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Jostein Gaarder El mundo de Sofía. 
Novela sobre la historia de la filosofía
El que no sabe llevar su contabilidad 
Por espacio de tes mil años 
Se queda como un ignorante en la oscuridad 
Y sólo vive al día
Goethe
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El jardín del Edén
... al fin y al cabo, algo tuvo que surgir en algún momento de donde
no había nada de nada...
Sofía Amundsen volvía a casa después del instituto. La primera parte del camino la
había hecho en compañía de Jorunn.
Habían hablado de robots. Jorunn opinaba que el cerebro humano era como un
sofisticado ordenador. Sofía no estaba muy segura de estar de acuerdo. Un ser humano
tenía que ser algo más que una máquina.
Se habían despedido junto al hipermercado. Sofía vivía al final de una gran
urbanización de chalets, y su camino al instituto era casi el doble que el de Jorunn. Era
como si su casa se encontrara en el fin del mundo, pues más allá de jardín no había
ninguna casa más. Allí comenzaba el espeso bosque.
Giró para meterse por el Camino del Trébol. Al final hacía una brusca curva que solían
llamar Curva del Capitán. Aquí sólo había gente los sábados y los domingos.
Era uno de los primeros días de mayo. En algunos jardines se veían tupidas coronas
de narcisos bajo los árboles frutales. Los abedules tenían ya una fina capa de encaje
verde.
¡Era curioso ver cómo todo empezaba a crecer y brotar en esta época del año! ¿Cuál
era la causa de que kilos y kilos de esa materia vegetal verde saliera a chorros de la tierra
inanimada en cuanto las temperaturas subían y desaparecían los últimos restos de nieve?
Sofía miró el buzón al abrir la verja de su jardín. Solía haber un montón de cartas de
propaganda, además de unos sobres grandes para su madre. Tenía la costumbre de
dejarlo todo en un montón sobre la mesa de la cocina, antes de subir a su habitación para
hacer los deberes.
A su padre le llegaba únicamente alguna que otra carta del banco, pero no era un
padre normal y corriente. El padre de Sofía era capitán de un gran petrolero y estaba
ausente gran parte del año. Cuando pasaba en casa unas semanas seguidas, se paseaba
por ella haciendo la casa mas acogedora para Sofía y su madre. Por otra parte, cuando
estaba navegando resultaba a menudo muy distante.
Ese día sólo había una pequeña carta en el buzón, y era para Sofía.
«Sofía Amundsen», ponía en el pequeño sobre. «Camino del Trébol 3». Eso era todo,
no ponía quién la enviaba. Ni siquiera tenía sello.
En cuanto hubo cerrado la puerta de la verja, Sofía abrió el sobre. Lo único que
encontró fue una notita, tan pequeña como el sobre que la contenía. En la notita ponía:
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¿Quién eres?
No ponía nada más. No traía ni saludos ni remitente, sólo esas dos palabras escritas
a mano con grandes interrogaciones.
Volvió a mirar el sobre. Pues sí, la carta era para ella.
¿Pero quién la había dejado en el buzón?
Sofía se apresuró a sacar la llave y abrir la puerta de la casa pintada de rojo. Como de
costumbre, al gato Sherekan le dio tiempo a salir de entre los arbustos, dar un salto hasta
la escalera y meterse por la puerta antes de que Sofía tuviera tiempo de cerrarla.
—¡Misi, misi, misi!
Cuando la madre de Sofía estaba de mal humor por alguna razón, decía a veces que su
hogar era como una casa de fieras, en otras palabras, una colección de animales de
distintas clases. Y por cierto, Sofía estaba muy contenta con la suya. Primero le habían
regalado una pecera con los peces dorados Flequillo de Oro, Caperucita Roja y Pedro el
Negro. Luego tuvo los periquitos Cada y Pizca, la tortuga Govinda y finalmente el gato
atigrado Sherekan.
Había recibido todos estos animales como una especie de compensación por parte de
su madre, que volvía tarde del trabajo, y de su padre, que tanto navegaba por el mundo.
Sofía se quitó la mochila y puso un plato con comida para Sherekan. Luego se dejó
caer sobre una banqueta de la cocina con la misteriosa carta en la mano.
¿Quién eres?
En realidad no lo sabía. Era Sofía Amundsen, naturalmente, pero ¿quién era eso? Aún
no lo había averiguado del todo.
¿Y si se hubiera llamado algo completamente distinto? Anne Knutsen, por ejemplo.
¿En ese caso, habría sido otra?
De pronto se acordó de que su padre había querido que se llamara Synnove. Sofía
intentaba imaginarse que extendía la mano presentandose como Synnøve Amundsen,
pero no, no servía. Todo el tiempo era otra chica la que se presentaba.
Se puso de pie de un salto y entró en el cuarto de baño con la extraña carta en la mano.
Se coloco delante del espejo, y se miró fijamente a sí misma.
—Soy Sofía Amundsen —dijo.
La chica del espejo no contestó ni con el más leve gesto. Hiciera lo que hiciera Sofía,
la otra hacia exactamente lo mismo. Sofía intentaba anticiparse al espejo con un rapidísimo
movimiento, pero la otra era igual de rápida.
—¿Quién eres? —preguntó.
No obtuvo respuesta tampoco ahora, pero durante un breve instante llegó a dudar de
si era ella o la del espejo la que había hecho la pregunta.
Sofía apretó el dedo índice contra la nariz del espejo y dijo:
—Tú eres yo:
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Al no recibir ninguna respuesta, dio la vuelta a la pregunta y dijo:
—Yo soy tu.
Sofía Amundsen no había estado nunca muy contenta con su aspecto. Le decían a
menudo que tenía bonitos ojos almendrados, pero seguramente se lo dirían porque su
nariz era demasiado pequeña y la boca un poco grande. Además, tenía las orejas
demasiado cerca de los ojos. Lo peor de todo era ese pelo liso que resultaba imposible de
arreglar. A veces su padre le acariciaba el pelo llamándola la muchacha de los cabellos de
lino», como la pieza de música de Claude Debussy. Era fácil para él, que no estaba
condenado a tener ese pelo negro colgando durante toda su vida. En el pelo de Sofía no
servían ni el gel ni el spray.
A veces pensaba que le había tocado un aspecto tan extraño que se preguntaba si no
estaría mal hecha. Por lo menos había oído hablar a su madre de un parto difícil. ¿Era
realmente el parto lo que decidía el aspecto que uno iba a tener?
—¿No resultaba extraño el no saber quien era? ¿No era también injusto no haber
podido decidir su propio aspecto? Simplemente había surgido así como así. A lo mejor
podría elegir a sus amigos, pero no se había elegido a sí misma. Ni siquiera había elegido
ser un ser humano.
¿Qué era un ser humano?
Sofía volvió a mirar a la chica del espejo.
—Creo que me subo para hacer los deberes de naturales —dijo, como si quisiera
disculparse. Un instante después, se encontraba en la entrada.
No, prefiero salir al jardín, pensó.
—¡Misi, misi, misi, misi!
Sofía cogió al gato, lo sacó fuera y cerró la puerta tras ella.
Cuando se encontró en el caminito de gravilla con la misteriosa carta en la mano, tuvo
de repente una extraña sensación. Era como si fuese una muñeca que por arte de magia
hubiera cobrado vida.
¿No era extraño estar en el mundo en este momento, poder caminar como por un
maravilloso cuento?
Sherekan saltó ágilmente por la gravilla y se metió entre unos túpidos arbustos de
grosellas. Un gato vivo, desde los bigotes blancos hasta el rabo juguetón en el extremo
de su cuerpo liso. También él estaba en el jardín, pero seguramente no era consciente de
ello de la misma manera que Sofía.
Conforme Sofía iba pensando en que existía, también le daba por pensar en el hecho
de que no se quedaría aquí eternamente.
Estoy en el mundo ahora, pensó. Pero un día habré desaparecido del todo.
¿Habría alguna vida mas alla de la muerte? El gato ignoraría también esa cuestión por
completo?
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La abuela de Sofía había muerto hacía poco. Casi a diario durante medio año había
pensado cuánto la echaba de menos. ¿No era injusto que la vida tuviera que acabarse
alguna vez?
En el camino de gravilla Sofía se quedó pensando. Intentó pensar intensamente en que
existía para de esa forma olvidarse de que no se quedaría aquí para siempre. Pero resultó
imposible. En cuanto se concentraba en el hecho de que existía, inmediatamente surgíala idea del fin de la vida. Lo mismo pasaba a la inversa: cuando había conseguido tener
una fuerte sensación de que un día desaparecería del todo, entendía realmente lo
enormemente valiosa que es la vida. Era como la cara y la cruz de una moneda, una
moneda a la que daba vueltas constantemente. Cuanto más grande y nítida se veía una
de las caras, mayor y más nítida se veía también la otra. La vida y la muerte eran como dos
caras del mismo asunto.
No se puede tener la sensación de existir sin tener también la sensación de tener que
morir, pensó. De la misma manera, resulta igualmente imposible pensar que uno va a morir,
sin pensar al mismo tiempo en lo fantástico que es vivir.
Sofía se acordó de que su abuela había dicho algo parecido el día en que el médico le
había dicho que estaba enferma. Hasta ahora no he entendido lo valiosa que es la vida»,
había dicho.
¿No era triste que la mayoría de la gente tuviera que ponerse enferma para darse
cuenta de lo agradable que es vivir? ¿Necesitarían acaso una carta misteriosa en el buzón?
Quizás debiera mirar si había algo más en el buzón. Sofía corrió hacia la verja y levantó
la tapa verde. Se sobresaltó al descubrir un sobre idéntico al primero. ¿Se había asegurado
de mirar si el buzón se había quedado vacío del todo la primera vez?
También en este sobre ponía su nombre. Abrió el sobre y sacó una nota igual que la
primera. ¿De dónde viene el mundo?, ponía.
No tengo la más remota idea, pensó Sofía. Nadie sabe esas cosas, supongo. Y sin
embargo, Sofía pensó que era una pregunta justificada. Por primera vez en su vida pensó
que casi no tenía justificación vivir en un mundo sin preguntarse siquiera de dónde venía
ese mundo.
Las cartas misteriosas la habían dejado tan aturdida que decidió ir a sentarse al
Callejón.
El Callejón era el escondite secreto de Sofía. Solo iba allí cuando estaba muy enfadada,
muy triste o muy contenta. Ese día sólo estaba confundida.
