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pelotones. Los oficiales de reserva se enfundaban en sus uniformes, que ofrecían todas las molestias de los trajes largamente olvidados. Con el vientre oprimido por la correa y el revólver al costado, caminaban en busca del ferrocarril que había de conducirlos al punto de concentración. Uno de sus hijos llevaba el sable oculto en una funda de tela. La mujer, apoyada en su brazo, triste y orgullosa al mismo tiempo, dirigía con amoroso susurro sus últimas recomendaciones. Circulaban con toda velocidad tranvías, automóviles y fiacres. Nunca se habían visto en las calles de París tantos vehículos. Y, sin embargo, los que necesitaban uno llamaban en vano a los conductores. Nadie quería servir a los civiles. Todos los medios de transporte eran para los militares; todas las carreras terminaban en las estaciones de ferrocarril. Los pesados camiones de la Intendencia, llenos de sacos, eran saludados por el entusiasmo general: «¡Viva el Ejército!» Los soldados en traje de mecánica que iban tendidos en la cúspide de la pirámide rodante contestaban a la aclamación moviendo los brazos y profiriendo gritos que nadie llegaba a entender. La fraternidad había creado una tolerancia nunca vista. Se empujaba la muchedumbre, guardando en sus encuentros una buena educación inalterable. Chocaban los vehículos, y cuando los conductores, a impulsos de la costumbre, iban a injuriarse, intervenía el gentío y acababan por darse las manos. «¡Viva Francia!» Los transeúntes que escapaban de entre las ruedas de los automóviles reían, increpando bondadosamente al chófer: «¡Matar a un francés que va en busca de su regimiento!» Y el conductor contestaba: «Yo también partiré dentro de unas horas. Este es mi último viaje». Los tranvías y ómnibus funcionaban con creciente irregularidad así como avanzaba la noche. Muchos empleados habían abandonado sus puestos para decir adiós a la familia y tomar el tren. Toda la vida de París se concentraba en media docena de ríos humanos que iban a desembocar en las estaciones. Desnoyers y Argensola se encontraron en un café del bulevar cerca de la medianoche. Los dos estaban fatigados por las emociones del día, con la depresión nerviosa que sigue a los espectáculos ruidosos y violentos. Necesitaban descansar. La guerra era un hecho, y después de esta certidumbre, no sentían ansiedad por adquirir noticias nuevas. La permanencia en el café les resultó intolerable. En la atmósfera ardiente y cargada de humo, los consumidores cantaban y gritaban, agitando pequeñas banderas. Todos los himnos pasados y presentes eran entonados a coro, con acompañamiento de copas y platillos. El público, algo cosmopolita, revistaba las naciones de Europa para saludarlas con sus rugidos de entusiasmo. Todas, absolutamente todas, iban a estar al lado de Francia. «¡Viva!... ¡Viva!» Un matrimonio viejo ocupaba una mesa junto a los dos amigos. Eran rentistas de vida ordenada y mediocre, que tal vez no recordaba en toda su existencia haber estado despiertos a tales horas. Arrastrados por el entusiasmo, habían descendido al bulevar para ver la guerra más de cerca. El idioma extranjero que empleaban los vecinos dio al marido una alta idea de su importancia. -¿Ustedes creen que Inglaterra marchará con nosotros? Argensola sabía tanto como él; pero contestó con autoridad: