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Arditi_Reverso_Diferencia_Artigo

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B
enjam
ín A
rditi
E
l reverso
 d
e
la
 d
iferen
cia
El pensam
iento progresista contem
poráneo se caracteriza, entre otras cosas,
por un apoyo inquebrantable al derecho a ser diferente. El im
pulso inicial
del com
prom
iso con la diferencia -cuya expresión program
ática se conoce
com
o «política de la identidad»- fue la defensa de grupos m
arginados o
subordinados en virtud de su diferencia por el racism
o, el sexism
o, la
hom
ofobia y el clasism
o dom
inantes y, a la vez, la conquista de un trato
igualitario de esas diferencias dentro de la sociedad. La afirm
ación de la
alteridad se vincula frecuentem
ente con una sociedad m
ás tolerante, y la
proliferación de diferencias se ve com
o una apertura hacia la em
ancipación.
Pero el razonam
iento político tam
bién debe contem
plar el posible reverso
de un particularism
o a ultranza. Propugnar la diferencia puede fom
entar un
m
undo m
ás cosm
opolita, pero tam
bién una m
ayor desorientación que po-
dría contrarrestar la diversidad al reforzar las dem
andas de m
odelos de iden-
tidad m
ás sim
ples y m
ás rígidos; la afirm
ación política de las identidades
culturales puede aum
entar la tolerancia y las articulaciones políticas entre
los grupos, pero tam
bién puede endurecer las fronteras entre ellos; y así por
el estilo. A
l plantear estos asuntos m
i intención no es cuestionar la legitim
i-
dad de la diferencia, o descartar los esfuerzos progresistas para afirm
arla.
Lo que se quiere explorar es m
ás bien un conjunto de consecuencias m
enos
auspiciosas —
lo que aquí se denom
ina el reverso de la diferencia- que surge
a la par con nuestra defensa y celebración de la particularidad.
w
«r
100 
Benjam
ín A
rditi
¿UNA SOCIEDAD POSMODERNA?
U
n entusiasta defensor de la diferencia com
o G
ianni V
attim
o -entre otros-
afirm
a que estarnos viviendo en un nuevo tipo de sociedad, una sociedad
posmoderna (en este volum
en). Su contribución a este debate destaca el papel
decisivo que jugaron los mass-media en una form
a que contradice las opinio-
nes expresadas por el pensam
iento social crítico. Para V
attim
o, los mass-me-
dia no «produjeron la hom
ogeneización general de la sociedad que preveía
A
dorno ni la pesadilla totalitaria descrita por O
rw
ell. «Lo que de hecho ha
sucedido -dice- a pesar de cualquier esfuerzo por parte de los m
onopolios y
las grandes centrales capitalistas, es m
ás bien lo contrario, que la radio, la
televisión y los periódicos se han convertido en com
ponentes de una explo-
sión y m
ultiplicación generalizada de W
eUanschauungen: de visiones del
m
undo». U
n núm
ero creciente de dialectos periféricos «tom
an la palabra» a
m
edida que las racionalidades locales (m
inorías étnicas, sexuales o cultura-
les) com
ienzan a hablar por sí m
ism
as y en nom
bre de ellas m
ism
as. La co-
m
unicación generalizada vuelve m
ás com
pleja y caótica a la sociedad, y la
circulación de distintas im
ágenes del m
undo desbarata la creencia en una
realidad única o una sociedad transparente. V
attim
o señala que estas im
áge-
nes del m
undo no son sim
ples interpretaciones de una «realidad» dada, sino
que m
ás bien constituyen la propia objetividad del m
undo; en últim
a ins-
tancia, com
o lo sospechaba N
ietzsche, no hay hechos sino solo interpreta-
ciones (en el sentido de que los hechos solo son concebibles a través de inter-
pretaciones) y el m
undo verdadero se convierte en fábula. Lo que llam
am
os
«la realidad del m
undo» es solo el «contexto» para una m
ultiplicidad de
fabulaciones. «R
ealidad, para nosotros -agrega- es m
ás bien el resultado del
entrecruzarse, del 'contam
inarse' (en el sentido latino) de las m
últiples im
á-
genes, interpretaciones y reconstrucciones que com
piten entre sí, o que, de
cualquier m
anera, sin coordinación 'central' alguna, distribuyen los media»
(en este vol., p. 19) 1.
Para V
attim
o eso revela la dim
ensión liberadora de la experiencia con-
tem
poránea. A
l m
enos potencialm
ente, porque a diferencia de H
egel o M
arx,
no piensa la idea de em
ancipación en térm
inos de una liberación de la ideo-
logía o de una plena autoconciencia de «la estructura necesaria de lo real».
En lugar de eso cree que nuestras posibilidades de em
ancipación radican en
el «caos» relativo de un m
undo m
ulticultural. Su razonam
iento es el siguiente.
La liberación de las diferencias coincide con el ascenso o visibilidad crecien-
te de identidades hasta ahora periféricas, es decir, con el surgim
iento de «dia-
lectos» étnicos, sexuales, religiosos o culturales que com
ienzan a hablar por
y sobre sí m
ism
os. A
 m
edida que esas identidades se expresan, tam
bién po-
nen en circulación sus propias im
ágenes del m
undo. Ese proceso inicial de
El reverso de la diferencia 
101
identificación, añade V
attim
o, está acom
pañado de un efecto sim
ultáneo de
extrañam
iento resultante de la proliferación de im
ágenes del m
undo: la vida
en un m
undo m
últiple produce un efecto de desorientación porque la circu-
lación de im
ágenes e inform
ación debilita el principio de realidad, de una
realidad única. Pero al m
ism
o tiem
po cree que un m
undo m
últiple podría
crear tam
bién una disposición favorable a la tolerancia, ya que hace que
tom
em
os conciencia de la naturaleza histórica, contingente y lim
itada de
todos los sistem
as de valores y creencias, incluyendo los nuestros (ibíd, p.
21). Es a través de esa brecha que podría entrar la libertad. «V
ivir en este
m
undo m
últiple significa experim
entar la libertad com
o oscilación continua
entre la pertenencia y el extrañam
iento» (p. 22).
Es así que V
attim
o concibe el nexo entre la liberación de las diferencias y
las oportunidades para la em
ancipación a través de la experiencia de la os-
cilación -m
ás específicam
ente, a través de la continua oscilación del individuo
entre la pertenencia (o identificación) y el extrañam
iento (o desorientación)-.
¿Cóm
o vive la gente en este m
undo «caótico» de oscilación que reconoce la
ausencia de un terreno unificador para la existencia? V
attim
o aborda este
asunto a través de una frase de N
ietzsche, donde en La Gaya ciencia dice que
tenem
os que seguir soñando a sabiendas de que se sueña: no hay una reali-
dad estable, pero debem
os actuar «com
o si» el m
undo tuviera un cierto sen-
tido o coherencia. V
attim
o añade que esa es la esencia de la idea nietzscheana
del «superhom
bre». Si bien está conciente de que no es fácil reconocer la os-
cilación com
o una experiencia liberadora, culpa de esto a la nostalgia de un te-
rreno tranquilizador, es decir, a la añoranza de una realidad sólida y estable:
Es una libertad problem
ática ésta, no solo porque tal efecto de los media no está garan-
tizado; es solo una posibilidad que hay que apreciar y cultivar (los media siem
pre
pueden ser la voz del «G
ran H
erm
ano»; o de la banalidad estereotipada del vacío de
significado...); sino porque, adem
ás, nosotros m
ism
os no sabem
os todavía dem
asiado
bien qué fisonom
ía tiene, nos fatiga concebir esa oscilación com
o libertad: la nostalgia
de los horizontes cerrados, intim
idantes y sosegantes a la vez, sigue aún afincada en
nosotros, com
o individuos y com
o sociedad. Filósofos nihilistas com
o N
ietzsche y
H
eidegger (pero tam
bién pragm
áticos com
o D
ew
ey o W
ittgenstein), al m
ostrarnos
que el ser no coincide necesariam
ente con lo que es estable, fijo y perm
anente, sino
que tiene que ver m
ás bien con el evento, el consenso, el diálogo y la interpretación, se
esfuerzan por hacernos capaces de recibir esta experiencia de oscilación del m
undo
posm
oderno com
o chance de un nuevo m
odo de ser (quizás, al fin) hum
ano (en este
vol., p. 22).
D
esde una perspectiva m
ás sociopolítica, las referencias de V
attim
o a la
m
ultiplicidad y la contam
inación de las distintas interpretaciones del m
un-
do sugieren que si la realidad tuviera un espejo, éste no reflejaría una im
a-
102 
Benjamín A
rditi
gen unitaria o una m
era colección de fragm
entos aislados. En lugar de eso
m
ostraría el m
osaico m
ovedizo de los m
últiples m
undos culturales -e inclu-
so m
últiples niveles de poder y subordinación—
 en que se encuentra inm
ersa
la existencia contem
poránea. El espejo tendría que reconocer igualm
ente que
las piezas que form
an ese m
osaico no pueden ser entidades autorreferenciales.