La casa roja estaba dentro de un gran jardín. Y en el jardín había muchas partes,
arbustos de bayas, diferentes frutales, un gran césped con mecedora e incluso un
pequeño cenador que el abuelo le había construido a la abuela cuando perdió a su primer
hijo, a las pocas semanas de nacer. La pobre pequeña se llamaba Marie. En la lápida ponía:
«La pequeña Marie llegó, nos saludó y se dio la vuelta.
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En un rincón del jardín, detrás de todos los frambuesos, había una maleza tupida
donde no crecían ni flores ni frutales. En realidad, era un viejo seto que servía de frontera
con el gran bosque, pero nadie lo había cuidado en los últimos veinte años, y se había
convertido en una maleza impenetrable. La abuela había contado que el seto había
dificultado el paso a las zorras que durante la guerra venían a la caza de las gallinas que
andaban sueltas por el jardín.
Para todos menos para Sofía, el viejo seto resultaba tan inútil como las jaulas de
conejos dentro del jardín. Pero eso era porque no conocían el secreto de Sofía.
Desde que Sofía podía recordar, había conocido la existencia del seto. Al atravesarlo
encogida, llegaba a un espacio grande y abierto entre los arbustos. Era como una pequeña
cabaña. Podía estar segura de que nadie la encontraría allí.
Sofía se fue corriendo por el jardín con las dos cartas en la mano. Se tumbó para
meterse por el seto. El Callejón era tan grande que casi podía estar de pie, pero ahora se
sentó sobre unas gruesas raíces. Desde allí podía mirar hacia fuera a través de un par de
minúsculos agujeros entre las ramas y las hojas. Aunque ninguno de los agujeros era
mayor que una moneda de cinco coronas, tenía una especie de vista panorámica de todo
el jardín. De pequeña, le gustaba observar a sus padres cuando andaban buscándola
entre los árboles.
A Sofía el jardín siempre le había parecido un mundo en sí. Cada vez que oía hablar del
jardín del Edén en el Génesis, se imaginaba sentada en su callejón contemplando su
propio paraíso.
«¿De dónde viene el mundo?»
Pues no lo sabía. Sofía sabía que la Tierra no era sino un pequeño planeta en el
inmenso universo. ¿Pero de dónde venía el universo?
Podría ser, naturalmente, que el universo hubiera existido siempre; en ese caso, no
sería preciso buscar una respuesta sobre su procedencia. ¿Pero podía existir algo desde
siempre? Había algo dentro de ella que protestaba contra eso. Todo lo que es, tiene que
haber tenido un principio, ¿no? De modo que el universo tuvo que haber nacido en algún
momento de algo distinto.
Pero si el universo hubiera nacido de repente de otra cosa, entonces esa otra cosa
tendría a su vez que haber nacido de otra cosa. Sofía entendió que simplemente había
aplazado el problema. Al fin y al cabo, algo tuvo que surgir en algún momento de donde
no había nada de nada. ¿Pero era eso posible? ¿No resultaba eso tan imposible como
pensar que el mundo había existido siempre?
En el colegio aprendían que Dios había creado el mundo, y ahora Sofía intentó aceptar
esa solución al problema como la mejor. Pero volvió a pensar en lo mismo. Podía aceptar
que Dios había creado el universo, pero y el propio Dios, ¿qué? ¿Se creó él a sí mismo
partiendo de la nada? De nuevo había algo dentro de ella que se rebelaba. Aunque Dios
seguramente pudo haber creado esto y aquello, no habría sabido crearse a si mismo sin
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tener antes un sí mismo» con lo que crear. En ese caso, sólo quedaba una posibilidad:
Dios había existido siempre. ¡Pero si ella ya había rechazado esa posibilidad! Todo lo que
existe tiene que haber tenido un principio.
—¡Caray!
Vuelve a abrir los dos sobres.
«¿Quién eres?»
«¿De dónde viene el mundo?»
¡Qué preguntas tan maliciosas! ¿Y de dónde venían las dos cartas? Eso era casi igual
de misterioso
¿Quién había arrancado a Sofía de lo cotidiano para de repente ponerla ante los
grandes enigmas del universo?
Por tercera vez Sofía se fue al buzón.
El cartero acababa de dejar el correo del día. Sofía recogió un grueso montón de
publicidad, periódicos y un par de cartas para su madre. También había una postal con
la foto de una playa del sur. Dio la vuelta a la postal. Tenía sellos noruegos y un sello en
el que ponía Batallón de las Naciones Unidas». ¿Sería de su padre? ¿Pero no estaba en
otro sitio? Además, no era su letra.
Sofía notó que se le aceleraba el pulso al leer el nombre del destinatario: Hilde Møller
Knag c/o Sofía Amundsen, Camino del Trébol 3... ». La dirección era la correcta. La postal
decía:
Querida Hilde: Te felicito de todo corazón por tu decimoquinto cumpleaños. Cómo
puedes ver, quiero hacerte un regalo con el que podrás crecer. Perdóname por enviar
la postal a Sofía. Resulta más fácil así.
Con todo cariño, papá.
Sofía volvió corriendo a la cocina. Sentía como un huracán dentro de ella.
¿Quién era esa Hilde que cumplía quince años poco más de un mes antes del día en
que también ella cumplía quince años?
Sofía cogió la guía telefónica de la entrada. Había muchos Møller Knag.
Volvió a estudiar la misteriosa postal. Sí, era autentica, con sello v matasellos.
¿Porqué un padre iba a enviar una felicitación a la dirección de Sofía cuando estaba
clarísimo que iba destinada a otra persona? ¿Qué padre privaría a su hija de la ilusión de
recibir una tarjeta de cumpleaños enviándola a otras señas? ¿Por qué resultaba «más fácil
así»! Y ante todo: ¿cómo encontraría a Hilde?
De esta manera Sofía tuvo otro problema más en que meditar. Intentó ordenar sus
pensamientos de nuevo:
Esa tarde, en el transcurso de un par de horas, se había encontrado con
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tres enigmas. Uno era quién había metido los dos sobres blancos en su buzón. El
segundo era aquellas difíciles preguntas que presentaban esas cartas. El tercer enigma era
quien era Hilde Møller Knag y por qué Sofía había recibido una felicitación de cumpleaños
para aquella chica desconocida.
Estaba segura de que los tres enigmas estaban, de alguna manera, relacionados entre
si, porque justo hasta ese día había tenido una vida completamente normal.
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El sombrero de copa
... lo único que necesitamos para convertirnos en buenos filósofos es
la capacidad de asombro...
Sofía dio por sentado que la persona que había escrito las cartas anónimas volvería
a ponerse en contacto con ella. Mientras tanto, optó por no decir nada a nadie sobre este
asunto.
En el instituto le resultaba difícil concentrarse en lo que decía el profesor; le parecía
que sólo hablaba de cosas sin importancia. ¿Porqué no hablaba de lo que es el ser
humano, o de lo que es el mundo y de cual fue su origen?
Tuvo una sensación que jamás había tenido antes: en el instituto y en todas partes
la gente se interesaba solo por cosas más o menos fortuitas. Pero también había algunas
cuestiones grandes y difíciles cuyo estudio era mucho mas importante que las asignaturas
corrientes del colegio.
¿Conocía alguien las respuestas a preguntas de ese tipo? A Sofía, al menos, le parecía
mas importante pensar en ellas que estudiarse de memoria los verbos irregulares.
Cuando sonó la campana al terminar la ultima clase, salió tan deprisa del patio que
Jorunn tuvo que correr para alcanzarla.
Al cabo de un rato Jorunn dijo:
—¿Vamos a jugar a las cartas esta tarde?
Sofía se encogió de hombros.
—Creo que ya no me interesa mucho jugar a las cartas.
Jorunn puso una cara como si se hubiese caído la luna.
—¿Ah, no? ¿Quieres que juguemos al bádminton?
Sofía mira fijamente al asfalto y luego a su amiga.
—Creo que tampoco me interesa mucho el bádminton.
—¡Pues vale!
Sofía detectó una sombra de amargura en la voz de Jorunn.
—¿Me podrías decir entonces qué es lo que tan de repente es mucho más importante?
Sofía negó con la cabeza.
—Es... es un secreto.
—¡Bah! ¡Seguro que te has enamorado!
Anduvieron un buen rato sin decir nada. Cuando llegaron al campo de fútbol, Jorunn
dijo:
—Cruzo por el campo.
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«Por el campo.» 
Ese era el camino más rápido para Jorunn, el que tomaba sólo cuando tenía que irse
rápidamente a casa para llegar a alguna reunión o al dentista.
Sofía se sentía triste por haber herido a su amiga. ¿Pero qué podría haberle
contestado? ¿Qué de repente le interesaba tanto quién era y de donde surge el mundo que
no tenía tiempo de jugar al bádminton? ¿Lo habría entendido su amiga?
¿Por qué tenía que ser tan difícil interesarse por las cuestiones más importantes y, de
alguna manera, más corrientes de todas?
Al abrir el buzón notó que el corazón le latía más deprisa. Al principio, solo encontró
una carta del banco v unos grandes sobres amarillos para su madre. ¡Qué pena! Sofía
había esperado ansiosa una nueva carta del remitente desconocido.
Al cerrar la puerta de la verja, descubrió su nombre en uno de los sobres grandes. Al
dorso, por donde se abría, ponía: 
Curso de filosofía. Trátese con mucho cuidado.
Sofía corrió por el camino de gravilla y dejó su mochila en la escalera. Metió las demás
cartas bajo el felpudo, salió corriendo al jardín y buscó refugio en el Callejón. Ahí tenía
que abrir el sobre grande.
Sherekan vino corriendo detrás, pero no importaba. Sofía estaba segura de que el gato
no se chivaría.
En el sobre había tres hojas grandes escritas a maquina y unidas con un clip. Sofía
empezó a leer.
¿Qué es la filosofía?
Querida Sofía. Muchas personas tienen distintos hobbies. Unas coleccionan
monedas antiguas o sellos, a otras les gustan las labores, y otras emplean la
mayor parte de su tiempo libre en la práctica de algún deporte.
A muchas les gusta también la lectura. Pero lo que leemos es muy variado.
Unos leen sólo periódicos o cómics, a algunos les gustan las novelas, y otros
prefieren libros sobre distintos temas, tales como la astronomía, la fauna o los
inventos tecnológicos.
