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¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS? PROBLEMAS DE LEGITIMIDAD EN LAS INTERVENCIONES HUMANITARIAS Federico Arcos Ramírez ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS? PROBLEMAS DE LEGITIMIDAD EN LAS INTERVENCIONES HUMANITARIAS INSTITUTO DE DERECHOS HUMANOS BARTOLOMÉ DE LAS CASAS UNIVERSIDAD CARLOS III DE MADRID DYKINSON, 2002 Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información y sistemas de recuperación, sin permiso escrito del AUTOR y de la Editorial DYKINSON, S.L. Con la colaboración de la Fundación O.N.C.E. © Copyright by Federico Arcos Ramírez Madrid, 2002 Editorial DYKINSON, S.L. Meléndez Valdés, 61 - 28015 Madrid Teléfono (+34) 91544 28 46 - (+34) 91544 28 69 e-mail: dykinson@telefonica.net http: // www.dykinson.es http: // www.dykinson.com ISBN: 84-8155-934-2 Preimpresión por: iCubo S.L. http://www.icubo.com e-mail: info@icubo.com Teléfono (91) 855 14 64 Impreso por: A Eva ÍNDICE Pág. NOTA PRELIMINAR ...................................................................................... 11 I. INTRODUCCIÓN. LAS INTERVENCIONES HUMANITARIAS Y LAS DEBILIDADES DEL ORDEN INTERNACIONAL.............. 13 II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN BASADAS EN EL VALOR DEL ESTADO.............................................................. 21 2.1. El carácter estatista de la sociedad internacional .......................... 21 2.2. La soberanía......................................................................................... 24 2.3. La analogía con el individuo............................................................. 27 2.4. Otras justificaciones del valor del Estado y deber de no injerencia: el consentimiento de los ciudadanos y el derecho de autodeterminación .............................................................................. 32 2.5. Una lectura comunitarista del valor del Estado: los derechos de soberanía e independencia política como protecciones de las comunidades políticas........................................................................ 36 2.6. La soberanía cultural.......................................................................... 42 III. UNA JUSTIFICACIÓN DE LAS INTERVENCIONES HUMANITARIAS EN LOS DERECHOS HUMANOS MÍNIMOS................................................................................................... 53 3.1. Debilidad téorica vs. fuerza práctica del relativismo ético-cultural. 53 ÍNDICE10 3.2. La respuesta minimalista al relativismo ético-cultural................. 56 IV. EL COSTE DE LAS GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS...................................................................... 67 4.1. Consecuencialismo vs. Deontologismo .......................................... 67 4.2. Consecuencias humanitarias. Proporcionalidad, justa causa, último recurso y resultado humanitario .......................................... 73 4.3. Las repercusiones de las intervenciones humanitarias sobre el orden internacional ............................................................................. 87 V. CONSIDERACIONES FINALES ....................................................... 105 BIBLIOGRAFÍA CITADA ............................................................................. 111 Pág. NOTA PRELIMINAR Este trabajo tiene su origen en un curso de verano dedicado a las interven- ciones humanitarias que, bajo la dirección de Virgilio Zapatero y Manuel Marín, organizó la Universidad de Alcalá de Henares en julio de 2000. Fue pre- cisamente el primero de ellos el que llamó mi atención no sólo sobre el interés de una problemática que, sobre todo a raíz de la intervención en Kosovo, no había dejado de interesarnos a muchos, sino especialmente, y en contraste con la modesta pero al menos apreciable presencia de publicaciones que abordaban el tema de la legalidad internacional de estas operaciones (como las de Remiro Brotons, Ramón Chornet, etc.,) sobre la sorprendente ausencia de estudios que abordaran la cuestión relativa a su legitimidad ética y política. Mis lecturas posteriores me han permitido comprobar que, aunque poco abundantes en la bibliografía española, los artículos y monografías que como las de los profeso- res Eusebio Fernández, Garzón Valdés, Ruiz Miguel, etc., abordan esta temá- tica son, en general, excelentes, pero que es en la literatura angloamericana donde este tema viene recibiendo un tratamiento más amplio y completo. Desde el verdadero clásico en este tema como es Just and Injust Wars de Michael Walzer, hasta los más recientes trabajos como Saving Stangers de N.Wheeler o Virtual War de M.Ignatieff, pasando por el muy citado libro de F.Tesón sobre los aspectos jurídicos y éticos de las intervenciones humanita- rias, ha sido en los EE.UU, Gran Bretaña y, más recientemente, los países escandinavos donde viene dedicándose más atención a los problemas relativos a la legitimidad de estas pretendidas “guerras en defensa de los derechos huma- nos”. Este trabajo pretende ser una modesta y seguramente precipitada aporta- ción al análisis y debate sobre estos temas realizada desde una perspectiva ius- filosófica. Debo mostrar mi agradecimiento, además de Virgilio Zapatero, por haber despertado mi interés profesional por este tema y su constante apoyo y con- fianza para llevar ésta y otras muchas tareas adelante, en primer lugar a Grego- NOTA PRELIMINAR12 rio Peces-Barba que tanto interés y afecto ha puesto para hacer posible su publicación; a Rafael de Asís Roig, quien tan amistosamente me ha brindado la posibilidad publicarlo en la colección de cuadernos “Bartolomé de las Casas”; a Javier Roldán Barbero, que ha leído pacientemente el manuscrito y ha formu- lado un buen número de observaciones críticas que espero haber aprovechado; finalmente a Eva Díez Peralta y Carmen García Ruiz por haber tenido la suerte de discutir con ellas estos temas en las inolvidables sobremesas que comparti- mos durante una estancia de investigación en el Instituto Universitario Euro- peo de Florencia. Almería, septiembre de 2001 I. INTRODUCCIÓN. LAS INTERVENCIONES HUMANITARIAS Y LAS DEBILIDADES DEL ORDEN INTERNACIONAL Pese a los indudables logros alcanzados gracias a la Carta de San Francisco, la Declaración Universal de 1948 y los Pactos de 19661, el proceso de universa- lización de los derechos humanos está aún lejos de haberse completado y, por momentos, da la impresión de estar condenado a no pasar de ser más que una aspiración ética y jurídica2. En gran medida, ello obedece a las dificultades que conlleva lograr que los Estados trasciendan la retórica de las declaraciones políticas y asuman coherentemente las obligaciones derivadas de la prestación de su consentimiento en los tratados internacionales sobre esta materia. Como es sabido, aquéllos pueden desconocer sus compromisos internacionales supe- ditando el efectivo funcionamiento de los mecanismos de protección del Dere- cho internacional de los derechos humanos a la voluntad de los gobiernos. Lo cierto es que la comunidad internacional carece todavía de un poder político que garantice la eficacia de este ordenamiento lo que, como ha puesto de mani- fiesto Gregorio Peces-Barba, la colocaría en una situación similar a la poliar- quía medieval previa a la formación del Estado moderno3. Valga el siguiente 1 Vid. CASSESE, A., Los Derechos Humanos en el mundo contemporáneo, trad. de A. Pentimalli y B. Ribera de Madariaga, Ariel, Barcelona, 1993, pp. 17-30; SOMMERMANN, K.P., «El desarrollo de los derechos humanos desde la declaración universal de 1948» en PÉ- REZ LUÑO, A.E., Derechos humanos y Constitucionalismoante el tercer milenio, Marcial Pons, Madrid, 1996, pp. 97-112. 2 Sobre el papel de la Declaración Universal de Derechos Humanos en el proceso de in- ternacionalización de los mismos vid. ANSUÁTEGUI ROIG, F.J., “La Declaración Universal de Derechos Humanos y la Ética Pública”, Anuario de Filosofía del Derecho, XVI, 1999, pp. 199-223. 3 PECES-BARBA, G., Curso de derechos Fundamentales. Teoría General, Universi- dad Carlos III de Madrid-BOE, Madrid, 1995, p. 173. ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?14 dato: sólo un tercio de los Estados miembros de la ONU se han sometido hasta ahora a la jurisdicción del Tribunal Internacional de Justicia. En consecuencia, la posibilidad de instaurar una Corte internacional basada en un sistema de jurisdicción similar al existente en los tribunales nacionales no parece, de momento, un objetivo alcanzable. La frustración que esta asimetría entre los medios de protección y el poten- cial violador del Derecho internacional ha venido suscitando entre todos aque- llos que creen y luchan por los derechos humanos ha comenzado a vivirse con una especial ansiedad una vez que, superada la época del mundo bipolar escin- dido en alineamientos ideológicos irreconciliables, parecían despejarse algu- nos de los principales obstáculos políticos que, durante años, habían impedido dicho avance. Ese retraso, forzado al mismo tiempo que justificado por la gra- vedad de las desgracias que su ignorancia hubiera ocasionado, parecería tener que ceder ahora su lugar a una cierta urgencia por acometer el compromiso con la efectiva universalización de los derechos humanos. Un sentimiento que ha adquirido unas proporciones inusitadas en los últimos años por, no ya sólo el conocimiento sino, por primera vez en la historia, la contemplación en directo a través de la televisión de nuevos ultrajes contra la humanidad, como las gue- rras civiles y étnicas en Ruanda, los Balcanes y Timor Oriental4. Se ha producido así, tal y como afirma Ignatieff, un profundo cambio en la atmósfera moral de la política internacional5, que ha dado paso a la apertura de nuevos frentes en la defensa de los derechos humanos. El primero de ellos es relativamente reciente y lo constituyen los pasos dados para acabar con la impunidad de los responsables de violaciones de los derechos humanos que alcanzan el nivel de crímenes contra la humanidad: el Convenio de Roma sobre la creación del Tribunal Penal Internacional y la decisión del Comité de Apela- ción de la Cámara de los Lores, en relación con la solicitud de extradición por los delitos de genocidio y tortura, declarando la no inmunidad del general Pino- chet. El otro gran frente de defensa de los derechos humanos abierto en los últi- mos años por la comunidad internacional es el del nuevo humanitarismo. Desde principios de los noventa, organizaciones como el Comité Internacional 4 La literatura anglomericana habla de un efecto CNN para referirse a la influencia que los medios de comunicación y, en especial, la televisión, han ejercido en la respuesta a las si- tuaciones humanitarias. Vid. ROBINSON, P., “The CNN effect: can the news media drive fo- reign policy?, Review of International Studies, 25, 1999, pp. 301-309; FIXDAL, M. and SMITH, D., "Humanitarian Intervention and Just War," Mershon International Studies Review, 42, 1998, p. 284. 