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Barco a la deriva (TERCER LUGAR EN EL IV PREMIO DE LITERATURA RAFAEL MARIA BARALT, MARACAIBO, VENEZUELA, 2016). POR: JOSÉ GREGORIO PARADA RAMIREZ. Grandes siguen siendo los misterios de mar. Por arriba parece una sábana azul en los días en que sol no es arropado por las nubes. Por debajo es una caja de Pandora, un recóndito y vasto espacio tan desconocido por los humanos que nos son más familiares los que consideramos lejanos intersticios lunares o rincones siderales. Sobre esa sábana azul flotan navíos que llevan un rumbo definido. Son tantos que parecen estrellas fulgurantes en la infinita bóveda celeste. En ese sereno concierto van las naves hacia su propio norte acomodadas como las notas, por breves o largas que sean, en un pentagrama que contiene la maravillosa creación de un oda al progreso. Unas se desplazan más rápido que otras, van al ritmo de sus posibilidades, al paso que imprime la fuerza de sus motores. Avanzan. Su empuje y su ahínco por alcanzar la meta no tienen comparación. Las hay de gran y de pequeño calado; de todos colores y formas; con banderas unicolores o multicolores; modernas o tradicionales. En buena medida lucen majestuosos los perforadores, los portacontenedores, aerodeslizadores, traineras, remolcadores, rompehielos, petroleros, lanchas, yates, casas flotantes, transbordadores, hidrópteros, buques trasatlánticos, pesqueros, cargueros, portaviones, incluso canoas y botes que por modestos no dejan de estar bien calafeteados y lucir el nombre de una mujer. Estos últimos, al carecer de motores se valen de la fuerza del remo para ir adonde deben ir, aunque su brújula sean las estrellas. De entre ese enjambre relucía majestuosa una nave que parecía haberse quedado en el tiempo porque era la única que viajaba a merced del viento y mostraba su velamen desplegado aunque la calma del mar no se veía perturbada por la acción de los vientos. Era un cuatro mástiles que desde lejos daba la impresión de haberse filtrado en el tiempo y salido de alguna refriega de finales del siglo XVIII. Parecía un fantasma, un regresado del mundo de los muertos que lucía ropa de difunto desenterrado para reacomodar sus restos en otra tumba. Las velas estaban desgarradas con lo cual ni los vientos más favorables hubieran podido arrastrar la embarcación. Las que en un tiempo habían sido níveas y resistentes velas ahora eran jirones manchados que parecían las tiras de incontables banderas que adornaban toda la arboladura. La cubierta era testigo de un jolgorio tal que no dejaba adivinar la razón de tanto escándalo. Gentes de todos colores se divertían a sus anchas en un festín en el que no faltaba el licor y las viandas. Las pipas de ron se abrían una tras otra como si proviniera del agua del mar y ésta fuera destilada y produjera tan embriagadora y celestial bebida. Las mesas rebozaban de platos que nadie osaba mirar. Tal cual alebrestada mujer se pasaba de vez en cuando para degustar con fingida finura y sin intentar mancharse los dedos con los exquisitos manjares que allí se exhibían más en una muestra de apego desenfrenado a la etiqueta que al verdadero interés por apreciar las excelentes muestras salidas de la mano prodigiosa de un chef reputado. A los presentes les importaba mucho más el buen ron añejo, los efluvios de un güisqui importado y su diluida magnificencia en cubos de hielos que pierden rápido su forma bajo la inclemencia del sol o, si se cansan de las inagotables fuentes de las doradas bebidas salidas de la destilación, entonces se entregarán al refrescante mar de la cerveza de la que el barco tiene ingentes reservas. La estruendosa música no impedía que los convidados se entendieran al menos a gritos en una batalla campal por superar el ruido que salía de los altoparlantes que inundaban con sus estridencias cada espacio de la extensa cubierta. La ebriedad había dominado a casi todos por lo que podía entenderse que el desenfreno había ganado terreno en esos seres despreocupados que apenas tenían fuerza para repetir el coro de algunas canciones trasnochadas que alimentaban más las bajas pasiones que cualquier sentimiento noble. Las palabras soeces que en tiempos de cordura ya se dejaban colar con frecuencia en la boca del propio capitán eran las invitadas de honor entre la multitud de invitados, como si fueran el código para identificarse con la oficialidad del barco porque entre ellos las buenas costumbres habían desaparecido hacía largo tiempo. El primer oficial de cubierta dejaba salir eructos en competencia con el oficial de máquinas, los demás oficiales les emulaban, todos aplaudían, seguían las mujeres borrachas mostrando sus nalgas y largando vientos para intentar ayudar a inflar las velas que rogaban las caricias del elemento que hacía mover la nave. Los allegados reían, tiraban vasos al piso o lanzaban botellas al mar procurando de manera insensata ganar la heroica gesta de tirarlas lo más lejos posible. Como el vino no era bien apreciado entre los presentes, las mejores reservas iban a estrellarse también en las calmadas aguas para hundirse acto seguido en las profundidades de donde serán