La contam
inación presupone que las fronteras son perm
eables, que existe
intercam
bio entre diferentes m
undos culturales y, por lo tanto, que cada uno
está contam
inado con rastros de los otros. Los inm
igrantes aprenden a jugar
al béisbol y los estadounidenses incorporan los tacos y las enchiladas a su
gastronom
ía. Los intelectuales latinoam
ericanos discuten sobre N
ietzsche o
la obra de D
eleuze, m
ientras los japoneses leen a Borges y G
arcía M
árquez.
A
sí que cuando V
attim
o invoca la «contam
inación» para expresar la existen-
cia de diferentes m
undos culturales parece que está usando el térm
ino en el
sentido de m
estizaje o hibridación antes que en el de apartheid. D
avid Byrne,
com
positor y vocalista de la banda Talking H
eads, expresa esta idea de con-
tam
inación com
o hibridación de la siguiente m
anera: «D
íganle a los R
olling
Stones que se olviden de tocar Unes porque ellos no fueron criados en M
issi-
ssippi, o a los africanos que no usen guitarras eléctricas.... La pureza es una
noción tram
posa. N
o existe un punto cero, todo es una m
ezcla, y es cuando
las culturas se m
ezclan unas contra otras que nacen la fuerza y la energía». 2
La m
ultiplicación de dialectos, y desde el punto de vista de V
attim
o la m
a-
yor com
unicación entre ellos, sugiere tam
bién que ya no es posible encasillar
fácilm
ente al individuo de esta sociedad en un espacio único. H
om
bres y
m
ujeres se convierten en una suerte de nóm
adas que se desplazan de un
am
biente a otro, aunque presum
iblem
ente no en el sentido de reflejar una
especie de m
ovilidad social irrestricta, pues los m
ás agudos defensores de la
sociedad posm
oderna están concientes de que las determ
inaciones de clase,
raza, género, sexo, etnia, nación o religión no se han desvanecido. Para ellos
la idea del nom
adism
o se refiere a la oscilación de la pertenencia y al debili-
tam
iento de identidades estables, de largo plazo, que caracterizaban a un
m
undo m
ás parroquial donde el ritm
o del cam
bio era m
ás pausado.
En cierto sentido ese parroquialism
o com
enzó a cam
biar ya con el adve-
nim
iento de la sociedad industrial. M
arx y Engels lo m
encionan en un pasa-
je m
uy conocido del M
anifiesto Com
unista donde dicen:
La época burguesa se distingue de todas las épocas precedentes por la revolución
constante de la producción, la alteración perm
anente de todas las condiciones socia-
les que la incertidum
bre y la agitación sin fin perm
iten. Toda relación fija y anquilosada,
con su carga de viejos prejuicios y opiniones, es barrida y las nuevas se vuelven
obsoletas antes de que se puedan sedim
entar. Todo lo que es sólido se desvanece en el
aire, todo lo que es sagrado se profana.
II
El reverso de la diferencia 
103
Esto tam
bién vale con m
ás razón para la sociedad contem
poránea. Q
uizás la
diferencia, al m
enos para los que apoyan la tesis de una sociedad posm
oderna,
reside en que la m
odernidad tam
bién desarrolló tecnologías para m
oldear
los sujetos dentro de espacios disciplinarios. Esos espacios no pretendían
ocultar el nom
adism
o sino dom
esticarlo m
ediante estrategias cuyas figuras
hom
ogeneizantes -com
o la clase, el ciudadano, el consum
idor o el produc-
tor—
 se proponían crear identidades firm
es, estables y duraderas. En cam
-
bio, el ascenso actual del nom
adism
o coincide con el ocaso del ethos discipli-
nario y de una lógica de identidades fuertes. Com
o apunta M
affesoli, la
m
odernidad acostum
braba señalar a los individuos una residencia estable
en una ideología, una clase o una profesión, m
ientras que en la sociedad
contem
poránea uno pertenece a un lugar determ
inado, pero no de m
anera
definitiva. El individuo deam
bula por espacios diferentes y se caracteriza
por un «arraigo dinám
ico» (en este vol., p. 41). 3
Esos nóm
adas tam
bién se diferencian del tipo de individuo que produjo
la m
odernidad en otro sentido: no parecen estar tan preocupados por la cul-
pa. Lipovetsky seríala que las concepciones m
orales han experim
entado un
cam
bio rápido desde los años 50, cuando la sociedad ingresó en la era del
consum
o y de la com
unicación de m
asas (1994, pp. 9-20 y 21-45). La Ilustra-
ción inició un proceso de secularización por el cual la gente com
enzó a darse
cuenta de que la m
oral era posible sin D
ios. Sin em
bargo, agrega, esa m
oral
laica o m
undana estaba acom
pañada de una reestructuración de la sociedad
de acuerdo con un culto del deber en el que sigue rigiendo una cultura del
sacrificio que glorifica la abnegación y la idea de que los hom
bres deben
em
peñarse en cosas diferentes a uno m
ism
o. En contraste, la sociedad con-
tem
poránea inaugura una nueva fase de la m
oral laica que socava el ethos
m
odernista del sacrificio. Ella introduce lo que Lipovetsky denom
ina una
ética sin dolor y una m
oralidad sin sacrificio. Para él, la ética «dura» de la
m
odernidad se suaviza a m
edida que la gente reivindica el derecho a disfru-
tar la vida y a vivir conform
e a sus deseos -algo que, debem
os agregar noso-
tros, no es tan claro cuando se piensa que las diferencias de clase no siem
pre
perm
iten vivir de acorde con nuestros deseos.
El ocaso del deber inserta al individuo en lo que Lipovetsky denom
ina
proceso de personalización que está produciendo un tipo de individuo m
ás
flexible, expresivo y narcisista. El sincretism
o y eclecticism
o cultural de los
individuos contem
poráneos conduce a una m
ayor preocupación por la au-
tonom
ía personal y a una radicalización del derecho a ser diferente
(Lipovetsky 1986, pp. 49-135) 4. Tanto V
attim
o com
o Lipovetsky afirm
an que
los mass-tnedia acentúan esta diferenciación. N
osotros podem
os añadir que
es posible percibir el ethos de la diferencia en el cam
bio del consum
o cuanti-
tativo al cualitativo, ya se trate de bienes, de servicios o de im
ágenes. La
104 
B
enjam
ín A
rditi
gente se torna m
ás selectiva y sus intereses m
ás diversos. El m
ism
o m
ercado
se vuelve m
ás diferenciado, ya sea que uno considere su papel com
o un
prom
otor activo de la individuación o tenga en cuenta su capacidad de po-
nerse rápidam
ente a tono con tendencias cam
biantes. Las em
presas de m
er-
cadeo responden a esta segm
entación m
ediante una gam
a de estrategias se-
lectivas para com
ercializar un producto, un servicio o incluso un candidato
en unas elecciones.
Esto no significa que la lógica del m
ercado se ha propagado al punto de
convertir el consum
o en la m
atriz fundam
ental para pensar las identidades
sociales, o que ya no queden alternativas al liberalism
o y al «individualism
o
posesivo» del que hablaba C. B. M
acpherson. V
attim
o, Lipovetsky y M
affesoli
sin duda tom
arían distancia de una perspectiva neoliberal. Probablem
ente
sostendrían que la m
utación de la subjetividad surge de una revalorización
de la diferencia y la autonom
ía por parte de la gente, cosa que no puede
derivarse sim
plem
ente de la sociedad de m
ercado y que por lo tanto no pue-
de reducirse a un apoyo a los postulados del m
ercado. Ellos desean en cam
-
bio socavar la idea de hom
bres y m
ujeres hom
ogéneos, unidim
ensionales.
Las personas no son solo socialistas o conservadoras, sino tam
bién fem
inis-
tas, ecologistas o pacifistas; tam
poco pertenecen a una m
ism
a agrupación ni
se adhieren estable y de m
anera fija a los m
ism
os valores. Los individuos
oscilan entre grupos y valores. Q
uien se denom
ina a sí m
ism
o socialista por
su preocupación por la justicia social puede ser conservador en términos de
la m
oral sexual o la tolerancia cultural. Los que hoy respaldan las políticas
conservadoras pueden votar m
añana por candidatos ecologistas o quedarse
en sus casas porque las elecciones los m
otivan m
enos que otros intereses.
