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cuadernos-hispanoamericanos--85

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'Hispanoamericanos 
Julio-Agosto 1994 
&¡ 
r Francisco López Alfonso, Eduardo Romano, 
Eduardo Espina, Zully Segal, Arturo Carrera, 
María Caballero, Fernando Rodríguez y 
Guillermo Sheridan 
Vanguardias iberoamericanas 
Charles Tomlinson 
La inundación 
Beatriz Fernández Herrero 
América, utopía renacentista 
Félix Grande 
En memoria de Juan Carlos Onetti 
Francisco J. Cruz Pérez 
En memoria de Eliseo Diego 
CiSclérnos 
anoamericanos 
HAN DIRIGIDO ESTA PUBLICACIÓN 
Pedro Laín Entralgo 
Luis Rosales 
José Antonio Maravall 
DIRECTOR 
Félix Grande 
SUBDIRECTOR 
Blas Matamoro 
REDACTOR JEFE 
Juan Malpartida 
SECRETARIA DE REDACCIÓN 
María Antonia Jiménez 
SUSCRIPCIONES 
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REDACCIÓN 
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DISEÑO 
Manuel Ponce 
IMPRIME 
Gráficas 82, S.L. Lérida, 41 - 28020 MADRID 
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ISSN: 00-11250-X - ÑIPO: 028-94-003-9 
ku0MenB§L 
/HJsmnoamericanQ^ 
Vanguardias 
iberoamericanas 
529/30 
7 Hispanoamérica y la modernidad 
de 1922 
FRANCISCO LÓPEZ ALFONSO 
21 Horacio Quiroga, ¿primer escritor 
rioplatense de vanguardia? 
EDUARDO ROMANO 
33 Vanguardia en el Uruguay: 
la subjetividad como disidencia 
EDUARDO ESPINA 
51 La poesía de Oliverio Girondo 
ZULLY SEGAL 
63 Las niñas que nacieron peinadas 
ARTURO CARRERA 
71 Tradición y renovación: 
la vanguardia en Colombia 
MARÍA CABALLERO WANGUEMERT 
83 
91 
La poesía pura en México 
FERNANDO RODRÍGUEZ 
Hora de Taller. Taller de España 
GUILLERMO SHERIDAN 
529/30 
103 América, la utopía europea del 
Renacimiento 
BEATRIZ FERNÁNDEZ HERRERO 
115 Noticias de América en la Silva 
palentina del Arcediano del Alcor 
LUIS ANTONIO ARROYO RODRÍGUEZ 
129 El positivismo latinoamericano 
MERCEDES SERNA ARNÁIZ 
139 La inundación 
CHARLES TOMLINSON 
147 Destierros 
ESTER QUIRÓS 
159 Impura claridad 
MARÍA JOSÉ FLORES 
163 El bosque vacío (final) 
JUAN MALPARTIDA 
189 Antropoide de fondo 
FRANCISCO FERNÁNDEZ SANTOS 
203 Heliodoro y la novela corta del 
siglo XVII 
JULIA BARELLA 
Cuadernos 
/Hispanoamcncanos, 
Invenciones 
y ensayos 
/Hispanoamericana^ 
Los adioses 
Lecturas 
529/30 
22$ 
233 
La imagen de España en el espejo 
de la literatura rusa 
NATALIA VANKHANEN 
Althusser, el comunista dominical 
BLAS MATAMORO 
-253" Onetti 
FÉLIX GRANDE 
257 
259 
Juan Carlos Onetti en Cuadernos 
Hispanoamericanos 
Elíseo Diego, las precisiones de 
la perplejidad 
FRANCISCO JOSÉ CRUZ PÉREZ 
281 Manuel Andújar, literatura 
y conciencia 
JOSÉ LUIS ABELLÁN 
295 América en los libros 
J. M. LÓPEZ ABIADA, B. M., J. M. y 
J. M.a UYÁ 
307 Los libros en Europa 
PEDRO PROVENGO, B. M. y J. M. 
318 Poesía escrita por mujeres 
PALOMA LAPUERTA 
VANGUARDIAS 
IBERO-
Xul Solar: «Tu fado ke 
me elegiste» (1920) 
Hispanoamérica y la 
modernidad de 1922 
I. Vanguardia y modernidad hispanoamericana 
E ín febrero de 1922, la vanguardia hacía su ingreso oficial en América 
latina con la Semana de Arte Moderno de Sao Paulo, en la que participaron 
músicos, pintores y sobre todo poetas. El mismo año veía la publicación 
de Trilce de César Vaüejo, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía de 
Oliverio Girondo y Andamios interiores de Manuel Maples Arce. 
Naturalmente, no se trataba sólo de un punto de partida, sino también 
de un coronamiento. Entre 1912 y 1916 Vicente Huidobro ya estaba elabo-
rando los principios de su teoría poética que adquiría cuerpo por primera 
vez en Espejo de agua (1916) y un año antes, Ricardo Güiraldes había publi-
cado El cencerro de cristal, «trastienda clandestina —según Leopoldo Lugones— 
de las mixturas de ultramar, donde el fraude de la poesía sin verso, la 
estética sin belleza y las vanguardias sin ejército aderezan el contrabando 
de la esterilidad, la fealdad y la vanagloria»1. El único número de Los Ra-
ros: revista de orientación futurista aparecía en 1920 y, en 1921, mientras 
Borges y sus camaradas vestían las paredes de Buenos Aires con la revista 
mural Prisma, al norte, a miles de kilómetros, Maples Arce pegaba de no-
che, entre carteles de toros y teatro, la hoja volante Actual número 1, don-
de expresaba su disconformidad con el orden imperante: 
Con este vocablo dorado: estridentismo, hago una transcripción de los rótulos dada, 
que están hechos de nada, para combatir la «nada oficial de los libros, exposiciones 
y teatro». En síntesis una fuerza radical opuesta contra el conservatismo solidario 
de una colectividad anquilosada2. 
El ejemplo del vanguardismo europeo —conocido desde el mismo año 
de la publicación del primer manifiesto futurista y sobre el que la juventud 
)IberoamericÍfía§ 
' Citado por Giovanni Pre-
vitali, «Ricardo Güiraldes y 
el movimiento de vanguardia 
en Argentina», en Movimien-
tos de vanguardia en Ibe-
roamérica, Memoria del un-
décimo congreso, México, 
Universidad de Texas, 1965, 
págs. 31-39, pág. 31. 
2 Actual número 1, Hoja 
de vanguardia, Comprimi-
do estridentista de Manuel 
Maples Arce, diciembre de 
1921, recogido en El Estri-
dentismo, México, 1921-1927, 
introducáón, recopilación y 
bibliografía de Luis Mario 
Schneider, México, Univer-
sidad Nacional Autónoma de 
México, 1985, págs. 41-48, pág. 
46, 
1 Citado por Wilson Mar-
tins, «El vanguardismo bra-
sileño», en Los vanguardis-
mos en la América Latina, 
prólogo y materiales selec-
cionados por Osear Colla-
zos, La Habana, Casa de las 
kméricas, 1970, págs. 259-275, 
pág. 271. 
4 En tal sentido se expre-
san Helson Osorio T., La for-
mación de la vanguardia li-
teraria en Venezuela (ante-
cedentes y documentos). Ca-
racas, Biblioteca de la 
Academia Nacional de la His-
toria, 1985, págs. 24-25 y Hu-
go J. Verani «Las vanguar-
dias literarias en Hispanoa-
mérica», prólogo al volumen 
Las vanguardias literarias 
en Hispanoamérica (Mani-
fiestos, proclamas y otros 
escritos), Roma, Bulzoni, 
1986, págs. 944, págs. 11-12. 
5 Manuel Maples Arce, Ur-
be. Super-Poema Bolchevi-
que en 5 cantos (1924), págs. 
191-192, recogido en Luis Ma-
rio Schneider, op. cit, págs. 
189-198. 
6 La incorporación queda-
ba registrada en el rápido 
aumento de las inversiones 
norteamericanas entre 1914 
y 1929; 1641 millones de dó-
lares en 1914 y 5369 millo-
nes en 1929. Vid. Marcello 
Carmagnani, Estado y so-
ciedad en América Latina, 
1850-1930. Barcelona, Crí-
tica, 1984, págs. 184 y ss. 
1 José Carlos Mariátegui, 
«El Ibero&mericanismo y el 
Pan-americanismo» (1925). 
Temas de Nuestra Améri-
ca, volumen 12 de Obras 
Completas, Lima, Amauta, 
1960, págs. 26-30, pág. 28. 
literaria de América se lanzaría con ansias carnívoras— resultaba innega-
ble y así lo reconocía el brasileño Mario de Andrade, teórico e impulsor 
del más nacionalista de los ismos latinoamericanos: «el espíritu modernista 
y sus modas fueron directamente importados de Europa»3. 
Sin embargo, ello no significa que la vanguardia latinoamericana fuera 
una importación sin más de la cultura europea. Por el contrario, era la 
legítima expresión artística y literaria de la modernidad alcanzada en los 
demás órdenes de la existencia, tanto por las circunstancias propias, como 
por los acontecimientos más generales del mundo occidental al que perte-
necía4. 
Los pulmones de Rusia 
soplan hacia nosotros 
el viento de la revolución social. 
Los asalta braguetas literarios 
nada comprenderán 
de esta nueva belleza 
sudorosa del siglo, 
y las lunas 
maduras 
que cayeron, 
son esta podedumbre 
que nos llega 
de las atarjeas intelectuales5. 
La primera gran guerra y la revolución soviética, cada una con sus pro-
pias dimensiones, eran acontecimientos que conmoverían las estructuras 
del atávico mundo hispanoamericano. Como en los desenvolvimientos de 
las películas norteamericanas, donde el pordiosero de ayer es el jefe de 
una sociedad secreta de hoy, y la dactilógrafa aventurera, una multimillo-
naria de incógnito, los cambiosserían continuos, bruscos, profundos. 
La guerra del 14 aceleraba la incorporación del subcontinente al agresivo 
expansionismo estadounidense6. El nuevo imperialismo, mucho más ambi-
cioso que el británico, rompía el antiguo pacto entre la metrópoli europea 
y la oligarquía autóctona, adueñándose del sector productivo, al tiempo 
que ejercía un proselitismo democrático. 
Esta desnacionalización de la riqueza explica que los plutócratas gobier-
nos hispánicos fueran reacios al proyecto panamericano, cuya auténtica in-
tención no podía escapar a la más lerda perspicacia. No obstante, la drásti-
ca reducción en el volumen de las exportaciones impuesta por la conflagra-
ción europea les obligó a reconsiderar su postura: «El capitalismo yanqui 
invade la América indo-íbera. Las vías del tráfico comercial panamericano 
son la vías de esta expansión. La moneda, la técnica, las máquinas y las 
mercaderías norteamericanas predominan cada día más en la economía de 
las naciones del Centro y del Sur»7. 
