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La mujer que venció el mal El evangelio de María Gabriele Amorth Versión electrónica SAN PABLO 2012 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid) Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723 E-mail: ebooksanpabloes@gmail.com comunicacion@sanpablo.com ISBN: 9788428542418 Realizado por Editorial San Pablo España Departamento Página Web E Presentación l beato Juan Pablo II, en su carta apostólica Tertio millennio adveniente, encomendaba al Espíritu Santo el cometido de conducir a las almas a entrar con las justas disposiciones en el nuevo milenio. Y continuaba: «Confío esta tarea de toda la Iglesia a la materna intercesión de María, Madre del Redentor. Ella, la Madre del amor hermoso, será para los cristianos del tercer milenio la estrella que guía con seguridad sus pasos al encuentro del Señor. La humilde muchacha de Nazaret, que hace dos mil años ofreció al mundo el Verbo encarnado, oriente hoy a la humanidad hacia Aquel que es “la luz verdadera que ilumina a todo hombre” (Jn 1,9)». Es hermoso pensar en María como en la estrella que nos conduce con seguridad al Señor. Los Magos siguieron la estrella y encontraron a Jesús con su madre. Pidamos a la Virgen que nos lleve de la mano y nos guíe. En estas páginas, que constituyen el quinto libro que escribo sobre María, siguiendo la estela de la Sagrada Escritura y de la enseñanza eclesiástica, he tratado de recorrer ese camino que nos hace conocer a la Madre de Jesús y Madre nuestra. El conocimiento de la Madre nos lleva al conocimiento del Hijo, porque Dios ha dispuesto que la relación entre María y Jesús fuera mucho más allá de la relación natural, pero que la Virgen fuese la primera redimida, la primera discípula, la primera colaboradora de su divino Hijo. Ruego al Señor que bendiga este modesto trabajo para que, si es de su agrado, pueda hacer algún bien. P. G������� A����� C Primer día La mujer nueva uando cada año, el 8 de septiembre, la Iglesia celebra la fiesta litúrgica de la Natividad de María, el pensamiento más repetido es que surge la aurora, anunciadora del día: la natividad de la Virgen prefigura el nacimiento de Jesús. El Vaticano II se expresa con una frase felicísima sobre el nacimiento de la Virgen. El capítulo VIII de la constitución sobre la Iglesia Lumen gentium (LG), dedicado por entero a la Virgen María, afirma en el n. 55: «Con ella, excelsa Hija de Sión, tras la larga espera de la promesa, se cumplen los tiempos y se instaura una nueva economía». Para comprender el papel de María y cómo su aparición supuso un giro decisivo en el desenvolvimiento del plan salvífico, conviene adelantar algún concepto sobre el plan divino en la creación y, por ende, sobre la absoluta centralidad de Cristo. Él es el primogénito de todas las criaturas: todo ha sido hecho para él y con vistas a él. Él es el centro de la creación, el que recapitula en sí todas las criaturas: las celestes (ángeles) y las terrestres (hombres). En cualquier caso, creo que Jesús se habría encarnado y aparecido triunfante en la tierra, pero es difícil decirlo. La realidad es muy otra. Tras el pecado de nuestros progenitores, que esclavizó al hombre a Satanás y a las consecuencias de la culpa (sufrimiento, cansancio, enfermedad, muerte…), Jesús vino como salvador, para redimir a la humanidad de las consecuencias del pecado y reconciliar con Dios todas las cosas, en el cielo y en la tierra, por medio de su sangre y de la cruz. Todo ha sido creado en vista de Cristo: de este planteamiento cristocéntrico depende el rol de toda criatura, de cada uno de nosotros, ya presente en el pensamiento divino desde toda la eternidad. Si la criatura primogénita es el Verbo encarnado, no se podía no asociar a ella, antes que cualquier otra criatura, en el pensamiento divino, a aquella en la que se llegaría a efectuar tal encarnación. De aquí la relación única entre María y la Santísima Trinidad, como se manifiesta claramente en la página de la encarnación. Centralidad de Cristo y su venida como salvador: así, toda la historia humana está orientada al nacimiento de Jesús, que es conocida como «plenitud de los tiempos». Los siglos precedentes son «tiempo de espera»; los siglos siguientes son «los últimos tiempos». Con el nacimiento de María la historia humana sufre el gran vuelco: cesa el período de la espera y se inicia el período de la realización. Ella es la Mujer nueva, la nueva Eva; de ella procede el Redentor y en ella se da inicio al nuevo pueblo de Dios. Los primeros Padres, como Justino e Ireneo, ya recurren a la comparación Eva-María: Eva, madre de los vivos; María, Madre de los redimidos; Eva da al hombre el fruto de la muerte, María da a Cristo, fruto de la vida, a la humanidad. En este punto nos gustaría conocer muchos particulares respecto a María, pero carecemos de datos. Los evangelios no son libros histórico-bibliográficos, sino histórico-salvíficos. Son la predicación de la «buena nueva». En ellos no hay lugar para lo que solo tendría un interés humano, pero ningún valor para la salvación. Por eso faltan tantas noticias que nos interesarían a nosotros por su valor biográfico, pero que no tienen importancia alguna con respecto al mensaje que han querido transmitir los evangelistas. Proponemos algunas de estas preguntas, carentes de respuesta segura, pero a las que podemos aproximarnos: al menos podemos darnos cuenta de ciertas opciones de los evangelistas. ¿Cuándo nació la Virgen? Respecto al día, antiguamente se barajaban varias fechas, sugeridas siempre por motivos de culto y no por motivos históricos. Después se impuso la fecha del 8 de septiembre, aunque infundada históricamente, y de ella se ha hecho depender la fecha de la concepción de María, nueve meses antes, fiesta de la Inmaculada Concepción. En cuanto al año, solo podemos partir de la fecha del nacimiento de Jesús, también ella incierta pero razonablemente calculable, teniendo en cuenta que las chicas se casaban a la edad de 12-14 años. Puede resultar sugestivo pensar que la Virgen naciera en el año 20 a.C., cuando Herodes el Grande comenzó la reconstrucción del Templo de Jerusalén. Es sugestivo porque así, mientras el hombre construía el templo de piedra, Dios se preparaba su verdadero templo de carne. Pero es solo probable, aunque sea una fecha que se aproxima a la real, que no conocemos. ¿Dónde nació la Virgen? Entre las diversas ciudades que se podrían asignar para el nacimiento de María, las dos más probables que se disputan este honor son Jerusalén y Nazaret. Ambas gozan de una tradición muy antigua, con pruebas arqueológicas y culturales. Nos inclinamos por Nazaret, dado que es allí donde encontramos a esta humilde doncella, rodeada del máximo escondimiento: pueblo de media altura, que contaba entonces con unos doscientos habitantes que vivían en grutas, a cuya entrada se podía añadir una habitación. Fuera de las líneas de comunicación, a Nazaret no se la nombra nunca en el Antiguo Testamento, ni en el Talmud, ni en Flavio Josefo. «¿De Nazaret puede salir algo bueno?», le preguntará Natanael a Felipe (Jn 1,46). De María tampoco sabemos a cuál de las doce tribus de Israel o familias pertenecía. Sin duda a una tribu muy humilde, pues en caso contrario Lucas nos lo habría dicho, dado que tiene el detalle de recordarnos la familia de Isabel y de la anciana Ana, las otras dos mujeres de las que se habla en el evangelio de la infancia. Dios aprecia la humildad y el escondimiento; no sabe qué hacer con las grandezas humanas, con lo que cuenta a los ojos de los hombres. Reflexiones Sobre María – «Más sublime y humilde que criatura alguna», según expresión de Dante, no poseía ningún título de grandeza humana. Todo su valor depende de haber sido elegida por Dios, de haber desempeñado un rol superior a cualquier exaltación humana (¿quién tiene el poder de elevar a una mujer a la dignidad de Madre de Dios?) y de haber correspondido siempre plenamente, con inteligencia y libertad, a las expectativas de su Señor. Sobre nosotros – También cada uno de nosotros ha sido pensado por Dios desde laeternidad y debe ganarse ese título de salvación, para sí y para los demás, que Dios le asigna y hace conocer a través de las circunstancias de la vida, así como a través de los «talentos» (bienes materiales y personales) que ha recibido de su Señor. Nuestra grandeza depende de cómo correspondemos y somos a los ojos de Dios. D Segundo día María Santísima ios nos ha pensado a cada uno de nosotros desde toda la eternidad y nos ha asignado una tarea que nos ha hecho nacer en el momento y lugar justos, dándonos las dotes necesarias para el desarrollo de nuestro rol. Lo mismo hizo con María. Como además quería confiarle una tarea extraordinaria, la preparó a conciencia. Podemos resumir tal preparación con tres palabras, que serán objeto de nuestras reflexiones en este capítulo y en los dos siguientes: Inmaculada, Virgen, Esposa de José. El primer don, el gran regalo que Dios hizo a María en el instante de su concepción, fue el hacerla inmaculada, aplicándole anticipadamente los méritos de la redención de Cristo. Tenía que ser madre de aquel que venía para destruir las obras de Satanás, o sea, el pecado con todas sus consecuencias. Así, María, concebida inmaculada, muestra su semejanza con nosotros, porque ella necesitó ser redimida por el sacrificio de la cruz; por otra parte, su condición de inmaculada la predispone para la altísima misión que se le confiaría más tarde. Uno de los títulos marianos más antiguos, muy apreciado por los ortodoxos, es el de Santísima. Expresa perfectamente los dos aspectos que pretende representar, invocando a María Inmaculada. Un primer aspecto es de puro privilegio: la exención del pecado original en vista de la maternidad divina. Aquí debemos contemplar solo las maravillas realizadas por el Señor. Pero hay más; hay un segundo aspecto por el que se afirma que María no cometió la menor culpa actual, aun siendo una criatura inteligente y libre. Contrariamente a lo que