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LA_LITERATURA_INDIGENISTA

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Capítulo 2
LA LITERATURA INDIGENISTA
Por: Freddy Molina Casusol
SE HA DICHO en diversas oportunidades que el indigenismo literario ha muerto, pero no se puede asegurar si esto ya es un hecho o si este prosigue su andar adaptándose a las nuevas formas de la realidad que se han abierto camino en los últimos años. El primer ataque en regla que ha sufrido, en un intento por extenderle, de una vez por todas, el acta de defunción, ha provenido de Vargas Llosa. Él, en un libro que ha causado una gran irritación entre los indigenistas locales, La Utopía Arcaica, ha querido desbaratar la visión comunitaria del indio peruano, a través de una lectura liberal de la narrativa inspirada en los Andes. No queremos en este apartado evaluar las tesis vargasllosianas (Ramón Mujica lo ha hecho en un artículo[footnoteRef:2]), sino mostrar el hecho de que ya existe el espíritu de cerrar una época, que tuvo momentos brillantes en las obras de Ciro Alegría y José María Arguedas. [2: Ver Mujica (1994).] 
Un indicio de lo que podría estar sucediendo se refleja en la actitud de escritores tan actuales como Miguel Gutiérrez, quien se ha negado tácitamente referirse a la creación literaria proveniente de los Andes como “indigenismo” o “neo-indigenismo”, con lo cual, en la práctica, está dando por cancelada la corriente[footnoteRef:3]. [3: Dice Gutiérrez: “Por eso como se habrá advertido, he omitido hasta donde era posible las referencias al indigenismo o neoindigenismo, tópicos casi canónicos cuando se habla de las novelas ambientadas en los Andes peruanos, pero que ahora han perdido su razón de ser. También he evitado a aludir a estas novelas con el nombre de ‘novelas andinas’...” (Gutiérrez, 1999: 108). No sólo eso, sino que habla de la desaparición –cual dinosaurios del Jurásico– en las ficciones literarias andinas de aquellos seres que animan su cosmovisión: “Como cualquier realidad, los Andes están signados por la diversidad. Las novelas de Vargas Llosa, Colchado y Rosas Paravicino narran historias y plantean problemas que remiten a la sociedad andina tradicional, a la sierra arguediana, y sería bueno que éstas fueran las últimas novelas de esta temática, pues en el futuro cercano resultarán extemporáneos y epigonales aquellos relatos poblados de wamanis, apachetas y auquis y otros seres de la demonología andina” (Gutiérrez, 1999: 110).] 
¿Se puede decir que el indigenismo ha muerto? En parte sí, si se toma en cuenta que desde las epigonales El mundo es ancho y ajeno y Todas las sangres no ha surgido una novela que reanime la corriente, siendo insuficientes, a nuestro parecer, los esfuerzos en materia cuentística –de Carlos Eduardo Zavaleta y otros– por insuflarle vitalidad. Y en parte no, porque la problemática del indio peruano puede trasvasarse y tomar nuevas formas, ítem manifestado en los sucesos ocurridos en la zona de Ilave, Puno, los que exigirían la aparición, tal vez urgente, de un nuevo Scorza, por lo que las posibilidades de elongación del neo-indigenismo quedarían abiertas.
Para hacer más difícil la cuestión recordemos lo que dijo Mariátegui, en una cita que, a nuestro juicio, anticipa con muchos años de antelación la llegada de Arguedas y nos avisa del genio del socialista peruano para vislumbrarlo:
Tampoco cabe dudar de su vitalidad por el hecho de que hasta ahora no ha producido [el indigenismo] una obra maestra. La obra maestra no florece sino en un terreno largamente abonado por una anónima u oscura multitud de obras mediocres. El artista genial no es ordinariamente un principio sino una conclusión. Aparece, normalmente, como resultado de una vasta experiencia (Mariátegui, 2000: 329).
¿La conclusión a la que se refería Mariátegui no sería Arguedas? Y si esto es así, ¿no estaremos expectando la disolución del indigenismo narrativo tal como lo conocemos?
El presente capítulo está dividido en cuatro “incisiones” –término y metodología de trabajo que hemos tomado prestados del crítico Tomás Escajadillo–. Su objetivo es tener –a partir de una relectura de las principales obras representativas de la narrativa indigenista– una visión general de la corriente. Por esta razón hemos delimitado nuestro campo de trabajo a so lo cuatro autores: Clorinda Matto de Turner (“Aves sin nido”), Enrique López Albújar (“Cuentos Andinos” y “El hechizo de Tomayquichua”), Ciro Alegría (“El mundo es ancho y ajeno”) y José María Arguedas (“Yawar Fiesta”), excluyendo a otros a quienes no se les resta importancia, pero por razones inherentes a la tesis hemos tenido que dejar a un lado.
2.1 Clorinda Matto de Turner o el nacimiento del indigenismo narrativo
A CLORINDA MATTO DE TURNER le pasó lo que a Salman Rushdie con Los versos satánicos: arrojaron su imagen al fuego. Un grupo de intolerantes pensando que su novela Aves sin nido, atentaba contra sus creencias, decidió en buena cuenta encender una pira con su busto y desaparecer de la faz de la tierra todo vestigio humano que la representara en vida. Periodista en Arequipa, Lima y Buenos Aires, colaboradora en diferentes diarios de América Latina. Agasajada por los círculos intelectuales limeños que la acogieron como una de las suyos, acusada de anticatólica, irreverente y atea, y excomulgada por la Iglesia debido al tono anticlerical que exudaba su obra, Clorinda Matto tuvo una vida algo agitada. Su auténtica y sincera devoción por los indios que conoció de niña en la hacienda de su padre, la volcaron a escribir tres novelas que hicieron conocidas las injusticias que sufrían éstos por mano de quienes ejercían dominio o influencia en sus actos. Así fue como nacieron Aves sin nido (1889), Indole (1891) y Herencia (1895), siendo la primera de ellas la más exitosa y la que finalmente le proporcionaría el reconocimiento a nivel internacional. Admiradora de Andrés Avelino Cáceres, seguidora en sus comienzos de Ricardo Palma, viuda del comerciante inglés José Turner y discípula de Manuel González Prada, Clorinda Matto de Turner vivió las tempestades políticas de su época, las mismas que llevaron a que su casa fuera asaltada y que su imprenta fuera destruida por montoneras pierolistas. Nacida en el Cuzco, pero lanzada por las circunstancias a diferentes geografías que la vieron crecer como escritora, la Turner fue una adelantada de su tiempo. Cuando murió en 1909 en Buenos Aires, nunca pensó que el Congreso de su país, quince años después, repatriaría sus restos y le rendiría público homenaje como escritora y mujer de letras. Su obra principal, Aves sin nido, es una de las piezas fundacionales en la historia del indigenismo narrativo.
2.1.1 La crítica de Aves sin nido
La mayoría de la crítica coincide en señalar a Aves sin nido como el punto de arranque del indigenismo narrativo, a excepción de uno: el crítico peruano Tomás Escajadillo. Escajadillo (2003: 65) sostiene que la novela de Clorinda Matto es “el antecedente más importante del indigenismo; no la primera novela indigenista”. En el segundo párrafo del “Planteamiento General” de su reconocida tesis La narrativa indigenista: un planteamiento general y ocho incisiones, anota:
No me mueve ni me interesa ningún factor ‘nacionalista’; no porque doña Clorinda Matto de Turner sea peruana ocultaré mi discrepancia con la crítica nacional y continental que realza el valor de Aves sin nido como novela que inicia el ‘indigenismo’ en Hispanoamérica, como no me mueve a conceptuar a Ciro Alegría y José María Arguedas las ‘cumbres’ del ‘indigenismo’ hispanoamericano el hecho que ostenten la misma nacionalidad (Escajadillo, 1994: 27).
Para el crítico en mención es Cuentos Andinos de López Albújar el que inicia la narrativa indigenista en el Perú. Dice:
Este libro capital inicia un proceso, inaugura un movimiento o tendencia. Antes de López Albújar ya se había incorporado al indio a nuestra literatura. Pero, o era un indio ‘histórico’ del lejano tiempo del incanato, como en los cuentos ‘vernaculares’ de Valdelomar, (...), o era un indio ‘noble’, valioso, pero no-convincente: idealizado, irreal. Una novela de importancia tan grandecuanto unánimente reconocida en un contexto continental como Aves sin nido, caería en esta segunda situación. No hay texto de literatura hispanoamericana o estudio de la novela que no reconozca la significación de la novela de Clorinda Matto de Turner. Sin embargo, a pesar de sus muchos méritos e importancia histórica para el género, la curiosa mezcla de realismo lindante con el naturalismo en algunas escenas, con idealización romántica que contiene Aves sin nido, no consigue producir personajes convincentes, ‘indios de carne y hueso’ (...). Dejando de lado por el momento el ‘problema’ acerca de si su visión del indígena fue ‘positiva’ o ‘negativa’, lo evidente para mí es que con él (López Albújar) se inicia, en el Perú, el indigenismo narrativo, y que sus Cuentos Andinos constituyen la primera muestra con calidad literaria y suficiente verosimilitud de una modalidad narrativa que cada vez nos entregara una personaje –el indio peruano– más logrado y visto con mayor profundidad (Escajadillo, 1972a: 62-63).
Al margen de estas apreciaciones con las que se puede estar o no de acuerdo, Clorinda Matto ya había sufrido la frialdad de la crítica nacional respecto a su obra. Riva Agüero en su Carácter de la literatura del Perú independiente, afirma:
Tal vez si nuestra compatriota hubiera continuado ensayándose en el difícil arte del novelista, si se hubiera dedicado a él asiduamente, habría llegado a adueñarse de sus secretos y habría podido entonces escribir la novela de la Sierra, la novela regional, ser algo así como un Pereda en pequeño. Pero las que hasta ahora ha publicado no pasan de tentativas (Riva Agüero, 1962: 256).