Aunque a mí me interesen los caballos o las piedras preciosas, no puedo exigir
que todos los demás tengan los mismos intereses que yo. Si sigo con gran
interés todas las emisiones deportivas en la televisión, tengo que tolerar que otros
opinen que el deporte es aburrido
¿Hay, no obstante, algo que debería interesar a todo el mundo? ¿Existe algo
que concierna a todos los seres humanos, independientemente de quiénes sean
o de en qué parte del mundo vivan? Sí, querida Sofía, hay algunas cuestiones que
deberían interesar a todo el mundo. Sobre esas cuestiones trata este curso.
¿Qué es lo más importante en la vida? Si preguntamos a una persona que se
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encuentra en el límite del hambre, la respuesta será comida. Si dirigimos la misma
pregunta a alguien que tiene frío, la respuesta será calor. Y si preguntamos a una
persona que se siente sola, la respuesta seguramente será estar con otras
personas.
Pero con todas esas necesidades cubiertas, ¿hay todavía algo que todo el
mundo necesite? Los filósofos opinan que sí. Opinan que el ser humano no vive
sólo de pan.
Es evidente que todo el mundo necesita comer. Todo el mundo necesita
también amor y cuidados. Pero aún hay algo más que todo el mundo necesita.
Necesitamos encontrar una respuesta a quién somos y por qué vivimos.
Interesarse por el por qué vivimos no es, por lo tanto, un interés tan fortuito o
tan casual como, por ejemplo, coleccionar sellos. Quien se interesa por
cuestiones de ese tipo está preocupado por algo que ha interesado a los seres
humanos desde que viven en este planeta. El cómo ha nacido el universo, el
planeta y la vida aquí, son preguntas más grandes y más importantes que quién
ganó más medallas de oro en los últimos juegos olímpicos de invierno.
La mejor manera de aproximarse a la filosofía es plantear algunas preguntas
filosóficas:
¿Cómo se creó el mundo? ¿Existe alguna voluntad o intención detrás de lo que
sucede? ¿Hay otra vida después de la muerte? ¿Cómo podemos solucionar
problemas de ese tipo? Y, ante todo: ¿cómo debemos vivir?
En todas las épocas, los seres humanos se han hecho preguntas de este tipo.
No se conoce ninguna cultura que no se haya preocupado por saber quiénes son
los seres humanos y de dónde procede el mundo.
En realidad, no son tantas las preguntas filosóficas que podemos hacernos. Ya
hemos formulado algunas de las más importantes. No obstante, la historia nos
muestra muchas respuestas diferentes a cada una de las preguntas que nos
hemos hecho.
Vemos, pues, que resulta más fácil hacerse preguntas filosóficas que
contestarlas.
También hoy en día cada uno tiene que buscar sus propias respuestas a esas
mismas preguntas. No se puede consultar una enciclopedia para ver si existe Dios
o si hay otra vida después de la muerte. La enciclopedia tampoco nos proporciona
una respuesta a cómo debemos vivir. No obstante, a la hora de formar nuestra
propia opinión sobre la vida, puede resultar de gran ayuda leer lo que otros han
pensado.
La búsqueda de la verdad que emprenden los filósofos podría compararse,
quizás, con una historia policiaca. Unos opinan que Andersen es el asesino, otros
creen que es Nielsen o Jepsen. Cuando se trata de un verdadero misterio
policiaco, puede que la policía llegue a descubrirlo algún día. Por otra parte,
también puede ocurrir que nunca lleguen a desvelar el misterio. No obstante, el
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misterio sí tiene una solución.
Aunque una pregunta resulte difícil de contestar puede, sin embargo, pensarse
que tiene una, y sólo una respuesta correcta. O existe una especie de vida
después de la muerte, o no existe.
A través de los tiempos, la ciencia ha solucionado muchos antiguos enigmas.
Hace mucho era un gran misterio saber cómo era la otra cara de la luna.
Cuestiones como ésas eran difícilmente discutibles; la respuesta dependía de la
imaginación de cada uno. Pero, hoy en día, sabemos con exactitud cómo es la
otra cara de la luna. Ya no se puede «creer» que hay un hombre en la luna, o que
la luna es un queso.
Uno de los viejos filósofos griegos que vivió hace más de dos mil años pensaba
que la filosofía surgió debido al asombro de los seres humanos. Al ser humano le
parece tan extraño existir que las preguntas filosóficas surgen por sí solas,
opinaba él.
Es como cuando contemplamos juegosde magia: no entendemos cómo puede
haber ocurrido lo que hemos visto. Y entonces nos preguntamos justamente eso:
¿cómo ha podido convertir el prestidigitador un par de pañuelos de seda blanca en
un conejo vivo?
A muchas personas, el mundo les resulta tan inconcebible como cuando el
prestidigitador saca un conejo de ese sombrero de copa que hace un momento
estaba completamente vacío.
En cuanto al conejo, entendemos que el prestidigitador tiene que habernos
engañado. Lo que nos gustaría desvelar es cómo ha conseguido engañarnos.
Tratándose del mundo, todo es un poco diferente. Sabemos que el mundo no es
trampa ni engaño, pues nosotros mismos andamos por la Tierra formando una
parte del mismo. En realidad, nosotros somos el conejo blanco que se saca del
sombrero de copa. La diferencia entre nosotros y el conejo blanco es simplemente
que el conejo no tiene sensación de participar en un juego de magia. Nosotros
somos distintos. Pensamos que participamos en algo misterioso y nos gustaría
desvelar ese misterio.
P. D. En cuanto al conejo blanco, quizás convenga compararlo con el universo
entero. Los que vivimos aquí somos unos bichos minúsculos que vivimos muy
dentro de la piel del conejo. Pero
los filósofos intentan subirse por encima de uno de esos fines pelillos para
mirar a los ojos al gran prestidigitador.
¿Me sigues, Sofía? Continúa.
Sofía estaba agotada. ¿Si le seguía? No recordaba haber respirado durante toda la
lectura.
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¿Quién había traído la carta? ¿Quién, quién?
No podía ser la misma persona que había enviado la postal a Hilde Møller Knag, pues
la postal llevaba sello y matasellos. El sobre amarillo había sido metido directamente en
el buzón, igual que los dos sobres blancos.
Sofía miró el reloj. Sólo eran las tres menos cuarto. Faltaban casi dos horas para que
su madre volviera del trabajo.
Sofía salió de nuevo al jardín y se fue corriendo hacia el buzón. ¿Y si había algo más?
Encontró otro sobre amarillo con su nombre. Miró a su alrededor, pero no vio a nadie.
Se fue corriendo hacia donde empezaba el bosque y miró fijamente al sendero.
Tampoco ahí se veía un alma.
De repente, le pareció oír el crujido de alguna rama en el interior del bosque. No estaba
totalmente segura, sería imposible, de todos modos, correr detrás si alguien intentaba
escapar.
Sofía se metió en casa de nuevo y dejó la mochila y el correo para su madre. Subió
deprisa a su habitación, sacó la caja grande donde guardaba las piedras bonitas, las echó
al suelo y metió los dos sobres grandes en la caja. Luego volvió al jardín con la caja en
los brazos. Antes de irse, sacó comida para Sherekan.
De vuelta en el Callejón, abrió el sobre y sacó varias nuevas hojas escritas a maquina.
Empezó a leer.
Un ser extraño
Aquí estoy de nuevo. Como ves, este curso de filosofía llegará en pequeñas
dosis. He aquí unos comentarios más de introducción.
¿Dije ya que lo único que necesitamos para ser buenos filósofos es la
capacidad de asombro? Si no lo dije, lo digo ahora: LO ÚNICO QUE
NECESITAMOS PARA SER BUENOS FILÓSOFOS ES LA CAPACIDAD DE
ASOMBRO.
Todos los niños pequeños tienen esa capacidad. No faltaría más. Tras unos
cuantos meses, salen a una realidad totalmente nueva. Pero conforme van
creciendo, esa capacidad de asombro parece ir disminuyendo. ¿A qué se debe?
¿Conoce Sofía Amundsen la respuesta a esta pregunta?
Veamos: si un recién nacido pudiera hablar, seguramente diría algo de ese
extraño mundo al que ha llegado. Porque, aunque el niño no sabe hablar, vemos
cómo señala las cosas de su alrededor y cómo intenta agarrar con curiosidad las
cosas de la habitación.
Cuando empieza a hablar, el niño se para y grita «guau, guau» cada vez que
ve un perro. Vemos cómo da saltos en su cochecito, agitando los brazos y
gritando «guau, guau, guau, guau». Los que ya tenemos algunos años a lo mejor
nos sentimos un poco agobiados por el entusiasmo del niño. «Sí, sí, es un guau,
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guau», decimos, muy conocedores del mundo, «tienes que estarte quietecito en
el coche». No sentimos el mismo entusiasmo. Hemos visto perros antes.
Quizás se repita este episodio de gran entusiasmo unas doscientas veces,
antes de que el niño pueda ver pasar un perro sin perder los estribos. O un
elefante o un hipopótamo. Pero antes de que el niño haya aprendido a hablar bien,
y mucho antes de que aprenda a pensar filosóficamente, el mundo se ha
convertido para él en algo habitual.
¡Una pena, digo yo!
Lo que a mí me preocupa es que tú seas de los que toman el mundo como
algo asentado, querida Sofía. Para asegurarnos, vamos a hacer un par de
experimentos mentales, antes de iniciar el curso de filosofía propiamente.
Imagínate que un día estás de paseo por el bosque. De pronto descubres una
pequeña nave espacial en el sendero delante de ti. De la nave espacial sale un
pequeño marciano que se queda parado, mirándote fríamente.
¿Qué habrías pensado tú en un caso así? Bueno, eso no importa, ¿pero se te
ha ocurrido alguna vez pensar que tu misma eres una marciana?
Es cierto que no es muy probable que te vayas a topar con un ser de otro
planeta. Ni siquiera sabemos si hay vida en otros planetas. Pero puede ocurrir que
te topes contigo misma. Puede que de pronto un día te detengas, y te veas de una
manera completamente nueva. Quizás ocurra precisamente durante un paseo por
el bosque.
Soy un ser extraño, pensarás. Soy un animal misterioso.
Es como si te despertaras de un larguísimo sueño, como la Bella Durmiente.
¿Quién soy?, te preguntarás. Sabes que gateas por un planeta en el universo.