Sea lo que sea que hagan, donde sea que se establezcan y adonde sea que se
desplacen, siem
pre llevarán consigo las huellas contam
inantes de grupos a
los que pertenecieron y de valores que sostuvieron. A
lgo sim
ilar ocurre con
la idea de «m
asa». Lejos de desaparecer, ha experim
entado un proceso de
segm
entación m
ediante la m
ultiplicación de las identidades colectivas. Ello
hace difícil pensar a la m
asa com
o un todo hom
ogeneizado por las catego-
rías de ciudadano o consum
idor. La com
unidad no es una categoría unitaria
y las diversas identidades colectivas no son entidades cerradas o autárquicas.
U
N
 O
PTIM
ISM
O
 M
A
S CA
U
TELO
SO
U
n efecto potencial de esa oscilación podría ser la multiplicación de compromi-
sos electivos, lo que es consistente con la idea del «arraigo^ dinám
ico» de los
individuos contem
poráneos. Com
o verem
os m
ás adelante, la oscilación de
un am
biente a otro puede llevar a un relajam
iento de los com
prom
isos, pero
tam
bién tiene el potencial de diversificar los intereses de la gente, de exten-
re*
El reverso de la diferencia 
105
der el asociacionism
o y m
ultiplicar las redes de la pertenencia. En las dos
últim
as décadas la gente ha estado explorando diferentes form
as de pro-
testa y organización m
inim
alistas, espontáneas y coordinadas de m
anera
suelta. M
uchos participan en ellas por el placer de tom
ar parte en una acción
directa sin la m
ediación de organizaciones o de dirigentes sem
iprofesionales.
Por lo general los participantes actúan en nom
bre propio, sin pretender que
representan al conjunto de la sociedad. Establecen estructuras m
ínim
as de
articulación, en form
a de redes difusas para com
unicarse y coordinar las
acciones de protesta. V
ienen a la m
ente varios ejem
plos: el respaldo para
iniciativas tales com
o los conciertos de A
m
nistía Internacional en favor de
los prisioneros de conciencia de Sudam
érica, África o A
sia; cam
pañas en
contra del racism
o y los prejuicios contra los inm
igrantes; organizaciones no
gubernam
entales que cabildean con dirigentes políticos para arm
ar delega-
ciones de observadores que verifican el respeto de los derechos hum
anos en
otros países; recaudaciones de fondos para la ayuda hum
anitaria en casos
de conflictos arm
ados o ham
bruna; la participación en acciones en favor de
la igualdad de derechos entre los sexos o la defensa del m
edio am
biente; la
creación de grupos de apoyo para la lucha cam
pesina por la tierra o las ocu-
paciones de lotes urbanos por parte de los pobladores «sin techo»; acciones
de protesta contra los costos sociales de los paquetes de m
edidas de austeri-
dad prom
ovidos por el Fondo M
onetario Internacional en los países en de-
sarrollo; cam
pañas en favor de los derechos de los pueblos indígenas, etc.
A
dm
itir el carácter oscilatorio de las identidades podría conducirnos tam
-
bién, tal vez, a un reconocim
iento m
ás explícito del flujo y reflujo de la par-
ticipación en los asuntos públicos. Podem
os caracterizar a esto com
o una
m
odalidad de intervención interm
itente. El razonam
iento detrás de esto es el
siguiente. El com
portam
iento de la gente no se ajusta a la idea rousseauniana
de ciudadanos virtuosos. N
o existe una «religión civil» -en todo caso, nin-
guna tan absorbente o perdurable com
o la im
aginaba Rousseau—
 que los
haga entregarse a una pasión e interés continuos por los asuntos públicos.
La m
áxim
a de Trotsky —
mi partido, con razón o sin ella—
 es una encarnación
m
ás reciente de esa «religión civil», pero el com
prom
iso m
ilitante basado en
lazos ideológicos fuertes y estables está en clara decadencia. El caso de las
personas a las que «todo les im
porta un bledo» (caso que presentaré m
ás
adelante) ilustra la form
a m
ás extrem
a de esa decadencia. Sin em
bargo, tam
-
poco se puede decir que la gente se esté replegando a la indiferencia pura.
Los ejem
plos antes m
encionados dem
uestran que las personas no esquivan
la participación en los asuntos públicos; m
uestran interés en las causas m
ás
diversas y se involucran en distintos proyectos colectivos. La intensa sepa-
ración entre grupos antagónicos de «nosotros» y «ellos» -rasgos fundam
en-
tales de lo político- no desaparece con el advenim
iento de la oscilación y el
106 
Benjam
ín A
rditi
El reverso de la diferencia 
107
ocaso del deber. Todavía hay m
uchos que quieren cam
biar el m
undo. Sim
-
plem
ente no quieren hacerlo todo el tiem
po y tienden a participar en distin-
tas causas de m
anera interm
itente. La intervención interm
itente es otra cara
de la oscilación en el cam
po de la acción, sea política o de otro tipo.
Estos dos puntos, la m
ultiplicación de los com
prom
isos y la interven-
ción interm
itente, reflejan las consecuencias m
ás positivas de la vida en un
m
undo m
últiple. Sin em
bargo, una sim
ple celebración de la diferencia pasa
por alto algunos problem
as. A
lgunos son fácticos y se refieren a las contra-
tendencias que funcionan junto a la diferenciación y la individuación. U
no
no puede olvidar el im
pulso sim
ultáneo hacia la uniform
idad, sea a través
de patrones globales de consum
o (m
odas, cadenas de restaurantes de com
i-
da rápida) o debido a que una m
asa significativa de personas ve el m
undo
prim
ordialm
ente a través de los ojos de la televisión, las revistas del corazón
o la prensa sensacionalista. Tam
bién deberíam
os ser cautelosos en cuanto al
alcance de la oscilación, pues no todos tienen la m
ism
a facultad o poder
para escoger su estilo de vida. La sociedad contem
poránea excluye a una
m
asa bastante am
plia y variada de personas de los beneficios de la indivi-
duación. Por ejem
plo, a quienes por el cam
bio tecnológico pierden sus em
-
pleos o a quienes no lo encuentran debido a su edad; a los que em
igran con
la esperanza de superar la pobreza; o a los que enfrentan el prejuicio racial o
la intolerancia cultural en los países que los acogieron, y así por el estilo.
Pero tam
bién hay otros aspectos inquietantes. Q
uizás V
attim
o está en lo
cierto y nuestra m
ejor oportunidad de em
ancipación radica en la experien-
cia de la oscilación. Reconoce que podría ser una libertad problem
ática, pero
se equivoca cuando reduce el problem
a a la nostalgia por un fundam
ento
estable y tranquilizador. Tam
bién podría ser una consecuencia del reverso
de la oscilación en sí, porque la perspectiva del superhom
bre es un estado
de cosas m
ás posible que actual. El discurso filosófico puede anunciar que el
m
undo carece de un cim
iento últim
o, que las cosas no necesariam
ente se
vienen abajo si no hay una «realidad dura» —el anhelo m
etafísico de un sig-
nificado trascendental- que funcione com
o el referente para la existencia, y
que la vida puede estructurarse en torno de la idea nietzscheana de «soñar
sabiendo que se trata de un sueño». Si bien ése es un horizonte cognitivo
legítim
o, aunque tal vez un tanto am
biguo (¿por qué necesitam
os el
autoengaño de soñar si sabem
os que es un sueño?), la conexión entre la con-
ciencia de la m
uerte de D
ios y el nacim
iento del superhom
bre es contingen-
te, no necesaria, y por consiguiente no podem
os dar por sentada la realidad
del superhom
bre. La posibilidad de forjar esa conexión es un problem
a po-
lítico antes que un asunto filosófico.
A
quí es donde m
e tem
o que una postura teórica basada en la celebración
incondicional de la diferencia pasa por alto un reverso potencial que no se
puede calificar com
o m
era nostalgia. Tom
o prestada la idea del «reverso» de
Lefort. En su estudio de la dem
ocracia en N
orteam
érica, dice Lefort,
Tocqueville expresó el tem
or de que el lado positivo de la igualdad de con-
diciones paratodos tuviera un reverso o lado m
ás som
brío. M
enciona varios
ejem
plos:
la nueva afirm
ación de lo singular se esfum
a bajo el reino del anonim
ato; la afirm
a-
ción de la diferencia (de las creencias, de las opiniones, de las costum
bres) desaparece
bajo el reino de la uniform
idad... el reconocim
iento del sem
ejante por el sem
ejante se
m
alogra ante el surgim
iento de la sociedad com
o entidad abstracta, etc. (Lefort, p. 24).
