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Promesa Rota Nicole Fox

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PROMESA ROTA
LA BRATVA VOLKOV
LIBRO 1
NICOLE FOX
ÍNDICE
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Otras Obras de Nicole Fox
Promesa Rota
1. Luka
2. Eve
3. Eve
4. Luka
5. Eve
6. Luka
7. Eve
8. Luka
9. Eve
10. Eve
11. Luka
12. Eve
13. Luka
14. Eve
15. Luka
16. Luka
17. Eve
18. Eve
19. Eve
20. Luka
21. Eve
22. Luka
23. Eve
24. Luka
25. Eve
26. Luka
27. Eve
28. Eve
29. Luka
30. Luka
Copyright © 2022 por Nicole Fox
Reservados todos los derechos.
Ninguna parte de este libro puede reproducirse de ninguna forma ni por ningún medio electrónico o
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la Bratva Zhukova
Tirano Imperfecto
Reina Imperfecta
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Cuna Destruida
Dúo Rasgado
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Encaje Rasgado
la Mafia Belluci
Ángel Depravado
Reina Depravada
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la Bratva Kovalyov
Jaula Dorada
Lágrimas doradas
la Bratva Solovev
Corona Destruída
Trono Destruído
la Bratva Vorobev
Demonio de Terciopelo
Ángel de Terciopelo
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la Bratva Romanoff
Inmaculada Decepción
Inmaculada Corrupción
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PROMESA ROTA
BRATVA VOLKOV
Es mi esposa de mentira, mi propiedad… y mi última oportunidad de
redención.
Es hermosa. Un ángel.
Yo soy peligroso. Un asesino.
Ella es mi esposa de mentira por una razón: para conseguir aniquilar la
resistencia de su padre.
Pero casarme con Eve me da mucho más de lo que esperaba.
Es apasionada, aguerrida. No acepta un no por respuesta.
Me hace creer que podría valer la pena redimirme.
Hasta que descubro el pasado que me ha estado ocultando.
Un pasado que nos amenaza.
Ahora, sé que nuestros votos matrimoniales no alcanzan.
Tengo que asegurarme de que sea mía para siempre.
Plantar un heredero en su vientre es la única forma de sellar nuestro pacto.
Al final, la Bratva siempre consigue lo que quiere.
1
LUKA
Su miedo me cosquillea la piel como un susurro. Puedo percibirlo por el
modo en que sus miradas se clavan en mí para luego alejarse, mientras las
suelas de mis zapatos de cuero chocan contra el suelo de cemento, y por la
forma en que se escabullen por la planta de producción como ratones,
dóciles e invisibles, al abrazo de las sombras. Lo disfruto.
Incluso antes de ascender en la jerarquía de mi familia, yo podía inspirar
miedo. Ser un hombre corpulento lo facilitaba. Pero ahora, con la fuerza
bruta y el poder que me respaldan, la gente se acobarda. Estas personas, los
empleados de la fábrica de refrescos, ni siquiera comprenden por qué me
temen. Más allá de mi condición de hijo del dueño, no tienen ningún motivo
concreto para temerme. Y, sin embargo, como presas en las praderas,
sienten que el león está cerca. Contemplo a cada uno de ellos mientras me
abro paso entre las cintas transportadoras llenas de botellas de plástico y
latas de aluminio en las que se bombean refrescos carbonatados que llenan
la sala de un olor dulzón y almibarado.
Reconozco sus caras, mas no sus nombres. La gente que trabaja arriba no
me preocupa o, al menos, no debería preocuparme. La fábrica de refrescos
es una fachada para el verdadero negocio. Queda bajando las escaleras y es
el que hay que proteger a toda costa. Es por eso es que estoy aquí un viernes
por la noche, husmeando en busca de ratas y de cualquiera que parezca
extraño o fuera de lugar.
La jefa de planta, una mujer hispana con una trenza a lo largo de la espalda,
da órdenes a los empleados de la planta inferior en inglés y en español,
dirigiendo su atención a donde sea necesario. No me mira ni por error.
El ruido cala en el armazón metálico del edificio, con el zumbido de las
cintas transportadoras y el rechinar de los engranajes, que hacen que los
suelos de hormigón vibren sometidos por la fuerza de las ondas sonoras. A
mucha gente le resultan abrumadoras la vista y los aromas de este sitio,
pero a mí nunca me molestaron. Uno no se convierte en subjefe de la mafia
amilanándose ante el caos.
Un grupo de empleados con polos azules se reúnen en torno a una cinta
transportadora, estiran un pliegue en la línea de producción, sacan unas
cuantas latas de aluminio y las ponen en un contenedor de reciclaje,
mientras el resto de las latas vuelven a formar una línea uniforme. El más
corpulento de los tres hombres -un calvo sin barbilla y de cara pastosa-
acciona un interruptor rojo que hace sonar una alarma, y las latas empiezan
a moverse de nuevo. Le hace un gesto de aprobación al jefe de planta.
Luego se vuelve hacia mí y endereza la palma de su mano para ofrecer un
saludo breve. Respondo arqueando una ceja. Eso hace que se ruborice y
vuelva a su trabajo.
No lo reconozco, pero no podría ser un policía. Los policías encubiertos
están más en forma de lo que él podría estar en sus sueños. Además, no
habría llamado la atención de esa manera. Lo más probable es que sea un
recién contratado, que desconoce mi posición en la empresa. Decido revisar
las nuevas contrataciones con el jefe de planta y averiguar el nombre de este
hombre.
Al llegar a la parte de atrás de la planta de producción encuentro las luces
apagadas, pues la mitad trasera de la fábrica no se utiliza durante la noche,
y busco las llaves un instante. Encuentro la indicada para abrir la puerta del
sótano. La escalera está a oscuras y, en cuanto la puerta metálica se cierra
tras de mí, quedo sumido en la oscuridad. El resto de mis sentidos se
agudiza. El estruendo de la planta de producción se vuelve un murmullo a
mis espaldas, aunque la diferencia más notoria es el olor. En lugar de la
dulzura almibarada de la fábrica, aquí hay un aroma a éter. Se parece al de
los productos químicos y me hace escocer la nariz.
—¿Eres tú, Luka? —Simon Oakley, nuestro químico jefe, no espera mi
respuesta—. Tengo una raya esperándote aquí. Mejoramos la fórmula. Es la
mejor coca que probarás en tu vida.
Deslizo una gruesa cortina al pie de la escalera y me zambullo en la
brillante luz blanca de la verdadera planta de producción. Parpadeo
mientras mi visión se adapta y descubro a Simon, solo en la mesa de metal
cercana. Otros tres hombres trabajan al fondo de la sala. Al igual que los
empleados de arriba, no alzan la vista cuando entro. Simon, sin embargo,
sonríe y señala la raya.
—No necesito probarla —declaro tajante—. Sabré si es buena o no cuando
vea cómo aumentan nuestros beneficios.
—Bueno —replica Simon—, puede llevar tiempo que se corra la voz.
Puede que no veamos un aumento de los ingresos hasta que…
—No vine aquí para charlar —me acerco por el extremo de la mesa para
pararme junto a Simon. Le llevo una cabeza de estatura y su piel es pálida
por el tiempo que pasa en el sótano—. Están corriendo rumores
desagradables entre mis hombres.
Sus cejas pobladas se arquean en señal de preocupación.
—¿Qué rumores?Sabes que los que vivimos en el sótano casi siempre
somos los últimos en enterarnos de todo —intenta reírse, pero se le pasa al
darse cuenta de que no estoy de humor.
—Rumores de deslealtad —aprieto los labios y me paso la lengua por los
dientes de arriba—. Se dice que alguien le dio la espalda a la familia.
El miedo dilata sus pupilas y sus dedos tamborilean contra el tablero
metálico de la mesa.
—¿Ves? A eso me refiero. No escuché nada de nada sobre eso.
—¿No? —tarareo pensativo y avanzo solo un paso. Puedo ver que Simon
quiere retroceder, pero se mantiene en su lugar. Lo admiro por su valentía,
aunque lo detesto por lo mismo—. Qué interesante.
La manzana de Adán se balancea en su garganta.
—¿Interesante por qué?
Antes de que pueda terminar de hablar, le agarro el cuello con una mano.
Ataco como una cobra. Aprieto su tráquea con la mano y lo empujo hacia la
pared de piedra. Escucho que los hombres del fondo se agitan y murmuran,
pero no hacen ningún ademán de ayudar a su jefe, y es porque estoy muy
por encima de Simon.
—Es interesante, Simon, porque me llegó de una fuente fiable que te
reuniste con miembros de la mafia Furino —estampo su cabeza contra la
pared. Una, dos veces—. ¿Eso es verdad?
Su rostro se ruboriza y sus ojos empiezan a sobresalir de las cuencas. Coge
mi mano buscando aire. No lo ayudo.
—¿Por qué fuiste a reunirte con otra familia a mis espaldas? ¿No te
acogimos en nuestro rebaño? ¿No te dimos una vida cómoda aquí?
Los ojos de Simon se dan vuelta y sus dedos se convierten en fideos
flácidos en mi muñeca. Son débiles y torpes. Justo antes de que su cuerpo
caiga inconsciente, lo suelto. Cae al suelo de rodillas, jadeando. Lo dejo
respirar dos veces antes de darle una patada en las costillas.
—No me reuní con ellos —gruñe. Cuando levanta la vista hacia mí, puedo
ver los primeros moratones alrededor de su cuello.
Le doy otra patada, tan fuerte que lo deja sin aire y cae de bruces, con la
frente pegada al suelo de cemento.
—Está bien —admite con la voz apagada—. Hablé con ellos. Una vez.
Le presiono las costillas con la suela del zapato, haciéndolo rodar sobre su
espalda.
—Habla más alto.
—Hablé con ellos una vez —repite, con el rostro abarrotado de lágrimas
por el dolor—. Ellos me contactaron.
—¿Y aun así no me lo notificaste?
—No sabía lo que querían —se excusa. Se sienta y se apoya en la pared.
—Razón de más para que me lo dijeras —lo agarro de la camisa, lo levanto
y lo inmovilizo contra la pared—. Los hombres que me son leales no se
reúnen con mis enemigos.
—Me ofrecieron dinero —declara y hace una mueca de dolor como
anticipando el próximo golpe—. Me ofrecieron una tajada más grande de
las ganancias. No debería haber ido, pero tengo una familia y…
Fui criado para ser observador con las personas, detectar sus debilidades y
saber cuándo me están mintiendo. Por eso, reconozco de inmediato que
Simon no me está contando toda la historia. Los Furino no se acercarían a
nuestro químico y le ofrecerían más dinero, a menos que hubiera habido
comunicación entre ellos antes. A menos que tuvieran alguna conexión de
que Simon no me está contando. Él piensa que soy un tonto. Cree que lo
perdonaré por su mujer y por su hijo, pero no conoce la profundidad de mi
apatía. Simon cree que puede apelar a mi humanidad, pero no se da cuenta
de que no me queda ninguna.