¿Pero qué es el universo?
Si llegas a descubrirte a ti misma de ese modo, habrás descubierto algo igual
de misterioso que aquel marciano que mencionamos hace un momento. No sólo
has visto un ser del espacio, sino que sientes desde dentro que tú misma eres un
ser tan misterioso como aquél.
¿Me sigues todavía, Sofía? Hagamos otro experimento mental.
Una mañana, la madre, el padre y el pequeño Tomas, de dos o tres años,
están sentados en la cocina desayunando. La madre se levanta de la mesa y va
hacia la encimera, y entonces el padre empieza, de repente, a flotar bajo el techo,
mientras Tomás se le queda mirando.
¿Qué crees que dice Tomás en ese momento? Quizás señale a su papá y
diga: «¡Papá está flotando!».
Tomás se sorprendería, naturalmente, pero se sorprende muy a menudo. Papá
hace tantas cosas curiosas que un pequeño vuelo por encima de la mesa del
desayuno no cambia mucho las cosas para Tomás. Su papá se afeita cada día
con una extraña maquinilla, otras veces trepa hasta el tejado para girar la antena
de la tele, o mete la cabeza en el motor de un coche y la saca negra.
Ahora le toca a mamá. Ha oído lo que acaba de decir Tomás y se vuelve
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decididamente. ¿Cómo reaccionará ella ante el espectáculo del padre volando
libremente por encima de la mesa de la cocina?
Se le cae instantáneamente el frasco de mermelada al suelo y grita de
espanto. Puede que necesite tratamiento médico cuando papá haya descendido
nuevamente a su silla. (¡Debería saber que hay que estar sentado cuando se
desayuna!)
¿Por qué crees que son tan distintas las reacciones de Tomás y las de su
madre? Tiene que ver con el hábito.
(¡Toma nota de esto!) La madre ha aprendido que los seres humanos no saben
volar. Tomás no lo ha aprendido. El sigue dudando de lo que se puede y no se
puede hacer en este mundo.
¿Pero y el propio mundo, Sofía? ¿Crees que este mundo puede flotar?
¿También este mundo está volando libremente?
Lo triste es que no sólo nos habituamos a la ley de la gravedad conforme
vamos haciéndonos mayores. Al mismo tiempo, nos habituamos al mundo tal y
como es.
Es como si durante el crecimiento perdiéramos la capacidad de dejarnos
sorprender por el mundo. En ese caso, perdemos algo esencial, algo que los
filósofos intentan volver a despertar en nosotros. Porque hay algo dentro de
nosotros mismos que nos dice que la vida en sí es un gran enigma.
Es algo que hemos sentido incluso muchoantes de aprender a pensarlo.
Puntualizo: aunque las cuestiones filosóficas conciernen a todo el mundo, no
todo el mundo se convierte en filósofo. Por diversas razones, la mayoría se aferra
tanto a lo cotidiano que el propio asombro por la vida queda relegado a un segundo
plano. (Se adentran en la piel del conejo, se acomodan y se quedan allí para el
resto de su vida.)
Para los niños, el mundo —y todo lo que hay en él— es algo nuevo, algo que
provoca su asombro. No es así para todos los adultos. La mayor parte de los
adultos ve el mundo como algo muy normal.
Precisamente en este punto los filósofos constituyen una honrosa excepción.
Un filósofo jamás ha sabido habituarse del todo al mundo. Para él o ella, el mundo
sigue siendo algo desmesurado, incluso algo enigmático y misterioso.
Por lo tanto, los filósofos y los niños pequeños tienen en común esa importante
capacidad. Se podría decir que un filósofo sigue siendo tan susceptible como un
niño pequeño durante toda la vida.
De modo que puedes elegir, querida Sofía. ¿Eres una niña pequeña que aún
no ha llegado a ser la perfecta conocedora del mundo? ¿O eres una filósofa que
puede jurar que jamás lo llegará a conocer?
Si simplemente niegas con la cabeza y no te reconoces ni en el niño ni en el
filósofo, es porque tú también te has habituado tanto al mundo que te ha dejado
de asombrar. En ese caso corres peligro. Por esa razón recibes este curso de
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filosofía, es decir, para asegurarnos. No quiero que tú justamente estés entre los
indolentes e indiferentes. Quiero que vivas una vida despierta.
Recibirás el curso totalmente gratis. Por eso no se te devolverá ningún dinero
si no lo terminas. No obstante, si quieres interrumpirlo, tienes todo tu derecho a
hacerlo. En ese caso, tendrás que dejarme una señal en el buzón. Una rana viva
estaría bien. Tiene que ser algo verde también; de lo contrario, el cartero se
asustaría demasiado.
Un breve resumen: se puede sacar un conejo blanco de un sombrero de copa
vacío. Dado que se trata de un conejo muy grande, este truco dura muchos miles
de millones de años. En el extremo de los finos pelillos de su piel nacen todas las
criaturas humanas. De esa manera son capaces de asombrarse por el imposible
arte de la magia.
Pero conforme se van haciendo mayores, se adentran cada vez más en la piel
del conejo, y allí se quedan. Están tan a gusto y tan cómodos que no se atreven
a volver a los finos pelillos de la piel. Solo los filósofos emprenden ese peligroso
viaje hacia los límites extremos del idioma y de la existencia. Algunos de ellos se
quedan en el camino, pero otros se agarran fuertemente a los pelillos de la piel del
conejo y gritan a todos los seres sentados cómodamente muy dentro de la suave
piel del conejo, comiendo y bebiendo estupendamente:
—Damas y caballeros —dicen—. Flotamos en el vacío.
Pero esos seres de dentro de la piel no escuchan a los filósofos.
—¡Ah, qué pesados! —dicen.
Y continúan charlando como antes:
—Dame la mantequilla. ¿Cómo va la bolsa hoy? ¿A cómo están los tomates?
¿Has oído que Lady Di espera otro hijo?
Cuando la madre de Sofía volvió a casa más tarde, Sofía se encontraba en un estado
de shock. La caja con las cartas del misterioso filósofo se encontraban bien guardadas en
el Callejón. Sofía había intentado empezar a hacer sus deberes, por lo que se quedó
pensando y meditando sobre lo que había leído.
¡Había tantas cosas en las que nunca había pensado antes! Ya no era una niña, pero
tampoco era del todo adulta.
Sofía entendió que ya había empezado a adentrarse en la espesa piel de ese conejo
que se había sacado del negro sombrero de copa del universo. Pero el filósofo la había
detenido.
—El, —¿o sería ella?— la había agarrado fuertemente y la había sacado hasta el pelillo
de la piel donde había jugado cuando era niña. Y ahí, en el extremo del pelillo, había vuelto
a ver el mundo como si lo viera por primera vez.
El filósofo la había rescatado; de eso no cabía duda. El desconocido remitente de
cartas la había salvado de la indiferencia de la vida cotidiana.
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Cuando su madre llegó a casa, sobre las cinco de la tarde, Sofía la llevó al salón y la
obligó a sentarse en un sillón.
—¿Mama, no te parece extraño vivir? —empezó.
La madre se quedó tan aturdida que no supo qué contestar. Sofía solía estar haciendo
los deberes cuando ella volvía del trabajo.
—Bueno —dijo—. A veces sí.
—¿A veces? Lo que quiero decir es si no te parece extraño que exista un mundo.
—Pero, Sofía, no debes hablar así.
—¿Por qué no? ¿Entonces, acaso te parece el mundo algo completamente normal?
—Pues claro que lo es. Por regla general, al menos.
Sofía entendió que el filósofo tenía razón. Para los adultos, el mundo era algo
asentado. Se habían metido de una vez por todas en el sueño cotidiano de la Bella
Durmiente.
—¡Bah! Simplemente estás tan habituada al mundo que te ha dejado de asombrar
—dijo.
—¿Qué dices?
—Digo que estás demasiado habituada al mundo. Completamente atrofiada, vamos.
—Sofía, no te permito que me hables así.
—Entonces, lo diré de otra manera. Te has acomodado bien dentro de la piel de ese
conejo que acaba de ser sacado del negro sombrero de copa del universO. Y ahora
pondrás las patatas a cocer, y luego leerás el periódico, y después de media hora de siesta
verás el telediario.
El rostro de la madre adquirió un aire de preocupación. Como estaba previsto, se fue
a la cocina a poner las patatas a hervir. Al cabo de un rato, volvió a la sala de estar y
ahora fue ella la que empujó a Sofía hacia un sillón.
—Tengo que hablar contigo sobre un asunto —empezó a decir.
Por el tono de su voz, Sofía entendió que se trataba de algo serio.
—¿No te habrás metido en algo de drogas, hija mía?
Sofía se echó a reír, pero entendió por que esta pregunta había surgido exactamente
en esta situación.
—¡Estas loca! —dijo—. Las drogas te atrofian aún mas. Y no se dijo nada más aquella
tarde, ni sobre drogas, ni sobre el conejo blanco.
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Los mitos
... un delicado equilibrio de poder entre las fuerzas del bien y del
mal...
A la mañana siguiente, no había ninguna carta para Sofía en el buzón. Pasó aburrida
el largo día en el instituto, procurando ser muy amable con Jorunn en los recreos. En el
camino hacia casa, comenzaron a hacer planes para una excursión con tienda de campaña
en cuanto se secara el bosque.
De nuevo se encontró delante del buzón. Primero abrió una carta que llevaba un
matasellos de México. Era una postal de su padre en la que decía que tenía muchas ganas
de ir a casa, y que había ganado al Piloto jefe al ajedrez por primera vez. Y también que
casi había terminado los veinte kilos de libros que se había llevado a bordo después de
las vacaciones de invierno.
Y había, además, un sobre amarillo con el nombre de Sofía escrito. Abrió la puerta de
la casa y dejó dentro la cartera y el correo, antes de irse corriendo al Callejón. Sacó nuevas
hojas escritas a máquina y comenzó a leer.
La visión mítica del mundo
¡Hola, Sofía! Tenemos mucho que hacer, de modo que empecemos ya.
Por filosofía entendemos una manera de pensar totalmente nueva que surgió
en Grecia alrededor del año600 antes de Cristo.
Hasta entonces, habían sido las distintas religiones las que habían dado a la
gente las respuestas a todas esas preguntas que se hacían. Estas explicaciones
religiosas se transmitieron de generación en generación a través de los mitos.