Lefort lo llam
a el reverso de la dem
ocracia, no tanto debido a concepciones
filosóficas de la dem
ocracia com
o a la naturaleza indecidible de sus im
plica-
ciones sociopolíticas. M
ás específicam
ente, sabem
os que la dem
ocracia se
caracteriza por la disolución de los puntos de referencia de la certeza y, por
ende, por la ausencia de un fundam
ento últim
o del orden político y del or-
den social. Para Lefort, esto significa que la dem
ocracia puede desem
bocar
en opciones totalitarias: en casos extrem
os, las dificultades para resolver
conflictos y dem
andas de seguridad pueden debilitar a la propia dem
ocra-
cia y fom
entar lo que él llam
a la fantasía del Pueblo-U
no, el anhelo de un
orden carente de divisiones (p. 26) M
utatis m
utandis. Podem
os plantear la
cuestión del reverso a quienes, habiendo aceptado la crítica posfundam
ento
de las grandes narrativas, están prestos a vincular la proliferación de dife-
rencias con la em
ancipación sin tom
ar en cuenta la indeterm
inabilidad de
tal vínculo.
Estoy pensando en dos conjuntos de problem
as relacionados con esa
indeterm
inabilidad. U
no tiene que ver con las consecuencias que tiene el
extrañam
iento en la identidad. C
om
o hem
os visto, para V
attim
o los indivi-
duos se caracterizan por una oscilación continua entre la pertenencia y el
extrañam
iento, y su idea de em
ancipación está ligada a lo que él llam
a «el
caos relativo» del m
undo m
últiple en donde ocurre la oscilación. La oscila-
ción es sin duda una descripción fiel de las condiciones generales en que se
construyen m
uchas identidades contem
poráneas, pero no logro ver por qué
hay que esperar que de allí se derive la em
ancipación. Puede que ello efecti-
vam
ente ocurra, pero la m
ultiplicación de opciones y decisiones, junto con
la disolución de identidades estables y duraderas, tam
bién podría crear con-
fusiones que favorezcan una dem
anda de certidum
bre que puede ser satis-
fecha por visiones del m
undo autoritarias o intolerantes. El nacionalism
o y
las form
as reaccionarias de religiosidad popular son ejem
plos obvios. Esto
socava el potencial em
ancipador de la diferencia con que contaba V
attim
o o,
m
ás bien, establece la em
ancipación -com
o quiera que la entendam
os- m
e-
¡"M,
Wlí'i
108 
B
enjam
ín A
rdí ti
nos com
o un efecto de la oscilación que com
o un resultado contingente de la
acción colectiva en arenas públicas.
El otro conjunto de problem
as se refiere a los efectos que tiene la prolife-
ración de dialectos en la acción colectiva. La contam
inación entre los dialec-
tos y la posibilidad del nom
adism
o no son tan claras ni están tan extendidas
corno parecen creer algunos. El reconocim
iento de la alteridad no siem
pre
im
plica una disposición a com
prom
eterse con esa otredad. Es decir, es posi-
ble reconocer form
alm
ente la alteridad citando la falta de restricciones insti-
tucionales a los derechos de los grupos étnicos y raciales, pero eso no sus-
pende los prejuicios culturales contra los m
atrim
onios racial o étnicam
ente
m
ixtos, por ejem
plo. Eso tam
bién es cierto en el caso que voy a exam
inar, a
saber, el de las relaciones entre los propios dialectos o grupos étnicos, racia-
les, sexuales o culturales. U
na m
era afirm
ación de la particularidad puede
desem
bocar tam
bién en el endurecim
iento de las fronteras entre dialectos,
lo que a su vez socava las articulaciones políticas transculturales entre ellos.
EL REV
ERSO
 D
EL EX
TRA
Ñ
A
M
IEN
TO
Considerem
os en prim
er lugar el reverso de la oscilación, al m
enos en cuan-
to al nexo entre el extrañam
iento y la em
ancipación. La noción de oscilación
tiene dos caras. Y
a hem
os exam
inado una. Se refiere a la oscilación entre
grupos, valores, creencias y ám
bitos -el «arraigo dinám
ico» m
encionado por
M
affesoli- que revela la búsqueda de autonom
ía y diversidad subrayada
por Lipovetsky. Es la cara liberadora; la gente le asigna un valor positivo a la
vida en un m
undo m
últiple donde las opciones —
y tam
bién la oscilación
entre opciones- son posibles.
El otro lado de la oscilación se relaciona con la aparición de opciones -al
m
enos para quienes sí tienen opciones- en un m
undo m
últiple. U
na opción
es realm
ente una opción solo cuando pasa de lo posible a lo actual, es decir,
cuando el sujeto la experim
enta a través de una decisión. La opción y la
decisión son elem
entos constitutivos del uso de la noción griega de crisis
com
o krinein, lo que entraña un proceso doble de seleccionar opciones dis-
ponibles y decidir entre ellas (Rusconi, pp. 322-331). En un espíritu sim
ilar,
D
errida (p. 132) se refiere a la crítica en el sentido de krinein, de «una actitud
que nos perm
ite elegir (krinein), y así, decidir y resolver en la historia y a
propósito de la historia». Seleccionar es identificar, organizar y evaluar las
diversas alternativas en una situación dada. Sin em
bargo, decidir es poner
punto final a la deliberación: una vez que uno escoge una alternativa deter-
m
inada, ya tom
ó una posición y suspendió otras opciones. Las coyunturas
decisivas (los m
om
entos críticos que hacen inevitable el seleccionar y el de-
cidir) se convierten en puntos de inflexión para los involucrados. La im
por-
El reverso de la diferencia
tancia de cada coyuntura varía, pero el rum
bo que tom
ará el viraje (si será
beneficioso o perjudicial) solo se sabrá después de elegir (decidir por) la
opción. Raras veces la gente dispone de una estructura de opciones estable y
definida para poder discernir la m
ejor alternativa. N
o hay un libreto para
guiar las decisiones ni garantías en cuanto a sus resultados. En el m
om
ento
solitario de la decisión, las personas enfrentan el riesgo inherente al cálculo
(¿estaré tom
ando la decisión correcta?, ¿saldrán bien las cosas?) y por con-
siguiente tienen que aceptar la contingencia de sus decisiones y la incer-
tidum
bre de sus resultados. D
e ese m
odo la vida en un m
undo m
últiple
am
plía nuestras opciones, pero tam
bién el alcance y la frecuencia de las de-
cisiones. Para quienes prefieren una existencia m
ás sim
ple y estructurada,
m
enos expuesta a la incertidum
bre de las decisiones, la posibilidad de elegir
se convierte m
ás bien en una carga que en una recom
pensa de la libertad.
La libertad tam
bién es una experiencia peligrosa, pues V
attim
o no plan-
tea la pertenencia y el extrañam
iento com
o opciones m
utuam
ente exclu-
yentes. Por el contrario, habla de una continua oscilación entre ellas. Eso
significa que algunas veces la pertenencia predom
ina a expensas del extra-
ñam
iento, o viceversa, pero por lo general hay una m
ezcla inestable de am
-
bas. En ese caso la incertidum
bre de la oscilación ya no se refiere a las deci-
siones, sino a la pertenencia y al desarraigo o extrañam
iento. V
attim
o (1990,
pp. 45-61) desarrolla su argum
entación a partir de algunas reflexiones de
H
eidegger y Benjam
in sobre la experiencia estética. N
inguno de ellos conci-
be la obra de arte com
o un lugar de perfección y arm
onía. H
eidegger la
describe m
ediante el concepto de Stoss, m
ientras Benjam
in la define com
o
shock. Según V
attim
o, am
bos conceptos consideran que la experiencia estéti-
ca es una experiencia de desarraigo, porque la obra de arte suspende la
obviedad o fam
iliaridad del m
undo y por lo tanto altera las certezas, las
expectativas y los hábitos de percepción del espectador. El arte no tiene sig-
nificado intrínseco, algo com
o un valor de uso debajo de su valorde cam
bio,
o un «elevado» valor cultural tras su valor de exhibición. Su significado sur-
ge de las diversas form
as en que se le recibe e interpreta en la cultura y la
sociedad.
De esa form
a la experiencia estética obliga al sujeto a dedicarse a una
labor continua de recom
posición y reajuste de la percepción. Esa tarea nun-
ca llega a una reconciliación plena y definitiva: la suspensión de la fam
iliari-
dad, y por ende el estado de desarraigo, com
o una experiencia existencial de
angustia, es constitutiva y no provisional. En otras palabras, si bien el m
un-
do es el sitio de todos los posibles significados y actividades significantes,
com
o tal no rem
ite a nada. Estrictam
ente hablando, el m
undo es «insignifi-
cante». Por eso el extrañam
iento expone al individuo a lo que V
attim
o lla-
!~- nía, de acuerdo con H
eidegger, un «ejercicio de m
ortalidad». Para V
attim
o
109
110 
Benjam
ín A
rditi
esa «m
ortalidad» es un aspecto positivo del desarraigo en cuanto a que re-
vela la naturaleza incom
pleta del sujeto. N
o es m
uy claro que la evaluación
positiva del desarraigo y la desorientación pueda generalizarse m
ás allá de
la experiencia estética, pero aun dando por sentado que se pudiera, tam
bién
tiene un posible reverso. Es perfectam
ente razonable pensar que podría re-
sultar en m
ayor apatía e inm
ovilism
o, o conducir a un repliegue hacia la
esfera privada. Lipovetsky habla del ocaso de los ideales en un m
undo sin
sentido, en un m
undo de indiferencia pura. «D
ios ha m
uerto y las grandes
finalidades se apagan -dice- pero a nadie le importa un bledo» (1986, p. 36) s.