rescatadas en las postrimerías de los tiempos por los arqueólogos del futuro. El champán era sólo parte de un juego para lanzar espuma. Después estaban los sirvientes y los grumetes que servían, limpiaban y aplaudían también para no ser indiferentes antes las risotadas de los que les dejaban caer sus migajas salidas de bolsillos repletos, porque los convidados a cubierta eran ciertamente gente poderosa y rica. El festín no difería en nada del que realizaban los piratas en los tiempos en que las Antillas se vieron convulsionadas por esta degenerada clase de villanos que sembraron el terror en las aguas que separaban a Europa y África de América. Es cierto que ninguno de los presentes tenía un parche en sus ojos ni piernas de palo ni que había un loro repitiendo lo que escupía el capitán. Pero a falta de papagayo toda una horda de ignorantes parecía complaciente con las sandeces que el capitán se antojaba decir para lo cual el jolgorio cesaba y todo el barco ─incluidos los niveles más bajos, las bodegas y demás espacios ─era invadidos por la voz del magnánimo capitán cuyas órdenes eran más la manifestación de sus deseos que verdaderas directrices para conducir el barco. Era el pirata mayor, al que todos adulaban y aplaudían para ganarse las dádivas que él lanzaba al aire y que por leyes naturales se estrellaban en el suelo para que sobre ellas cayera la lluvia de aduladores para disputarse las pepitas de ese oro que eran más un espejismo que otra cosa. El gran pirata y los suyos se reían al ver a los gallos de pelea disputarse el maíz que los alimentaba… Yo no estaba allí. No podía decir que las circunstancias me lo hubieran impedido sino mis principios. Estaba en los niveles de abajo. Es menester admitir que en el barco, según como se movieran las piezas, podía haber mucha movilidad. Unos bajaban, otros subían. Esto obedecía a factores muy precisos que colidían con lo que el sentido común dictaba. Adular los desmanes de los de cubierta era muy bien visto y a cambio, de vez cuando, la bondad del gran pirata-capitán tocaba los corazones de sus aduladores con bagatelas que daban risa y pases gratis para una estancia de algunas horas entre los de cubierta. Otros, menos zafios que esta triste categoría de pasajeros que vegetaban esperando un turno que nunca llegaba, buscaban abrirse campo y llegar por cualquier medio incluso los más sórdidos hasta las proximidades de la cubierta y de ser posible colarse entre los más honorables que rodeaban al mandamás. Eran tantos los zalameros allí presentes que en la algarabía sobresalían las Odas a la Adulancia como así bauticé a las lisonjeras canciones y consignas para honrar al capitán y que se repetían a diario en los altoparlantes del barco. Los esforzados del barco,a los que les quedaría mejor el calificativo de forzados, no hacían otra cosa sino repetir su trabajo casi mecánicamente porque las ganas ya se les habían esfumado pues la paga era un vale sinónimo de sobrevivencia y una carta de alabanza al desánimo. Con celeridad se conocieron límites insospechados de vagancia y abandono. Era mejor no hacer nada. De arriba caían de vez en cuando las dádivas. “¡Nadie se muere de hambre!” era la consigna que la voz de gran capitán dejaba oír cada mañana, cada tarde, cada noche en los sempiternos y maratónicos discursos que ofrecía a toda la tripulación y equipaje de la nave. Entre los ocupantes, un reducido grupo había sido confinado al nivel más bajo de la nave. Allí no llegaba ni la luz del sol. Las escasas bombillas que alumbraban el lugar fallaban con gran frecuencia porque el flujo eléctrico era cortado para alimentar las necesidades de cubierta. La única luz de esos seres era la que llevaban en sus mentes y en sus corazones. Habían sido maestros en diversas artes. Repartir el saber había su oficio. Ahora no valían nada, eran bacterias peligrosas de las que se cuidaban los de cubierta. De allí el muro de contención representado por los aduladores. Allá abajo estaba yo, confinado en la oscuridad en compañía de otros tantos con los que lavaba platos, lustraba pisos, pulía maderas, limpiaba baños y camarotes, tendía camas, destapaba cañerías, etc. en un incesante ejercicio que no conocía fin porque unos hacíamos y otros deshacían inmisericordemente sin que sospecháramos que el tiempo pasaba y nos poníamos viejos. Eso había preferido yo para evitar que me hubieran encerrado como a tantos que terminaron en los espacios más recónditos del barco. Tan bien disimulados estaban debajo de las bodegas, donde reinaban las alimañas y un calor atroz, que cuando el barco era revisado por comisionados marítimos internacionales todo parecía más o menos normal. Ni para abrir la boca… Los que intentaron hacerlo terminaron junto a los más osados como bocado de los tiburones. La vida en el barco parecía la expresión de la perfecta felicidad. Arriba se quedaban los comisionados todo el tiempo que quisieran, invitados por las jerarquías del navío. Disfrutaban a sus anchas de los festines cuyo escándalo y sobras recibíamos los de abajo. Luego se marchaban y repartían informes en los que se decía que todo estaba en regla y que nuestro navío no