podría parecer, en esto palpamos la imitabilidad de María, que tanto puede influir en la formación cristiana: vemos en María la belleza de la naturaleza humana impregnada por la gracia. La Inmaculada es un ideal que nos atrae, sin deslumbrarnos ni alejarnos de la figura de María, sino que nos impulsa a su imitación con la gracia bautismal, con las gracias actuales y la lucha contra el pecado. Una de las faltas más grandes de la mentalidad moderna contra la humanidad es la de querer abolir el sentido del pecado y de la tremenda presencia de Satanás. Así se ignora la redención, que es la victoria de Cristo sobre el pecado y el demonio; se deja al hombre hundido en su miseria y no se le ayuda a levantarse, a hacerse mejor, a recobrar su belleza original, de criatura hecha a imagen de Dios. La Inmaculada nos dice: yo soy así por la gracia de Cristo y por mi correspondencia a la misma; también tú, correspondiendo a la gracia, debes aspirar a vencer el mal y a purificarte cada vez más. La Inmaculada no es un ideal abstracto, formado simplemente para contemplarlo; es un modelo que imitar. Es hermoso asimismo recorrer el largo camino que llevó a la definición dogmática de la Inmaculada Concepción en 1854. La sensibilidad de los creyentes intuyó inmediatamente la santidad completa de María y la ensalzó conforme a su profecía: «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones» (Lc 1,48). Nótese que, al proclamar a María Santísima, se pretendía subrayar sobre todo que nunca había cometido culpas actuales, y en tal sentido se pronunció el concilio de Trento. Pero ya anteriormente la reflexión y la convicción del pueblo de Dios habían ido más allá, intuyendo que la santidad total de María era incompatible con la culpa original, por lo que debía haber sido excluida de ella. Era preciso profundizar la reflexión bíblica y teológica acerca de esta verdad. Sabemos que los dogmas son «puntos firmes», que no bloquean los estudios y enriquecimientos, sino que los orientan en el sentido justo. Sabemos que la proclamación dogmática de una verdad significa que está contenida en la Sagrada Escritura. Pero no todas las verdades están contenidas con la misma claridad: algunas están afirmadas explícitamente (piénsese, por ejemplo, en la resurrección de Cristo), otras están contenidas solo implícitamente, y hacen falta tiempo y luz del Espíritu Santo para ponerlas en evidencia. Por eso no sorprenden las vacilaciones y dificultades. Es sabido que santo Tomás de Aquino era contrario a la Inmaculada Concepción porque temía que de este modo la Virgen estuviera excluida de la redención: para ella habría sido una ofensa, no una exaltación. La duda era real, bien fundada; había que resolverla. Y la resolvió Duns Scoto, comprendiendo que María debía su exención del pecado original a los méritos de Cristo, que se le aplicaron preventivamente. Así María es el primero y más bello fruto de la redención. Otra pregunta que con frecuencia se ha planteado es esta: si la Virgen fue tentada por Satanás y si habría podido pecar. La Virgen, como todos nosotros, tenía ciertamente ese don de la libertad que nos ha dado el Señor y que respeta en todas sus criaturas superiores. En el pasado, cuando se acostumbraba a exaltar los privilegios, se pensaba que María tenía una «imposibilidad moral» de pecar. En cuanto a las tentaciones del demonio, como las tuvo Jesús, así ciertamente, aunque el evangelio no hable de ello, las tuvo también María, pues tal es la condición de la humanidad incluso antes de la culpa original. Hoy, que se insiste menos en los dones extraordinarios, se suelen poner de manifiesto los aspectos más humanos de María: su duro camino de fe y sus continuos sufrimientos. En esta línea insiste la encíclica Redemptoris Mater, de Juan Pablo II, pero se formulan también dos consideraciones: a) La pecabilidad no es necesaria para la libertad; los ángeles y los santos son plenamente libres, pero impecables. b) A la Virgen se le aplicó enteramente la redención de modo previo: también en nuestro caso la redención logrará su pleno cumplimiento cuando, una vez alcanzada la gloria celestial, aun permaneciendo criaturas inteligentes y libres, ya no tendremos la posibilidad de pecar. Reflexiones Sobre María: – Correspondió perfectamente a la gracia, que se le concedió en plenitud. Concebida inmaculada, en vista de la maternidad divina, fue la más fiel oyente y discípula de su Hijo. La santidad de María, que la aproxima a Jesús lo más posible para una criatura humana, no la eximió en absoluto del duro camino de la fe, del sufrimiento y de las cruces más dolorosas. Sobre nosotros – La Inmaculada Concepción nos estimula a la lucha incesante contra el pecado, nos exhorta a mejorarnos a nosotros mismos y a hacer de nuestra vida un camino de conversión y purificación, para tender a esa santidad a la que Dios nos llama. Jesús nos invita a ser santos como su Padre, perfectos como su Padre, misericordiosos como su Padre. La Inmaculada nos dice que, con la gracia divina, es posible conseguir acercarse a la santidad de Dios, en la medida en que se le consiente a una criatura humana. H Tercer día Tres veces virgen ay un libro apócrifo muy autorizado por su antigüedad, puesto que podría remontarse a los primeros decenios del siglo II: el Protoevangelio de Santiago. Por este libro conocemos el nombre de los padres de María, Joaquín y Ana; conocemos también otros episodios, pero han de entenderse como es debido. La clave de lectura de este libro es su intención de proporcionarnos relatos inventados para decirnos verdades. Es, en algún modo, como un maestro que instruye a los niños con fábulas de contenido real. Cuando este antiguo autor nos narra que María fue presentada a los tres años en el Templo para ser instruida en él, en realidad quiere decirnos que María, desde el comienzo de su uso de razón, se ofreció como templo de Dios. Así también la celebración del 21 de noviembre, que lleva el solemne título de «Presentación de la Bienaventurada Virgen María» y que tuvo su origen el año 543 en recuerdo de la dedicación de Santa María la Nuevaen Jerusalén, en realidad es la fiesta de la virginidad de María. Asimismo la virginidad es un don de Dios cuando es elegida por quien quiere pertenecerle solo a Él y ponerse a su total disposición. Es un don que le hizo el Espíritu a María, como le hiciera el don de la concepción inmaculada. Afirmamos esto porque la historia de Israel no nos ofrece nada parecido. Tampoco se sabía que la virginidad consagrada fuera un estado de vida agradable a Dios; en efecto, todas las grandes mujeres de Israel presentadas como modelo y que en ciertos aspectos prefiguran a la Virgen (Sara, Débora, Judit, Ester…), eran casadas o viudas. Israel apreciaba solo la maternidad; la falta de hijos se consideraba una vergüenza, una maldición, un castigo divino. ¿Cómo puede haber concebido la Virgen, con un valor que no tiene explicación humana, el propósito de permanecer virgen? Después llegará Jesús a enseñar lo que es más perfecto, y lo seguirá un puñado de hombres y mujeres que, a lo largo de los siglos, vivirán enteramente consagrados a Dios. Pero la Virgen no tenía ante sí ningún modelo de este tipo. Solo el Espíritu Santo puede haberle sugerido una opción tan singular y dado la fuerza necesaria para cumplirla. Tal vez comprendiera, desde que tuvo uso de razón, el gran precepto continuamente repetido por los piadosos israelitas: «Amarás al Señor con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» y quisiera vivirlo de modo absoluto. Pero es inútil querer buscar una explicación humana a una elección divina. Creo que también aquí María tuvo una anticipación de las enseñanzas de Jesús y fue verdaderamente «hija de su Hijo», por usar una expresión de Dante. Creo, igualmente, que actuó con plena libertad y simplicidad: sin darse cuenta de que inauguraba o seguía una vida nueva; sin pasión de ánimo sobre cómo vivir esta opción que carecía de precedentes, sobre todo cuando los padres se la dieron como esposa a José. Es propio de María vivir una fe absoluta, sin crearse problemas o pedir explicaciones, sino abandonándose enteramente en el Señor. Pablo VI subraya otro aspecto: con la opción de la virginidad, María no renuncia a ningún valor humano; seguir el camino de la virginidad no supone menospreciar el matrimonio o poner límite a la santidad a que todos estamos llamados. Es seguir con generosidad una vocación particular del Señor. María es tres veces virgen: antes, durante y después del parto. Es necesario exaltar la virginidad en este mundo donde está tan maltratada, con la consecuencia de que no solo sufrimos un pavoroso descenso de vocaciones, sino que con mucha frecuencia resulta destruida la misma unidad de la familia. Parece que viviéramos en un mundo tan sucio, tan inmerso en el sexo y en la violencia, que el vicio se pasea con la cabeza alta por nuestras calles, defendido a menudo por leyes permisivas, mientras pareciera que la virtud tendría que esconderse avergonzada. Pero el juicio de Dios y el bien de la sociedad se desarrollan en un sentido completamente opuesto. No hay duda de que la virginidad de María nos remite también a aquella virtud de la pureza que el Decálogo defiende en dos mandamientos y que san Pablo casi identifica con la santidad, ilustrando sus motivos de fe, como no había hecho nadie hasta entonces. Él supera el concepto de simple dominio de sí, importante pero meramente humano, apreciado por los mismos paganos. Es importante que las mujeres sean respetadas, pero también es importante que ellas sean las primeras que se respeten. San Pablo nos invita a dar un salto de calidad. Mientras, reparemos que la impureza está indicada en la Biblia con la palabra griega «porneia» (la palabra «porno» resulta fácil de entender), derivada de un verbo que significa «venderse». San Pablo parte de este punto para sugerirnos tres motivos de fe, que inculcan horror a la porneia, la impureza: 1) No puedes venderte porque no te perteneces; has sido rescatado por Jesús a gran precio, por lo que le perteneces a él. Pensemos en lo claro que se tenía el concepto de rescate de un esclavo en aquellos tiempos. 