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Organización como dinamita La sindicalización de presos como muchísimo más que una mera reivindicación laboral Maximiliano Postay1 Jamás un trabajador preso podrá gozar de los mismos derechos que un trabajador libre. El encierro como preámbulo de ejercicio de la prerrogativa “trabajo” obstruye en forma completa la elucubración práctica de dicha equivalencia ideal. No obstante, los procesos de sindicalización de los trabajadores privados de la libertad ambulatoria avalados por la CTA, en Buenos Aires hace un año y en Viedma desde el pasado 2 de agosto, merecen ser enérgicamente celebrados; y no sólo por mejorar las condiciones laborales de personas que ante la ausencia de esta protección colectiva son explotadas de manera inadmisible por el sistema penitenciario, sino también por constituirse en prácticas revolucionarias, cuyo potencial transformador excede con creces incluso sus propias pretensiones constitutivas. Si bien terminar con la explotación laboral intramuros es urgente y sumamente importante, el derecho al “trabajo” se vuelve casi una “excusa” si interpretamos la inserción de la sindicalización en la cárcel en un contexto analítico socio-cultural de fondo. Al incorporar “organización gremial” a la cárcel (o en definitiva, “organización” a secas), además de beneficiar material y circunstancialmente a los trabajadores presos, estamos cuestionando “una lógica determinada”, y con ello, ni más ni menos que la propia existencia y/o razón de ser de los establecimientos penitenciarios; pues es precisamente esta lógica la que desde su génesis viene apuntalando invariablemente la vigencia de estos. Desde sus orígenes, allá por mediados del siglo XIX, la cárcel se fundó en el impulso de la exclusión por partida doble. Externa, a partir de encerrar tras los muros de una jaula a los eventuales responsables de una conducta catalogada como “delito” por la autoridad de turno; e interna, procurando que los presos rara vez puedan vincularse los unos con los otros, considerando “motín” incluso el hecho de solicitar algún bien de uso cotidiano (un jabón, una toalla o agua caliente) en forma conjunta u organizada. Las consecuencias de dichas prácticas son fáciles de imaginar. Nada bueno puede ser fruto del encierro. Los prisioneros, poco a poco, irán transformándose en seres resentidos, violentos, desconfiados, distantes, con enormes dificultades para entablar relaciones de amistad o amor. La supervivencia será su único objetivo. El propósito carcelario estará largamente satisfecho. 1 Abogado, UBA. Máster en Criminología y Sociología Jurídico Penal, Universidad de Barcelona. Profesor de Derechos Humanos y Garantías, Programa UBA XXII y Coordinador del Espacio Locos, Tumberos y Faloperos (LTF). Los sindicatos, por su parte, suponen todo lo contrario. Más allá de internas políticas varias y muchas veces antipáticas, sus dinámicas se fundamentan en la consolidación de un colectivo solidario y en la reivindicación de los derechos laborales de quiénes lo integran. El diálogo, el intercambio y la negociación “de igual a igual” con la patronal son moneda corriente. El compañerismo y la superación del egocentrismo superviviente, también. Llevada adelante sin contaminación burocrática, sin corruptela barata y sin convicciones endebles la sindicalización de los presos, más allá de la forma específica en la que ésta se efectivice, representa sin duda alguna una considerable cantidad de cartuchos de dinamita colocada estratégicamente en el núcleo mismo de la arquitectura carcelaria. Ojalá los artilugios camaleónicos del sistema penal, sus “anticuerpos” y la máxima del “cambio algo para no cambiar nada” no terminen desvirtuando esta excelente iniciativa.
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