La asunción directa del sector productivo —minería y agricultura, básicamente— 
por parte de las grandes compañías norteamericanas, que ocasionalmente 
empleaban las más modernas técnicas en los nuevos centros coloniales an-
tes que en la metrópoli8; la incorporación de Hispanoamérica al renova-
do capitalismo internacional significaba un gran salto tecnológico, «999 ca-
lorías./ Rumbbb... Trrraprrrrrrch... chaz»'. Aparecieron los primeros auto-
móviles, los primeros trucks, los primeros aviones y todo cambió desde 
entonces; hasta la misma tierra que los geógrafos mostraban era ahora me-
nos redonda. Hispanoamérica, como escribió Huidobro, entraba en «el ci-
clo de los nervios», y la poesía también cambió: 
Tranvías 
Con el fusil al hombro los tranvías 
patrullan las avenidas 
Proa del imperial bajo velamen 
de cielos de balcones y fachadas 
vertical cual gritos 
Carteles clamatorios ejecutan 
su prestigioso salto mortal desde arriba 
Dos estelas estiran el asfalto 
y el trolley violinista 
va pulsando el pentagrama en la noche 
v los flancos desgranan 
paletas momentáneas y sonoras10. 
Definitivamente, el siglo XIX había concluido para Hispanoamérica y un 
nuevo espíritu recorría sus vastas extensiones. El proyecto de la oligarquía 
agrícola y ganadera para asegurarse la hegemonía interna se agotaba irre-
mediablemente, acelerado por el golpe de mano del neocolonialismo esta-
dounidense y acosado por los agentes de la modernidad latinoamericana: 
la clase media, el proletariado y la macrourbe. 
El centro de gravedad se desplazaba del campo semifeudal a la inmensa 
ciudad, producto del incoherente desarrollo impuesto por la metrópoli a 
los núcleos de exportación que atraían —y no siempre con posibilidad de 
trabajo— tanto al excedente de población rural como a los emigrantes europeos 
que no regresaron a sus países de origen; la inmensa ciudad que hacía 
imposible las viejas relaciones clientelares y desplegaba una cruenta strug-
gle for Ufe —como dice algún personaje arltiano—, anunciando una más 
consciente lucha de clases: 
He aquí mi poema: 
Oh ciudad fuerte 
y múltiple, 
hecha toda de hierro y de acero. 
Los muelles. Las dársenas. 
Las grúas. 
Ütemamericana§^ 
8 Carlos M. Rama, Histo-
ria del movimiento obrero 
y social latinoamericano con-
temporáneo, Barcelona, Edi-
torial Laia, 1976, pág. 90. 
9 César Vallejo, poema 
XXXII, «Trilce» (1922), en 
Obra poética, Archivos, Ma-
drid, 1988, pág. 206. 
10 Jorge Luis Borges, poe-
ma aparecido en Ultra, nú-
mero 1, Madrid, 30"de marzo 
de 1921, recogido en Gui-
llermo de Torre, «Para la 
prehistoria ultraísta de Bor-
ges», en Al pie de las letras, 
Buenos Aires, Losada, 1967, 
págs. 171-185, pág. 181. 
)I berpamcricMÍaSi 
11 Manuel Mapks Arce, Ur-
be, op. cit., pág. 192. 
12 Hugo J. Verani, op. cit., 
pág. 10-11. 
13 Carta de Ricardo Güiral-
des a Borges y Caraffa, ci-
tada por Klaus Müller-Bergh, 
«El hombre y la técnica: con-
tribución al conocimiento 
de corrientes vanguardistas 
hispanoamericanas», en Ho-
menaje a Manuel Alvar, Ma-
drid, vol. I Credos, 1988, 
págs. 279-302, págs. 301-302. 
10 
Y la fiebre sexual 
de las fábricas. 
Urbe: 
Escoltas de tranvías 
que recorren las calles subversivas. 
Los escaparates asaltan las aceras, 
y el sol saquea las avenidas". 
A través del episodio revolucionario en el conquistado derecho democrá-
tico, la clase media asumía el poder y la posibilidad de alcanzar finalmente 
las reivindicaciones formuladas desde principios de siglo. 
No se trataba de un fenómeno que afectara a este y aquel otro país. 
Más allá de las fronteras geográficas y lingüísticas, los pueblos iberoameri-
canos se movían en una misma dirección. Economía, situación social y polí-
tica imponían a cada nación un ritmo análogo y la literatura también se 
tornaba un hecho supranacional. Se explica así que los ecos vanguardistas 
resonaran en casi toda Hispanoamérica, en focos sin la menor conexión 
y no sólo en los grandes centros culturales12. 
De forma más explícita, la vanguardia en Hispanoamérica constituía algo 
más que una suma de manifestaciones aisladas: 
Entramos en cordial relación con poetas de otros países americanos. No existe el 
río: no existe la Cordillera, no existen la altiplanicies ni los limites de país a país... 
(El río, la cordillera y la altiplanicie seguían en buen estado de presencia a pesar 
de la frase...) Hacíamos americanismo y pongo americanismo en minúscula para dis-
tinguirlo del gritado Americanismo Oficial que tan beneméritamente se ocupa en jun-
tar a todos los imbéciles de América13. 
II. ¿Dos vanguardias hispanoamericanas? 
En 1926 aparecía El índice de la nueva poesía americana. El libro, prolo-
gado por Huidobro, Borges y Alberto Hidalgo, recogía —además de compo-
siciones de éstos— poemas de los argentinos Leopoldo Marechal y Francis-
co Luis Bernárdez; de los chilenos Pablo de Rokha, Rosamel del Valle, 
Humberto Díaz Casanueva y Pablo Neruda; del guatemalteco Luís Cardoza 
y Aragón; de los mexicanos Manuel Maples Arce, Carlos Pellicer y Salvador 
Novo; del uruguayo Ildefonso Pereda Valdés... Una salteada lectura de sus 
páginas resulta suficiente para comprender que el vínculo de aquella poe-
sía escrita en países tan distantes entre sí residía en la voluntad dé torcerle 
el cuello al cisne de engañoso plumaje, en el ejercicio de la nueva sensibili-
dad, en cuyo nombre se convocaban entusiásticamente a los jóvenes escri-
tores desde los manifiestos: 
Martín Fierro siente la necesidad imprescindible de definirse y llamar a cuantos 
sean capaces de percibir que nos hallamos en presencia de una NUEVA sensibilidad 
11 
y de una NUEVA comprensión, que al ponernos de acuerdo con nosotros mismos, 
nos descubre panoramas insospechados y nuevos medios y formas de expresión14. 
No obstante, por encima de esta unidad fundamentada en la oposición 
a lo «viejo», la vanguardia se polarizaba en torno a lo nacional y lo cosmo-
polita15, traductores actualizados de la tensión centrípeta y centrífuga que 
desde su mismo origen ha cruzado la estructura cultural hispanoamerica-
na: primero en el debate colonial entre criollos y peninsulares; luego, a 
lo largo del siglo XIX, en las dicotomías civilización y barbarie, conserva-
tismo y liberalismo, catolicismo y positivismo. 
La polarización, sin embargo, no admitía ser expresada en los términos 
que emplea Ángel Rama: «Un sector de la vanguardia, junto al rechazo de 
la tradición realista en su aspecto formal, intenta recoger de ésta su voca-
ción de calar en una comunidad social; el otro sector, por conservar ínte-
gra su formulación de la vanguardia, que comporta una ruptura drástica 
con el pasado y remite a una inexistente realidad que espera en el futuro, 
intensifica su vinculación con la estructura de la vanguardia europea (...) 
necesariamente a través de la admisión de un universalismo»16. 
El supuesto rechazo del sector universalista a «calar» en la sociedad envirtud de su integridad vanguardista, es insostenible. Justamente, este afán 
de devolver el arte a la praxis, de calarlo en la vida gastada por los deberes 
de la mano, cubierta de sudor y humo, consituye uno de los presupuestos 
esenciales de la vanguardia. ¿Acaso Borges, Guillermo de Juan y Eduardo 
González Lanuza pegan en las paredes de Buenos Aires la revista Prisma 
por absurdo capricho? ¿No hay en ello la voluntad política de descender 
el ARTE desde su etéreo sagrario hasta la calle a fin de hacerlo accesible 
a un público más amplio, un público que no era precisamente el parisiense?: 
Hemos lanzado Prisma para democratizar esas normas [las de la estética ultraísta]. 
Hemos embanderado de poemas las calles, hemos iluminado con lámparas verbales 
vuestro camino, hemos ceñido vuestros muros con enredaderas de versos17. 
Esta vanguardia cosmopolita era algo más que la síntesis quintaesencia] 
de todos los ismos europeos. Por más que ofreciera trazas de «club de ami-
gos de París en Buenos Aires con las manos transpiradas»18, el suyo era 
un diálogo plenamente americano; aunque este diálogo únicamente pudiera 
sostenerse desde las grandes urbes ya modernizadas y homologables a los 
centros europeos. Nada de asimilación; se escribía desde el seno del propio 
sistema literario: «Hacer arte, con elementos propios y congénitos, fecun-
dados en su propio ambiente. No reintegrar valores, sino crearlos total-
mente (...)»]\ 
Una cuestión diferente es que el nuevo esquema de referencias y valores 
del mundo urbano lo transformara en algo distante* y ajeno al resto de 
JlberoamericHilaS 
w «Manifiesto» de Martín 
Fierro (Buenos Aires), año 
1, n. ° 4,15 mayo 1924, págs. 
1-2, recogido en Hugo J. Ve-
rani, op. cit, págs. 297-299, 
pág, 297. 
'5 Vid. Ángel Rama, «Mez-
zo secólo di narrativa lati-
noamericana», Latinoame-
ricana. 75 narratori, Floren-
cia, Vallecchi, 1973, págs. 
11-12. 
* íbíd., pág. 12. 
17 Jorge Luis Borges et ai, 
«Proclama», Prisma: Revista 
Mural, n. ° 1, diciembre de 
1921, recogido en Hugo J. 
Verani, op. cit., págs. 283-285, 
pág. 285. 
,s David Viñas. Literatura 
argentina y realidad polí-
tica. De Sarmiento a Cor-
tázar, Buenos Aires, Siglo 
Veinte, 1974, pág. 58. 
19 Actual número 1, Hoja 
de vanguardia, Comprimi-
do estridentista de Manuel 
Maples Arce, recogido en 
Luís Mario Schneider, op. 
cit., pág. 45. 
JlberoamericMTa^ 
20 Ángel Rama, «Diez pro-
blemas para el novelista la-
tinoamericano», en VVAA. 
Literatura y arte nuevo en 
Cuba. Barcelona, Laia, 1977, 
págs. 195-259, pág. 209. 
2¡ Alejo Carpentier, «Pro-
blemática de la actual no-
vela latinoamericana», Tien-
tos y diferencias, Buenos 
Aires, Calicanto Editorial, 
1976, págs. 7-39, págs. 35-36. 
12 Jorge Luis Borges, «El 
escritor argentino y la tra-
dición», Discusión (1932), 
Obras completas, Buenos 
Aires, Emecé, 1974, págs. 