2) Tú perteneces a Cristo no como un objeto externo de su propiedad, sino como miembro suyo. ¿Te atreverías a tomar un pedazo de Cristo, un miembro suyo, entregándolo a la prostitución o la porneia? 3) El cuerpo es sagrado por ser templo del Espíritu Santo. Pensemos en lo respetados que son los lugares de culto en todas las religiones. ¿Y tú te atreverías a profanar el templo del Espíritu? ¿Cometerías este sacrilegio? Debemos reconocer que ninguna religión ni filosofía respetan tanto el cuerpo humano como el cristianismo: miembro de Cristo, templo del Espíritu, destinado a la resurrección gloriosa. «Creo en Jesucristo, pero no creo en la castidad de los curas», me decía una profesional. «Mi ideal es convertirme en una “pornostar”», me confiaba una joven de dieciséis años. «Padre, rece por mi hijo, que convive con una mujer casada, veinte años mayor que él», me rogaba una mujer. «¿Cómo es posible? Nuestra hija, que no salía de casa ni de la iglesia, ahora convive con un chico drogado y no quiere ni pensar en volver a casa», se desahogaba un matrimonio. Podría continuar; son hechos de todos los días, mientras, los periódicos parece que solo hablan de violencia contra las mujeres y los niños. Que nuestra Madre celestial, tres veces virgen, ella que es la Virgen por excelencia, nos ayude a sanear nuestra sociedad con su pureza inmaculada. En todos los iconos ortodoxos la triple virginidad de María se expresa con tres estrellas: en la frente y en los hombros. Reflexiones Sobre María – El candor de María nos encanta. Su secreto fue la obediencia a las solicitudes del Espíritu Santo: se enfrentó con humildad y decisión a la moda imperante, a los temores de incomprensión y de desprecio, a las dificultades que podían parecer insuperables. Pero así es como quiso Jesús a su madre. El que se preocupa por agradar a Dios confía en su ayuda y tiene la gracia de vencer obstáculos que parecen inquebrantables. Sobre nosotros – El ejemplo de María es modelo y su presencia es intercesión. Todos debemos observar la virtud de la castidad según nuestro estado. Que la invitación de Pablo: «No os acomodéis a este mundo» (Rom 12,2) y los tres motivos de fe a que hemos aludido nos sirvan de estímulo para ser verdaderos hijos de la Virgen del mejor modo posible. «Bienaventurados los puros de corazón [la pureza interior total, no solo formal] porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). A Cuarto día Un matrimonio querido por Dios hora intentaremos reflexionar sobre la tercera condición querida por Dios para preparar a María a la encarnación del Verbo: era preciso que la Madre elegida, además de inmaculada y siempre virgen, fuera esposa. Los motivos son tantos y algunos, evidentísimos: hacía falta una protección, una ayuda, un educador; hacía falta que el Hijo de Dios, dándonos ejemplo de una vida común y transcurrida en el escondimiento, viviera en una verdadera familia, ejemplar aunque diversa, conforme al objetivo deseado por Dios. Pero existía también el designio de dar cumplimiento a las profecías mesiánicas, según las cuales el Mesías prometido debía ser «hijo de David». En aquellos tiempos las chicas se casaban muy pronto, a los 12- 14 años, y los chicos, a los 17-18 años. Cuando leemos que la hija de Jairo, resucitada por Jesús, tenía 12 años, este detalle simplemente nos dice a nosotros que era una niña; en cambio es un dato importante: estaba en la flor de la edad, cuando un padre se preocupaba por encontrar un esposo para su hija. Teniendo en cuenta estas costumbres y la temprana edad, eran los padres los que disponían todo. En el tiempo adecuado, los padres del muchacho buscaban a la joven idónea para su hijo, y los padres de la muchacha buscaban a la persona apropiada a la que entregársela como esposa. Comenzaban las negociaciones y se fijaba el mohar, o sea, la compensación en dinero o en especie que el esposo aspirante debía dar a los padres de la esposa. Nótese que no era, como en otros pueblos,el precio de la esposa; era un pequeño patrimonio «de garantía» que guardaban los padres, pero que pertenecía a la esposa, la cual entraba en posesión del mismo en caso de viudedad o de divorcio. Entonces se celebraba el matrimonio, que se desarrollaba en dos tiempos. Primero, en la casa de la esposa y en presencia de los parientes más cercanos, se hacía la declaración del matrimonio (llamarlo «noviazgo» se presta a confusión), que surtía todos los efectos jurídicos. La bendición de los padres confería carácter sagrado a la simple ceremonia. Un año más tarde, en el que los esposos seguían viviendo con sus respectivos padres y el esposo preparaba la vivienda para la nueva familia, se llevaban a cabo las nupcias solemnes, o sea, la introducción de la esposa en la casa del esposo, con amplia presencia de parientes y amigos, una fiesta que duraba normalmente siete días. También en el caso de María y José las cosas se desarrollaron conforme a las costumbres. No creo que María revelara a sus padres su propósito de mantenerse virgen; entre los hebreos, cuando se trataba de votos particulares, una mujer debía solicitar el permiso a sus progenitores o al marido. Pero María solía callar y encomendarse enteramente al Señor, con una fe heroica que a veces, como vemos en esta ocasión y como veremos en la anunciación y a los pies de la cruz, desafía la evidencia de los hechos. Ocupémonos ahora de José, el esposo elegido por el Señor, con la mediación de sus padres, para aquella que se convertiría en la Madre de Dios. El nombre mismo ya nos recuerda a José, el hebreo, que salvó de la carestía a aquel primer núcleo del pueblo hebreo formado por la numerosa familia de Jacob. De san José el evangelio nos da tres preciosas informaciones. Ante todo nos dicen con insistencia, tanto Lucas como Mateo, que pertenecía a la familia de David. Es un dato muy importante. El episodio más significativo de la vida del rey David se produce precisamente cuando el Señor le promete una casa que durará para siempre. La profecía fue entendida muy pronto en sentido mesiánico, entre otras cosas porque la importancia política de la familia de David, en los tiempos de Jesús, había desaparecido desde hacía quinientos años, con Zorobabel. Lucas y Mateo, para darnos la genealogía de Jesús, nos dan la genealogía de José. Está claro que el matrimonio entre María y José es el anillo de conjunción que realiza la profecía por la que el Mesías sería un descendiente de David. El verdadero apelativo con el que indicar a José es «padre putativo», «padre nutricio» u otras expresiones comunes. Es mejor llamarlo «padre davídico» de Jesús. El evangelio nos proporciona un segundo dato sobre José, el oficio: era herrero-carpintero. Así nos enteramos de la condición económica de la «sagrada familia», y de Jesús mismo con María, después de la muerte de José. Un artesano era considerado socialmente de clase media: pobre, pero no mísero. Vivía de su trabajo cotidiano, que podía completarse con los productos del huerto, árboles frutales y algún animal doméstico. Una tercera información nos la suministra Mateo, calificando a José de hombre «justo». El significado bíblico de este término es muy rico: indica gran rectitud, observancia plena de la ley de Dios, apertura y disponibilidad total a la voluntad divina. No cabe duda de que los padres de ambos esposos buscarían a la persona adecuada para sus hijos y de que el Espíritu Santo los asistiera en su decisión. La condición social de José, un honrado y buen artesano, nos hace comprender también las condiciones económicas de la familia de María. A diferencia de los fantasiosos relatos de los apócrifos, que hacen de María hija única y rica heredera, está claro que también la familia de María era de condición modesta. Así mismo la vida de la santa familia se distinguiría por este carácter de pobreza decorosa, no de miseria. Son, pues, humildes el pueblo donde viven, el oficio de José y después el de Jesús; pobre la condición en que se encuentran en Belén y la ofrenda que hacen al Templo con ocasión de la presentación de Jesús cuarenta días después de su nacimiento. María y José pertenecían a aquellos «pobres de Yavé» que ensalza la Biblia porque se abandonan confiados al Señor; el Señor se les revela y los encuentra siempre dispuestos a realizar sus grandes planes. La pobreza que el evangelio denomina «bienaventurada», hasta proponerla como elección voluntaria, no es exaltación del pauperismo ni de la miseria. Es reconocimiento de la superioridad de los valores espirituales sobre los pasajeros, tan perseguidos por los hombres. Es fe en las promesas divinas y constante apertura a la voluntad de Dios, buscada en sus palabras y en las circunstancias de la vida. Reflexiones Sobre María – No se sustrajo a las costumbres de su pueblo ni a la obediencia a sus padres. Supo ver en todo ello la obra de Dios, a pesar de las apariencias. La evidencia de los hechos, o sea, el matrimonio con José, parecía romper y anular su propósito de pertenencia total al Señor. No dejó de confiar en que el Señor, si quería esto de ella, la ayudaría a observar la virginidad incluso en el matrimonio. Sobre nosotros – Sin duda los padres de José eligieron acertadamente, por lo que José se sentiría feliz; en un pueblo tan pequeño se conocían todos muy bien. No buscaron la riqueza o valores efímeros, sino la virtud. No hay verdadero amor sino en la luz de Dios y con el deseo de cumplir su voluntad, la misión que espera de nosotros. La disponibilidad para cumplir la voluntad de Dios no deja que nos sintamos frustrados, aunque los acontecimientos nos obliguen a abandonar nuestros proyectos y aspiraciones. I Quinto día Exulta, alégrate, goza nmaculada, siempre virgen, esposa de José: ahora María está preparada para el gran anuncio de su misión. El hecho se coloca claramente durante el año de espera de la boda, cuando ya se había hecho la declaración