5 IGNATIEFF, M., El honor del guerrero. Guerra étnica y conciencia moderna, trad. de P.Linares, Taurus, Madrid, 1999, p. 89. I. INTRODUCCIÓN 15 de la Cruz Roja, la UNICEF y el ACNUR han venido realizando operaciones de billones de dólares y sirviéndose de los medios de comunicación mundial para lograr una auténtica demanda popular de intervenciones humanitarias internacionales. La comunidad internacional ha ordenado desde entonces actuaciones de gran alcance: entre otras, el rescate humanitario de los kurdos y la posterior creación de una zona de seguridad para ellos bajo la protección del paraguas aéreo norteamericano; la intervención en Somalia para acabar con la lucha entre facciones rivales y llevar alimentos a la víctimas del hambre; el envío de tropas de la ONU a Bosnia para proteger los convoyes de ayuda humanitaria, etc6. Aunque algunas de estas actuaciones se han culminado con un razonable éxito, desde hace algún tiempo son bastantes las voces que han comenzado a cuestionar seriamente hasta qué punto las intervenciones humanitarias son una dirección acertada en la defensa de los derechos humanos. El modo tan insatis- factorio en que terminó la intervención en Somalia, la incapacidad de la comu- nidad internacional para hacer algo en orden a detener el genocidio de más un millón de personas en Ruanda, la lentitud con la que se intervino finalmente en Bosnia, habrían sembrado sombras y dudas acerca de si la comunidad interna- cional está realmente preparada para intervenir, si sabe siempre cuándo y dónde debe actuar, e, incluso, si debe realmente hacerlo. A todo ello han venido a añadirse los problemas generados por la intervención militar llevada acabo en 1999 por la OTAN sobre el territorio de Kosovo que, como es sabido, ha provocado una división entre intelectuales y juristas a la hora de valorar su oportunidad y legitimidad. Para algunos, estaríamos ante un auténtico acto de defensa de los derechos humanos y han llegado incluso a ver como algo más que una casualidad que el día del comienzo de los bombardeos de la Alianza Atlántica, el 24 de marzo, fuese el mismo en que los cinco lores británicos resolvieron la no inmunidad del exdictador de Chile7. Para otros, con esta ope- ración se habría puesto de manifiesto que las intervenciones humanitarias corren el riesgo de convertirse en una nueva forma de imperialismo y en una seria amenaza para el orden internacional que –aunque imperfecto– se ha logrado conservar desde 1945. Por tanto, ¿se pueden considerar las intervenciones bélicas humanitarias uno paso necesario y acertado para superar las debilidades del sistema de garantía internacional de los derechos humanos? ¿Resulta aceptable violar la soberanía de un Estado para detener actos como el genocidio, la limpieza 6 Ibídem, p. 90. 7 CAPLAN, R., “Humanitarian Intervention? Which way fodward?”, Ethics and inter- national affairs, 14, 2000, pp. 23-28. ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?16 étnica, etc.? ¿Puede ser el uso de la fuerza armada un instrumento adecuado para proteger los derechos internacionalmente reconocidos? En apoyo de una respuesta afirmativa se declara que las intervenciones humanitarias no hacen más que tomarse en serio los derecho humanos. Si éstos son fuente de deberes correlativos absolutos que han de ser respetados y –si fuera necesario– hechos observar por encima de cualquier otra consideración social, política o jurídica, las intervenciones serían expresión de una convic- ción tan profunda sobre la moralidad, universalidad y perentoriedad de tales derechos como para justificar su defensa frente a otros Estados, incluso mediante el empleo de las armas y el sacrificio de los propios nacionales8. Las intervenciones humanitarias serían así el fruto de un progreso en los sentimien- tos morales de algunos individuos y pueblos capaces de comprometerse con el sufrimiento de otros y superar la tendencia resignada o indiferente hasta ahora dominante de tolerar todo lo que ocurre más allá de sus fronteras9. Si, como dijera Raymond Aron, el miedo a la guerra suele ser la oportunidad del tirano, tomarse en serio la defensa de los derechos humanos justificaría que llegados a un extremo, pongamos fin a nuestra complicidad y política de apaciguamiento y venzamos por la fuerza10. La intensidad de estas convicciones ha llegado a alcanzar por momentos tal apogeo que la emotividad del término intervención parecería haber cambiado su signo y, con ello, invertido también la carga la prueba. Parecería ahora que son los críticos y no los defensoresquienes han de argumentar en contra para demostrar su ilegitimidad11. 8 No en vano, en relación con la primera de tales circunstancias, se ha señalado la exis- tencia de una cierta inclinación a percibir la predisposición para recurrir al uso de la fuerza como un indicativo acerca de cuáles son las exigencias o pretensiones que podrían ser cualificadas como “derechos humanos”. Vid. LAPORTA, F., “Sobre el concepto de derechos humanos”, Doxa, 4, 1987, p. 38; LÓPEZ CALERA, N.M., Filosofía del Derecho (I), Comares, Granada, 1997, p. 210. 9 WALZER, M., “La política de la diferencia: estatalidad y tolerancia en un mundo mul- ticultural”, Isegoría, 14, 1996, p. 48. 10 LUKES, S., «Cinco fábulas sobre los derechos humanos», en SHUTE, S. y HURLEY, S. (eds), De los derechos humanos, trad. de H. Valencia Villa, Trotta, Madrid, 1998, p. 46. 11 Hasta ahora, la opinión mas extendida era la expresada en los siguientes términos por Garzón Valdés: “calificar a una acción como intervención es colocarle una especie de rótulo pe- yorativo que exige una justificación de la misma. La intervención es, en este sentido, imputada a un agente que debe correr con la carga de la prueba y demostrar que su acción o bien no era una intervención o, en caso afirmativo, que tenía buenas razones morales para actuar como lo hizo”. GARZÓN VALDÉS, E., «Intervencionismo y Paternalismo», en Derecho, Ética y Polí- tica, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993, p. 396. De ahí que, para Remiro Bro- tóns, “el carácter progresista de la no intervención ha de presumirse; el de la injerencia humanitaria ha de probarse caso por caso”. REMIRO BROTÓNS, A., Civilizados, bárbaros y salvajes en el nuevo orden internacional, McGraw-Hill, Madrid, 1996, p. 42. I. INTRODUCCIÓN 17 Los detractores de las intervenciones inician siempre su crítica señalando que estamos ante actos contrarios al Derecho internacional. Más que la protección de los derechos humanos, el orden consagrado por la Carta de San Francisco ha venido descansando en los principios de no intervención en los asuntos pertene- cientes a la soberanía de los Estados y de prohibición del uso de la fuerza, excepto en los supuestos de legítima defensa y restauración de la paz internacio- nal. Parece difícil poner en duda que las intervenciones humanitarias atentarían contra ambos principios ya que, por un lado, violan la integridad territorial y la independencia política de un Estado y, por otro, conllevan un uso de la fuerza no autorizado por ninguna de las excepciones de la Carta. Los más feroces críticos de las intervenciones señalan que aunque, ciertamente, algunas de estas opera- ciones dirigidas a detener una violación masiva y sistemática de los derechos humanos han logrado llevarse a cabo con la autorización del Consejo de Seguri- dad, ello no se ha debido a que el sistema de seguridad de la ONU admita la exis- tencia de un derecho o deber de intervención en tales casos, o a que sea una obli- gación impuesta para proteger los derechos humanos, sino a que dicha violación ha terminado representando una amenaza para la paz internacional. Más reparos merecen aún las intervenciones llevadas a cabo al margen de Naciones Unidas, como es el caso de la campaña de la OTAN en Kosovo. Como es sabido, ésta fue perpetrada sin la autorización previa del Consejo de Seguridad, violando así las disposiciones de la Carta relativas al uso de la fuerza. Al igual de lo que ocurriera unas décadas antes con las intervenciones de Tanzania en Uganda, o la India en Bangladesh12, es muy revelador que nin- guno de los Estados participantes en dicha campaña apelara a los derechos humanos, ni, mucho menos, invocara un derecho de injerencia humanitaria para amparar su validez jurídica13. Lejos de ello, se acudió a argumentos mucho más tradicionales y, por tanto, ajustados a derecho, como la legítima defensa, la existencia de una autorización implícita de las Naciones Unidas, y, a lo sumo, a consideraciones humanitarias, pero incluso éstas ofrecen dificulta- des para ser equiparadas a los derechos humanos14. 