Com
o se m
encionó anteriorm
ente, la apatía pura es un caso extrem
o. Sin
llegar a ese escenario podríam
os decir que el carácter oscilante de los indivi-
duos puede cuando m
enos socavar una participación firm
e, estable y dura-
dera en las instituciones. Eso podría tener varias consecuencias. U
na es que
el debilitam
iento de la pertenencia pueda llevar a un cierto relajamiento de los
compromisos con las organizaciones. D
ejem
os a un lado los m
om
entos relati-
vam
ente excepcionales, com
o la fundación de Estados independientes y so-
beranos en países que experim
entaron un proceso de descolonización luego
de la segunda posguerra, o las transiciones del autoritarism
o a la dem
ocra-
cia, cuando tanto la participación en organizaciones com
o la pasión y el inte-
rés por la suerte de la com
unidad han estado en su m
áxim
o esplendor. En
m
om
entos m
ás norm
ales, la gente no es m
uy proclive a responder volunta-
ria y m
asivam
ente cuando se la convoca para que asista a una m
anifesta-
ción, a una reunión del sindicato o cuerpo profesional al que pertenece, etc.
H
a habido una erosión progresiva de la centralidad de los partidos políti-
cos, las entidades grem
iales y otras organizaciones que solían funcionar com
o
m
edios para una estructuración duradera de la vida de la gente. En el Reino
U
nido, por ejem
plo, el núm
ero de afiliados a los partidos políticos principa-
les se redujo a un 1/3 de lo que era en los años 50, y apenas 5%
 de ellos tiene
m
enos de 26 años de edad (M
ulgan, p. 16). Q
uizás el renovado vigor de
tendencias nacionalistas pueda infundir todavía algo de vida al lem
a inglés
«m
i patria, con razón o sin ella», pero pocos parecen dispuestos a respaldar
la hiperm
ilitante fórm
ula de Trotsky «m
i partido, con razón o sin ella». A
lgo
sim
ilar ocurre con los sindicatos obreros. La oscilación de un ám
bito a otro
crea una situación en la que los intereses de los asalariados no se agotan en
la esfera de la actividad sindical -si alguna vez realm
ente se circunscribían a
ella—
. Los sindicatos pasan a ser uno de los tantos ám
bitos en la vida de los
trabajadores. Lo m
ism
o vale para otras organizaciones. A
 m
uchas de ellas
les ha costado ajusfar sus estrategias, propuestas y m
odos de interpelación
con la subjetividad fluctuante contem
poránea.
O
tra consecuencia de la oscilación apunta al aspecto crucial del reverso
del extrañam
iento. Com
o ya se m
encionó, un m
undo m
últiple am
plía la gam
a
El reverso de la diferencia 
111
de opciones y la frecuencia de las decisiones, lo que hace que la elección sea
a la vez la recom
pensa y el riesgo de la libertad. A
hora bien, ¿qué pasa con
los que valoran esa libertad pero no lo suficiente com
o para enfrentar las
consecuencias de las actuales situaciones de indeterm
inabilidad? ¿Cóm
o se
negocia la pertenencia en situaciones de desarraigo y extrañam
iento? A
un-
que haya algunos a los que les im
porta un bledo la m
uerte de D
ios, la pérdi-
da de un im
aginario trascendental puede trastornar la identidad de otros.
D
esconcertados por la fluidez de las identidades y la precariedad de las cer-
tezas, m
uchos pueden refugiarse en grupos de toda clase que ofrecen im
á-
genes de identidad m
ás sim
ples y estructuradas. Laclau y Zac afirm
an que
es perfectam
ente posible que en situaciones de desorganización social el or-
den político existente, cualquiera que sea, obtenga su legitim
ación, no com
o
resultado del valor de sus propios contenidos, sino debido a su capacidad
para encarnar el principio abstracto del orden social com
o tal (Laclau/Zac,
p. 21; y tam
bién Laclau, en este volum
en, p. 139). El problem
a está en que
m
uchas veces el «principio abstracto» encarna en m
odelos de orden que dis-
tan de ser deseables. Laclau y Zac m
encionan com
o ejem
plo el éxito del fas-
cism
o en Italia durante los años 20. En térm
inos m
ás generales, las situacio-
nes de desorientación podrían facilitar el ascenso de líderes carism
áticos, o
hacer que la gente busque un sentido de pertenencia en las propuestas que
ofrecen las form
as m
ás agresivas de nacionalism
o, los m
ovim
ientos popu-
listas de todo tipo, las sectas religiosas conservadoras o las «tribus» urbanas
violentas. M
aier (pp. 48-64) habla de un repliegue a identidades culturales y
un surgim
iento del «populism
o territorial» com
o posible resultado de la
desorientación política en tiem
pos de dislocaciones históricas. D
ebray des-
cribe el auge del fundam
entalism
o, sea nacionalista o religioso, com
o una
respuesta defensiva a la pérdida del sentido de pertenencia. Sostiene que el
proceso de globalización dislocó las identidades culturales; la gente se sien-
te perdida, y cuando eso pasa, la lista de «creyentes» tiende a aum
entar
(D
ebray, en este vol., p. 56). Eso podría explicar la actual obsesión defensiva
en torno a la soberanía territorial; tam
bién podría ayudarnos a com
prender
que a veces «la religión resulta ser, no el opio del pueblo, sino la vitam
ina de
los débiles» (ibíd., p. 57). En resum
en, la experiencia de la desorientación y
de la propia naturaleza incom
pleta del sujeto puede hacer que éste se abra al
m
undo, pero tam
bién puede convertir la desorientación en una experiencia
m
ás inquietante.
Esto últim
o no es el fruto de una nostalgia por las certezas fam
iliares de
una realidad unitaria y estable. Está claro que no hay nada por ahí que fun-
cione com
o ultim
a ratio objetiva para evaluar la bondad y la verdad de nues-
tras interpretaciones del m
undo. Sin em
bargo, justam
ente porque no existe
tal referente, la em
ancipación no puede ser m
ás que uno de los posibles re-
112 
Benjam
ín A
rditi
sultados de la oscilación. Podem
os coincidir en lo deseable que es ese resul-
tado, pero no en la fe en la em
ancipación com
o el destino del «ejercicio de
m
ortalidad». Y
 es que una vez que aceptam
os que el sujeto es incom
pleto
por definición, y que la m
ultiplicación de im
ágenes socava la idea de una
realidad única, la em
ancipación, la desesperación y la indiferencia quedan
en pie de igualdad. N
o hay que tom
ar a la ligera este reverso del «ejercicio
en m
ortalidad», en especial cuando el estado de extrañam
iento se traspone
de la experiencia estética a otros cam
pos. Si la em
ancipación es m
ás bien una
posibilidad queun destino, entonces es preciso transform
arla en una espe-
ranza activa. Para esto hace falta algo m
ás que una descripción de la condi-
ción oscilante de los individuos contem
poráneos. Es necesario un m
ito
m
ovilizador o una im
agen del futuro, es decir, un «sueño» nietzscheano de
la em
ancipación com
o una recom
pensa al final del arco iris. Com
o sostiene
Laclau en sus com
entarios sobre Espectros de M
arx de Jacques D
errida, si bien
la deconstrucción ha dem
ostrado la im
posibilidad de una sutura final o de
una plenitud del ser, anhelos clásicos de la m
etafísica, no es lícito afirm
ar que
de allí se derivará necesariam
ente un com
prom
iso ético de abrirse a la hetero-
geneidad del otro, o de optar por una sociedad dem
ocrática. Por cierto es un
objetivo por el que vale la pena luchar, pero precisam
ente el hecho de que uno
deba luchar quiere decir que no existe una conexión lógica entre la crítica de la
m
etafísica de la presencia y el im
perativo ético (Laclau 1996a, pp. 121-148).