representaba ningún peligro y que en él las normas se cumplían como las de los más avanzados. Señalaban tal cual deficiencia que al fin de cuentas no era de su incumbencia y así las cosas quedaban hasta una nueva revisión. El pirata-capitán tomaba los micrófonos, agradecía la visita con condecoraciones y, una vez marchados, despotricaba de los visitantes entrometidos que se creían con derecho de irrumpir en la paz de quienes poblaban su navío “símbolo de la paz y unión de los pueblos” y una larga lista de apósitos que eran más habladuría que verdad. Al término del discurso todos asentían de mil maneras y la mejor de las traducciones de condescendencia ante la siempre improvisada, descabellada y desacertada participación de la primera cabeza del barco podía ser la palabra AMÉN aunque en las bodegas no hubiera granos para llenar las cacerolas. Cuando algún clamor se dejaba sentir, las dádivas eran desperdigadas acompañadas por los compases de los altoparlantes con repetitivas consignas como “¡ahora tenemos Barco!”, “¡Este barco es de todos!”, “El corazón de mi Barco”. Las mismas consignas eran desplegadas en afiches con la figura del Capitán-pirata en los espacios más inusitados del navío. Al cerrar la puerta de los retretes allí estaba el Hombre. Al acostarnos en nuestros camarotes, debajo de la cama del compañero ─que era nuestro techo─ el saludo altivo del Hombre nos perseguía. En la sala del teatro donde se presentaban obras en alabanza a las buenas acciones de los ocupantes de cubierta, un afiche monumental del gran líder servía de cortina para la salida de los actores. Estaba en las cajetillas de fósforos, en los pasamanos, en los adornos, en las cerámicas, en todos lados, incluso en nuestras conciencias y en nuestras pesadillas. Alguna noche creí vomitarlo después de que el barco se tambaleó por causa de una de esas tormentas que venían de vez en cuando en los días en que el fondo del barco mermaba la producción de la mágica sustancia de cuya venta vivíamos los habitantes del barco. Era la gallina de los huevos de oro. Ningún esfuerzo se hacía por innovar o producir otra cosa. Bastaba con abrir el chorro mágico y de allí comían los de arriba. Lo que ellos defecaban servía de alimento a los de más abajo y finalmente las migajas quedaban para los del fondo. Sé que es una manera escatológica de presentar nuestra pirámide pero así era porque seres pensantes como los olvidados debajo de las bodegas, que por cierto no muy llenas estaban, hubieran creído que una distribución equitativa de las riquezas hubiera sido la clave para que todos viviéramos mejor y con dignidad. Las cosas no continuarían así por mucho tiempo. Las miradas, por más discretas que fueran, delataban descontento en más de uno. Yo aprendí a tener prudencia y a desconfiar de todos. Heriberto se afanaba como yo para que el piso luciera lo más brillante posible. Cuando pasaba la horda de adulantes y dejaban la huella de sus porquerías, me miraba buscando aprobación en mis ojos ante sus signos de inconformidad. En un principio resulté ser bastante indiferente, pero poco a poco descubrí que Heriberto era un espíritu rebelde como pocos de los que quedaban en el barco. Los demás estaban aturdidos, dormidos, zombificados por tanto vómito que salía de los altoparlantes. Lo veía entretenerse con sus poemas. Nadie osaba hurgar en la vida de los demás para evitar complicaciones por eso yo no había descubierto la gema que había en el corazón de ese hombre. Era de una pureza grande y de una rebeldía que no había conocido sino en los tiempos en que en el barco se hablaba menos de libertad y se ejercía más ese derecho, tiempos de mayor dignidad y de mejores posibilidades que fueron enterradas por discursos trasnochados que paradójicamente portaban esas banderas. Tiempo ha que había ocurrido lo inesperado. Un discurso bonito, un señalamiento de lo que se había hecho mal en otros tiempos y de lo que se haría mejor, flechas en direcciones de los que amedrentaban los derechos elementales de los seres humanos y paremos de contar las tantas tonterías que dijo el candidato a capitán… Todos caímos en la magia de su discurso barato. Habíamos olvidado que años atrás el ahora capitán se había amotinado y había querido tomar por la fuerza el control del barco. Y por olvidadizos que éramos, el que vendió la imagen de mesías salvador del navío vino a convertirse en pirata que nos robó hasta los sueños. Los versos de Heriberto aunque celosamente bien guardados me fueron ofrecidos para la fecha de mi cumpleaños. Resultaban ser oscuros pero de un mordaz verbo que no podían ser calificados de otro modo sino de sediciosos. El poeta se explayó en sus ideas y a la moda de nuestros viejos alumnos que se confesaban con sus maestros me hizo conocer sus intenciones. Estaba dispuesto a tomar una decisión radical, ya no aguantaba esa historia de trapear y trapear como si su cerebro no tuviera neuronas para hacer otra cosa. ¿Trapeaba acaso por mantenerse con vida? ¿No era la suya una elección apenas diferente de la de los demás que no trapeaban sino aplaudían al mandamás y les iba mejor? Me repetía que al menos no había vendido su conciencia. Que