 
Crítica injusta en su primera parte, pues, Clorinda Matto llevaba publicadas tres novelas, Aves sin nido, Herencia e Indole –punto que no ignoraba Riva Agüero, y que si bien “están lejos satisfacer” (Riva Agüero, 1962: 256), suponían ya un ejercicio literario–; y en su segunda parte, también (demás está decir si en ésta no hay una velada censura de género, muy acorde con la atmósfera de la época) porque proyectaban una exigencia que varías décadas después cumpliría largamente José María Arguedas. 
En resumen, la autora de Aves sin nido no gozó ni antes ni después del consenso de la crítica. No fue sino hasta que aparecieron Concha Meléndez (La Novela indianista en Hispanoamérica (1832-1889), Ediciones de la Universidad de Puerto Rico, 1961) y Aída Cometta Manzoni (El indio en la novela de América, Editorial Futuro, Colección Eurindia, Buenos Aires, 1960), las que le dan el sitial correspondiente en la literatura americana; las dos, justamente, mujeres[footnoteRef:4]. [4: El último enfoque de importancia que conocemos corresponde a María M. Caballero Wangüemert. Ver Caballero (1994).] 
2.1.2 La estrategia narrativa
La estrategia narrativa de Aves sin nido, podría decirse, está atravesada por dos grandes líneas, la una vertical y la otra horizontal. En la primera la autora divide a los personajes de su novela entre buenos (la familia Marín y acompañantes) y malos (el cura Pascual, el gobernador Pancorbo y adláteres)[footnoteRef:5]; y en la segunda, el manejo del tiempo en los capítulos alternados hace que exista un efecto de retardamiento en el desarrollo de la acción[footnoteRef:6]. (La trama general está subdividida en 26 capítulos en su primera parte y en 32 la segunda. La novela cuenta además, como pasaremos a ver, con dos desenlaces.) Según Francisco Carrillo (1967a: 51): “el primer tercio de la novela tiene interés y unidad; los diferentes hilos de la narración se preparan para el clímax; las escenas y los diálogos concurren a dar buen efecto”. Posición con la que estamos de acuerdo, pues la narradora intercala escenas y episodios que provocan el interés del lector. El drama de los Yupanqui; la conjura de las autoridades del pueblo de Killac[footnoteRef:7]; la asonada en la casa de los Marín; la muerte de Juan Yupanqui; los efluvios amorosos de Manuel –hijo de Petronila Hinojosa, mujer del gobernador Pancorbo–; la muerte de Marcela y el secreto del nacimiento de Margarita; el arrepentimiento del cura Pascual; y, finalmente, el cuidado de Margarita y Rosalía bajo el brazo protector de Lucía y Fernando Marín, hacen que haya un movimiento en masa en la novela y que ella tenga vida propia. La voz de la narradora que interfiere en varios pasajes de la acción y algunos diálogos quebrando la armonía interna, forman parte de los defectos técnicos que le ha sido señalada. Pero en su haber se puede mencionar favorablemente el trenzado de la materia ficticia para llevar a buen puerto lo que llamamos “el primer desenlace”. Francisco Carrillo escribió además que: [5: En el capítulo IX, Clorinda Matto hace decir a Lucía Marín: “¡Fernando, Fernando mío! ¡Nosotros no podemos vivir aquí! Y si tú insistes, viviremos librando la sangrienta batalla de los buenos contra los malos.” (Matto, 1986: 31) Idea que ingenuamente repite en el cap. XIII: “Sí, Fernando mío; pero acuérdate de que estamos al lado de los buenos....” (Matto, 1986: 39).] [6: Idea prestada de Antonio Cornejo Polar. Ver Cornejo (1989b: 107).] [7: Killac no existe. Tauro al respecto dice: “No existe pueblo alguno con el nombre de Killac. Claramente deriva de “Killa” o “quilla”, voz quechua que designa a la luna; y que, por su desinencia, adquiera una significación verbal” (Tauro, 1976: 33). Por su parte, Luis Alberto Sánchez, fiándose de su portentosa memoria que le juega una mala pasada, hace vivir a Clorinda Matto en su propia novela (recién en La literatura peruana, L. A. S., Edit. Juan Mejía Baca, Tomo III, Lima, 1981, p. 1070, corrige su error). Dice: “Ella vivió en Killac, cerca del Cuzco, donde ocurre la novela...” (Sánchez, 1976: 499). Manrique, dirimiendo en el asunto, concluye: “No existe duda alguna acerca de que Killac, el escenario de Aves sin nido, es la versión literaria del pueblo de Tinta, donde Clorinda Matto radicó desde su matrimonio hasta abandonar el Cusco...”(Manrique, 1989: 91).] 
Aves sin Nido debió concluir en la primera parte; para entonces, el cura Pascual, el principal promotor del atentado contra los esposos Marín, cae arrepentido; el gobernador, también arrepentido, abandona la posición desde la cual hacía tanto mal; las hijas de las víctimas han quedado amparadas bajo la protección de los esposos Marín; éstos han logrando desenmascarar una injusticia; nace un nuevo amor entre los jóvenes Manuel y Margarita; y, como conclusión, se menciona que los dos “aves sin nido” son los huérfanos cuyo porvenir está asegurado; nada más hay, pues, que desear; todo ha concluido bien, todo es lógico (Carrillo, 1967a: 51-52).
No estamos de acuerdo con este punto de vista. Cabe la posibilidad de que la autora, insatisfecha con los resultados de su primera entrega, decidiera ampliar la novela hasta completar los vacíos y cabos sueltos en ella. Por ejemplo, queda como duda el origen del nacimiento de Margarita. Se insinúa en las escenas finales de la primera parte que pudo haber sido el cura Pascual, pero no hay nada claro. Esto se resuelve en la segunda parte, cuando se sabe que el antiguo cura de Killac, Pedro Miranda y Claro, es el padre tanto de Margarita como de Fernando. Sólo allí se resuelve la incógnita, al final de lo que llamamos “el segundo desenlace”. La Matto se vio, pues, impelida a continuar la novela por la fuerza de una demanda interna y, es justo decirlo, para alargar el éxito de la primera entrega. En ese sentido, como bien ha sido observado por la crítica, esto atenta contra el argumento que a veces adquiere un tono artificial. Con todo, Aves sin nido –a pesar de lastrar un romanticismo cursi– es una novela que se puede leer bien en la actualidad, lo que habla bien de su autora y sus cualidades literarias.
Se ha acusado, por otro lado, a Clorinda Matto de Turner de ocultar en Aves sin nido al terrateniente en la estructura de explotación del indio. Tomas Escajadillo, uno de los más severos críticos de la novela, dice: 
Es sintomático, una muestra de su inmadurez y de su tremenda distanciacon los novelistas verdaderamente ‘indigenistas’, el hecho de que a doña Clorinda no se le ocurra incluir al ‘gamonal’ como uno de los ángulos de la ‘trinidad embrutecedora’. En esto, hay que reconocerlo, la Matto simplemente se somete a las limitaciones de su maestro e ideólogo, Manuel González Prada, cuya ‘trinidad embrutecedora’ de 1888, no incluye al propietario de tierra, cosa que sí ocurre en un texto suyo publicado por su hijo sólo en 1924...(Escajadillo, 2003: 72).
Eso es inexacto. Eugenio Chang Rodríguez, replicando la especie, explica:
Es injusto acusar a esta escritora por no ser suficientemente explícita para identificar abiertamente al gamonal. Su prerrogativa estética la conduce a trastocar con hábiles recursos literarios la realidad del espacio literario de sus personajes. No es cierto que por esto falle en su análisis de la realidad nacional. Al examinar una obra hay que tener en cuenta las limitaciones cronológicas, la ideología de la época y el grado de adoctrinamiento que alimenta la escritura. Su exposición debió de ser muy clara y muy atrevida para sus lectores inmediatos, pues ella sufrió persecución y destierro. No exijamos a escritores peruanos del siglo XIX la visión dialéctica del conflicto entre feudalismo y capitalismo que hoy tenemos (Chang-Rodríguez, 1984: 371).
 
Nelson Manrique, por su parte, cargado de información biográfica cien años después de publicada la novela, se pregunta:
¿Pero qué hay entonces de los terratenientes, a quienes supuestamente Clorinda Matto encubriría por ser ella misma una de ellos? Es necesario realizar algunas precisiones imprescindibles. En primer lugar, aunque durante los primeros años de su vida pasó temporadas en la hacienda paterna, Paullo Chico, no hay evidencias que permitan suponer que ése fue el medio principal en el cual se desenvolvió su vida. Apenas llegada a la edad escolar ella fue internada como becaria en el Cusco. Una vez concluidos sus estudios pasó tres años en la casa paterna, y en adelante no volvió a tener relación con la hacienda familiar, que, como ya señaláramos, fue entregada en herencia a los hijos del segundo matrimonio de su padre. Casada a los diecinueve, se fue con su esposo a vivir a Tinta, en una zona alejada de aquella donde estaba emplazada la heredad paterna: Paullo Chico queda en Calca, al norte de la ciudad del Cusco, mientras que Tinta queda al sur, sobre el estratégico camino que une Juliaca con el Cusco... No es tanto la hacienda sino más bien la expansión del capital comercial precapitalista la verdadera base sobre la cual se erigió la estructura de dominación gamonalista. (Manrique, 1989: 94-95).
 
Manrique, apoyándose en un análisis documentado sobre el mecanismo de explotación al que estaban sometidos los indios cuzqueños de Quiñota en 1881 –el rescate de lanas, coincidente con el descrito en la novela–, concluye:
Clorinda Matto de Turner no escamoteó, pues, el papel de los hacendados, para el lugar y la época que ella describe en su novela éste no era relevante. Tampoco ella era una terrateniente, que con su inconciencia (sic) sobre el lugar que ocupaba en la estructura social expresara ‘la insensibilidad de una clase’ (Manrique, 1989: 95).
Lo que sucede, y en esto la agudeza de Nelson Manrique enciende la luz, es que la crítica
ha proyectado retrospectivamente, sobre el siglo pasado, la imagen que presentaba sobre la cuestión agraria durante la década del veinte de nuestro siglo, período del máximo esplendor del indigenismo, que tan decisivamente ha influido en la formación de muchas de las imágenes hasta hoy vigentes sobre la naturaleza de nuestra sociedad y sus problemas. En cambio, los negociantes de lanas, cuyo papel –según vimos– subestiman los críticos de Aves sin nido, ocupaban efectivamente el centro del escenario; constituían el eje de la estructura de dominación y explotación de la población india establecida desde seis décadas atrás (Manrique, 1989: 95).
