—,
tenía que dejar lo que estaba haciendo, simplemente porque no podía ver.
Nunca dije nada a mi familia, pero ellos sabían, como yo, que estaba
perdiendo la vista.”
Jorge fue entonces a un oculista en Franklin, Pensilvania, uno de los
más famosos de la nación en aquel entonces. El especialista le explicó lo
que sucedía: la ceguera de su ojo derecho, había puesto demasiado trabajo
en su ojo “bueno”. A pesar de los anteojos, se había recargado
irremediablemente por la necesidad de complementar la visión.
Jorge investigó de nuevo si era posible que la cirujía pudiera hacer algo
en favor del ojo dañado, pero de nuevo la respuesta fue negativa: Las
lesiones habían sido demasiado profundas. Jorge iba a ser víctima segura
de la ceguera total.
Fue a principios de 1947 que la hija mayor de Orr, que vivía en Butler,
informó a su padre de unos programas que había escuchado por la radio, y
sugirió que él y su mamá fueran a uno de estos servicios religiosos.
En marzo asistían al primer culto de evangelización y sanidad corporal.
“No me convencí la primera vez —dice Jorge—. Yo sabía que había
muchos predicadores de Sanidad Divina que no eran lo que debían ser, y
me puse en guardia. Tenía que estar seguro de este ministerio antes de
poder merecer de lleno mi confianza.”
Esa noche, él y su esposa discutieron largamente sobre el servicio.
Jorge reflexionó mucho mientras hablaban, y finalmente dijo: “Sabes,
estoy seguro que Catalina Kuhlman tiene algo. Quiero asistir de nuevo;y
la próxima vez entraré de lleno en el servicio, prestando toda mi
atención.”
Durante los dos meses siguientes, acudieron varias veces, y Jorge dice:
“Mis dudas desaparecieron cuando vi el alcance y la seriedad de aquel
ministerio. Yo supe que era algo real.”
El día 4 de mayo era domingo, y los Orr tenían visitas. Dos de sus hijos
casados vinieron con sus familias, y habían planeado una comida especial
de domingo para la una en punto.
Una visita providencial
Hacia las 12, unos amigos de ellos se detuvieron; eran una pareja joven
que iban rumbo al servicio.
“Pensamos que tal vez ustedes quisieran venir con nosotros, Jorge.
¿Por qué no?” —les preguntaron.
“No —dijo Jorge—, tenemos visitas y no hemos comido todavía.
Además, es muy tarde; no hallaríamos asientos.”
Pero sus hijos, sabiendo que de no estar ellos allí su padre hubiera
asistido a la reunión, insistieron en que sus padres fueran, y ellos
finalmente consintieron.
Subieron en el automóvil de sus amigos.
Llegaron tarde y el culto había dado comienzo. La sala estaba llena y
ya se habían resignado a quedarse de pie por las tres y media o cuatro
horas que solían durar aquellos cultos especiales del domingo, cuando
vieron en la cuarta fila de la sección del centro, cuatro asientos exactos.
“Parecía que esos asientos nos habían estado esperando —dice Jorge
—. Entramos y nos sentamos”.
Muchos fueron los sanados ese día, pero Jorge no se encontraba entre
ellos. “Entonces —dice él— la señorita Kuhlman dijo algo que yo no
había oído nunca antes. Dijo que la sanidad era para todos exactamente
igual como la salvación del alma, mediante la fe.”
Una oración concisa
“Si es así —pensé y dije— ‘Dios, sana mi ojo por favor’. Yo no pedí
por ambos ojos”.
Eso fue todo para Jorge Orr. Inmediatamente el ojo ciego le comenzó a
arder intensamente. Aunque tenía fe de que Dios le sanaría ese ojo, Jorge
no se percató de inmediato de lo que estaba sucediendo.
Su párpado quemado en aquel accidente, tenía la forma de una letra V.
Frecuentemente al bajar las pestañas, se le enterraba en el ojo causándole
dolor y ardor. Jorge pensaba que lo mismo le estaba ocurriendo ahora, pero
luego notó que una señora estaba a su lado, le miraba insistentemente la
pechera del abrigo. El bajó la vista para ver qué veía allí, y se dio cuenta
de que estaba completamente mojada con las lágrimas que salían copiosas
de su ojo ciego.
“Recuerdo cuán avergonzado me sentí —dice Jorge sonriendo— y cuán
rápidamente saqué el pañuelo y limpié el abrigo”.
La reunión fue despedida y Jorge se levantó y trató de andar por el
pasillo, pero notó que no podía caminar derecho. Se volvió al joven con
quien había venido y le dijo: “Siento algo sobremanera extraño. No lo
puedo explicar, pero algo ha venido sobre mí que no comprendo”.
Por supuesto que era el Poder de Dios, el cual nunca había
experimentado antes.
Las dos parejas salieron de regreso a Grove City.
“Cuando doblamos para tomar nuestra ruta —relata Jorge— noté las
señales de la carretera: Rutas 8 y 62. Nunca antes había visto estas señales,
pero aun así no me di cuenta de lo que pasaba”.
“Subimos sobre la montaña —continúa Jorge— y de pronto, me
pareció como si una nube oscura que cubría el sol, se hubiera apartado
dejando pasar sus fuertes y brillantes rayos. Miré hacia el cielo, pero no
encontré nube en ningún lado”.
