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303 ANDRÉS TORRES QUEIRUGA EL LENGUAJE RELIGIOSO: DESMITOLOGIZACIÓN Y CAMBIO CULTURAL En este artículo se tratarán dos temas complementarios: el suscitado por el programa de la desmitologización defendido por el escriturista protestante Rudolf Bultmann y el más profundo y totalizante que na- ce de la magnitud del cambio causado por la entrada de la Moderni- dad. A linguaxe relixiosa: demitologixacion e cambio cultural, Encrucillada 198 (2016) 245-256. LA ALERTA DE LA DESMITOLOGIZACIÓN La necesidad del cambio “No se puede usar la luz eléc- trica y el aparato de radio o em- plear en la enfermedad los moder- nos medios clínicos y medicinales, y al mismo tiempo creer en el mun- do de espíritus y milagros del Nue- vo Testamento”. Esta frase no fue escrita por uno de los nuevos ateos, sino por uno de los grandes exegetas cris- tianos, el alemán Rudolf Bult- mann, en el año 48 del siglo pasa- do. No lo escribió para atacar la fe cristiana sino para defender su vi- vencia, llamando a una urgente y necesaria actualización en el mo- do de comprender la fe. Fue lo que él llamó el problema de la “desmi- tologización”. No es necesario es- tar de acuerdo en todo con él, in- fluido por un fuerte radicalismo exegético y por un claro reduccio- nismo teológico, para poder com- prender la seriedad del desafío, la justicia de su llamada. En el prólogo de la traducción francesa de su libro sobre Jesús, Paul Ricoeur señaló los límites, pero también los méritos irrenun- ciables. Hace una distinción fun- damental entre dos niveles. Cuan- do su lectura invade los dominios de la ciencia confiriendo valor científico a la cosmología primiti- va de la cultura bíblica, el mito de- be ser “pura y simplemente elimi- nado”. Pero el mito es “algo distinto de una explicación del mundo, de la historia y del desti- no; el mito expresa en términos de mundo, o más bien de ultra-mundo o segundo mundo, la comprensión que el ser humano tiene de sí mis- mo en relación con el fundamento y con el límite de su existencia”. Por eso, lo que verdaderamente de- be hacerse es interpretar su inten- 304 Andrés Torres Queiruga ción genuina, eliminando las expli- caciones objetivantes, y buscando en cambio lo que revela acerca del sentido último de la existencia. Enfrentados pues a la envoltu- ra mítica en la que en ocasiones viene presentado en el Nuevo Tes- tamento, es preciso tomar muy en serio la necesidad de una traduc- ción que vaya al fondo de lo que allí se nos revela. Nada sería más opuesto a esto que una banaliza- ción que, sin un estudio serio, se quedara en un barniz superficial. Bien sea despreciándolo todo, o bien limitándose a una acomoda- ción puramente formal, como la de aquel locutor radiofónico que pre- tendiendo “modernizar” el mensa- je de la Ascensión, describió a Cristo como “el divino astronau- ta”. La seriedad del desafío El ejemplo muestra, en efecto, cómo la urgencia de la reinterpre- tación en la comprensión y expre- sión de la fe enlaza con el enorme cambio cultural que desde la en- trada de la Modernidad ha sacudi- do las raíces más hondas del pen- samiento y de la expresión de la experiencia cristiana. Porque resulta evidente que la descripción neotestamentaria no encaja en la nueva visión de un mundo que no tiene arriba y aba- jo, que no se divide en lo terrenal (imperfecto, mutable y corrupto) como opuesto a lo celestial (impo- luto, circular, perfecto y divino). Por esto, como en la anécdota, in- tentar forzar el encaje mediante un superficial afeite lingüístico lleva al absurdo y, lo que es peor, con- firma la acusación, tan extendida, de que la religión pertenece irre- mediablemente al pasado. Y no se trata de un caso aisla- do, sino que el problema afecta profundamente al marco mismo de las formulaciones en que se expre- san las grandes verdades de nues- tra fe. ¿Quién, a la vista de los da- tos proporcionados por la historia humana y la evolución biológica, es capaz de pensar hoy el comien- zo de la humanidad a partir de una pareja perfecta, en un paraíso sin fieras y sin hambre, sin enferme- dades y sin muerte? Más grave aún: ¿quién, siendo incapaz como toda persona normal de golpear a un niño para castigar una ofensa de su padre, puede creer en un ”dios” que durante milenios esta- ría castigando a miles de millones de hombres y mujeres, solo porque “sus primeros padres” desobede- cieron comiendo una fruta prohi- bida? Esto puede parecer una carica- tura y es una realidad. Y la enu- meración podría continuar en asuntos, si cabe, más graves. Así, por ejemplo, se continúa hablando con demasiada facilidad