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A Mulher que Venceu o Mal

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La mujer que venció el mal
El evangelio de María
Gabriele Amorth
Versión electrónica
SAN PABLO 2012
(Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)
Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723
E-mail: ebooksanpabloes@gmail.com
comunicacion@sanpablo.com
ISBN: 9788428542418
Realizado por
Editorial San Pablo España
Departamento Página Web
E
Presentación
l beato Juan Pablo II, en su carta apostólica Tertio millennio
adveniente, encomendaba al Espíritu Santo el cometido de
conducir a las almas a entrar con las justas disposiciones en el
nuevo milenio. Y continuaba: «Confío esta tarea de toda la Iglesia a
la materna intercesión de María, Madre del Redentor. Ella, la Madre
del amor hermoso, será para los cristianos del tercer milenio la
estrella que guía con seguridad sus pasos al encuentro del Señor.
La humilde muchacha de Nazaret, que hace dos mil años ofreció al
mundo el Verbo encarnado, oriente hoy a la humanidad hacia Aquel
que es “la luz verdadera que ilumina a todo hombre” (Jn 1,9)».
Es hermoso pensar en María como en la estrella que nos
conduce con seguridad al Señor. Los Magos siguieron la estrella y
encontraron a Jesús con su madre. Pidamos a la Virgen que nos
lleve de la mano y nos guíe.
En estas páginas, que constituyen el quinto libro que escribo
sobre María, siguiendo la estela de la Sagrada Escritura y de la
enseñanza eclesiástica, he tratado de recorrer ese camino que nos
hace conocer a la Madre de Jesús y Madre nuestra. El conocimiento
de la Madre nos lleva al conocimiento del Hijo, porque Dios ha
dispuesto que la relación entre María y Jesús fuera mucho más allá
de la relación natural, pero que la Virgen fuese la primera redimida,
la primera discípula, la primera colaboradora de su divino Hijo.
Ruego al Señor que bendiga este modesto trabajo para que, si
es de su agrado, pueda hacer algún bien.
P. G������� A�����
C
Primer día
La mujer nueva
uando cada año, el 8 de septiembre, la Iglesia celebra la fiesta
litúrgica de la Natividad de María, el pensamiento más repetido
es que surge la aurora, anunciadora del día: la natividad de la
Virgen prefigura el nacimiento de Jesús. El Vaticano II se expresa
con una frase felicísima sobre el nacimiento de la Virgen. El capítulo
VIII de la constitución sobre la Iglesia Lumen gentium (LG),
dedicado por entero a la Virgen María, afirma en el n. 55: «Con ella,
excelsa Hija de Sión, tras la larga espera de la promesa, se cumplen
los tiempos y se instaura una nueva economía».
Para comprender el papel de María y cómo su aparición supuso
un giro decisivo en el desenvolvimiento del plan salvífico, conviene
adelantar algún concepto sobre el plan divino en la creación y, por
ende, sobre la absoluta centralidad de Cristo. Él es el primogénito
de todas las criaturas: todo ha sido hecho para él y con vistas a él.
Él es el centro de la creación, el que recapitula en sí todas las
criaturas: las celestes (ángeles) y las terrestres (hombres). En
cualquier caso, creo que Jesús se habría encarnado y aparecido
triunfante en la tierra, pero es difícil decirlo. La realidad es muy otra.
Tras el pecado de nuestros progenitores, que esclavizó al hombre a
Satanás y a las consecuencias de la culpa (sufrimiento, cansancio,
enfermedad, muerte…), Jesús vino como salvador, para redimir a la
humanidad de las consecuencias del pecado y reconciliar con Dios
todas las cosas, en el cielo y en la tierra, por medio de su sangre y
de la cruz.
Todo ha sido creado en vista de Cristo: de este planteamiento
cristocéntrico depende el rol de toda criatura, de cada uno de
nosotros, ya presente en el pensamiento divino desde toda la
eternidad. Si la criatura primogénita es el Verbo encarnado, no se
podía no asociar a ella, antes que cualquier otra criatura, en el
pensamiento divino, a aquella en la que se llegaría a efectuar tal
encarnación. De aquí la relación única entre María y la Santísima
Trinidad, como se manifiesta claramente en la página de la
encarnación.
Centralidad de Cristo y su venida como salvador: así, toda la
historia humana está orientada al nacimiento de Jesús, que es
conocida como «plenitud de los tiempos». Los siglos precedentes
son «tiempo de espera»; los siglos siguientes son «los últimos
tiempos». Con el nacimiento de María la historia humana sufre el
gran vuelco: cesa el período de la espera y se inicia el período de la
realización. Ella es la Mujer nueva, la nueva Eva; de ella procede el
Redentor y en ella se da inicio al nuevo pueblo de Dios. Los
primeros Padres, como Justino e Ireneo, ya recurren a la
comparación Eva-María: Eva, madre de los vivos; María, Madre de
los redimidos; Eva da al hombre el fruto de la muerte, María da a
Cristo, fruto de la vida, a la humanidad.
En este punto nos gustaría conocer muchos particulares
respecto a María, pero carecemos de datos. Los evangelios no son
libros histórico-bibliográficos, sino histórico-salvíficos. Son la
predicación de la «buena nueva». En ellos no hay lugar para lo que
solo tendría un interés humano, pero ningún valor para la salvación.
Por eso faltan tantas noticias que nos interesarían a nosotros por su
valor biográfico, pero que no tienen importancia alguna con respecto
al mensaje que han querido transmitir los evangelistas.
Proponemos algunas de estas preguntas, carentes de
respuesta segura, pero a las que podemos aproximarnos: al menos
podemos darnos cuenta de ciertas opciones de los evangelistas.
¿Cuándo nació la Virgen? Respecto al día, antiguamente se
barajaban varias fechas, sugeridas siempre por motivos de culto y
no por motivos históricos. Después se impuso la fecha del 8 de
septiembre, aunque infundada históricamente, y de ella se ha hecho
depender la fecha de la concepción de María, nueve meses antes,
fiesta de la Inmaculada Concepción. En cuanto al año, solo
podemos partir de la fecha del nacimiento de Jesús, también ella
incierta pero razonablemente calculable, teniendo en cuenta que las
chicas se casaban a la edad de 12-14 años. Puede resultar
sugestivo pensar que la Virgen naciera en el año 20 a.C., cuando
Herodes el Grande comenzó la reconstrucción del Templo de
Jerusalén. Es sugestivo porque así, mientras el hombre construía el
templo de piedra, Dios se preparaba su verdadero templo de carne.
Pero es solo probable, aunque sea una fecha que se aproxima a la
real, que no conocemos.
¿Dónde nació la Virgen? Entre las diversas ciudades que se
podrían asignar para el nacimiento de María, las dos más probables
que se disputan este honor son Jerusalén y Nazaret. Ambas gozan
de una tradición muy antigua, con pruebas arqueológicas y
culturales. Nos inclinamos por Nazaret, dado que es allí donde
encontramos a esta humilde doncella, rodeada del máximo
escondimiento: pueblo de media altura, que contaba entonces con
unos doscientos habitantes que vivían en grutas, a cuya entrada se
podía añadir una habitación. Fuera de las líneas de comunicación, a
Nazaret no se la nombra nunca en el Antiguo Testamento, ni en el
Talmud, ni en Flavio Josefo. «¿De Nazaret puede salir algo
bueno?», le preguntará Natanael a Felipe (Jn 1,46).
De María tampoco sabemos a cuál de las doce tribus de Israel o
familias pertenecía. Sin duda a una tribu muy humilde, pues en caso
contrario Lucas nos lo habría dicho, dado que tiene el detalle de
recordarnos la familia de Isabel y de la anciana Ana, las otras dos
mujeres de las que se habla en el evangelio de la infancia. Dios
aprecia la humildad y el escondimiento; no sabe qué hacer con las
grandezas humanas, con lo que cuenta a los ojos de los hombres.
Reflexiones
Sobre María – «Más sublime y humilde que criatura alguna»,
según expresión de Dante, no poseía ningún título de grandeza
humana. Todo su valor depende de haber sido elegida por
Dios, de haber desempeñado un rol superior a cualquier
exaltación humana (¿quién tiene el poder de elevar a una
mujer a la dignidad de Madre de Dios?) y de haber
correspondido siempre plenamente, con inteligencia y libertad,
a las expectativas de su Señor.
Sobre nosotros – También cada uno de nosotros ha sido
pensado por Dios desde laeternidad y debe ganarse ese título
de salvación, para sí y para los demás, que Dios le asigna y
hace conocer a través de las circunstancias de la vida, así
como a través de los «talentos» (bienes materiales y
personales) que ha recibido de su Señor. Nuestra grandeza
depende de cómo correspondemos y somos a los ojos de Dios.
D
Segundo día
María Santísima
ios nos ha pensado a cada uno de nosotros desde toda la
eternidad y nos ha asignado una tarea que nos ha hecho
nacer en el momento y lugar justos, dándonos las dotes
necesarias para el desarrollo de nuestro rol. Lo mismo hizo con
María. Como además quería confiarle una tarea extraordinaria, la
preparó a conciencia. Podemos resumir tal preparación con tres
palabras, que serán objeto de nuestras reflexiones en este capítulo
y en los dos siguientes: Inmaculada, Virgen, Esposa de José.
El primer don, el gran regalo que Dios hizo a María en el instante
de su concepción, fue el hacerla inmaculada, aplicándole
anticipadamente los méritos de la redención de Cristo. Tenía que ser
madre de aquel que venía para destruir las obras de Satanás, o sea,
el pecado con todas sus consecuencias. Así, María, concebida
inmaculada, muestra su semejanza con nosotros, porque ella
necesitó ser redimida por el sacrificio de la cruz; por otra parte, su
condición de inmaculada la predispone para la altísima misión que
se le confiaría más tarde.
Uno de los títulos marianos más antiguos, muy apreciado por los
ortodoxos, es el de Santísima. Expresa perfectamente los dos
aspectos que pretende representar, invocando a María Inmaculada.
Un primer aspecto es de puro privilegio: la exención del pecado
original en vista de la maternidad divina. Aquí debemos contemplar
solo las maravillas realizadas por el Señor. Pero hay más; hay un
segundo aspecto por el que se afirma que María no cometió la
menor culpa actual, aun siendo una criatura inteligente y libre.