267-274, págs. 272 y 273. 
23 Ángel Rama, «Mezzo se-
cólo di narrativa latinoame-
ricana», op. cit., principal-
mente págs. 13-14. 
12 
la nación, al ámbito rural. Evidentemente, el poeta, el narrador de la ciu-
dad infinita no escribía para la sociedad entera del país; sólo para su grado 
social algo ampliado, para la clase media20 —sector fundamentalmente 
urbano— que en la segunda década del siglo XX había ingresado de forma 
simultánea en la cultura, en la economía y en la política. 
Por supuesto, existían oscilaciones en torno a esta línea central que po-
dían llevar desde la desculturización de poetas como el ecuatoriano Alfredo 
Gangotena que sólo escribió en francés, hasta la más tácita decisión de 
Alejo Carpentier de traducir para lectores europeos el mundo americano 
con su concepto de escritura barroca: 
Nuestra ceiba, nuestros árboles, vestidos o no de flores, se tienen que hacer univer-
sales por la operación de palabras cabales, pertenecientes al vocabulario universal. 
Bien se las arreglaron los románticos alemanes para hacer saber a un latinoamerica-
no lo que era un pino nevado cuando aquel latinoamericano jamás había visto un 
pino ni tenía noción de cómo era la nieve que lo nevara21. 
Estas posturas —más allá de su fortuna estética— mostraban el peligro 
de extremar la opción cosmopolita, pero en forma alguna ilegitimaban su 
americanismo. 
Los andamios interiores de Maples Arce, Avión de Kyn Taniya o Los vein-
te poemas de Oliverio Girando estaban escritos para un público que cono-
cía la realidad desde la que se hablaba y desde su propia lengua. Y aunque 
existiera una cierta dependencia al emplear las estructuras, los recursos, 
o más exactamente, las formulaciones epistemológicas elaboradas por la 
vanguardia central, no existía esnobismo mimético, pues éstas respondían 
igualmente a la realidad hispanoamericana tratada. 
Enfrentado a la inquietante problemática, Borges afirmaba en 1932: «Creo 
que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que 
tenemos el derecho a esta tradición mayor que el que puedan tener los 
habitantes de una u otra nación occidental». Entendía que los hispanoame-
ricanos actúan dentro de esa cultura, y al mismo tiempo no se sienten ata-
dos a ella por una devoción especial, con lo cual los argentinos, y los suda-
mericanos en general, pueden manejar todos los temas europeos, «manejar-
los sin superstición, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, con-
secuencias afortunadas»22. 
El ejemplo de su salvaje manipulación de la cultura europea a partir 
de la publicación de Inquisiciones (1925) revelaba que la recepción de la 
vanguardia central por parte de los cosmopolitas no fue estrictamente pasiva. 
De existir, el colonialismo cultural de este sector vanguardista se funda-
mentaría más que en la imposición del sistema literario eurouniversal23, 
en la dirección única de la circulación artística; circunstancia que, por otra 
parte, no era propia exclusivamente. Europa, «corazón del planeta» —como 
13 
la denominaran los firmantes del manifiesto chileno Rosa náutica —con 
una porosidad mínima, ignoraba la producción de la periferia de Occiden-
te. Y cuando se interesaba por ella, lo hacía desde una perspectiva desnive-
lada y de forma escasamente altruista: 
América Latina. 
Ahí tenéis dos palabras que en Europa han sido y son explotadas por todos los 
arribismos conocibles. América Latina. He aquí un nombre que se lleva y se trae de 
uno a otro bulevar de París, de uno a otro museo, de una a otra revista tan meramen-
te literaria como intermitente24. 
Tal era el caso de La Gaceta Literaria, que haciendo gala del nacionalis-
mo imperialista25, sugerido en el subtítulo de la revista —«Ibérica: Ame-
ricana: Internacional»— defendía en el editorial del número 8 (15 de abril 
de 1927) la mayor propiedad del término Hispanoamérica frente a la ver-
sión francesa de América Latina y proponía a Madrid, meridiano intelectual 
de Hispanoamérica: 
Que nuestro hispanoamericanismo, que el criterio de La Gaceta Literaria, en este 
punto cardinal de vitalidad expansiva, es absolutamente puro y generoso y no implica 
hegemonía política o intelectual de ninguna clase, lo evidencia el hecho de que noso-
tros siempre hemos tendido a considerar el área intelectual americana como una pro-
longación del área española. Y esto, no por un propósito anexionista reprobable, sino 
por el deseo de borrar fronteras, de no establecer distingos, de agrupar bajo un mis-
mo común denominador de consideración idéntica toda la población intelectual en 
la misma lengua; por el deseo de anular diferencias valoradoras, juzgando con el mis-
mo espíritu personas y obras de aquende y allende el Atlántico2*. 
El tono empleado y, sobre todo, la misma propuesta, debieron resultar 
demasiado provocativos a los escritores hispanoamericanos, que no rehuye-
ron la polémica. Entre otras revistas participaron Martín Fierro, Crítica 
y El Hogar de Buenos Aires, La Pluma y Cruz del Sur de Montevideo y 
la cubana Orto. Todas rechazaron lo que entendían como prepotencia inmo-
tivada, siendo Martín Fierro, bajola firma de Rojas Paz, Molinari, Borges 
y otros, la más contundente: «¡Madrid se siente imperialista, tiránico! ¡Ma-
drid quiere tutelarnos!»27. 
La negativa a la pretensión hegemónica peninsular estaba plenamente justificada 
por cuanto olvidaba que la vanguardia española, estrechamente vinculada 
a los movimientos de otros países europeos, formaba parte de un común 
proceso hispánico en el que Oliverio Girando, Borges y Vallejo marchaban 
codo a codo con Gerardo Diego, Guillermo de Torre y Juan Larrea; por 
cuanto quería olvidar el paso de Huidobro por Madrid en 1918, saludado 
por Cansinos-Asséns como «el acontecimiento supremo del año literario» 
y decisivo en la eclosión del ultraísmo. 
Sin embargo, alguna razón guardaba el editorial de la revista española: 
«Desde un punto de vista de libreros, los escritores de La Gaceta Literaria 
"llnguHraí asi 
Iberoamericanas} 
24 César Vallejo, «Se prohi-
be hablar al piloto», Favo-
rables París Poema (París), 
n.° 2 octubre, 1926, págs. 
13-15, pág. 13 (edición fac-
símil, Sevilla, Renacimien-
to, 1982). 
25 Tal es al menos la opi-
nión de Carmen Bassolas, 
prólogo a La ideología de 
los escritores, Literatura y 
Política en La Gaceta Lite-
raria (1927-1932), Barcelo-
na, Fontamara, 1975, págs. 
9-44, pág. 17. 
16 Recogido en Carmen 
Bassolas, ibíd., págs. 18-23, 
pág. 21. 
11 José Carlos González 
Boixo, «El meridiano inte-
lectual de Hispanoamérica»; 
polémica suscitada en 1927 
por La Gaceta Literaria, Cua-
dernos Hispanoamericanos, 
n." 459, septiembre 1988, 
págs. 166-171, pág. 168. 
2Í losé Carlos Mariátegui, 
«La batalla del libro» (¡928)t 
Temas de nuestra América, 
págs. 118-121, pág. 118. 
29 Saúl Yurkievich, A tra-
vés de la trama (sobre van-
guardias literarias y otras 
concomitancias), Muchnik 
Editores, Barcelona, 1984, 
págs. 7-8. También Ángel Ra-
ma, «La tecnificación narra-
tiva», Hispamérica, año X, 
n. ° 30, diciembre, 1981, págs. 
29-82, págs. 70-71 y 78. 
30 No puede ignorarse la 
fundación de numerosos par-
tidos comunistas y de algu-
nos socialistas en la déca-
da de los 20. Vid. Carlos M. 
Rama, op, cit., principalmen-
te págs. 80-88. 
}' César Vallejo, El tung-
steno (1931), vol. 6 de Obras 
completas, Barcelona, Laia, 
1976, págs. 9-10. 
í2 Respuesta de Guillermo 
de Torre a la encuesta de 
Miguel Pérez Ferrero sobre 
la vanguardia, aparecida en 
el número del 1 de junio 
de 1930 de La Gaceta Lite-
raria, recogida en Los van-
guardistas españoles 
1925-1935, selección de Ra-
món Buckley y John Cris-
pin, Madrid, Alianza Edito-
rial, 1973, págs. 406413, pág. 
410. 
estaban en lo cierto cuando declaraban a Madrid meridiano literario de 
Hispanoamérica. En lo que se refiere a su abastecimiento de libros, los 
países de Sudamérica continúan siendo colonias españolas»29. 
El mismo derecho a disponer de ombligo propio, vociferado por los cos-
mopolitas, guiaba la callada labor de los llamados nacionalistas, localistas 
o regionalistas, menos aficionados al manifiesto y al escándalo. 
La diferencia entre unos y otros residía básicamente en que los primeros 
escribían desde las grandes capitales y los localistas desde el interior del 
país y no en unívocas posiciones políticas o sociales29. 
Pese a los obstáculos que separaban estos mundos, todo se acercaba en 
el momento conmovido del telégrafo sin hilos, de las tercas locomotoras, 
de los audaces camiones. En tales circunstancias no era posible ignorar 
el impulso modernizador sin caer en la contraaculturación, sin resignarse 
a sumirse en la charca y el pasado autóctono, en el folklore y la arqueología. 
La sofisticada maquinaria de los centros de explotación agrícola y, sobre 
todo, minera se incorporaba mágicamente a la naturaleza americana y los 
ojos nativos, asombrados en un principio, se adaptaron al nuevo paisaje 
que imponía una mayor tensión al cotidiano vivir. Ciertamente, el trato 
semifeudal que los gamonales mantenían con el campesinado no desapare-
ció, pero a su lado surgía un sistema de relaciones y valores que nada 
tenía que ver con el pasado30. 
Los dólares de la Mining Society habían comunicado a la vida provinciana, antes 
tan apacible, un movimiento inusitado. 
Toctos mostraban aire de viaje. Hasta el modo de andar, antes lento y dejativo, se 
hizo rápido e impaciente. Transitaban los hombres, vestidos de caqui, polainas y pan-
talón de montar, hablando con voz que también había cambiado de timbre, sobre 
dólares, documentos, cheques, sellos fiscales, minutas, cancelaciones, toneladas, he-
rramientas31. 
De cualquier modo, a pesar de la efectiva modernidad, la abisal diferen-
cia entre este mundo rural y las grandes capitales imposibilitaba la apro-
piación de las técnicas expresivo-cognoscitivas, no ya de la vanguardia euro-
pea, sino también de la cosmopolita. Los ritmos, estructuras y referencias 
urbanas no eran automáticamente traducibles al ámbito rural, lo que obli-
gó a los escritores a adoptar crítica y creativamente aquellos hallazgos van-
guardistas susceptibles de sugerir la específica modernidad del propio ámbito. 
El resultado fue, en palabras de Guillermo de Torre, una vanguardia «con 
sentido propio y cierta ambición particularista» frente a la otra, la cosmo-
polita que «era solamente un reflejo o adaptación de la europea»32. 