¿Mariátegui y Valcárcel son los responsables extemporáneos de esta distorsión? No lo sabemos. En todo caso, ha quedado demostrado que la percepción de Clorinda Matto fue acertada y que la crítica literaria trastabilló en su momento debido al peso de la realidad histórica.
Salvo el cura Vargas, que emplea el poder para satisfacer también su sexualidad reprimida por el celibato, los otros ‘notables’ concentran sus propósitos en la obtención de beneficios económicos más o menos directos. Es curioso, sin embargo, que en ningún caso se explicite claramente la situación de las autoridades en el plano de la producción económica, quedando en el misterio la índole específica de sus actividades en este orden,
ha escrito Antonio Cornejo Polar (1989b: 15), refiriéndose al abuso de poder del cura Vargas y el gobernador Pancorbo en la novela Aves sin nido, deslizando una idea que queremos discutir. Esta idea planteada, de claro tinte marxista, por Cornejo, es una interpretación –legítima– de Aves sin nido; sin embargo, creemos que cuando se le pide a la novelista orientar el mundo de sus ficciones –aunque tengan asidero con la realidad que trata de retratar– hacía un tipo de dirección ideológica se comete un error. El mismo error que, en sentido contrario, comete Vargas Llosa en Historia de Mayta en su afán de dejar mal parada una ideología –la socialista–, canalizando sus “demonios literarios” para crear personajes, forzar situaciones y convertir su relato en algo artificial, atentando contra aquello que él mismo había venido sosteniendo en diversos ensayos: la invisibilidad y omnisciencia del escritor. En ese sentido, Historia de Mayta es una novela de antítesis del novelista peruano[footnoteRef:8]. Cuando Cornejo (1989b: 16), en una primera impresión, resalta en Aves sin nido –posteriormente en otros estudios abandona este tipo de análisis– “la elusividad de la base económica”, exige algo que no podía ser Clorinda Matto: marxista. Y es más, le añade un nuevo reclamo: que no escribiera una novela desde ese enfoque. Eso se deduce de sus propias conclusiones: “De esta manera queda en claro que Aves sin nido o elude referir la situación económica de los “notables” que tienen función protagónica o despersonifica, evitando su representación directa, a quienes sí actúan inmediatamente en la actividad económica” (Cornejo, 1989b: 16). “Este énfasis en la inmoralidad de los ‘notables’ tiene relación con la preocupación ‘administrativa’ que impregna la perspectiva del relato. En ambas se privilegia ciertas dimensiones típicamente superestructurales y se diluye la observación sobre la base económica y su dinámica concreta.” (1989b: 18). Nosotros pensamos que Clorinda Matto, a pesar de su clara intención de denunciar los abusos cometidos contra el indio en su época, no tenía como propósito explicitar una ideología. Si su forma de pensar, su manera de encarar la realidad era “burguesa” o no[footnoteRef:9], como sus críticos desde la izquierda desenterraron de la novela, no era, estimamos, una preocupación fundamental en ella; y menos, como se quiso hacer luego, un motivo de censura[footnoteRef:10]. Lo que a ella le interesaba era escribir (con irregular estilo, por cierto, pero que formaba parte de una manera, diríase decimonónica, de narrar de aquel entonces) y denunciar un estado de cosas signado por el abuso. Desde ese punto de vista sí se la debe discutir: si su manejo de la técnica narrativa era eficaz, si sus personajes estaban bien logrados o si alcanzaba cotas de verosimilitud su ficción. Creemos, en todo caso, que referidas críticas encuentran su justificación debido a las condiciones de la época en que fueron expresadas y en las que se exigía un compromiso del escritor. Los setenta tenían la marca de Sartre y a esto no escapaba cierta crítica, que, con anteojeras ideológicas, controlaba el comportamiento de los novelistas. Cornejo, un magnífico crítico, estuvo adscrito a ese planteamiento. [8: Es importante precisar que Vargas Llosa se propuso en Historia de Mayta un desdoblamiento en el que el narrador de la ficción cuenta la maneracomo la va construyendo, en tanto, como en un juego de espejos el novelista (Vargas Llosa) se ve reflejado también en sus líneas. En realidad, el efecto, creemos, no funcionó, pues, el narrador aparece interrumpiendo la trama de manera inoportuna. Ver Vargas Llosa (1984) y Saumell (2001).] [9: Hay que recordar que Karl Marx leyó La Comedia Humana de Balzac y no la apostrofó. Le fue útil para examinar la burguesía de su tiempo [Miguel Gutiérrez recuerda que ésta fue calificada como “la epopeya de la burguesía”(Gutiérrez, 1988: 148)]. Paul Lafargue, asistente del autor de El Capital, escribe: “[Marx] Situaba a Cervantes y a Balzac por encima de todos los novelistas. Veía en Don Quijote la épica de la caballería en desaparición, cuyas virtudes eran ridiculizadas y escarnecidas en el mundo burgués en ascenso. Admiraba tanto a Balzac, que quería escribir una crítica de su gran obra, La comedia humana, tan pronto como hubiera terminado su libro de economía. Consideraba a Balzac no sólo como historiador de su tiempo, sino como el creador profético de personajes que todavía estaban en embrión en los días de Luis Felipe y no se desarrollaron plenamente sino después de su muerte, con Napoleón III.”(Lafargue, 1964: 237). (Claro que comparar a Clorinda Matto con Balzac sería una exageración, pero la cita es instructiva para proponer una reflexión).] [10: Un ejemplo de ello es la siguiente apreciación crítica de Escajadillo. Dice: “Pues bien, ¿no es realmente digno de comentario el que los “héroes de la novela, los esposos Marín –“héroes a pesar de la Gerencia de dudoso abolengo, en la tradición indigenista, que ostenta “don” Fernando–, los adalides y portaestandartes en el universo novelado del “sentimiento de reivindicación del indio”, sus máximos defensores; en suma, una suerte de ángeles foráneos que han descendido a Kíllac para defender al indio, para luchar por su redención, abandone la lucha porque... ¿¡Lucía va a ser madre!? Lo cual provoca otros sentimientos de la misma índole, que revelan una concepción del mundo notoriamente burguesa, una actitud ideológica (por parte de personajes y también por parte del yo del narrador omnisciente) que en última instancia significa el engrandecimiento desmesurado de los “valores” de una clase social dada; todo ello –digámoslo claramente– debilita enormemente la importancia de la actitud militante a favor de la clase desposeída, los indios” (Escajadillo, 2003: 75).] 
En conclusión, Aves sin nido forma parte fundamental del indigenismo narrativo. Su estilo, impregnado de un romanticismo que a veces causa aspereza por su tono cursi y melodramático, responde, pensamos, a un esfuerzo por no verse cercada por el tema social que la llamaba. Su autora, Clorinda Matto de Turner, por otro lado, fue una adelantada para su época. Planteó desde las páginas de su novela la anulación del celibato sacerdotal y denunció los atropellos de los curas de provincias, ganándose las invectivas de la iglesia. De igual modo creyó –siguiendo a su maestro González Prada– que la redención del indio se encontraba en la educación[footnoteRef:11]. La crítica, no siempre justa con ella (afirmó entre otras cosas –para desmerecerla– que su propuesta formaba parte de un proyecto de modernización capitalista[footnoteRef:12]), señaló más sus fallas que sus aciertos. En lo que sí estamos de acuerdo con ésta es que Aves sin nido adolece de “una visión todavía incipiente e incompleta de la visión andina” (Cornejo, 1989b: 36) (la que luego se configuraría con los aportes de López Albújar, Alegría y Arguedas). La omisión que posteriormente hizo Mariátegui de su obra, no hizo sino despertar la atención sobre su presencia en la literatura peruana. Por último, proyectó la imagen de la mujer de su tiempo, y en cierta forma la emancipó provocando, con los años, una discusión alrededor de su figura y su literatura. [11: Luego éste cambio de posición. Fernando Arribas ha señalado: “Pero esa coincidencia de ideas acabó por romperse cuando González Prada, como resultado de su evolución personal e intelectual, radicalizó cada vez más sus posiciones en relación con la realidad peruana general y con el tema indígena en particular. Así, mientras CMT (Clorinda Matto de Turner) permanecía apegada a la ideología liberal burguesa, González Prada acababa por reconocer en la propiedad privada el enemigo central de su lucha. Para el momento de la muerte del novelista, González Prada, que se acercaba con creciente rapidez a la posición anarquista que habría de conservar hasta el fin, ya había identificado definitivamente el “problema indígena” como esencialmente económico y discrepaba abiertamente de la posición “pedagogista” que tanto él como CMT habían mantenido en el pasado” (Arribas, 1991).] [12: Esto ha sido sostenido por Cornejo Polar (1989b: 25) y con mayor fuerza por Arribas (1991). Al respecto, Efraín Kristal ha escrito: “Intelectuales como González Prada y Clorinda Matto de Turner simpatizaban con la industrialización en la esfera económica, y con el positivismo en el campo intelectual. Sus principales enemigos políticos no se hallaban en la oligarquía terrateniente, sino en la oligarquía exportadora” (Kristal, 1991: 32). “La crítica de Clorinda Matto de Turner (así como la de González Prada) estaba en contra de la oligarquía y a favor de la industria” (Kristal, 1991: 146).] 