En efecto, está m
uy bien reconocer que vivim
os en un m
undo plural que
carece de fundam
ento, y decir después que deberíam
os actuar «com
o si»
hubiera una realidad estable, esto es, sabiendo que esa estabilidad es solo un
sueño. Lo que no podem
os hacer es confundir el «debem
os» norm
ativo con
un «harem
os» perform
ativo. En todo caso, no es razonable esperar que siem
-
pre se tratará del «harem
os» que quisim
os. La acción colectiva requiere la
prom
esa de —y la creencia en—
 un rem
edio para el desarraigo, no im
porta
cuan im
aginario y circunstancial pueda ser.
Las sociedades m
odernas, cultas, seculares -dice Rorty- dependen de la existencia de
escenarios políticos razonablem
ente concretos, optim
istas y aceptables, por oposición
a los escenarios acerca de la redención de ultratum
ba. Para retener la esperanza, los
m
iem
bros de tales sociedades deben ser capaces de narrarse a si m
ism
os una historia
acerca del m
odo en que las cosas podrían m
archar mejor, y no ver obstáculos insupe-
rables que im
pidan que esa historia se torne realidad (1991, p. 104).'
Si bien eso es correcto, una vez que se introduce la política —
lo que im
plica
un esfuerzo sostenido a través del tiem
po—
 surge otro asunto. Ese asunto se
refiere a la brecha entre lo norm
ativo y lo perform
ativo, entre el cuento y la
acción com
o tal. N
ada garantiza que se va a prestar atención a un llam
ado a
El reverso de la diferencia 
113
la acción, sin im
portar cuan vigoroso y persuasivo pueda ser ese llam
ado.
Lyotard nos proporciona un ejem
plo bastante desolador: «el oficial grita avanti
y salta fuera de la trinchera; los soldados, conm
ovidos, exclam
an bravo, sin
m
overse» (p. 45).
Supongam
os que realm
ente vendrá una acción a continuación. Esto plan-
tea el problem
a de la incertidum
bre sobre el tipo de acción. En prim
er lugar,
porque es posible que a través del m
edio de la política dem
ocrática surjan
propuestas que tapen la brecha y proporcionen el rem
edio, es decir, lo que
Rorty llam
a «una historia acerca del m
odo en que las cosas podrían m
archar
m
ejor», pero eso tam
bién pueden hacerlo los m
ovim
ientos políticos no de-
m
ocráticos, las religiones y otras narrativas m
uy distantes de la em
ancipa-
ción que se esperaba de la oscilación. Segundo, porque incluso si se trata de
una opción y una acción dem
ocrática, los acontecim
ientos políticos no si-
guen necesariam
ente una secuencia nítida que debe culm
inar en la deseada
m
eta em
ancipadora. M
orin argum
enta bien este punto diciendo que lo ines-
perado ocurre porque el principio de la incertidum
bre gobierna la acción
política (pp. 12-16). Los efectos de largo plazo de una iniciativa cualquiera
son im
predecibles porque la acción política no es unidireccional. U
no puede
actuar de cierta m
anera, pero otros tam
bién actúan sobre esa acción. Eso
desencadena reacciones que potencian las condiciones y las restricciones de
cualquier iniciativa política. La política no nos gobierna, dice M
orin, no es
com
o un soberano que nos ordena, que organiza la realidad. La acción polí-
tica elude el propósito de los agentes: las buenas intenciones no siem
pre
producen buenas acciones, para no hablar de producir los resultados espe-
rados. Con cierta ifonía M
orin añade que Colón se hizo a la m
ar pensando
que iba para las Indias O
rientales, pero en el cam
ino se tropezó con un enor-
m
e obstáculo: A
m
érica. Lo m
ism
o se aplica al vínculo entre la diferencia y la
em
ancipación. A
 pesar del optim
ism
o de V
attim
o y de otros, el vínculo de-
bería concebirse com
o una posibilidad, no com
o una necesidad. U
na cele-
bración incondicional de la diferencia pasa por alto ese reverso; sencilla-
m
ente deja de lado la incertidum
bre del resultado, que es precisam
ente lo
que no puede hacerse en la form
ulación teórica y la descripción sociológica,
y m
ucho m
enos cuando éstas entran al escenario de la política.
EL REV
ERSO
 D
E LA
 M
U
LTIPLICID
A
D
H
ay una segunda área de problem
as, esta vez relacionada m
ás bien con la
vida en un m
undo m
últiple que con el extrañam
iento. En las últim
as déca-
das la reivindicación de la diferencia ha tenido una im
portancia estratégica
en la crítica de enfoques m
ás restrictivos de la política y el sujeto. Esa reivin-
dicación contribuyó a legitim
ar m
ovim
ientos sociales contra la inveterada
114 
B
enjam
ín A
rditi
El reverso de la diferencia 
115
reducción de la acción política al territorio de los partidos políticos. D
entro
de la izquierda ayudó a legitim
ar las identidades de género, raciales y étni-
cas en un m
edio dom
inado por el m
arxism
o vulgar que se em
peñaba en
reducir la identidad política a la identidad de clase. Pero una vez que se ase-
guró -aunque sea de m
anera parcial- la legitim
idad de esas diferencias com
o
instrum
entos de acción e identidad política, ocurrieron dos cosas. Por una
parte, la izquierda cultural, especialm
ente en países desarrollados, postergó
la cuestión de la estrategia -qué se iba a hacer de allí en adelante- y se abocó
a una búsqueda entusiasta de un creciente refinam
iento conceptual del apa-
rato crítico; por otra parte se postergó una evaluación política m
ás sobria de
lo que en realidad se había logrado, por una continua reiteración de los agra-
vios originales. Com
o resultado hubo un reconocim
iento tardío de dos pro-
blem
as políticos, el de los lím
ites a las diferencias aceptables y el del endure-
cim
iento creciente de las fronteras entre dialectos o im
ágenes del m
undo.
Ese es el reverso de la m
ultiplicidad.
El problem
a se puede form
ular de la siguiente m
anera: si bien en un co-
m
ienzo la política de la diferencia consistió en una reivindicación de la igual-
dad para grupos subordinados y/o m
arginados, actualm
ente —el derecho a
ser diferente (Lipovetsky), y por consiguiente la proliferación de visiones
del m
undo (Vattimo)—
, se han convertido en rasgos distintivos de la vida en
las grandes ciudades. Sin em
bargo, ¿acaso eso significa que toda diferencia
es igualm
ente válida? U
na diferencia que socave el principio de la diferen-
cia com
o tal no puede ser tolerada. Por ejem
plo, los regím
enes dem
ocráticos
excluyen los partidos políticos que abogan por la creación de un sistem
a de
partido único. A
parte de ese caso evidente, ¿dónde ponem
os el lím
ite? Es
tentador decir que es una cuestión de excluir las diferencias «m
alas», com
o
las pandillas racistas, y apoyar las diferencias «buenas», com
o las m
inorías
étnicas o culturales que luchan por rem
ediar la discrim
inación y la subor-
dinación. Sin em
bargo, esta perspectiva es insostenible, ya que presupone
que existe un criterio indisputable para distinguir lo bueno de lo m
alo. En
ausencia de un referente así, cualquier juicio respecto a diferencias acepta-
bles está abierto a discusión, y todo el m
undo sabe lo difícil que es predecir
el destino de las reclamaciones de derechos una vez que com
ienzan a rodar
los dados de una «guerra de interpretaciones» en el sistem
a judicial o en el
discurso del sentido com
ún de la opinión pública. Las cosas podrían salir
com
o querernos, pero tam
bién contra nuestras expectativas. O
tra opción
podría ser insistir en una defensa táctica de la diferencia. G
rupos de extrem
a
derecha propugnan explícitam
ente el odio racial, pero nos vem
os obligados
a defender su derecho de expresión y reunión, no solo porque no se puede
penalizar las intenciones antes de que se convierten en acciones, sino por-
que la universalidad de los derechos ayuda a im
pedir casos de parcialidad
contra grupos progresistas. Se trata de una tolerancia por cuestiones de prin-
cipios, pero de m
ala gana, porque se invoca la universalidad de los dere-
chos -y el sacrificio de cualquier lím
ite a esa universalidad- para prevenir
futuros daños a las diferencias «buenas». U
no term
ina por posponer la dis-
cusión acerca de los lím
ites debido a los riesgos que plantea la contingencia
de los resultados políticos. El posponer, claro está, no es una solución. En el
m
ejor de los casos refleja una incapacidad para tom
ar una decisión -lo cual
es, al m
ism
o tiem
po, una decisión de diferir-. En el peor de los casos perm
i-
te concebir el derecho a ser diferente com
o un valor absoluto. Zizek ilustra el
problem
a refiriéndose al uso de la ablación o clitoridectom
ía com
o una m
ar-
ca de m
adurez sexual de la m
ujer: m
ientras en O
ccidente m
uchos se opon-
drían a esa práctica por considerarla un acto de m
utilación y de dom
inación
m
asculina, uno tam
bién podría tildar esa oposición de eurocéntrica y de-
nunciarla en nom
bre de un universalista «derecho a la diferencia» (Zizek, p.