Aprieto con la mano los moratones de su cuello. Simon me agarra de la
muñeca y trata de apartarme, pero vuelvo a apretar y gozo con la sensación
de tener su vida entre mis manos. Me gusta saber que con un solo golpe en
el cuello podría romperle la tráquea y ver cómo se asfixia en el suelo. Tengo
el control absoluto.
—Una familia que estará muerta antes del amanecer, a menos que me digas
por qué te reuniste con los Furino —sentencio.
Nada deseo más que matar a Simon por traidor. Puedo averiguar la verdad
sin él, pero no me enviaron aquí para eso. Matar indiscriminadamente no
genera el tipo de miedo controlado que necesitamos para mantener a nuestra
familia en pie. Solo crea anarquía. Así que, de mala gana, dejo ir a Simon.
Una vez más, cae al suelo y jadea. Yo me alejo para no caer en la tentación
de golpearlo.
—Te lo diré —exclama con la voz aguda, como si las palabras fueran
saliendo lentamente de un globo—. Te contaré lo que sea, pero no lastimes
a mi familia.
Le hago un gesto con la cabeza para que siga hablando. Es su última
oportunidad para ser sincero. Si me miente de nuevo, lo mataré.
Simon abre la boca, pero, antes de que pueda emitir sonido, oigo un fuerte
estruendo y un grito en el piso de arriba. Justo cuando me volteo, la puerta
de arriba se abre y sé de inmediato que algo va mal. Olvidándome por
completo de Simon, agarro la mesa más cercana y la vuelco, sin
preocuparme por la posible pérdida de mercancía. Se oyen unos pasos que
bajan las escaleras y, ni bien me agacho, la habitación se llena de balas.
Veo caer a uno de los hombres del fondo de la sala, que se agarra el
estómago. Los otros dos me siguen y se esconden detrás de las mesas.
Simon se arrastra hasta tumbarse en el suelo a mi lado, con los labios
morados.
La habitación se colma con el golpeteo de las pisadas, el sonido de las balas
y los lamentos del hombre caído. Es un caos, pero mantengo la compostura.
Mi corazón no se acelera mientras tomo el teléfono, enciendo la cámara
frontal y lo elevo por encima de la mesa. Hay ocho hombros repartidos por
la habitación, con sus armas preparadas. Dos de ellos están en la base de las
escaleras. Los otros seis están repartidos en segmentos de un metro,
formando una barrera frente a las escaleras. Se supone que nadie debe salir
vivo de aquí, pero no saben quién se esconde detrás de la mesa. Si lo
supieran, saldrían corriendo.
Observo a uno de los químicos. No son soldados de nuestra familia, pero
están entrenados como cualquier otro. Tiene el arma preparada y espera que
dé la orden. Asiento con la cabeza una vez, luego dos y, a la de tres, ambos
nos giramos y disparamos.
Un hombre cae de inmediato. Mi bala le alcanzó cuello y su sangre decora
la pared como si se tratara de pintura salpicada. Disparar a un hombre es
una especie de obra de arte: toma años de entrenamiento colocar la bala en
el punto exacto. El arte debe provocar una reacción, y una bala consigue
eso. El hombre suelta el arma y se lleva la mano al cuello. Antes de que
pueda sentir demasiado dolor, le meto otra bala en la frente. Su cuerpo cae
de rodillas y, antes de que toque el suelo, le disparo a su compañero.
Estos hombres esperaban que la emboscada fuera sencilla, por eso siguen
en estado de shock y luchan por recomponerse. Eso facilita la tarea de
derribarlos para mis hombres. Otros dos caen mientras persigo a mi
segundo objetivo por la habitación, disparando una vez atrás de otra, hasta
que se agazapa detrás de una mesa y me dispongo a esperar con el arma
lista. Es una especie de juego mortal de gato y ratón, y requiere paciencia.
Su arma se asoma primero, seguida de su cabeza, que le vuelo de un
disparo. Un alarido se apaga en sus labios mientras se desangra. El líquido
rojo brota por debajo de la mesa y se extiende por el suelo.
Quedan tres hombres y se me acabaron las municiones. Guardo la pistola en
el bolsillo y saco mi navaja KA-BAR. La hoja en mi mano se siente como
una vieja amiga. Me arrastro junto a un Simon tembloroso, deseando
haberlo matado para no tener que verlo tan patético, hasta salir de detrás de
la mesa, deslizando los pies en cuclillas. Los hombres siguen vivos están
heridos y agrupados en la esquina trasera, a donde siguen llegando disparos
de mis hombres. No me ven acercarme por el lateral.
Me abalanzo sobre el primer hombre, un chico joven con el pelo castaño
cobrizo y un tatuaje en el cuello. Está medio oculto bajo el cuello de su
camisa, así que no puedo distinguirlo. Cuando mi cuchillo se clava en su
costado gira para defenderse, pero le quito la pistola de la mano con el
brazo izquierdo y lo apuñalo bajo las costillas, deslizando el cuchillo hacia
arriba. Se queda paralizado un instantey la sangre comienza a brotar de su
boca.
El hombre a su lado cae masacrado por los balazos en el pecho y el
estómago. Le quito el arma de una patada y cae al suelo, y avanzo hacia el
último atacante. Está escondido detrás de una mesa metálica, presionándose
una herida en el hombro con la palma de la mano. Intenta levantar el arma
al ver que me acerco, pero me arrodillo para deslizarme a su lado y apoyarle
el cuchillo en el cuello. Sus ojos se abren de par en par y luego se cierran de
golpe y suelta el arma.
La hoja de mi cuchillo le abraza la piel, y veo el mismo tatuaje que asoma
por debajo de su cuello. Deslizo la hoja hacia abajo, aparto su camisa, y lo
reconozco al instante.
—¿Estás con los Furino? —pregunto.
El hombre responde apretando todavía más los párpados.
—Deberías saber quién está dentro de una habitación antes de atacarla —
siseo—. Soy Luka Volkov, y podría cortarte el cuello ahora mismo.
Todo su cuerpo se estremece. La sangre de la herida de su hombro traspasa
la ropa y cae al suelo. Cada gramo de mí desea su muerte. Me siento como
un perro hambriento, desesperado por un trozo de carne. Pero la guerra no
es solo derramar sangre porque sí. Es táctica.
—Pero no lo haré —termino, retirando la hoja. El hombre parpadea con
incredulidad—. Sal de aquí y dile a tu jefe lo que ocurrió. Dile que este
ataque es una declaración de guerra, y que la familia Volkov hará honor a su
reputación despiadada.
Vacila y le atravieso la mejilla con la hoja, dibujando una fina línea de
sangre, que va desde la comisura de los labios hasta su oreja.
—¡Vete! —le grito.
El hombre se levanta con dificultad y se encamina hacia las escaleras,
dejando sangre a su paso. En cuanto se va, limpio mi cuchillo con el
dobladillo de la camisa y vuelvo a colocármelo en la cadera.
Esto no terminará bien.
2
EVE
Sostengo una bolsa de pasas de uva y otra de pasas de ciruelas a escasos
centímetros de la cara del cocinero.
—¿Ves la diferencia? —mi pregunta es retórica. Cualquier persona con ojos
puede notar la diferencia, y un cocinero, al menos uno bien entrenado,
debería ser capaz también de olerla, sentirla y percibirla.
Pero Félix arruga la frente y examina las bolsas como si se tratara de un
examen.
—¡Las pasas de uva son pequeñas, Félix! —mi grito hace que pegue un
salto, pero estoy demasiado estresada como para que me importe—. Las
ciruelas pasas son enormes, tan grandes como el puño de un bebé, y las
pasas de uva son pequeñas. Saben muy diferente, porque, para empezar, son
frutas distintas. ¿Ves el problema?
Me mira estupefacto, y me pregunto si ser segunda chef me da autoridad
para despedir a alguien. Porque este hombre tiene que irse.
—Arruinaste todo un pato asado, Félix —dejo caer las bolsas sobre la
encimera y me paso una mano por la cara cubierta de sudor. Agarro el
repasador de mi bolsillo trasero para secarme—. Tíralo y empieza de nuevo,
pero esta vez usa ciruelas pasas.
Sonríe y asiente, y me pregunto cuántas veces se habrá golpeado la cabeza
para ser tan lerdo. Le hago señas a otro cocinero para que se acerque. Se
mueve rápido, con las manos cruzadas tras la espalda a la espera de mi
orden.
—Trocea el pato y haz una ensalada confitada. Podemos mezclarlo con más
pasas, hinojo… ese tipo de cosas, para hacer que funcione.
Asiente antes de alejarse y yo vuelvo a limpiarme la frente. Al empezar mi
turno, entré en la cocina como si fuera la dueña del lugar. Por fin era la
segunda chef de Cal Higgs, el chef brillante a cargo de La Corona Flotante.
Tras graduarme de la escuela de cocina, no sabía dónde conseguiría trabajo,
o qué lugar ocuparía en la jerarquía. Por supuesto que nunca imaginé que
sería subchef tan pronto, pero aquí estoy. Y, ahora que estoy aquí, no puedo
evitar preguntarme si esto no fue algún tipo de truco. ¿Acaso Cal Cedió a
los deseos de mi padre con facilidad y me dio este trabajo porque necesitaba
un descanso de la locura?
Varios miembros del personal me aseguraron que el lavavajillas, del que,
por cierto, no consigo acordarme el nombre, lleva más de un año trabajando
en la cocina, aunque parece que esta noche se quedó atascado en modo de
cámara lenta. Lava y seca los platos segundos antes de que los cocineros los
usen y los vuelvan a sacar al comedor. Además, dos de los cocineros, que al
parecer tenían una relación, decidieron que en medio del ajetreo de la hora
de la cena sería el momento perfecto para discutir sobre la misma y
separarse. Dylan se fue furioso sin decir nada y Sarah, que debería estar
bien porque fue la que lo dejó, no quien fue dejada, está acurrucada en el
baño y llora a moco tendido. Llevo una hora llamando a la puerta cada diez
minutos, pero se niega a dejarme pasar. Cal tiene una llave, pero ha estado
encerrado en su despacho toda la noche, y no quiero ir a explicarle el
desastre que hay montado en la cocina. Así que nos las arreglamos. Aunque
sea a duras penas.
—¿Sarah? —llamo a la puerta—. Si no sales en cinco minutos, estás
despedida.
Por primera vez, el llanto se pausa.
—No puedes hacer eso.