12 Según Walzer, las intervenciones no son casi nunca completamente humanitarias, sino que, en la mayoría de los casos, combinan elementos altruistas con el interés del Estado. Son muy raros los ejemplos claros de lo que se denominan intervenciones humanitarias. De hecho, sólo ha encontrado casos mixtos, en los que el motivo humanitario es sólo uno entre muchos. WALZER, M., Just and injust wars. A moral argument with historical illustrations, Basic Bo- oks, New York, 2ª edición, 1977, p. 101. 13 Sobre este aspecto Vid. KRISCH, N., “Unilateral enforcement of the collective Will: Kosovo, Iraq and the Security Council”, Max Planch International Yearbook of United Nations Law 3, Kluwer Law International, La Haya, 1999. 14 RAMSBOTHAM, O. y WOODHOUSE, T., Humanitarian Intervention in Contempo- rary Conflict. A reconceptualazing, Polity Press, 1996, p. 19. ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?18 ¿A qué obedece esta dificultad para justificar jurídica y políticamente las intervenciones humanitarias? Para sus más idealistas y convencidos defenso- res, el origen del problema se encontraría en el inmovilismo de la comunidad internacional y la inseguridad de la ciencia jurídica internacionalista para tras- cender el escenario coyuntural de la posguerra. Lo característico de éste ha sido la instauración de una regulación excesivamente rígida del uso de la fuerza y, sobre todo, la estructura aristocrática del Consejo de Seguridad de la ONU y el anacrónico poder paralizante del derecho de veto de sus cinco miembros per- manentes. Una reforma del capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas que autorizara como excepción las intervenciones armadas humanitarias y que ter- minara con el privilegio de las potencias clásicas, allanaría casi por completo el terreno para que la comunidad internacional pueda responder a las violaciones masivas de los derechos humanos en el interior de cualquier Estado. Para sus más pesimistas detractores, interpretar del modo anterior el rechazo o insuficiente apoyo político y jurídico de las intervenciones supone cerrar los ojos a una realidad enormemente compleja y desgraciadamente menos ideal. En primer lugar, la ausencia de una concepción compartida de justicia internacio- nal encarnada en los derechos humanos15 y la presencia, por el contrario, de un consenso sobre los derechos de los Estados a la autonomía política y territo- rial16. Ante la imposibilidad de alcanzar un acuerdo sobre los principios que deben presidir la interpretación y protección internacional de los derechos humanos, la proclamación de un derecho de injerencia humanitaria pondría en peligro la prohibición de intervenir vigente en la sociedad internacional17. En segundo lugar, estamos ante operaciones que pueden terminar degenerando en auténticas guerras, y aceptar que la guerra puede ser un instrumento legítimo para defender los derechos humanos supone incurrir en la gran incongruencia: la de, para defender los derechos humanos de unos individuos, admitir el uso de un medio que provoca destrucción y muerte de víctimas inocentes, violando así los derechos humanos de otras personas. En consecuencia, la única guerra jurí- dica, política y moralmente admisible es la que se lleva a cabo en legítima defensa. 15 Como declara Henry Bull, el reconocimiento o tolerancia de las intervenciones huma- nitarias se convierte en un reconocimiento o admisión implícita de una concepción compartida de los derechos humanos; y, viceversa, la negativa de la comunidad internacional al respecto, la inexistencia de dicha doctrina. BULL, H., Intervention in world politics, Clarendon Press, Oxford, 1984, p. 193. 16 Vid. THOMAS, C., «The Pragmatic Case against Intervention» en FORBER, I. and HOFFMAN, M., Political Theory, International Relations and the Ethics of Intervention, cit,, pp. 91-103.17 WHEELER, N.J, “Pluralist or Solidarist Conceptions of International Society: Bull and Vincent on Humanitarian Intervention”, Millenium, vol.21, nº3, 1992, p. 468. I. INTRODUCCIÓN 19 El objetivo de este trabajo es examinar los principales argumentos esgrimi- dos en defensa o rechazo de la legitimidad de las intervenciones humanitarias. Para ello seguiremos los siguientes pasos. En primer lugar, analizaremos de qué forma y hasta qué punto los Estados y sus derechos pueden representar o no una barrera infranqueable a las intervenciones. Intentaremos al respecto demostrar que ninguno de los argumentos basados en la existencia o los dere- chos de los Estados posee un status moral superior a los derechos de los indivi- duos por cuya salvaguarda se interviene. En segundo lugar, nos centraremos en la justificación que los derechos humanos pueden proporcionar a las interven- ciones. Ello exige, por un lado, acreditar la plena universalidad de los derechos que proporcionan una justificación de éstas y, por otro lado, analizar si los derechos humanos –además de representar una razón moral en su favor– son también suficientes para justificar las intervenciones humanitarias. A tal efecto señalaremos los límites de una justificación de las intervenciones basada úni- camente en los derechos humanos, completando el estudio de las mismas con un examen de sus consecuencias y sobre el modo en que deontologismo y con- secuencialismo pueden ser reconciliados. Al iniciar este análisis somos conscientes de que el debate acerca de la con- veniencia y legitimidad de las intervenciones puede llegar a adquirir por momentos unos perfiles muy densos. Se tiene a veces la impresión de que el mismo no gira sólo en torno a la salvación de las vidas de unos cientos o miles de personas sino que, al menos desde la perspectiva occidental, se convierte tam- bién en una polémica acerca de la estructura y jerarquía de principios que deben presidir el orden internacional. Como podremos comprobar, en el trasfondo de cualquier intento de justificación de un derecho o deber de injerencia o de la pro- hibición de intervenir hay casi siempre un modelo de sociedad mundial: idealista o realista, comunitarista o cosmopolita, basado en la subjetividad internacional únicamente de los Estados o también en la de los individuos y/o las ONG, etc. La discusión acerca de algo tan concreto como quién debe hacerlo, de qué modo, cuándo, por qué razones y a qué precio ha de intervenirse termina muchas veces por convertirse en un debate sobre cuestiones tan trascendentales como la ima- gen que tenemos nosotros mismos y el modo en que construimos nuestras iden- tidades y edificamos el mundo en el que vivimos18. Conviene, finalmente, realizar una breve aclaración en relación con el sig- nificado que a lo largo de este trabajo va a atribuirse al termino “intervención humanitaria”. Como es sabido, en el lenguaje iusinternacionalista, por “inter- 18 HOFFMAN, M., «Agency, identity and Intervention, en FORBES, I., and HOFF- MAN, M., Political Theory, International Relations and the Ethics of Intervention, Sant Martin Press, Nueva York, 1993, p. 194. ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?20 vención” se entiende toda forma de interferencia coactiva en los asuntos inter- nos de un Estado. Como proclamara en 1986 el Tribunal Internacional de Justi- cia en el caso Nicaragua, comprende la amenaza de la fuerza, la intervención armada, bien en forma de una intervención militar directa o mediante el apoyo a las actividades de grupos terroristas o paramilitares en otro Estado, e incluso las sanciones económicas o las medidas políticas si resulta probado que tienen efectos coactivos. Sin pretender con ello inmiscuirnos en una discusión termi- nológica o pretensión estipulativa que escaparía aún más a mi competencia y, al menos por lo que afecta a aquellos supuestos en que quepa calificarla tam- bién de humanitaria, he optado por reservar la expresión “intervención” para aquellos actos de interferencia en el territorio o asuntos de otro Estado que con- lleven el empleo de la fuerza armada. Parece que, fuera del lenguaje jurídico y político, se habla casi siempre de intervención para hacer referencia a un acto de interferencia armada, hablándose en los otros supuestos de –simplemente– la imposición de sanciones o la práctica de recomendaciones. Al optar por esta acepción del término intervención, quedarían también fuera del significado de las intervenciones humanitarias otras formas de actua- ción humanitaria que no consisten en el uso de la fuerza. En el lenguaje huma- nitario de las ONG y de algunas organizaciones internacionales es frecuente hacer uso de dicho término para designar todo tipo de actuación –no necesaria- mente de carácter bélico– que tenga un fin humanitario como el suministro de alimentos, la asistencia médica, el amparo de refugiados, etc. II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN BASADAS EN EL VALOR DEL ESTADO 2.1. El carácter estatista de la sociedad internacional La pervivencia de una concepción estatista de la sociedad internacional representa un freno muy poderoso no sólo para las intervenciones agresivas, sino también para las humanitarias. Es más, hablar de intervenciones en gene- ral, y de intervenciones humanitarias en particular, adquiere sentido única- mente en el marco de una comunidad internacional integrada por Estados sepa- rados por unas fronteras que, pese a ser producto muchas veces de la arbitrariedad19, no se cuestionan sino solamente traspasan temporalmente para terminar con situaciones moralmente intolerables. El hecho de que los Estados y no los individuos u otros sujetos conformen la única sociedad mundial conocida hasta ahora, vendría a constituir, al menos de momento, un elemento inamovible del paisaje, un dato que debe ser asumido por toda concepción, no digamos ya realista, sino mínimamente sensata de la justicia internacional. Si bien es cierto que en las últimas décadas el poder de los Estados se ha visto erosionado y relativizado por los derechos humanos, vislumbrar hoy una desaparición de los primeros en favor de un orden mundial fundado en el reconocimiento y protección universal de los segundos no parece 19 Para Rawls, del hecho que las fronteras sean históricamente arbitrarias no se sigue que su función en el derecho de gentes no pueda ser justificada. Lo importante no es preguntarse por esta arbitrariedad, sino por los valores promovidos por los Estados. RAWLS, J., «Derecho de Gentes» en SHUTE, S. y HURLEY, S. (eds), De los derechos humanos, cit., p. 60. Como reco- noce Walzer, es probable que las fronteras existentes en un determinado momento sean arbitra- rias, se encuentren defectuosamente dibujadas y sean el producto de antiguas contiendas. En cualquier caso, estas líneas establecen un mundo habitable. WALZER, M., Just and injust wars, cit., p. 56. ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?22 ni factible ni razonable. Por el contrario, la gran mayoría de esos Estados (sobre todo el amplio número que viera la luz tras la descolonización) defiende a ultranza el principio de no intervención, gracias al cual se consideran a salvo de viejos y nuevos colonialismos. De ahí que, en el seno de una comunidad de este tipo, resulte extremadamente complicado y despierte alarma la posibilidad de limitar los derechos de soberanía por medio de intervenciones armadas, cua- lesquiera que sean los fines y razones a los que se apele para su defensa. Desde la anterior perspectiva, la constitucionalización de los derechos humanos debería ser interpretada y valorada como un signo evidente de la moralización del orden jurídico y político internacional, pero no como el reco- nocimiento de la subjetividad internacional del individuo junto o, incluso, por encima de la de los Estados20. Por tanto, lo máximo que la comunidad interna- cional puede hacer para asegurar el disfrute delos derechos humanos es conse- guir que aquéllos se comprometan por medio de tratados internacionales que los reconozcan y garanticen. Más que vigilancia y sanción de las violaciones de los derechos humanos, la labor más decisiva de los textos jurídicos internacio- nales ha sido la inducción de cambios, con frecuencia esenciales, en las consti- tuciones de muchos Estados, casi siempre acompañados de cambios paralelos en la organización democrática de los mismos21. En ausencia o espera de un nuevo orden internacional cosmopolita, la única alternativa realista y razonable pasa, necesariamente, tanto por moralizar como por fortalecer al Estado. A juicio de Ignatieff, no existe mayor amenaza para la paz del mundo posterior a la Guerra Fría que la destrucción de los Estados y, en consecuencia, de la capacidad de sus poblaciones civiles para alimentarse y protegerse tanto del hambre como de los conflictos interétnicos22. Por esta razón M.Fixdal y D.Smith consideran un error, tanto desde una perspectiva empírica como analítica, considerar que la época de los Estados esté tocando a su fin. Es cierto que, como señalara D.Bell, la capacidad de éstos para afrontar los mayores problemas actuales es limitada, que lo mismo que el Estado es demasiado grande para responder a ciertas cuestiones, se muestra demasiado 20 Hay que distinguir, pues, entre la humanización experimentada por el Derecho Inter- nacional y la subjetividad del individuo. Pese a los significativos pasos dados en los últimos años a favor de esta última, lo cierto es que la subjetividad paulatina adjudicada a la persona humana se hace mediante el reconocimiento y garantía prestados por el Estado. ROLDÁN BARBERO, J., Ensayo sobre el Derecho Internacional Público, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Almería, 1995, p. 39. 21 RUBIO CARRACEDO, J., «¿Derechos liberales o Derechos Humanos?» en RUBIO CARRACEDO, J., ROSALES, J.M. y TOSCANO, M., Ciudadanía, Nacionalismo y Derechos Humanos, Trotta, Madrid, 1998, p. 164. 22 IGNATIEFF, M., El honor del guerrero. Guerra étnica y conciencia moderna, cit., p. 102. II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 23 pequeño para afrontar ciertos retos. Sin embargo, no existe ninguna otra agen- cia capaz de movilizar los recursos necesarios y organizar soluciones para los problemas que afectan a los ciudadanos. Por otra parte, si bien hay quienes han interpretado el incremento del número de intervenciones como una señal del colapso del sistema de Estados, ese dato también podría indicar una necesidad de fortalecer la soberanía estatal23. Conviene igualmente señalar que, además de poco realista, parece incohe- rente postular una alternativa entre derechos humanos universales y Estados soberanos como sí entre ambos mediara un antagonismo absoluto e irreconcilia- ble. Si bien es cierto que –sobre todo en las últimas décadas– algunas de las mayores amenazas contra los derechos humanos han provenido de los Estados, también lo es que éstos continúan siendo su principal instrumento de protección, evidenciándose así la paradoja de que los primeros actúan como límites del poder pero, al mismo tiempo, precisan de éste para su efectiva protección24. Una situación que cabe explicar poniendo de manifiesto, tal y como hace Habermas, que los derechos humanos tienen un rostro jánico, que están dirigidos a la vez a la moral y al derecho (o, lo que es lo mismo, al Estado), ya que, si como normas morales se refieren a todo aquello que tenga “rostro humano”, como normas jurídicas sólo protegen a las personas en la medida en que pertenecen a una determinada comunidad jurídica25. La tónica dominante es, pues, la de conside- rar que, mientras la universalidad activa de los derechos humanos es tanto moral como jurídica, su universalidad pasiva es –al menos de momento– predominan- temente moral. Consciente de estas circunstancias, y en la línea de lo que el profesor Peces- Barba viene defendiendo como una concepción dualista de los derechos huma- nos26, Walzer justifica la hegemonía política de los Estados en la sociedad internacional apelando a una distinción entre el fundamento de los derechos humanos y el de su protección. Mientras el primero ético (los derechos indivi- duales derivan de las ideas acerca de la personalidad moral), el proceso por 23 FIXDAL, M. y SMITH, D., “Humanitarian Intervention and Just War”, cit., p. 289. 24 Vid. DE ASÍS ROIG, R., Las paradojas de los derechos fundamentales como límites del poder, Debate, Madrid, 1992, en especial, pp. 80-82. Vid., igualmente, DONNELLY, J., «Social construction and International human rights» en DUNNE T. and WHEELER, N., Hu- man rights in global politics, Cambridge University Press, 1999, p. 86. 25 HABERMAS, J., «Acerca de la legitimación basada en los derechos humanos» en La constelación post-nacional, Paidós, Barcelona, 1999, p. 153. 26 Vid. PECES-BARBA, G., «Sobre el fundamento de los derechos humanos. Un proble- ma de moral y derecho» en MUGUERZA, J., El fundamento de los derechos humanos, Debate, Madrid, 1989, pp. 265-277. Vid. igualmente DE ASIS ROIG, R., Sobre el concepto y funda- mento de los derechos humanos. Una aproximación dualista, Cuadernos Bartolomé de las Ca- sas, Dykinson, Madrid, 2001. ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?24 medio del cual son garantizados es de carácter político. Walzer dirá que “no parece que pueda proclamarse simplemente una lista de derechos y buscar hombres armados a su alrededor que los hagan observar. Los derechos sólo son garantizables dentro de las comunidades políticas en los que han sido reconoci- dos colectivamente, y el proceso por el que llegan serlo, es un proceso que requiere una arena política27. Por tanto, el resultado de esta tensión entre la moralidad ideal del fundamento de los derechos individuales y la facticidad del carácter político de su protección es una comunidad mundial integrada por los Estados y no por la humanidad, una sociedad que reconoce derechos “mínimos y ampliamente negativos, diseñados para proteger la integridad de las naciones y regular sus transacciones comerciales y militares”28. No obstante, el representar un factum incuestionable y aún no superable no es ahora ni ha sido nunca suficiente para que el Estado pueda autoafirmarse en la sociedad internacional. Como cualquier forma de poder, el que representa el Estado rara vez se ha impuesto como un puro hecho sino que siempre ha mani- festado una marcada tendencia a transfigurarse, haciendo de la obediencia al mismo no en una apelación al miedo sino a la autoridad. En realidad, como creación de la cultura política y jurídica moderna, la organización política que conocemos como el Estado supone en sí misma una superación y racionaliza- ción del poder y la fuerza, una realidad que pretende ser algo más o algo dis- tinto: orden, seguridad, protección de los derechos, garantía de la integridad cultural, etc. Como resultado de ello, han ido surgiendo distintas categorías jurídicas y morales para dulcificar y no cerrar al ideal la realidad de facto polí- tico, para justificar que los Estados merecen ser respetados. En muchas de ellas se ha fundamentado la prohibición de intervenir en el territorio y asuntos pro- pios de otro Estado, de respetar su autonomía con independencia de cuál su sis- tema político y de lo que pueda ocurrir a quienes viven dentro de sus fronteras. 2.2. La soberanía Una de esas categorías, no sé si la primera, pero sí la que más fuerza ha poseído hasta ahora, es la noción de soberanía. Pese a algún intento de conciliar ambos prin- cipios29, el vigor que ha poseído y, todavía hoy, conserva este principio, explica 27 WALZER, “The moral standing of the States: A response to Four Critics”, Philosophy & Public Affairs, Winter, 9, nº 2, 1980”, pp. 229-230. 28 Ibídem, pp. 226-227. 