del matrimonio, por lo que la muchacha ya era esposa de José a todos los efectos, aunque normalmente, en este período, se abstenía de las relaciones matrimoniales, aunque fueran legítimas. El mensajero divino irrumpe poderosamente en la vida de la Virgen, de modo impresionante. Es casi seguro que el hecho aconteció en su casa, por lo que sería auténtica la inscripción que leemos tanto en Nazaret como en Loreto, donde se cree que tuvo lugar la anunciación: «Aquí se hizo carne el Verbo de Dios». «Chàire, kecharitomène: exulta, o favoritísima de Dios; alégrate, tú que estás repleta de las gracias divinas; goza, elegida por Dios, que te ha colmado de predilección. Así podríamos traducir el saludo del ángel. Son palabras ricas en significado y de directa referencia mesiánica; por eso tienen el poder de turbar a la doncella: comprende que en ellas hay un extraordinario proyecto de parte de Dios, pero no entiende de qué se trata. «Chàire» no es el saludo hebreo corriente: «shalòm», la paz contigo; ni el simple «ave», o «salve», que desafortunadamente se han impuesto en nuestras traducciones. «Chàire» (exulta, alégrate, goza) es un saludo particular, usado solo por los profetas Joel, Zacarías y Sofonías, y únicamente con referencia al Mesías: «Exulta, hija de Sión, porque el Señor está contigo». Al oír que le dirigían estas palabras mesiánicas, referidas expresamente a ella, María experimenta una turbación espontánea: reflexiona, sin entender, pero no pregunta nada, porque ella es la virgen que espera, cree y no hace preguntas. Un breve paréntesis. Los biblistas concuerdan en decirnos que todo este relato no refleja los esquemas bíblicos de los nacimientos milagrosos; por ejemplo, cuando a Sara se le anuncia el nacimiento de Isaac, o a Ana el nacimiento de Samuel, o a Zacarías el del Bautista. Eventos suplicados y deseados, imposibles debido a las circunstancias de vejez y esterilidad, para los que no hacía falta consenso alguno. En cambio la anunciación sigue los esquemas bíblicos de las misiones especiales o de las vocaciones extraordinarias: tenemos el saludo inicial, el anunciode la misión y la espera de la respuesta. María reflexiona sobre aquel saludo mesiánico, sobre el hecho evidente de que Dios le pide algo grande. Ella sabe que el Mesías nacería de una mujer (Protoevangelio) y que sería concebido por una virgen en el pueblo hebreo; no sabe que la mujer predestinada es precisamente ella, la humilde y desconocida doncella de Nazaret. Y el ángel le explica: «No temas… tendrás un hijo… lo llamarás Jesús… será grande, será Hijo de Dios, será rey…». María no duda un solo instante; no pide signos, sino órdenes: ¿cómo debe comportarse para corresponder plenamente a la voluntad de Dios? Su pregunta: «¿Cómo será esto, pues no conozco a varón», o sea, no tengo relaciones conyugales, es una revelación explícita de su propósito de mantenerse virgen. «¿Tengo que seguir así? ¿Debo cambiar?». Ella, que es la esclava del Señor, no pone ninguna condición a Dios; solo pregunta lo que ha de hacer. La respuesta de Gabriel: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti…», no es solo la explicación de cómo nacerá aquel Hijo, ni el simple anuncio de que será el verdadero Hijo de Dios; pero sí la confirmación de que su propósito de mantenerse virgen provenía de Dios y de que lo mantendría incluso en el matrimonio. En este punto es Dios el que espera una respuesta de su criatura. Nos ha creado inteligentes y libres, y nos trata como tales. El Señor ofrece incluso sus dones excelsos, nunca los impone. El Vaticano II dirá: «Quiso el Padre de las misericordias que la aceptación de la madre predestinada precediera a la encarnación» (LG 56), y añadirá en el mismo párrafo: «María no fue un instrumento meramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó en la salvación del hombre con obediencia y fe libre». Y la respuesta llega inmediatamente: «Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Es difícil imaginar un momento más grande que este en la historia humana, cuando el Verbo de Dios se hizo carne y vino a vivir entre nosotros. Vino, y no ha vuelto a abandonarnos: «Estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos» (Mt 28,20). Cuando Adán y Eva fueron expulsados del paraíso terrestre, con la perspectiva de la fatiga y de la muerte, no salieron como unos seres desesperados. Dios les había dicho una gran palabra, condenando a la serpiente que los había engañado: «Maldita seas… Yo pongo enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; él te aplastará la cabeza» (Gén 3,15). Quedaba una esperanza: aquella mujer y su hijo (su semilla), que derrotarían a Satanás. Pero, ¿cuándo llegaría aquella mujer? Y, ¿cuándo triunfaría su hijo? La promesa mesiánica se fue precisando en el largo período de espera. Con Abrahán, Dios se elige un pueblo del que saldría el Bendito. Entre las diversas tribus de Israel la predilección cae sobre la tribu de Judá, y entre las familias de Judá la promesa se centra en la de David. Pero, ¿cuándo y cómo se realizarían las profecías? Por fin estamos ante la mujer predestinada y bendita. Sus padres la han llamado María; el ángel Gabriel la define como «colmada de celestes favores»; ella misma se presenta como «esclava del Señor». Es ella la mujer prometida, la virgen que dará a luz un hijo. El pueblo hebreo esperaba a un Mesías, a un hombre. Nunca habría podido pensar que el enviado de Dios fuera su mismo Hijo unigénito. Aquí la página de la anunciación se hace aún más importante. Por primera vez aparece con toda claridad el misterio trinitario, del que solo había alguna alusión velada en el Antiguo Testamento: el Padre envía al ángel Gabriel, que ya se le había aparecido a Daniel para las grandes profecías mesiánicas, y unos meses antes a Zacarías para anunciarle el nacimiento del Bautista; el Hijo se encarna en el seno de la Virgen, uniendo así a su naturaleza divina la naturaleza humana en la única persona del Verbo; el Espíritu Santo desciende sobre María para realizar aquel gran misterio por el cual María, aun permaneciendo virgen, se convierte en madre, y madre del Hijo de Dios. Llegados a este punto, solo nos queda contemplar el admirable modo de proceder de Dios y cómo cumple sus promesas mejor de lo que el hombre habría podido desear o soñar. Reflexiones Sobre María – Su grandeza: es grande por haber sido predestinada; porque cree, porque está dispuesta a hacer cuanto el Señor le pide, sin condiciones. Los tres nombres con los que es indicada: María significa «amada por Dios», es el primer paso hacia lo que Dios quería hacer de ella; «colmada de favores celestiales» (solemos decir también: «llena de gracia») es lo que el Señor está realizando en ella; «esclava del Señor» es la respuesta justa de la criatura humana a las solicitudes divinas. La Trinidad que se revela y obra en ella la maravilla de las maravillas, la encarnación del Verbo, establece con ella una relación única, irrepetible, superior a cualquier otra relación con los seres creados. Sobre nosotros – Estas maravillas de Dios no se realizaron con el objeto de honrar a María, sino por nuestra salvación. En efecto, descubrimos de inmediato el amor de la Santísima Trinidad por cada uno de nosotros: Jesús se encarna por nosotros para salvarnos. Es evidente el rol de María en la realización de este plan divino, su colaboración con Dios y la gratitud que le debemos. «M Sexto día Dos madres y dos hijos ira, tu parienta Isabel ha concebido también un hijo en su ancianidad, y la que se llamaba estéril está ya de seis meses, porque no hay nada imposible para Dios» (Lc 1,36). Así le había dicho Gabriel a María, anunciándole que su hijo nacería por obra del Espíritu Santo, o sea, de un modo totalmente milagroso: Aquel que había hecho fecundo el seno estéril y viejo de Isabel tenía el mismo poder para hacer fecundo el joven seno de María, manteniéndola virgen. La Virgen no había pedido ninguna señal o prueba. Entonces, ¿por qué le dio el ángel una señal, y aquella señal? La explicación parece fácil. En primer lugar quería reiterar a María que en ella se operaría algo completamente milagroso, de lo que no existía ningún ejemplo antes ni lo habría después: que una virgen concibiera por obra del Espíritu Santo, permaneciendo virgen antes, durante y después del parto, conforme a la opción que María había hecho por inspiración divina. Pero había también otro motivo, que la jovencísima madre entendió inmediatamente: al anunciarle la milagrosa concepción del Bautista, Gabriel quería darle a entender que había una estrecha relación entre aquellos dos niños, nacidos ambos de modo milagroso, si bien diverso, y de cuyo nacimiento Gabriel mismo había sido el anunciador enviado por el Padre. María comprende que hay una conexión entre su niño, Hijo de Dios, y el niño de Isabel; un vínculo de misión, por el cual el Bautista será el precursor de Jesús, el que le preparará el camino. Así pues, María se apresura a ir donde el plan de Dios ha comenzado a realizarse. La ciudad montañosa de Judea, en la que vivía Isabel, se ha venido identificando comúnmente con Ain-Karim, a unos siete kilómetros de Jerusalén. Era fácil encontrar caravanas que se dirigían a la Ciudad Santa, a las que solían unirse para hacer el viaje, ciertamente en compañía de algún pariente. Creemos que no la acompañó José, su marido, pues en tal caso no habría tardado en descubrir el gran misterio escondido en su esposa y sería inexplicable su sorpresa a la vuelta de María a Nazaret. Partiendo de Nazaret, los ciento sesenta kilómetros que la separaban de Ain- Karim le podrían haber llevado cinco o seis días de camino (caminaban a pie, ya que entonces existía la costumbre de andar, que nosotros hemos perdido por completo). Y, por fin, se registra el gran encuentro que solemos indicar con la palabra visitación. Lo llamo «gran encuentro» porque no se trataba de una visita privada de parientes. En el evangelio no hay cabida para episodios de carácter personal; el evangelio es la proclamación de