—Sí que puedo —miento—. Te irás de aquí esta noche sin tu delantal.
Soltera y sin trabajo. Imagínate esa vergüenza.
Me siento mal echándole sal en la herida, amenazándola, pero no me
quedan opciones. Traté de consolarla y ofrecerle un poco de chocolate
negro de la despensa de postres, pero no quiso aceptarlo. Las amenazas son
mi último recurso.
Una larga pausa me hace preguntarme si tendré que admitir que no tengo el
poder para despedirla –al menos, creo que no lo tengo- y decirle al personal
que empiece a usar los baños para los clientes. Pero, por fin, Sarah sale.
Tiene el rímel corrido por las mejillas y los ojos rojos e hinchados de tanto
llorar, pero por fin salió del baño. En cuanto cruza la puerta, una de las
camareras entra tras ella y cierra de un portazo.
—Lo siento, Eve —balbucea y se cubre la cara con las manos.
La tomo por las muñecas y le aparto las manos de la cara. Cuando levanta
la vista, todavía tiene los ojos cerrados y se le escapan las lágrimas.
—Ve a los fregaderos y ayuda con los platos —ordeno con firmeza—. No
estás en condiciones de cocinar. Concéntrate en limpiar los platos, ¿sí?
Sarah asiente con el labio inferior tembloroso.
—Todo está bien —le aseguro, hablándole como si fuera un animal salvaje
que podría atacarme—. No perderás tu trabajo. Cal no tiene por qué
enterarse, ¿ok? Ve a lavar los platos. Ahora.
Aturdida, se aparta de mí y se dirige a ayudar al lavavajillas, cuyo nombre
no puedo recordar. Respiro hondo. Por fin he apagado todos los incendios.
Me apoyo en la encimera y contemplo cómo se mueve la cocina a mí
alrededor. Es como una máquina viva que respira, en la que cada persona
tiene que desempeñar su papel o todo se desmorona, y esta noche apenas
puedo mantener las cosas en orden.
Cuando se abre la puerta de la cocina, espero que sea Makayla. Ha sido
camarera en La Corona Flotante por cinco años y, a pesar de que no tiene
formación culinaria, conoce esta cocina mejor que nadie. Esta noche, le
pedí ayuda más veces de las que me gustaría admitir. Pero, en este
momento, tan solo ver una cara capaz y sonriente alcanzaría para que no
empiece a llorar. Sin embargo, cuando volteo y veo a un hombre de traje,
con la corbata floja y torcida alrededor del cuello y los ojos vidriosos, casi
me caigo al suelo.
—No puede estar aquí, señor —le digo, avanzando para impedirle el acceso
al resto de la cocina—. Tenemos hornillos calientes, y fuego y cuchillos
afilados, y usted no parece poder mantenerse en pie.
Makayla me había comentado de un hombre de negocios que vino al bar
hoy y estuvo exigiendo macarrones con queso toda la noche, entre trago y
trago. Al parecer, no aceptaba un no como respuesta.
—Macarrones con queso —murmura y cae en mis brazos, con las pies
doblándose debajo de su cuerpo—. Necesito macarrones con queso para
absorber el alcohol.
Voy hacia la persona más cercana para buscar ayuda, pero Félix sigue
mirando las bolsas de pasas de uva y de ciruela, como si en serio pudiera
seguir confundidosobre cuál es cuál, y no quiero distraerlo para que no
arruine otro pato. Podría pedirle ayuda a otra persona o llamar a la policía,
pero no quiero montar una escena porque Cal está en la habitación contigua.
Puede que me haya contratado por ser hija del Don de la familia Furino,
pero ni siquiera mi padre puede enfadarse si Cal me despide por
incompetente. Tengo que demostrar que soy capaz.
—Señor, no tenemos macarrones con queso, pero ¿puedo recomendarle
nuestro scoglio?
—¿Qué es eso? —pregunta y curva el labio superior hacia atrás.
—Una pasta con marisco. Exquisita. Trae mejillones, almejas, gambas y
vieiras en una salsa de tomate con hierbas y especias. Es realmente
deliciosa. Una de mis comidas favoritas del menú.
—¿Sin queso?
Suspiro.
—Así es, sin queso.
Sacude la cabeza antes de empujarme, tanteando las encimeras como si
fuera a tropezar con un plato de pasta con queso.
—Señor, no puede estar en esta parte.
—Puedo estar donde yo quiera —grita—. Esto es América, ¿no?
—Sí, pero este restaurante es privado, y nuestro seguro no cubre que los
comensales estén aquí en la cocina. Así que tengo que pedirle…
—Oh, say can you see by the dawn’s early light!
—¿Está cantando el himno nacional de los Estados Unidos? —pregunto y
echo un vistazo a mi alrededor para ver si alguien más puede ver a este
hombre, o si estoy teniendo algún tipo de delirio febril provocado por el
agotamiento.
—What so proudly we hailed at the twilight’s last gleaming?
Esto es absurdo, muy absurdo. Dejando de lado llamar a la policía, la
opción más fácil parece ser ceder a sus demandas. Así que le pongo una
mano en el hombro y lo conduzco hasta la esquina de la cocina. Palmeo la
encimera y él salta encima como un niño.
Vuelvo a escuchar el Himno Nacional seis veces antes de entregarle un
plato de linguini integrales, con salsa de queso cheddar picante.
—¿Podría comerse esto en el bar y dejarme en paz?
Me arranca el plato de las manos, le da un bocado y vuelve a cantar «The
Star-Spangled Banner». Esta vez, en falsete y con coreografía.
Suspiro y lo dirijo hacia la puerta.
—Vamos, hombre.
El comedor es lo bastante bullicioso como para que nadie le preste
demasiada atención. Además, ya llevaba borracho aquí una hora antes de su
asalto a la cocina. Algunos comensales saludan al hombre con la cabeza y
luego me sonríen, dándome la comprensión y el apoyo que esperaba de mi
personal de la cocina. Llevo al hombre de vuelta a la barra, le digo al
camarero que se deshaga de él en cuanto se acabe la pasta y me encamino
de nuevo al comedor.
—Ella no es la chef —dice una voz grave a un volumen audible—. Los
chefs no se ven así de bien.
No me giro hacia la mesa para no darle el gusto de saber que lo escuché, o
de creer que tiene algún tipo de influencia sobre mí.
—Prepare lo que prepare, no puede saber ni la mitad de bien que su
pastelito —agrega otro hombre entre carcajadas estridentes.
Pongo los ojos en blanco y acelero el paso. Estoy acostumbrada a los
comentarios y los piropos. Llevo lidiando con ello desde que me desarrollé.
Hasta los hombres de mi padre cuchicheaban cosas sobre mí, y es uno de
los motivos por los que elegí un rumbo ajeno al de los negocios familiares.
No me podía imaginar trabajando con la clase de hombres a cargo de mi
padre. Groseros y mezquinos, que tratan a las mujeres como posesiones.
Por desgracia, cuanto más conozco el mundo más allá de la Bratva, más me
doy cuenta de que los hombres son así en todas partes. Es la razón por la
que nunca me casaré. Nunca le perteneceré a nadie.
Mientras camino de vuelta a la cocina, escucho las voces graves de aquellos
hombres, pero no les presto atención. Dejo que las palabras me resbalen
como resbala la lluvia en el cristal de una ventana, y vuelvo al caos
acogedor de la cocina.
La cocina parece más tranquila a medida que pasa la hora de la cena, y me
deja aire para dejar de microgestionar todo. Así, puedo pasar a ocuparme de
un pedido de pollo tikka masala. Mientras dejo que el puré de tomate y las
especias se cocinen a fuego lento, me doy cuenta de que me ruge el
estómago. Antes del turno, estaba demasiado nerviosa como para comer
algo, y ahora que por fin las cosas marchan a un ritmo relajado, mi
estómago parece al borde de comerse a sí mismo. Así que me acerco
despreocupada a las dos ollas gigantes donde se cuecen a fuego lento las
sopas del día y me sirvo un buen cucharón de sopa de langosta y tocino. A
Cal no le gusta que nadie coma mientras está trabajando, pero lleva toda la
tarde en su despacho y, a juzgar por el olor que se cuela por debajo de su
puerta, estará demasiado drogado como para darse cuenta o preocuparse.
La sopa está caliente y me llena, haciéndome cerrar los ojos y disfrutar de
un dichoso instante de paz al comerla, antes de que se desate el caos.
Las puertas de la cocina se abren y esta vez sí resulta ser Makayla. Le hago
señas para que se acerque, deseosa de ver si todo el mundo está disfrutando
de la comida y si el patriota borracho se fue por fin del restaurante, pero ni
siquiera me ve y camina decididamente hasta la puerta del despacho de Cal.
La abre y entra, y me pregunto para qué necesita a Cal y por qué no pudo
acudir a mí. Todos son testigos de que me encargué de todas las otras
situaciones que se fueron presentando durante la noche.
Apenas estoy terminando el último bocado de sopa cuando la puerta del
despacho se abre de golpe, rebotando en la pared, y Cal aparece cruzando la
cocina a paso bravo.
—¡Eve!
Aparto el plato hasta el fondo de la encimera y le tiro un repasador encima
para ocultar las pruebas, antes de limpiarme la boca a las apuradas.
—¿Sí, chef?
—Al frente y al centro —ladra, como si estuviéramos en el ejército y no en
una cocina.
A pesar de que me ofende su tono -sobre todo, después de tanto esfuerzo de
mi parte para conseguir que el lugar funcione esta noche-, me apresuro a
seguir su orden. Porque eso es lo que hace un buen subchef, seguir las
órdenes del chef sin importar lo degradantes que sean.
Cal Higgs es un hombre grande en todos los sentidos de la palabra. Es alto,
redondo y grueso. La cabeza se asienta sobre sus hombros, sin cuello a la
vista. El solo hecho de caminar por la habitación parece representarle una
faena. Imagino que estar en su cuerpo debe ser como llevar un abrigo de
invierno y una bufanda todo el tiempo.
—¿Cuál es el problema, Chef?
Apunta con el pulgar por encima de su hombro y Makayla me hace una
mueca, como disculpándose.
—Alguien se quejó de la comida y quiere ver al chef.
Arrugué la frente. He probado personalmente todos los platos que se
sirvieron. A no ser que Félix consiguiera colarme otro plato con pasas de
uva en lugar de ciruelas pasas, no estoy segura de cuál podría ser la queja.
—¿Había algo mal con el plato, o simplemente no les gustó?
—¿Acaso importa? —reclama. Sus ojos están enrojecidos y vidriosos, pero
su temperamento es tan afilado como siempre—. No me gustan los clientes
insatisfechos y tienes que arreglarlo.