Viendo con un ojo “quemado”
Jorge supo que algo tremendo había sucedido.
Pasaban en ese momento, por una parte de la montaña, desde donde se
divisaba otra parte de la carretera más abajo. Jorge cerró su ojo “bueno” y
con el otro —ciego por más de veintidós años— pudo ver los automóviles
subiendo la otra colina.
“Me quedé enmudecido —dice recordando el suceso—. No podía
creerlo, y no dije nada por algún tiempo. Me sentía totalmente asombrado
por tal maravilla”.
Finalmente se volvió a su esposa y exclamó: “¡Puedo ver! ¡Puedo verlo
todo!”.
Cuando llegaron a la casa, Jorge entró en su hogar de una manera no
acostumbrada. La casa está hecha de tal modo que se entra por el pasillo
hacia la cocina. Pero este día, Jorge se fue por la sala, a través del
comedor, a la puerta trasera.
“Al fondo de la cocina —dice él— había un pequeño reloj que yo había
comprado, uno de esos relojes de pared de esfera pequeña. Antes de
acercarme al reloj, mi esposa dijo: ’¿Qué hora es en ese reloj? ¿De veras
puedes ver con ese ojo?’ ”
Jorge se cubrió el otro ojo, y dijo sin tituberar: “Un cuarto para las
seis”.
Su esposa sonrió llena de gozo, y dijo: “¡Oh, gracias a Dios, es cierto.
Tú puedes ver!”.
Notará usted, apreciado lector, que yo no oré por Jorge Orr; ni le toqué.
Su sanidad le llegó sin saberlo yo, cuando se hallaba sentado en el
auditorio, esa tarde de mayo de 1947.
Jorge regresó a la clínica del optometrista que hacía más de veintiún
años le había hecho los anteojos para el ojo “bueno”. Se encontró con que
el doctor que conoció entonces había muerto, y otro le había sucedido en
el puesto. Jorge le pidió que examinará su ojo, pero antes dijo: “Este ojo
tiene una gran historia”.
“Bueno, pues escuchémosla” —fue la respuesta del doctor.
Pero antes de narrar su experiencia, Jorge le preguntó: ¿Cree usted en
la sanidad Divina?”
“Sí, —fue la respuesta—, sí creo.”
Entonces Jorge supo que tenía libertad de hablar, y relató lo que había
ocurrido.
El optometrista le hizo un examen minucioso, en medio del cual
preguntó: “¿Dónde le hicieron sus últimos anteojos?”
Cuando Jorge respondió: “Aquí, en esta clínica”, el oculista dijo:
“Entonces sus registros deben estar aquí. Espere un momento.”
Fue a la oficina de adentro, y regresó con el dosier del antiguo cliente.
Leyó y releyó los informes, a la vez que miraba a Jorge muy intrigado.
Volvió los documentos a su lugar y completó el examen, al final del
cual dijo: “Señor Orr, la cicatriz de su ojo derecho ha desaparecido
completamente.” Pasando a preguntar: “¿Sabía usted cuán
extremadamente mala era la condición de su otro ojo la última vez que fue
examinado?”
Jorge, recordando su gran temor de quedar completamente ciego
afirmó con un movimiento de cabeza.
“Bien —dijo el optometrista—, usted ha sido sanado maravillosamente
no sólo de un ojo, sino de ambos ojos.”
Feliz jugarreta
Unas dos semanas después de su sanidad, Jorge decidió hacerle una
broma al médico que lo había atendido en Butler cuando estaba en el
hospital, o sea el doctor, que había dado su informe a la Mutua del Seguro
Social mediante el cual obtuvo la compensación del Estado por la pérdida
total de su ojo.
“Sabía que no se acordaría de mí después de tantos años, —dice Jorge
— así que llevé a mi esposa y puse en mi bolsillo el certificado de
compensación. Entré en la oficina del doctor como un mero cliente y le
pedí que examinara mi ojo!”
Después del examen, Jorge preguntó: “Bien, ¿cómo me encuentra?”
“En perfecto estado —dijo el médico—. Un ojo supera un poco al otro,
pero es una insignificancia. Mis propios ojos —explicó el doctor— están
en ese mismo estado. Su ojo izquierdo es perfecto: el derecho tiene una
visión 85% normal.”
Con esto, Jorge sacó de su bolsillo el carnet de pensionado por la
pérdida total de un ojo.
El doctor leyó el documento maravillado, diciendo repentinamente,
“Esto es grandioso, esto es realmente grandioso.”
No intentó negar la sanidad; no podía, porque el historial médico
estaba allí, frente a él.
Un milagro fue hecho por Dios en la vida de Jorge Orr.
“¡Señor, que reciba la vista!”, había sido su súplica. Y tal como al
ciego Bartimeo, hace cerca de dos mil años, la respuesta vino: “Vete, tu fe
te ha salvado.” (Marcos 10:52.)
V
Eugenio Usechek
El apuesto joven entró orgullosamente en el Hospital Infantil de
Pittsburgh. Tenía allí una cita para ver a un bien conocido doctor. Esta era
una ocasión especial en su vida, porque iba a ser examinado para ingresar
en la Fuerza Aérea de los Estados Unidos.
Tenía que ver al mismo doctor que lo trató cuando tuvo la enfermedad
de Perth, a la edad de nueve años.
La familia Usechek jamás olvidaría el año que Eugenio, el mayor de

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