El juicio de valor callaba que tanto la exótica y auténtica como la apócri-
fa vanguardia hispanoamericana crecían sobre el humus de la propia tradi-
ción, álbum de retratos que permitía descubrirse a través de un antepasa-
15 
do o reírse de su cuello y su corbata: «Martín Fierro, por otra parte, ha 
reivindicado, contra el juicio europeizante y académico de sus mayores, 
un valer del pasado. A esta sana raíz debe una buena parte de su vitali-
dad»35. 
Igualmente callaba que sobre este legado cultural —algo que debía ayu-
dar a vivir más que una herencia a venerar—, ambas tendencias desarrolla-
ban una equivalente operación transculturadora; el inexcusable impulso europeo 
resultaba apenas perceptible en la orientación centrípeta por la necesaria 
adecuación a una realidad profundamente distinta; como apenas era per-
ceptible en la centrífuga, contrariamente, por el parecido entre las grandes 
ciudades a uno y otro lado del Atlántico. 
Y es que, en realidad, localista y cosmopolita no eran dos vanguardias 
antitéticas y perfectamente delimitables. Eran únicamente los polos extre-
mos del amplio espectro vanguardista hispanoamericano34; variada unidad 
en cuyo interior puede ubicarse sin dificultad la producción de autores 
como Arlt, Vallejo o Neruda, que no coincidían plenamente con las orienta-
ciones polares: 
El mundo de las artes es un gran taller en el que todos trabajan y se ayudan, aun-
que no lo sepan y lo crean. Y, en primer lugar, estamos ayudados por el trabajo 
de los que nos precedieron y ya se sabe que no hay Rubén Darío sin Góngora, ni 
Apollinaire sin Rimbaud, ni Baudelaire sin Lamartine, ni Pablo Neruda sin todos ellos 
juntos35. 
Sólo así se entiende la concomitante producción criollista del cosmopoli-
ta grupo de Florida, el doble rostro del modernismo brasileño36, las osci-
laciones de la vanguardia chilena, de todo el continente entre el primitivis-
mo y un esteticismo ultramoderno, a fin de... «cristalizar un programa ideo-
lógico nuestro, pensado por cuenta propia... establecer base de una tradi-
ción de arte nacionalista... que será criolla y universal a un mismo tiem-
po» ". 
Probablemente esta tensión entre regionalismo, nacionalismo y ruralis-
mo de un lado, y cosmopolitismo, internacionalismo e industrialización del 
otro —a la que ni siquiera el modernismo brasileño con su concepto de 
literatura nacional pudo escapar—, constituya el gesto específico de la van-
guardia hispanoamericana, expresión de la problemática inserción de una 
cultura periférica en la modernidad de las primeras décadas del XXJS. 
III. De la euforia a la década infame 
Con esa manera única en los adolescentes de frotarse losojos al desper-
tar, Hispanoamérica se incorporaba de forma definitiva al siglo XX: el in-
íberoamericiííaSi 
Ji José Carlos Mariátegui, 
«La batalla de Martín Fie-
rro» (1927), op. cit., págs. 
115-118, pág. 116. 
M Merlin H. Forster, «La-
tín American Vanguardismo: 
Chronology and Termino-
logy», en Tradition and Re-
newal (Essays on Twentieth-
Century Latin American Li-
terature and Culture), Edited 
by Merlin H. Forster, Uni-
versity of Illinois Press, USA, 
1975, págs. 12-50, págs. 49-50. 
También Nelson Osario T., 
La formación de la vanguar-
dia literaria en Venezuela 
(antecedentes y documentos), 
Caracas, Biblioteca de la Aca-
demia Nacional de la His-
toria, 1985, págs. 68-69. 
35 Pablo Neruda, «Latorre, 
Prado y mi propia sombra», 
Para nacer he nacido (1978), 
Barcelona, Bruguera, 1980, 
págs. 411431, pág. 425. 
*> Wibon Martins, «El van-
guardismo brasileño», en Los 
vanguardismos en la Amé-
rica Latina, prólogo y ma-
teriales seleccionados por Os-
ear Collazos, La Habana, 
1970, págs. 259-275, págs. 
270-273. 
}1 Nguillatum. Periódico de 
literatura y arte moderno, 
Año 1, 6 de diciembre de 
1924, n.° 1, atado por Klaus 
Müller-Borgh, op. cit., pág. 
293. 
38 Vid. Sonia Mattalía, «Es-
calas melografiadas: Valle-
jo y el vanguardismo narra-
tivo», Cuadernos Hispanoa-
mericanos, números 454455, 
abril-mayo 1988, vol. I, págs. 
329-343, pág. 335337. 
^nguaixliag) 
)I beroamericifiaS» 
39 «Declaración del Grupo 
Minorista», publicado en So-
cial, La Habana, 7 de ma 
yo de 1927, pág. 7, recogí 
do en Hugo i. Verani, op. 
cit., págs. 119-122, pág. 121 
« Vid. Adolfo Prieto, «Boe-
do y Florida», Estudios de 
literatura argentina, Buenos 
Aires, Galerna, 1969, págs. 
29-55, pág. 42. 
41 José Correa Camiroaga, 
«La vanguardia y la litera-
tura latinoamericana», Ac 
ta Literaria Academiae 
Scientiarurn Hungaricae, To-
mus 17 (1-2), págs. 55-70 (¡975), 
pág. 61 
42 Ángel Rama, «Mezzo se-
cólo di narrativa latinoame 
ricana», op. cit., pág. 10-
4i Federico Schopí, Del 
vanguardismo a la antipoe-
sía, Roma, Bulzoni, 1984, 
pág. 194. Véase también HA 
Murena, «Martinfiemsmo» 
en Expliquémonos a Bor 
ges como poeta, compikáón 
y prólogo de Ángel Flores, 
México, Siglo Veintiuno, 
1984, págs. 43-67. 
16 
greso al área hegemónica estadounidense, la agitación social que acompa-
ñaba la caída del estado oligárquico con eí ascenso de la clase media y 
la consolidación del proletariado, las ciudades sin límites y las altas monta-
ñas coronadas de futuristas complejos mineros... 
Todo era nuevo bajo el sol y la desconcertante producción de estridentis-
tas, martinfierristas y modernistas brasileños señalaba más allá de la muerte 
de la poesía, la novela o el teatro decimonónicos. Expresión y simultánea-
mente agente de la intensa convulsión experimentada en el continente, la 
vanguardia entablaba una lucha no sólo contra las extenuadas formas mo-
dernistas, sino también contra las vetustas permanencias de un mundo feu-
dalizante y remoto. 
Por la revisión de los valores falsos y gastados. 
Por el arte vernáculo y, en general, por el arte nuevo en sus diversas manifestaciones. 
Por la introducción y vulgarización en Cuba de las últimas doctrinas, teóricas y 
prácticas, artísticas y científicas. 
Por la reforma de la enseñanza pública y contra los corrompidos sistemas de oposi-
ción a las cátedras. Por la autonomía universitaria. 
Por la independencia económica de Cuba y contra el imperialismo yanqui. 
Contra las dictaduras políticas unipersonales, en el mundo, en la América, en Cuba39. 
En Cuba, en Brasil, en cualquier otro país, la vanguardia no era un fenó-
meno exclusivamente estético, no se restringía a los límites de la pura lite-
ratura. Su presumible apoliticismo quedaba desmentido por la tarea del 
Grupo Minorista, de los estridentistas y los agoristas, de los miembros de 
la revista Amauta,.,. Martín Fierro desaparecerá como resultado de las dife-
rencias surgidas en su seno sobre la conveniencia o no de apoyar la candi-
datura de Yrigoyen a la presidencia de la República40 e incluso Contem-
poráneos; el más militante de los órganos apolíticos opinará políticamente 
sobre diversos temas41. 
Desde el momento de su origen, el nuevo arte quería ser «sociológico», 
aspiraba a una auténtica y nueva interpretación de la tierra, ambicionaba 
constituirse en una verdadera filosofía de la vida. Consecuencia de ello, 
el descubrimiento de la naturaleza, de la ciudad, de los hombres que se 
movían en sus laberintos, mestizos, indios, blancos o negros42. 
Sin embargo, en este esfuerzo comprensivo, de historización interna, co-
mo lo denomina Rama, hubo mucho de mistificación. Los escritores de van-
guardia, pertenecientes a la clase media de fuerte conciencia nacionalista, 
querían prolongar sus orígenes más allá de sí mismos e identificarse con 
los orígenes de la nación43. El arrabal de Buenos Aires se convirtió en ma-
teria poética por excelencia y los papeles se poblaron de compadritos, al-
macenes rosados, taperas azules, calles enternecidas de árboles. El «espíritu 
de la tierra», según conocida fórmula, recorría el continente de un extremo 
a otro, inventándolo más de lo necesario: 
17 
¡Necesitamos, necesitamos olvidar al Brasil! 
Tan majestuoso, tan sin límites, tan sin propósitos, 
él quiere descansar de nuestro terrible cariño. 
¡El Brasil no nos quiere! ¡Está harto de nosotros! 
Nuestro Brasil está en otro mundo. Este no es nuestro Brasil. 
No existe Brasil alguno. ¿Existirán acaso los brasileños?44 
En tales circunstancias se produjo el hundimiento de la bolsa de Nueva 
York. La crisis, sensible en toda Hispanoamérica a partir de 1930, determi-
nó la drástica reducción de las exportaciones y de los precios. Pero, posi-
blemente, fuera la radical supresión de préstamos a los gobiernos latinoa-
mericanos por parte de los organismos monetarios internacionales lo que 
dio el golpe de gracia al proceso reformista antioligárquico45 —por más 
que ya estuviera reducido a meras manifestaciones formales—, al tiempo 
que revelaba la frágil hegemonía de las clases medias. 
La oligarquía, que había diversificado sus inversiones, poseía el control 
nacional,de las finanzas y estaba en condiciones de asumir nuevamente 
el poder. Para ello, no obstante, necesitaba de la clase media a la que ofre-
cía un papel subalterno en el mando, garantizándole además todas las con-
quistas sociales ya alcanzadas, así como un mejor nivel de vida. 
La situación de una y otra y, sobre todo, la inexistencia de conflictos 
esenciales entre ambas, favorecieron la alianza que permitía controlar la 
totalidad del poder político. 
Nada escapó a los penetrantes ojos del capital estadounidense. Su acti-
tud pasiva equivalía a la aquiescencia de la operación que, habida cuenta 
de la debilidad del proletariado, aseguraba una fase de estabilidad política 
y social capaz de hacer fructificar la riqueza. 
Se abría así una época de extendido desempleo, porque el peso de la 
crisis se hizo recaer sobre el sector más débil, sobre hombres que pasaban 
con un pan al hombro, sobre otros que temblaban de frío y tosían; se abría 
así una época en la que el ejército entraba a escena en Argentina y en 
Brasil, acallando la justa cólera de los que limpiaban un fusil en su cocina. 