la buena nueva, anuncio de la salvación realizada por Dios, no historiografía. Aquí nos encontramos con una enseñanza que quieredarnos el evangelista y que tiene un valor perenne: desde que María concibiera al Hijo de Dios, por obra del Espíritu Santo, adondequiera que vaya contamos siempre con la presencia de Jesús y del Espíritu. Apenas la jovencísima parienta pone el pie en su casa y la saluda, Isabel tiene esta experiencia. No sé qué timbre tendría la voz de María, pero conozco perfectamente la eficacia de su presencia. Y no es este el único primado de Isabel; tiene muchos otros: es la primera que, en presencia de María, está llena del Espíritu Santo, y la primera que ensalza a María por su maternidad: «Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre»; la primera que reconoce en María a la Madre de Dios, llamándola «madre de mi Señor»; es también la primera que anuncia una bienaventuranza evangélica: «Bendita tú que has creído». Nótese que toda la Biblia está llena de bienaventuranzas: es el libro de las bienaventuranzas; piénsese solo en los salmos que empiezan con las palabras «bendito el que…»; lo mismo puede decirse del evangelio, que no contiene solo las ocho bienaventuranzas del sermón de la montaña, aunque estas tengan un valor programático particular. En lo tocante a primados, me parece que Isabel tiene unos cuantos. En este punto está claro que los protagonistas del encuentro son los niños que ambas madres llevan en su vientre. Juan salta de alegría en presencia de su Señor, realizando la profecía pronunciada por Gabriel a Zacarías, a saber, que el niño sería santificado desde el seno de su madre. Y Jesús inicia su gran obra de santificación. Acaba de ser concebido, pero no es un simple grumo de sangre, como pretenden los modernos asesinos que han hecho aprobar leyes asesinas: ¡es el Hijo de Dios! Esta es una enseñanza que debe recordar con claridad toda mujer que concibe un hijo. Hay otro aspecto que cabe subrayar en este encuentro de gran valor profético y salvífico: recuerda un episodio bíblico que parece ser una anticipación del mismo. Cuando el arca de la alianza, de la que Dios había tomado posesión cubriéndola con su sombra para indicar su presencia, fue devuelta a Jerusalén por el rey David, hizo primero una parada. El rey tuvo un momento de duda y de terror por la santidad del arca cuando Uzá murió de improviso solo por haberse atrevido a tocarla. Entonces David la dejó en la casa de Obed Edom durante tres meses, el mismo tiempo que María pasó con su prima. Después, cuando se decidió a hacerla transportar definitivamente a Jerusalén, sintió toda su indignidad y exclamó: «¿Cómo entrará el arca en mi casa?» (2Sam 6,9). Todo aquel episodio era un signo profético. La verdadera arca de la alianza es María, a quien dijo el ángel: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra». E Isabel, llena de la presencia divina, repite casi a la letra las humildes palabras de David: «¿Y cómo es que la madre de mi Señor viene a mí?». Es estupendo este realizarse del plan de Dios, que a través de las anticipaciones veladas del Antiguo Testamento encuentra sus actuaciones en el Nuevo. La visitación nos recuerda uno de los episodios más gozosos de la vida de María. Después de todo, ¡no son muchos! La exultación de Isabel y la exultación del Bautista nos hablan claramente de la alegría que conlleva la presencia de María adondequiera que va, dondequiera que es acogida. Porque con ella está siempre tanto la presencia de Jesús, que da la gracia de la salvación, como la presencia del Espíritu Santo, que ilumina y hace comprender los grandes misterios de Dios. Reflexiones Sobre María – Es el arca de la alianza verdadera y estable, o sea, la morada de Dios; es más aún, porque es aquella de la que Dios ha asumido la naturaleza humana para vivir entre nosotros como hermano nuestro. Acoger a María es el camino para recibir a Jesús y al Espíritu Santo. La primera bienaventuranza del evangelio, «Bendita tú que has creído», es la bienaventuranza de la fe; a ella le corresponde perfectamente la última bienaventuranza proclamada por Cristo resucitado a Tomás: «Has creído porque has visto. Bienaventurados los que creen sin haber visto» (Jn 20,29). María es modelo del que cree sin ver antes. Sobre nosotros – Tal vez no hayamos comprendido aún quién es María; los diversos primados de Isabel nos sirven de ayuda y de guía. Hacernos la ilusión de obtener a Jesús y al Espíritu Santo sin pasar a través de María no es conforme al camino seguido por Dios. La fe, no la sensibilidad, nos dice que la salvación comienza por acoger a María. N Séptimo día El canto de la alegría o transcribo aquí el Magníficat (Lc 1,46-55), pero ruego al lector que lo tenga muy presente. Al saludo exaltante e inspirado de Isabel, María responde con un cántico de alabanza a Dios que constituye el himno principal del Nuevo Testamento. Los que tienen el cometido o la buena costumbre de rezar por la tarde la plegaria de Vísperas no dejan de repetir nunca a diario el canto de la Virgen. Isabel, iluminada por el Espíritu, dirige a María un saludo estupendo, que nosotros repetimos continuamente al recitar el Avemaría; no debe sorprendernos, pues, que la Virgen, más llena que nunca del Espíritu Santo y templo viviente del Hijo de Dios, responda con un cántico de extraordinaria riqueza. Tengamos asimismo en cuenta el estado psicológico de la joven madre en aquel momento. Ciertamente su corazón, rebosante de alegría por lo que el Señor estaba haciendo en ella, se encerraría en su discreto silencio, sin poder confiárselo a nadie. Ahora, por fin, viendo que su secreto había sido revelado a su prima, ya feliz por su parte debido a la inesperada concepción del Bautista, puede prorrumpir libremente en aquel himno de alabanza que ciertamente ya se había ido formando en su interior y que cantaba en su corazón desde la partida del ángel anunciador. El Magníficat tiene características únicas. Cada una de sus expresiones y cada palabra son eco del Antiguo Testamento: podríamos enumerar más de ochenta citas. Sin embargo el resultado no es un centón de textos bíblicos, una especie de antología de citas, sino un canto nuevo, que revela toda la frescura y espontaneidad del corazón exultante que lo ha compuesto. María es feliz. Es feliz porque Dios la ha elegido sin tener en cuenta su nada, porque Jesús está en ella: es el Hijo de Dios, pero es también plenamente hijo suyo, carne de su carne y sangre de su sangre; ya lo estrecha contra su corazón y sueña con sus ojos, su sonrisa, con aquel rostro que ciertamente se le asemeja más que cualquier otro rostro, según Dante. Es feliz porque se encuentra con una parienta que la comprende y con la que puede desfogar su gozo. La felicidad de María tiene un solo origen, deriva por entero de lo que Dios ha hecho en ella. Por eso todas las alabanzas van dirigidas a Dios. Isabel alaba y bendice a María; María alaba y bendice a Dios. Al comienzo parte del cántico de Ana, otra mujer que había experimentado el gozo de la maternidad por una gracia extraordinaria del Señor, siendo estéril, y entona su alabanza a Dios en espera de su hijo Samuel. Después María recorre, con las referencias de su canto, de algún modo, todos los libros históricos y proféticos de la Biblia, citando en especial los Salmos. Sin embargo no hay ninguna pesadez en esta acumulación de referencias, sino toda la espontaneidad de un himno nuevo. ¿Cómo es posible? Un secreto que todos estamos invitados a descubrir es la belleza de los Salmos: Dios mismo nos enseña las palabras con las que alabarlo, palabras que con frecuencia reflejan nuestra situación, el estado de ánimo en que nos encontramos en ese momento. Las plegarias bíblicas no son solo oración; son también escuela de oración. Quien las usa habitualmente, como sin duda hacía María, aprende también a dirigirse a Dios con plegarias espontáneas, que reflejan los conceptos o las mismas palabras de la Biblia. Por eso el Vaticano II recomendó a todos los fieles que rezaran el Oficio divino, especialmente Laudes y Vísperas, que constituyen su núcleo principal (cf SC100). Por otra parte, si analizamos el Magníficat, descubriremos sin dificultad su división en tres partes, de desarrollo y contenido completamente distintos. Al comienzo el canto es estrictamente personal: la Virgen reflexiona sobre lo que el Señor ha hecho en ella; sin embargo, aunque se refieran a su persona, los conceptos expresan verdades de valor universal; todo lo que Dios ha hecho en María tiene como fin realizar el plan de salvación. El Señor ha dirigido su mirada a la nulidad de su esclava. Ella siente que no es nada, una nada que ha sido objeto de la elección gratuita de Dios, que ha hecho en ella grandes cosas, porque solo Él es grande, poderoso, santo. Es una invitación clara a no mirar ni alabarla a ella, sino a mirar y alabar a Dios: lo que ella ha llegado a ser, de una grandeza excepcional, es obra de Dios. Y prosigue. Pensemos en el valor de esta jovencita que, en espera de un hijo, se atreve a hacer sobre sí misma una profecía a la que nadie se habría aventurado: «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones». De no haber tenido la luz de Isabel, la única que estaba presente, uno pensaría que aquello era el desvarío de una mujer enloquecida. En cambio, a dos mil años de distancia, nosotros somos testigos de que esta profecía se ha realizado y se realiza continuamente, con un aumento impresionante. La segunda parte del Magníficat tiene un desarrollo totalmente distinto. La humildísima María, reflexionando sobre el comportamiento de Dios, usa un lenguaje casi violento: los soberbios y sus proyectos se reducen a nada; los poderosos son derribados de sus tronos y los ricos se precipitan en la miseria. En compensación son ensalzados los humildes, y los hambrientos son colmados de bienes. Se proclama ya la revolución del sermón de la montaña, la proclamación de las bienaventuranzas. Es una revolución totalmente nueva respecto a los cánticos del Antiguo