2.2 López Albújar y la imagen del indio
SERÍA ENRIQUE LÓPEZ ALBÚJAR quien habría de tener el extraño privilegio de punzar con sus relatos la imaginación de un joven escritor andahuaylino, interesado como él –pero con mayores recursos– en el mundo de los Andes. José María Arguedas apenas había pisado el umbral de la universidad cuando se interesó por esas historias que dibujaban la silueta del indio y que, en su memoria y sus recuerdos infantiles, se tornaba irreconocible. De esa rebeldía contra lo que consideraba una desfiguración de la raza india, escribiría sus primeros relatos que luego reuniría en un pequeño libro de nombre transparente: Agua. Pero ¿quién era este escritor que había provocado la reacción de un joven que, con el paso de los años, pasaría a convertirse en uno de los más fieles exponentes del mundo andino? Enrique López Albújar (1872-1966) fue un narrador chiclayano –según Luis Alberto Sánchez, un zambo (Tord, 1978: 183)– que dedicaría su vida a retratar paisajes, personajes, mitos, en historias salidas de su cálida pluma norteña. Mariátegui en sus 7 ensayos luego le daría estatura al considerar sus Cuentos Andinos (1920) en El proceso de la literatura, en desmedro de Clorinda Matto de Turner y su Aves sin nido. Tomás Escajadillo, posteriormente, desarrollando la ruta señera mariateguiana, han considerado a López Albújar y sus primeros relatos como iniciadores del indigenismo narrativo. Vargas Llosa, quien lo entrevistó en 1955 para el Suplemento El Dominical de El Comercio, lo recuerda así: “Neruda y Vallejo no le gustan, porque lo dejan ‘frío’. Cree que eso no debe escandalizar a nadie, porque tampoco le produce el menor placer la lectura de la Ilíada o la Odisea. No niega el valor literario de tales obras, por cierto; se limita a precisar que su sensibilidad y afición literaria es de otra índole” (Vargas Llosa, 1996b: 59). Lo que observado con detenimiento nos da una idea aproximada de sus inclinaciones literarias: desatenta con obras de envergadura y, por oposición a la elaboración poética que lo dejaba imperturbable, deducimos, proclive al gusto popular[footnoteRef:13]. [13: Washington Delgado, uno de los intelectuales peruanos que mejor lo ha auscultado opina que: “López Albújar, por nacimiento y provinciana formación, es un escritor positivista, heredero de Balzac y Pérez Galdos en su obra narrativa, más vinculado estéticamente, a Luis Benjamín Cisneros que a Rubén Darío y su coro modernista” (Delgado, 1997: 12). Sin duda, un juicio certero, pues, basta observar como el reguero de los personajes de López Albújar saltan de una historia a otra para comprobar la influencia del autor de La Comedia Humana.]Mario Castro Arenas, quien alguna vez también analizó su obra y personalidad, dijo lo siguiente:
 
López Albújar se yergue como un solitario. Un solitario que sólo combate en batallas personales, con armas propias no tomadas en préstamo. Un solitario apartado tempranamente del brillo enceguecedor del modernismo y erigido abanderado de un áspero y renovado realismo. Un solitario, en fin, mezcla de anarquista y de iconoclasta, que desprecia verdades prefabricadas, capillas, grupos, academias, ateneos (Castro Arenas, s/f: 157).
En resumen, la postura de López Albújar frente a la vida fue la de una personalidad independiente[footnoteRef:14]. [14: “Yo nunca fui un gregario ni he sido camarada ni mucho menos comparsa. He hecho mi obra sin tener admiradores ni consultores, sin vistas a la notoriedad y nunca envié mis libros ni a los cronistas ni a los críticos”, dice López Albújar dando fe de esa línea de conducta. Ver Cáceres (1981: 100). Ver también Castro Arenas (s/f: 159) y Escajadillo (1972a: 65-67).] 
El indio en López Albújar
El personaje indio de López Albújar, en general, es rebelde, circunspecto y desafiante como el Conce Maille de Ushanan Jampi –uno de sus relatos más celebres–, pero también salvaje, fiero y deshumanizado como el reflejado entre los comuneros de Chupán, quienes desoyendo los ruegos de la madre de este, destripan, desollan y abren por la mitad a Maille entre gritos y risotadas[footnoteRef:15]. [15: El derecho consuetudinario y la forma de administrar justicia en las comunidades andinas se hallan retratados en este relato. Ver el detallado análisis de Ezequiel Ayllón, reproducido por Mariátegui (2000: 339) y un último trabajo sobre el tema de Rodolfo Vega (2003).] 
Esta última imagen ha sido discutida arduamente por la crítica preocupada por, en algunos casos, salvaguardar el legado de López Albújar –es el caso de Escajadillo–, y en otros por presentar lo más fiel posible lo que éste pensó realmente del indio –Sánchez y Oviedo–. 
El indio de López Albújar suscita distancia, pues desfigura u obvia características nobles de la raza indígena como la reciprocidad,, explotándose lo peor de su alma para plantear un indio tremebundo, de aspectos monstruosos.
López Albújar, desde su papel de juez de provincias, dibuja un indio impregnado de todos los males de la humanidad y sediento de sangre con el fin de encontrar audiencia en el lector. 
Si bien es cierto que aprovecha su experiencia de magistrado, López Albújar rescata lo horroroso[footnoteRef:16] y truculento del indio para recrear sus cuentos –salvo en algún caso en el que recuerda los aspectos míticos de su cosmovisión[footnoteRef:17], u otro en el que destaca su heroicidad en un pasaje nacional–. [16: Según Carrillo: “el sentimiento trágico, horroroso, que los críticos ven en la obra indigenista de López Albújar es, simplemente el que resalta a nuestros ojos desacostumbrados a la realidad. Si miramos al indio desde el mismo ángulo del autor, lo vemos amoroso filial, dando su vida por pasar unas horas con su madre; admirable en su laboriosidad comunal; sensible en la conservación de sus leyendas; respetuoso y solemne con sus leyes y costumbres; alegre hasta la exageración en sus fiestas; humorístico y pícaro en “El trompiezo” de Nuevos Cuentos Andinos; heroico cuando descubre la patria; sobrio en lo demás. El mérito de López Albújar consiste, precisamnte (sic), en haberse acercado al indio sin prejuicios sociológicos o literarios, y ha logrado, por esta razón, captarlo en sus diferentes aspectos. Y debe el lector ponerse en el mismo ángulo para lograr recrear su mundo” (Carrillo, 1967b: 149).] [17: Los tres Jircas es el reverso de la medalla en la serie de cuentos de López Albújar: nos cuenta el origen de tres montañas huanuqueñas, Marabamba, Rondos y Paucarbamba, a través de una disputa amorosa de tres bravos guerreros indios, Runtus, Maray y Paucar, quienes se pelean por el amor de Cory-Huayta, la hija del indio más viejo de la población de Llicua, Pillco Rumi. Este relato, que termina cuando el dios Pachacamac, ante una invocación de Pillco Rumi, castiga a los tres guerreros convirtiéndolos en montañas, es uno de los más vistosos que ha escrito López Albújar y nos muestra el lado mítico del indio, ése que aparece escamoteado en sus primeras historias ambientadas en los Andes y nos acercan, aunque borrosamente, al alma del indio peruano. Tito Cáceres Cuadros se introduce en la estructura de este mito en Notas sobre un mito: “Los tres jircas”, en Indigenismo y estructuralismo en López Albújar, Tito Cáceres Cuadros, pp. 44-49. Una empresa similar ha sido realizada por el prof. González Montes en De lo Verosímil Práctico a lo Verosímil Mítico, Tesis de Bachiller, Antonio González Montes, Lima, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1972. Cuentos Andinos se completa con cuatro historias más: El hombre de la bandera, El licenciado Aponte, El caso Julio Zimens, La mula de taita Ramun, que nos presentan respectivamente la rebeldía, el desarraigo, la miseria y las costumbres indias. La soberbia de un piojo es un caso aparte: la vena irónica parece haber sido descubierta por el escritor en este relato para, al final de éste, imponer con indescriptible humor negro la muerte de un piojo entre las uñas de un anciano. [Para un análisis pormenorizado de estos relatos, ver Escajadillo (1972a)]] 
Dice a través de un personaje de La soberbia del piojo:
Porque el indio no es idiota; es imbécil. Pero de la imbecilidad se puede salir, de la idiotez no. La imbecilidad, como usted sabe, se cura tonificando el alma, sembrando ideales en ella, despertándole ambiciones, haciéndole sentir la conciencia de la propia personalidad. Y el indio, aunque nuestros sociólogos criollos piensan lo contrario, no es persona: es una bolsa de apetitos (López, 1991: 24).
Esta opinión –que lo emparenta directamente al boliviano Alcides Arguedas de Pueblo enfermo, por el tono despreciativo y desdeñoso hacia la raza indígena– no fue la única del escritor norteño, sino que en alguna otra ocasión le hizo decir al personaje-narrador de El licenciado Aponte, que el espíritu del indio estaba alimentado de “la superstición, todo ese cúmulo de irracionales creencias con que parece venir el indio al mundo y a las que por ejemplo, la fe de sus mayores, las leyendas juradas de los ancianos, la bellaquería de los sortilegios y hechiceros, se encargan de alimentar desde la infancia” (López, 1991: 77).
Finalmente, todavía nos preguntamos cómo Hugo Blanco ha hecho una mención de López Albújar en una carta escrita a Arguedas y no se haya exaltado un ápice por estas generalizaciones harto prejuiciosas del indio (Arguedas, 2000: 85-86)[footnoteRef:18]. [18: Ver también los “textos no ficticios” –así los llama Escajadillo– publicados en Amauta, Sobre la psicología del indio, que alimentan la polémica del indigenismo entre Sánchez y Mariátegui y que, en nuestra opinión, sirvieron para modelar, sin maquillajes o afeites, algunos personajes de sus relatos, en Aquézolo (1987: 15-21).] 