La sombra del fascismo se proyectaba en Hispanoamérica y Carlos Mastro-
nardi, nostálgico, veraz, pudo afirmar: «Fuimos los últimos hombres felices». 
Las circunstancias habían cambiado. La vanguardia, atenta al devenir, 
no huyó hacia islas remotas, ni se dejó arrebatar por los serafines. El tiem-
po era su materia, el tiempo presente, los hombres presentes: «Hoy entre 
los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente —escribía 
Arlt en el prólogo a Los lanzallamas (1931)—, no es posible pensar en bordados». 
Había terminado el período más o menos iconoclasta de los manifiestos. 
En esta segunda etapa46, los escritores se sentían en la obligación de in-
crementar su actividad política, de intentarmodificar el curso de los acon-
tecimientos. El arte, arma concienciadora, debía llegar al mayor público 
roamericanasi 
** Carlos Drummond de 
Andrade, «Himno nacional», 
Poemas, traducción, selec-
ción y prólogo de Francis-
co Cervantes, México, Pre-
mia editora, 1982, pág. 18. 
45 Marceño Carmagnani, 
Estado y sociedad en Amé-
rica Latina 1850-1930, Bar-
celona, Crítica, pág, 198. 
* Admiten la existencia de 
esta segunda etapa de la van-
guardia hispanoamericana 
Merlin H. Forster, op. cit., 
págs. 16-18 y Wilson Mar-
tins, op. cit,, págs. 262 y ss. 
q^guSfdia§l 
31 beroa mcricinag) 
47 Ángel Rama, «Mezzo se-
cólo di narrativa latinoame-
ricana», op. cit, págs. 23-24. 
* Breve historia de la no-
vela hispanoamericana, Ma-
drid, Mediterráneo, 1974, pág. 
135. 
* Víctor Fuentes, La mar-
cha al pueblo en las letras 
españolas, 1917-1936, Ma-
drid, Ediciones de la Torre, 
1980, pág. 49. 
* Antonio Lorente, «La no-
vela indigenista: Ciro Ale-
gría, José M.a Arguedas, Jor-
ge Icaza», Literatura y So-
ciedad en América Latina, 
dirigido por Valentín Tas-
can y Fernando Soria, Sa-
lamanca, Editorial San Es-
teban, 1981, págs. 229-250, 
pág. 233. 
18 
posible; de aquí —por más que ultra hubiera proclamado la muerte de la 
novela—, la elección de la narrativa, modo discursivo de aceptación relati-
vamente fácil y con gran capacidad de penetración ante el destinatario, 
como demuestra la recepción de las llamadas subliteraturas. 
Por todo el continente aparecían novelas cuyos universos eran reconoci-
bles para sus lectores. Ya no se trataba únicamente de las selvas, de los 
vastos llanos; también se revelaban las ciudades laberínticas, pobladas de 
cafetines humeantes y paredes sin revocar, de mujeres despeinadas que 
se preocupaban por la escasez o ausencia del salario*7. 
Eran textos legibles en su voluntad de hacer llegar mensajes considera-
dos muy importantes; maniqueos, porque el mensaje no podía ser cuestio-
nado; esquemáticos en su afán de ingresar a un público no ilustrado. 
Dueña de las enseñanzas de Joyce, de Kafka, variablemente dosificada 
de imágenes ultraístas, la escritura se hacía enérgica, violenta, e incorpora-
ba material documental, directo, en bruto, que, como las cajas de cerillas 
o los periódicos de los collages cubistas, aspiraba a derribar las barricadas 
que separaban arte y vida. La distancia real respecto al naturalismo era, 
pues, mayor de lo aparente. 
Surgida en los años 30, mucho más abundante en la década siguiente, 
esta novela era, en palabras de Arturo Uslar Pietri, «el equivalente criollo 
de la novela proletaria de otras literaturas»*8. Como la novela rusa de la 
revolución, como la novela de avanzada española, era literatura de urgen-
cia, literatura bolchevique. 
Las analogías existentes entre ellas no eran casuales. Ya desde los años 
veinte, el grupo Ciarte, Liga de solidaridad intelectual para el triunfo de 
la causa internacional, tuvo un fuerte eco en Hispanoamérica: en Argentina 
su órgano de expresión fue la revista Claridad, dirigida por José Ingenie-
ros; en Cuba, A. Baralt fue su secretario; en México tuvo su tribuna en 
la revista El hombre Ubre y en Perú ejerció influencia en la creación de 
Amautam. Las editoriales españolas Oriente, Historia Nueva, Cénit, Hoy y 
Jason, surgidas ai final de los veinte, con su propósito de elaborar una 
conciencia colectiva, atiborraron el mercado nacional y el hispanoamerica-
no con genéricas obras de izquierda revolucionaria y con novelas de la re-
volución soviética que ejercieron un notable influjo en la narrativa indige-
nista de los años 30 y 40: «El escritor hispanoamericano asoció las condi-
ciones del campesino ruso a las condiciones del campesino indio y cambió 
la tundra por la puna. Por lo demás se mantuvieron los mismos símbolos, 
una temática muy parecida y una prosa, muy similar también, de frases 
recortadas, frente al gran simbolismo modernista»5". 
Naturalmente, no toda esta literatura comprometida era de signo marxis-
ta; anarquistas y sonrosados liberales la cultivaron igualmente. Natural-
19 
mente, tampoco fue la única tendencia novelística, aunque sí claramente 
la dominante. Algunos poetas como los mexicanos Jaime Torres Bodet, Gil-
berto Owen y Xavier Villaurrutia realizaron esporádicas incursiones en el 
ámbito de la narrativa51, elaborando novelas de delicado lenguaje y nove-
dosas técnicas y estructuras que por su desconfianza en la inmediata efica-
cia social de la literatura o por su negativa adscripcionista, fueron cómoda-
mente juzgadas en aquel clima de urgencia, a menudo, de forma injusta, 
como arte reaccionario, como literatura a puerta cerrada. 
La poesía cultivada en estos años mostró las mismas virtudes que la pro-
sa, a la cual cedió el lugar preeminente, y adoleció de sus mismos defectos, 
que las más delicadas sensibilidades supieron dominar. Huidobro se estre-
meció al oír clavar el ataúd del cielo, Vallejo quiso desgraciarse ante la 
tragedia española y Drummond de Andrade tembló frente a la vida: 
Provisionalmente no cantaremos al amor, 
que se refugió más hondo que los subterráneos. 
Cantaremos el miedo, que esteriliza los abrazos, 
no cantaremos el odio porque no existe; 
existe sólo el miedo, padre nuestro y nuestro compañero, 
el gran miedo de los sertones, de los mares, 
el miedo de las iglesias, 
cantaremos el miedo de los dictadores, 
el miedo de los demócratas, 
cantaremos el miedo de la muerte y el miedo después de la muerte, 
después moriremos de miedo 
y sobre nuestra tumba nacerán flores amarillas y miedosas52. 
Después vino la segunda gran guerra... 
Francisco José López Alfonso 
ÍIberDamericÍfi§§\ 
•>< Vid. Arturo lisiar Pietñ, 
op. cit, págs. 146 y ss. 
52 Carlos Drummond de 
Andrade, «Congreso ínter-
naáonal del miedo», op. cit., 
pág. 23.. 
«Debe eliminarse de la literatura lo que no 
encierre una idea honesta, clara y precisa.» 
Horacio Quiroga, por 
Justo Barboza 
• ! Ü ' ¡ ¡ ' l | l [ \ > , ! i . ' 
Horacio Quiroga, ¿primer 
escritor rioplatense de 
vanguardia? 
E (1 surgimiento de los movimientos de vanguardia en América latina, 
como tantos otros procesos histórico-literarios, requiere una explicación 
desde nuestra propia dinámica interna y no la simplificación reduccionista, 
mecánica, que se halla en los manuales historiográñcos más corrientes, pa-
ra los cuales sólo reproducimos epigonalmente lo que generan las metrópolis. 
Aun si aceptamos tal enfoque, la vanguardia rioplatense de los años vein-
te no es reductible a la europea. En todo caso, quienes aceptaron ser ape-
nas réplica (de Torre, González Lanuza, los primeros libros de Bernárdez) 
del futurismo italiano o del ultraísmo español, carecen hoy día de mayor 
interés frente a los que trazaron nuevos derroteros partiendo de la incita-
ción externa. 
Es el caso de Jorge L. Borges, cuyo criollismo poético (desde Fervor de 
Buenos Aires, 1923) y teórico (desde algunas notas para Proa y Martín Fie-
rro, de 1924) significaba en todo caso una nueva etapa para la poética nati-
vista que por lo menos desde la década del ochenta venían desplegando 
ciertos intelectuales nacionalistas, como Joaquín V. González. 
Pero, sobre todo, un grupo de escritores adoptaba posiciones verdadera-
mente originales, sin que ningún manifiesto común los nucleara. Roberto 
Arlt era uno de ellos y, según expliqué en una breve nota para esta misma 
publicación1, su narrativa de corte expresionista tenía equivalentes en la 
poesía de Nicolás Olivan (La musa de la mala pata, 1926) y en algunas 
otras expresiones artísticas de proyección popular. 
Una de esas expresiones era el teatro de Armando Discépolo, sus exitosos 
grotescos de esos mismos años: Mateo (1923) y Babilonia (1925) en el Teatro 
' Romano, Eduardo, «Artl 
y la vanguardia argentina» 
en Cuadernos hispanoame-
ricanos, Madrid, 373, julio 
1981, págs. 143-149. 
JlteoaíTiericMaS) 
2 Muschg, Walter, Von 
Trakl zu Brecht: Dichter des 
Expressionismus, Munich, 
1961. Cito por la traducción 
La literatura expresionista 
alemanade Trakl a Brecht. 
Barcelona, Banal, ¡972, pág. 
19. 
22 
Nacional; Stéfano (1928) en el Cómico. Otra, las primeras letras tangueras 
de su hermano Enrique Santos Discépolo: «Quevachaché», tras un estreno 
fallido en Montevideo (1926), porque sus versos no se ajustaban a las con-
venciones vigentes para ese tipo de canción, lo cantó Tita Merello en una 
revista del teatro Apolo, en Buenos Aires, y Carlos Gardel le dio su espalda-
razo al grabarlo para el sello Odeón, con acompañamiento de guitarras, 
a fines de 1927. 
Dicha tendencia expresionista, me pregunto, ¿carecía de antecedentes en 
la región? Hasta ahora, sólo en el caso de la literatura teatral pueden seña-
larse indagaciones al respecto, motivadas por la escritura precursora de 
Carlos Mauricio Pacheco, cuyas primeras piezas, con rasgos propios del 
grotesco —considero a esta modalidad una variante de la fórmula estética 
expresionista—, se remontan a principios de siglo: Los tristes o gente oscu-
ra (1906), Los disfrazados (1908), etc. 