Testamento (pienso en Débora, en María, la hermana de Moisés, en Judit), en los que se exaltaba a Dios por victorias militares. En la tercera parte, María se identifica con su pueblo, el pueblo de la alianza, depositario de la gran promesa. Cita en particular a Abrahán, el primer elegido, de quien ella se siente hija. Dios le había jurado: «Por ti serán bendecidas todas las naciones de la tierra» (Gén 12,3). María ve realizadas en sí todas las promesas hechas por Dios a Israel por medio de los padres, pero encaminadas a la salvación de toda la humanidad. El pasado es reevocado en vista del futuro; Israel fue suscitado para ser depositario de las promesas divinas y se ha desarrollado en vista de la llegada del Mesías. Ahora ha terminado esta misión, porque se ha realizado en María. De ella provienen el Mesías mismo y el nuevo pueblo de Dios. Reflexiones Sobre María – La humildad no es nunca contraria a la verdad. María es consciente de la grandeza a la que ha sido elevada, así como del hecho de que, personalmente, no tiene nada de qué vanagloriarse: todo es don de Dios, y a Él solo se ha de alabar. Es la única vez en que María habla extensamente; tal vez quiera enseñarnos que es muy importante hablar con Dios, adorarlo, darle gracias y referir a Él todo lo bueno que tenemos. Sobre nosotros – Las plegarias bíblicas son oraciones y escuela de oración: aprendamos a hacerlas nuestras expresándonos con plegarias espontáneas, inspiradas en conceptos bíblicos. Unámonos al coro de todas las generaciones que alaban a María; pero sin detenernos en María: a través de ella se llega siempre a Dios. «Per Mariam ad Jesum»: a través de María se llega a Jesús. Por eso el centro y el culto de todos los santuarios marianos no es nunca María, sino Jesús eucarístico. «E Octavo día Cómo sufre un justo l nacimiento de Jesucristo fue así: María, su madre, estaba desposada con José, y, antes de que vivieran juntos, se encontró encinta por virtud del Espíritu Santo. José, su marido, que era un hombre justo y no quería denunciarla, decidió dejarla en secreto. Estaba pensando en esto, cuando un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: “José, hijo de David, no tengas ningún reparo en recibir en tu casa a María, tu mujer, pues el hijo que ha concebido viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”» (Mt 1,18-21). Notemos la meticulosidad con que Mateo nos narra estos hechos. Es muy importante saber con exactitud cómo se desarrollaron las cosas, no para satisfacer nuestro interés histórico que, como ya hemos dicho, rebasa las intenciones de los evangelistas, sino para ratificar dos verdades de fundamental importancia salvífica: que Jesús es verdaderamente Hijo de Dios, concebido por obra del Espíritu Santo, como nos relata Lucas en la página de la anunciación, y el verdadero Mesías prometido, en quien se han realizado todas las profecías. En particular: que debía ser un descendiente de David y que sería concebido por una virgen. Estos son los fines que se propone Mateo, por lo que parte de un hecho que es cada vez más evidente después de los tres meses que María ha pasado en casa de Isabel: José se da cuenta de que su mujer está encinta. ¡Qué días tan dramáticos, de dudas atroces, debe haber pasado este joven esposo! Hombre justo, deseaba celebrar un santo matrimonio conforme a la ley de Moisés; lo había contraído con la certeza de haber encontrado a la esposa ideal: una muchacha que conocía desde el nacimiento (lo mismo sucedía con todos en aquel pequeño pueblo), por la que sentía una estima y un afecto inmensos, tales como para excluir de modo absoluto que se encontraba ante una traición; si hubiera pensado esto, su deber habría sido denunciar a su mujer como infiel. Quizá sus padres y los amigos ya se congratulaban con él por el futuro hijo; pero a José le atormenta algo que no le deja vivir en paz y que crece de semana en semana junto con una dolorosísima decisión. Nos asombra el silencio de María; pero si reflexionamos sobre su personalidad, sobre su modo de comportarse, no nos debería sorprender y entenderíamos que su silencio le sugirió el comportamiento más razonable que podía adoptarse en aquella ocasión. También ella debe haber sufrido un dolor tremendo. Leía en el rostro de su esposo, cada vez más marcados, la duda, el sufrimiento y la incertidumbre sobre lo que había que hacer, pero estaba convencida de que no le correspondía a ella intervenir. Lo que había sucedido en ella era extraordinario y la actuación más grande del plan divino. Revelarlo y hacerlo comprender no era deber suyo; un hecho tan extraordinario pertenecía al Padre que le había enviado el ángel, al Hijo que llevaba en su seno y al Espíritu que la había fecundado. Por eso calla y espera cuando callar y esperar son las dos cosas que más cuestan. Admiramos el silencio de María, pero el silencio de Dios nos desconcierta. Con Isabel había bastado el sonido de la voz de María para que el Espíritu le revelase todo. ¡Cuánto habrá sufrido José por el silencio de María! Pero, ¡cuánto habrá sufrido también María por el silencio de Dios! Poco a poco José va madurando la decisión más dolorosa de todas: está convencido de que se halla ante un misterio, un hecho más grande que él. Es mejor romper con todo. Decide dar a su esposa el libelo de repudio de la forma más delicada posible, «en secreto», como dice Mateo (bastaba la presencia de dos testigos). Entonces a un hombre le resultaba muy fácil repudiar a su mujer con cualquier pretexto. El libelo de repudio era considerado una garantía para la mujer, que así podía casarse de nuevo. Solo entonces, cuando José había llegado a tomar esta decisión en medio de tanto sufrimiento, llega el ángel para revelarle la verdad. Seamos sinceros; nosotros nos preguntaríamos: ¿por qué Dios no ha mandado antes al ángel? ¿Por qué ha permitido que sufrieran tanto aquellos esposos, amados y predilectos? Creo que eran los mismos motivos por los que el Padre exigió al Hijo el sacrificio de la cruz. Los caminos del Señor no son nuestros caminos. El Señor nospide que hagamos su voluntad, no nos pide que comprendamos sus motivos, con frecuencia superiores a nuestras facultades terrenas. En este punto podemos comprender la dicha de José. «No tengas ningún reparo en recibir en tu casa a María, tu mujer», le ha dicho el ángel. Ya no sentía ningún temor: acudiría tan rápidamente como le permitieran sus fuerzas donde María para decirle que ahora sabía todo, que todo estaba claro; se apresuraría a fijar el día de las nupcias solemnes; después de tanto temor por tener que renunciar a su amadísima esposa, ahora tenía la certeza de que no se separaría nunca de ella. También para la Virgen sería el fin de una pesadilla, y daría gracias a Dios, que había premiado así su confianza, su abandono. Pero estas son solo consideraciones personales, humanas. Lo que comprendió José era muy diferente. Comprendió que su esposa era nada menos que la Madre de Dios; que él era el afortunado descendiente de David por medio del cual se realizarían las profecías mesiánicas; que su matrimonio con María era algo completamente distinto de lo que se imaginaba: Dios le confiaba precisamente a él a las personas más queridas y preciosas que existieron jamás: Jesús y María. Comprendió y aceptó con gratitud su rol, del que se habría sentido absolutamente indigno. Aquí debemos descubrir verdaderamente el plan de Dios con relación a la figura de José. Nos ocuparemos de ello en la próxima reflexión. Como conclusión, nos limitaremos a hacer notar que la profecía de Isaías, «una virgen concebirá», recibe la explicación exacta solo en Mateo. A menudo las profecías del Antiguo Testamento contienen acentos velados que solo se aclaran en el momento de la realización. Tampoco en este caso resultaba clara la expresión. El mismo término usado por Isaías, almah, podía indicar una muchacha o una joven esposa. Solo con la extraordinaria maternidad de María y la referencia de Mateo comprendemos su sentido exacto: una virgen. Reflexiones Sobre María – La maternidad divina no la libró del sufrimiento. Tal vez, la duda de José y la incertidumbre sobre sus decisiones constituyeran su gran sufrimiento; pero mucho más grandes y continuas serán las futuras. Con razón nos hace notar santa Teresa de Ávila que el Señor envía más cruces a los que más ama. Su elección no le dio tampoco a la Virgen una comprensión de los planes de Dios que la preservase de dudas, incertidumbres e interrogantes sin respuesta. Sobre nosotros – Con frecuencia el camino de nuestra vida sigue un curso del todo distinto de nuestras previsiones. José es para nosotros un gran modelo de disponibilidad. El Señor no está obligado a darnos explicaciones sobre su comportamiento; Él busca al que hace su voluntad, aunque a menudo no nos dice ni hace comprender sus motivos. Unas veces nos exige una intervención activa; otras veces nos pide un abandono confiado. Tener paciencia, callar, esperar son virtudes que generalmente nos cuestan bastante más que actuar. «N Noveno día Esposos felices unidos por Dios o tengas ningún reparo en recibir en tu casa a María, tu mujer»: era el deseo más grande de José, que en medio de aquel sufrimiento personal sobre todo temía el tener que renunciar a su mujer. Despejada felizmente toda duda, solo faltaba proceder a las nupcias solemnes, o sea, a la introducción de la esposa en la nueva casa, que el esposo había ido preparando mientras tanto. También los pobres, para aquella ocasión única en la vida, con la ayuda de sus parientes, ponían el mayor cuidado para solemnizar al máximo la fiesta. Es fácil pensar que también las nupcias de José y María tuvieran carácter festivo, con la numerosa presencia de parientes y amigos, alegradas por músicas y cantos, durante siete días, como solía hacerse entonces. Pero entre los dos esposos existía un secreto que solo conocían ellos: la presencia del Hijo de Dios, el que los había unido y para quien vivirían. Por ello José no podía ignorar la sacralidad del gesto de introducir