El hechizo de Tomayquichua, la única novela de López Albújar que recogería el paisaje de los Andes, encierra en sus páginas la historia de amor cruzada de dos amigos íntimos, Ricardo Andraca y Julio Quesada. Andraca es un joven pintor limeño, quien seducido por los encantos de una bella mestiza tomayquichuina, Miquita Villegas, decide quedarse en el campo y echar atrás la frivolidad de la ciudad. Quesada, encomendado por el padre del primero, un prospero banquero de la capital, parte a Huánuco al rescate de su amigo, sin pensar que en la travesía se vería envuelto en una serie de situaciones que le harían comprender la determinación de aquél. La novela desde un inicio deja sentir su exterioridad frente al universo que está retratando, tanto desde el punto de vista del narrador como del personaje que la recorre. La primera visión del indio presentada es la de un pongo listo a atender al doctor Quesada a poco de su llegada a tierras huanuqueñas. Sorprendido por la actitud del amo al cruzarun puente de tablas resbaladizas y desafiar las fuerzas del río Huallaga –que “jala” al que osa atravesarlo a caballo–, el indio que aparece es un ser temeroso y cobarde, hundido en sus “supersticiones”. Las mismas que explican, en un segundo momento, la relación de Ricardo y Miquita revestidas bajo las formas de embrujo y hechicería. De otro lado, el indio de la hacienda de Ricardo Andraca, es un indio aislado en un islote de terreno en el que han quedado abolidas las diferencias raciales y sociales que sufren sus demás congéneres. Andraca ha inculcado a sus subordinados que todos pueden ser iguales a él, si realizan un esfuerzo por conseguirlo. Dice: “Ya me dicen ‘señor’, ‘don Ricardo’. Saben que al hablar conmigo no tienen por qué hacerme genuflexiones ni menos besarme la mano, como hacen con los hacendados del contorno” (López, 1963: 40). Por ello, el indio que trabaja a su servicio reconoce en el misti una desigualdad natural producto del mérito personal[footnoteRef:19]. Los indios de Andraca ya saben que la vitrola y la radio, símbolos de la modernidad, no son obra del demonio y sí del progreso. Para resolver sus problemas, asimismo, los indios de la novela recurren al brujo, como lo hacen Gregorio Ferrer y Melquiades ante la amenaza que significa la irrupción de Quesada en sus tierras y su relación con las indias lugareñas. Ellos dos se alían y exaltan una especie de regionalismo del amor consistente en la pertenencia de la mujer a un hombre del lugar. O sea, son decididos partidarios del machismo andino. La india que puebla el relato de López Albújar, por otra parte, explica el fenómeno del enamoramiento debido a la acción nociva del “rabudo” (el diablo), a quien responsabiliza de los desvaríos del hombre por una femina. La humildad en El hechizo de Tomayquichua está representada por la madre de Rosario Villegas. Ella, abogando por su hija, resuelve ir a la capital para entrevistarse con el doctor Quesada y buscar solución a los males de amor de Rosario. La india Isabel llega a decir en su ansiedad: “Tiene’sté mucha razón, don Julio. Mi hijita no sirve ni para querida de un siñor como’sté. Para sirvientita, todavía...” (López, 1963: 165). Es decir baja la cerviz ante el misti todopoderoso. El indio es machista, toma a la mujer por la fuerza, como ocurre con Ferrer, que para probar su hombría decide raptar a Rosario antes de que el “señorito” de la ciudad, Julio Quesada, se la lleve. Sin embargo, se redime cuando es capaz de morir por ella al final. Según el análisis de un crítico extranjero, la novela de López Albújar contiene “un proyecto de síntesis” entre la cultura andina y occidental condenada al fracaso: [19: Carrillo ha escrito pertinentemente que: “[Para López Albújar] El indio siervo, el de las mayorías, el que constituye básicamente el problema social del Perú, permanece en la penumbra para él. El problema que exasperó a Clorinda Matto y que exaltó a González Prada es para López Albújar una visión parcial y prejuiciada de la lucha. El autor piurano, o chiclayano, ve al hombre como un ente que lucha, no como un grupo que azota a otro. No nos asombre, pues, que César Vallejo lo dejara frío, como él mismo lo admite” (Carrillo, 1967b: 148).] 
Tal frustración se refleja en el destino de las dos relaciones amorosas que se narran en la novela. Por un lado, Andraca y Miquita nunca llegan a casarse (su vínculo queda en los límites de la ilegalidad) y no tienen posibilidad de tener hijos. Por otro lado, la relación entre el psiquiatra y Rosario termina en el fracaso. Y no sólo eso, Rosario reconoce determinadas cualidades en Ferrer (un antiguo pretendiente del pueblo) y opta por quedarse con él, rechazando al doctor capitalino que ha regresado a la sierra con el propósito de proponerle matrimonio. Definitivamente, este cambio de actitud de Rosario refleja tanto el rechazo de los grupos populares a un proyecto de nación conducido por cierto sector de élite capitalina, como también la necesidad y preferencia por dirigir su propio destino (Castro Urioste, 1999: 163).
En otra línea de análisis, hemos visto un apreciable esfuerzo del escritor por presentar un producto respetuoso de las técnicas modernas de narración. El uso de la elipsis para suprimir hechos prescindibles en los saltos de un capítulo a otro y la presencia del monólogo interior, además de diálogos rápidos y fluidos de los personajes (incluso el desarrollo de una leyenda dentro de la historia central, recurso utilizado por escritores como Ciro Alegría en El mundo es ancho y ajeno), dan fe de una preocupación y evolución de López Albújar, las que no se veían perfiladas con nitidez en sus anteriores producciones de temática andina, entiéndase Cuentos Andinos como Nuevos Cuentos Andinos, respectivamente.
En conclusión, la visión del indio de López Albújar por los parajes andinos[footnoteRef:20] incita la respuesta literaria de un escritor –José María Arguedas– y alimenta el debate posterior entre Luis Alberto Sánchez y José Carlos Mariátegui, en la polémica del indigenismo. Aunque su mirada estuvo preñada de prejuicios, no se puede retacear su significativo aporte en la construcción de la narrativa indigenista en nuestro país. [20: En esta revisión debemos incluir, considerando el juicio de Francisco Carrillo (no hemos podido encontrar un ejemplar para leerlo), el cuento El maicito de Las caridades de la señora de Tordoya: “El maicito de Las caridades de la señora de Tordoya, su cuento más hermoso, más lírico, escrito después de los cuentos andinos, es el que mejor sutiliza las cualidades del indio dramáticamente diferenciado del mundo costeño que lo rodea. Santos Chura, ahora en Tacna en virtud de un “enganche” que él mismo no explica bien, es el indio sobrio hasta la miseria, cumplido en su trabajo, casto en espera de la novia que posiblemente aguarda su regreso. Al poco tiempo encuentra compañía y felicidad en un “maicito” que la casualidad ha dado vida junto a su choza. Lo cuida como si fuera su hijo, apartado de las burlas de los costeños que no comprenden el mundo de este hermético carácter. El fatal desenlace al ver destruido su tesoro se explica por la incomprensión de dos mundos distintos. Este es el más logrado esfuerzo de López Albújar para penetrar en las motivaciones síquicas del individuo, pero para ello, tuvo que sacarlo de su terruño, de su comunidad y tuvo que agudizar los valores más cercanos a nuestra comprensión: el amor al maicito es igual al amor que el costeño, o el cholo o el blanco, tiene por su hijo. La pequeña planta es su hijo y por eso su celo ciego y su dolor de animal al perderla. Bello cuento, redondo, perfecto, pero no pertenece a la agrupación de sus dos colecciones de cuentos andinos. En éstos, en su comunidad, el indio queda irremediablemente escondido para nosotros. Su mundo síquico queda intocado” (Carrillo, 1967b: 149). Parecido comentario se puede encontrar en José Jiménez Borja, reproducido por Escajadillo en la nota 57 de Introducción, en La Narrativa de López Albújar, Tomás Escajadillo, pp. 50-51.] 
Esta parte de su obra, al decir de Castro Urioste, refleja
el deseo de construir una imagen de nación donde se fusionen las diferentes sociedades que coexisten en el Perú, pero sobre todo, expresa la falta de viabilidad y fracaso de tal proyecto (...). Es precisamente esta imposibilidad de alcanzar una síntesis utópica que deja al descubierto el mutuo rechazo de dos mundos culturales, lo que permite afirmar que la narrativa indigenista de López Albújar expresa con certeza las irreconciliables escisiones y fracturas en la estructura social peruana (Castro Urioste, 1999: 163).