En el campo de la narrativa, puedo consignar el hecho sintomático de 
que Ricardo Güiraldes titulara Aventuras grotescas una parte de sus Cuen-
tos de muerte y de sangre (1915). Los cuatro textos allí incluidos tematizan 
la sexualidad, apelando en general a un narrador distanciado por su ironía 
(Arrabalera) o por su condición de aventurero mundano (Máscaras y Ferro-
viaria). Distinto es el caso de Sexto, donde quien cuenta toma partido por 
el despertar sensual de los niños y contra los prejuicios censores del cura. 
Tal vez la tácita asociación entre grotesco y sensualidad sea lo más lla-
mativo en Güiraldes, quien, por otra parte, reconocía haber arrojado al 
pozo de su estancia buena parte de los ejemplares de ese libro (y de El 
cencerro de crisía/,también de 1915) por falta de lectores interesados; ade-
más, no olvidemos que tuvo empleado como secretario a Roberto Arlt du-
rante un tiempo. 
Y digo aquello pensando en que los estudiosos del expresionismo euro-
peo —fundamentalmente alemán— atribuyen a esa tendencia un principio 
generador vinculable con el descubrimiento de lo otro en uno mismo (in-
consciente freudiano), Así Walter Munsch afirma que ai asomarse a «los 
abismos de la perversidad, del crimen, de la destrucción y de la enferme-
dad mental,» los expresionistas ahondaron «la estética de lo feo y de lo 
horrendo, de la disonancia y de la deformación hiriente»2. 
Horacio Quiroga, precursor 
Para rastrear los diversos aspectos en que el uruguayo anticipó rasgos 
de la estética expresionista, es necesario desembarazarse previamente de 
esa tan banal cuanto arraigada dicotomía entre lo rural y lo urbano en 
23 
nuestras letras, cuya única justificación ancla en lo referencial y no tiene 
en cuenta para nada modalidades escriturarias. 
Sólo entonces, como he tratado de demostrarlo en otro trabajo3, pode-
mos ubicar de otra manera la narrativa quiroguiana. Algo que parece ur-
gente realizar, pues los críticos que más lo revalidaron en un momento 
dado, hace aproximadamente treinta años, solía establecer un neto corte 
entre su etapa inicial, la del decadentismo modernista, y el descubrimiento 
posterior de la objetividad y de la selva. 
Todavía en 1967, uno de los nuevos críticos rioplatenses insistía en leer 
la parábola de abandonar las ciudades para radicarse en Misiones como 
«una radicación en la tierra» motivada por «los mismos gérmenes que fruc-
tifican en La Vorágine (1924), Don Segundo Sombra (1926) y Doña Bárbara 
(1929)»4. Contrariamente, la selva fue en todo caso la escenografía ideal 
para proyectar pulsiones que se manifestaban ya en sus primeros escritos. 
Sintetizo en lo que sigue tal progresión, al mismo tiempo que subrayo 
en esos componentes su condición definidamente expresionista. Y comien-
zo por establecer que ese ejercicio evidencia cómo, al releer y reubicar 
textos y autores, van apareciendo los modos distintivos o rediseñando las 
trayectorias de ciertos movimientos europeos. En esa suerte de palimpses-
to reside, creo, el margen de autonomía para los pueblos —y sus artistas— 
que arriban tardía y periféricamente al devenir de la humanidad. 
Un primer tramo, el que va de su colaboración inicial («Para ciclistas» 
La Reforma, Salto, n.° 27, 3-XII-1897) hasta Los arrecifes de coral (1901) 
lo muestra básicamente atento al decadentismo francés en cuanto explora 
ción que partía del naturalismo zoliano para aventurarse por zonas inholla 
das aún para la literatura. Lo que inicia el Huysmans de A Rebours, a tra 
vés de la sensibilidad abúlica de Des Esseintes, y continúan en seguida 
Villiers de lisie Adam, Jean Lorrain, Catulle Mendés, etc. 
Algo que había repercutido en nuestro modernismo, pero con notorias 
restricciones. Rubén Darío las explícita en varios pasajes de Los raros, esa 
galería de escritores iconoclastas, malditos, inasimilables al sistema litera-
rio oficial, que había ido dibujando en las páginas del periódico La Nación. 
Al tener que dar cuenta del erotismo, aclara que es «un terreno dificilísimo 
y desconocido, antinatural, prohibido, peligroso»5; a pesar de defender al 
conde de Lautréamont y a otros que admira, contra el calificativo de «dege-
nerados» que les endilgara Max Nordau, precave a los jóvenes acerca de 
lo riesgoso que resulta leerlos. 
El nicaragüense asume esa dimensión sólo amparado por las máscaras 
de lo exótico, como ha señalado la crítica desde Pedro Salinas6 hasta Án-
gel Rama7; luego de someterlo a un trabajo de estilización muy sutil. Lo 
que le permite reescribir la unión de Leda con el cisne como «una gloria 
)Iberpameric§LiBa 
J Romano, Eduardo, «Tra-
yectoria inicial de Horacio 
Quiroga: del bosque interior 
a la selva misionera» en la 
edición crítica de los Cuentos 
que editará próximamente 
la colección Archivos, coor-
dinada por Jorge Lafforgue. 
4 Rodríguez Monegal, 
Emir, Genio y figura de Ho-
racio Quiroga, Buenos Aires, 
Edeba, 1967, pág. 12. 
5 Darío, Rubén, Los raros, 
Buenos Aires, Espasa- Cal-
pe, 1952, pág. 107. 
6 Salinas, Pedro, La poesía 
de Rubén Darío, Buenos 
Aires, Losada, 1948. 
7 Rama, Ángel Las másca-
ras democráticas del mo-
dernismo, Montevideo, Fun-
dación Ángel Rama, 1985. 
* Cartas inéditas de Hora-
cio Quiroga. Prólogo de Mer-
cedes Ramírez de Rosiello. 
Ordenación y notas de Ro-
berto Ibáñez. Montevideo, 
Instituto Nacional de Inves-
tigación y Archivos Litera-
rios, tomo 11, 1959, pág. 54. 
24 
de luz y de armonía», así como rechazar, en A los poetas risueños, «los 
versos de sombra» o «la canción confusa», rehuir «la fiera máscara de la 
fatal Medusa» que, entiendo, lo asusta por sus potencialidades inconscientes. 
Menos audaz, más comprometido con la clase dirigente, Leopoldo Lugo-
nes consigue, sin embargo, entusiasmar al joven Quiroga con su «Oda a 
la desnudez», que lee a fines de 1898. Busca imitarla con un poema como 
«Helénica» (Gil Blas, Salto, 13-XM898), pero ya en Noche de amor, apareci-
da en Revista del Salto un año después, el paradigma antiguo resulta, en 
el final, pospuesto: 
Dame tu cuerpo. Mi perdón de macho 
Velará la extinción de tu pureza, 
Como un fauno potente y pensativo 
Sobre el derrumbe de una estatua griega. 
Y se podría cerrar dicha transformación con la «larga epístola-historia 
en verso» que le remite desde Buenos Aires a José María Delgado en junio 
de 1903, y de cuya crudeza para abordar lo sexual dan cuenta estos pocos versos: 
Después vino la infancia con sus descomposturas, 
despertando con ella las vocaciones puras. 
Todas las criaturas que jugaban conmigo 
llevaban de mis dedos la marca en el ombligo; 
si bien algunas veces —y éstas no fueron pocas— 
ponía mi hombradía ya sólida en sus bocas8. 
Otro indicador valioso reside en los artículos publicados por Quiroga en 
la misma época. Convencionalismos {Revista social, Salto, 29-IX-1898) por-
que lo muestra cuestionando la moral vigente que censura el abrazo públi-
co entre amantes, mientras permite el del baile, aunque sea entre descono-
cidos; Aspectos del modernismo (Revistadel Salto, 9-X-1899) porque, aparte 
de defender del calificativo de degeneración al movimiento, predice que 
el «sentido refinado» de los artistas «pronto será el de la masa mediana», 
anticipando su tarea en los semanarios de gran tiraje (El Gladiador, Caras 
y Caretas, Fray Mocko, etc.). 
En Veníamos del teatro (Revista del Salto, 4-XII-1899), toma partido por 
«el absurdo sobre lo preciso, el zig-zag sobre la recta, el desacorde sobre 
la belleza esperada», y privilegia en materia estética «la percepción del au 
delá»; Sadismo-Masoquismo (Revista del Salto, 3-1- 1900), escrito en colabo-
ración con su amigo Brignole, establece un nexo entre lo reprimido y las 
fieras que será decisivo para comprender ciertos aspectos de su narrativa 
posterior, así como trasunta un particular interés por los avances de la 
psicología profunda. 
Pero sobre todo en dos artículos que envía desde París hallo un testimo-
nio inestimable. Como se sabe, su experiencia en la ciudad emblema por 
25 
entonces de la modernidad duró apenas cuatro meses y no colmó sus ex-
pectativas, aunque en los desplantes de su Diario, exhumado en 1949 por 
Rodríguez Monegal, hay mucho del que posa para desconcertar a los más 
ingenuos. Que prefiriera las competencias ciclísticas a las novedades edili-
cias o se negara a reverenciar todo lo reunido en el Louvre, cabe en cambio 
entre los juicios típicos de un Quiroga poco afecto a compartir lugares 
comunes y falsas idolatrías. 
Más me interesa destacar, sin embargo, su versión de la Exposición Uni-
versal del 900 y en especial su manera de juzgar las pinturas expuestas 
en la misma, del estilo que califica algo imprecisamente como «impresionista-
modernista-prerrafaelista». Las considera un vuelco decisivo respecto de 
lo que se entendiera por arte hasta entonces, a causa de su valentía para 
...dar a las cosas colores que no tienen, pero se sienten, y son los únicos capaces 
de calmar nuestra ansia, simbolizando lo que no tiene colorido propio sino en nuestro 
interior y al ser pasado al lienzo miente a la naturaleza9. 
Cuando enumera las razones que precipitaron la desaparición de la Re-
vista del Salto, que publicaba con sus amigos y cofrades Brignole y Delga-
do, no olvida destacar la clara posición que adoptaron contra quienes opi-
naban que 
Debe eliminarse de la literatura lo que no encierre una idea honesta, clara y precisa. 
No hay necesidad ninguna de enseñar las llagas de ciertos corazones ni el cieno de 
ciertas fantasías.10 
Precisamente de eso último, que puede considerarse un verdadero lema 
expresionista, se ocuparon algunas narraciones suyas. Es cierto que las mismas 
fueron abriéndose paso lentamente entre los poemas y las notas críticas, 
pero existe sobre todo un texto de esa etapa inicial muy llamativo. Me re-
fiero a «Episodio» (Revista del Salto, 24-1-1900), primer intento suyo de tra-
bajar el procedimiento vanguardista de la metamorfosis. 
Evoca el narrador una amistad durante cuyos primeros doce meses «mi 
carne tuvo el frío esponjado y contráctil de una larva presta a transformar-
se», la noche en que soñó —o creyó soñar— que el otro era «una larva 
o tumor que trepaba por mi piel» y la entrevista decisiva en que ambos 
sufren el mismo proceso hasta que «quedamos mirándonos, prendidos, de-
lirantes, incrustados en la madera como dos enormes gusanos negros, en-
cogidos y mirándonos». 