Un mito es un relato sobre dioses, un relato que pretende explicar el principio
de la vida.
Por todo el mundo ha surgido, en el transcurso de los milenios, una enorme
flora de explicaciones míticas a las cuestiones filosóficas. Los filósofos griegos
intentaron enseñar a los seres humanos que no debían fiarse de tales
explicaciones.
Para poder entender la manera de pensar de los primeros filósofos,
necesitamos comprender lo que quiere decir tener una visión mítica del mundo.
Utilizaremos como ejemplos algunas ideas de la mitología nórdica; no hace falta
cruzar elrío para coger agua.
Seguramente habrás oído hablar de Tor y su martillo.
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Antes de que el cristianismo llegara a Noruega, la gente creía que Tor viajaba
por el cielo en un carro tirado por dos machos cabríos.
Cuando agitaba su martillo, había truenos y rayos.
La palabra noruega «torden» (truenos) significa precisamente eso, «ruidos de
Tor».
Cuando hay rayos y truenos, también suele llover. La lluvia tenía una
importancia vital para los agricultores en la época vikinga; por eso Tor fue adorado
como el dios de la fertilidad.
Es decir: la respuesta mítica a por que llueve, era que Tor agitaba su martillo;
y, cuando llovía, todo crecía bien en el campo.
Resultaba en sí incomprensible cómo las plantas en el campo crecían y daban
frutos, pero los agricultores intuían que tenía que ver con la lluvia. Y, además,
todos creían que la lluvia tenía algo que ver con Tor, lo que le convirtió en uno de
los dioses más importantes del Norte.
Tor también era importante en otro contexto, en un contexto que tenía que ver
con todo el concepto del mundo.
Los vikingos se imaginaban que el mundo habitado era una isla
constantemente amenazada por peligros externos. A esa parte del mundo la
llamaban Midgard (el patio en el medio), es decir, el reino situado en el medio. En
Midgard se encontraba además Asgard (el patio de los dioses), que era el hogar
de los dioses. Fuera de Midgard estaba Urgard (el patio de fuera), es decir, el reino
que se encontraba fuera. Aquí vivían los peligrosos trolls (gigantes), que
constantemente intentaban destruir el mundo mediante astutos trucos.
A esos monstruos malvados se les suele llamar «fuerzas del caos». Tanto en
la religión nórdica como en la mayor parte de otras culturas, los seres humanos
tenían la sensación de que había un delicado equilibro de poder entre las fuerzas
del bien y del mal.
Los trolls podían destruir Midgard raptando a la diosa de la fertilidad, Freya. Si
lo lograban, en los campos no crecería nada y las mujeres no darían a luz. Por
eso era tan importante que los dioses buenos pudieran mantenerlos en jaque.
También en este sentido Tor jugaba un papel importante. Su martillo no sólo
traía la lluvia, sino que también era un arma importante en la lucha contra las
fuerzas peligrosas. El martillo le daba un poder casi ilimitado. Por ejemplo, podía
echarlo tras los trolls y matarlos. Y además, no tenía que tener miedo de perderlo,
porque funcionaba como un bumerán, y siempre volvía a él.
He aquí la explicación mítica de cómo se mantiene la naturaleza, y cómo se
libra una constante lucha entre el bien y el mal. Y esas explicaciones míticas eran
precisamente las que los filósofos rechazaban.
Pero no se trataba únicamente de explicaciones. La gente no podía quedarse
sentada de brazos cruzados esperando a que interviniesen los dioses cuando
amenazaban las desgracias —tales como sequías o epidemias—. Las personas
tenían que tomar parte activa en la lucha contra el mal. Esta participación se
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llevaba a cabo mediante distintos actos religiosos o ritos.
El acto religioso más importante en la época de la antigua Noruega era el
sacrificio, que se hacía con el fin de aumentar el poder del dios. Los seres
humanos tenían que hacer sacrificios a los dioses para que éstos reuniesen
fuerzas suficientes para combatir a las fuerzas del caos. Esto se conseguía, por
ejemplo, mediante el sacrificio de un animal al dios en cuestión. Era bastante
corriente sacrificar machos cabríos a Tor. En lo que se refiere a Odín, también se
sacrificaban seres humanos.
El mito más conocido en Noruega lo conocemos por el poema «Trymskvida»
(La canción sobre Trym).
En él se cuenta que Tor se quedó dormido y que, cuando se despertó, su
martillo había desaparecido. Se enfureció tanto que las manos le temblaban y la
barba le vibraba. Acompañado por su amigo Loke fue a preguntar a Freya si le
dejaba sus alas para que éste pudiera volar hasta Jotunheimen (el hogar de los
gigantes), con el fin de averiguar si eran los trolls los que le habían robado el
martillo. Allí Loke se encuentra con Trym, el rey de los gigantes, que, en efecto,
empieza a presumir de haber robado el martillo y de haberlo escondido a ocho
millas bajo tierra. Y añade que no devolverá el martillo hasta que no logre casarse
con Freya.
¿Me sigues, Sofía? Los dioses buenos se encuentran de repente ante un
dramático secuestro: los trolls se han apoderado de su arma defensiva más
importante, lo que da lugar a una situación insostenible. Mientras los trolls tengan
en su poder el martillo de Tor, tienen el poder total sobre el mundo de los dioses
y de los humanos. Y a cambio del martillo exigen a Freya. Pero tal intercambio
resulta igual de imposible: si los dioses tienen que desprenderse de su diosa de
la fertilidad, la que vela por todo lo que es vida, la hierba en el campo se
marchitará y los dioses y los humanos morirán. Es decir, la situación no tiene
salida. Si te imaginas un grupo de terroristas amenazando con hacer explotar una
bomba atómica en el centro de París o de Londres, si no se cumplen sus
peligrosísimas exigencias, entiendes muy bien esta historia.
El mito cuenta que Loke vuelve a Asgard, donde pide a Freya que se vista de
novia, porque hay que casarla con los trolls. Desgraciadamente, Freya se enfada
y dice que la gente pensará que está loca por los hombres si accede a casarse
con un troll.
Entonces al dios Heimdal se le ocurre una excelente idea. Sugiere que
disfracen a Tor de novia. Podrán atarle el pelo y ponerle piedras en el pecho para
que parezca una mujer. Evidentemente a Tor no le hace muy feliz esta propuesta,
pero entiende finalmente que la única posibilidad que tienen los dioses de
recuperar el martillo es seguir el consejo de Heimdal.
Al final, Tor se viste de novia. Loke le va a acompañar como dama de honor.
«Vayamos las dos mujeres a Jotunheimen», dice Loke.
Si prefieres un idioma más moderno, diríamos que Tor y Loke son los «policías
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antiterroristas» de los dioses. Disfrazados de mujeres deben meterse en el
baluarte de los trolls para recuperar el martillo de Tor.
En cuanto llegan a Jotunheimen, los trolls empiezan los preparativos de la
boda. Pero, durante la fiesta nupcial, la novia —es decir Tor—, se come un buey
entero y ocho salmones. También se bebe tres barriles de cerveza. A Trym le
extraña, y los «soldados del comando» disfrazados están a punto de ser
descubiertos. Pero Loke consigue escapar de la peligrosa situación. Dice que
Freya no ha comido en ocho noches por la enorme ilusión que le hacía ir a
Jotunheimen.
Trym levanta el velo para besar a la novia, pero da un salto del susto, al mirar
dentro de los agudos ojos de Tor. También esta vez es Loke el que salva la
situación. Dice que la novia no ha dormido en ocho noches por la enorme ilusión
que le hacía la boda. Entonces Trym ordena que se traiga el martillo y que se
ponga sobre las piernas de la novia, durante la ceremonia de la boda.
Se cuenta que Tor se echó a reír cuando le llevaron su martillo. Primero mató
con él a Trym, y luego a toda la estirpe de los gigantes. Y así el siniestro
secuestro tuvo un final feliz.
Una vez más, Tor —el Batman o el James Bond de los dioses— había vencido
a las fuerzas del mal.
Hasta ahí el propio mito, Sofía. ¿Pero qué significa en realidad? No creo que
se haya inventado sólo por gusto. Con este mito se pretende dar una explicación
a algo. Ese algo podría ser lo siguiente: cuando había sequías en el país, la gente
necesitaba una explicación de por qué no llovía. ¿Sería acaso porque los dioses
habían robado el martillo de Tor?
El mito puede querer dar también una explicación a los cambios de estación
del año: en invierno, la naturaleza muere porque el martillo de Tor está en
Jotunheimen. Pero, en primavera, consigue recuperarlo. Así pues, el mito intenta
dar a los seres humanos respuestas a algo que no entienden.
Pero habría algo que explicar además del mito. A menudo, los seres humanos
realizarondistintos actos religiosos relacionados con el mito. Podemos
imaginarnos que la respuesta de los humanos a sequías o a malos años sería
representar el drama que describía el mito. Quizá disfrazaban de novia a algún
hombre del pueblo —con piedras en lugar de pechos— para recuperar el martillo
que los trolls habían robado. De esta manera, los seres humanos podían contribuir
a que lloviera y a que el grano creciera en el campo.
Conocemos muchos ejemplos de otras partes del mundo en los que los seres
humanos dramatizaban un «mito de estaciones», con el fín de acelerar los
procesos de la naturaleza.
Sólo hemos echado un brevísimo vistazo al mundo de la mitología nórdica.
Existe un sinfín de mitos sobre Tor y Odín, Frey y Freya, Hoder y Balder, y
muchísimos otros dioses. Ideas mitológicas de este tipo florecían por el mundo
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entero antes de que los filósofos comenzaran a hurgar en ellas.
También los griegos tenían su visión mítica del mundo cuando surgió la primera
filosofía. Durante siglos, habían hablado de los dioses de generación en
generación.
En Grecia los dioses se llamaban Zeus y Apolo, Hera y Atenea, Dionisio y
Asclepio, Heracles y Hefesto, por nombrar algunos.
Alrededor del año 700 a. de C. , gran parte de los mitos griegos fueron
plasmados por escrito por Homero y Hesíodo.
Con esto se creó una nueva situación. Al tener escritos los mitos, se hizo
posible discutirlos.
Los primeros filósofos griegos criticaron la mitología de Homero sólo porque los
dioses se parecían mucho a los seres humanos y porque eran igual de egoístas
y de poco fiar que nosotros. Por primera vez se dijo que quizás los mitos no fueran
más que imaginaciones humanas.