216). D
e m
anera análoga, algo com
o lafativa -condena a m
uerte por un su-
puesto uso blasfem
o del C
orán- im
puesta a Salm
an Rushdie por los mullahs
del Estado teocrático iraní tendría que ser aceptada, sin discusión, en nom
-
bre del respeto a las diferencias religiosas o culturales. Eso conduce a una
posición insostenible que cancela todo juicio en nom
bre del respeto a la di-
ferencia. Parafraseando librem
ente a Laclau y M
ouffe, equivale a reem
pla-
zar el esencialism
o de la sociedad con el esencialism
o de los dialectos (Laclau/
M
ouffe 1987, p. 117; tam
bién Laclau 1996b, pp. 52-54; y en este vol., pp. 126-
127).La idea de que toda diferencia es prima facie buena puede llevar a conse-
cuencias grotescas. Por una parte, si toda diferencia es válida por principio,
entonces en principio nada puede ser prohibido o excluido. Eso presupone,
o bien un m
undo en el que se cancelaron las relaciones de poder, o que cual-
quier intento de lim
itar la gam
a de diferencias válidas es de por sí represivo.
La cancelación del poder es sencillam
ente una expresión de deseos, porque
un orden -cualquier orden- tiene que trazar fronteras para defenderse de
los que lo am
enazan, m
ientras que negar los lím
ites es peligroso, pues igua-
la todo ejercicio de la autoridad con el autoritarism
o y de esa form
a desdibuja
la distinción entre regím
enes dem
ocráticos y autoritarios. Por otra parte, si
diferencias com
o los «dialectos» o racionalidades locales del género, raza,
etnicidad o cultura son considerados com
o valores absolutos, entonces es
razonable pensar que algunos de ellos podrían concebir la perm
eabilidad
de sus fronteras com
o una am
enaza existencial. El supuesto subyacente y
cuestionable en este caso es que los dialectos tienen algún tipo de consenso
interno, y que la perturbación solo puede venir del exterior. U
n dialecto que
aborde asuntos de otro podría ser acusado por la parte agraviada de intro-
m
isión en sus asuntos internos. D
e ese m
odo, parafraseando a H
itchens (p.
ntib; I
116 
Benjam
ín A
rditi
560), solo los judíos tendrían el derecho de discutir asuntos judíos, solo los
negros podrían criticar a los negros, y solo los hom
osexuales podrían cues-
tionar las opiniones de otros hom
osexuales. Steel lo expresa m
uy bien: «El
truco está en la exclusividad. Si uno logra hacer que el asunto sea exclusiva-
m
ente suyo -que caiga dentro de su territorio de autoridad últim
a- enton-
ces todos los que no capitulen lo están agraviando» (p. 51).
Si los dialectos se rehusan a cruzarse o contam
inarse entre ellos -es decir,
si su obsesión con la pureza los lleva a levantar lo que V
isker llam
a «condo-
nes culturales» en torno de ellos- el m
estizaje o hibridación term
ina siendo
reem
plazado por la lógica del desarrollo separado que es característica del
apartheid. En otras palabras, los dialectos se convierten en lo que Leca llam
a
«un m
osaico de solidaridades divididas en com
partim
entos estancos.., [a
través de las cuales] la sociedad parece tom
ar la form
a de m
uchas socieda-
des, cada una con su propia com
unidad política» (pp. 24-25). D
e esa form
a
el espejo del m
undo m
últiple term
ina por reflejar un m
osaico de fragm
entos
aislados y autorreferenciales. En el lím
ite, el m
undo m
últiple se convierte en
un m
undo de particularidad pura donde la posibilidad de juzgar a otros se
torna ilegítim
a y las articulaciones políticas transculturales im
probables.
G
itlin tem
e que las form
as m
ás extrem
as de la identity politics -política
de la identidad, la construcción de identidades y posturas políticas a partir
de determ
inaciones de raza, de género, origen étnico u otras- podrían con-
ducir a ese escenario. Si bien reconoce que este tipo de iniciativa política
puede servir para contrarrestar el anonim
ato en un m
undo im
personal -a lo
cual nosotros deberíam
os añadir que sirven para enfrentar el sexism
o, el ra-
cism
o, la hom
ofobia, etc.- tam
bién observa dos tendencias m
enos atracti-
vas. U
na es que la propuesta inicial de que toda identidad es construida
suele revertir a esquem
as esencialistas que term
inan reduciendo la
autodefinición de cada grupo a su m
ínim
a expresión, y «después de una
genuflexión a la especificidad histórica, la anatom
ía se convierte en destino
una vez m
ás» (en este vol., p. 60). La otra se refiere a la segm
entación de los
grupos, pues «lo que com
enzara com
o un esfuerzo por afirm
ar la dignidad,
por superar la exclusión y la denigración y por obtener representación, tam
-
bién ha desarrollado un endurecim
iento de sus fronteras» (ibíd., p. 59). El
esencialism
o y el «endurecim
iento de las fronteras» entre los dialectos obs-
taculizan la perm
eabilidad y la contam
inación m
utua, y facilitan el separa-
tism
o al crear m
undos encerrados en sí m
ism
os. En últim
a instancia sugiere
que perciben la perm
eabilidad com
o una am
enaza.
Steel, quien se basa en su experiencia com
o activista negro en el m
ovim
ien-
to por los derechos civiles de los años 60, lleva esa crítica un paso m
ás allá y
describe la tendencia de los dialectos a encerrarse en sí m
ism
os com
o «la nue-
va soberanía», es decir, una situación en la que el poder de actuar autóno-
El reverso de la diferencia 
117
m
ám
ente se le confiere a cualquier grupo que sea capaz de organizarse a sí
m
ism
o en torno de un agravio percibido (v. Steel, tam
bién H
itchens). Para Steel
eso se vincula con una am
pliación del concepto del «derecho conferido»
(entitlement) de los individuos a colectividades tales com
o los grupos raciales,
étnicos y otros. O
riginalm
ente ideado com
o un m
edio para reparar una larga
historia de injusticia y discrim
inación hacia esos grupos, m
uy pronto condujo
a una ética de separatism
o autoim
puesto. Steel m
enciona el caso de
los campus universitarios de Estados U
nidos, donde en nom
bre de sus agravios, los
negros, las m
ujeres, los hispanos, asiáticos, indígenas am
ericanos, hom
osexuales y
lesbianas se solidificaron en colectividades soberanas que rivalizaban por los dere-
chos de soberanía -departam
entos de «estudios» separados para cada grupo, dor-
m
itorios estudiantiles para cadagrupo «étnico», criterios de adm
isión y políticas de
ayuda financiera preferenciales para m
inorías, una cantidad proporcional de profeso-
res de su propio grupo, salones y centros de estudiantes separados, etc. (p. 49).
Ese encerram
iento de los dialectos en feudos exclusivos subvirtió la natura-
leza de la solidaridad com
o un m
edio para convocar a distintas gentes en la
lucha contra la opresión. «Ya para m
ediados de los 60 -apunta Steel- los
blancos no eran bienvenidos en el m
ovim
iento por los derechos civiles, exac-
tam
ente com
o para m
ediados de los 70 los hom
bres ya no eran bienvenidos
en el m
ovim
iento de m
ujeres. A
 la larga los derechos colectivos siempre re-
quieren el separatism
o» (p. 53).
Yo no sería tan drástico, pues no es suficientem
ente claro que existe un
vínculo necesario entre el separatism
o y los derechos de grupo, o entre el
separatism
o y una lógica política anclada en identidades de grupo. Basta
con reconocer que el endurecim
iento de las fronteras, el separatism
o y la
intolerancia entre los grupos son consecuencias inesperadas de los esfuer-
zos progresistas para defender los derechos de los dialectos y afirm
ar la con-
veniencia de una sociedad m
ulticultural. U
na postura política progresista
no debería esquivar el problem
a por algún tem
or real o im
aginario a que se
le acuse de respaldar una agenda etnocéntrica, falogocéntrica o claram
ente
conservadora. H
itchens lo expresó m
uy bien: «Lo urgente es defender el
libre pensam
iento de sus falsos am
igos, no de sus enem
igos tradicionales.
Este es un caso en el que lo que queda de la izquierda aún tiene que encon-
trar lo que le va quedando de su voz» (p. 562). Con m
ás razón, considerando
que los lím
ites cada vez m
ás rígidos construidos en torno a las divisiones de
la sexualidad, el género o la etnicidad debilitan el nom
adism
o que se espera
del «arraigo dinám
ico» de la identidad. El nom
adism
o se convierte en un
." cliché antes que en un m
odo de experim
entar la diversidad en la sociedad
posm
oderna. Tal vez contrariam
ente a sus intenciones, la teorización sobre
'•*II
iIf':;.