Contrariamente a lo que podría parecer, en esto palpamos la
imitabilidad de María, que tanto puede influir en la formación
cristiana: vemos en María la belleza de la naturaleza humana
impregnada por la gracia. La Inmaculada es un ideal que nos atrae,
sin deslumbrarnos ni alejarnos de la figura de María, sino que nos
impulsa a su imitación con la gracia bautismal, con las gracias
actuales y la lucha contra el pecado.
Una de las faltas más grandes de la mentalidad moderna contra
la humanidad es la de querer abolir el sentido del pecado y de la
tremenda presencia de Satanás. Así se ignora la redención, que es
la victoria de Cristo sobre el pecado y el demonio; se deja al hombre
hundido en su miseria y no se le ayuda a levantarse, a hacerse
mejor, a recobrar su belleza original, de criatura hecha a imagen de
Dios. La Inmaculada nos dice: yo soy así por la gracia de Cristo y
por mi correspondencia a la misma; también tú, correspondiendo a
la gracia, debes aspirar a vencer el mal y a purificarte cada vez más.
La Inmaculada no es un ideal abstracto, formado simplemente para
contemplarlo; es un modelo que imitar.
Es hermoso asimismo recorrer el largo camino que llevó a la
definición dogmática de la Inmaculada Concepción en 1854. La
sensibilidad de los creyentes intuyó inmediatamente la santidad
completa de María y la ensalzó conforme a su profecía: «Desde
ahora me felicitarán todas las generaciones» (Lc 1,48). Nótese que,
al proclamar a María Santísima, se pretendía subrayar sobre todo
que nunca había cometido culpas actuales, y en tal sentido se
pronunció el concilio de Trento. Pero ya anteriormente la reflexión y
la convicción del pueblo de Dios habían ido más allá, intuyendo que
la santidad total de María era incompatible con la culpa original, por
lo que debía haber sido excluida de ella.
Era preciso profundizar la reflexión bíblica y teológica acerca de
esta verdad. Sabemos que los dogmas son «puntos firmes», que no
bloquean los estudios y enriquecimientos, sino que los orientan en el
sentido justo. Sabemos que la proclamación dogmática de una
verdad significa que está contenida en la Sagrada Escritura. Pero no
todas las verdades están contenidas con la misma claridad: algunas
están afirmadas explícitamente (piénsese, por ejemplo, en la
resurrección de Cristo), otras están contenidas solo implícitamente,
y hacen falta tiempo y luz del Espíritu Santo para ponerlas en
evidencia. Por eso no sorprenden las vacilaciones y dificultades. Es
sabido que santo Tomás de Aquino era contrario a la Inmaculada
Concepción porque temía que de este modo la Virgen estuviera
excluida de la redención: para ella habría sido una ofensa, no una
exaltación. La duda era real, bien fundada; había que resolverla. Y
la resolvió Duns Scoto, comprendiendo que María debía su
exención del pecado original a los méritos de Cristo, que se le
aplicaron preventivamente. Así María es el primero y más bello fruto
de la redención.
Otra pregunta que con frecuencia se ha planteado es esta: si la
Virgen fue tentada por Satanás y si habría podido pecar. La Virgen,
como todos nosotros, tenía ciertamente ese don de la libertad que
nos ha dado el Señor y que respeta en todas sus criaturas
superiores. En el pasado, cuando se acostumbraba a exaltar los
privilegios, se pensaba que María tenía una «imposibilidad moral»
de pecar. En cuanto a las tentaciones del demonio, como las tuvo
Jesús, así ciertamente, aunque el evangelio no hable de ello, las
tuvo también María, pues tal es la condición de la humanidad
incluso antes de la culpa original. Hoy, que se insiste menos en los
dones extraordinarios, se suelen poner de manifiesto los aspectos
más humanos de María: su duro camino de fe y sus continuos
sufrimientos. En esta línea insiste la encíclica Redemptoris Mater, de
Juan Pablo II, pero se formulan también dos consideraciones:
a) La pecabilidad no es necesaria para la libertad; los ángeles y
los santos son plenamente libres, pero impecables.
b) A la Virgen se le aplicó enteramente la redención de modo
previo: también en nuestro caso la redención logrará su pleno
cumplimiento cuando, una vez alcanzada la gloria celestial, aun
permaneciendo criaturas inteligentes y libres, ya no tendremos
la posibilidad de pecar.
Reflexiones
Sobre María: – Correspondió perfectamente a la gracia, que se
le concedió en plenitud. Concebida inmaculada, en vista de la
maternidad divina, fue la más fiel oyente y discípula de su Hijo.
La santidad de María, que la aproxima a Jesús lo más posible
para una criatura humana, no la eximió en absoluto del duro
camino de la fe, del sufrimiento y de las cruces más dolorosas.
Sobre nosotros – La Inmaculada Concepción nos estimula a la
lucha incesante contra el pecado, nos exhorta a mejorarnos a
nosotros mismos y a hacer de nuestra vida un camino de
conversión y purificación, para tender a esa santidad a la que
Dios nos llama. Jesús nos invita a ser santos como su Padre,
perfectos como su Padre, misericordiosos como su Padre. La
Inmaculada nos dice que, con la gracia divina, es posible
conseguir acercarse a la santidad de Dios, en la medida en que
se le consiente a una criatura humana.
H
Tercer día
Tres veces virgen
ay un libro apócrifo muy autorizado por su antigüedad, puesto
que podría remontarse a los primeros decenios del siglo II: el
Protoevangelio de Santiago. Por este libro conocemos el
nombre de los padres de María, Joaquín y Ana; conocemos también
otros episodios, pero han de entenderse como es debido. La clave
de lectura de este libro es su intención de proporcionarnos relatos
inventados para decirnos verdades. Es, en algún modo, como un
maestro que instruye a los niños con fábulas de contenido real.
Cuando este antiguo autor nos narra que María fue presentada a los
tres años en el Templo para ser instruida en él, en realidad quiere
decirnos que María, desde el comienzo de su uso de razón, se
ofreció como templo de Dios. Así también la celebración del 21 de
noviembre, que lleva el solemne título de «Presentación de la
Bienaventurada Virgen María» y que tuvo su origen el año 543 en
recuerdo de la dedicación de Santa María la Nuevaen Jerusalén, en
realidad es la fiesta de la virginidad de María.
Asimismo la virginidad es un don de Dios cuando es elegida por
quien quiere pertenecerle solo a Él y ponerse a su total disposición.
Es un don que le hizo el Espíritu a María, como le hiciera el don de
la concepción inmaculada. Afirmamos esto porque la historia de
Israel no nos ofrece nada parecido. Tampoco se sabía que la
virginidad consagrada fuera un estado de vida agradable a Dios; en
efecto, todas las grandes mujeres de Israel presentadas como
modelo y que en ciertos aspectos prefiguran a la Virgen (Sara,
Débora, Judit, Ester…), eran casadas o viudas. Israel apreciaba solo
la maternidad; la falta de hijos se consideraba una vergüenza, una
maldición, un castigo divino.
¿Cómo puede haber concebido la Virgen, con un valor que no
tiene explicación humana, el propósito de permanecer virgen?
Después llegará Jesús a enseñar lo que es más perfecto, y lo
seguirá un puñado de hombres y mujeres que, a lo largo de los
siglos, vivirán enteramente consagrados a Dios. Pero la Virgen no
tenía ante sí ningún modelo de este tipo. Solo el Espíritu Santo
puede haberle sugerido una opción tan singular y dado la fuerza
necesaria para cumplirla. Tal vez comprendiera, desde que tuvo uso
de razón, el gran precepto continuamente repetido por los piadosos
israelitas: «Amarás al Señor con todo tu corazón, con toda tu alma y
con todas tus fuerzas» y quisiera vivirlo de modo absoluto. Pero es
inútil querer buscar una explicación humana a una elección divina.
Creo que también aquí María tuvo una anticipación de las
enseñanzas de Jesús y fue verdaderamente «hija de su Hijo», por
usar una expresión de Dante.
Creo, igualmente, que actuó con plena libertad y simplicidad: sin
darse cuenta de que inauguraba o seguía una vida nueva; sin
pasión de ánimo sobre cómo vivir esta opción que carecía de
precedentes, sobre todo cuando los padres se la dieron como
esposa a José. Es propio de María vivir una fe absoluta, sin crearse
problemas o pedir explicaciones, sino abandonándose enteramente
en el Señor. Pablo VI subraya otro aspecto: con la opción de la
virginidad, María no renuncia a ningún valor humano; seguir el
camino de la virginidad no supone menospreciar el matrimonio o
poner límite a la santidad a que todos estamos llamados. Es seguir
con generosidad una vocación particular del Señor.
María es tres veces virgen: antes, durante y después del parto.
Es necesario exaltar la virginidad en este mundo donde está tan
maltratada, con la consecuencia de que no solo sufrimos un
pavoroso descenso de vocaciones, sino que con mucha frecuencia
resulta destruida la misma unidad de la familia. Parece que
viviéramos en un mundo tan sucio, tan inmerso en el sexo y en la
violencia, que el vicio se pasea con la cabeza alta por nuestras
calles, defendido a menudo por leyes permisivas, mientras pareciera
que la virtud tendría que esconderse avergonzada. Pero el juicio de
Dios y el bien de la sociedad se desarrollan en un sentido
completamente opuesto.
No hay duda de que la virginidad de María nos remite también a
aquella virtud de la pureza que el Decálogo defiende en dos
mandamientos y que san Pablo casi identifica con la santidad,
ilustrando sus motivos de fe, como no había hecho nadie hasta
entonces. Él supera el concepto de simple dominio de sí, importante
pero meramente humano, apreciado por los mismos paganos. Es
importante que las mujeres sean respetadas, pero también es
importante que ellas sean las primeras que se respeten. San Pablo
nos invita a dar un salto de calidad. Mientras, reparemos que la
impureza está indicada en la Biblia con la palabra griega «porneia»
(la palabra «porno» resulta fácil de entender), derivada de un verbo
que significa «venderse».