2.3 Ciro Alegría y su trilogía novelística
SU NOMBRE SALIÓ de una novela de Julio Verne. La tía Rosa embelesada con un personaje de La isla misteriosa, le pidió a su padre que le pusiera Ciro, igual que al héroe de Verne (Alegría, 1976: 12). Ciro Alegría Bazán (1909-1967) nació en una pequeña hacienda ubicada en la provincia de Huamachuco, departamento de La Libertad, al norte del país, de nombre Quilca. Su infanciay adolescencia las pasó en la hacienda Marcabal Grande, de propiedad de su familia. Su abuelo, Teodoro Alegría, era un hacendado al que se le podía acusar, según ha confesado el escritor, de todo: déspota, atropellador, desconsiderado; pero que tenía un trato justo con los indios de la región (Ibíd: 16). Su primera influencia literaria, al parecer, fue su abuela Juana Lynch. Ella en su niñez le contó “innumerables cosas, que había visto o había oído. También sabía muchas leyendas y cuentos populares, ya sea indios o hispanos” (Ibíd: 19). El escritor cuenta: “De niño, tuve la influencia de esta mujer que era una fuente natural de sabiduría y que no hacía diferencia entre el rico y el pobre, entre el indio o el blanco” (Ibíd: 16). Ya de joven, frecuentando la biblioteca de su hogar, las lecturas de Gorki y Kipling quedaron impregnadas profundamente en su mente, y tal vez sea en el rastreo de la obra de este último que se encuentre la raíz de alguna de sus futuras novelas, sobre todo de la segunda Los perros hambrientos.[footnoteRef:21] Por haber militado en su juventud en el partido aprista peruano, se ha sugerido erróneamente que su obra literaria se halla inficionada con la producción ideológica de esta agrupación política. Así, pues, parece creerlo Luis Alberto Sánchez, cuando expresa: “Ya no se puede hablar de la novela peruana, sin Ciro Alegría. Al comienzo hubo quienes limitaron su entusiasmo pensando que al demostrarlo se hacían reos de un “pecado” político que servía de pretexto para todo tipo de ataques contra él: ser aprista. Alegría lo fué mientras ejerció su brillante carrera literaria” (Sánchez, 1981: 1445). Pero se encargaría el propio escritor de corregirlo en parte, cuando por otro lado dice: “A raíz de la caída de Leguía, ocurrida en 1930, Luis Eduardo Enríquez fundó oficialmente el Partido Aprista Peruano en Lima. Antenor Orrego formó entonces el Comité Aprista de Trujillo. Eramos quince. En todo eso había más idealismo que doctrina” (Alegría, 1976: 112)[footnoteRef:22]. Años más tarde, Alegría escribiría su admiración por José Carlos Mariátegui, lamentando, a propósito de la incomprensión de la crítica por El mundo es ancho y ajeno, su ausencia. Dice el escritor: “En fin. Siempre he sentido la muerte de Mariátegui, pero ahora lo siento un poco particularmente. Estoy seguro de que él hubiera entendido mi libro” (Alegría, 1976: 205). Tras el largo silencio novelístico –más de veinticinco años– que siguió a la publicación de la trilogía que lo hiciera famoso –La serpiente de oro (1935), Los perros hambrientos (1939) y El mundo es ancho y ajeno (1941)–, cierto sector de la crítica internacional creyó que esto se debía a que Alegría había comprendido que existía una inadecuación entre su manera de narrar y la irrupción de nuevas formas que lo hacían extemporáneo, y que debido a ello habría preferido hacer mutis[footnoteRef:23]. Esta especie fue desmentida oportunamente por Tomás Escajadillo, uno de los pocos críticos que mejor ha profundizado en su obra[footnoteRef:24]. Henry Bonneville, crítico francés y amigo de Alegría, tras la muerte del escritor, escribió: “Ciro Alegría nos ha dejado discretamente, modestamente, de puntillas. Ciertamente, esta muerte inesperada causó estupor en sus compatriotas y no hay un Indio en el Perú que no sepa que ha perdido un amigo”[footnoteRef:25]. Varias décadas después esa ausencia todavía es sentida. [21: El propio escritor lo confiesa en sus Memorias. Ibíd., p. 70 (Tomado de Ciro Alegría habla de sus libros, en El Comercio, Lima, 6 de octubre de 1963). Luego Alegría lo reiteraría en el Primer Encuentro de Narradores de 1965: “Cuando yo escribí La serpiente de oro traté de que mi técnica fuera personal, de crear una obra personal y una de las grandes satisfacciones que tuve fue la de que los críticos no pudieron discernir claramente quien me había influido. Después lo han señalado, cuando les he dicho que yo era un lector de Kipling o de Gorki o de Baroja, durante mi juventud y mi adolescencia, y que traía mucho del impulso de ellos”. Ver Primer Encuentro de Narradores Peruanos, p. 209. Luis Alberto Sánchez, al respecto, diría: “Los Perros hambrientos son como personajes humanos, como los monos, serpientes y panteras de Kipling”(Sánchez, 1981: p. 1447).] [22: Tomás Escajadillo ha informado de dos tesis sanmarquinas, las de Goran Tocilovac y Eduardo Urdanivia, sobre la no correspondencia de la concepción de sociedad de Alegría en sus novelas y la ideología aprista. Ver Escajadillo (1983: XVI). Esta misma idea fue desarrollada anteriormente por el propio Escajadillo (1980)en Ciro Alegría, José María Arguedas y el indigenismo de Mariátegui, publicado en el volumen Mariátegui y la literatura (Escajadillo, 1980: 61-106), y reproducido por el autor en su libro Mariátegui y la literatura peruana (Escajadillo, 2004: 233-287). Efraín Kristal, contrariando lo expresado por el escritor y el crítico Escajadillo, observa, fundándose en una lectura de textos políticos, que: “las obras de Ciro Alegría habían sido claramente inspiradas por la posición que sobre los indios tenía el Apra” (Kristal, 1991: 12). Y como muestra de ello, presenta a El mundo es ancho y ajeno en relación a su posición.] [23: El crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal escribió que el arte de narrar de Alegría pertenecía al “final de una etapa, la última palabra de un arte de novelar, sólido, bidimensional, que estaba completamente exhausto en 1941”. Ver Hipótesis sobre Alegría, Emir Rodríguez Monegal, en Narradores de esta América I. Montevideo, Editorial Alfa,(Colección Carabela), 1969. (Publicado también en la revista Mundo Nuevo No. 11, París, mayo de 1967). Cit. por Tomas Escajadillo en Alegría y el mundo es ancho y ajeno.] [24: Escajadillo refutando convenientemente a Rodríguez Monegal, dice: “Nada de lo que escribió (Alegría) durante esos 26 años –salvo, como queda anotado, los relatos de diversas épocas recopilados en Duelo de caballeros (1963)– lo satisfizo: no concluyó ninguno de sus proyectos novelísticos, a pesar del acoso y la presión de diversas editoriales. Alegría prefirió el silencio antes que publicar algo que no estuviese a la altura de El mundo es ancho y ajeno” (Escajadillo, 1983: XIII).] [25: Ver Bonneville (s/f). (El texto de Bonneville contiene extractos de cartas de Alegría enviadas al crítico explicando las razones de su silencio novelístico y que luego fueron recogidas por Tomás Escajadillo para replicar a Emir Rodríguez Monegal).] 
2.3.1 La serpiente de oro
“La primera novela de Alegría no tiene ni el escenario ni los personajes típicos del relato indigenista. Las altas serranías son sustituidas por la frondosa ceja de selva y los indios que habitan en aquéllas por los cholos que viven a orillas del caudaloso río Marañón (...) En términos estrictos, La serpiente de oro carece de argumento...”, ha dicho Antonio Cornejo Polar (1986b: 128-129) sobre la opera prima de Ciro Alegría. Y continúa: 
En efecto, no hay un acontecer que el narrador rastree en su secuencia ni conduzca hacia un clímax narrativo. En realidad la novela está construida sobre una serie de cuadros independientes (algunos de los cuales bien podrían considerarse como cuentos) cuyo sentido último se formaliza mediante la adición de esos fragmentos que hacen que el mundo representado sea conocido por el lector a través de una suerte de prisma que ilumina sus lados y facetas principales. Por lo demás, este tipo de estructura tiene que ver con las fuentes orales que obviamente subyacen en el relato (Cornejo 1986b: 128-129).
 
Alberto Escobar, el único crítico peruano que ha estudiado a fondo esta novela, a su turno dice: “El tema (en La serpiente de oro) está dado por un conjunto de escenas, de relatos breves que a su vez contienen historias más pequeñas, como si todas ellas, que surgen por mérito de su relación con la vida del hombre, fluyeran en una corriente equiparable al río” (Escobar, 1993: 55)[footnoteRef:26]. [26: Ver también Escobar (1972).] 
Para cualquier lector acostumbrado a historiaslineales que cuenten con la clásica división aristotélica de inicio, nudo y desenlace, encontrará con sorpresa que La serpiente de oro es un mosaico de historias, aparentemente inconexas, que conduce a quien las sigue a una búsqueda infructuosa de un eje central que lo guíe. Mirada desde esta óptica –es decir desde la ranura occidental de leer una novela– la novela pierde espesor y consistencia para los que concurran a ella y deseen encontrar las emociones que otras historias de la selva –como las de Arturo Hernández en Sangama– les pudiera brindar. Sin embargo, si se la focaliza desde la perspectiva de un poblador de la selva ésta se ilumina y da a conocer los tonos y matices que la hicieron famosa en su tiempo. Este, por ejemplo, puede ser el parecer de uno de los que creemos es el mejor crítico de la novela, y que con mejor ojo clínico ha podido desenmarañar las historias tropicales de Alegría: el padre del propio escritor. Dice el señor José Eliseo Alegría a su hijo Ciro lo siguiente:
Cada capítulo de tu novela es un cuadro de costumbres, o es una narración de hechos vividos; es un óleo pintado de cuatro brochazos, pero con brochazos de mano magistral. Lo más de admirar es tu prodigiosa memoria para captar los cuentos, las historietas, las anécdotas i los paisajes de lugares a los que llegaste por una sola vez, aquélla en que tuviste que ir de corrida por parajes que ni siquiera habías soñado. La historia de la expedición Lescano está mui bien descrita; sólo que el viejo Juan Plaza, hacendado de Marcapata, o lo que es lo mismo, el viejo Juan Rebaza, hacendado de Mollepata, no tenía una hacienda como la que tú describes, ni es cierto que los cholonos, hibitos i guambiros destruyeron Pajaten (no Pajatén), Pachiza i otras poblaciones como Sta. Rosa, Chaupichoza, que existían a las márgenes de la quebrada de Catenya, afluente del Huayabamba; pues es fama que esas poblaciones fueron destruidas por las fieras llamadas por allá tigres-onzas; pero que no son tales, porque ni tigres ni onzas existen en las selvas de América; se trata sin duda del jaguar, felino mui parecido a la pantera o al tigre africano (Alegría, 1976: 175).
La importancia del testimonio del padre de Ciro Alegría radica en que fue uno de los surtidores de las historias del escritor. Así ocurre en efecto: el narrador ante la falta de materiales para completar la novela lo evoca y reconstruye en su imaginación, distorsionando y moldeando a su libre albedrío, los relatos que le fueron contados en su niñez por éste[footnoteRef:27]. Basta dar una ojeada a las líneas del padre de Alegría para reconocer en ellas las expresiones con las que están compuestas partes de las historias de la novela. Pero si eso no bastara, y debamos volver la mirada hacia nuestro argumento anterior: de que la novela podría ser mejor vista con ojos no tradicionales, tenemos el testimonio recogido por José Eliseo Alegría, a propósito de la lectura que le da a la novela un aventurero de Shicún (uno de los escenarios en donde se desarrolla La serpiente de oro): [27: “Tú has hecho un Calemar a tu gusto, tal cual quisieras que fueran todos los ribereños del Marañón” , dice José Eliseo a su hijo. Ver Alegría (1976: 179).] 
Yo leo todos los días La serpiente de oro i nunca me cansaré de leerla, me gusta más de lo que usted puede imaginarse i sólo sé decirle que yo no sé llorar, que yo he leído muchos libros sentimentales sin conmoverme, pero le aseguro que no he podido atajar una lágrima al leer algunas frases de La serpiente de oro, i la que más me gusta es ésa de la Hormecinda al despedirse de don Osvaldo –Su fiambrito, señor– ¡Qué caray, el que no se emociona con esas tres palabras, que valen por todo el capítulo, es un burro!... (Alegría, 1976: 180).
Es decir, para comprender la novela hay que entenderla desde adentro; de lo contrario, como sostenemos, la ficción de Alegría puede perderse en las manos del lector, y éste, ante un grupo de historias enhebradas desde otros parámetros de lectura, huir de ella; pero sobre todo escapar a un referente que no lo alcanza, no lo impele y peor aún, no lo convoca.
2.3.2 Los perros hambrientos
La segunda novela de Alegría se inicia con un aullido largo, profundo, de un perro que trae a la memoria el inicio seco y sonoro de La ciudad y los perros de Vargas Llosa. Un buen inicio que introduce al lector de lleno en el ámbito de la novela y lo convoca a la trama, lo vuelve su cómplice. Sin embargo, ese primer paso que parecía auspicioso, se disuelve en los capítulos siguientes cuando en un exceso, Alegría prolonga ese espacio-tiempo campesino hasta tornarlo denso, aburrido, carente de emociones[footnoteRef:28]. El escritor se deja atrapar por las oquedades de los Andes y ahoga dentro de ella su historia. El lenguaje de sus personajes, por otro lado, intenta rescatar las matrices lingüísticas de la región donde el quechua casi ha desaparecido. Y, en esa operación combinatoria, donde el runa simi aparece fundido con el castellano, hasta convertirlo en una variante regional de la zona, ocurre con los personajes de la novela lo siguiente: [28: Tanto Cornejo Polar (1986a: XVII) (“En Los perros hambrientos el lector descubre fácilmente una distinta concepción del tiempo”) como Gal (1988: 83) (“La novela no marca el pasaje de los meses ni de los años sino por la sucesión de las siembras y cosechas cumplidas o irrealizadas. (...) El tiempo está regido por las noches que indican la finalización de las tareas y por la luz que anuncia la salida de ellas”) han advertido acerca de la concepción del tiempo en Los perros hambrientos.] 
 
... en el vivo diálogo y relatos de éstos aparece un español andino fonéticamente quechuizado y la agreste sintaxis de la región, lengua que, ciertamente, se apoya en la realidad lingüístico-dialectológica y no es el producto de ningún grado de elaboración artística que intente sólo dar la impresión de su sabor. Quizá el español andino puede ser, en alguna medida, una sorpresa para el lector poco instruido y aun un escándalo para el lector culto purista, pero si bien este justificado recurso al realismo puede, en algún caso, ofrecer una dificultad inicial en la lectura, no constituye, en modo alguno, un grave ni permanente obstáculo (Zubizarreta: 166-167).
 (Hay que recordar en este punto el error cometido, por ignorancia de los usos idiomáticos en la región norte del país, del escritor Mario Vargas Llosa, al señalar erróneamente en Ciro Alegría un uso falsificado del idioma español en sus novelas[footnoteRef:29], enfrentándolo, en el apuntalamiento de sus tesis, al escritor José María Arguedas. Ese error, como bien ha sido señalado por la crítica especializada, parte de una percepción de Vargas Llosa al creer que fue este último quien encontró la fórmula adecuada para hacer hablar a los indios en la narrativa peruana, en oposición a la inautenticidad que parecía sonar en sus oídos las voces de los indios en las novelas del primero. Esta gaffe de Vargas Llosa provocaría el propio desmentido del escritor[footnoteRef:30] y una aclaración posterior de Arguedas –quien oblicuamente, sin mencionarlo, lo crítica– en el marco del Primer Encuentro de Narradores Peruanos de 1965. Esta réplica, incontestada por Vargas Llosa, puede servir de ejemplo para graficar las preocupaciones de los escritores peruanos de la época y las modulaciones del indigenismo en sus esfuerzos por encontrar el tono adecuado para su narrativa). [29: Ver José María Arguedas descubre al indio auténtico, MVLL, en Visión del Perú, No. 1, Lima, agosto de 1964, pp. 3-7. Cit. por Tomás Escajadillo en Mariátegui y la literatura peruana, p. 93.] [30: Ver El idioma de Rosendo Maqui, en Expreso, Lima, 5 de junio de 1964. Cit. por Tomás Escajadillo, en La narrativa indigenista peruana, nota 20, p. 53 (un fragmento de este artículo se puede leer también en Mucha suerte con harto palo. Memorias, Ciro Alegría, pp. 396-397).
*Escajadillo, haciendo un cotejo de textos, encuentra incongruencias y recientes reacomodos de Vargas Llosa en este punto (unanterior desarrollo analítico en ese misma línea se puede leer en Alegría y el mundo es ancho y ajeno, Tomás G. Escajadillo, p. XVIII-XIX). Ver Mariátegui y la literatura peruana, Tomás Escajadillo, nota 21 (pp. 22-23) y pp. 92-95.] 
Así es, el uso de ese español andino, señalado por Zubizarreta no constituye un obstáculo para leer la novela. Más bien inserta al lector a un repertorio de referencias, que los especialistas podrían titular como una incursión acertada del escritor en las llamadas “literaturas orales” y que, por la singularidad expresiva de las voces que intervienen, representadas en narradores populares y personajes de la propia ficción, proporcionan al estudioso un importante material de investigación lingüística.
La empleó en La serpiente de oro y El mundo es ancho y ajeno posteriormente: el uso de historias orales como estrategia narrativa para recrear la historia principal. Alegría utilizaba a los personajes de sus ficciones para filtrar en la materia narrativa relatos pueblerinos. En Los perros hambrientos, la primera es fácilmente detectable pues aparece casi al inicio de la novela cuando el cholito pastor, Pancho, cuenta la historia del cura que se había enamorado de una niña, y que en su dolor y pena por su repentina muerte hizo del hueso de una canilla de ella una quena con la que tocaba yaravíes llenos de lamentación y afecto. La segunda se da en los labios del narrador Simón Robles para explicar los nombres de Güeso y Pellejo. La tercera se suscita con el mismo Simón Robles como narrador, y describe, a propósito de las sombras de la noche que acompañan el miedo y el temor, el origen de la mujer al lado de Adán en el Paraíso. La cuarta se halla situada en un pico de la historia central de los Celedonios y constituye una especie de interviu de ésta. En ella Simón Robles oficia de nuevo como relator para contarnos la historia de un cristiano que, cansado de las amenazas de abandono de su mujer, decide solucionar el asunto a palos, luego de pedir consejo al rey Salomón. La quinta y última, tiene una vez más a Simón Robles en el relato para contarnos la historia de un zorro, que, queriendo pasarse de listo, se infiltra en un redil de ovejas con la malévola intención de devorárselas mientras éstas dormían en su granja. Para camuflarse entre ellas el zorro fue a un molino y se empolvó de blanco con harina. El desdichado animal no contó con que la lluvia lo despintaría y que sería fácil presa de los perros ovejeros, quienes lo reconocieron y trituraron entre sus fauces. Los relatos populares colocados por Alegría en sus novelas constituyen un buen contrapunto que de algún modo ayudan a realzar u ofrecer respiro y oasis a los lectores del relato principal. Cargados de sabor pueblerino, estas historias añaden un gusto popular al ambiente de la novela. En el caso de Los perros hambrientos, el efecto de su presencia funciona pues los elementos de la ficción que discurren por los nudos de la trama reposan en ellas, las cuales, cargadas de picardía y sabor, aligeran la lectura del texto. Es de notar, por otra parte, que éstas contienen elementos de significación religiosa, lo que da cuenta del acendrado sentimiento cristiano en las tradiciones populares, fácilmente rastreable en los sujetos sociales de la región andina.
La materia narrativa de Los perros hambrientos está dividida en dos claros momentos. El primero está relacionado al momento de la sequía, pero ésta se ve cortada de pronto por la historia de Güeso y los Celedonios, que se presenta como contrapunto de la historia principal[footnoteRef:31]. Del mismo modo, se puede observar nítidamente que los capítulos V y VI dedicados a contar la historia de Güeso se prolongan hasta el capítulo IX, punto en el que se cierra dentro de sí misma en una especie de movimiento circular. Pareciera que el escritor se hubiera dejado llevar por la historia de los bandoleros hasta hacer coincidir su violento final con la muerte de Güeso. La historia de Güeso, asimismo, es muy singular, pues nos presenta a un perro secuestrado y escarmentado por sus captores, los hermanos Julián y Blas Celedonio, hecho que nos recuerda lejanamente las penurias que sufrió el fiel Buck, héroe canino de Jack London en La llamada de lo salvaje. Sin embargo, a diferencia del “perro de London” que al final encuentra la liberación reencontrándose con sus congéneres en el bosque, el “perro de Alegría” halla un triste final en la mano de los cazadores de los Celedonios: una bala en la frente, luego de quedar malherido en la persecución de sus amos, le ciega la vida. Las palabras finales del narrador omnisciente redondean estos capítulos que curiosamente “muerden” el título del capítulo con que se inicia esta historia (“Perro de bandoleros”): “Y éste es el epitafio que premió la esforzada vida del fiel Güeso, perro de bandoleros”[footnoteRef:32]. [31: Alegría dice: “[...] y así una novela planeada sobre perros fue dando ingreso, página a página, a los hombres”. Ver Sphinx, II, No. 3. Cit. por Cornejo Polar en La estructura del acontecimiento de los perros hambrientos, en La novela peruana: siete estudios, Antonio Cornejo Polar, Editorial Horizonte, 1977, p. 72.] [32: No muy recientemente el historiador Wilfredo Kapsoli (2006) ha publicado un llamativo estudio sobre el perro en el mundo andino.] 