—Pero usted es el chef —respondo, comprendiendo demasiado tarde de que
debería haberme callado.
Cal da un paso adelante, y juro que siento el suelo temblar bajo su peso.
—Pero tú hiciste la comida. ¿Debería salir y disculparme en tu nombre?
No. Este es tu desastre y tú te encargarás de resolverlo.
—Por supuesto —acepto mirando al suelo—. Tiene usted razón. Saldré ahí
fuera y lo arreglaré.
Antes de que Cal encuentre otra razón para gritarme, me ciño el delantal a
la cintura, enderezo mi uniforme blanco y atravieso las puertas vaivén de la
cocina.
El comedor está más silencioso que antes. El borracho ya no canta el himno
nacional en la barra, varias mesas están vacías y los camareros retiran los
platos. Platos completamente vacíos, debo añadir. Está claro que la comida
no es el problema.
No le pregunté a Makayla quién se quejó de la comida. En cuanto entro al
comedor principal, resulta evidente. En la mesa de la esquina hay una
pequeña reunión. Un hombre de unos cincuenta o sesenta años, con bandas
canosas en el pelo, levanta una manoy me hace señas para que me acerque
sin mirarme directamente. Ni siquiera he hablado con él todavía y ya lo
odio.
Estoy de pie junto a su mesa, mirando fijamente al hombre, pero él no me
dirige la palabra hasta que anuncio mi presencia.
—Me dijeron que alguien deseaba hablar con el chef —increpo.
Se vuelve hacia mí con una ceja alzada.
—¿Es usted el chef?
Reconozco un acento ruso. Este hombre es ruso, sin duda. Me pregunto si
lo conozco o si mi padre lo conoce. ¿Se quejaría conmigo si supiera que mi
padre es el jefe de la familia Furino? Nunca usaría mi apellido para asustar
a la gente, pero, por un momento me siento inclinada a hacerlo.
—Subchef —contesto con toda la confianza que soy capaz de reunir—. He
llevado la cocina esta noche, así que yo escucharé sus reclamos.
Su mirada recorre mi cuerpo poco a poco, como si examinara un corte de
carne en una carnicería. Cruzo los brazos sobre el pecho y separo los pies
hasta el nivel de las caderas.
—Entonces, ¿hubo algún problema con la comida? Me encantaría poder
solucionar cualquier inconveniente.
—La sopa estaba fría —con tres dedos, empuja su plato hondo vacío hacia
el centro de la mesa—. Las porciones eran demasiado pequeñas. Y pedí mi
filete a término medio, no crudo.
Todos los platos de la mesa están vacíos, sin una sola miga a la vista. Al
parecer, los problemas no eran tan terribles como para no permitirles
terminar su comida.
—¿Le queda algo de filete? —pregunto, pretendiendo buscarlo con la
mirada por la mesa—. Si es que uno de mis cocineros cocinó mal la carne,
me gustaría poder informarle.
—¿Si es que? Acabo de decirte que la carne estaba mal cocida. ¿Estás
dudando de mí?
—Claro que no —le digo. Sí, por supuesto que sí—. Es solo que, si la carne
estaba mal cocinada, no entiendo por qué esperó a comérsela toda para
informarme del problema…
El hombre dirige la mirada a sus compañeros en la mesa. Todos sonríen y
prácticamente puedo verlos afilarse los dientes, preparándose para
despedazarme. Cuando se vuelve hacia mí, su sonrisa es ácida y mortal.
—¿Cómo conseguiste el puesto de ayudante de chef? Seguro que no por tu
destreza. Eres guapa, eso seguro te favoreció. ¿Te acostaste con el chef?
¿Quizá complaciste al jefe para ganarte un puesto en la cocina? Apuesto a
que tu «talento» no te consiguió el trabajo, porque no tienes ninguno.
Me muerdo la lengua literalmente y respiro hondo.
—Si quiere que le prepare algo o que le traiga un postre de cortesía, lo haré
encantada. Si no, le pido disculpas por los inconvenientes y espero que no
nos tenga en mala estima. Nos encantaría que volviera.
¡Mentira! Mentira, mentira. Sonrío y soy amable porque así me enseñaron
en la escuela de cocina. De hecho, cursé una materia sobre atención al
cliente, y este hombre está siendo aún más insolente que el cliente enfadado
y exagerado que interpretaba mi profesor.
—¿Por qué querría volver a comer aquí si lo que me sirvieron estuvo
horrible? —resopla y sacude la cabeza—. Veo que no tienes un anillo. No
me extraña, a los hombres les gustan las mujeres que saben cocinar. A los
hombres no les importa que sepas moverte en una cocina profesional si no
puedes resolver una simple cena.
El caballero de edad avanzada sigue hablando, pero lo que escucho en mi
cabeza son las palabras de mi padre. No necesitas ir a la escuela de cocina
para encontrar marido, Eve. Tus tías pueden enseñarte a cocinar bien para tu
esposo.
Toda mi vida ha sido un entrenamiento para encontrar marido. Mis intereses
solo eran considerados válidos en función de si me servirían o no para
conseguir un pretendiente o no. Mi padre desea que sea feliz, pero sobre
todo quiere que esté casada. Soltera soy una decepción, mientras que casada
soy un recipiente para futuros miembros de la mafia Furino.
Años de ira y resentimiento burbujean y se agitan dentro mío hasta hacerme
estallar. Me tiemblan las manos y siento que la adrenalina me invade y
quema cada centímetro de mi cuerpo. Esta vez, no me muerdo la lengua.
—Prefiero morir sola a tener que perder un minuto más cerca de un hombre
como tú —declaro y doy un paso adelante apoyando las palmas de las
manos sobre la mesa—. El hecho de que te hayas comido toda la comida
que al parecer odiaste demuestra que eres un cerdo en más de un sentido.
Identifico en el fondo de mi ser que mi voz resonó por todo el restaurante y
las charlas a nuestro alrededor se apagaron, pero la sangre me calienta las
venas y no puedo parar. Permanecí callada y dócil por demasiado tiempo.
Ahora me toca a mí decir lo que pienso.
—Puede que usted y sus compañeros sean adinerados y respetados, pero yo
sé lo que son: unos imbéciles cobardes y sin escrúpulos, tan inseguros de sí
mismos que tienen que descargar su rabia contra los demás.
Quiero dar media vuelta y marcharme enfadada, haciendo una gran salida,
pero, como es típico en mí, se me engancha el tacón en el mantel y casi
tropiezo. Caigo hacia un lado y estiro un brazo para apoyarme, tirando una
botella de vino de la mesa, que se rompe. El vino tinto salpica el mantel y a
los invitados como un río de sangre.
Me detengo el tiempo suficiente para notar que la camisa del viejo ruso está
salpicada como si le hubieran disparado, antes de proseguir mi salida y
dirigirme directo a las puertas.
Inhalo una bocanada de aire nocturno. La noche es cálida y húmeda, el
verano sofoca a la ciudad con su abrazo y deseo arrancarme la ropa para
aliviarme. Siento como si me estrangularan, como si tuviera una mano
alrededor del cuello exprimiéndome la vida.
Inhalar y exhalar lentamente me ayuda, pero, cuando los signos de angustia
en mi cuerpo empiezan a desaparecer, aparece la angustia emocional.
¿Qué hice? Cal se enterará del altercado en cualquier momento, y entonces
¿qué? ¿Me despedirá? Y, si lo hace, ¿podré conseguir otro puesto como
chef? Solo me ofrecieron este trabajo gracias a mi padre, y dudo que él me
ayude a conseguir otro. Sobre todo porque, desde que me fui a la escuela de
cocina, no estoy ni cerca de encontrar novio (o marido).
Pese a todo, me gustaría llamar a papá. Siempre dejó claro que movería
cielo y tierra para protegerme, para asegurarse de que nadie sea malo
conmigo, y ahora quiero su apoyo. Sin embargo, la clase de apoyo que me
ofreció cuando una chica me hizo tropezar durante una práctica de fútbol y
me hizo fallar el tiro no aplicará en este caso. Ahora me dirá que vuelva a
casa, que cuelgue el delantal y el cuchillo y que me centre en cosas más
importantes. Es lo último que necesito oír ahora mismo.
Saco el teléfono y recorro mi lista de contactos, esperando encontrar una
chispa de esperanza entre los nombres, pero no hay nada. Perdí el contacto
con todo el mundo desde que empecé la escuela de cocina. No he tenido
tiempo para amigos.
Seguramente, en este tipo de situaciones la mayoría de las chicas recurrirían
a sus madres, pero ella no está en mi vida desde que tengo seis años. Y,
aunque tuviera su número, no la llamaría. Papá no siempre ha sido perfecto,
pero al menos estuvo presente. Por lo menos le importé lo suficiente como
para seguir a mi lado.
Me desato el delantal y me lo pongo sobre la cabeza, apoyándome en el
ladrillo del restaurante.
—¡Quítatelo, nena!
Levanto la vista y veo a un hombre en moto que aparca junto a la acera, con
el pelo recogido en un moño. Me mueve las cejas como si yo fuera a
enamorarme de él por acosarme en la calle, y el fuego que me llenaba las
venas sigue ahí. Las brasas siguen ahí, ardiendo bajo la piel, haciéndome
dar un paso hacia él con los labios contorsionados en una sonrisa.
Parece sorprendido y estoy segura de que lo está. Seguramente nunca antes
le había funcionado esa técnica de seducción. Me devuelve la sonrisa y saca
la punta de la lengua para lamerse el labio inferior.
—¿Es tu moto? —pregunto ronroneando.
Asiente.
—¿Quieres que te lleve?
Respondo con voz dulce y empalagosa:
—Es muy amable de tu parte ofrecerte. Preferiría atragantarme y morir en
esa bola de grasa que llamas moño. Pero gracias de todos modos, cariño.
Tarda un segundoen darse cuenta de que mis palabras no coincidían con mi
tono. Cuando se da cuenta, gruñe:
—Perra.
—Pendejo —le enseño el dedo del medio por encima del hombro y
emprendo el largo camino a casa.
3
EVE
Mis pies tocan el suelo antes de que pueda espabilarme del todo, y tardo un
segundo en entender qué me despertó y por qué me estoy levantando.
Alguien golpea la puerta de mi casa enérgicamente. Echo un vistazo al reloj
en la mesita. Falta un poco para las siete de la mañana.
Anoche me quedé despierta hasta tarde, esperando nerviosa el llamado de
Cal informando que estaba despedida después del numerito que monté en el
restaurante. No solo había derramado vino sobre aquel ruso grosero, sino
que lo hice en presencia del resto de los invitados. Puse en peligro la
reputación de La Corona Flotante, y despedirme me parecía la única opción
al alcance de Cal para arreglar todo. Pero no llamó, así que me dormí a
regañadientes, preguntándome cuándo caería el golpe. A las siete de la
mañana, al parecer.