de un “dios” que castigaría por toda una eternidad y con tormentos infini- tos culpas de seres tan pequeños y frágiles como, en definitiva, so- mos todos los seres humanos. O que exige la muerte de su Hijo pa- El lenguaje religioso: desmitologización y cambio cultural 305 ra perdonar nuestros pecados; y grandes teólogos, desde Karl Barth a Jürgen Moltmann y Hans von Baltasar, no se recatan de ha- cer afirmaciones que recuerdan demasiado aquellas teologías que hablaban de la cruz como un cas- tigo que Dios descargó sobre Je- sús por la “ira” que tenía reserva- da para nosotros. Bien sabemos que bajo estas expresiones late una profunda ex- periencia religiosa, y que, con es- fuerzo y buena voluntad, resulta posible llegar a entenderlas de una manera más o menos correcta. Pe- ro sería pastoral y teológicamente suicida no ver que el mensaje que de verdad llega a la gente normal es el sugerido por el significado di- recto de esas expresiones, puesto que el significado de las palabras corresponde al contexto cultural en que son pronunciadas y recibi- das. Por otra parte, se incurre en lo que alguien llamó con acierto una “traición semántica”, que acaba ha- ciendo inútil e incluso contradic- torio el recurso a procedimientos hermenéuticos o refinamientos teológicos, para lograr una signi- ficación actual, pretendiendo al mismo tiempo conservar palabras y expresiones que son solidarias del contexto anterior. O se renue- va la estructura o el resultado solo puede ser catastrófico. Sería lamentable que, por cul- pa de ciertas exageraciones de Bultmann y ciertos alambicamien- tos teológicos, se descuidase su grito de alerta. Piénsese que, por mucho que lo diga el libro de Jo- sué, ninguno de nosotros es capaz de creer que el sol se mueve alre- dedor de la tierra; y que si a nues- tro lado alguien cae por un ataque epiléptico, podamos creer que fue por causa del demonio, aunque así lo pensasen en tiempo de Jesús. Afirmar eso no implica en mo- do alguno negar el contenido reli- gioso ni el valor simbólico de esas narraciones (Bultmann habla de “significado existencial”). Lo que se cuestiona no es el significado, sino la aptitud de aquellas expre- siones para vehicularlo en el nue- vo contexto. Digámoslo con un ejemplo concreto: la creación del hombre en el capítulo 2 del Génesis sigue conservando todo su valor religio- so y toda su fuerza existencial pa- ra una lectura que trate de ver ahí una relación íntima y amorosa de Dios con el hombre y la mujer, a diferencia de la que mantiene con las demás criaturas. Pero para verlo así, resultó in- dispensable traspasar la letra de las expresiones. Por el contrario, si se persiste en querer ver en estos tex- tos, de evidente carácter mítico, una explicación científica del fun- cionamiento real del proceso evo- lutivo de la vida, se convierte todo en un auténtico disparate. De he- cho, sabemos muy bien que, du- rante casi un siglo en este caso con- creto, la fidelidad a la letra se convirtió en una terrible fábrica de ateísmo. 306 Andrés Torres Queiruga Pero reducir el problema a la desmitologización sería minimi- zarlo, porque su necesidad se en- marca en un proceso más amplio y profundo de cambio de paradig- ma cultural que modifica profun- damente la función del lenguaje. Eso implica la urgencia de una re- modelación y re-traduccióndel conjunto de conceptos y expresio- nes en que culturalmente se encar- na la fe. La hondura y trascendencia de la mutación cultural La afirmación es grave y com- prometida. Implica para el cristia- nismo una reconfiguración profun- da de los hábitos mentales, de los usos lingüísticos y de las pautas piadosas. Basta pensar que la in- mensa mayoría de los conceptos y buena parte de las expresiones en que nos llegó verbalizada la fe –en la piedad y la liturgia, en la predi- cación y en la teología– pertene- cen a un contexto cultural anterior a la Ilustración. Tienen por tanto sus raíces vitales en el mundo bí- blico, fueron reconfiguradas cul- turalmente durante los cinco o seis primeros siglos de nuestra era y re- cibieron su formulación más esta- ble a lo largo de la Edad Media. Posteriormente hubo actualizacio- nes, pero éstas -sobre todo en el catolicismo- tuvieron por lo gene- ral un marcado carácter restaura- cionista (neo-tomismo y reacción antimodernista). La situación se agravó más to- davía por el hecho de que el cam- bio moderno no se produjo por una evolución pacífica, sino como una transición violenta. La caída de la cosmovisión antigua produjo la sensación de haber sido engañados, de que había que reconstruirlo to- do de nuevo. Las reacciones fue- ron excesivas