Al prologar los escritos de esta época, Arturo Sergio Visca no pudo elu-
dir la referencia a Die Verwandlung (La metamorfosis, 1912) de Kafka, aun-
que se apresura allí a declarar que «no se puede estimar el salteño como 
precursor del checo»". En todo caso lo que convenía destacar era la ads-
^^llcífdfe1) 
Jlberoamenciííag 
9 Quiroga, Horacio. Desde 
París I, fechado en París 
5-V-1900, publicado en La 
Reforma, Salto, 29-V-1900, 
y reproducido en Obras iné-
ditas y desconocidas de Ho-
racio Quiroga, tomo VII 
Época modernista, págs. 
100-106. 
10 Quiroga, Horacio. «Por 
qué no sale más la Revista 
del Salto,» 4-II-1900, en Obras 
inéditas y desconocidas, loe. 
cit., págs. 94-99. 
11 Visca, Arturo Sergio, 
Prólogo a Obras inéditas y 
desconocidas, tomo VIII, loe. 
cit., pág. 14. 
26 
cripción de ambos a un procedimiento clave del expresionismo y, desde 
allí, empezar la reubicación necesaria del uruguayo. 
La iniciación profesional 
Las anteriores sospechas van confirmándose con sus colaboraciones para 
el semanario argentino El Gladiador, que se inician el 11-111-1903 con Rea 
Silvia, y se prolongan a lo largo de ese año. De ese modo iniciaba Quiroga 
su radicación en la Argentina, luego de haber huido precipitadamente de 
Montevideo donde, en una acción «accidental», había dado muerte a su amigo 
Federico Ferrando (marzo de 1902), el cual estaba revisando un arma para 
batirse al día siguiente contra un periodista que lo agrediera verbalmente. 
Al mismo tiempo que su colaboración permanente para un semanario 
ilustrado y de actualidades, el cual contaba además con firmas tan presti-
giosas como las de Joaquín V. González, Roberto Payró y Francisco Grand-
montagne; con las ilustraciones gráficas de Zavattaro, Eusevi, Fortuny, etc. 
Iniciaba así un adiestramiento profesional que más adelante consolidaría 
en Caras y Caretas, entre 1905 y 1912, y en Fray Mocho (1912- 1917). 
La paidofilia del cuento revela huellas de la admiración por Dostoievsky 
(basta recordar al Stavroguin o al Svidrigailov de Endemoniados). Esa lec-
tura y la de otros rusos (Gorky, Andreiev, Turgueniev), alemanes (Suder-
mann) o polacos (Sienkiewicz), atestiguan acerca de un Quiroga que iba 
a efectuar su síntesis personal entre tales formantes y Edgar Alian Poe. 
El narrador-víctima piensa que aquella niña «nació para los más tormen-
tosos debates de la pasión humana», que tiene una de esas almas fogosas 
«que en Rusia enloquecen a los escritores». Sus besos, supuestamente ino-
centes, lo perturban mucho, pero es durante una grave enfermedad cuando 
ella le arranca «el beso de más amor que haya dado en mi vida» y cuyo 
recuerdo no dejará de añorar nunca. 
Entre las siguientes colaboraciones para el mismo semanario destacó Idi-
lio (Lía y Samuel), por su ambientación suburbana —prueba de que Monte-
video se estaba expandiendo— y por retomar en otra clave el juego de las 
metamorfosis: el atlético muchacho menosprecia a Lía hasta que pierde 
la vista y tal desnivel se invierte. 
En La verdad sobre el haschich, bajo su nombre, relata que tras haber 
recurrido al opio, éter o cloroformo por curiosidad, o por razones de salud, 
decide hacer su experiencia con la cannabis indica. Un amigo farmacéutico 
le permite conseguirla y otro, estudiante de medicina (Brignole), controla 
la prueba. 
27 
Durante la misma, siente que todo se transforma y «una animalidad fan-
tástica con el predominio absoluto del color verde» lo acechaba. Incluso 
el amigo «me atormentó con su presencia, transformado en un leopardo 
verde». Libera un paisaje y unos temores suficientes como para probar que 
Quiroga no descubriría en la selva sino aquello mismo que lo obsesionaba. 
«La justa proporción de las cosas» nos ofrece el caso de un pacífico co-
rredor de bolsa enloquecido por la multiplicación y los percances del trán-
sito ciudadano, por detrás del cual adivinamos el conocimiento de un texto 
como The Man of the Crowd, de Poe, temprana reflexión acerca del modo 
como transfiguraban las metrópolis modernas la mentalidad humana. 
No olvidemos, además, que Tales of the Arabesque and Grotesque tituló 
el norteamericano un volumen que recopilaba sus narraciones y que las 
mismas eran herederas del romanticismo gótico inglés, con sus escenarios 
truculentos, fantasmagóricos, y su propensión al horror. Quiroga lo home-
najeó con El tonel de amontillado, en su primer libro, donde reescribe el 
desenlace de esa historia, pero es El crimen del otro (Buenos Aires, Spine-
lli, 1904) el que evidencia una mayor deuda con dicho escritor. 
En el cuento que da nombre al conjunto, y que esuna nueva reescritura 
de The Cask of Amontillado, así lo reconoce el narrador. No ignoro que 
en tal preferencia debía contar mucho la ambientación carnavalesca del 
modelo, tan reiterada por la estética expresionista. Pero, en este caso, Qui-
roga introduce un sutil efecto de trasposiciones y una equívoca relación 
entre ambos actores masculinos. Tanto, que el narrador nos advierte: For-
tunato «me devoraba constantemente con los ojos». 
Tal contaminación recrudece con Historia de Estilicen. Si se puede consi-
derar al mismo una expansión provocada por The murders of the rué Mor-
gue, Quiroga explora zonas que Poe no transitó. El relato de las tortuosas 
y ambivalente relaciones entre el orangután, el criado Dimitri (nombre adoptado 
indudablemente de los autores rusos que frecuentaba, sobre todo en las 
traducciones francesas del Mercare de Frunce) y Teodora, de las cuales el 
narrador-escritor no permanece ajeno, así lo demuestra. 
Estamos ya en el ámbito de lo criminal, perverso, destructivo y enfermi-
zo que Musch atribuía, según la cita del comienzo, a la literatura expresio-
nista. Pero con el audaz atractivo de que cuenta alguien que se reconoce 
escritor, dato a partir del cual Quiroga incluye una dosis autobiográfica 
en el texto que lo torna más inquietante. 
Ante ese simio enviado por un amigo del patrón desde «los bosques del 
África occidental», Dimitri advierte que nada tiene en común con la «fauna 
extremadamente fácil de las estepas», pues se trata de un «oscuro animal 
complicado, en cuyos dientes creía aún ver trozos de cortezas roídas quién 
sabe en qué tenebrosa profundidad de la selva». Queda claro, ahí, que la 
28 
selva tropical está asociada para este autor con la oscuridad de los impul-
sos eróticos encubiertos o desplazados. 
Cuando la feroz pasión del orangután elimina a Dimitri y reduce a un 
lastimoso estado a Teodora, el patrón reconoce que «la angustia del bosque 
natal pesaba sobre mí», aludiendo oblicuamente a dichas fuerzas larvadas. 
El desenlace, tras la inevitable muerte de la muchacha, retrotraída a un 
nivel subhumano de animalidad, sorprende al nada impasible testigo y a 
Estilicón unidos por su vínculo cómplice. Aquél incluso vaticina que el otro 
no podrá sobrevivir mucho a los recuerdos del pasado. 
Es decir que, a lo largo de esta historia, el animal vivió experiencias 
y sentimientos humanos, mientras que Dimitri y Teodora se animalizaban. 
Desde ahí podemos medir hasta dónde ha llevado Quiroga el procedimiento 
literario de la metamorfosis, desafiando de paso barreras institucionaliza-
das entre el ámbito animal y el humano. 
Un relato escrito en 1905, aunque no publicado hasta tres años después 
(en 1908, junto con la novela Historia de un amor turbio), cierra esta etapa 
decisiva. Se trata de Los perseguidos y tiene la particularidad de retomar 
algunos de esos rasgos inquietantes ya comentados, en clave autobiográfi-
ca: la acción comienza una velada invernal en casa de Lugones y la cuenta 
un tal Quiroga. 
Conversan con un tercero, llamado Díaz Vélez, de cosas banales, hasta 
que la charla recae en el «ardiente tema» de la locura, y aquél refiere como 
ajenos sus temores persecutorios. Pero en un momento dado el narrador 
advierte que Díaz Vélez lo observa «con la actitud equívoca de un Felino» 
y se promete someterlo, en el futuro, a una experiencia persecutoria. 
La advertencia del Lugones actuante de este relato («¡Tenga cuidado! Los 
perseguidos comienzan adorando a sus futuras víctimas») lo deja profilácti-
camente fuera del asunto. Y tal vez pueda verse allí un acto simbólico: 
el año anterior, el Lugones prestigioso intelectual argentino había saludado 
desde sus columnas en La Nación al autor de El crimen del otro como 
a un prosista que ponía fin a los amaneramientos del modernismo tardío, 
al afirmar: 
Esa prosa va derecha a la sencillez sin artificio, que es condición esencial de clari-
dad; refrena los chapuzones en procura de la transparencia fundamental (...) Compren-
de que el estilo es labor varonil, no bordado de colegiala... 
Basta revisar su primer volumen de cuentos, Las fuerzas extrañas (1906), 
y comparar ios textos incluidos allí con sus versiones anteriores, en diarios 
y revistas, para comprobar que fueron sometidos a una tenaz labor expur-
gadora a la cual no sobrevivieron malezas: adjetivos innecesarios, excesos 
29 
colorísticos, comparaciones inútiles... El antiguo modelo poético había que-
dado convertido en obediente discípulo del prosista renovador. 
Pero Los perseguidos ofrece mucho más. Por ejemplo, la concreción de 
aquella promesa que Quiroga personaje se formulara a sí mismo: perseguir 
por las calles a Díaz Vélez. Sobreviene un mediodía, por la zona céntrica, 
y al iniciarla reconoce experimentar «la sensación vertiginosa de que antes, 
millones de años antes, yo había hecho ya eso». Una formulación de bús-
queda arquetípica y de lo originario que es fácil hallar en los escritores 
expresionistas europeos, sobre todo alemanes. 
Además, el discurso fluctúa al considerar desde un triple registro la equí-
voca y mutuamente acechante relación que establecen el narrador y Díaz 
Vélez. Son dos maníacos que se persiguen (uno en realidad simula —¿hasta 
dónde?— hacerlo), pero también adoptan actitudes de fieras selváticas («el 
loco asesino está agazapado, como un animal sombrío y recogido») o aún 
más larvadas. 
Cuando descubre ojeras «difusas y moradas de mujer» en el otro; cuando 
lo acusa de que «me había sobreexcitado con sus estúpidas persecuciones» 
o cuando reconoce «tras sus espaldas yo lo devoraba con los ojos», apare-
cen términos de clara connotación erótica reveladores de una subyacente 
atracción homosexual. 