La luz de primera hora de la mañana se cuela a través de las cortinas
blancas de mi apartamento, bañando las habitaciones con sus rayos, pero
mis ojos están demasiado ocupados entrecerrándose para adaptarse al fulgor
como para notarlo. Agarro un suéter del respaldo del sofá, me lo pongo
encima para cubrirme los pantalones cortos y la camiseta de tirantes rosada
que llevo como pijama y observo a través de la mirilla. Espero encontrarme
a Cal o a alguien del restaurante que viene para despedirme y traerme el
bolso que dejé en mi locker, pues estaba demasiado ocupada huyendo como
para agarrar mis cosas.
En lugar de eso, veo a mi padre.
En cuanto deslizo el pestillo, mi padre abre la puerta desde el otro lado y
me empuja.
—¿En qué estabas pensando, Eve? —sisea.
Retrocedo a trompicones y sacudo la cabeza. Es demasiado temprano para
esto.
—¿Qué haces aquí? ¿Por qué estás aquí?
Mi padre es un hombre alto y delgado. La mayoría de los hombres -
especialmente en su oficio- tienen cuerpos fornidos e intimidantes, pero mi
padre siempre tuvo otros modos de intimidar. La esbeltez innata le confiere
a su rostro un aspecto demacrado: ojos hundidos, mejillas deprimidas,
barbilla puntiaguda. Es como un esqueleto. Se parece a la mismísima
Muerte, si la Parca se quitara alguna vez la túnica y la hoz.
Por supuesto, para mí siempre ha sido mi padre, pero mi amor por él no
hace que no pueda verlo como lo ven los demás. Cuando se voltea hacia mí,
mi cuerpo se encoje contra la pared, aterrorizado por la furia negra en su
mirada.
—Empezaste una disputa con la Bratva Volkov.
Escucho sus palabras, pero no tienen sentido. Me siento como si estuviera
fuera de mi cuerpo, observándome a mí misma. Una observadora pasiva en
lugar de una participante activa. No llevo despierta el tiempo suficiente
como para manejar lo que está sucediendo en este momento, así que, tras
una larga pausa, me paso una mano por la cara y sacudo la cabeza.
—¿Cómo dices?
—¡El hombre a quien le echaste vino encima! —ruge mi padre—. ¿Te
acuerdas de eso?
Aprieto los ojos y los cierro.
—Sí, claro. ¿Cómo te enteraste?
Mi padre suspira y da un paso adelante, agarrándome suavemente por los
hombros. Se inclina hacia delante para mirarme a los ojos.
—El hombre al que ensuciaste era Iván Volkov.
Esta vez, entiendo cada palabra.
—Mierda.
Deja escapar una gran bocanada de aire, como si se sintiera aliviado de
saber que no soy tan estúpida como parezco.
—Una mierda, en efecto.
—No lo sabía —exclamo, soltándome de sus manos y paseándome de un
lado a otro frente a la puerta de mi apartamento—. Se portó como un
imbécil y yo…, perdí el control.
Miro a mi padre. Tiene los ojos entrecerrados y acongojados, pero sus
labios siguen sellados en una mueca de frustración. No sabe que arremetí
contra ese hombre porque me recordaba a él. Porque, al igual que mi padre,
ese tipo quería que yo no aspirara a nada más que a ser la esposa trofeo de
algún hombre.
—No importa lo que haya dicho —mi padre entra en la pequeña cocina,
coge un vaso del estante junto al frigorífico y lo llena en el fregadero. Lo
bebe todo y continúa—. Tienes que disculparte.
—¿Disculparme? —mis cejas se alzan tanto que se deben haber perdido
donde comienza mi pelo—. ¿Crees que el jefe de la Bratva Volkov va a
aceptar mis sinceras disculpas? No sé si lo sabes, papá, pero ustedes, los
jefes de mafia, no son hombres muy comprensivos.
—No vas a darle una cesta de fruta —exclama.
Rodea la isla de la cocina, me toma del brazo y me lleva al sofá. Estoy
demasiado cansada como para resistirme cuando me obliga a tumbarme en
el cojín y luego se sienta frente a mí sobre una mesa. Un hombre más
corpulento rompería las piernas del mueble, pero mi padre no pesa mucho
más que yo.
—Vas a pedir perdón, Eve. Arreglarás esto dándole a Iván lo que quiera.
Me pregunto si mi padre entiende lo que me está pidiendo, pero cuando su
boca se contorsiona hacia un lado y sus ojos se humedecen, sé que lo
comprende. Iván Volkov podría pedirme cualquier cosa. Lo que sea. No
puedo prometer eso.
—No puedo hacerlo —le digo—. No puedo.
Respira hondo.
—No te lo estoy pidiendo, Eve. Me arruinaste una relación comercial, así
que no tienes elección.
Estoy tan sorprendida que no puedo encontrar las palabras para discutir. Mi
padre extiende la mano y me pasa un pulgar por la mejilla.
—Cometiste un error, mi niña. Ahora es momento de enmendarlo.
Cuando mi padre cierra la puerta mi apartamento detrás de sí, sigo sentada
en el sofá, con la mirada fija en la esquina de la mesita donde él había
estado sentado.
PARA CUANDO METO mi cepillo de dientes y algo de ropa interior de
repuesto en una pequeña mochila, ya es tarde. La hora de mi turno en La
Corona Flotante se había ido acercando cada vez más a medida que el sol se
desplazaba por el cielo, y cuanto más se acercaba, más comprendía que no
podría ir.
No puedo entrar al restaurante y rendirme ante los deseos de mi padre. No
puedo disculparme ante un hombre que no lo merece. Sin importar quién
sea dentro de esta ciudad y en el mundo de mi padre, suplicarle perdón y
convertirme en su esclava personal no es una opción. Así que me iré.
Demasiada gente a lo largo de mi vida me ha hecho saber, aunque me
doliera, que no cree que pueda sobrevivir por mí misma. Piensan que crecer
siendo hija de un don implica haber tenido todo servido en bandeja, y en
cierto sentido es verdad. Mi experiencia en la escuela de cocina fue la
primera vez en mi vida en que logré algo por mis propios méritos y para mí.
Y fue increíble. Así que, ¿por qué no seguir haciéndolo? Mi padre dejó
claro que, por mucho que me quiera, ama más su poder y su posición. ¿Por
qué debería quedarme y tener una lealtad ciega? Voy a salir de la ciudad y
voy a empezar de nuevo en otro sitio. Aunque termine haciendo
hamburguesas, será mejor que entregarme a la familia Volkov.
Tengo suficiente dinero ahorrado como para salir de la ciudad y emprender
el proceso de volver a empezar en un lugar nuevo. Así que, una hora antes
de que comience el turno en el restaurante, compro un pasaje y me subo a
un autobús con rumbo al sur.
El transporte público es todo menos lujoso. El hombre detrás de mí duerme
con la cara pegada a la ventanilla y empaña el cristal con su respiración
agitada. Una mujer cambia a su bebé en el asiento delantero. No se da
cuenta de que se le cae una toallita con una mancha marrón. Desvío la
mirada. Solo tengo que aguantar unas horas. Luego bajaré del autobús y
empezaré una nueva vida. Sean cuales sean los problemas que dejé en la
ciudad, mi padre podrá ocuparse de ellos.
La conductora, una mujer de mediana edad medio calva y con dos dientes
plateados, cierra las puertas y comienza a alejarse de la estación. Pero frena
de golpe. Las puertas se abren y un hombre sube corriendo los escalones del
autobús. Lleva puesta una capucha negra a pesar del calor, y no le hace
ningún gesto a la conductora para disculparse por llegar tarde. No sonríe ni
da las gracias. Se limita a caminar con la cabeza gacha, aparta elasiento
frente al mío y ocupa su lugar. Una vez más, la conductora cierra las
puertas. Esta vez sí nos alejamos de la estación.
Observo a la gente que camina por la calle. Algunos están solos, otros en
grupo, otros empujan cochecitos. La vida de cada uno es tan variada y
diferente, y me pregunto qué forma tomará la mía cuando vuelva a
comenzar. Me pregunto dónde me estableceré, a quién conoceré y en quién
me convertiré. Sigo reflexionando sobre mi futuro cuando volteo la mirada
y me doy cuenta de que el hombre del asiento delantero me está mirando.
Ahora tiene la capucha abajo y me mira fijo. Todo su cuerpo está orientado
en mi dirección. Cuando nuestras miradas se cruzan, no se avergüenza de
haber sido descubierto ni se disculpa. Simplemente sonríe.
Un escalofrío recorre mi espalda y miro por la ventana, absorta. Momentos
antes, veía el autobús como un medio hacia mi futuro. Una nave maloliente
y extrañamente poblado que me llevaría a una vida nueva. Ahora me parece
una prisión. Estoy atrapada. Puedo sentir al tipo observándome, incluso
cuando no lo estoy mirando. ¿Está loco? ¿Desquiciado? No creo que me
ataque en pleno autobús, ¿verdad?
Cuando mi butaca se mueve ante el peso de una persona que tomó asiento
junto a mí, no tengo que girarme para saber que es el hombre de la capucha.
—¿Qué quieres? —pregunto, negándome a voltear y reconocerlo—. ¿Quién
eres?
—No puedes huir de nosotros —sisea—. Si te quedas, puedes enmendarte.
Si huyes, la familia Volkov te hará rehabilitar.
Dejo que mis ojos se cierren mientras la decepción me envuelve como
cadenas.
—Nunca he oído hablar de eso. ¿Rehabilitar?
—No mucha gente lo ha escuchado —explica el hombre y se relaja en el
asiento—. Los que pasan por la experiencia rara vez viven para contarlo.
Se me eriza la piel de los brazos y por fin volteo hacia él. Es joven, no
mucho mayor que yo, pero tiene pequeñas cicatrices irregulares por toda la
cara y el cuello. Su cuerpo está horadado y manchado con la violencia que
ha soportado y, sin duda, infligido. Mi mirada se desplaza hacia abajo y
distingo la silueta familiar de un arma en su cintura.
—¿Qué quieres?
—Hacer mi trabajo e irme a casa —dice—. Tienes que venir conmigo.
—¿Y si no obedezco?
Entrelaza los dedos y los dobla hacia atrás, crujiendo los nudillos
audiblemente.
—No me preguntes estupideces, Eve Furino. Ya sabes lo que pasará.
Tal y como dijo mi padre en mi apartamento esta mañana, no tengo
elección.