San Pablo parte de este punto para sugerirnos tres motivos de fe,
que inculcan horror a la porneia, la impureza: 1) No puedes venderte
porque no te perteneces; has sido rescatado por Jesús a gran
precio, por lo que le perteneces a él. Pensemos en lo claro que se
tenía el concepto de rescate de un esclavo en aquellos tiempos. 2)
Tú perteneces a Cristo no como un objeto externo de su propiedad,
sino como miembro suyo. ¿Te atreverías a tomar un pedazo de
Cristo, un miembro suyo, entregándolo a la prostitución o la
porneia? 3) El cuerpo es sagrado por ser templo del Espíritu Santo.
Pensemos en lo respetados que son los lugares de culto en todas
las religiones. ¿Y tú te atreverías a profanar el templo del Espíritu?
¿Cometerías este sacrilegio? Debemos reconocer que ninguna
religión ni filosofía respetan tanto el cuerpo humano como el
cristianismo: miembro de Cristo, templo del Espíritu, destinado a la
resurrección gloriosa.
«Creo en Jesucristo, pero no creo en la castidad de los curas»,
me decía una profesional. «Mi ideal es convertirme en una
“pornostar”», me confiaba una joven de dieciséis años. «Padre, rece
por mi hijo, que convive con una mujer casada, veinte años mayor
que él», me rogaba una mujer. «¿Cómo es posible? Nuestra hija,
que no salía de casa ni de la iglesia, ahora convive con un chico
drogado y no quiere ni pensar en volver a casa», se desahogaba un
matrimonio. Podría continuar; son hechos de todos los días,
mientras, los periódicos parece que solo hablan de violencia contra
las mujeres y los niños.
Que nuestra Madre celestial, tres veces virgen, ella que es la
Virgen por excelencia, nos ayude a sanear nuestra sociedad con su
pureza inmaculada. En todos los iconos ortodoxos la triple virginidad
de María se expresa con tres estrellas: en la frente y en los
hombros.
Reflexiones
Sobre María – El candor de María nos encanta. Su secreto fue
la obediencia a las solicitudes del Espíritu Santo: se enfrentó
con humildad y decisión a la moda imperante, a los temores de
incomprensión y de desprecio, a las dificultades que podían
parecer insuperables. Pero así es como quiso Jesús a su
madre. El que se preocupa por agradar a Dios confía en su
ayuda y tiene la gracia de vencer obstáculos que parecen
inquebrantables.
Sobre nosotros – El ejemplo de María es modelo y su
presencia es intercesión. Todos debemos observar la virtud de
la castidad según nuestro estado. Que la invitación de Pablo:
«No os acomodéis a este mundo» (Rom 12,2) y los tres
motivos de fe a que hemos aludido nos sirvan de estímulo para
ser verdaderos hijos de la Virgen del mejor modo posible.
«Bienaventurados los puros de corazón [la pureza interior total,
no solo formal] porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8).
A
Cuarto día
Un matrimonio querido por Dios
hora intentaremos reflexionar sobre la tercera condición
querida por Dios para preparar a María a la encarnación del
Verbo: era preciso que la Madre elegida, además de
inmaculada y siempre virgen, fuera esposa. Los motivos son tantos
y algunos, evidentísimos: hacía falta una protección, una ayuda, un
educador; hacía falta que el Hijo de Dios, dándonos ejemplo de una
vida común y transcurrida en el escondimiento, viviera en una
verdadera familia, ejemplar aunque diversa, conforme al objetivo
deseado por Dios. Pero existía también el designio de dar
cumplimiento a las profecías mesiánicas, según las cuales el Mesías
prometido debía ser «hijo de David».
En aquellos tiempos las chicas se casaban muy pronto, a los 12-
14 años, y los chicos, a los 17-18 años. Cuando leemos que la hija
de Jairo, resucitada por Jesús, tenía 12 años, este detalle
simplemente nos dice a nosotros que era una niña; en cambio es un
dato importante: estaba en la flor de la edad, cuando un padre se
preocupaba por encontrar un esposo para su hija. Teniendo en
cuenta estas costumbres y la temprana edad, eran los padres los
que disponían todo. En el tiempo adecuado, los padres del
muchacho buscaban a la joven idónea para su hijo, y los padres de
la muchacha buscaban a la persona apropiada a la que entregársela
como esposa. Comenzaban las negociaciones y se fijaba el mohar,
o sea, la compensación en dinero o en especie que el esposo
aspirante debía dar a los padres de la esposa. Nótese que no era,
como en otros pueblos,el precio de la esposa; era un pequeño
patrimonio «de garantía» que guardaban los padres, pero que
pertenecía a la esposa, la cual entraba en posesión del mismo en
caso de viudedad o de divorcio.
Entonces se celebraba el matrimonio, que se desarrollaba en dos
tiempos. Primero, en la casa de la esposa y en presencia de los
parientes más cercanos, se hacía la declaración del matrimonio
(llamarlo «noviazgo» se presta a confusión), que surtía todos los
efectos jurídicos. La bendición de los padres confería carácter
sagrado a la simple ceremonia. Un año más tarde, en el que los
esposos seguían viviendo con sus respectivos padres y el esposo
preparaba la vivienda para la nueva familia, se llevaban a cabo las
nupcias solemnes, o sea, la introducción de la esposa en la casa del
esposo, con amplia presencia de parientes y amigos, una fiesta que
duraba normalmente siete días.
También en el caso de María y José las cosas se desarrollaron
conforme a las costumbres. No creo que María revelara a sus
padres su propósito de mantenerse virgen; entre los hebreos,
cuando se trataba de votos particulares, una mujer debía solicitar el
permiso a sus progenitores o al marido. Pero María solía callar y
encomendarse enteramente al Señor, con una fe heroica que a
veces, como vemos en esta ocasión y como veremos en la
anunciación y a los pies de la cruz, desafía la evidencia de los
hechos.
Ocupémonos ahora de José, el esposo elegido por el Señor, con
la mediación de sus padres, para aquella que se convertiría en la
Madre de Dios. El nombre mismo ya nos recuerda a José, el hebreo,
que salvó de la carestía a aquel primer núcleo del pueblo hebreo
formado por la numerosa familia de Jacob. De san José el evangelio
nos da tres preciosas informaciones.
Ante todo nos dicen con insistencia, tanto Lucas como Mateo,
que pertenecía a la familia de David. Es un dato muy importante. El
episodio más significativo de la vida del rey David se produce
precisamente cuando el Señor le promete una casa que durará para
siempre. La profecía fue entendida muy pronto en sentido
mesiánico, entre otras cosas porque la importancia política de la
familia de David, en los tiempos de Jesús, había desaparecido
desde hacía quinientos años, con Zorobabel. Lucas y Mateo, para
darnos la genealogía de Jesús, nos dan la genealogía de José. Está
claro que el matrimonio entre María y José es el anillo de conjunción
que realiza la profecía por la que el Mesías sería un descendiente
de David. El verdadero apelativo con el que indicar a José es «padre
putativo», «padre nutricio» u otras expresiones comunes. Es mejor
llamarlo «padre davídico» de Jesús.
El evangelio nos proporciona un segundo dato sobre José, el
oficio: era herrero-carpintero. Así nos enteramos de la condición
económica de la «sagrada familia», y de Jesús mismo con María,
después de la muerte de José. Un artesano era considerado
socialmente de clase media: pobre, pero no mísero. Vivía de su
trabajo cotidiano, que podía completarse con los productos del
huerto, árboles frutales y algún animal doméstico.
Una tercera información nos la suministra Mateo, calificando a
José de hombre «justo». El significado bíblico de este término es
muy rico: indica gran rectitud, observancia plena de la ley de Dios,
apertura y disponibilidad total a la voluntad divina. No cabe duda de
que los padres de ambos esposos buscarían a la persona adecuada
para sus hijos y de que el Espíritu Santo los asistiera en su decisión.
La condición social de José, un honrado y buen artesano, nos
hace comprender también las condiciones económicas de la familia
de María. A diferencia de los fantasiosos relatos de los apócrifos,
que hacen de María hija única y rica heredera, está claro que
también la familia de María era de condición modesta. Así mismo la
vida de la santa familia se distinguiría por este carácter de pobreza
decorosa, no de miseria. Son, pues, humildes el pueblo donde
viven, el oficio de José y después el de Jesús; pobre la condición en
que se encuentran en Belén y la ofrenda que hacen al Templo con
ocasión de la presentación de Jesús cuarenta días después de su
nacimiento.
María y José pertenecían a aquellos «pobres de Yavé» que
ensalza la Biblia porque se abandonan confiados al Señor; el Señor
se les revela y los encuentra siempre dispuestos a realizar sus
grandes planes. La pobreza que el evangelio denomina
«bienaventurada», hasta proponerla como elección voluntaria, no es
exaltación del pauperismo ni de la miseria. Es reconocimiento de la
superioridad de los valores espirituales sobre los pasajeros, tan
perseguidos por los hombres. Es fe en las promesas divinas y
constante apertura a la voluntad de Dios, buscada en sus palabras y
en las circunstancias de la vida.
Reflexiones
Sobre María – No se sustrajo a las costumbres de su pueblo ni
a la obediencia a sus padres. Supo ver en todo ello la obra de
Dios, a pesar de las apariencias. La evidencia de los hechos, o
sea, el matrimonio con José, parecía romper y anular su
propósito de pertenencia total al Señor. No dejó de confiar en
que el Señor, si quería esto de ella, la ayudaría a observar la
virginidad incluso en el matrimonio.
Sobre nosotros – Sin duda los padres de José eligieron
acertadamente, por lo que José se sentiría feliz; en un pueblo
tan pequeño se conocían todos muy bien. No buscaron la
riqueza o valores efímeros, sino la virtud. No hay verdadero
amor sino en la luz de Dios y con el deseo de cumplir su
voluntad, la misión que espera de nosotros. La disponibilidad
para cumplir la voluntad de Dios no deja que nos sintamos
frustrados, aunque los acontecimientos nos obliguen a
abandonar nuestros proyectos y aspiraciones.