2.3.3 El mundo es ancho y ajeno
Cuando Ciro Alegría escribió El mundo es ancho y ajeno, un remolino de recuerdos vinieron a su mente pugnando por dar forma a los relatos de su abuela Elena Lynch, las imágenes de su abuelo Teodoro y las narraciones de los fabuladores populares de Marcabal Grande. Equiparable en muchos sentidos, en tanto acumulación portentosa de evocaciones y nostalgias, y a la forma en que fue concebida (de un solo tirón y en cuatro meses), a Cien años de soledad de García Márquez, El mundo es ancho y ajeno es la suma de los esfuerzos de Alegría que se remontan a las fechas en que concebía La serpiente de oro y Los perros hambrientos, sus dos primeras obras. ¿Cómo fue que estas novelas abonaron el terreno para el advenimiento de aquella? Ocurrió que Alegría, como García Márquez (aunque éste lo haya negado y lo desmienta Vargas Llosa en García Márquez: Historia de un deicidio), se sirvió de ellas para ensayar y encontrar el tono adecuado para su obra mayor. El escritor peruano buscaba como su par colombiano la pericia técnica que debía ensayar para dar veracidad a la historia de la comunidad de Rumi y perfilar la personalidad de Rosendo Maqui y el Fiero Vásquez, personajes centrales de El mundo es ancho y ajeno. Alegría, sin medir las consecuencias, se dejó llevar por el sabor de su épica y la nutrió de pormenores, detalles, sabrosas anécdotas, paisajes andinos que borboteaban en sus dedos y que, como el color del terruño, el aire lóbrego y áspero de las peñas y las escarpadas pampas, escaparon de su pluma. El escritor simplemente se dejó llevar por sus impulsos, impelido por un tornado. Las cuestiones técnicas, los monólogos interiores, y todo tipo de artificios de la técnicas modernas de narración, están allí implícitos, aunque en forma un tanto rudimentaria, sin que el escritor se haya tomado la molestia en destacarlos. Su manera de narrar inficionada, como han dicho los críticos (Anderson Imbert, sobre todo), de la narrativa del siglo XIX, no constituye un obstáculo para que un lector, acostumbrado a las modernas técnicas de narrar del siglo XX, no las pueda apreciar. Alegría lleva al lector, como las viejas abuelas llevaban a sus nietos a la cama para contarles un cuento, a compartir con él, trayendo tras de sí las pirotecnias verbales de los fabuladores de su niñez, las historias populares de los pueblos que conoció (el cuento El zorro y el conejo es una pequeña joya del género). Es así como, mientras se va perpetrando el despojo de Rumi en manos de Álvaro Amenábar, conocemos la historia de una bruja y las trepanaciones craneanas, aparentemente extinguidas en tiempos pretéritos. Esta historia, traída de tiempos idos, le da un tono excepcionalmente particulara la novela de Alegría, pues la inscribe dentro de una tradición de superstición regional, y nos permite observar el sistema de creencias aun subsistentes en los habitantes de la zona norte del país que el escritor ha rescatado para dar un eficaz contrapunto al relato central. De igual modo, podemos destacar las historias del Fiero Vásquez y Benito Castro[footnoteRef:33], las cuales aparentemente desentroncadas del relato principal se suman como afluentes de un río al torrente de la novela. Los sonidos de la noche, cuando Casiana, apurada, ansiosa, casi dejando el aliento en cada peña, en cada roca, de su travesía en búsqueda del Fiero Vásquez –a quien recurre para intentar salvar la comunidad de Rumi de la eminente desgracia que la asecha–, es uno de los fragmentos, entre los múltiples que salpican la novela, bien logrados por Alegría. La sabiduría proverbial de Rosendo Maqui, que no se inmuta incluso cuando ve peligrar su sitial de autoridad en la comunidad, es conmovedora. Esa actitud del indio Maqui, en contraste con la conducta exaltada de algunos miembros de Rumi, recuerdan las evocaciones pétreas del indio en Tempestad en los Andes; aunque, tal vez, debamos corregir este juicio y señalar certeramente a Uriel García y El nuevo indio como el mejor referente[footnoteRef:34]. Es cierto, por otro lado, lo que se ha dicho de esta novela, que para los personajes que se mueven y sufren dentro de ella, el mejor lugar posible es la comunidad[footnoteRef:35]. Lo que sucede es que el escritor, depositario de las ideas de su época, deja que éstas se cristalicen en el relato, mezcladas con sus vivencias personales, y otros tópicos que la recrean. La comunidad, pues, aparece como el lugar arcádico y apacible, donde los conflictos se resuelven afortunadamente de la mano de su autoridad principal, el buen alcalde Rosendo Maqui, figura respetada por todos[footnoteRef:36]. La separación del terruño constituye un cataclismo para los habitantes de Rumi, quienes se resisten en un primer momento al despojo, para luego dejarse llevar por las contingencias de la realidad. ¿Quién defiende al indio en el Perú?, pareciera ser la pregunta de éstos ante el abuso del gamonal, dueños de la tierra. Por ello, el final trágico de Maqui en manos de sus carceleros, quienes lo retienen en una cárcel lúgubre de provincias, no es sino la imagen simbólica del trauma, el conflicto vivido en los lugares alejados de los Andes, donde el derecho y la ley sólo sirven para expoliar y camuflar injusticias. La muerte de Maqui y la desaparición ulterior de la comunidad de Rumi son el puñal del conquistador clavado en las costillas del indígena, quinientos años después de haber hollado las tierras del Perú. [33: Se puede trazar un paralelo, casi al final de la novela, entre este personaje y el Ponciano Culqui, del Brindis de los yayas, de López Albújar, tomando como telón de fondo el asunto del progreso de las comunidades indígenas. La diferencia estriba en que mientras Benito Castro cree que: “Tenía que surgir una concepción de la existencia que, sin renegar de la profunda alianza del hombre con la tierra, lo levantara sobre los límites que hasta ese momento había sufrido para conducirlo a más amplias formas de vida” (Alegría, 1986: 369), Culqui abogaba por la modernidad del pueblo de Chupán (aunque recurriendo a estratagemas para lograrlo: fingiendo asumir la tradición indígena para hacerse elegir autoridad). Una coincidencia entre estos dos personajes consiste en el hecho de que tanto Culqui como Castro, apelaran a la superación de las costumbres que impedían el avance de la comunidad. Es así que se puede entender como “Benito Castro deseaba abatir la superstición y realizar las tareas que esbozaron con Porfirio” (Alegría, 1986: 369), consistentes, por ejemplo, en desaguar la laguna, que según los tradicionalistas era protegida por una mujer, e irrigar la tierra, cuidada celosamente por el Chacho, especie de guardián de las pampas, y a quienes los comuneros profesaban respeto. Esta actitud, que entraba en contradicción con la de los comuneros defensores de la tradición india como Artemio Chauqui (“La tradición imponía respetar una laguna encantada y él le había vaciado parte de su caudal con una dinamita. El Chacho era maléfico y él había ido a despertar su cólera destruyendo su morada (...) ¡Progreso! El indio no debía imitar al blanco en nada porque el blanco, con todo su progreso, no era feliz”. (Alegría, 1986: 372) en la novela, fue rebatida por Benito Castro en una asamblea de la comunidad: “Yo quiero a la comunidá y he vuelto porque la quiero. Quiero a la tierra, quiero a mi pueblo y sus leyes de trabajo y cooperación. Pero digo que los pueblos son según sus creencias. Tu bisagüelo, Artemio Chauqui, contaba que los antiguos comuneros creían que eran descendientes de los cóndores. Es algo hermoso y que da orgullo. Pero aura ya nadie cree que desciende de cóndor, pero sí cree en una laguna encantada con su mujer peluda y prieta y en un ridículo enano que tiene la cara como una papa vieja... ¿Hay derecho para humillarse así? No existen y sólo el miedo nos impide trabajar la comunidá en la forma debida” (Alegría, 1986: 373). Y rematando su arenga, anuncia: “Esta comunidá será fuerte cuando sus miembros sean fuertes y no teman cosas que el miedo ha inventao...” (Alegría, 1986: 373). Aquí hay un mensaje muy claro de renovación y cambio, de superación de viejas costumbres que impiden el progreso. Debemos anotar, por otra parte, que la comunidad estaba mentalmente preparada para afrontar estos cambios. Así lo parecen indicar las palabras del comunero Inocencio, con las que prácticamente se zanja el asunto de un modo jocoso: “–Yo –dijo despaciosamente– estoy de acuerdo con Benito. ¿Por qué creemos en cosas perjuiciosas? Yo creo en mi ternerito de piedra que lo tengo enterrao para que proteja la vacada. Pero dos bichos mugrientos no nos van a hacer dar paso atrás en lo que es güeno para la comunidá” (Alegría, 1986: 373). “Al hacer de Benito Castro –se pregunta Tomás Escajadillo–, hombre que ha vivido dieciséis años fuera de su comunidad, un partidario del progreso, y un enérgico opositor de “creencias” tradicionales, ¿no estaremos frente a un “indio” (que en realidad es mestizo) que ya no vive en el horizonte mágico-religioso de sus antepasados, que ya no comparte un visión mítica del universo? Puede ser”. Nosotros creemos que sí. Para un análisis detallado de la trayectoria del comunero Benito Castro, ver Escajadillo (1983: 101-103).] [34: “No hay duda –acota Tomás Escajadillo– de que Ciro Alegría posee una visión cercana del mundo indio, pero es un mundo que él conoce como señorito, como hijo de hacendados y lo más cercano a versiones populares que posee es la que los relatos (sic) que escuchaba en la hacienda de su padre que él ha utilizado explícitamente en varias de sus novelas. Sin embargo yo diría que la versión de Ciro Alegría es una versión auténtica, a pesar de que su mirada del mundo andino es un poco a través de su condición de señorito, pero señorito amante de la gente pobre, amante de los peones, de los sirvientes de la casa familiar. En todo caso la visión del mundo indígena de Ciro Alegría se eleva hacia su condición de portaestandarte de los conflictos y de los problemas de la masa indígena como mejor se puede ver en ‘El mundo es ancho y ajeno’ (Valenzuela, 1987: 13)”.] [35: Escajadillo (1983) ha incidido mucho en esto.] [36: Sara Castro Klaren señala: “Algunas de estas novelas (indigenistas) como El mundo es ancho y ajeno han puesto mucho énfasis en la idealización del lado bueno del indio describiendo las comunidades indígenas como verdaderas arcadias donde la vida es feliz mientras no aparezca el europeo o europeizado” (Castro Klaren, 1973: 85-86). De otro lado, Tomás Escajadillo, dejándose llevar por sus emociones ideológicas, afirma que “la comunidad de Rumi tiene precisamente un signo marxista, por momentos tajante incluso” (Escajadillo, 1983: 60). Si se acepta esta premisa de Escajadillo –que nos recuerda la

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