En la penúltima parada antes de que el autobús abandone la ciudad, el
hombre se levanta, se dirige al pasillo y me hace señas para que lo
acompañe a la salida. Pienso en pedir ayuda a alguno de los pasajeros, pero
no pueden hacer nada. Son personas inocentes. Algunas somnolientas, o
con niños en brazos. Ninguno de ellos está preparado para enfrentarse a un
asesino entrenado. Así que salgo del autobús y enseguida me fijo en un
vehículo negro con cristales muy oscuros que está aparcado junto a la acera.
El hombre señala al auto por encima del hombro, y luego me empuja por la
espalda con un dedo.
—Muévete. Iván está esperando.
Para mantener la mente ocupada, busco vías de escape mientras viajamos,
imaginando que salto del auto y ruedo por la carretera corriendo hacia el
tráfico para escapar, pero las puertas tienen puesto el seguro a prueba de
niños. Además, sé que el hombre no dudará en disparar y matarme. Aunque
consiguiera abrir la puerta y salir, me metería una bala por la espalda antes
de que logre dar un paso.
Cuando miro hacia él, me observa fijamente. Sus ojos son grises y sin vida,
y su dedo índice está enroscado contra el muslo, a pocos centímetros de
donde está escondida su pistola, como si estuviera apretando un gatillo.
EL VEHÍCULO ESTACIONA FRENTE a las puertas traseras de La Corona
Flotante. El hombre se baja sin mediar palabra, y me tiende la mano como
si yo fuera a permitir que me ayude a salir. Lo fulmino con la mirada
mientras salgo del auto, pero él no se da cuenta o no le importa. Me coge
bruscamente por el codo y me empuja a la puerta trasera de la cocina.
Cal Higgs está de vuelta en la cocina. Le ladra órdenes a Félix, que, en los
pocos segundos que alcanzo a observarlo, parece notablemente más
competente que anoche. Cal alza la vista cuando se cierran las puertas, pero
mira hacia otro lado con rapidez. Está claro que forma parte de esto, o al
menos sabe lo suficiente como para entender que debe mantenerse al
margen.
Makayla, sin embargo, parece horrorizada cuando me ve. Abre los ojos
como platos e intenta hacerme señas para que me acerque, pero yo me
limito a negar con la cabeza. Es una buena chica, y no quiero que se
acerque a este hombre ni al bagaje mafioso que conlleva formar parte de mi
vida.
—Cocina algo —exige el tipo y me empuja hacia delante. Tropiezo
apoyándome en la esquina de un armario. La esquina metálica me raspa la
palma de la mano, y un hilillo de sangre me recorre los dedos, haciéndome
mirar al hombre con desdén, pero él no se inmuta.
—Prepara lo que te salga mejor.
No sé cuál es el plan aquí, pero intuyo que preparar otra comida mediocre
no ayudará en nada. Así que escudriño la cocina para analizar qué hay en el
menú de esta noche y, luego de ver mejillones frescos cerca del puesto de
Félix, me decido por el scoglio que le mencioné al borracho la noche
anterior. La pasta con mariscos siempre es un éxito y llena un plato grande,
lo que significa que nadie puede quejarse de que la ración sea demasiado
pequeña.
El hombre se cierne sobre mí mientras cocino, manteniéndose a no más de
medio metro de distancia en todo momento, con la mano apoyada en su
pistola. Al principio, me cuesta concentrarme con él mirando por encima de
mi hombro, pero, a medida que me pongo en sintonía con mi oficio, me
olvido de él por varios minutos.
La cocina siempre ha sido mi lugar feliz. No importa lo que esté pasando en
la vida, o que las cosas se estén desmoronando, la gente tiene que comer.
Cocinar era algo con lo que podía contar varias veces al día. Un espacio de
tiempo garantizado en el que podía evadir cualquier plan de mi padre con
sus hombres o cualquier disputa con la que estuvieran lidiando. Y cocinar.
Se convirtió en mi escape.
—¿Ya estás por terminar? —increpa y me devuelve a la realidad del
momento.
Suspiro.
—Salvo que quieras que se intoxique quien vaya a comer esto, voy a
necesitar unos minutos más.
El hombre gruñe en voz baja, pero guarda silencio mientras termino la
comida y la sirvo. Hago un remolino de aceite en el borde del plato, lo
cubro con pimienta negra recién molida y deslizo el plato por la encimera
hacia él.
—Aquí tienes.
Sacude la cabeza.
—No, tú lo llevarás.
—No llevo uniforme —digo, mirando mis jeans y mi camiseta sencilla.
—Traías una bolsa. ¿Qué hay ahí? —pregunta. Sus ojos se clavan en mi
pecho—. ¿Quizá algo menos recatado? Iván querrá probar algo más que la
comida.
Me recorre un escalofrío repugnante y niego con la cabeza.
—Solo empaqué otro par de jeans.
El hombre frunce los labios, estira la mano y me aprieta el delantal entre los
dedos.
—Quítate los pantalones y ponte esto.
—¿Solo el delantal? —pregunto con los ojos muy abiertos. Sacudo la
cabeza—. No puedo. Todo mi trasero estará a la vista.
El hombre me mira como si eso no fuera tan malo y se encoge de hombros.
—Ponte el delantal o sal desnuda.
Lo miro fijo, deseando con todas mis fuerzas clavarle los dedos en los ojos,
pero él se limita a mirarme con la misma sonrisa engreída hasta que me
encamino a la zona de lockers de empleados. El hombre me sigue y se
apoya en el marco de la puerta para ver cómo me cambio. Me niego a darle
esa satisfacción.
Me quito el delantal, lo pongo en posición horizontal y me lo calzo como si
fuera una falda. El hombre no especificó en ningún momento cómo tenía
que ponérmelo, aunque, por su ceño fruncido, seguro desearía haberlo
hecho. Uso los lazos del cuello y la cintura como si fueran un grueso
cinturón a juego, y me quito los pantalones por debajo. Me acerco al espejo
y el conjunto no está nada mal. El delantal comofalda es mucho más corto
que cualquiera que me pondría normalmente, sobre todo para trabajar, pero
no tengo el trasero al aire, lo que me parece una pequeña victoria en medio
de una situación espantosa. Volteo hacia el hombre.
—¿Puedo acabar con esto ya?
Se queda mirando mi atuendo un momento y luego se aparta con el ceño
fruncido, haciéndome un gesto para que avance. Me apresuro a pasar junto
a él, cojo el plato del mostrador sin mirar a ninguno de mis compañeros y
entro en el comedor, plenamente consciente de que, sin importar nada de lo
que haya ocurrido ya en este día de mierda, lo que pase a continuación será
mucho, mucho peor.
4
LUKA
No conozco a la hija de Benedetto Furino, pero mi padre me pidió que la
matara y eso haré.
Soy el siguiente en la jerarquía, su hijo. Es mi trabajo. Además, a mí me da
igual. A decir verdad, es una forma de justicia. Mi padre la quiere muerta
por haberlo avergonzado frente a sus amigos y arruinar su traje favorito, y
yo quiero que Benedetto pague por la emboscada en la fábrica de gaseosas.
Si no hubiera luchado por escapar, me podrían haber matado. Mi padre
podría estar duelando mi muerte, así que parece apropiado que le toque
llorar a Benedetto.
Mi padre está tumbado en el salón, con las manos en el estómago y una
sonrisa en la cara. A cualquiera que no esté familiarizado con su lenguaje
corporal le podría parecer que está relajado, pero yo puedo ver su
impaciencia. No está acostumbrado a que le falten al respeto y está ansioso
por ejecutar su venganza.
—¿Estás listo? —pregunta sin mirarme.
Recorro el respaldo de mi asiento con la mano y palpo la navaja escondida
en el bolsillo del abrigo.
—Sí.
No la mataré en el restaurante. Mucha gente aquí ya nos conoce, pero no
hace falta que nos revelemos ante los que no. La razón por la que funciona
tan bien nuestra táctica de escondernos a plena vista es que no permitimos
que la gente nos vea sacando las garras. No dejamos que sean testigos del
rastro de sangre y cadáveres que dejamos atrás.
No, esperaré hasta que esté en el estacionamiento. Será bastante fácil
acercarme a ella por detrás en el sigilo de la oscuridad, degollarla y
marcharme. Será otro crimen violento más sin resolver, que indicará la
necesidad de más cámaras de seguridad o mejor iluminación, pero nada de
eso podrá ayudar a la hija de Benedetto. Ya estará muerta, y él la llorará
como cualquier padre lloraría por su hija, tal como mi padre lloraría por mí.
Nuestra familia siempre se dedicó a este negocio. Las conexiones, la
acumulación y el mantenimiento del poder. Pero también hubo amor. Mi
padre me guio, supo ver mis fortalezas y me proporcionó una vía para
explotarlas y alcanzar el éxito. Por eso, mientras pueda, seguiré sus órdenes
con gusto.
Un mesero tropieza con mi silla. El agua salpica por el borde del vaso que
estoy sosteniendo y cae sobre mis pantalones.
—Lo siento mucho, señor —dice el camarero—. ¿Quiere una toalla?
—No —espeto, limpiándome la humedad de la pierna—. Con que seas
mínimamente competente bastaría.
Su rostro palidece.
—Lo siento. De verdad.
Hago un gesto con la mano para que se vaya y se escabulle hacia la cocina.
Apenas la puerta se cierra tras él, vuelve a abrirse. Esta vez, sale una mujer
con un gran plato en las manos, pero no puedo fijarme en nada más que en
sus piernas. Largas, delgadas, bronceadas. La falda que lleva es blanca y
apenas cubre su zona más íntima. No soy el único que lo nota.
Todos los hombres en el comedor parecen sentirla acercarse y se giran para
verla pasar. Su pelo castaño es largo, cae sobre sus hombros en grandes
ondas y su cuerpo es firme. El cinturón de la falda se ciñe a su cintura como
una venda y deja poco a la imaginación. A medida que pasa por delante de
más y más mesas, me doy cuenta de que viene hacia nosotros. Debe ser la
hija de Benedetto Furino, Eve.
Su nombre me viene a la memoria de repente. Había oído hablar de ella
antes, pero nunca le presté atención. No parecía necesario, hasta ahora.
—Ahí está —exclama mi padre con emoción y se incorpora en su asiento,
como si el espectáculo estuviera a punto de empezar. La admira mientras se
aproxima como cualquiera de los hombres de sangre caliente en el
restaurante, y de repente deseo que se cubra. Es inapropiado, está
trabajando. Sin duda, ese no puede ser su uniforme.
Eve se detiene frente a nuestra mesa, con los ojos fijos en el mantel,
negándose a mirarnos.
—Hola de nuevo. Estoy segura de que me recuerda de anoche, señor
Volkov. Estoy aquí para disculparme por mi comportamiento. Actué de un
modo poco profesional, y vine para pedirle perdón.