Encontramos un ejemplo de esta crítica de los mitos en el filósofo Jenófanes,
que nació en el 570 a. de C. «Los seres humanos se han creado dioses a su
propia imagen», decía. «Creen que los dioses han nacido y que tienen cuerpo,
vestidos e idioma como nosotros. Los negros piensan que los dioses son negros
y chatos, los tracios los imaginan rubios y con ojos azules. Incluso si los bueyes,
caballos y leones hubiesen sabido pintar, habrían representado dioses con
aspecto de bueyes, caballos y leones!»
Precisamente en esa época, los griegos fundaron una serie de ciudades-estado
en Grecia y en las colonias griegas del sur de Italia y en Eurasia. En estos lugares
los esclavos hacían todo el trabajo físico, y los ciudadanos libres podían dedicar
su tiempo a la política y a la vida cultural.
En estos ambientes urbanos evolucionó la manera de pensar de la gente. Un
solo individuo podía, por cuenta propia, plantear cuestiones sobre cómo debería
organizarse la sociedad. De esta manera, el individuo también podía hacer
preguntas filosóficas sin tener que recurrir a los mitos heredados.
Decimos que tuvo lugar una evolución de una manera de pensar mítica a un
razonamiento basado en la experiencia y la razón. El objetivo de los primeros
filósofos era buscar explicaciones naturales a los procesos de la naturaleza.
Sofía dio vueltas por el amplio jardín. Intentó olvidarse de todo lo que había aprendido
en el instituto. Especialmente importante era olvidarse de lo que había leído en los libros
de ciencias naturales.
Si se hubiera criado en ese jardín, sin saber nada sobre la naturaleza, ¿cómo habría
vivido ella entonces la primavera?
¿Habría intentado inventar una especie de explicación a por qué de pronto un día
comenzaba a llover? ¿Habría imaginado una especie de razonamiento de cómo desaparecía
la nieve y el sol iba subiendo en el horizonte?
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Sí, de eso estaba totalmente segura, y empezó a inventar e imaginar.
El invierno había sido como una garra congelada sobre el país debido a que el malvado
Muriat se había llevado presa a una fría cárcel a la hermosa princesa Sikita. Pero, una
mañana, llegó el apuesto príncipe Bravato a rescatarla. Entonces Sikita se puso tan
contenta que comenzó a bailar por los campos, cantando una canción que había
compuesto mientras estaba en la fría cárcel. Entonces la tierra y los árboles se
emocionaron tanto que la nieve se convirtió en lágrimas. Pero luego salió el sol y secó
todas las lagrimas. Los pájaros imitaron la canción de Sikita y, cuando la hermosa princesa
soltó su pelo dorado, algunos rizos cayeron al suelo, donde se convirtieron en lirios del
campo.
A Sofía le pareció que acababa de inventarse una hermosa historia. Si no hubiera
tenido conocimiento de otra explicación para el cambio de las estaciones, habría acabado
por creerse la historia que se había inventado.
Comprendió que los seres humanos quizás hubieran necesitado siempre encontrar
explicaciones a los procesos de la naturaleza. A lo mejor la gente no podía vivir sin tales
explicaciones. Y entonces inventaron todos los mitos en aquellos tiempos en que no
había ninguna ciencia.
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Los filósofos de la naturaleza
... nada puede surgir de la nada...
Cuando su madre volvió del trabajo aquella tarde, Sofía estaba sentada en el balancín
del jardín, meditando sobre la posible relación entre el curso de filosofía y esa Hilde
Møller Knag que no recibiría ninguna felicitación de su padre en el día de su cumpleaños.
—¡Sofía! — la llamó su madre desde lejos—. ¡Ha llegado una carta para ti!
El corazón le dio un vuelco. Ella misma había recogido el correo, de modo que esa carta
tenía que ser del filósofo. ¿Qué le podía decir a su madre?
Se levantó lentamente del balancín y se acercó a ella.
—No lleva sello. A lo mejor es una carta de amor.
Sofía cogió la carta.
—¿No la vas a abrir?
¿Que podía decir?
—¿Has visto alguna vez a alguien abrir sus cartas de amor delante de su madre?
Mejor que pensara que ésa era la explicación. Le daba muchísima vergüenza, porque
era muy joven para recibir cartas de amor, pero le daría aún más vergüenza que se supiera
que estaba recibiendo un curso completo de filosofía por correspondencia, de un filósofo
totalmente desconocido y que incluso jugaba con ella al escondite.
Era uno de esos pequeños sobres blancos. En su habitación, Sofía leyó tres nuevas
preguntas escritas en la nota dentro del sobre:
¿Existe una materia primaria de la que todo lo demás está hecho?
¿El agua puede convertirse en vino? 
¿Cómo pueden la tierra y el agua convertirse en una rana?
A Sofía estas preguntas le parecieron bastante chifladas, pero les estuvo dando
vueltas durante toda la tarde. También al día siguiente, en el instituto, volvió a meditar
sobre ellas, una por una.
¿Existiría una «materia primaria», de la que estaba hecho todo lo demás? Pero si
existiera una materia de la que estaba hecho todo el mundo, ¿cómo podía esta materia
única convertirse de pronto en una flor o, por que no, en un elefante?
La misma objeción era válida para ia pregunta de si el agua podía convertirse en vino.
Sofía había oído el relato de Jesús, que convirtió el agua en vino, pero nunca lo había
entendido literalmente. Y si Jesús verdaderamente hubiese hecho vino del agua se trataría
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más bien de un milagro y no de algo que fuera realmente posible. Sofía era consciente de
que tanto el vino como casi todo el resto de la naturaleza contiene mucha agua. Pero
aunque un pepino contuviera un 95% de agua, tendría que contener también alguna otra
cosa para ser precisamente un pepino y no sólo agua.
Luego estaba lo de la rana. Le llamaba la atención que su profesor de filosofía se
interesara tanto por las ranas. Sofía podía estar de acuerdo en que una rana estuviese
compuesta de tierra y agua, pero la tierra no podía estar compuesta entonces por una sola
sustancia. Si la tierra estuviera compuesta por muchas materias distintas, podría
evidentemente pensarse que tierra y agua conjugadas pudieran convertirse en rana;
siempre y cuando la tierra y el agua pasaran por el proceso del huevo de rana y del
renacuajo, porque una rana no puede crecer así como así en una huerta, por mucho
esmero que ponga el horticultor al regarla.
Al volver del instituto aquel día,Sofía se encontró con otro sobre para ella en el
buzón. Se refugió en el Callejón, como lo había hecho los días anteriores.
El proyecto de los filósofos
¡Ahí estás de nuevo! Pasemos directamente a la lección de hoy, sin pasar por
conejos blancos y cosas así.
Te contaré a grandes rasgos cómo han meditado los seres humanos sobre las
preguntas filosóficas desde la antigüedad griega hasta hoy. Pero todo llegará a su
debido tiempo.
Debido a que esos filósofos vivieron en otros tiempos y quizás en una cultura
totalmente diferente a la nuestra, resulta a menudo práctico averiguar cuál fue el
proyecto de cada uno. Con ello quiero decir que debemos intentar captar qué es
lo que precisamente ese filósofo tiene tanto interés en solucionar. Un filósofo
puede interesarse por el origen de las plantas y los animales. Otro puede querer
averiguar si existe un dios o si el ser humano tiene un alma inmortal.
Cuando logremos extraer cuál es el «proyecto, de un determinado filósofo,
resultará más fácil seguir su manera de pensar. Pues un solo filósofo no está
obsesionado por todas las preguntas filosóficas.
Siempre digo «él», cuando hablo de los filósofos, y eso se debe a que la
historia de la filosofía está marcada por los hombres, ya que a la mujer se la ha
reprimido como ser pensante debido a su sexo. Es una pena porque, con ello, se
ha perdido una serie de experiencias importantes. Hasta nuestro propio siglo, la
mujer no ha entrado de lleno en la historia de la filosofía.
No te pondré deberes, al menos no complicados ejercicios de matemáticas.
En este momento, la conjugación de los verbos ingleses está totalmente fuera del
ámbito de mi interés. Pero de vez en cuando, te pondré un pequeño ejercicio de
alumno.
Si aceptas estas condiciones, podemos ponernos en marcha.
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Los filósofos de la naturaleza
A los primeros filósofos de Grecia se les suele llamar «filósofos de la
naturaleza» porque, ante todo, se interesaban por la naturaleza y por sus
procesos.
Ya nos hemos preguntado de dónde procedemos. Muchas personas hoy en día
se imaginan más o menos que algo habrá surgido, en algún memento, de la nada.
Esta idea no era tan corriente entre los griegos.
Por alguna razón daban por sentado que ese «algo» había existido siempre.
Vemos, pues, que la gran pregunta no era cómo todo pudo surgir de la nada.
Los griegos se preguntaban, más bien, cómo era posible que el agua se convirtiera
en peces vivos y la tierra inerte en grandes árboles o en flores de colores
encendidos. ¡Por no hablar de cómo un niño puede ser concebido en el seno de
su madre!
Los filósofos veian con sus propios ojos cómo constantemente ocurrían
cambios en la naturaleza. ¿Pero cómo podían ser posibles tales cambios? ¿Cómo
podía algo pasar de ser una sustancia para convertirse en algo completamente
distinto, en vida, por ejemplo?
Los primeros filósofos tenían en común la creencia de que existía una materia
primaria, que era el origen de todos los cambios.
No resulta fácil saber cómo llegaron a esa conclusión, sólo sabemos que iba
surgiendo la idea de que tenía que haber una sola materia primaria que, más o
menos, fuese el origen de todos los cambios sucedidos en la naturaleza. Tenía
que haber «algo» de lo que todo procedía y a lo que todo volvía.
Lo más interesante para nosotros no es saber cuáles fueron las respuestas a
las que llegaron esos primeros filósofos, sino qué preguntas se hacían y qué tipo
de respuestas buscaban.
Nos interesa más el cómo pensaban que precisamente lo que pensaban.
Podemos constatar que hacían preguntas sobre cambios visibles en la
naturaleza. Intentaron buscar algunas leyes naturales constantes. Querían
entender los sucesos de la naturaleza sin tener que recurrir a los mitos
tradicionales. Ante todo, intentaron entender los procesos de la naturaleza
estudiando la misma naturaleza. ¡Es algo muy distinto a explicar los relámpagos
y los truenos, el invierno y la primavera con referencias a sucesos mitológicos!