29 Vid. CHOPRA, J. y WEISS, T.G., “Sovereignity is no longer Sacrosant: Codifying HumanitarianIntervention”, cit., pp. 107-108; REISMAN, W.M, “Sovereignity and Human Rights in Contemporary International Law”, The American Journal of International Law, 84, 1990, pp. 866-876. II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 25 gran parte de las dificultades tanto teóricas como prácticas presentes para la puesta en marcha y justificación de las intervenciones humanitarias. No en vano, es fre- cuente presentar el principio de no intervención como el corolario indispensable del reconocimiento de la igual soberanía e independencia de los Estados30. Nos hallamos, sin embargo, ante un concepto muy elástico, portador en la actualidad de diferentes significados, de lo cual resulta muy revelador que se aluda a ella como un principio jurídico, un concepto político, un derecho colectivo o una categoría filosófica. Esta diversidad de sentidos termina generando un cierta confusión sobre la lógica y el tipo de fundamento que la soberanía proporciona al deber de no inje- rencia: si de carácter solamente jurídico y político, o también de naturaleza moral. Además, no siempre se distinguen con rigor y claridad las dimensiones interna y externa de la soberanía, produciéndose así una cierta confusión sobre con cuál está relacionada la prohibición de la intervención, si con ambas o sólo con alguna de ellas. Para analizar el origen y la lógica que anima la noción de soberanía es preciso retrotraerse hasta el singular proceso por el que, mediante una apelación al mismo tiempo que secularización de categorías y conceptos teológicos31, el pen- samiento jurídico moderno definirá y legitimará al Estado como un poder abso- luto, único e ilimitado. Por medio de una justificación que arranca en el estado de naturaleza , la categoría filosófico-jurídica de la soberanía convertirá al Estado en la única fuente de normas jurídicas y, por lo tanto, en un poder jurídicamente ilimitable. Estaríamos, por tanto, ante un principio cuya lógica interna termina por enclaustrar jurídica y políticamente a los Estados en un recinto en donde, al menos para Bodino y Hobbes, su poder se describe equiparándolo a la divini- dad32. Si, por definición, el poder soberano es único, una consecuencia lógica de la idea de soberanía es precisamente la prohibición de las intervenciones ya que éstas supondrían la presencia de un segundo poder dentro del territorio de un mismo Estado. La ausencia de límites jurídicos para el soberano, unida al fuerte escepticismo moral imperante en la época y al recurso a la razón de Estado, supondrá en la práctica el reconocimiento al soberano de un poder ejercitable sin necesidad de apelar a consideraciones éticas, con total autonomía, del mismo modo que el propietario tiene facultad para usar y disfrutar de su dominium33. 30 Vid. RAMÓN CHORNET, C., ¿Violencia necesaria? La intervención humanitaria en Derecho Internacional, Trotta, Madrid, 1995, pp. 24 ss. 31 Vid. SCHMITT, C., «Teología política» en Estudios Políticos, trad. de F.J. Conde, Doncel, Madrid, 1975. 32 PÉREZ TRIVIÑO, J.A., Los límites jurídicos del soberano, Tecnos, Barcelona, 1998, p. 57. 33 KRATOCHWIL, F., «Sovereignity as dominium: Is there a right of humanitarian inter- vention?», en LYONS, G. & MASTANDUNO, M. (eds.), Beyond Westphalia? National Sove- reignty and International Intervention, John Hopkins University Press, Balttimore, 1995, p. 26. ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?26 No obstante, la tradición realista iniciada por Hobbes lleva implícita una para- doja: si la superación del estado de naturaleza en el ámbito de las distintas comuni- dades nacionales conduce a justificar moralmente el carácter absoluto e ilimitado a la soberanía interna de los Estados, la situación está lejos de ser la misma en la socie- dad internacional integrada por las distintas unidades estatales. Los Estados se encuentran aquí en una condición de bellum omnium prepolítica que, a diferencia del estado de naturaleza entre los individuos, es una condición efectiva y no pura- mente hipotética34, existiendo, en consecuencia, un derecho natural ilimitado de los Estados de invadir las fronteras de otros Estados35. De acuerdo con este último dato, parece más razonable rechazar que los Estados disfruten de una verdadera persona- lidad moral36. Que éstos terminen con la batalla de opiniones y que su razón y volun- tad sean el origen de la justicia que hace posible la existencia de una sociedad polí- tica, no es razón suficiente para reconocerles derechos de semejante naturaleza en las relaciones internacionales. En Hobbes y, sobre todo, en toda la teoría realista pos- terior aferrada a esta imagen anárquica del orden internacional37, la independencia de los Estados sólo puede cimentarse en medios como la diplomacia, la disuasión mutua, los equilibrios de poder, etc., pero nunca en principios morales. El carácter jurídico-político de la soberanía, unido al escepticismo ético que había permitido en un primer momento justificar el carácter ilimitado de ésta, hace inviable fundamen- tar un derecho moral de no injerencia. De ahí que acierte Luban al señalar que la noción de soberanía es, entendida de esta forma, un concepto insensible a la legitimidad que no permite, por tanto, reconocer ningún derecho moral al Estado.38. Como destaca Garzón Val- dés, la soberanía es simplemente la capacidad de un Estado para imponer libre- mente sus normas jurídicas a una población que se halla en un territorio deter- minado y ello no implica necesariamente ningún status moral que, en tanto tal, merezca un respeto incondicional39. Es más, entre la noción de soberanía y el 34 Para Hobbes, “es un hecho que, en todas las épocas, los reyes y las personas que po- seen una autoridad soberana están, a causa de su independencia, en una situación de perenne desconfianza mutua, en un estado y disposición de gladiadores, apuntándose con sus armas, mi- rándose fijamente, es decir, en sus fortalezas, guarniciones y cañones instalados, en las fronteras de sus reinos, espiando a sus vecinos contantemente, en una actitud belicosa…”. HOBBES, T., Leviatán, trad. de C.Mellizo, Alianza, Madrid, 1989, Cap. XIII, p. 108. 35 Vid. FERRAJOLI, L., «La soberanía en el mundo moderno», cit., pp. 135-136. 36 McCARTHY, L., «International Anarchy, Realism and Non-Intervention», en FOR- BES, I. and HOFF-MAN, M., Political Theory, International Relations and the Ethics of Inter- vention, St.Martin Press, New York, 1993, p. 80. 37 Vid. BULL, H., The Anarquical Society: A study of order in world politics, MacMillan, London, 1977. 38 LUBAN, D., “Just Wars and Human Rights”, Philosophy and Public Affairs, winter 1980, vol.9 (2), p. 166. 39 GARZÓN VALDÉS, E., «Intervencionismo y Paternalismo», cit., p. 388. II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 27 derecho (entendido como límite y no mero vehículo de la voluntad política, como ratio y no como voluntas) existe una tensión insuperable. Ésto es algo que, como veremos, comprenderán rápidamente los teóricos de los derechos naturales y sólo un par de siglos más tarde la ciencia jurídica internacionalista. Como sabemos, hacia ya tiempo que ésta no se cansa de repetir que los dere- chos humanos, con independencia de cuál sea el fundamento jurídico del deber de los Estados de respetarlos, han dejado de pertenecer a la categoría de los asuntos que son esencialmente de su jurisdicción. Ningún Estado puede sus- traerse a su responsabilidad internacional so pretexto de que esta materia es esencialmente de su domine reservé40. 2.3. La analogía con el individuo Con anterioridad a esta evolución, habrá, no obstante quienes sí atribuyan a esa autonomía o libertad ilimitada del Estado un valor moral sirviéndose, curio- samente (y como veremos, de una manera que no podía sino terminar resultando contradictoria), de algunos conceptos propios de una filosofía inspirada en pre- supuestos epistemológicos, morales y políticos individualistascomo es el Dere- cho Natural racionalista. Ciertamente, con la idea de los derechos individuales, el iusnaturalismo moderno pondrá las bases para una progresiva limitación moral y jurídica del Estado. Por lo que se refiere a su soberanía interna, no hay duda que Locke y Pufendorf van a convertirlo en uno de los principales impulsores y en el verda- dero nervio filosófico de las primeras declaraciones de derechos humanos de nuestro tiempo y, en general, de todo el constitucionalismo posterior. Transfor- mado en un instrumento erigido en defensa de los derechos individuales, el poder del Estado no puede disfrutar ahora de una legitimidad intrínseca sino derivada y gozar de una soberanía sólo limitada, hasta el punto de que, al menos en ese plano, la soberanía es hoy una categoría superada41. En el ámbito de la soberanía externa resulta sin duda esperanzadora la línea apuntada primero por Grocio y posteriormente por Vattel, para quienes, aun- que de un modo rudimentario, la ley natural vendría a especificar en parte los derechos de los individuos frente al Estado. Si bien encontramos ideas simila- res en pensadores anteriores como Bartolomé de las Casas, se ha sostenido que es en el primero donde hallamos la primera formulación autorizada del princi- 40 CARRILLO SALCEDO, J.A., Soberanía de los Estados y Derechos Humanos.., cit., p. 32. 41 Vid. HART, H.L.A, El Concepto de Derecho, trad. de G. Carrió, Abeledo-Perrot, 1992, pp. 89-97. ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?28 pio de intervención humanitaria42. En De iure beli ac pacis, Grocio declarará que si un tirano convierte a sus súbditos en víctimas de atrocidades, del hecho de que los súbditos no puedan tomar las armas no se desprende que otros en una situación de responsabilidad hacia la humanidad en su conjunto no puedan tomar las armas en defensa de aquéllos: “Cuando la injusticia es tan clara como la de Busiris, Falaris o la que el tracio Diomedes ejerciera contra sus súbditos, que ningún hombre justo la aprobaría, entonces no queda inhibido el derecho de la sociedad humana”43. Es objeto de discusión, no obstante, si este derecho de intervención por razones humanitarias defendido por Grocio puede ser visto como el ejercicio por parte de un Estado del derecho de rebelión de un pueblo contra la tiranía44 o si, tal y como defiende Chesterman, se trata más bien de un acto llevado a cabo en virtud de un derecho de sanción contra los Estados que cometen actos como los señalados45. El otro gran defensor de la intervención humanitaria será E.Vattel. Cierta- mente éste parte de la analogía entre el Estado y el individuo a la que haremos inmediatamente referencia para defender que los deberes de una nación hacia sí misma son de su exclusivo dominio. Vatell dirá que ningún soberano puede sentar en el banquillo a otro soberano, de modo que ningún poder extranjero puede interferir en otro Estado soberano como no sea mediante buenos oficios. Sin embargo el jurista y filósofo francés admite la legitimidad de un derecho de intervención o interferencia humanitaria en ciertos supuestos. En concreto, éste observa que cuando la tiranía de un soberano rompe el vínculo político que le une a sus súbditos, éstos se convierten en titulares de un derecho de resisten- cia y rebelión que, para hacerse efectivo, puede derivar en la solicitud de entrada en su territorio de un poder extranjero que les asista46. Sin embargo, en el plano internacional, la teoría de los derechos naturales o, al menos su impronta individualista, va a terminar operando durante un cierto momento más como un obstáculo que como un medio para establecer límites 42 Vid. LAUTERPATCH, H., “The Grotian Tradition in International Law”, British Year Book of International Law, 1946, p. 46. H. Vincent considera esta tesis un tanto exagerada. Vid. VINCENT, R.J., «Human Rights and Intervention», en BULL, H., KINSBURY, B. and RO- BERTS, A. (eds), Hugo Grotius and International Realtions. Clarendon Press, Oxford, 1992, pp. 242 y 247. 43 GROCIO, H., De iure beli ac pacis, Libro II, cap. XXV, pf. 8.2. 44 TESÓN, F., Humanitarian Intervention, Dobbs Ferry, International Publishers, 1988, p. 56. 45 CHESTERMAN, S., ¿Just war or just peace? Humanitarian Intervention and Inter- national Law, Oxford University Press, 2001, p. 15. 46 VATTEL. E., The Law of Nations: Principles of the Law of Nature Apliedd to the con- duct and Affairs of the Nations and Sovereign [1758], Carnegie Institution, Washington, 1916, p. 37. Citado por CHESTERMAN, S., ¿Just war or just peace?, cit., p. 18. II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 29 jurídicos y morales a la soberanía externa de los Estados. Dicho fenómeno obe- dece al modo en que filósofos y juristas van a asimilar el Estado al individuo y a atribuirle derechos morales comparables a los que el iusnaturalismo raciona- lista reconocía a éstos. Esta va a ser una de las vías a través de las cuales el posi- tivismo jurídico va a desplazar al iusnaturalismo escolástico como concepción dominante del Derecho internacional47. Si Hobbes y Bodino se habían servido de la analogía con Dios para describir e, indirectamente, legitimar el poder mayestático del Estado, los racionalistas ilustrados emplean ahora otro tipo de personificación –la humana– para explicar y justificar su autonomía e indepen- dencia. La analogía entre el Estado y el individuo se encuentra en práctica- mente todos los pensadores de la época, incluso en un partidario de someter la soberanía a un poder exterior como es Kant cuando describe a los pueblos como “individuos que en estado de naturaleza se perjudican unos a otros48, pero, salvo en el caso de Vattel, esta semejanza funciona casi siempre como una barrera para las intervenciones. Las naciones pueden ser equiparadas moralmente a las personas que viven libremente en el estado de naturaleza, situación que, a diferencia del modelo hobbesiano, no les atribuye un derecho natural a hacer todo lo que les plazca sino –al partir de una antropología más opti- mista y, por tanto, del dibujo de una sociedad prepolítica menos belicosa– a la exi- gencia de respeto de los derechos de autonomía e independencia de los otros Esta- dos. El rechazo de las intervenciones deja así de descansar únicamente en los equilibrios de fuerza o en la diplomacia para apoyarse ahora en un fundamento moral. En esta línea, Wolff intentó desarrollar el principio de la autonomía moral de los Estados respecto de la moralidad política doméstica. El filósofo alemán sos- tenía que “las naciones deben equipararse a las personas en un estado de natura- leza”49 y deducía de esta premisa que, entre aquéllas, al igual que entre las perso- nas, existe una igualdad moral: “puesto que por naturaleza todas las naciones son iguales y que, sobre todo, los individuos son iguales en el sentido moral de que sus derechos y obligaciones son los mismos; los derechos y obligaciones de todas las naciones son también por naturaleza los mismos”50. Tras señalar que estos derechos vienen definidos por su soberanía, Wolff terminaba concluyendo 47 De acuerdo con Chesterman, el principio de no intervención debe ser vinculado al des- plazamiento de la Escolástica por el positivismo en el Derecho Internacional del siglo XVIII. De esta forma el término “intervención humanitaria” solo emergió en el siglo XIX como una posible excepción a este regla de la no intervención. Ibídem, pp. 3 y 8. 48 KANT, I., La paz perpetua, trad. de J. Abellán, Tecnos, Madrid, 1985, p. 21. 49 WOLFF, C., Jus gentium methodo scientifica pertractatum, [1764], Clarendon Press, Oxford, 1934, sec. 2, p. 9., cit. por BEITZ, C., Political Theory and International Relations, Pri- centon University Press, New Jersey, 1979, p. 75. 50 Ibídem, p. sec.17, p. 16. ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?30 directamente el principio de no intervención: “puesto que ninguna nación tiene un derechonatural a ningún acto que pertenezca al ejercicio de la soberanía de otro país…; ningún gobernante de un Estado tiene derecho a interferir en el gobierno de otro, ni puede en consecuencia establecer ni hacer nada en ese Estado, y el gobierno del soberano de un Estado no está sujeto a la decisión del soberano de otro Estado”51. De ello se desprende que carecerá de legitimidad una guerra contra una nación a causa de que ésta “sea muy malvada, viole de un modo espantoso la ley natural o cometa ofensas contra Dios”52. En conclusión, los derechos naturales individuales son sólo un criterio deon- tológico supremo en las sociedades domésticas, no en la sociedad internacional de la que sólo forman parte los Estados. Por lo tanto, el Estado está sometido a dos tipos diferentes de moralidad: por un lado, la vigente en el ámbito interno, que genera obligaciones respecto a sus ciudadanos pero no frente a los demás Estados; por otro lado, la que rige en la sociedad internacional, cuyo principio fundamental es la prohibición de injerencia en todos los asuntos que queden dentro de la soberanía interna de los Estados incluido –si es el caso– el respeto o no de los derechos naturales positivizados en sus respectivos ordenamientos jurídicos. Los derechos individuales permiten explicar y justificar la existencia del Estado, pero la posición de la que éste disfruta en la sociedad internacional le viene atribuida por el resto de Estados que forman parte de ésta. No se articula, pues, ninguna línea de unión o continuidad apreciable entre unos y otros dere- chos, que quedan ubicados en dimensiones espaciales y de legitimidad clara- mente diferenciadas. Es cierto que el pensamiento contractualista concebía al Estado como un instrumento para la defensa de los derechos humanos indivi- duales, pero, una vez que aquél se insertaba en la sociedad de Estados, su código ético cambiaba, siendo aquí su obligación la de respetar la soberanía de los demás Estados, no los derechos humanos individuales. Hegel ofrece una respuesta a esta paradoja al hablar del Estado no ya como titular de derechos morales equiparables a los reconocidos a los individuos, sino como una realidad ética superior, como el último estadio en el desarrollo de la vida moral53. Debe resaltarse la influencia del “mito hegeliano” en el pen- samiento jurídico internacionalista de los siglos XIX y XX, durante los cuales la doctrina ignoró los límites humanitarios a la soberanía señalados por Grocio y Vattel para adherirse a la línea iniciada por Wolff54. A todo ello contribuirá igualmente la influencia de la ciencia jurídica iusprivatista que, recogiendo 51 Ibídem, sec.257, p. 131. 52 Ibídem, p. 256. 53 HEGEL, W.F., Filosofía del Derecho, trad. de E. Vásquez, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000, sec. 257., p. 302. 54 TESON, F.R., Humanitarian Intervention: an inquiry into law and morality, cit., p. 57. II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 31 argumentos del iusnaturalismo y del organicismo, llegará a afirmar que los sujetos colectivos como el Estado tienen un cuerpo moral, un espíritu, un ver- dadero ente natural, al que cabe considerar una verdadera persona moral y no una mera analogía de las personas físicas55. Más vigencia ha conservado el pensamiento de Stuart Mill, cuya defensa del valor moral de Estado y del principio de no intervención girará en torno a una auténtica identificación del mismo con la comunidad política o pueblo. En el opús- culo A few words about non intervention (1859), Mill argumentará a favor de los Estados como comunidades que gozan autodeterminación, con independencia de que los ciudadanos participen o no en la formación de la voluntad política. La razón que sustenta esta afirmación es que la autodeterminación y la libertad política no son términos equivalentes. La primera es una idea más amplia ya que describe no sólo un régimen político concreto, sino también el proceso por medio del cual una comunidad llega o no a establecerlo. Un Estado disfruta de autodeterminación incluso si sus ciudadanos luchan y fracasan en su intento de establecer instituciones libres, pero queda privado de ella si tales instituciones son establecidas por un vecino intruso. Los miembros de una comunidad deben buscar su propia libertad, del mismo modo que los individuos deben cultivar su propia virtud. Pero no pue- den ser hechos libres (del mismo modo en que no pueden ser hechos virtuosos) por una fuerza externa. De hecho, la libertad política depende de la existencia de una virtud individual, y esto es algo que parece improbable que los ejércitos de otro país produzcan, salvo que inspiren una resistencia activa. La autodeterminación es la escuela en la que la que se aprende o no la virtud y se gana o no la libertad; es, por tanto, el derecho de un pueblo “de llegar a ser libre por sus propios esfuerzos”. Y la prohibición de intervenir es el principio que garantiza que su éxito no será impe- dido o su fracaso evitado por la intromisión de un poder externo56. 