muchas veces, pero marcaban una tarea ineludible: la cultura, y consiguientemente la re- ligión, no podían seguir hablando el mismo lenguaje. No era posible continuar con lecturas literales de la Biblia ni con una concepción ahistórica del dogma. Para la teología la tarea apare- cía inmensa, y no pueden extra- ñarnos reacciones defensivas de estilo restauracionista. El resulta- do se traduce en un atraso históri- co que agrava la situación. Afor- tunadamente el Vaticano II con su aggiornamento reconoció la ne- cesidad de renovación y abrió las puertas para emprenderla. Aún así, el peso de las dificultades en- contradas frenó de nuevo muchas iniciativas. Por fortuna, aunque a corto o medio plazo no cabe espe- rar soluciones suficientemente sa- tisfactorias, el nuevo pontificado de Francisco retoma con vigor evangélico el camino mostrado por el Vaticano II. LA MODERNIDAD COMO CAMBIO DE PARADIGMA CULTURAL El lenguaje religioso: desmitologización y cambio cultural 307 La posibilidad de cambio Por esto, hoy estaría fuera de lugar una actitud resignada y pesi- mista, cuando pensamos en los pro- fundos cambios ocurridos, sobre todo a partir del Concilio, cuando se está atento a los procesos de fondo en la vida eclesial y cuando se palpa la acogida cordial y la ilu- sionada esperanza suscitada por el nuevo Papa. Aunque queda mucho por hacer, la percepción profunda de esta mutación fundamental y la necesidad de proseguirla constitu- yen ya una fuerte presencia en el ambiente general. Las resistencias son fuertes, in- cluso por parte de personalidades eclesiásticas, que deberían ser las primeras en apuntarse a la renova- ción. Pero la misma extrañeza que produce su inconsecuencia –tan fieles al magisterio papal cuando discurría conforme a su ideología religiosa– y, por otro lado, la mo- vilización eclesial que se está ge- nerando en los ambientes más sa- nos del cristianismo, muestran que estas resistencias perdieron prota- gonismo y tienen en contra el vien- to del Espíritu Santo. Por dos ra- zones fundamentales: porque la percepción del desajuste obliga a la claridad, y porque la nueva si- tuación trae consigo posibilidades solo desde ella perceptibles y rea- lizables. La magnitud del cambio per- mite ver mejor la magnitud del pro- blema: Justamente la mutación cul- tural que nos impide tomar a la letra el relato de la Ascensión es la misma que nos permite liberar de su esclavitud el significado perma- nente de su significado profundo. La imposibilidad de ver el relato como una ascensión material nos da libertad para buscar su inten- ción auténticamente religiosa. No es una operación fácil, cier- tamente, puesto que entre la forma y el contenido no se trata de una relación extrínseca, como la del cuerpo y el vestido. El significado no existe jamás en “estado puro”, sino siempre traducido de una for- ma concreta: no leer la Ascensión como un subir en la atmósfera, sig- nifica necesariamente estarla le- yendo en el marco de otra interpre- tación. Con todo, resulta posible la distinción, y resulta muy impor- tante comprenderlo, pues única- mente desde ahí nace la legitimi- dad del cambio y la libertad para emprenderlo. Podemos aclararlo con un ejemplo, tomando como referente el agua y su figura, en lugar del cuerpo y su vestido. No existe nun- ca la posibilidad de tener la figura del agua en estado puro: siempre tendrá la forma del recipiente que la contiene. Si no nos gusta una fi- gura, podemos cambiarla, pero so- lo al precio de sustituirla por otra: la que impone el nuevo recipiente. Con todo, distinguimos bien entre el agua y sus figuras; y compren- demos que se puede cambiar de re- cipiente sin que por ello deba cam- biar necesariamente la identidad del agua. Desde luego, en todo trasvase existe siempre el peligro 308 Andrés Torres Queiruga de pérdidas y derrames, pero si no queremos que el agua se estanque y se pudra, la alternativa no reside en conservarla siempre en el mis- mo sitio, sino en procurar que el traslado resulte íntegro, sin dismi- nución del contenido. Con las limitaciones de todo ejemplo, algo parecido sucede con la fe y sus expresiones. La fe no existe en estado puro, sino siempre en el seno de una interpretación determinada. Pero si ha de vivir en la historia, no puede quedar estan- cada en un tiempo determinado, sino que debe traspasarlos todos, adaptándose a sus necesidades y aprovechando sus posibilidades. Lo cual implica, a su vez, libertad y modestia. Modestia, porque pa- rece claro que ninguna época pue- de pretender que su interpretación es única o definitiva, ni si quiera la mejor: nuestras actualizaciones