I
Quinto día
Exulta, alégrate, goza
nmaculada, siempre virgen, esposa de José: ahora María está
preparada para el gran anuncio de su misión. El hecho se coloca
claramente durante el año de espera de la boda, cuando ya se
había hecho la declaración del matrimonio, por lo que la muchacha
ya era esposa de José a todos los efectos, aunque normalmente, en
este período, se abstenía de las relaciones matrimoniales, aunque
fueran legítimas. El mensajero divino irrumpe poderosamente en la
vida de la Virgen, de modo impresionante. Es casi seguro que el
hecho aconteció en su casa, por lo que sería auténtica la inscripción
que leemos tanto en Nazaret como en Loreto, donde se cree que
tuvo lugar la anunciación: «Aquí se hizo carne el Verbo de Dios».
«Chàire, kecharitomène: exulta, o favoritísima de Dios; alégrate,
tú que estás repleta de las gracias divinas; goza, elegida por Dios,
que te ha colmado de predilección. Así podríamos traducir el saludo
del ángel. Son palabras ricas en significado y de directa referencia
mesiánica; por eso tienen el poder de turbar a la doncella:
comprende que en ellas hay un extraordinario proyecto de parte de
Dios, pero no entiende de qué se trata. «Chàire» no es el saludo
hebreo corriente: «shalòm», la paz contigo; ni el simple «ave», o
«salve», que desafortunadamente se han impuesto en nuestras
traducciones. «Chàire» (exulta, alégrate, goza) es un saludo
particular, usado solo por los profetas Joel, Zacarías y Sofonías, y
únicamente con referencia al Mesías: «Exulta, hija de Sión, porque
el Señor está contigo». Al oír que le dirigían estas palabras
mesiánicas, referidas expresamente a ella, María experimenta una
turbación espontánea: reflexiona, sin entender, pero no pregunta
nada, porque ella es la virgen que espera, cree y no hace preguntas.
Un breve paréntesis. Los biblistas concuerdan en decirnos que
todo este relato no refleja los esquemas bíblicos de los nacimientos
milagrosos; por ejemplo, cuando a Sara se le anuncia el nacimiento
de Isaac, o a Ana el nacimiento de Samuel, o a Zacarías el del
Bautista. Eventos suplicados y deseados, imposibles debido a las
circunstancias de vejez y esterilidad, para los que no hacía falta
consenso alguno. En cambio la anunciación sigue los esquemas
bíblicos de las misiones especiales o de las vocaciones
extraordinarias: tenemos el saludo inicial, el anunciode la misión y
la espera de la respuesta.
María reflexiona sobre aquel saludo mesiánico, sobre el hecho
evidente de que Dios le pide algo grande. Ella sabe que el Mesías
nacería de una mujer (Protoevangelio) y que sería concebido por
una virgen en el pueblo hebreo; no sabe que la mujer predestinada
es precisamente ella, la humilde y desconocida doncella de Nazaret.
Y el ángel le explica: «No temas… tendrás un hijo… lo llamarás
Jesús… será grande, será Hijo de Dios, será rey…».
María no duda un solo instante; no pide signos, sino órdenes:
¿cómo debe comportarse para corresponder plenamente a la
voluntad de Dios? Su pregunta: «¿Cómo será esto, pues no
conozco a varón», o sea, no tengo relaciones conyugales, es una
revelación explícita de su propósito de mantenerse virgen. «¿Tengo
que seguir así? ¿Debo cambiar?». Ella, que es la esclava del Señor,
no pone ninguna condición a Dios; solo pregunta lo que ha de hacer.
La respuesta de Gabriel: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti…», no
es solo la explicación de cómo nacerá aquel Hijo, ni el simple
anuncio de que será el verdadero Hijo de Dios; pero sí la
confirmación de que su propósito de mantenerse virgen provenía de
Dios y de que lo mantendría incluso en el matrimonio.
En este punto es Dios el que espera una respuesta de su criatura.
Nos ha creado inteligentes y libres, y nos trata como tales. El Señor
ofrece incluso sus dones excelsos, nunca los impone. El Vaticano II
dirá: «Quiso el Padre de las misericordias que la aceptación de la
madre predestinada precediera a la encarnación» (LG 56), y añadirá
en el mismo párrafo: «María no fue un instrumento meramente
pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó en la salvación del
hombre con obediencia y fe libre». Y la respuesta llega
inmediatamente: «Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí
según tu palabra» (Lc 1,38). Es difícil imaginar un momento más
grande que este en la historia humana, cuando el Verbo de Dios se
hizo carne y vino a vivir entre nosotros. Vino, y no ha vuelto a
abandonarnos: «Estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos» (Mt
28,20).
Cuando Adán y Eva fueron expulsados del paraíso terrestre, con
la perspectiva de la fatiga y de la muerte, no salieron como unos
seres desesperados. Dios les había dicho una gran palabra,
condenando a la serpiente que los había engañado: «Maldita seas…
Yo pongo enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; él te
aplastará la cabeza» (Gén 3,15). Quedaba una esperanza: aquella
mujer y su hijo (su semilla), que derrotarían a Satanás. Pero,
¿cuándo llegaría aquella mujer? Y, ¿cuándo triunfaría su hijo? La
promesa mesiánica se fue precisando en el largo período de espera.
Con Abrahán, Dios se elige un pueblo del que saldría el Bendito.
Entre las diversas tribus de Israel la predilección cae sobre la tribu
de Judá, y entre las familias de Judá la promesa se centra en la de
David. Pero, ¿cuándo y cómo se realizarían las profecías?
Por fin estamos ante la mujer predestinada y bendita. Sus padres
la han llamado María; el ángel Gabriel la define como «colmada de
celestes favores»; ella misma se presenta como «esclava del
Señor». Es ella la mujer prometida, la virgen que dará a luz un hijo.
El pueblo hebreo esperaba a un Mesías, a un hombre. Nunca habría
podido pensar que el enviado de Dios fuera su mismo Hijo unigénito.
Aquí la página de la anunciación se hace aún más importante. Por
primera vez aparece con toda claridad el misterio trinitario, del que
solo había alguna alusión velada en el Antiguo Testamento: el Padre
envía al ángel Gabriel, que ya se le había aparecido a Daniel para
las grandes profecías mesiánicas, y unos meses antes a Zacarías
para anunciarle el nacimiento del Bautista; el Hijo se encarna en el
seno de la Virgen, uniendo así a su naturaleza divina la naturaleza
humana en la única persona del Verbo; el Espíritu Santo desciende
sobre María para realizar aquel gran misterio por el cual María, aun
permaneciendo virgen, se convierte en madre, y madre del Hijo de
Dios.
Llegados a este punto, solo nos queda contemplar el admirable
modo de proceder de Dios y cómo cumple sus promesas mejor de lo
que el hombre habría podido desear o soñar.
Reflexiones
Sobre María – Su grandeza: es grande por haber sido
predestinada; porque cree, porque está dispuesta a hacer
cuanto el Señor le pide, sin condiciones. Los tres nombres con
los que es indicada: María significa «amada por Dios», es el
primer paso hacia lo que Dios quería hacer de ella; «colmada
de favores celestiales» (solemos decir también: «llena de
gracia») es lo que el Señor está realizando en ella; «esclava
del Señor» es la respuesta justa de la criatura humana a las
solicitudes divinas. La Trinidad que se revela y obra en ella la
maravilla de las maravillas, la encarnación del Verbo, establece
con ella una relación única, irrepetible, superior a cualquier otra
relación con los seres creados.
Sobre nosotros – Estas maravillas de Dios no se realizaron con
el objeto de honrar a María, sino por nuestra salvación. En
efecto, descubrimos de inmediato el amor de la Santísima
Trinidad por cada uno de nosotros: Jesús se encarna por
nosotros para salvarnos. Es evidente el rol de María en la
realización de este plan divino, su colaboración con Dios y la
gratitud que le debemos.
«M
Sexto día
Dos madres y dos hijos
ira, tu parienta Isabel ha concebido también un hijo en su
ancianidad, y la que se llamaba estéril está ya de seis meses,
porque no hay nada imposible para Dios» (Lc 1,36). Así le
había dicho Gabriel a María, anunciándole que su hijo nacería por
obra del Espíritu Santo, o sea, de un modo totalmente milagroso:
Aquel que había hecho fecundo el seno estéril y viejo de Isabel tenía
el mismo poder para hacer fecundo el joven seno de María,
manteniéndola virgen. La Virgen no había pedido ninguna señal o
prueba. Entonces, ¿por qué le dio el ángel una señal, y aquella
señal?
La explicación parece fácil. En primer lugar quería reiterar a María
que en ella se operaría algo completamente milagroso, de lo que no
existía ningún ejemplo antes ni lo habría después: que una virgen
concibiera por obra del Espíritu Santo, permaneciendo virgen antes,
durante y después del parto, conforme a la opción que María había
hecho por inspiración divina. Pero había también otro motivo, que la
jovencísima madre entendió inmediatamente: al anunciarle la
milagrosa concepción del Bautista, Gabriel quería darle a entender
que había una estrecha relación entre aquellos dos niños, nacidos
ambos de modo milagroso, si bien diverso, y de cuyo nacimiento
Gabriel mismo había sido el anunciador enviado por el Padre. María
comprende que hay una conexión entre su niño, Hijo de Dios, y el
niño de Isabel; un vínculo de misión, por el cual el Bautista será el
precursor de Jesús, el que le preparará el camino.
Así pues, María se apresura a ir donde el plan de Dios ha
comenzado a realizarse. La ciudad montañosa de Judea, en la que
vivía Isabel, se ha venido identificando comúnmente con Ain-Karim,
a unos siete kilómetros de Jerusalén. Era fácil encontrar caravanas
que se dirigían a la Ciudad Santa, a las que solían unirse para hacer
el viaje, ciertamente en compañía de algún pariente. Creemos que
no la acompañó José, su marido, pues en tal caso no habría tardado
en descubrir el gran misterio escondido en su esposa y sería
inexplicable su sorpresa a la vuelta de María a Nazaret. Partiendo
de Nazaret, los ciento sesenta kilómetros que la separaban de Ain-
Karim le podrían haber llevado cinco o seis días de camino
(caminaban a pie, ya que entonces existía la costumbre de andar,
que nosotros hemos perdido por completo). Y, por fin, se registra el
gran encuentro que solemos indicar con la palabra visitación. Lo
llamo «gran encuentro» porque no se trataba de una visita privada
de parientes. En el evangelio no hay cabida para episodios de
carácter personal; el evangelio es la proclamación de la buena
nueva, anuncio de la salvación realizada por Dios, no historiografía.
Aquí nos encontramos con una enseñanza que quieredarnos el
evangelista y que tiene un valor perenne: desde que María
concibiera al Hijo de Dios, por obra del Espíritu Santo, adondequiera
que vaya contamos siempre con la presencia de Jesús y del
Espíritu. Apenas la jovencísima parienta pone el pie en su casa y la
saluda, Isabel tiene esta experiencia. No sé qué timbre tendría la
voz de María, pero conozco perfectamente la eficacia de su
presencia. Y no es este el único primado de Isabel; tiene muchos
otros: es la primera que, en presencia de María, está llena del
Espíritu Santo, y la primera que ensalza a María por su maternidad:
«Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre»; la
primera que reconoce en María a la Madre de Dios, llamándola
«madre de mi Señor»; es también la primera que anuncia una
bienaventuranza evangélica: «Bendita tú que has creído». Nótese
que toda la Biblia está llena de bienaventuranzas: es el libro de las
bienaventuranzas; piénsese solo en los salmos que empiezan con
las palabras «bendito el que…»; lo mismo puede decirse del
evangelio, que no contiene solo las ocho bienaventuranzas del
sermón de la montaña, aunque estas tengan un valor programático
particular. En lo tocante a primados, me parece que Isabel tiene
unos cuantos.
En este punto está claro que los protagonistas del encuentro son
los niños que ambas madres llevan en su vientre. Juan salta de
alegría en presencia de su Señor, realizando la profecía
pronunciada por Gabriel a Zacarías, a saber, que el niño sería
santificado desde el seno de su madre. Y Jesús inicia su gran obra
de santificación. Acaba de ser concebido, pero no es un simple
grumo de sangre, como pretenden los modernos asesinos que han
hecho aprobar leyes asesinas: ¡es el Hijo de Dios! Esta es una
enseñanza que debe recordar con claridad toda mujer que concibe
un hijo.
Hay otro aspecto que cabe subrayar en este encuentro de gran
valor profético y salvífico: recuerda un episodio bíblico que parece
ser una anticipación del mismo. Cuando el arca de la alianza, de la
que Dios había tomado posesión cubriéndola con su sombra para
indicar su presencia, fue devuelta a Jerusalén por el rey David, hizo
primero una parada. El rey tuvo un momento de duda y de terror por
la santidad del arca cuando Uzá murió de improviso solo por
haberse atrevido a tocarla. Entonces David la dejó en la casa de
Obed Edom durante tres meses, el mismo tiempo que María pasó
con su prima. Después, cuando se decidió a hacerla transportar
definitivamente a Jerusalén, sintió toda su indignidad y exclamó:
«¿Cómo entrará el arca en mi casa?» (2Sam 6,9).
Todo aquel episodio era un signo profético. La verdadera arca de
la alianza es María, a quien dijo el ángel: «El Espíritu Santo vendrá
sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra». E Isabel,
llena de la presencia divina, repite casi a la letra las humildes
palabras de David: «¿Y cómo es que la madre de mi Señor viene a
mí?». Es estupendo este realizarse del plan de Dios, que a través
de las anticipaciones veladas del Antiguo Testamento encuentra sus
actuaciones en el Nuevo.
La visitación nos recuerda uno de los episodios más gozosos de
la vida de María. Después de todo, ¡no son muchos! La exultación
de Isabel y la exultación del Bautista nos hablan claramente de la
alegría que conlleva la presencia de María adondequiera que va,
dondequiera que es acogida. Porque con ella está siempre tanto la
presencia de Jesús, que da la gracia de la salvación, como la
presencia del Espíritu Santo, que ilumina y hace comprender los
grandes misterios de Dios.
Reflexiones
Sobre María – Es el arca de la alianza verdadera y estable, o
sea, la morada de Dios; es más aún, porque es aquella de la
que Dios ha asumido la naturaleza humana para vivir entre
nosotros como hermano nuestro. Acoger a María es el camino
para recibir a Jesús y al Espíritu Santo. La primera
bienaventuranza del evangelio, «Bendita tú que has creído», es
la bienaventuranza de la fe; a ella le corresponde
perfectamente la última bienaventuranza proclamada por Cristo
resucitado a Tomás: «Has creído porque has visto.
Bienaventurados los que creen sin haber visto» (Jn 20,29).
María es modelo del que cree sin ver antes.
Sobre nosotros – Tal vez no hayamos comprendido aún quién
es María; los diversos primados de Isabel nos sirven de ayuda
y de guía. Hacernos la ilusión de obtener a Jesús y al Espíritu
Santo sin pasar a través de María no es conforme al camino
seguido por Dios. La fe, no la sensibilidad, nos dice que la
salvación comienza por acoger a María.
N
Séptimo día
El canto de la alegría
o transcribo aquí el Magníficat (Lc 1,46-55), pero ruego al
lector que lo tenga muy presente. Al saludo exaltante e
inspirado de Isabel, María responde con un cántico de
alabanza a Dios que constituye el himno principal del Nuevo
Testamento. Los que tienen el cometido o la buena costumbre de
rezar por la tarde la plegaria de Vísperas no dejan de repetir nunca
a diario el canto de la Virgen. Isabel, iluminada por el Espíritu, dirige
a María un saludo estupendo, que nosotros repetimos
continuamente al recitar el Avemaría; no debe sorprendernos, pues,
que la Virgen, más llena que nunca del Espíritu Santo y templo
viviente del Hijo de Dios, responda con un cántico de extraordinaria
riqueza.
Tengamos asimismo en cuenta el estado psicológico de la joven
madre en aquel momento. Ciertamente su corazón, rebosante de
alegría por lo que el Señor estaba haciendo en ella, se encerraría en
su discreto silencio, sin poder confiárselo a nadie. Ahora, por fin,
viendo que su secreto había sido revelado a su prima, ya feliz por su
parte debido a la inesperada concepción del Bautista, puede
prorrumpir libremente en aquel himno de alabanza que ciertamente
ya se había ido formando en su interior y que cantaba en su corazón
desde la partida del ángel anunciador.
El Magníficat tiene características únicas. Cada una de sus
expresiones y cada palabra son eco del Antiguo Testamento:
podríamos enumerar más de ochenta citas. Sin embargo el
resultado no es un centón de textos bíblicos, una especie de
antología de citas, sino un canto nuevo, que revela toda la frescura y
espontaneidad del corazón exultante que lo ha compuesto. María es
feliz. Es feliz porque Dios la ha elegido sin tener en cuenta su nada,
porque Jesús está en ella: es el Hijo de Dios, pero es también
plenamente hijo suyo, carne de su carne y sangre de su sangre; ya
lo estrecha contra su corazón y sueña con sus ojos, su sonrisa, con
aquel rostro que ciertamente se le asemeja más que cualquier otro
rostro, según Dante. Es feliz porque se encuentra con una parienta
que la comprende y con la que puede desfogar su gozo.
La felicidad de María tiene un solo origen, deriva por entero de lo
que Dios ha hecho en ella. Por eso todas las alabanzas van
dirigidas a Dios. Isabel alaba y bendice a María; María alaba y
bendice a Dios. Al comienzo parte del cántico de Ana, otra mujer
que había experimentado el gozo de la maternidad por una gracia
extraordinaria del Señor, siendo estéril, y entona su alabanza a Dios
en espera de su hijo Samuel. Después María recorre, con las
referencias de su canto, de algún modo, todos los libros históricos y
proféticos de la Biblia, citando en especial los Salmos. Sin embargo
no hay ninguna pesadez en esta acumulación de referencias, sino
toda la espontaneidad de un himno nuevo. ¿Cómo es posible? Un
secreto que todos estamos invitados a descubrir es la belleza de los
Salmos: Dios mismo nos enseña las palabras con las que alabarlo,
palabras que con frecuencia reflejan nuestra situación, el estado de
ánimo en que nos encontramos en ese momento. Las plegarias
bíblicas no son solo oración; son también escuela de oración. Quien
las usa habitualmente, como sin duda hacía María, aprende también
a dirigirse a Dios con plegarias espontáneas, que reflejan los
conceptos o las mismas palabras de la Biblia. Por eso el Vaticano II
recomendó a todos los fieles que rezaran el Oficio divino,
especialmente Laudes y Vísperas, que constituyen su núcleo
principal (cf SC100).
Por otra parte, si analizamos el Magníficat, descubriremos sin
dificultad su división en tres partes, de desarrollo y contenido
completamente distintos. Al comienzo el canto es estrictamente
personal: la Virgen reflexiona sobre lo que el Señor ha hecho en
ella; sin embargo, aunque se refieran a su persona, los conceptos
expresan verdades de valor universal; todo lo que Dios ha hecho en
María tiene como fin realizar el plan de salvación. El Señor ha
dirigido su mirada a la nulidad de su esclava. Ella siente que no es
nada, una nada que ha sido objeto de la elección gratuita de Dios,
que ha hecho en ella grandes cosas, porque solo Él es grande,
poderoso, santo. Es una invitación clara a no mirar ni alabarla a ella,
sino a mirar y alabar a Dios: lo que ella ha llegado a ser, de una
grandeza excepcional, es obra de Dios.
Y prosigue. Pensemos en el valor de esta jovencita que, en
espera de un hijo, se atreve a hacer sobre sí misma una profecía a
la que nadie se habría aventurado: «Desde ahora me felicitarán
todas las generaciones». De no haber tenido la luz de Isabel, la
única que estaba presente, uno pensaría que aquello era el desvarío
de una mujer enloquecida. En cambio, a dos mil años de distancia,
nosotros somos testigos de que esta profecía se ha realizado y se
realiza continuamente, con un aumento impresionante.
La segunda parte del Magníficat tiene un desarrollo totalmente
distinto. La humildísima María, reflexionando sobre el
comportamiento de Dios, usa un lenguaje casi violento: los
soberbios y sus proyectos se reducen a nada; los poderosos son
derribados de sus tronos y los ricos se precipitan en la miseria. En
compensación son ensalzados los humildes, y los hambrientos son
colmados de bienes. Se proclama ya la revolución del sermón de la
montaña, la proclamación de las bienaventuranzas. Es una
revolución totalmente nueva respecto a los cánticos del Antiguo
Testamento (pienso en Débora, en María, la hermana de Moisés, en
Judit), en los que se exaltaba a Dios por victorias militares.