55 LÓPEZ CALERA, N.M., ¿Hay derechos colectivos? Individualidad y socialidad en la teoría de los derechos, Ariel, Barcelona, 2000, p. 126. 56 MILL, J.S., «A few words about non intervention» en Collected Works, vol. XXI, Es- says on Equality, Law and Education, University of Toronto Press/Routledge and Kegan Paul, Toronto/Londres, 1984, pp. 109-124. Sobre el anitintervencionismo de Mill Vid. VAROUXA- KIS, G., “John Stuart Mill on Intervention and non intervention”, Millenium, vol. 26, num.1, 1997, pp. 57-76. Curiosamente, hay quienes se han valido de argumentos paternalistas para re- chazar las intervenciones humanitarias. Es el caso de Elfstrom, que sostiene que entre el gobier- no y los ciudadanos media una relación similar a la que tienen padre e hijo. Sólo los gobiernos pueden interpretar cuáles son los intereses de los ciudadanos y, cuando ésto no sucede, sólo a ellos corresponde la responsabilidad de actuar. Por ello, la tensión entre la soberanía de los Es- tados y las reclamaciones de la comunidad internacional para proteger los derechos individuales son bastante similares a las existentes entre los derechos de los padres a criar a sus hijos y las exigencias de la sociedad de proteger los derechos básicos de los niños contra los abusos de los padres. ELFSTROM, G., “On dilemmas on intervention”, Ethics, 93, 1982-1983, pp. 709 ss. Para una crítica de esta teoría Vid. TESON, F., Humanitarian Intervention, cit., pp. 84-85. ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?32 Sin embargo, la analogía entre el Estado y el individuo no parece constituir una base mínimamente sólida sobre la que afirmar la moralidad de los derechos estatales. Como ha señalado Beitz, los Estados carecen de la unidad de cons- ciencia y de voluntad racional que constituye la identidad de las personas. No son ni asociaciones voluntarias, ni totalidades orgánicas con la integridad y unidad que se atribuye a las personas en tanto que personas57. Por otra parte, al hablar de derechos de los Estados no se especifica quién es el verdadero titular de los mismos, si el gobierno o el pueblo. La consecuencia invariable del mito hegeliano es precisamente la confusión entre ambos58. En esta confusión o identificación incurre Mill y, como veremos, parece hacerlo también Walzer. 2.4. Otras justificaciones del valor del Estado y deber de no injerencia: el consentimiento de los ciudadanos y el derecho de autodeterminación De ahí que, en lugar de recurrir a la «analogía doméstica»59, creamos más razonable valernos de una de las dos siguientes explicaciones. De acuerdo con la primera, los derechos de soberanía de los Estados tendrían un fundamento político, descansarían en su carácter institucional, ésto es, pertenecerían al Estado en tanto participante en la sociedad internacional antes que a los ciuda- danos que han delegado su poder a los gobernantes60; y los deberes correlativos a los mismos serían obligacionesdebidas a la sociedad internacional en su con- junto61. Una expresión de esta filosofía de los derechos del Estado es la que nos ofrece Rousseau cuando, frente a la opinión de Hobbes, asevera que “la guerra no es una relación del hombre con el hombre sino del Estado con el Estado, en la cual los particulares sólo son enemigos incidentalmente, no como hombres, ni siquiera como ciudadanos, sino como soldados, no como miembros de la patria, sino como sus defensores”62. Esta parece ser, igualmente, la interpreta- ción de Walzer cuando señala que los derechos internacionales de los Estados derivan sólo indirectamente de autoridad respecto a sus propios ciudadanos63. La otra posibilidad pasa por fundamentar los derechos internacionales del Estado en los de los individuos. Para Fernando Tesón resulta éticamente inad- 57 BEITZ, C., Political Theory and International Relations, cit., p. 47. 58 TESÓN, F., Humanitarian Intervention: an inquiry into law and morality, cit., p. 75. 59 Sobre la analogía doméstica vid. SUGANAMY, H., The domestic analogy and world order proposals, Cambridge University Press, 1989. 60 KRATOCHWIL, F., «Sovereignity as dominium: Is there a right of humanitarian in- tervention? », cit., p. 34. 61 LUBAN, D., “Just War and Human Rights”, cit., p. 164. 62 ROUSSEAU, J.J, Contrato Social, trad. de Fernando de los Ríos, Espasa-Calpe, Ma- drid, 1990, Libro I, Cap. IV, p. 44. 63 WALZER, M., “The moral standing of the States”, pp. 212-213. II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 33 misible la idea de que los Estados gozan de un significado moral autónomo y poseen derechos internacionales independientes de los derechos de los indivi- duos que lo pueblan64. Tesón no aclara el modo en que se produce esa conexión o derivación de los derechos del Estado a partir de los de los ciudadanos, si bien parece razonable pensar que está moviéndose en las coordenadas de la tradi- ción liberal que considera que el Estado nace y tiene derechos para proteger las libertades civiles y políticas de los individuos. Cabría, no obstante, otro modo de conectar los derechos de los individuos y los del Estado que permitiría seguir reconociendo a éste autonomía para no ser invadido, incluso cuando viola los derechos individuales. Se trata de la teoría de que los derechos de los Estados derivan o son un aspecto de la autonomía de los individuos, en concreto de su libertad para asociarse con vistas a lograr fines comunes. De acuerdo con ello, los Estados pueden ser considerados una asociación de individuos con aspiraciones e intereses comunes, no debiendo, por tanto, intervenirse en ellos dado que representan de hecho a las personas que ejercen su derecho de asociación. Sin embargo, una cosa es afirmar que el Estado protege el derecho de aso- ciación de los ciudadanos y otra muy distinta que el Estado mismo sea una aso- ciación libre, esto es, un grupo de personas voluntariamente asociadas para la persecución de ciertos fines. Para Beitz, los gobiernos no son similares a las asociaciones libres de individuos, en las que éstos tienen plena autonomía para formarlas, afiliarse y desafiliarse, y disolverlas de acuerdo con sus propios deseos e intereses. Los gobiernos se asemejan, más bien, a un elemento fijo del paisaje social, en el que la gente nace y en cuyo interior –si no todos– los más afortunados se encuentran confinados con independencia de que manifiesten expresamente su conformidad con los términos de la asociación. Pese a ello, podría sostenerse que los Estados poseen legitimidad gracias a su reafirmación permanente por parte de los ciudadanos a través de las votaciones o, incluso a través del abstencionismo político si es interpretado como una forma de con- sentimiento tácito. Empero, ninguno de estos actos permite sostener la legiti- midad de las instituciones políticas. Éstas ejercen un efecto profundo y persua- sivo en las perspectivas y preferencias de los individuos que viven bajo su control ya que definen el proceso por medio del cual el consentimiento puede ser o no expresado e influyen en el acceso a los medios necesarios para partici- par en él. De ahí que las instituciones mismas necesiten ser justificadas y esa justificación no puede derivar del consentimiento sino que ha de ser buscada en algún otro sitio distinto al actual acuerdo previo entre los ciudadanos65. 64 TESÓN, F., Humanitarian Intervention, cit., p. 16. 65 BEITZ, C., Political Theory and International Relations, cit., pp. 78-79. ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?34 La parte final del razonamiento de Beitz pone de manifiesto la imposibili- dad de justificar moralmente al Estado invocando un criterio de legitimidad formal como el consentimiento fáctico de los ciudadanos manifestado en el ejercicio de su autonomía política. Este último permitiría –en la terminología de Garzón Valdés– hablar de legitimación pero no de legitimidad, es decir, de la conformidad de las normas y actos con la moral positiva pero no con princi- pios de la moral crítica. Un elemento clave para explicarlo radica en la gran diferencia que, desde un punto de vista ético, existe entre la autonomía del indi- viduo y la del Estado. Lo que tomamos en cuenta para predicar la calidad moral de los individuos es la aceptación voluntaria de las normas morales y su cum- plimiento por razones no prudenciales. De ahí que sea también relevante el res- peto de esta autonomía aun el caso de que se trate de personas no virtuosas. Por el contrario, y a diferencia de las personas, la legitimidad de un Estado puede ser impuesta heterónomamente (Garzón pensaba en la imposición a Sudáfrica del fin de del apartheid por la presión extranjera), no siendo relevante para el juicio de legitimidad el origen de las normas66. Pero es que, incluso en el caso de que otorgáramos a la autonomía de los Estados, a su derecho de autodeterminación, un status moral más o menos equivalente al de la autonomía individual, resultaría extremadamente difícil amparar bajo aquél las violaciones de los derechos individuales y, en conse- cuencia, privar legitimidad a las intervenciones humanitarias llevadas a cabo en defensa de estos últimos. Al igual que cuando su titular es el individuo el derecho de autonomía no confiere un poder ilimitado sino constreñido por los derechos e intereses de otros individuos, parece razonable asumir que el dere- cho a la autodeterminación colectiva también está limitado por otras conside- raciones morales, incluidos los derechos individuales67. Por tanto, el único argumento que permitiría rechazar las intervenciones por representar una violación de la autonomía de un Estado pasa por atribuir al derecho de autodeterminación no sólo el carácter de un verdadero derecho humano68, sino, además, un mayor valor que a los derechos individuales. Para sostener esta pretensión –señala Tesón– los no intervencionistas deben demos- trar que hay algo en la autodeterminación que sobrepasa la obligación de respe- 66 GARZÓN VALDÉS, E., «Intervencionismo y Paternalismo», cit., pp. 388-389. 