aún no le habían arrebatado sus pensamientos; que éstos eran todo el capital que él tenía. Heriberto confesaba sus principios con mesura, con altura, con inteligencia. Sabía que yo me había enrolado en el barco como médico en los tiempos en que mi profesión tenía prestigio y eracompensada con una paga decente. Las cosas habían cambiado mucho para mí y para los otros que habíamos pasado parte de nuestra existencia en centros de alta formación. Ahora no valíamos nada, éramos el hazmerreír de los piratas que ponderaban al grandulón que había sido nombrado capitán por consenso y ahora se había instalado porque el virus del poder lo había carcomido. Las intenciones de Heriberto eran claras: quería ganar voluntades para constituir un grupo que sirviera de contrapeso al despotismo del pirata y los suyos. No pretendía ninguna mágica ascensión en las esferas de poder del navío pero estaba dispuesto asumir las consecuencias que sus acciones pudieran acarrear. Quería contar con mi apoyo y le estiré mi mano en señal de aprobación y de alianza. En cubierta seguía el alboroto día y noche. El frenesí de los allí presentes rozaba con el paroxismo. El desfile de los invitados foráneos parecía un rosario con cuentas infinitas. Barbudos, lampiños, blancos, negros, indios, mestizos, altos, bajos… Todos eran bienvenidos, todos disfrutaban del botín. Comían, bebían, aplaudían, lustraban el ego del capitán y se marchaban con sus sacos llenos de dádivas que ordenaba obsequiar el “capitán generoso” como llegó a ser conocido en todos los océanos el mismo que era parco y medido con los suyos. Una vez al año las compuertas de acceso a cubierta eran abiertas. Era la fiesta del “Barco para todos”: pan y circo como les gustaba a los de abajo. Y si no les gustaba era una de esas raras oportunidades que tenían para ver algo diferente. Nadie desembolsillaba un ochavo, la fiesta corría por orden y cuenta del magnánimo porque, según él, “también el simple tripulante y el más nimio de los grumetes debía disfrutar de la renta que la mágica sustancia del navío producía”. La entrada era inaugurada con bagatelas del color de la ropa de capitán que ya no era blanco porque hasta el color del buque había cambiado para que hiciera juego con sus camisas chillonas. Cada quien recibía pues minucias que encasquetaba acto seguido con orgullo, profería un grito y recibía su jarra de cerveza. La estridencia de la música era tal que sólo gritos, bastante primitivos por cierto, salían de las desaforadas gargantas de los concurrentes. Todos parecían, no obstante, entenderse. Yo los observaba desde la proa como para tener la sensación de ser por instantes la excepción en medio de tanta banalidad. Heriberto hacía lo propio unas veces desde popa (solía repetirse que los últimos serían los primeros) y otras repartido entre estribor y babor intentando pescar algún “despierto” para su causa. Su prudencia conoció frutos y pronto un puñado de hombres manifestó abierto interés por las primeras ideas que de la boca del poeta brotaban. Cuando el reloj sonaba las doce de la noche de ese día de desenfreno para el populacho del barco, el hechizo desaparecía. Nadie lo notaba. Todos regresaban al redil con sus provisiones de alcohol bien cargadas, resbalándose en el vómito y demás excreciones de los impertinentes borrachos que ya habían emprendido el retorno a su realidad. Al siguiente día vendría el acostumbrado discurso en el que se hablaría de la suprema felicidad de la tripulación del “Barco entre los barcos”, modelo que deberían copiar los otros navíos tan apegados a estrictas normas que sólo producían esclavitud y dependencia. El capitán-pirata no cesaba de repetir que eran modelos salvajes que olvidaban al individuo “en su más elemental esencia”; modelos al servicio de la modernidad que dejaban de lado las tradiciones vividas por los marinos durante generaciones; modelos lacayos de compañías explotadoras enemigas de los sabios principios de la igualdad, la fraternidad y la libertad. Y bla, bla, bla, decía yo para mis adentros intentando repetirme uno de los poemas de Petrarca que no había olvidado en ese encierro ni mis “lecciones de anatomía” como si con ellas me acordara de la obra del eximio pintor holandés. Durante semanas no se hacía otra cosa sino rememorar las hazañas vividas durante el día festivo. Las asambleas eran multitudinarias básicamente porque la lista de desocupados era enorme. Se los hallaba en todas partes: en los pasillos, en los tiendas, en los cafés, recostados a las escasas ventanas oscuras que estaban por encima de la línea de flotación del barco. Decir café era una manera de hablar de los establecimientos donde vendían cualquier bebida caliente cuyo nombre podía incluir un amplio abanico de posibilidades porque nunca se sabía que era lo que contenían las tazas y lo más probable es que era siempre la misma cosa con una variante: la proporción del agua. El café ─la bebida─ era producto raro, casi inexistente al que se le veía de visita gracias al comercio ilícito con otros navíos que se servían de lanchas para traer el preciado y mágico grano al cuatro mástiles del “capitán generoso”. El contrabando empezó teniendo lugar a altas horas de la noche y en espacios poco vigilados por los guardias. El asunto resultó tan oneroso que muy pronto se generaron mafias que intentaron ganar el monopolio del tráfico. Las cosas fueron complicándose cada vez más. Un buen día apareció un muerto en cubierta. La víctima, de los pisos inferiores, puso en tela de juicio los sistemas de vigilancia que en teoría debía tener esa zona restringida del barco. Leyes y más leyes se siguieron dictando para controlar ése y otros delitos, pero de igual manera la gente, los maleantes y las mafias se las arreglaron muy bien para escabullirse de tantas reglas y poder delinquir. La cosa se hizo tan frecuente ─tan común diría yo─ que la costumbre se hizo ley, lo que equivale a decir que delinquir fue la norma y ser correcto fue lo extraño, lo anormal, lo mal visto. Harto se me repetía que ser tonto no llevaba a ningún sitio, que apegarse a principios pendejos no era sino cavar su propia tumba, si es que en un barco se puede hablar de cavar y de tumbas a la vez. Desaparecían los buenos y los virtuosos tragados por los que llamábamos “avispas”, una subespecie que se desarrolló en enjambres poderosísimos que controlaban cada sector del barco. Se decían dignos seguidores del grande entre los grandes, del gran capitán, del heredero de la victoria eterna, etc. etc. Cansaban sus peroratas. Lo cierto es que ellos tenían el poder en casi todos los sectores. Los que teníamos reservas en nuestra opinión debíamos afinar nuestra prudencia para evitar el destino de los que revelaban contrariedad. Muchos habían desaparecido. Se decía que simple y llanamente habían ido a alimentar a los tiburones o a reunirse con sus ancestros que deberían estar en no sabemos qué número de paila del infierno. Se les tildaba de traidores, vende-barcos, descurtidos que detestaban el oficio del mar, cobardes… Los desconocidos pasaban al más allá sin pena ni gloria. Los más importantes estaban allá abajo, bajo las bodegas cada vez más llenas de alcohol; cada vez más carentes de alimentos. Hubo un tiempo en que una oleada masiva de “descurtidos” pidió ser admitida en otros navíos. Fueron recibidos con sumo agrado por su altísimo nivel de formación y conocimientos no sólo en los quehaceres marítimos sino en otras áreas del saber. Fueron tantos los que quisieron partir que la capitanía consideró cada punto de la situación con sumo cuidado. Si partían eran porque no querían someterse a los dictados del magnánimo, ergo eran enemigos. Era bueno dejarlos partir. ¡Festejo en grande a los que se quedaban! ¡A los valientes! ¡A los hombres y mujeres del Barco! (Otro discurso más durante horas y más tazas de café para el magnánimo provenientes de la mafia cercana al capitán-pirata). Pero no todos los que querían podían o pudieron abandonar la nave. Así me quedé yo esperando lo que nunca ocurría: un cambio de capitán. Se suponía que la Junta Marítima determinaría que al cabo del período establecido, elcapitán dejaría sus funciones y vendría otro como siempre se había hecho desde tiempos ya olvidados, pero no fue así. El capitán se lanzó en su empresa y por todos los medios acomodó su estadía en el camarote principal con miras a permanecer en él de manera indefinida. Disolvió la Junta Marítima y logró un cambio de Estatutos que le permitieron cierta continuidad a su primera capitanía. Las cosas se volvieron oscuras y ya no supimos cómo se las arregló para pegarse al timón al que daba vueltas de manera mecánica porque la brújula de la nave se averió desde su llegada y nadie tuvo interés en repararla. En su trabajo de hormiga, Heriberto ganó adeptos a su causa. Eran muchos los descontentos aunque no pareciera. El poeta quería emprender la difícil cruzada en contra del capitán-pirata. Los hombres que habían escapado a la zombificación y que se unieron a Heriberto dejaron de aplaudir durante las fiestas de cumpleaños del magnánimo, las del aniversario de su nombramiento de capitán, las que recordaban el cambio de bandera del navío o el nombre del barco. Fiestas casi todo el año durante las cuales era vetado trabajar para celebrar en grande el triunfo de la capitanía y el liderazgo de su omnipotente representante. La pacífica actitud de los adeptos que ganó Heriberto fue tolerada en un primer tiempo pero poco a poco sobraron las razones para realizar algunos arrestos preventivos. Nadie se atrevió a delatar al poeta pero tarde que temprano sabíamos que las cosas saldrían mal. Para dar supuestas muestras de transparencia, el propio capitán anunció que en concordancia con los Estatutos se llamaría a una deliberación (de las muchas que se habían hecho) para nombrar un nuevo capitán. Animado por sus seguidores, Heriberto asomó su nombre en la lista de postulantes y se dedicó con ahínco a empaparse en los gajes del oficio de la navegación. Su primer objetivo, de alcanzar la capitanía, era sin duda alguna reparar la brújula cuya aguja daba vueltas ante la mirada indolente de las primeras cabezas del navío. Se proponía también eliminar los privilegios y hacer una redistribución justa de los dineros que entraban al Barco por concepto de la venta de la sustancia mágica que de él brotaba. Anhelaba la justicia por lo que invertir la escala de valores que imperaba en el navío era urgente. Los bandidos pagarían por sus fechorías y los justos serían honrados. Finalmente pensaba invitar a los escapados para que retornaran a su navío y pusieran sus conocimientos y su trabajo al servicio de su barco primigenio. Los sueños de Heriberto siguieron siendo sueños. Mientras el poeta y los suyos hablaban con algún indeciso cada intersticio del barco era inundado con la voz del capitán que no hablaba de los avances del navío, ni de la ruta por éste seguida ni la estela dejada en alta mar. El capitán-pirata sólo hundía al poeta y lo acusaba de planes conspirativos con los comandantes de portaviones y cargueros pesados de otros océanos. Se corrieron rumores de que los tripulantes perderían sus beneficios si el capitán-pirata cesaba en sus funciones; que todos debían levantar sus manos en su apoyo de lo contrario se quedarían sin Barco y sin la protección del “generoso” cuyas muestras de bondad se hicieron elocuentes durante los días que precedieron a las deliberaciones con el reparto de dádivas de toda naturaleza. Los sondeos entre los cercanos a Heriberto daban por ganador al poeta. En cubierta se decía que el capitán se mantendría en su puesto. Cuando llegaron los días de las deliberaciones, y con ellos los invitados observadores, los partidarios de ambos lados estaban por terminar sus desiguales campañas. No se supo muy bien qué pasó pero los números no favorecieron en nada al poeta. “¡Muerte a la poesía!” gritó el capitán-pirata vitoreado nuevamente por los suyos. Más fiesta, más alcohol, más escándalo y un sinfín de invitados para la ceremonia de inicio de una nueva capitanía. A Heriberto le dieron un camarote especial y lo asignaron como jefe de los limpia-pisos en uno de los niveles por debajo de la línea de flote del navío. Ya casi no lo veía pero me consta que nunca abandonó la lucha. El capitán, envalentonado por su reciente victoria y acompañado por la fama que se había cernido sobre él por sus primitivos modales, se había lanzado a la conquista de un espacio para su grandeza y aceptación en todos los mares conocidos. Quiso hacerse un nombre gracias a una generosidad que no le costaba mucho: abrir las llaves para que el chorro de su sustancia mágica llegara a los navíos de su entorno que bien supieron aprovechar la gratuita ayuda procurada a manos llenas por el magnánimo. Sólo les tocaba hacer reverencias y decir “¡Viva el capitán generoso!”. El pirata-capitán explayaba sus dientes e hinchaba su pecho de orgullo sin darse cuenta que su barco se oxidaba lentamente. Un buen día llegaron con una orden de arresto para Heriberto. Se le acusaba de haber conformado una conspiración. Por los altoparlantes dijeron que era el líder de un motín en contra del capitán generoso. Algunas voces que se levantaron para clamar por su inocencia no fueron oídas porque los altoparlantes no dejaron espacio para que ellas tuvieran eco. Por los altavoces se dijo que las averías en el sistema de distribución de aguas y de los fallos del sistema eléctrico eran parte del plan desestabilizador de los adeptos de Heriberto y de su partido ultra literario. Luego hubo más fiesta, más alcohol y más escándalo. Yo no creía en tales tonterías. Bastaba con intentar pulir el piso para darme cuenta que las cáscaras del metal salían a granel por la acción permanente del salitre. Era claro que no se había hecho nada para evitar la corrosión y que el estado del barco empezaba a ser crítico. Algunos huecos comenzaban a hacer agua y como el asunto era de vida o muerte mandaban una comisión que, después de mil traspiés, ponía un remiendo, cobraba una comisión y partía para elaborar un informe en el que se tildaba el asunto como acción terrorista en contra de la capitanía del magnánimo y de toda la población del glorioso barco. Era claro que el asunto, así visto, era insostenible. Un buen día el barco colapsaría. Las cosas se siguieron degradando para los que vivíamos en los niveles inferiores. El acceso a cubierta más que restringido era casi imposible. Tomar el sol era un privilegio que se pagaba caro. Se generó un mercado negro para comerciar los pases que permitían la subida a esa favorecida sección. Arriba se tenía acceso a bienes y servicios escasos en los niveles inferiores, con lo que los “visitantes de la “zona A” ─como llamábamos todos a cubierta─ eran tentados por el comercio de menudencias que bajaban a la “zona Z”, el pequeño y desasistido reino de nuestro mundo casi submarino. Las carencias se multiplicaron aunque los aplausos por el capitán-pirata seguían siendo efusivos. Los altoparlantes continuaban vomitando intenciones pero nunca o casi nunca lo que se hacía en el barco, que era bien poco por cierto. El poeta siempre me decía que el camino al infierno estaba empedrado de buenas intenciones. Se llevaron nuevas peticiones para que se emprendiera con urgencia las reparaciones del navío pero parece que la solicitud se diluyó entre mil otras. Cierta noche escuché gritos provenientes de algunos camarotes vecinos. Nadie se atrevió a encender la luz