De esta manera, la filosofía se independizó de la religión.
Podemos decir que los filósofos de la naturaleza dieron los primeros pasos
hacia una manera científica de pensar, desencadenando todas las ciencias
naturales posteriores.
La mayor parte de lo que dijeron y escribieron los filósofos de la naturaleza se
perdió para la posteridad. Lo poco que conocemos lo encontramos en los escritos
de Aristóteles, que vivió un par de siglos después de los primeros filósofos.
Aristóteles sólo se refiere a los resultados a que llegaron los filósofos que le
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precedieron, lo que significa que no podemos saber siempre cómo llegaron a sus
conclusiones.
Pero sabemos suficiente como para constatar que el proyecto de los primeros
filósofos griegos abarcaba preguntas en torno a la materia primaria y a los
cambios en la naturaleza.
Tres filósofos de Mileto
El primer filósofo del que oímos hablar es Tales, de la colonia de Mileto, en
Asia Menor. Viajó mucho por el mundo. Se cuenta de él que midió la altura de una
pirámide en Egipto, teniendo en cuenta la sombra de la misma, en el momento en
que su propia sombra medía exactamente lo mismo que él. También se dice que
supo predecir mediante cálculos matemáticos un eclipse solar en el año 585 antes
de Cristo.
Tales opinaba que el agua es el origen de todas las cosas. No sabemos
exactamente lo que quería decir con eso. Quizás opinara que toda clase de vida
tiene su origen en el agua, y que toda clase de vida vuelve a convertirse en agua
cuando se disuelve.
Estando en Egipto, es muy probable que viera cómo todo crecía en cuanto las
aguas del Nilo se retiraban de las regiones de su delta. Quizás también viera
cómo, tras la lluvia, iban apareciendo ranas y gusanos.
Además, es probable que Tales se preguntara cómo el agua puede convertirse
en hielo y vapor, y luego volver a ser agua de nuevo.
Al parecer, Tales también dijo que «todo está lleno de dioses». También sobre
este particular sólo podemos hacer conjeturas en cuanto a lo que quiso decir.
Quizás se refiriese a cómo la tierra negra pudiera ser el origen de todo, desde
flores y cereales hasta cucarachas y otros insectos, y se imaginase que la tierra
estaba llena de pequeños e invisibles «gérmenes» de vida. De lo que sí podemos
estar seguros, al menos, es de que no estaba pensando en los dioses de Homero.
El siguiente filósofo del que se nos habla es de Anaximandro, que también vivió
en Mileto. Pensaba que nuestro mundo simplemente es uno de los muchos
mundos que nacen y perecen en algo que él llamó «lo Indefinido».
No es fácil saber lo que él entendía por «lo Indefinido», pero parece claro que
no se imaginaba una sustancia conocida, como Tales.
Quizás fuera de la opinión de que aquello de lo que se ha creado todo,
precisamente tiene que ser distinto a lo creado.
En ese caso, la materia primaria no podía ser algo tan normal como el agua,
sino algo «indefinido».
Un tercer filósofo de Mileto fue Anaxímenes (aprox. 570-526 a. de C.) que
opinaba que el origen de todo era el aire o la niebla.
Es evidente que Anaxímenes había conocido la teoría de Tales sobre el agua.
¿Pero de dónde viene el agua? Anaxímenes opinaba que el agua tenía que ser aire
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condensado, pues vemos cómo el agua surge del aire cuando llueve. Y cuando el
agua se condensa aún más, se convierte en tierra, pensaba él.
Quizás había observado cómo la tierra y la arena provenían del hielo que se
derretía. Asimismo pensaba que el fuego tenía que ser aire diluido. Según
Anaxímenes, tanto la tierra como el agua y el fuego, tenían como origen el aire.
No es largo el camino desde la tierra y el agua hasta las plantas en el campo.
Quizás pensaba Anaxímenes que para que surgiera vida, tendría que haber tierra,
aire, fuego y agua. Pero el punto de partida en sí eran «el aire» o «la niebla». Esto
significa que compartía con Tales la idea de que tiene que haber una materia
primaria, que constituye la base de todos los cambios que suceden en la
naturaleza.
Nada puedesurgir de la nada
Los tres filósofos de Mileto pensaban que tenía que haber una —y quizás sólo
una— materia primaria de la que estaba hecho todo lo demás.
¿Pero cómo era posible que una materia se alterara de repente para convertirse
en algo completamente distinto? A este problema lo podemos llamar problema del
cambio.
Desde aproximadamente el año 500 a. de C. vivieron unos filósofos en la
colonia griega de Elea en el sur de Italia, y estos eleatos se preocuparon por
cuestiones de ese tipo. El más conocido era Parménides (aprox. 510-470 a. de
C).
Parménides pensaba que todo lo que hay ha existido siempre, lo que era una
idea muy corriente entre los griegos. Daban más o menos por sentado que todo
lo que existe en el mundo es eterno. Nada puede surgir de la nada, pensaba
Parménides. Y algo que existe, tampoco se puede convertir en nada. Pero
Parménides fue más lejos que la mayoría. Pensaba que ningún verdadero cambio
era posible. No hay nada que se pueda convertir en algo diferente a lo que es
exactamente.
Desde luego que Parménides sabía que precisamente la naturaleza muestra
cambios constantes. Con los sentidos observaba cómo cambiaban las cosas,
pero esto no concordaba con lo que le decía la razón. No obstante, cuando se vio
forzado a elegir entre fiarse de sus sentidos o de su razón, optó por la razón.
Conocemos la expresión: «Si no lo veo, no lo creo». Pero Parménides no lo
creía ni siquiera cuando lo veía. Pensaba que los sentidos nos ofrecen una imagen
errónea del mundo, una imagen que no concuerda con la razón de los seres
humanos. Como filósofo, consideraba que era su obligación descubrir toda clase
de «ilusiones».
Esta fuerte fe en la razón humana se llama racionalismo. Un racionalista es el
que tiene una gran fe en la razón de las personas como fuente de sus
conocimientos sobre el mundo.
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Todo fluye
Al mismo tiempo que Parménides, vivió Heráclito (aprox. 540-480 a. de C.) de
Éfeso en Asia Menor. Él pensaba que precisamente los cambios constantes eran
los rasgos más básicos de la naturaleza. Podríamos decir que Heráclito tenía más
fe en lo que le decían sus sentidos que Parménides.
—«Todo fluye», dijo Heráclito. Todo está en movimiento y nada dura
eternamente.
Por eso no podemos «descender dos veces al mismo río», pues cuando
desciendo al río por segunda vez, ni yo ni el río somos los mismos. Heráclito
también señaló el hecho de que el mundo está caracterizado por constantes
contradicciones.
Si no estuviéramos nunca enfermos, no entenderíamos lo que significa estar
sano. Si no tuviéramos nunca hambre, no sabríamos apreciar estar saciados. Si
no hubiera nunca guerra, no sabríamos valorar la paz, y si no hubiera nunca
invierno, no nos daríamos cuenta de la primavera.
Tanto el bien como el mal tienen un lugar necesario en el Todo, decía Heráclito.
Y si no hubiera un constante juego entre los contrastes, el mundo dejaría de
existir.
«Dios es día y noche, invierno y verano, guerra y paz, hambre y saciedad»,
decía. Emplea la palabra «Dios», pero es evidente que se refiere a algo muy
distinto a los dioses de los que hablaban los mitos. Para Heráclito, Dios —o lo
divino— es algo que abarca a todo el mundo. Dios se muestra precisamente en
esa naturaleza llena de contradicciones y en constante cambio.
En lugar de la palabra «Dios», emplea a menudo la palabra griega logos, que
significa razón. Aunque las personas no hemos pensado siempre del mismo
modo, ni hemos tenido la misma razón, Heráclito opinaba que tiene que haber una
especie de «razón universal» que dirige todo lo que sucede en la naturaleza. Esta
«razón universal» —o «ley natural»— es algo común para todos y por la cual
todos tienen que guiarse. Y, sin embargo, la mayoría vive según su propia razón,
decía Heráclito. No tenía, en general, muy buena opinión de su prójimo. «Las
opiniones de la mayor parte de la gente pueden compararse con los juegos
infantiles», decía.
En medio de todos esos cambios y contradicciones en la naturaleza, Heráclito
veía, pues, una unidad o un todo.
Este «algo», que era la base de todo, él lo llamaba «Dios» o «logos»
Cuatro elementos
En cierto modo, las ideas de Parménides y Heráclito eran totalmente
contrarias. La razón de Parménides le decía que nada puede cambiar. Pero los
sentidos de Heráclito decían, con la misma convicción, que en la naturaleza
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suceden constantemente cambios. ¿Quién de ellos tenía razón? ¿Debemos
fiarnos de la razón o de los sentidos?
Tanto Parménides como Heráclito dicen dos cosas. Parménides dice:
a) que nada puede cambiar y 
b) que las sensaciones, por lo tanto, no son de fiar.
Por el contrario, Heráclito dice:
a)que todo cambia (todo fluye) y 
b)que las sensaciones son de fiar
¡Difícilmente dos filósofos pueden llegar a estar en mayor desacuerdo! ¿Pero
cuál de ellos tenía razón?
Empédocles (494-434 a. d C.) de Sicilia sería el que lograra salir de los
enredos en los que se había metido la filosofía. Opinaba que, tanto Parménides
como Heráclito, tenían razón en una de sus afirmaciones, pero que los dos se
equivocaban en una cosa.
Empédocles pensaba que el gran desacuerdo se debía a que los filósofos
habían dado por sentado(error esencial en Parménides) que había un solo
elemento.
De ser así, la diferencia entre lo que dice la razón y lo que «vemos con
nuestros propios ojos» sería insuperable.
Es evidente que el agua no puede convertirse en un pez o en una mariposa. El
agua no puede cambiar. El agua pura sigue siendo agua pura para siempre. De
modo que Parménides tenía razón en decir que «nada cambia».
Al mismo tiempo, Empédocles le daba la razón a Heráclito en que debemos
fiarnos de lo que nos dicen nuestros sentidos.
Debemos creer lo que vemos, y vemos, precisamente, cambios constantes en
la naturaleza.
Empédocles llegó a la conclusión de que lo que había que rechazar era la idea
de que hay un solo elemento. Ni el agua ni el aire son capaces, por sí solos, de
convertirse en un rosal o en una mariposa, razón por la cual resulta imposible que
la naturaleza sólo tenga un elemento.