a María, la nueva y auténtica arca de Dios, en su casa. Es muy fácil, habida cuenta del conocimiento que todos los hebreos tienen de la Biblia, que pensara en el texto sagrado: «David reunió en Jerusalén a todo Israel para trasladar el arca del Señor… David ordenó a los jefes de los levitas que dispusieran a sus hermanos los cantores con todos los instrumentos musicales de acompañamiento, arpas, cítaras y címbalos, e hicieron resonar bellas melodías en señal de regocijo» (1Crón 15,3ss). Pero esto no bastaba. Había que ocuparse de otro asunto que nos hace comprender la grandeza de José por el rol que Dios le había confiado y que él aceptó con entusiasmo. También él quizá dijera, consciente de su poquedad, las palabras de David y de Isabel sobre el arca de la alianza y a la verdadera arca de Dios: «¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor y el Señor mismo vengan a mi casa?». Y comenzaría a darse cuenta de los motivos que le hacían entender su rol. Un motivo seguro por el que él había sido elegido, motivo repetido por el ángel en el anuncio a María y por el ángel que se le había aparecido en sueños: él era un hijo de David, un miembro de la casa de David; por medio de él, en virtud de su matrimonio con María, el Mesías cumpliría la profecía de pertenecer a la familia de David. A nosotros tal vez nos parezca poco; habríamos preferido que fuera María la que perteneciese al linaje davídico. En cambio no fue así. Debemos tener en cuenta que a menudo las profecías mesiánicas son genéricas y que Dios las realiza con gran libertad. Desde el principio, cuando el profeta Natán promete a David una casa estable (cf 2Sam 7,16), es natural pensar en una dinastía real de tiempo indeterminado. En cambio la dinastía davídica terminó con la deportación en Babilonia. A la vuelta del exilio, el único personaje importante, entre los descendientes de David, es Zorobabel; pero vivió cerca de quinientos años antes de Cristo. Después la estirpe de David no volvió a tener ninguna importancia política, y las palabras de Natán fueron interpretadas cada vez más en sentido mesiánico. Dios las realizó con el matrimonio entre María y José. Pero José entendió también algo mucho más importante: comprendió quién era su esposa y el niño que había concebido. María era la mujer tan esperada, profetizada en el Génesis; la virgen que alumbraba, preanunciada por Isaías como un signo de salvación; el hijo, concebido por obra del Espíritu Santo, era el mismo Hijo de Dios y Dios como el Padre. Comprendió que el silencio de María había tenido un doble fin: salvaguardar el secreto sobre la identidad de aquel niño, secreto que Jesús mismo irá revelando poco a poco, con mucha discreción; y el no revelar su identidad personal de Madre de Dios. Creo que es este el momento en que José reflexionó seriamente sobre sí mismo, comprendiendo lo que Dios esperaba de él al confiarle a Jesús y María. Si antes tenía una estima a María como para excluir a toda costa su infidelidad, después esta estima se transformó en auténtica veneración: José es el auténtico, gran y primer devoto de María santísima. Pero hay más. En los primeros siglos del cristianismo la figura de José era más estudiada y conocida que hoy. Pienso, por ejemplo, en el gran arco cubierto de mosaicos de Santa María la Mayor en Roma, que se remonta al año 432, en recuerdo del hecho de que el año anterior, en Éfeso, María había sido proclamada Madre de Dios. Observando las diversas escenas, vemos que José destaca en cuatro de ellas: es visto como el jefe de la sagrada familia y de la Iglesia, representante del obispo, testigo y custodio de la virginidad de María, protector y educador de Jesús. Respecto a Jesús mismo, el secreto que guarda José en su corazón, junto con María, es la identidad divina de aquel hijo. Pero es también la misión de aquel niño, que el ángel le había revelado con las palabras: «Le pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Aquí tenemos delineado el cometido por el que el Hijo de Dios se hizo hombre: para salvar, redimirdel pecado y reabrir así las puertas del cielo. Precisamente él, José, sería el formador, el educador, en el aspecto humano, del Hijo de Dios, para prepararlo para su misión. En este punto no es difícil comprender el «sí» gozoso de José, no menos gozoso que el fiat de María, al rol que le asignaba el Padre. Su matrimonio sería distinto de lo que él creía y se proponía, pero era inmensamente más grande. Cuando Dios llama a una misión extraordinaria, siempre exige renunciar a los proyectos y visiones humanas. Así obró con Abrahán, cuando le invitó a dejar su casa y su tierra y partir, sin decirle adónde lo llevaría. Así también con los profetas (basta pensar en Amós), que solo pensaban en continuar el humilde trabajo de sus padres; lo mismo hizo con los apóstoles, invitándoles a dejarlo todo para seguirlo. Y así sigue obrando con todo aquel a quien llama a una dedicación total a Él. Cuando, el 8 de diciembre de 1870, Pío IX proclamó a san José «patrono de la Iglesia universal», a muchos les pareció que invocaba a un protector más en el momento en que estaba para desaparecer el poder temporal de los papas. En cambio se trataba del reconocimiento de un dato evangélico: confiando a José la persona de Jesús, Dios le confió también su cuerpo místico, la Iglesia. Reflexiones Sobre María – Su confianza, su abandono en Dios tuvieron plena recompensa, si bien tras muchos dolores. Desde aquel momento María cuenta con la ayuda de alguien de la máxima confianza, que compartirá con ella las alegrías y las penas, como ya comparte con él los secretos de su identidad y de la de Jesús. Las relaciones entre María y José, desde el momento en que su unión había sido querida por Dios en función total de Jesús, eran de extremo respeto y colaboración; no existían las relaciones conyugales corrientes, pero había un amor verdadero, ese amor que no está en los sentidos. Sobre nosotros – La disponibilidad a los planes de Dios, expresados por nuestras dotes y por las circunstancias, a menudo puede inducirnos a renunciar a proyectos y metas. El plan de Dios sobre cada uno de nosotros es siempre un plan de salvación: con tal que cumplamos la voluntad de Dios, nuestra vida en todo caso será un éxito. Y además de la ayuda de María invoquemos la ayuda de José, sintiéndonos confiados a él como miembros del cuerpo místico. «P Décimo día Belén, la casa del pan or aquellos días salió un decreto de César Augusto para que se empadronara todo el mundo». Así nos introduce Lucas, en 2,1, en el gran evento de la Natividad. Dios se sirve de las causas segundas, que a nosotros nos parecen completamente accidentales, para llevar a cabo sus designios. El profeta Miqueas había profetizado que el Mesías nacería en Belén, y el Señor se sirvió de esta circunstancia para que Jesús naciera precisamente allí. Belén, que significa «casa del pan» (reparemos en la referencia eucarística), era una aldea situada a siete kilómetros de Jerusalén; ahora es una pequeña ciudad en constante crecimiento, por lo que casi está unida a la gran ciudad. En la Biblia encontramos mencionada varias veces a Belén. De allí salió Noemí con sus dos hijos casados, que murieron sin dejar herederos. Entonces Noemí volvió a su casa natal, acompañada por una de las nueras, la moabita Rut. El relato bíblico, en el libro que debe su nombre a Rut, nos refiere con admiración la gran opción de esta extranjera. Invitada por Noemí a volver a su casa, como la otra nuera, Rut hizo una elección arriesgada y de fe: «Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios» (Rut 1,16). Se casará con Booz y merecerá formar parte de la genealogía del Mesías, convirtiéndose en la bisabuela de David. En Belén David será ungido rey por Samuel, cuando aún reinaba Saúl, en presencia de sus hermanos. Son grandes acontecimientos para un pueblo tan pequeño. Pero el acontecimiento más grande, que hará a Belén conocida en el mundo, será el nacimiento de Jesús. Con ocasión del censo, José se hace acompañar por María. Notemos que las mujeres no estaban obligadas a inscribir su nombre; quizá José no quisiera separarse de María en la proximidad del parto, o tal vez quería hacer inscribir a María en el censo, entre los componentes de la familia de David, para que también el niño figurara entre los miembros de tal familia. «No encontraron sitio en la posada» (Lc 2,7). Creo que la elección provisional de los santos progenitores fue dictada por la conveniencia, teniendo en cuenta el evento que estaba para cumplirse en María. Seguramente los habrían acogido los parientes, tan hospitalarios entre los hebreos. Pero las casas constaban de una sola habitación, donde se tendían alfombras por la noche para descansar todos juntos. No era la mejor solución. En la caravanera había habitaciones tranquilas, pero de pago, y por consiguiente no idóneas para los pobres; se podían cobijar bajo el porticado, junto con todos los demás, pero tampoco esta solución era satisfactoria. Era preferible una gruta aislada, donde los pastores y el ganado se albergaban en ciertas ocasiones. Era un privilegio pobre, pero discreto, tranquilo. Y aquí es donde nace Jesús, según nosotros como un chabolista. Y sin embargo, ¡cuánta majestad a su alrededor! Aun hoy, contemplando Belén desde el «campo de los pastores», especialmente a la hora de la puesta del sol o de noche, uno se queda encantado ante el paisaje rodeado de colinas, la vegetación y el cielo tersísimo. Sobre todo, Jesús era acogido por los dos corazones más puros del mundo. Los bizantinos expresan todo esto con una bella plegaria natalicia: «¿Qué te ofreceremos, oh Cristo, por haber aparecido en la tierra como hombre? Cada criatura creada por ti te ofrece su reconocimiento: los ángeles, el canto; los cielos, una estrella; los magos, los dones; los pastores, su admiración; la tierra, una gruta; el desierto, un pesebre. Pero nosotros te ofrecemos por madre a la Virgen María». San Francisco, con su gran sensibilidad, quiso reproducir al natural la