67 McCMAHAN, J., “Intervention and Collective Self-Determination”, Ethics and Inter- national Affairs, vol.10, 1996, p. 17. 68 Vid. al respecto CASSESE, A., Self-determinationf of peoples: a legal reppraisal, Cambridge University Press, 1996; LÓPEZ CALERA, N.M., ¿Hay derechos colectivos?, cit., pp. 37-45; íd, Nacionalismo: culpable o inocente, Tecnos, Madrid, 1995, pp. 54 ss; RUIZ RO- DRÍGUEZ, S., La teoría del derecho de autodeterminación de los pueblos, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1998. II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 35 tar los derechos individuales69 o, cuando menos, que hace preferible la lesión de éstos a la pérdida del control político y territorial. Mientras que desde los postula- dos filosóficos y políticos individualistas de la cultura occidental resulta muy complicado sostener una tesis similar,en los últimos tiempos ésta parece haber cobrado una cierta fuerza fuera de occidente, en los países nacidos de la descolo- nización. En éstos no sólo se ha hecho predominar una interpretación de los derechos humanos favorable al derecho de autodeterminación de los pueblos o, en todo caso, más colectivista o de grupo frente a la más individualista de los paí- ses occidentales70, sino que también, a veces, se ha considerado preferible un con- trol interno despótico a las más benignas y liberales formas de control externo71. De estos últimos podría decirse que, como Trostsky, considerarían preferible el fas- cismo de un país dominado a la democracia de un país dominante. Como explica muy bien Tesón, en dicho ámbito cultural habría tenido mu- cho predicamento una interpretación relativista del artículo 2 de la Declara- ción de Independencia Colonial aprobada por la Asamblea General de las Na- ciones Unidades en 1960. Este precepto proclama que “todos los pueblos tienen derecho a la autodeterminación; en virtud de este derecho determinan li- bremente su status político y persiguen libremente su desarrollo económico, social y cultural”. Frente a la interpretación europea que estima que la autode- terminación interna exige la instauración de la democracia y el respeto de los derechos humanos de todas las personas72, la interpretación relativista contem- pla el derecho de autodeterminación como el aspecto menos obvio del princi- pio de no-intervención, prohibiendo a todo Estado intervenir en las elecciones políticas y culturales de los pueblos libres. De acuerdo con esta exégesis, los Estados tendrían derecho a crear cualquier forma de gobierno que quieran, no importa lo represiva que sea, y las reclamaciones sobre los derechos humanos invocadas por otros Estados no podrían interferir en el disfrute de este dere- cho73. Ello no supondría solamente, tal y como defendía J.S. Mill, separar la au- 69 TESÓN, F., Humanitarian Intervention, cit., p. 31. 70 VALLESPÍN, F., “Intervención humanitaria: ¿moral o política?”, Revista de Occiden- te, nº 236-237, enero, 2001, p. 54. 71 MAcMAHAN, J., “Intervention and Collective Self-Determination”, cit., p. 7. Según Morris, este punto de vista sería un fenómeno relativamente reciente. Hasta el siglo pasado, la regla dominante entre la mayoría de los pueblos –incluidos los europeos– era la de considerar preferible un gobierno justo y eficiente a cargo de un poder extranjero a otro injusto e ineficiente a cargo de un gobierno propio. Vid. MORRIS, C., An Essay on the Modern State, Cambridge University Press, Cambridge, 1998, cap. 8. 72 Vid. REISMAN, M., “Coercion and self-determination: Contructing Charter Article 2(4)”, American Journal of International Law, 78, 1984, pp. 642-644. 73 Vid, CASSESE, A., «The Helsinki Declaration and Self-Determination » en BUER- GENTHAL, T. (ed), Human Rights, International Law and The Helsinki record, Montclair, Allanheld, 1977, pp. 83-84. ¿GUERRAS EN DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS?36 todeterminación de la libertad política, sino, en primer lugar, interpretarla en un sentido bastante diferente, como la afirmación y protección integridad co- munitaria, y, en segundo lugar, sustentar su legitimidad en una interpretación relativista del pluralismo ético internacional. La combinación de estas dos no- vedades convierte la obra de Walzer en una visita obligada. 2.5. Una lectura comunitarista del valor del Estado: los derechos de soberanía e independencia política como protecciones de las comu- nidades políticas Las tesis defendidas por este autor, tanto en Just and Injust wars como en otros trabajos posteriores, se han convertido en uno de los principales referen- tes en el debate actual en torno a legitimidad de las intervenciones humanita- rias. Walzer intenta convencernos de que los Estados poseen derechos simila- res a los individuos y de salvar el núcleo del argumento antipaternalista de Mill, tratando de no incurrir en el error de identificar al pueblo con el Estado o su gobierno. La primera de tales intenciones resulta palpable desde el comienzo del análisis del orden jurídico internacional y las guerras de agresión o intervención que acomete en Just and Injust Wars, al dejar claro que si bien el titular de los derechos a la integridad territorial y la soberanía política es el Estado, aquéllos derivan y adquieren su fuerza de los derechos de los hombres y mujeres que los componen74. No obstante, pese a esta declaración inicial, el discurso de Walzer avanza en medio de una cierta oscuridad que hace poner seriamente en duda el logro de los objetivos señalados. Así, uno de los más destacados elementos de confusión gira en torno a los derechos de los individuos en los que vendrían a fundamentarse los derechos de integridad territorial e independencia de los Estados. En ciertos momentos, Walzer invoca la vida y la libertad, añadiendo que los derechos de los Estados son, simplemente, su forma colectiva75. Sin embargo, tal afirmación parece quedar un tanto oscurecida por la descripción de la agresión a un Estado como un desafío, no sólo de las vidas y libertades de los ciudadanos, sino también “de la vida común que han forjado”, incluida su asociación política. Es más, Wal- zer llega a afirmar que “la autoridad moral de cualquier Estado particular depende de la realidad de la vida común que protege”, hasta el punto de que “si no existe una vida común, o el Estado no defiende la ya existente, su propia defensa no puede tener justificación moral”. En definitiva, “si los ciudadanos 74 WALZER, M., Just and injust wars, cit., p. 53. 75 Ibídem, p. 54. II. RAZONES EN CONTRA DE LA INTERVENCIÓN... 37 no tuvieran el derecho moral de elegir su forma de gobierno y configurar las políticas que conforman sus vidas, la agresión externa no sería un crimen”76. ¿En qué derechos humanos se fundamentan, pues, los derechos de los Esta- dos? ¿En los derechos civiles individuales? ¿En el de los ciudadanos a formar una comunidad política? ¿En el derecho de éstos a formar una comunidad no sólo política si no también moral, ésto es, una comunidad definida por un modo de vida propio? ¿En ambos? Walzer parece aclarar estas dudas en The Moral Standing of the States, donde va a sostener que los derechos soberanos del Estado no derivan de los derechos individuales a la vida y la libertad, sino “de los derechos de los actuales hombres y mujeres de vivir como miembros de una comunidad histórica y expresar su cultura heredada por medio de formas políticas que funcionan satis- factoriamente entre ellos mismos”77. En realidad, no invoca estos derechos para referirse a los del Estado directamente, sino para señalar el fundamento moral de la comunidad política que está en su base78. Pero si, tal y como veíamos, Walzer supedita el valor moral del Estado a la protección de esa comunidad o vida común, esos derechos son también, en última instancia, el fundamento moral de los dere- chos de integridad territorial e independencia política del Estado. Walzer parece estar queriéndonos decir que, si bien es cierto que, tal y como han venido defendiendo el contractualismo y el liberalismo clásico, el Estado, como categoría política y jurídica, es un instrumento creado para la protección de los derechos civiles de los individuos, los diferentes Estados existentes en la actualidad no desempeñan sólo esa función, sino también la de preservar una cierta forma de vida a la que los ciudadanos no ya como miembros del género humano sino como integrantes de una comunidad histórica y cultural concreta tienen la necesidad y por tanto el derecho de pertenecer. De ahí que no cual- quier Estado sirva para esta función, sino sólo uno que los ciudadanos puedan considerar el resultado de sus derechos a elegir la forma de gobierno y confor- mar las políticas que afectan a sus vidas y que preserve su integridad comunita- ria, incluso si se trata de uno que protege
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