Empédocles pensaba que la naturaleza tiene en total cuatro elementos o
«raíces», como él los llama. Llamó a esas cuatro raíces tierra, aire, fuego y agua.
Todos los cambios de la naturaleza se deben a que estos cuatro elementos se
mezclan y se vuelven a separar, pues todo está compuesto de tierra, aire, fuego
y agua, pero en distintas proporciones de mezcla. Cuando muere una flor o un
animal, los cuatro elementos vuelven a separarse. Éste es un cambio que
podemos observar con los ojos. Pero la tierra y el aire, el fuego y el agua quedan
completamente inalterados o intactos con todos esos cambios en los que
participan. Es decir, que no es cierto que «todo» cambia (en contra de Heráclito).
En realidad, no hay nada que cambie, lo que ocurre es, simplemente, que
cuatro elementos diferentes se mezclan y se separan, para luego volver a
mezclarse.
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Podríamos compararlo con un pintor artístico: si tiene sólo un color —por
ejemplo el rojo— no puede pintar árboles verdes. Pero si tiene amarillo, rojo, azul
y negro, puede obtener hasta cientos de colores, mezclándolos en distintas
proporciones.
Un ejemplo de cocina demuestra lo mismo. Si sólo tuviera harina, tendría que
ser un mago para poder hacer un bizcocho. Pero si tengo huevos y harina, leche
y azúcar, entonces puedo hacer un montón de tartas y bizcochos diferentes, con
esas cuatro materias primas.
No fue por casualidad el que Empédocles pensara que las «raíces» de la
naturaleza tuvieran que ser precisamente tierra, aire, fuego y agua. Antes que él,
otros filósofos habían intentado mostrar por qué el elemento básico tendría que ser
agua, aire o fuego. Tales y Anaxímenes ya habían señalado el agua y el aire como
elementos importantes de la naturaleza. Los griegos también pensaban que el
fuego era muy importante. Observaban, por ejemplo, la importancia del sol para
todo lo vivo de la naturaleza, y, evidentemente, conocían el calordel cuerpo
humano y animal.
Quizás Empédocles vio cómo ardía un trozo de madera; lo que sucede
entonces, es que algo se disuelve. Oímos cómo la madera cruje y gorgotea. Es
el agua. Algo se convierte en humo. Es el aire. Vemos ese aire. Algo queda
cuando el fuego se apaga. Es la ceniza, o la tierra.
Empédocles señala, como hemos visto, que los cambios en la naturaleza se
deben a que las cuatro raíces se mezclan y se vuelven a separar. Pero queda algo
por explicar. ¿Cuál es la causa por la que los elementos se unen para dar lugar
a una nueva vida? ¿Y por qué vuelve a disolverse «la mezcla», por ejemplo, una
flor?
Empédocles pensaba que tenía que haber dos fuerzas que actuasen en la
naturaleza. Las llamó «amor» y «odio». Lo que une las cosas es «el amor», y lo
que las separa, es «el odio».
Tomemos nota de que el filósofo distingue aquí entre «elemento» y «fuerza».
Incluso, hoy en día, la ciencia distingue entre «los elementos» y «las fuerzas de
la naturaleza». La ciencia moderna dice que todos los procesos de la naturaleza
pueden explicarse como una interacción de los distintos elementos, y unas
cuantas fuerzas de la naturaleza.
Empédocles también estudió la cuestión de qué es lo que pasa cuando
observamos algo con nuestros sentidos. ¿Cómo puedo ver una flor, por ejemplo?
¿Qué sucede entonces? ¿Has pensado en eso, Sofía? ¡Si no, ahora tienes la
ocasión!
Empédocles pensaba que nuestros ojos estaban formados de tierra, aire, fuego
y agua, como todo lo demás en la naturaleza. Y «la tierra» que tengo en mi ojo
capta lo que hay de tierra en lo que veo, «el aire» capta lo que es de aire, «el
fuego» de los ojos capta lo que es de fuego y «el agua» lo que es de agua. Si el
ojo hubiera carecido de uno de los cuatro elementos, yo tampoco hubiera podido
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ver la naturaleza en su totalidad.
Algo de todo en todo
Otro filósofo que no se contentaba con la teoría de que un solo elemento —por
ejemplo el agua— pudiera convertirse en todo lo que vemos en la naturaleza, fue
Anaxágoras (500-428 a. de C).
Tampoco aceptó la idea de que tierra, aire, fuego o agua pudieran convertirse
en sangre y hueso.
Anaxágoras opinaba que la naturaleza está hecha de muchas piezas
minúsculas, invisibles para el ojo. Todo puede dividirse en algo todavía más
pequeño, pero incluso en las piezas más pequeñas, hay algo de todo. Si la piel
y el pelo no se han convertido en otra cosa, tiene que haber piel y pelo también
en la leche que bebemos, y en la comida que comemos, opinaba él.
A lo mejor, un par de ejemplos modernos puedan ilustrar lo que se imaginaba
Anaxágoras. Mediante la técnica de láser se pueden, hoy en día, hacer los
llamados hologramas. Si el holograma muestra un coche, y este holograma se
rompe, veremos una imagen de todo el coche, aunque conservemos solamente la
parte del holograma que muestra el parachoques. Eso es porque todo el motivo
está presente en cada piececita.
De alguna manera, también se puede decir que es así como está hecho
nuestro cuerpo. Si separo una célula de la piel de un dedo, el núcleo de esa célula
contiene no sólo la receta de cómo es mi piel, sino que en la misma célula
también está la receta de mis ojos, del color de mi pelo, de cuántos dedos tengo
y de qué aspecto, etc. En cada célula del cuerpo hay una descripción detallada
de la composición de todas las demás células del cuerpo. Es decir, que hay «algo
de todo» en cada una de las células. El todo está en la parte más minúscula.
A esas «partes mínimas» que contienen «algo de todo», Anaxágoras las
llamaba «gérmenes» o «semillas».
Recordemos que para Empédocles era «el amor» lo que unía las partes en
cuerpos enteros. También Anaxágoras se imaginaba una especie de fuerza que
«pone orden» y crea animales y humanos, flores y árboles. A esta fuerza la llamó
espíritu o entendimiento (nous).
Anaxágoras también es interesante por ser el primer filósofo de los de Atenas.
Vino de Asia Menor, pero se trasladó a Atenas cuando tenía unos 40 años. En
Atenas lo acusaron de ateo y, al final, tuvo que marcharse de la ciudad.
Entre otras cosas, había dicho que el sol no era un dios, sino una masa
ardiente más grande que la península del Peloponeso.
Anaxágoras se interesaba en general por la astronomía. Opinaba que todos los
astros estaban hechos de la misma materia que la Tierra. A esta teoría llegó
después de haber estudiado un meteorito. Puede ser, decía, que haya personas
en otros planetas. También señaló que la luna no lucía por propia fuerza sino que
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recibe su luz de la Tierra. Explicó, además, el porqué de los eclipses de sol.
P. D. Gracias por tu atención, Sofía. Puede ser que tengas que leer y releer
este capítulo antes de que lo entiendas todo. Pero la comprensión tiene
necesariamente que costar algún esfuerzo. Seguramente no admirarías mucho a
una amiga que entendiera de todo sin que le hubiera costado ningún esfuerzo.
La mejor solución a la cuestión de la materia primaria y los cambios de la
naturaleza tendrá que esperar hasta mañana. Entonces conocerás a Demócrito.
¡No digo nada más!
Sofía estaba sentada en el Callejón mirando por un pequeño hueco en la maleza. Tenía
que poner orden en sus pensamientos, después de todo lo que acababa de leer.
Era evidente que el agua normal y corriente no podía convertirse en otra cosa que
hielo y vapor. El agua ni siquiera podía convertirse en una pera de agua, porque incluso
una pera de agua estaba formada por algo más que agua sola. Pero, si estaba tan segura
de ello, sería porque lo había aprendido. ¿Habría podido estar tan segura de que el hielo
sólo estaba compuesto de agua si no lo hubiera aprendido? Al menos habría tenido que
estudiar muy de cerca como el agua se congelaba y el hielo se derretía.
Sofía intentó, volver a pensar de nuevo con su propia inteligencia, sin utilizar lo que
había aprendido de otros.
Parménides se había negado a aceptar cualquier forma de cambio. Cuanto más pensaba
en ello Sofía, más convencida estaba de que él, de alguna manera, tenía razón. Con su
inteligencia, el filósofo no podía aceptar que algo» de repente se convirtiera en algo
completamente distinto. Había sido muy valiente porque a la vez había tenido que negar
todos aquellos cambios en la naturaleza que cualquier ser humano podía observar.
Muchos se habrían reído de él.
También Empédocles había sido muy hábil utilizando su inteligencia al afirmar que el
mundo necesariamente tenía que estar formado por algo más que por un solo elemento
originario. De ese modo, se hacían posibles todos los cambios de la naturaleza sin cambiar
realmente.
Aquel viejo filósofo griego había descubierto todo esto utilizando simplemente su
razón. Naturalmente, habría estudiado la naturaleza, pero no tuvo posibilidad de realizar
análisis químicos como hace la ciencia hoy en día.
Sofía no sabía si tenía mucha fe en que fueran precisamente la tierra, el aire, el fuego
y el agua las materias de las que todo estaba hecho. Pero eso no tenía importancia. En
principio Empédocles tenía razón. La única posibilidad que tenemos de aceptar todos
aquellos cambios que registran nuestros ojos, es introducir más de un solo elemento.
A Sofía la filosofía le parecía aún mas interesante porque podía seguir los argumentos
con su propia razón, sin tener que acordarse de todo lo que había aprendido en el
instituto. Llegó a la conclusión de que, en realidad, la filosofía no es algo que se puede
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aprender, sino que quizás uno pueda aprender a pensar filosóficamente.
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Demócrito
... el juguete más genial del mundo...
Sofía cerró la caja de galletas que contenía todas las hojas escritas a maquina que
había recibido del desconocido profesor de filosofía. Salió a hurtadillas del Callejón y se
quedó un instante mirando al jardín. De repente, se acordó de lo que había pasado la
mañana anterior. Su madre había bromeado con la carta de amor, durante el desayuno.
Ahora se apresura hasta el buzón para evitar que aquello volviera

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