escena de la Natividad; así difundió los belenes que en los días de Navidad contemplamos en las iglesias, en las casas, con frecuencia en las mismas plazas, en los caminos y en los escaparates de las tiendas. Nosotros repetimos con confianza, en medio de las preocupaciones que nos angustian, las consoladoras palabras de Isaías: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado» (Is 9,5): el Hijo de Dios. María brilla más que nunca en Navidad por su máxima elevación: Madre de Dios. En el evangelio no leemos nunca esta expresión, pero María es considerada y llamada continuamente «madre de Jesús» y se dice claramente que Jesús es Dios. Por lo tanto, cuando los primeros escritores cristianos usaron el término Theotokos (engendradora de Dios) no encontraron ninguna oposición. Fue Nestorio el que se opuso a este título porque había incurrido en un error cristológico: creía que en Jesús había dos personas, la divina y la humana, por lo que María era solo madre de la persona humana de Cristo, madre únicamente de un hombre. Surgió la polémica que determinó el concilio de Éfeso en el año 431. La preocupación del Concilio fue principalmente cristológica: definió que en Jesús hay una sola persona, la persona del Verbo, que, encarnándose en María, asoció la naturaleza humana a la divina. Por consiguiente María es verdadera Madre de Dios, ya que su hijo es realmente Dios. Para no incurrir en errores es importante comprender debidamente esta verdad. Nunca se ha pretendido hacer de María una diosa; ella sigue siendo siempre una humilde criatura como nosotros, que ha tenido necesidad de ser redimida en Cristo. Y tampoco ese título significa que Dios necesite una madre que le transmita la divinidad. El título de «Madre de Dios» es un título cristológico: significa que Jesús, nacido de María, es verdadero Dios. Con tal título se afirma que Jesús es Dios desde el primer instante de su concepción. Por ello María es verdaderamente madre de un hijo que es Dios. Por ello la proclamamos con razón «Madre de Dios». Para los católicos estos conceptos resultanclaros. Pero debemos saber expresarlos también con exactitud, para responder a las eventuales objeciones. Añadiremos que tampoco los ortodoxos y los protestantes tienen dudas sobre los dos grandes dogmas marianos definidos desde la antigüedad, anteriores a cualquier escisión: María, Madre de Dios, y María siempre virgen. Las dificultades, especialmente para algunas confesiones de la Reforma protestante, se refieren a los dos últimos dogmas marianos de promulgación más reciente, la Inmaculada Concepción y la Asunción. Respecto a estas verdades tienen posiciones diversificadas; varias confesiones las proponen como posibilidad en la que uno puede creer o no. Pero quizá la dificultad mayor procede de otros títulos marianos que nosotros atribuimos a la Virgen, y del culto que la tributamos. Reflexiones Sobre María – El día del nacimiento de Jesús fue ciertamente uno de los días más gozosos de su vida, por lo que no sintió las molestias de la precaria situación. La grandeza de María, Madre de Dios, no restó nada a su humildad, a su costumbre de atribuir todo al don gratuito de Dios. Por eso ella se nos ofrece más que nunca con su materna atracción. Sobre nosotros – Pensemos en la alegría de la Navidad con sentido religioso para dar gracias al Padre, adorar al Hijo y abrirnos a la iluminación del Espíritu Santo. Podemos reflexionar sobre la acogida que dispensamos a un Dios hecho hombre. Es importante saber ver la humildad de su venida para comprender que ha venido para salvar y redimir. Cuando vuelva en el esplendor de la gloria, vendrá para juzgar y dar a cada uno lo que se merezca. Confiémonos a la Madre de Dios para que nos haga conocer cada vez más al Hijo de Dios e hijo suyo. D Undécimo día La fe de los más pequeños ios prefiere decididamente a los pequeños, los pobres, las personas que según la mentalidad humana no cuentan. Era justo que el primer anuncio del nacimiento del Mesías se le hiciera al pueblo hebreo, y este es uno de los significados principales de todo el episodio. Pero después se nos revelan los gustos de Dios en la elección de los primogénitos. Los pastores no gozaban entonces de buena fama, a pesar de la importancia que tenía el pastoreo en la economía de Israel. Baste pensar que no podían ser elegidos jueces ni dar testimonio en los tribunales. Diríamos que no tenían plenos derechos civiles. Y precisamente a ellos Dios les hace la revelación angélica con estas palabras: «Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo. En la ciudad de David os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales acostado en un pesebre» (Lc 2,10-12). Isaías ya había profetizado, entre las señales mesiánicas, que el evangelio sería anunciado a los pobres. Aquí tenemos la primera realización de ello. Y es que los pobres están siempre dispuestos a creer y a moverse. La señal de reconocimiento es bastante significativa, no es genérica, como podría parecernos a nosotros. Además de indicar la pobreza humana de aquel niño, ayuda a encontrarlo. Incluso en las familias más pobres, cuando una madre esperaba un hijo, se preparaba una canasta, una cuna donde ponerlo. El hecho de que un niño fuera colocado en un pesebre quería decir no solo que era pobre, sino que pertenecía a gente de tránsito. Llegados a Belén, no resultaría difícil informarse si había una mujer que estuviera de paso próxima a la maternidad y conseguir indicaciones sobre su paradero. Los pastores ven y creen. Ven a un pequeño dando vagidos y creen que aquel es el Mesías prometido. Felices por ello, son los primeros que se convierten en pregoneros de Cristo, anunciando la buena nueva de que ha nacido el Salvador. Dicen con sencillez cuanto han oído a los ángeles y lo que han visto, sin temor ni respeto humano; no se plantean el problema de si los creerán o se mofarán de ellos, les basta dar testimonio de los hechos. Y por ellos conocemos el estupendo canto angélico: «Gloria a Dios en lo más alto de los cielos y paz en la tierra a los hombres que él ama» (Lc 2,14); en nuestra liturgia no dejará de repetirse ese canto, ni tampoco se olvidará a los pastores en las representaciones del pesebre. Las palabras angélicas parecen casi programáticas; son ya un compendio de la obra de Cristo, que viene para dar gloria a Dios y paz a los hombres. Dos objetivos intensos y estrechamente unidos: solo dando gloria a Dios y observando sus leyes puede haber paz en el corazón de cada hombre y en la sociedad humana. Cuando los hombres reconozcan a Dios por Padre, se darán cuenta de que son hermanos y vivirán como tales. El episodio de la visita de los pastores termina con una frase un poco misteriosa, que Lucas repite también como conclusión del hallazgo de un Jesús de doce años en el templo. Parece querernos decir que el corazón de María es el cofre que conserva aquellos recuerdos: «María, por su parte, guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). Se nos comunica una meditación sapiencial que María hace de los diversos episodios de la vida de su hijo; pero parece precisamente que el evangelista quisiera revelarnos la fuente de sus informaciones. No olvidemos que Lucas, al comienzo de su evangelio, afirma que escribe los acontecimientos «según nos los han enseñado los mismos que desde el principio fueron testigos oculares» (1,2) de ellos, e insiste sobre esto añadiendo que se ha decidido a escribir «después de haber investigado cuidadosamente todo desde los orígenes» (1,3). Queremos insistir sobre estos pasos, porque es muy importante conocer la fuente de información de san Lucas, no solo con relación al episodio de los pastores, sino respecto a toda aquella parte de su libro conocida como «evangelio de la infancia», o sea, respecto a cuanto hemos dicho. El recuerdo de los testigos oculares (no se contentó con testimonios indirectos) y de la investigación desde los orígenes da razón a los Padres y exegetas, que opinan que la fuente de información de Lucas fue la Virgen misma. Prefiero resumir, a este propósito, lo que escribe un biblista contemporáneo, Aristide Serra, profesor de la Pontificia Universidad Marianum, el cual afirma: Dentro de la primera comunidad apostólica, María era la única «testigo ocular» de la encarnación y de los años de la vida privada de Jesús; mientras que eran muchos los testigos de su vida pública. Pentecostés habilitó a todos, no solo a comprender a fondo, sino a «testimoniar» lo que habían visto y oído, aunque no todos estuvieran llamados a «evangelizar». Además María demuestra, en el Magníficat, que es plenamente consciente de las grandes cosas que Dios había obrado en ella. Le incumbía, por tanto, la obligación, tan inculcada por el Antiguo Testamento, de hacer conocer de una generación a otra las grandes obras de Dios. Con estas premisas no parece posible imaginar que la Virgen permaneciera callada, replegada sobre sí misma, celosa de los misterios divinos de que había sido protagonista. Es lógico suponer, en cambio, que volcase sobre la Iglesia los tesoros que guardaba en su corazón y que no le pertenecían. Por ello es justo imaginar a María siempre pronta a «testimoniar» los hechos a los apóstoles y a aquellos que, para enseñar o escribir, recurrían a ella como a la única fuente segura. Sabemos que Lucas formaba parte de ellos. No debería sorprendernos el que, después de todo lo que Lucas ha escrito sobre la Virgen, una tradición lo considerara como «el pintor de María». En varias iglesias se veneran imágenes marianas que se precian del título de «Virgen de san Lucas». Se trata siempre de iconos del tipo llamado «odigitria» (la que indica el camino). Los más antiguos se remontan al siglo VI, y los más famosos, a los siglos XII-XIII. Está claro que no son obra de san Lucas, que solo fue «pintor» de María en cuanto escritor de los hechos principales de su vida. Reflexiones Sobre María – Es la primera que nombran los pastores cuando se acercan a la gruta. Parece que ya es ella la que presenta a Jesús, iniciando