ni mucho menos asomarse a la puerta con ojos de curioso. Al siguiente día nos enteramos de arrestos y de perquisiciones que no tenían mucha explicación. Los detenidos, al igual que Heriberto, serían rápidamente olvidados. Al revés de éstos, otros nombres estaban con frecuencia en boca de todos. Figuras famosas de cubierta dejaban lucir sus escándalos no sólo en el barco sino fuera de él, en lujosos yates y gigantescos paquebotes que surcaban los más exquisitos mares del planeta. Las aventuras y aquelarresde pocos eran la causa del entretenimiento de muchos. Esto parecía convenir a todos: era el circo que se promovía desde cubierta y que costaba un precio muy alto al gran navío. Pocos parecían reparar al respecto pues las pocas voces de protesta se ahogaban en las mazmorras del buque. La imprenta del barco hacía tiempo que sólo sacaba volantes con la cara del magnánimo, los vales para subir a cubierta y los libritos llamados “del buen marinero” o “del buen tripulante” que todos leían con agrado porque allí encontraban las respuestas a sus interrogantes: la pobreza existe porque hay riqueza que amasan los poderosos de otros mares; la carencia porque hay excesos; la miseria de unos es culpa de la opulencia de otros y esos otros son los malévolos y perversos propietarios e inversionistas de trasatlánticos y paquebotes de lujo que llevan en sus vientres a los contados privilegiados que gozan de las riquezas de un mundo de desigualdades. “¡Abajo los opresores millonarios!” parecía ser la frase- resumen del librito en cuestión. Era fácil entender el odio generalizado contra las compañías navieras del transporte turístico que reunía paquebotes de diversas banderas. En el mismo saco caían los propietarios de yates que eran los enemigos principales de las ideologías del magnánimo que hablaba de paz y amor aunque hubiera dilapidado una fortuna en armar con material bélico moderno el cachivache que soportaba todo nuestro peso. Después de los arrestos, las fugas empezaron a acentuarse. Movidos por el sueño de los grandes paquebotes y de una vida más digna, muchos intentaron lanzarse al mar con balsas improvisadas puesto que las salidas legales habían sido ampliamente restringidas. Yo empecé a hacerme también la idea de una fuga. Ya no podía vivir entre víboras. Pero el asunto debía ser organizado minuciosamente porque los que eran atrapados terminaban engrosando los ya hacinados espacios llamados “de reorientación”. Menos suerte corrían otros que en las supuestas operaciones de captura eran “ayudados” a sucumbir en las profundidades del mar. Así pagaban su atrevimiento de desafiar a la capitanía. Los premiados de la aventura lograban llegar a embarcaciones que les procuraban la ayuda necesaria para emprender una vida nueva. La víspera de la celebración de un aniversario más de la nueva capitanía, sin haberle transmitido mis intenciones a nadie por temor a ser delatado, decidí poner en práctica mi plan. En lugar de ir a mi camarote me acercaría lo más posible a la compuerta de acceso a la cubierta. Esa noche habría mucho movimiento allá arriba debido a los preparativos de la fiesta. En algún descuido de los centinelas aprovecharía para colarme. Ya había sustraído un par de chalecos salvavidas. Si todo me salía como previsto, me lanzaría al mar antes de la llegada de los invitados esperando que la Providencia me permitiera acercarme a los botes de rescate que de cuando en cuando se avecinaban con prudencia a nuestro bien degradado cuatro mástiles. Aguardaba pacientemente mi oportunidad de irrumpir en cubierta cuando de un rincón vi asomarse a un par de ratas que como yo, habiendo emergido de la nada, parecían también querer escabullirse para irse a mundos más prósperos y a bodegas mejor aprovisionadas. El escape nunca fue posible según yo lo había planeado. Poco a poco empezó a sentirse un bamboleo poco frecuente en esos días del año. El movimiento se acentuó a tal punto que las voces de mando empezaron a despertar de su letargo. Las primeras acciones fueron lentas. Al parecer el viento arreció hasta traer consigo cantidades ingentes de agua a cubierta. La gente de abajo empezó a concentrarse en los accesos a la zona A cuya protección se redobló para evitar el caos. La calma ya había perdido la batalla y después de una voz anónima la revuelta no se hizo esperar. Muchos se lanzaron a forzar las compuertas mientras las balas de los centinelas empezaron a producir los primeros caídos de la noche que causaron a su vez la furia de los alzados. El número terminó por imponerse. Los de cubierta querían bajar para buscar protección en la zona Z, los de abajo querían subir para respirar tal vez aires de libertad o buscar salvar su pellejo al menos de la tormenta que ya alcanzaba límites extremos. Yo me colé entre la horda de invasores que tomó la cubierta por asalto. Ya las ratas nos habían precedido y muy seguramente cuando tomamos cubierta ya habrían preferido lanzarse al agua que quedarse en el barco. Las balas habían cesado repentinamente. Los centinelas, como se dijo, también corrían para ponerse al abrigo. El caos era total. La cubierta estaba inundada y podrá entenderse que los