Las palabras suenan forzadas y ensayadas y, en cuanto termina de hablar,
pone el plato de comida en la mesa. Huele delicioso y me inclino hacia
delante para verlo mejor. Por fin, me mira. Sus ojos son tan marrones como
el chocolate con leche con caramelo derretido. Se abren de par en par
cuando nuestras miradas se encuentran pero, de pronto, vuelve a centrar su
atención en la mesa y agacha la cabeza.
—Ya te lo dije anoche —exclama mi padre—. No quiero que sigas
cocinando. No después de ese platillo tan decepcionante.
—En mi defensa, señor —responde ella, bajando aún más la cabeza hasta
tocarse el pecho, que por cierto luce bastante bien. Resulta llamativo hasta
debajo de su sencilla camiseta gris—. Anoche no estaba cocinando. En
cambio, esta comida la hice yo misma de principio a fin.
Alzo las cejas por un instante, sorprendido por su valor para responderle a
mi padre ahora que sabe quién es, pero recobro la compostura pronto. Su
coraje es ingenuo. Mi padre ya la quiere muerta, solo que ella lo ignora.
Debería arrastrarse y suplicar perdón genuinamente en vez de limitarse a
hacer el ridículo. Cualquiera podría ver que sus disculpas no son sinceras.
Mi padre golpea la mesa y Eve se sobresalta. Sus brazos cuelgan a los
costados, con las manos apoyadas en sus tiernos muslos, y me pregunto
cómo se sentiría tocarla.
—No estás aquí para defenderte —dice—. Estás aquí para ganarte mi
perdón. Hasta ahora, querida, has empezado con mal pie.
Eve parpadea y sus dedos se retuercen sobre su piel nerviosamente.
—Lo siento. No sé bien qué quiere que haga.
—Claro que no —dice mi padre, se vuelve hacia mí y voltea los ojos—,
porque la pobre es idiota. Una hermosa idiota. Seguro que nunca tuviste que
ser lista. ¿Verdad, niña? —Eve no dice nada y mi padre espera con la
cabeza inclinada hacia un lado—. ¿Eres muda además de tonta?
—¿Podría repetir la pregunta?
Estuve a punto de reírme. En su voz hay temblor, pero también hay
suficiente ímpetu en sus palabras como para inspirarme. Mis blancos son
insignificantes para mí. Solo son pendientes en una lista de tareas. Sin
embargo, hay algo en Eve que llama mi atención. Más que la notable
cantidad de piel que muestra, brilla con su personalidad y su determinación
y, por más que quiera ignorarlo, no puedo.
—Debes ser estúpida para hablarme así —sentencia mi padre y se incorpora
en su silla—. Sabes quién soy y lo que podría hacerte, y aun así me faltas al
respeto. Creí que tu padre te habría enseñado a comportarte mejor. Pero tu
madre también era una puta inútil, así que supongo que no debería
sorprenderme.
Sus ojos se abren de par en par cuando oye la mención a su madre. Me hace
sentir mal. No conozco a su familia, ni me importan lo suficiente como para
saber con certeza qué le pasó a su madre, pero Benedetto lleva años soltero.
Desde que yo era niño.
Eve me mira. Agacha la cabeza, sus grandes ojos marrones se asoman
detrás de unas espesas pestañas negras y lo detesto. Es una trampa. Ojos
expresivos, extremidades delgadas y rasgos delicados. Está hecha para
atraer a los hombres. Es como azúcar mezclado con veneno. Sabe dulce
pero al final te mata. Me niego a dejar que me convierta en un tonto débil.
—¿Qué tanto sabes sobre el negocio de tu padre? —le pregunto.
Mi padre me clava la mirada, extrañado por mi intromisión, pero mis ojos
están posados en Eve. Quiero que sienta la intensidad de mi mirada. Quiero
que se sienta como si la estuvieratocando, que sepa que la miro y, lo que es
más importante, que la veo por lo que es.
Levanta el rostro para mirarme. Sus labios son rosados y me fijo en su
barbilla para no distraerme.
—No mucho, no.
—¿Sabes que tu padre es responsable de la muerte de varios de mis
amigos? —«amigos» es una palabra generosa, pero no importa—. Mi padre
y yo estamos muy afectados por sus muertes. Es un duro golpe para nuestra
organización.
Sus labios se tensan.
—No, no lo sabía.
—Parece que hay muchas cosas que no sabes —dice mi padre y arquea una
ceja.
—No saber no te exime de responsabilidad —sigo—. Eres la hija de
Benedetto Furino y tu familia nos ha hecho daño. Ahora te pregunto: ¿qué
estás dispuesta a hacer para resarcirnos?
Eve alterna su peso entre uno y otro pie, y los músculos de sus piernas se
contraen bajo la piel. No parece alguien que se haya pasado la vida
estudiando cocina. Su cuerpo es firme, tonificado y curvilíneo y, aunque
hay ira y rabia hirviendo bajo mi piel, también hay algo más. Algo caliente
y famélico.
—Puedo darles dinero —afirma—. Mi padre tiene mucho. Cualquier precio
que consideren justo, estoy segura de que podemos…
Mi padre emite una carcajada mordaz, que interrumpe la voz de Eve
provocando que parpadee rápido y que su mirada pase del suelo a la mesa,
luego a mi cara y de vuelta al suelo. Ojalá dejara de mirarme.
—Mi padre está en lo cierto. Han muerto personas —le digo—. El dinero
no alcanza para pagar eso.
—Entonces no puedo pensar en nada que yo les pudiera ofrecer para pagar
por sus pérdidas —dice.
Mi padre echa la cabeza hacia atrás, y saca la lengua para mojarse los
labios.
—Se me vienen a la mente algunas ideas.
El apetito en mi interior se aviva y ruge ante las posibilidades que mi padre
está sugiriendo. Un instinto de protección hacia esta mujer que no conozco
ni me preocupa.
—Ven aquí —mi padre le hace señas a Eve con un dedo para que se
acerque, y con la otra mano se da unas palmaditas en el regazo—. Siéntate
y discutiremos las opciones.
Eve se sonroja. Primero su cara, y luego se ruborizan su cuello y sus
piernas. Comprendo que sabe lo que mi padre quiere decir, las cosas que
pasan por su mente. Eve aparta la mirada.
—Estamos en público.
—¿Acaso tengo cara de que me importa? —gruñe mi padre.
Eve es tan intempestiva. Es problemática, pero apuesto que sus tendencias
violentas, al igual que las mías podrían ser domadas y transformadas en
algo útil, algo constructivo. Solo necesita una mano fuerte que la guíe.
¿Por qué no la mía?
No, claro que no. Mi padre ha tratado de convencerme de que me case en el
pasado, por lo menos para continuar el linaje familiar, pero yo no estoy
hecho para eso. Nunca tuve un vínculo cercano con nadie además de él, ni
he confiado en nadie más o dependido de otra persona, y es porque soy
incapaz. El matrimonio requiere confianza, respeto y amor, y yo no puedo
ofrecer nada de eso.
A pesar de todo, respeto a Eve. Me asombra su valentía, sin importar los
problemas que me ha causado su familia. Eso es algo, ¿no?
Da un paso hacia mi padre, mientras muchas preguntas, ideas y
pensamientos se amontonan en mi cabeza, luchando por tener prioridad. Sin
embargo, lo que termina aflorando en mi conciencia continuamente es solo
una palabra: no.
Mi padre se palmea el regazo, abre los brazos para que Eve se acomode ahí
y hace que quiera voltear la mesa y usarla como barrera para mantenerlos
separados. Ella se agacha para deslizar las piernas por debajo de la mesa y
cumplir sus designios, con ojos húmedos por las lágrimas que intenta
contener. No puedo mirar ni un segundo más.
—Tengo otra idea.
Eve, quien estoy seguro busca con desesperación cualquier excusa para no
sentarse en el regazo de mi padre, se levanta de inmediato. Mi padre se
vuelve hacia mí con el labio superior fruncido.
—¿Y cuál sería esa idea?
Está frustrado conmigo y, quizá por primera vez en mi vida, no me importa.
Le doy la espalda y miro a Eve.
—Te ofreceremos la paz a cambio de tu mano.
Una expresión de horror cruza su rostro, y sus ojos miran a mi padre antes
de volver a mirarme a mí.
—Para mí —aclaro.
Parece algo menos alterada con esa oferta, pero no mucho.
—¿Qué? —pregunta, con los labios entreabiertos por la sorpresa.
Mi padre se hace eco de sus palabras.
—¿Te das cuenta de que le estás ofreciendo la paz a nuestros mayores
rivales? ¿Estás ofreciendo unir a nuestras familias? Es inaudito.
—Quizás sea algo bueno —declaro sin dejar de mirar a Eve—. Todos
queremos la paz, ¿no es así?
Yo no. Nunca he buscado la paz. En este mismo momento, me siento
mortífero. Me pican las manos por ahorcar y golpear a alguien o algo.
Siempre ha sido mi forma de desahogarme. La forma en que podía
expresarme mientras servía al propósito de mi familia. El matrimonio es lo
más lejano de matar que se me ocurre y, no obstante, hice mi oferta.
—Hay otras maneras —replica mi padre.
Sacudo la cabeza, desobedeciéndolo abiertamente.
—Esta es la única manera. Es la mejor salida para todos.
Mi padre abre la boca para discutir, pero, antes de que pueda hacerlo, Eve
toma la palabra. Se aparta de la mesa con el rostro pálido, lo que hace que
sus labios parezcan todavía más rosados.
—No es lo mejor para mí. Sospecho que tampoco para ti, pues yo no te haré
feliz y ningún hombre que piense que soy una moneda de cambio podría
hacerme feliz a mí.
—¿Te niegas? —pregunta mi padre, y suena ofendido a pesar de haber
protestado momentos antes por la propuesta.
Eve asiente.
—Así es. No me casaré contigo.
Voltea y se va. Mientras la veo marcharse, con la falda aún más corta por
detrás que por delante, me pregunto si tiene razón. Desde este punto de
vista, parece que podría hacerme feliz.
Cuando ya no está, mi padre me encara.
—Por favor, cuéntame cuándo fue que me derrocaste —me dice, con la
barbilla presionada entre el pulgar y el índice—. Sería la única razón
apropiada para que me interrumpieras e hicieras cualquier oferta de
negocios sin consultarme primero.
Todavía no puedo creer mi atrevimiento. Si Eve hubiera aceptado la oferta,
no estoy seguro de lo que habría hecho. Pero no puedo dejar que mi padre
vea mi incertidumbre. No puedo dejar que sepa que, de algún modo, a pesar
de mis intentos de minimizar su influencia, Eve consiguió impresionarme.