En la tercera parte, María se identifica con su pueblo, el pueblo
de la alianza, depositario de la gran promesa. Cita en particular a
Abrahán, el primer elegido, de quien ella se siente hija. Dios le había
jurado: «Por ti serán bendecidas todas las naciones de la tierra»
(Gén 12,3). María ve realizadas en sí todas las promesas hechas
por Dios a Israel por medio de los padres, pero encaminadas a la
salvación de toda la humanidad.
El pasado es reevocado en vista del futuro; Israel fue suscitado
para ser depositario de las promesas divinas y se ha desarrollado en
vista de la llegada del Mesías. Ahora ha terminado esta misión,
porque se ha realizado en María. De ella provienen el Mesías mismo
y el nuevo pueblo de Dios.
Reflexiones
Sobre María – La humildad no es nunca contraria a la verdad.
María es consciente de la grandeza a la que ha sido elevada,
así como del hecho de que, personalmente, no tiene nada de
qué vanagloriarse: todo es don de Dios, y a Él solo se ha de
alabar. Es la única vez en que María habla extensamente; tal
vez quiera enseñarnos que es muy importante hablar con Dios,
adorarlo, darle gracias y referir a Él todo lo bueno que
tenemos.
Sobre nosotros – Las plegarias bíblicas son oraciones y
escuela de oración: aprendamos a hacerlas nuestras
expresándonos con plegarias espontáneas, inspiradas en
conceptos bíblicos. Unámonos al coro de todas las
generaciones que alaban a María; pero sin detenernos en
María: a través de ella se llega siempre a Dios. «Per Mariam ad
Jesum»: a través de María se llega a Jesús. Por eso el centro y
el culto de todos los santuarios marianos no es nunca María,
sino Jesús eucarístico.
«E
Octavo día
Cómo sufre un justo
l nacimiento de Jesucristo fue así: María, su madre, estaba
desposada con José, y, antes de que vivieran juntos, se
encontró encinta por virtud del Espíritu Santo. José, su
marido, que era un hombre justo y no quería denunciarla, decidió
dejarla en secreto. Estaba pensando en esto, cuando un ángel del
Señor se le apareció en sueños y le dijo: “José, hijo de David, no
tengas ningún reparo en recibir en tu casa a María, tu mujer, pues el
hijo que ha concebido viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y
le pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de
sus pecados”» (Mt 1,18-21).
Notemos la meticulosidad con que Mateo nos narra estos hechos.
Es muy importante saber con exactitud cómo se desarrollaron las
cosas, no para satisfacer nuestro interés histórico que, como ya
hemos dicho, rebasa las intenciones de los evangelistas, sino para
ratificar dos verdades de fundamental importancia salvífica: que
Jesús es verdaderamente Hijo de Dios, concebido por obra del
Espíritu Santo, como nos relata Lucas en la página de la
anunciación, y el verdadero Mesías prometido, en quien se han
realizado todas las profecías. En particular: que debía ser un
descendiente de David y que sería concebido por una virgen. Estos
son los fines que se propone Mateo, por lo que parte de un hecho
que es cada vez más evidente después de los tres meses que María
ha pasado en casa de Isabel: José se da cuenta de que su mujer
está encinta.
¡Qué días tan dramáticos, de dudas atroces, debe haber pasado
este joven esposo! Hombre justo, deseaba celebrar un santo
matrimonio conforme a la ley de Moisés; lo había contraído con la
certeza de haber encontrado a la esposa ideal: una muchacha que
conocía desde el nacimiento (lo mismo sucedía con todos en aquel
pequeño pueblo), por la que sentía una estima y un afecto
inmensos, tales como para excluir de modo absoluto que se
encontraba ante una traición; si hubiera pensado esto, su deber
habría sido denunciar a su mujer como infiel. Quizá sus padres y los
amigos ya se congratulaban con él por el futuro hijo; pero a José le
atormenta algo que no le deja vivir en paz y que crece de semana
en semana junto con una dolorosísima decisión.
Nos asombra el silencio de María; pero si reflexionamos sobre su
personalidad, sobre su modo de comportarse, no nos debería
sorprender y entenderíamos que su silencio le sugirió el
comportamiento más razonable que podía adoptarse en aquella
ocasión. También ella debe haber sufrido un dolor tremendo. Leía en
el rostro de su esposo, cada vez más marcados, la duda, el
sufrimiento y la incertidumbre sobre lo que había que hacer, pero
estaba convencida de que no le correspondía a ella intervenir. Lo
que había sucedido en ella era extraordinario y la actuación más
grande del plan divino. Revelarlo y hacerlo comprender no era deber
suyo; un hecho tan extraordinario pertenecía al Padre que le había
enviado el ángel, al Hijo que llevaba en su seno y al Espíritu que la
había fecundado. Por eso calla y espera cuando callar y esperar son
las dos cosas que más cuestan. Admiramos el silencio de María,
pero el silencio de Dios nos desconcierta. Con Isabel había bastado
el sonido de la voz de María para que el Espíritu le revelase todo.
¡Cuánto habrá sufrido José por el silencio de María! Pero, ¡cuánto
habrá sufrido también María por el silencio de Dios!
Poco a poco José va madurando la decisión más dolorosa de
todas: está convencido de que se halla ante un misterio, un hecho
más grande que él. Es mejor romper con todo. Decide dar a su
esposa el libelo de repudio de la forma más delicada posible, «en
secreto», como dice Mateo (bastaba la presencia de dos testigos).
Entonces a un hombre le resultaba muy fácil repudiar a su mujer con
cualquier pretexto. El libelo de repudio era considerado una garantía
para la mujer, que así podía casarse de nuevo. Solo entonces,
cuando José había llegado a tomar esta decisión en medio de tanto
sufrimiento, llega el ángel para revelarle la verdad. Seamos
sinceros; nosotros nos preguntaríamos: ¿por qué Dios no ha
mandado antes al ángel? ¿Por qué ha permitido que sufrieran tanto
aquellos esposos, amados y predilectos? Creo que eran los mismos
motivos por los que el Padre exigió al Hijo el sacrificio de la cruz.
Los caminos del Señor no son nuestros caminos. El Señor nospide
que hagamos su voluntad, no nos pide que comprendamos sus
motivos, con frecuencia superiores a nuestras facultades terrenas.
En este punto podemos comprender la dicha de José. «No tengas
ningún reparo en recibir en tu casa a María, tu mujer», le ha dicho el
ángel. Ya no sentía ningún temor: acudiría tan rápidamente como le
permitieran sus fuerzas donde María para decirle que ahora sabía
todo, que todo estaba claro; se apresuraría a fijar el día de las
nupcias solemnes; después de tanto temor por tener que renunciar
a su amadísima esposa, ahora tenía la certeza de que no se
separaría nunca de ella. También para la Virgen sería el fin de una
pesadilla, y daría gracias a Dios, que había premiado así su
confianza, su abandono.
Pero estas son solo consideraciones personales, humanas. Lo
que comprendió José era muy diferente. Comprendió que su esposa
era nada menos que la Madre de Dios; que él era el afortunado
descendiente de David por medio del cual se realizarían las
profecías mesiánicas; que su matrimonio con María era algo
completamente distinto de lo que se imaginaba: Dios le confiaba
precisamente a él a las personas más queridas y preciosas que
existieron jamás: Jesús y María. Comprendió y aceptó con gratitud
su rol, del que se habría sentido absolutamente indigno. Aquí
debemos descubrir verdaderamente el plan de Dios con relación a la
figura de José. Nos ocuparemos de ello en la próxima reflexión.
Como conclusión, nos limitaremos a hacer notar que la profecía
de Isaías, «una virgen concebirá», recibe la explicación exacta solo
en Mateo. A menudo las profecías del Antiguo Testamento
contienen acentos velados que solo se aclaran en el momento de la
realización. Tampoco en este caso resultaba clara la expresión. El
mismo término usado por Isaías, almah, podía indicar una
muchacha o una joven esposa. Solo con la extraordinaria
maternidad de María y la referencia de Mateo comprendemos su
sentido exacto: una virgen.
Reflexiones
Sobre María – La maternidad divina no la libró del sufrimiento.
Tal vez, la duda de José y la incertidumbre sobre sus
decisiones constituyeran su gran sufrimiento; pero mucho más
grandes y continuas serán las futuras. Con razón nos hace
notar santa Teresa de Ávila que el Señor envía más cruces a
los que más ama. Su elección no le dio tampoco a la Virgen
una comprensión de los planes de Dios que la preservase de
dudas, incertidumbres e interrogantes sin respuesta.
Sobre nosotros – Con frecuencia el camino de nuestra vida
sigue un curso del todo distinto de nuestras previsiones. José
es para nosotros un gran modelo de disponibilidad. El Señor no
está obligado a darnos explicaciones sobre su comportamiento;
Él busca al que hace su voluntad, aunque a menudo no nos
dice ni hace comprender sus motivos. Unas veces nos exige
una intervención activa; otras veces nos pide un abandono
confiado. Tener paciencia, callar, esperar son virtudes que
generalmente nos cuestan bastante más que actuar.
«N
Noveno día
Esposos felices unidos por Dios
o tengas ningún reparo en recibir en tu casa a María, tu
mujer»: era el deseo más grande de José, que en medio de
aquel sufrimiento personal sobre todo temía el tener que
renunciar a su mujer. Despejada felizmente toda duda, solo faltaba
proceder a las nupcias solemnes, o sea, a la introducción de la
esposa en la nueva casa, que el esposo había ido preparando
mientras tanto. También los pobres, para aquella ocasión única en la
vida, con la ayuda de sus parientes, ponían el mayor cuidado para
solemnizar al máximo la fiesta. Es fácil pensar que también las
nupcias de José y María tuvieran carácter festivo, con la numerosa
presencia de parientes y amigos, alegradas por músicas y cantos,
durante siete días, como solía hacerse entonces.