En fin, hacia el final el narrador reconoce que los ojos de Díaz Vélez 
«clavados en los míos adquirieron toda la expresión de un animal acorrala-
do que ve llegar hasta él la escopeta en mira». Esa trasposición imaginaria 
de la escena, de la ciudad a lo selvático, anticipa el interés y el sentido 
que debe atribuirse a su posterior exploración de ciertas situaciones en 
el ámbito misionero, pero con la absoluta certeza de que no es el medio 
el que las genera, sino todo lo contrario. 
¿Es factible concebir un Horacio Quiroga 
expresionista? 
Las transformaciones que se verifican en la poesía de Quiroga —al mar-
gen de su relativo valor artístico— y luego, con mayor contundencia y efec-
tividad, en su narrativa, autorizan, pienso, a calificarlas como expresionis-
tas. Si recordamos la cita de Muschg, hay en tales historias una particular 
delectación por la perversidad, el crimen o la destrucción. 
A lo cual añadí el empleo, en varios niveles distintos, de las metamorfo-
sis, un recurso que sería frecuente en la producción inicial de Kafka, quien 
además indaga lo animal como una manera de descender a los impulsos 
30 
y emociones básicas del hombre, por ejemplo en Der Bau («La madrigue-
ra»). Y la crítica contemporánea alemana no duda en calificarlo, a partir 
de esos rasgos, como expresionista. 
«La vuelta al animal, a través del arte, es nuestra aceptación del expre-
sionismo» afirma Daubler {Der neue Standpunkt, Leipzig, 1919) y, partiendo 
de esa cita, comenta Muschg: 
Al decirlo, piensa en los cuadros de animales de Eduard Munch y Franz Mark; ofre-
cen paralelismos con las historias de animales en Kafka, con las escenas de animales 
en Jahnn y Barlach, con los símbolos de animales en Trakl y Loerke12. 
Otra prueba de que no es la selva la que le permite descubrir animales 
a Quiroga, sino, en todo caso, la que le brinda la oportunidad de entrar 
en contacto cotidiano con los mismos, que para él representaban un tipo 
de concreción de sus fuerzas inconscientes, como lo serían poco después 
para toda la estética expresionista europea, fundamentalmente alemana. 
Probado eso, me interesa sobre todo, en esta parte final, recordar que 
también en Europa fue el expresionismo una suerte de avanzada del van-
guardismo naciente. Tal vez porque ofrecía una primera posibilidadde de-
formar lo que la percepción burguesa aceptaba como representación fiel 
de la realidad por el arte, privilegiando de hecho ciertos procedimientos 
convencionales tranquilizadores. 
En su lejano pero merecidamente recordable ensayo Las vanguardias ar-
tísticas del siglo XX, Mario de Micheli ejemplificaba la ruptura de los artis-
tas con su clase social, la burguesía, mediante tres precursores —¿o inicia-
dores?— del expresionismo: los pintores Van Gogh, James Ensor y Eduard 
Munch. El primero de ellos, en carta a su hermano Theo, fundamentaba 
prácticamente tal estética al decir: 
Mi gran deseo es aprender a hacer deformaciones o inexactitudes o mutaciones de 
lo verdadero; mi deseo es que salgan a flote, si se quiere, también las mentiras... 
Con lo cual la voluntad deformante adquiría otro alcance, que vimos ir 
cobrando importancia para Quiroga: la expresión de lo oculto y de lo nega-
do. Fundamentalmente por la moral imperante. Y es lo que me lleva a ase-
gurar que el surgimiento del expresionismo, como avanzada ideológica de 
las vanguardias, no hubiera sido posible sin el antecedente corrosivo que, 
para el discurso oficial burgués, significaron Nietzsche en cuanto a la éti-
ca, Freud en cuanto a la personalidad, y Marx o los ideólogos anarquistas 
respecto de la sociedad capitalista. 
Si en el Río de la Plata los primeros síntomas expresionistas aparecieron 
sobre las tablas, con el llamado grotesco criollo —según ya dije, y dejando 
a un lado la incidencia de Quiroga en el verso y sobre todo la prosa narrativa—, 
eso no podría extrañarnos demasiado. También los historiadores europeos 
31 
de esta tendencia suelen mencionar entre sus precursores el teatro de Strindberg, 
Hauptmann y Wedekind. 
Y el citado de Micheli no vacila en asegurar que el expresionismo fue 
«el más rico y complejo» de todos los movimientos renovadores, tras lo 
cual añade: 
Es un movimiento que supera los límites que algún artista o grupo de artistas, 
quiso o trató de imponerle. Quizá se podría decir que una gran parte del arte moder-
no está sumida en una «condición expresionista», puesto que la mayor parte de los 
artistas contemporáneos, y especialmente los más valiosos, sintieron y sienten como 
propios los temas del expresionismo13. 
No hay una búsqueda en esta dirección en dos ensayos y antologías que 
hicieron, recientemente, aportes incuestionables al tema. Una limitándose 
al ámbito hispanoamericano'4 y la otra rompiendo audazmente con tal li-
mitación15. Pero sí algunos indicios que fortalecen mi propuesta para una 
reubicación de Horacio Quiroga. 
El crítico venezolano otorga especial importancia al modernismo como 
instancia precursora de las vanguardias, en especial por su rechazo del 
pragmatismo positivista. Aunque, es cierto, reincide en la acusación de que 
el afán evasivo o el repliegue sobre arquetipos aristocráticos desembocó 
«en un proceso de retorización y de pérdida de contacto con la realidad»16. 
A diferencia de los posmodernistas o mundonovistas que superarían para 
él tal ataraxia, Quiroga cumple el trayecto que ahonda ciertos avances mo-
dernistas sobre lo prohibido y censurado —como vimos, eso lo diferencia 
de Darío y de su modelo inicial, Leopoldo Lugones— desde un lugar parti-
cularmente influyente: los semanarios ilustrados argentinos. Poniendo en 
evidencia, de paso, que los aspectos más revulsivos de la vanguardia no 
requerían auditorios reducidos y de élite, sino todo lo contrario. 
En el artículo de Alfredo Bosi que precede al libro de Schwartz, encuen-
tro esta aseveración: 
La libertad estética constituye el a priori de todas las vanguardias. El sentido de 
la libertad propicia, por un lado, la disposición para actuar lúdicamente en el momen-
to de crear formas o de combinarlas; y por otro lado, amplía el territorio subjetivo, 
tanto en su conquista de un más alto grado de conciencia crítica (piedra de toque 
de la modernidad), cuanto en la duración, sólo aparentemente contraria, de abrir la 
escritura a las pulsiones afectivas que los patrones dominantes suelen censurar17. 
Quiroga desarrolló con amplitud ambas experiencias libertarias desde sus 
inicios. Lo lúdico en el momento del Consistorio del Gay Saber, cuyas Ac-
tas, donadas al Departamento de Investigaciones de la Biblioteca Nacional 
de Montevideo por Brignole, dan cuenta de toda clase de pruebas experi-
mentales, desde el decadentismo más ingenuament'e agresivo, hasta la es-
JlberoameriSíaSl 
J3 De Micheli, Mario. Las 
vanguardias estéticas del si-
glo XX, La Habatw, Edicio-
nes Unión, 1967, págs. 
164-165. 
14 Osorio T., Nelson. Edi-
ción, selección, prólogo, bi-
bliografía y notas a Mani-
fiesto, proclamas y polémi-
cas de la vanguardia lite-
raria hispanoamericana. 
Caracas, Biblioteca Ayacu-
cho 112, 1988. 
'5 Schwartz, Jorge. Las 
vanguardias latinoamerica-
nas. Textos programáticos 
y críticos, Madrid, Cátedra, 
1991. 
16 Osorio T., Nelson, Prólo-
go a op. cit., pág. XIV. 
17 Bosi, Alfredo, La parábo-
la de las vanguardias lati-
noamericanas en Schwartz, 
Jorge, loe. cit., pág. 18. 
32 
critura en colaboración y los cadáveres exquisitos que pondría en circula-
ción el surrealismo. 
Demostrar la existencia de la otra en los escritos juveniles de Quiroga 
ha sido el propósito de la primera parte de este trabajo. Cómo y hasta 
dónde lo logró me importa mucho menos, pues supondría respetar un sen-
tido judicial de la crítica del cual descreo. De todas maneras, reside ahí 
el hilo sutil que lleva de Historia de un amor turbio (1908) a El amor brujo 
(1932), que vincula la distorsión verbal y figurativa del uruguayo con la 
de Roberto Arlt, otro gran periodista escritor. 
Eduardo Romano 
Vanguardia en el Uruguay: 
la subjetividad como 
disidencia 
M-Ja palabra vanguardia conoce tantos usos en estos días que resulta casi 
imposible aplicarla a la práctica literaria con la misma precisión termino-
lógica que tuvo en sus primeras manifestaciones. Desde la primera mitad 
de este siglo —o antes, si se tienen en cuenta las revistas de moda parisi-
nas celebrando la nouvelle vogue de l'avant-garde— el término vanguardis-
ta ha significado todo lo que es nuevo y que se adelanta a la no siempre 
precisa sincronía de los tiempos. Otras definiciones se han ido sumando 
a la acepción originaria. Vanguardia no sólo es aquello de avanzada, sino 
también lo nuevo; lo que tiene rasgos de originalidad. Un automóvil equipa-
do con accesorios distintos al modelo anterior está a la vanguardia en el 
mundo de la mecánica. Una muchachita punk que a la manera de un Fran-
kenstein moderno se pinta los labios de negro y que recibe toda la reproba-
ción de su madre, juega el rol de vanguardista, por más que sus gustos 
literarios no pasen de Danielle Steel. Lo mismo puede decirse de aquel 
corredor de bolsa que al adelantarse a la subida de precios en el mercado 
pasó a estar a la vanguardia de su negocio. Y los ejemplos podrían conti-
nuar, porque la palabra vanguardia, aunque represente los más nefastos 
ejemplos de la retaguardia, no ha dejado de estar de moda desde el día 
que lo ha estado. El término supera así su propia definición; desconfiar 
de los diccionarios es también una actitud de vanguardia. Y la desconfian-
za se fundamenta en la parcialidad de estos para definir la palabra en cues-
tión. El Diccionario de Uso del Español de María Moliner define vanguardia 
como aquella «parte de una fuerza armada que en un ataque o marcha 
va delante». El Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia 
34 
dice algo parecido: «Parte de una fuerza armada que va delante del cuerpo 
principal». La Gran Enciclopedia Universal agrega una acepción: «Avanzada 
de un grupo o movimiento ideológico, político, literario, artístico, etc.» El 
Pequeño Larousse es aún más amplio: vanguardia no sólo es la «parte de 
una tropa que camina delante del cuerpo principal y lo protege», sino que 
significa toda actitud «de avance y exploración». El término vanguardia, 
como se desprende de estas

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