son siempre provisionales. Pero li- bertad también, porque, precisa- mente por esto, cada época tiene derecho a su interpretación. Los caminos del cambio Esto es tan serio que quiebra la sacralización de cualquier confi- guración expresiva de la fe, inclui- da la primera, y no digamos la me- dieval. Ni siquiera en la Escritura está la experiencia cristiana en es- tado puro, sino traducida a los es- quemas culturales de su tiempo y a las “teologías” de los diversos autores o comunidades: el mismo Jesús hablaba y pensaba dentro de su marco temporal, que no es ni puede ser el nuestro. Este hecho ya se hizo notar en los mismos orí- genes. No resulta difícil compren- der la magnitud de la transforma- ción que supuso traducir no solo a la lengua sino también a la cultura griega, cargada de intelectualismo filosófico, el mensaje evangélico, formulado en arameo y nacido en una mentalidad simbólica o deci- didamente funcional. En la actualidad la revolución exegética, rompiendo la cárcel fundamentalista del literalismo bí- blico y la renovación patrística, haciendo ver la historicidad del dogma y la amplia marcha del plu- ralismo teológico, puso al descu- bierto de manera irreversible la apertura intrínseca de la compren- sión de la fe. A pesar de las pro- fundas resistencias restauracionis- tas se han abierto grandes posibi- lidades no solo para la ruptura de esquemas obsoletos, sino también para la consecución de nuevas fór- mulas y expresiones. La floración de la teología postconciliar, im- previsible pocos años antes, de- muestra que la fecundidad de la Palabra sigue viva, capaz de fe- cundar el futuro. Inicialmente, el cambio exigi- do por la nueva cultura no resultó fácil y provocó una de las crisis más graves en la historia del cris- tianismo. Afrontarla supuso un enorme coraje. Por eso nunca agra- deceremos bastante el aire fresco que gracias a ella entró en la Igle- sia. Lo que se nos pide, por estric- ta fidelidad al dinamismo de la fe, Ellenguaje religioso: desmitologización y cambio cultural 309 es trabajar en el logro de una inter- pretación y de su correspondiente lenguaje que, rompiendo los mol- des culturales que ya no son nues- tros, hagan transparente el sentido originario para los hombres y mu- jeres de hoy. La nueva situación no se limi- ta a arrojar claridad sobre el pro- blema, sino que ofrece también nuevas posibilidades para afron- tarlo. La misma conciencia de la necesidad del cambio supone ya una ayuda enorme, porque convo- ca a utilizar todos los recursos de la hermenéutica moderna. La nueva cultura no solo ofre- ce el instrumento formal de la her- menéutica, como instrumento para una interpretación renovada de lo recibido, sino que ofrece algo aca- so más importante: al abrir cam- pos inéditos a la comprensión hu- mana, amplía el espacio del intellectus fidei (comprensión de la fe) y aumenta los recursos para expresarlo y hacerlo accesible a la sensibilidad actual. Piénsese, por ejemplo, en las brechas que en la incomprensión ambiental del fenómeno religioso abrieron teologías como la de la esperanza, la política y la de la li- beración, gracias a que supieron aprovechar los medios ofrecidos por el análisis social. Y, en otro sentido, cabe valorar también la ayuda que nos viene desde la cien- cia psicológica en un campo tan sensible e importante como el de la moral que, cada vez más cons- ciente de su autonomía, tiene ante sí la delicada tarea de clarificar su verdadera relación con la teología y, en definitiva, con la religión. En general, cabe valorar cada vez más el hecho de que el autén- tico progreso cultural, lejos de ser una amenaza para la fe, constituye un fuerte enriquecimiento. La his- toria nos muestra claramente que una alianza crítica con aquella par- te de la cultura que busca lo ver- daderamente humano (y por eso mismo “divino”) fue siempre be- neficiosa para las iglesias: piénse- se, por ejemplo, en la tolerancia, la democracia o la justicia social. En una palabra, si ante la cues- tión estructural el lenguaje religio- so ha de buscar su renovación acu- diendo sobre todo a los recursos de la tradición bíblica, del diálogo de las religiones y de la experien- cia religiosa e incluso mística, en lo que concierne al desafío cultu- ral son precisamente las ciencias humanas las que han de ser apro- vechadas. Y no cabe duda de que una apertura generosa y una utili- zación al mismo tiempo crítica y valiente ofrece muchas posibilida- des para seguir afrontando la difí- cil pero irrenunciable tarea de la retraducción del cristianismo que postula nuestra situación actual. Tradujo y condensó: JOAQUIM PONS ZANOTTI