Pero entre los dos esposos existía un secreto que solo conocían
ellos: la presencia del Hijo de Dios, el que los había unido y para
quien vivirían. Por ello José no podía ignorar la sacralidad del gesto
de introducir a María, la nueva y auténtica arca de Dios, en su casa.
Es muy fácil, habida cuenta del conocimiento que todos los hebreos
tienen de la Biblia, que pensara en el texto sagrado: «David reunió
en Jerusalén a todo Israel para trasladar el arca del Señor… David
ordenó a los jefes de los levitas que dispusieran a sus hermanos los
cantores con todos los instrumentos musicales de acompañamiento,
arpas, cítaras y címbalos, e hicieron resonar bellas melodías en
señal de regocijo» (1Crón 15,3ss).
Pero esto no bastaba. Había que ocuparse de otro asunto que
nos hace comprender la grandeza de José por el rol que Dios le
había confiado y que él aceptó con entusiasmo. También él quizá
dijera, consciente de su poquedad, las palabras de David y de Isabel
sobre el arca de la alianza y a la verdadera arca de Dios: «¿Quién
soy yo para que la madre de mi Señor y el Señor mismo vengan a
mi casa?». Y comenzaría a darse cuenta de los motivos que le
hacían entender su rol.
Un motivo seguro por el que él había sido elegido, motivo
repetido por el ángel en el anuncio a María y por el ángel que se le
había aparecido en sueños: él era un hijo de David, un miembro de
la casa de David; por medio de él, en virtud de su matrimonio con
María, el Mesías cumpliría la profecía de pertenecer a la familia de
David. A nosotros tal vez nos parezca poco; habríamos preferido
que fuera María la que perteneciese al linaje davídico. En cambio no
fue así. Debemos tener en cuenta que a menudo las profecías
mesiánicas son genéricas y que Dios las realiza con gran libertad.
Desde el principio, cuando el profeta Natán promete a David una
casa estable (cf 2Sam 7,16), es natural pensar en una dinastía real
de tiempo indeterminado. En cambio la dinastía davídica terminó
con la deportación en Babilonia. A la vuelta del exilio, el único
personaje importante, entre los descendientes de David, es
Zorobabel; pero vivió cerca de quinientos años antes de Cristo.
Después la estirpe de David no volvió a tener ninguna importancia
política, y las palabras de Natán fueron interpretadas cada vez más
en sentido mesiánico. Dios las realizó con el matrimonio entre María
y José.
Pero José entendió también algo mucho más importante:
comprendió quién era su esposa y el niño que había concebido.
María era la mujer tan esperada, profetizada en el Génesis; la virgen
que alumbraba, preanunciada por Isaías como un signo de
salvación; el hijo, concebido por obra del Espíritu Santo, era el
mismo Hijo de Dios y Dios como el Padre. Comprendió que el
silencio de María había tenido un doble fin: salvaguardar el secreto
sobre la identidad de aquel niño, secreto que Jesús mismo irá
revelando poco a poco, con mucha discreción; y el no revelar su
identidad personal de Madre de Dios.
Creo que es este el momento en que José reflexionó seriamente
sobre sí mismo, comprendiendo lo que Dios esperaba de él al
confiarle a Jesús y María. Si antes tenía una estima a María como
para excluir a toda costa su infidelidad, después esta estima se
transformó en auténtica veneración: José es el auténtico, gran y
primer devoto de María santísima. Pero hay más. En los primeros
siglos del cristianismo la figura de José era más estudiada y
conocida que hoy. Pienso, por ejemplo, en el gran arco cubierto de
mosaicos de Santa María la Mayor en Roma, que se remonta al año
432, en recuerdo del hecho de que el año anterior, en Éfeso, María
había sido proclamada Madre de Dios. Observando las diversas
escenas, vemos que José destaca en cuatro de ellas: es visto como
el jefe de la sagrada familia y de la Iglesia, representante del obispo,
testigo y custodio de la virginidad de María, protector y educador de
Jesús.
Respecto a Jesús mismo, el secreto que guarda José en su
corazón, junto con María, es la identidad divina de aquel hijo. Pero
es también la misión de aquel niño, que el ángel le había revelado
con las palabras: «Le pondrás el nombre de Jesús, porque él
salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Aquí tenemos
delineado el cometido por el que el Hijo de Dios se hizo hombre:
para salvar, redimirdel pecado y reabrir así las puertas del cielo.
Precisamente él, José, sería el formador, el educador, en el aspecto
humano, del Hijo de Dios, para prepararlo para su misión.
En este punto no es difícil comprender el «sí» gozoso de José, no
menos gozoso que el fiat de María, al rol que le asignaba el Padre.
Su matrimonio sería distinto de lo que él creía y se proponía, pero
era inmensamente más grande. Cuando Dios llama a una misión
extraordinaria, siempre exige renunciar a los proyectos y visiones
humanas. Así obró con Abrahán, cuando le invitó a dejar su casa y
su tierra y partir, sin decirle adónde lo llevaría. Así también con los
profetas (basta pensar en Amós), que solo pensaban en continuar el
humilde trabajo de sus padres; lo mismo hizo con los apóstoles,
invitándoles a dejarlo todo para seguirlo. Y así sigue obrando con
todo aquel a quien llama a una dedicación total a Él.
Cuando, el 8 de diciembre de 1870, Pío IX proclamó a san José
«patrono de la Iglesia universal», a muchos les pareció que
invocaba a un protector más en el momento en que estaba para
desaparecer el poder temporal de los papas. En cambio se trataba
del reconocimiento de un dato evangélico: confiando a José la
persona de Jesús, Dios le confió también su cuerpo místico, la
Iglesia.
Reflexiones
Sobre María – Su confianza, su abandono en Dios tuvieron
plena recompensa, si bien tras muchos dolores. Desde aquel
momento María cuenta con la ayuda de alguien de la máxima
confianza, que compartirá con ella las alegrías y las penas,
como ya comparte con él los secretos de su identidad y de la
de Jesús. Las relaciones entre María y José, desde el
momento en que su unión había sido querida por Dios en
función total de Jesús, eran de extremo respeto y colaboración;
no existían las relaciones conyugales corrientes, pero había un
amor verdadero, ese amor que no está en los sentidos.
Sobre nosotros – La disponibilidad a los planes de Dios,
expresados por nuestras dotes y por las circunstancias, a
menudo puede inducirnos a renunciar a proyectos y metas. El
plan de Dios sobre cada uno de nosotros es siempre un plan
de salvación: con tal que cumplamos la voluntad de Dios,
nuestra vida en todo caso será un éxito. Y además de la ayuda
de María invoquemos la ayuda de José, sintiéndonos confiados
a él como miembros del cuerpo místico.
«P
Décimo día
Belén, la casa del pan
or aquellos días salió un decreto de César Augusto para que
se empadronara todo el mundo». Así nos introduce Lucas, en
2,1, en el gran evento de la Natividad. Dios se sirve de las
causas segundas, que a nosotros nos parecen completamente
accidentales, para llevar a cabo sus designios. El profeta Miqueas
había profetizado que el Mesías nacería en Belén, y el Señor se
sirvió de esta circunstancia para que Jesús naciera precisamente
allí.
Belén, que significa «casa del pan» (reparemos en la referencia
eucarística), era una aldea situada a siete kilómetros de Jerusalén;
ahora es una pequeña ciudad en constante crecimiento, por lo que
casi está unida a la gran ciudad. En la Biblia encontramos
mencionada varias veces a Belén. De allí salió Noemí con sus dos
hijos casados, que murieron sin dejar herederos. Entonces Noemí
volvió a su casa natal, acompañada por una de las nueras, la
moabita Rut. El relato bíblico, en el libro que debe su nombre a Rut,
nos refiere con admiración la gran opción de esta extranjera.
Invitada por Noemí a volver a su casa, como la otra nuera, Rut hizo
una elección arriesgada y de fe: «Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios
será mi Dios» (Rut 1,16). Se casará con Booz y merecerá formar
parte de la genealogía del Mesías, convirtiéndose en la bisabuela de
David. En Belén David será ungido rey por Samuel, cuando aún
reinaba Saúl, en presencia de sus hermanos.
Son grandes acontecimientos para un pueblo tan pequeño. Pero
el acontecimiento más grande, que hará a Belén conocida en el
mundo, será el nacimiento de Jesús.
Con ocasión del censo, José se hace acompañar por María.
Notemos que las mujeres no estaban obligadas a inscribir su
nombre; quizá José no quisiera separarse de María en la proximidad
del parto, o tal vez quería hacer inscribir a María en el censo, entre
los componentes de la familia de David, para que también el niño
figurara entre los miembros de tal familia. «No encontraron sitio en
la posada» (Lc 2,7). Creo que la elección provisional de los santos
progenitores fue dictada por la conveniencia, teniendo en cuenta el
evento que estaba para cumplirse en María. Seguramente los
habrían acogido los parientes, tan hospitalarios entre los hebreos.
Pero las casas constaban de una sola habitación, donde se tendían
alfombras por la noche para descansar todos juntos. No era la mejor
solución. En la caravanera había habitaciones tranquilas, pero de
pago, y por consiguiente no idóneas para los pobres; se podían
cobijar bajo el porticado, junto con todos los demás, pero tampoco
esta solución era satisfactoria. Era preferible una gruta aislada,
donde los pastores y el ganado se albergaban en ciertas ocasiones.
Era un privilegio pobre, pero discreto, tranquilo.
Y aquí es donde nace Jesús, según nosotros como un
chabolista. Y sin embargo, ¡cuánta majestad a su alrededor! Aun
hoy, contemplando Belén desde el «campo de los pastores»,
especialmente a la hora de la puesta del sol o de noche, uno se
queda encantado ante el paisaje rodeado de colinas, la vegetación y
el cielo tersísimo. Sobre todo, Jesús era acogido por los dos
corazones más puros del mundo. Los bizantinos expresan todo esto
con una bella plegaria natalicia: «¿Qué te ofreceremos, oh Cristo,
por haber aparecido en la tierra como hombre? Cada criatura creada
por ti te ofrece su reconocimiento: los ángeles, el canto; los cielos,
una estrella; los magos, los dones; los pastores, su admiración; la
tierra, una gruta; el desierto, un pesebre. Pero nosotros te
ofrecemos por madre a la Virgen María».