pisos inferiores eran coladeros perfectos que dejaban entrar a borbotones el agua a la que las compuertas no podían ofrecer resistencia porque ya nadie se encargaba de ellas. Dado el estado del navío era altamente probable que él hiciera agua por todos lados como en efecto ocurría según gritaba la gente que emergía de las entrañas del barco. El timón estaba solo, ningún oficial de cubierta se presentaba para intentar estabilizar el barco. Los suboficiales apenas emitían gritos para obligar a los centinelas a mantener el orden fuera como fuera. Los centinelas se negaban a cumplir esas desesperadas y contraproducentes órdenes que estaban fuera de lugar. Del capitán-pirata no se sabía absolutamente nada. Entre varios intentamos llegar hasta los botes salvavidas para propiciar un escape esta vez totalmente improvisado en circunstancias si se quiere providenciales aunque los elementos estuvieran enfurecidos. Uno a uno fueron cayendo los mástiles sembrando el terror entre las desasistidas y aterradas gentes. El torrencial aguacero que caía sobre el barco era apenas un dulce rocío al lado de los ríos caudalosos que traían las elevadas crestas de las olas animadas por vientos casi huracanados. Cuando el primer bote estuvo listo para ser lanzado al agua una vocecita me habló desde lo más íntimo de mi conciencia. No podía ser tan egoísta al partir y dejar abandonados a su suerte a los retenidos debajo de las bodegas, a los mismos que habían intentado luchar por la libertad de todos. Así que convencí a un par de hombres para que me acompañaran y poniéndome la mano en el hombro en gesto de aprobación, decidieron bajar hasta las vísceras del barco ya casi dominadas por las aguas. No con pocos esfuerzos se produjo la liberación de los casi cadáveres vivientes que poblaban las mazmorras del barco pirata. Un nuevo ascenso en medio de la oscuridad. Al llegar al cubierta una vez más constatamos que el último bote salvavidas había sido lanzado al agua. Conforme se pudo algunos tomamos la decisión de arrojarnos al agua con la esperanza de que los chalecos salvavidas pudieran ayudarnos al menos durante unas cuantas horas. Ya el barco había tragado mucha agua y la línea de flotación había desaparecido. Los que sabíamos nadar nos alejamos todo lo que pudimos para evitar ser deglutidos por la gigantesca mole de madera que amenazaba con irse a pique de un momento a otro. Muchos eran los que, como yo, habían intentado al menos salvar su pellejo antes de que ocurriera la gran catástrofe. No era nada fácil nadar entre las aguas enfurecidas que por momentos parecían calmarse como si los instantes de sosiego quisieran ir al compás de los esporádicos relámpagos que deslumbraban la lúgubre escena. Yo apenas volteaba para percibir los brazos que se levantaban, unos para pedir auxilio, fatigados de tanto oponer resistencia al agua, otros, para impulsar los cuerpos cuya salvación dependía de la fuerza que esos remos de carne y hueso imprimían para alejarse de la embarcación. Concentrado en mis poco coordinados movimientos sentí que algo o alguien se asía fuertemente de mi pierna derecha. Desesperado, intenté zafarme de aquella traba que me impedía avanzar. Comprendí que la enterezacon que se aferraba a mi pierna correspondía a la de alguien que de alguna manera se sujetaba también a la vida. Me calmé y traté de ver qué salida daba a esa dificultad que podía incluso llevarme a la muerte. Yo no era ningún nadador experimentado por lo que fácilmente podía sucumbir ante la desesperación. Cuando cedí algunos segundos a la calma y dejé de patalear como un maniático sentí una débil voz que imploraba ayuda. Le pedí que se calmara, que me soltara la pierna porque de lo contrario ambos terminaríamos ahogándonos. Le di la mano para sostenerlo y brindarle confianza y seguridad. El desconocido pareció calmarse. Le pedí que lentamente, en la medida de sus posibilidades, nadáramos y nos alejáramos del lugar. Las pocas luces del barco terminaron por apagarse. Después de un rato de nadar en dirección opuesta al moribundo barco oímos un estruendo como si miles de bocas estuvieran tragando agua a borbotones para calmar una sed ancestral. Supusimos así que el barco se había hundido porque para entonces los relámpagos ya no herían más nuestras retinas. Afortunadamente la ayuda humanitaria no tardó en llegar para rescatar a los ingentes sobrevivientes del naufragio. Con las primeras luces de las lanchas de rescate pude ver medianamente el rostro del hombre que estaba a mi lado y que había sido mi compañía en esas últimas y conmovedoras horas. Era un barbudo y ojerudo que apenas se sostenía de la vida por inercia. Era, sin duda alguna, uno de los prisioneros del barco. Montados ya en la lancha, el barbudo se me quedó mirando envuelto en su manta. Repentinamente levantó su voz y pronunció mi nombre. ¡Era el poeta! ¡Era el poeta! Sus ojos de miel seguían tan vivos como antes aunque de su cuerpo se hubiera escapado gran parte de su vitalidad. Después de abrazarme, desvió la mirada hacia el sitio donde se había hundido nuestro barco y dijo con determinación: —¡Adiós Little Venice! ¡Mientras haya poesía habrá esperanzas!