—Lo siento —contesto brevemente—. Pensé que estarías de acuerdo.
Refunfuña en voz baja, pero sigo demasiado distraído como para prestarle
atención. Uno de los hombres de mi padre sale de la cocina y se acerca a
nuestra mesa. Se inclina para susurrarle al oído. Mi padre asiente, le da un
mensaje y lo envía de vuelta a la cocina.
—La chica será nuestra camarera esta noche —dice, apartando el plato de
pasta que le trajo Eve. Todavía está caliente—. Seguiremos con el plan
original. Jugamos con la comida, y luego nos la comemos. Sin dejar sobras
ni migajas. ¿Entendido?
Normalmente, asentiría sin pensar. Pero esta vez titubeo. No por mucho,
pero lo suficiente para que mi padre se dé cuenta y me dirija una ceja
levantada.
—¿No es el matrimonio peor que el asesinato en este caso? —pregunto—.
Benedetto odiaría ver a su hija casada con el hijo de su rival, verla
embarazada de la semilla de sus enemigos. Casarse con Eve podría ser un
castigo peor que asesinarla. Causaría un dolor duradero y a largo plazo.
Mi padre sacude la cabeza.
—¿Desde cuándo abogas por la vía no violenta, hijo? Quizá deberías
ceñirte a lo que sabes y dejar que yo me ocupe de los detalles.
Cuando Eve vuelve al comedor, con un bloc de notas en la mano, parece
derrotada. Es una luchadora, pero se está cansando. Lo noto en su mirada y
en sus hombros caídos. Mi padre le ladra órdenes, la insulta cada dos por
tres y me lanza miradas mordaces para que participe, pero yo también estoy
agotado.
—¿Qué rayos te pasa? —pregunta mi padre cuando ella se va—. ¿Dónde
tienes la cabeza?
—Un matrimonio con Eve nos da el control sobre Benedetto y la familia
Furino —sigo abogando por esta idea que no parece mía—. Si se atreve a
desafiarnos de nuevo, tenemos a su hija en nuestro poder.Podemos
castigarla, lastimarla, incluso matarla si queremos. Deshacernos de ella
ahora lo enfurecerá y causará una guerra, mientras que retenerla como
rehén nos da tiempo para tramar un mejor plan.
—¿Cuándo olvidarás esta idea? —peina su pelo gris con una mano y se
acomoda la corbata—. La chica no aceptó la oferta. Quiere guerra y guerra
les daremos. Ya basta.
La cena es tensa e incómoda, interrumpida por momentos de mayor tensión
cada vez que Eve aparece para servirnos los platos o nuestras bebidas.
Cuando se inclina sobre la mesa para llenar mi vaso, a mi padre
prácticamente se le cae la baba al ver su escote. Extiende la mano para
tomar su vaso y roza su pecho. Mi mano se mueve con vida propia hacia la
navaja que llevo en el bolsillo. Tocarla me resulta reconfortante y familiar.
Se siente como tomar las riendas de la situación, algo que llevo ansiando
toda la noche.
Eve se aparta de su toque y comienza a recoger los platos en silencio.
Recoge los cubiertos usados en una mano y deja caer todo sobre una pila de
platos sucios. Excepto por un cuchillo de sierra en su mano derecha, según
veo, que sostiene con la hoja hacia delante y la mano enroscada en el
mango, igual que como yo empuño la navaja que llevo en el bolsillo. Este
cuchillo común no me mataría, pero podría lastimarme. Sobre todo si me lo
clavara en la cara expuesta. Eve se pasea por la mesa, colocando los platos
en una pila cada vez mayor, pero el cuchillo permanece en su mano
mientras se acerca a mí.
De por sí, mi corazón está acelerado por su cercanía. La adrenalina me
corre por las venas y ahora ella está justo delante de mí con el cuchillo. Eve
da media vuelta para coger un vaso de agua en mi lado de la mesa y yo
reacciono como me enseñaron. Como un perro que oye la campana de la
cena salivo, me sobresalto. La navaja se desliza desde el bolsillo de mi saco
y Eve sigue mis movimientos. Por la repentina vacilación en su rostro, sé
que la ve y cree saber lo que significa. Retrocede de un salto, llevándose los
platos sucios y el cuchillo de sierra prácticamente corriendo hacia la relativa
seguridad de la cocina.
Mi padre mira hacia abajo, ve la hoja en mi mano y sonríe con aprobación.
—Eso es, hijo. Cíñete al plan. Atorméntala, mátala y acaba con esto.
Le hago un gesto con la cabeza y vuelvo a guardar la navaja en el bolsillo
de la chaqueta.
Conozco bien esta sensación. El orgullo de ser el hombre más temible y
dominante de la sala, el hombre ante el que la gente se acobarda. Sin
embargo, esta vez hay un matiz distinto. Amargo.
Creo que me siento mal por Eve Furino.
5
EVE
Después de todo lo que pasó en La Corona Flotante en los últimos dos días,
no estoy muy segura de que Makayla vaya a aparecer para nuestra hora feliz
habitual antes del turno de la cena. Ni siquiera la culparía por dejarme
plantada. No creo que mucha gente sepa el alcance de mi conexión familiar
con la Bratva, pero la tensión en la cocina es palpable. Está claro que estoy
en la lista negra de Cal Higgs, y Makayla haría bien en mantenerse alejada.
Sin embargo, debe de ser una tonta muy buena, porque entra por la puerta
del bar un minuto antes de la hora habitual.
El Lounge es demasiado a la moda para mi gusto, pero está cerca del
restaurante. Significa que podemos beber un poco más de lo que
deberíamos, y luego dejar nuestros autos en el estacionamiento y caminar al
trabajo. Los asientos están hechos de asientos de autos refaccionados,
ninguna de las sillas hace juego y, en lugar de ventanas, hay puertas de
garaje de cristal desde el suelo al techo, que pueden abrirse cuando hace
buen tiempo para sentir la brisa y el ataque de las moscas en el interior. Los
cócteles son cosas de las que nunca he oído hablar y cuestan el doble que en
cualquier otro sitio. El camarero me mira como si acabara de matar a su
gato cada vez que le pido un café con bastante leche.
—¡Eve! —exclama Makayla. La emoción en su voz sustituye un saludo
apropiado. Cuelga su bolso en el respaldo de la silla y echa un vistazo a mi
taza para ver qué pedí. Hace una mueca—. Seguro el barista te puso mala
cara.
—No tuvo piedad —me río.
—¿Cuándo vas a aprender? —bromea—. Es como echar ketchup a un filete
bien cocinado. Compran café de lujo y lo preparan para que no tengas que
añadirle nada.
—Aunque sea el más elegante, sigue sabiendo a jugo de frijoles quemados
sin un poco de crema y azúcar —me encojo de hombros.
Makayla sacude la cabeza con los labios fruncidos.
—Para ser chef, tu paladar para el café es pésimo.
—Sobreviviré de algún modo —levanto el menú de bebidas—. El especial
de esta semana es un coctél de pollo agridulce.
Arruga la nariz con disgusto.
—Eso suena asqueroso. Dame un segundo, voy a pedirlo.
Me río mientras ella se acerca a la barra y pide su bebida. El camarero le
dedica una gran sonrisa y se inclina sobre la barra, como si los tres clientes
de la sala estuvieran haciendo demasiado ruido para poderla oír de otra
manera. Pero Makayla se limita a pedir su bebida, deja una propina y
vuelve a la barra, ajena a todo. Cada vez que Makayla y yo salimos juntas,
los chicos prácticamente se le tiran encima y ella o no se da cuenta o no le
importa. Siempre estoy medio tentada a decirle que coquetee e intente
buscarse un buen chico, pero tuve suficientes personas en mi vida
presionando para que busque una relación y no quiero hacerle lo mismo a
Makayla. Sean cuales sean sus razones para no comprometerse -desinterés o
ingenuidad-, es su decisión.
—El barista parecía sorprendido de que quisiera pedirlo —explica
acomodándose en su silla.
—Puede que sea el primero que venden en toda la semana.
—Esperaba que los hipsters fueran más aventureros.
—Lo son —dice ella—. Pero solo con sus reemplazos para la leche. ¿Sabías
que ahora existe la leche de avena? Pensaba que ordeñar frutos secos era
extraño, pero ahora también ordeñamos cereales. Eso sí que es aventurarse.
Me carcajeo. Echo la cabeza hacia atrás, cierro los ojos y me siento bien.
Hacía días que no me reía.
Al parecer, Makayla se da cuenta.
—Debes sentirte mejor ahora que anoche.
Suspiro.
—¿Cuánto de eso llegaste a ver?
—Lo suficiente —sus finos labios se fruncen en un gesto nervioso y se
queda contemplando la mesa, con el dedo recorriendo la veta de la madera
—. ¿Quién era el tipo que estuvo en la cocina toda la noche? Me asustó.
Pensé que Cal lo echaría, pero ni siquiera lo miró.
Me encojo de hombros.
—No sé cómo se llama.
—¿Es… —vacila, intentando encontrar la palabra adecuada— peligroso?
No quiero mentirle a Makayla, pero tampoco quiero decirle la verdad. Es
una de las únicas amigas normales que tuve en mi vida y no quiero
enredarla en mis problemas, así que me conformo con una mentira por
omisión.
—No para ti.
Esto no parece consolarla.
—¿Acaso estás en un lío? Los de la mesa que atendiste anoche te miraban
como si quisieran comerte.
El barista se acerca a nosotras y se inclina sobre el hombro de Makayla para
ponerle la bebida delante. La roza con su cuerpo. Makayla no se muestra
molesta ni sorprendida. Le da las gracias sin levantar la vista y vuelve a
centrar toda su atención en mí. Veo que el hombre parece visiblemente
acongojado mientras se aleja, decepcionado por su aparente falta de interés.
—Son unos imbéciles —refunfuño al recordar el pavor que me helaba la
espina dorsal cada vez que tenía que acercarme a los hombres Volkov. Iván
se dedicó a humillarme e insultarme, pero su hijo -Luka, si no he oído mal a
Iván- era un enigma. Mientras que Iván sonreía como el gato de Cheshire y
enseñaba las garras siempre que podía, Luka se mantenía al margen.
Observando, siguiéndome con la mirada como un ave rapaz a un ratón, pero
sin abalanzarse sobre mí. Eso era más inquietante que cualquier otra cosa.
Cuando lo vi sacar la navaja mientras atendía su mesa, pensé que me
atacaría. Corrí al auto luego de mi turno, segura de que saldría de entre las
sombras y me la clavaría en el pecho. Al llegar a casa, cerré las puertas y
vigilé las ventanas esperando a que apareciera, pero no fue así.
¿Qué quería?

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