San Francisco, con su gran sensibilidad, quiso reproducir al
natural la escena de la Natividad; así difundió los belenes que en los
días de Navidad contemplamos en las iglesias, en las casas, con
frecuencia en las mismas plazas, en los caminos y en los
escaparates de las tiendas. Nosotros repetimos con confianza, en
medio de las preocupaciones que nos angustian, las consoladoras
palabras de Isaías: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado»
(Is 9,5): el Hijo de Dios.
María brilla más que nunca en Navidad por su máxima
elevación: Madre de Dios. En el evangelio no leemos nunca esta
expresión, pero María es considerada y llamada continuamente
«madre de Jesús» y se dice claramente que Jesús es Dios. Por lo
tanto, cuando los primeros escritores cristianos usaron el término
Theotokos (engendradora de Dios) no encontraron ninguna
oposición. Fue Nestorio el que se opuso a este título porque había
incurrido en un error cristológico: creía que en Jesús había dos
personas, la divina y la humana, por lo que María era solo madre de
la persona humana de Cristo, madre únicamente de un hombre.
Surgió la polémica que determinó el concilio de Éfeso en el año 431.
La preocupación del Concilio fue principalmente cristológica: definió
que en Jesús hay una sola persona, la persona del Verbo, que,
encarnándose en María, asoció la naturaleza humana a la divina.
Por consiguiente María es verdadera Madre de Dios, ya que su hijo
es realmente Dios.
Para no incurrir en errores es importante comprender
debidamente esta verdad. Nunca se ha pretendido hacer de María
una diosa; ella sigue siendo siempre una humilde criatura como
nosotros, que ha tenido necesidad de ser redimida en Cristo. Y
tampoco ese título significa que Dios necesite una madre que le
transmita la divinidad. El título de «Madre de Dios» es un título
cristológico: significa que Jesús, nacido de María, es verdadero
Dios. Con tal título se afirma que Jesús es Dios desde el primer
instante de su concepción. Por ello María es verdaderamente madre
de un hijo que es Dios. Por ello la proclamamos con razón «Madre
de Dios».
Para los católicos estos conceptos resultanclaros. Pero
debemos saber expresarlos también con exactitud, para responder a
las eventuales objeciones. Añadiremos que tampoco los ortodoxos y
los protestantes tienen dudas sobre los dos grandes dogmas
marianos definidos desde la antigüedad, anteriores a cualquier
escisión: María, Madre de Dios, y María siempre virgen. Las
dificultades, especialmente para algunas confesiones de la Reforma
protestante, se refieren a los dos últimos dogmas marianos de
promulgación más reciente, la Inmaculada Concepción y la
Asunción. Respecto a estas verdades tienen posiciones
diversificadas; varias confesiones las proponen como posibilidad en
la que uno puede creer o no. Pero quizá la dificultad mayor procede
de otros títulos marianos que nosotros atribuimos a la Virgen, y del
culto que la tributamos.
Reflexiones
Sobre María – El día del nacimiento de Jesús fue ciertamente
uno de los días más gozosos de su vida, por lo que no sintió
las molestias de la precaria situación. La grandeza de María,
Madre de Dios, no restó nada a su humildad, a su costumbre
de atribuir todo al don gratuito de Dios. Por eso ella se nos
ofrece más que nunca con su materna atracción.
Sobre nosotros – Pensemos en la alegría de la Navidad con
sentido religioso para dar gracias al Padre, adorar al Hijo y
abrirnos a la iluminación del Espíritu Santo. Podemos
reflexionar sobre la acogida que dispensamos a un Dios hecho
hombre. Es importante saber ver la humildad de su venida para
comprender que ha venido para salvar y redimir. Cuando
vuelva en el esplendor de la gloria, vendrá para juzgar y dar a
cada uno lo que se merezca. Confiémonos a la Madre de Dios
para que nos haga conocer cada vez más al Hijo de Dios e hijo
suyo.
D
Undécimo día
La fe de los más pequeños
ios prefiere decididamente a los pequeños, los pobres, las
personas que según la mentalidad humana no cuentan. Era
justo que el primer anuncio del nacimiento del Mesías se le
hiciera al pueblo hebreo, y este es uno de los significados
principales de todo el episodio. Pero después se nos revelan los
gustos de Dios en la elección de los primogénitos. Los pastores no
gozaban entonces de buena fama, a pesar de la importancia que
tenía el pastoreo en la economía de Israel. Baste pensar que no
podían ser elegidos jueces ni dar testimonio en los tribunales.
Diríamos que no tenían plenos derechos civiles. Y precisamente a
ellos Dios les hace la revelación angélica con estas palabras: «Os
anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo. En la
ciudad de David os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Esto
os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales
acostado en un pesebre» (Lc 2,10-12).
Isaías ya había profetizado, entre las señales mesiánicas, que el
evangelio sería anunciado a los pobres. Aquí tenemos la primera
realización de ello. Y es que los pobres están siempre dispuestos a
creer y a moverse. La señal de reconocimiento es bastante
significativa, no es genérica, como podría parecernos a nosotros.
Además de indicar la pobreza humana de aquel niño, ayuda a
encontrarlo. Incluso en las familias más pobres, cuando una madre
esperaba un hijo, se preparaba una canasta, una cuna donde
ponerlo. El hecho de que un niño fuera colocado en un pesebre
quería decir no solo que era pobre, sino que pertenecía a gente de
tránsito. Llegados a Belén, no resultaría difícil informarse si había
una mujer que estuviera de paso próxima a la maternidad y
conseguir indicaciones sobre su paradero.
Los pastores ven y creen. Ven a un pequeño dando vagidos y
creen que aquel es el Mesías prometido. Felices por ello, son los
primeros que se convierten en pregoneros de Cristo, anunciando la
buena nueva de que ha nacido el Salvador. Dicen con sencillez
cuanto han oído a los ángeles y lo que han visto, sin temor ni
respeto humano; no se plantean el problema de si los creerán o se
mofarán de ellos, les basta dar testimonio de los hechos. Y por ellos
conocemos el estupendo canto angélico: «Gloria a Dios en lo más
alto de los cielos y paz en la tierra a los hombres que él ama» (Lc
2,14); en nuestra liturgia no dejará de repetirse ese canto, ni
tampoco se olvidará a los pastores en las representaciones del
pesebre.
Las palabras angélicas parecen casi programáticas; son ya un
compendio de la obra de Cristo, que viene para dar gloria a Dios y
paz a los hombres. Dos objetivos intensos y estrechamente unidos:
solo dando gloria a Dios y observando sus leyes puede haber paz
en el corazón de cada hombre y en la sociedad humana. Cuando los
hombres reconozcan a Dios por Padre, se darán cuenta de que son
hermanos y vivirán como tales.
El episodio de la visita de los pastores termina con una frase un
poco misteriosa, que Lucas repite también como conclusión del
hallazgo de un Jesús de doce años en el templo. Parece querernos
decir que el corazón de María es el cofre que conserva aquellos
recuerdos: «María, por su parte, guardaba todas estas cosas,
meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). Se nos comunica una
meditación sapiencial que María hace de los diversos episodios de
la vida de su hijo; pero parece precisamente que el evangelista
quisiera revelarnos la fuente de sus informaciones. No olvidemos
que Lucas, al comienzo de su evangelio, afirma que escribe los
acontecimientos «según nos los han enseñado los mismos que
desde el principio fueron testigos oculares» (1,2) de ellos, e insiste
sobre esto añadiendo que se ha decidido a escribir «después de
haber investigado cuidadosamente todo desde los orígenes» (1,3).
Queremos insistir sobre estos pasos, porque es muy importante
conocer la fuente de información de san Lucas, no solo con relación
al episodio de los pastores, sino respecto a toda aquella parte de su
libro conocida como «evangelio de la infancia», o sea, respecto a
cuanto hemos dicho. El recuerdo de los testigos oculares (no se
contentó con testimonios indirectos) y de la investigación desde los
orígenes da razón a los Padres y exegetas, que opinan que la
fuente de información de Lucas fue la Virgen misma.
Prefiero resumir, a este propósito, lo que escribe un biblista
contemporáneo, Aristide Serra, profesor de la Pontificia Universidad
Marianum, el cual afirma:
Dentro de la primera comunidad apostólica, María era la
única «testigo ocular» de la encarnación y de los años de la
vida privada de Jesús; mientras que eran muchos los
testigos de su vida pública.
Pentecostés habilitó a todos, no solo a comprender a
fondo, sino a «testimoniar» lo que habían visto y oído,
aunque no todos estuvieran llamados a «evangelizar».
Además María demuestra, en el Magníficat, que es
plenamente consciente de las grandes cosas que Dios había
obrado en ella. Le incumbía, por tanto, la obligación, tan
inculcada por el Antiguo Testamento, de hacer conocer de
una generación a otra las grandes obras de Dios.
Con estas premisas no parece posible imaginar que la
Virgen permaneciera callada, replegada sobre sí misma,
celosa de los misterios divinos de que había sido
protagonista. Es lógico suponer, en cambio, que volcase
sobre la Iglesia los tesoros que guardaba en su corazón y
que no le pertenecían. Por ello es justo imaginar a María
siempre pronta a «testimoniar» los hechos a los apóstoles y
a aquellos que, para enseñar o escribir, recurrían a ella como
a la única fuente segura. Sabemos que Lucas formaba parte
de ellos.
No debería sorprendernos el que, después de todo lo que Lucas
ha escrito sobre la Virgen, una tradición lo considerara como «el
pintor de María». En varias iglesias se veneran imágenes marianas
que se precian del título de «Virgen de san Lucas». Se trata siempre
de iconos del tipo llamado «odigitria» (la que indica el camino). Los
más antiguos se remontan al siglo VI, y los más famosos, a los
siglos XII-XIII. Está claro que no son obra de san Lucas, que solo
fue «pintor» de María en cuanto escritor de los hechos principales
de su vida.
Reflexiones
Sobre María – Es la primera que nombran los pastores cuando
se acercan a la gruta. Parece que ya es ella la que presenta a
Jesús, iniciando

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