118 
Benj am
ín A
rditi
el nom
adism
o desarrollada por D
eleuze y G
uattari (pp. 351-423) parece ha-
ber incentivado la fascinación de sus lectores por la figura del nóm
ada com
o
un transgresor rom
ántico, com
o un rebelde heroico y solitario que se niega a
rendirse ante un m
undo bien ordenado. En una veta diferente, el nóm
ada
com
o un vagabundo cultural es una im
agen adecuada de lo que V
attim
o
parece considerar el resultado de la oscilación, el prototipo de una existencia
m
ás liberada en un m
undo m
últiple. Sin em
bargo, com
o lo plantea Roger
D
enson, la realidad del nom
adism
o podría ser m
ucho m
enos fascinante. Para
él, a pesar de la actual exaltación de la figura del nóm
ada en el discurso
intelectual, si bien uno term
ina por reconocer la diversidad y una existencia
pluralista, el com
ún de la gente raram
ente se com
prom
ete con esas plurali-
dades m
ás allá de expresar un gusto por el turism
o o la com
ida exótica (p.
52). En lugar del deam
bular espacial —o cultural—
 que se esperaba del «arrai-
go dinám
ico» de la identidad propuesto por M
affesoli, podríam
os term
inar
con un sim
ulacro de nom
adism
o intensificado por los m
edios de com
unica-
ción, es decir, con el nóm
ada com
o un voyeur cultural. D
enson se refiere a
esa posibilidad. Señala que «la prensa, las cadenas de televisión, la televi-
sión por cable, el cine, internet y la realidad virtual han actuado com
o m
e-
diadores de una suerte de nom
adism
o conceptual y cultural para poblacio-
nes centralizadas y estáticas», hasta tal punto que el nom
adism
o tiende a
convertirse en un ejercicio m
ental que finalm
ente «procede a convertir al
'apoltronado
1 o viajero de sofá en un form
idable jugador del nom
adism
o»
(p. 51).
LA
 A
M
EN
A
ZA
 D
E LA
 «D
ER
EC
H
A
 RETRO
» Y
 LA
 CU
ESTIÓ
N
 D
E LO
S U
N
IV
ERSA
LES
Es evidente que los argum
entos presentados aquí no suponen una nostalgia
por una realidad única o un rechazo de la diferencia y la política de la iden-
tidad. Plantear el asunto del reverso no im
plica un repliegue a una perspec-
tiva puram
ente pesim
ista. Tam
poco lleva a suscribir el enfoque opuesto que
contrapone la unidad a la diferencia, la hom
ogeneidad a la pluralidad o la
estabilidad al m
ovim
iento. N
o es una situación m
araquea en la que se debe
optar por lo uno o lo otro. Se trata de que la celebración legítim
a de la dife-
rencia, del ascenso de identidades periféricas hasta ahora silenciadas y su-
bordinadas, no debe hacernos pasar por alto el problem
a del reverso. La
proliferación de «dialectos locales», com
o V
attim
o llam
a a esas identidades
periféricas, no se traduce autom
áticam
ente en una experiencia de em
anci-
pación; tam
poco parece asegurar por sí m
ism
a una m
ayor solidaridad o par-
ticipación dem
ocrática. La oscilación tiene un reverso potencial debido a
que la pérdida del sentido de pertenencia puede auspiciar la proliferación
de form
as sectarias de identidad. D
ebray describe m
uy bien este peligro
El reverso de la diferencia 
119
cuando advierte que la religión o el nacionalism
o pueden convertirse m
enos
en el opio del pueblo que en la vitam
ina de los débiles. Tam
bién hay un
reverso de la m
ultiplicidad, lo que Steel llam
a «un endurecim
iento de las
fronteras» entre grupos particulares. Las referencias de V
isker a «condones
culturales» autoim
puestos o la aseveración de D
enson de que el nom
adism
o
puede ser jugado por los apoltronados, y que el reconocim
iento de la diver-
sidad puede restringirse a un gusto por el turism
o o la com
ida exótica, son
recordatorios de las posibilidades m
enos atrayentes de la m
ultiplicidad. U
na
sociedad m
ás cosm
opolita, con m
ayor com
unicación entre las diferencias,
es algo tan factible com
o una cacofonía de grupos particulares en un espacio
social refeudalizado.
Con todo, sería injusto y erróneo restringir el diagnóstico del reverso a
los excesos que se com
eten en la afirm
ación de la diferencia cultural. En
prim
er lugar porque ha habido avances innegables gracias a los esfuerzos
por reivindicar políticam
ente la diferencia. Si bien los críticos cuestionan a
la política de la identidad por cuanto ésta tiende a prom
over que grupos
particulares se encierren en sí m
ism
os, tam
bién adm
iten que la posición ne-
gociadora de las m
ujeres, los negros, los hom
osexuales y las m
inorías cultu-
rales m
ejoró significativam
ente desde que em
pezaron a tom
ar la palabra en
defensa de sus intereses (ver G
itlin, H
itchens y Steel; tam
bién Rorty 1990 y
1992). A
dem
ás hem
os m
encionado aspectos innovadores del ethos de la di-
ferencia, com
o lo son la intervención interm
itente y la m
ultiplicación de los
com
prom
isos y de las redes de pertenencia. Y
 en segundo lugar, porque tam
-
bién existe el peligro de exagerar los excesos com
etidos por los propulsores
de la política de la diferencia con el propósito de prom
over una agenda po-
lítica conservadora. Stuart H
all plantea el caso de la N
ueva D
erecha que
surgió durante la era de Reagan, Bush y Thatcher, cuyo éxito para reconfigurar
la vida pública y cívica supuso algo m
ás que su control del gobierno y su
eficacia para ganar elecciones. Para H
all, el predom
inio de la N
ueva D
ere-
cha tam
bién requirió un dom
inio en el terreno ideológico, incluyendo, entre
otras cosas, haber sabido cóm
o aprovecharse de los tem
ores de la gente en
cuanto a los excesos de las posturas políticam
ente correctas por las que abo-
gan voces m
ás radicales de la izquierda cultural (pp. 170-174).
M
aier se rem
ite a otro tipo de derecha, la «derecha retro» que surgió al
am
paro de lo que describe com
o «la crisis m
oral de las dem
ocracias» o «el
descontento cívico con la dem
ocracia». M
enciona una serie de indicadores
de esa crisis: el fin de la G
uerraFría creó una sensación de dislocación y
desorientación histórica debido a la pérdida de principios y alineam
ientos
fam
iliares; la m
ultiplicación de asuntos m
ás inciertos estim
ula la irresolu-
ción; hay una desconfianza creciente respecto de la política partidista que
nace de cuestiones m
ás bien tribales que asociacionistas; hay un m
ayor ci-
i;' 1,
i V"P¡
m
120 
Benjam
ín A
rditi
nism
o en cuanto al papel de los representantes políticos y escepticism
o en
cuanto a sus declaraciones y prom
esas; hay una sensación de desilusión co-
lectiva que puede generar xenofobia y desesperación con respecto al plura-
lism
o étnico o ideológico (pp. 54-59). Com
o ya se m
encionó, la pérdida de
certezas y la creciente com
plejidad de los escenarios políticos acentúan tan-
to la desorientación de la gente com
o su anhelo de poder contar con relacio-
nes m
ás predecibles. Con frecuencia el rem
edio se define en térm
inos de una
defensa de la identidad -es decir, com
o una dem
anda «de reconciliar un
territorio y una voz política significativos» (M
aier, p. 61). Es allí donde la
retórica autoritaria de los populistas territoriales de derecha puede encon-
trar un terreno fértil para sus políticas. Los populistas de derecha utilizan
los prejuicios nacionalistas y xenófobos contra la com
plejidad y el cosm
opo-
litism
o; se esfuerzan en reafirm
ar la validez de un territorio político circuns-
crito com
o un m
edio para superar la fragm
entación social.
Eso trae a la m
ente una observación de Laclau y Zac que m
encionam
os
anteriorm
ente. A
l referirse a la situación de Italia durante los años 20, señala-
ban que un escenario de desintegración social podría abrir la puerta a un tipo
de orden cuyos contenidos concretos estén lejos de ser deseables. A
unque pro-
bablem
ente no estem
os enfrentando una desintegración tan radical, su argu-
m
ento es válido para el renacim
iento de la derecha radical que describe M
aier.
A
 diferencia del caso que hem
os analizado, la eclosión de los dialectos, aquí el
problem
a ya no sería contener los excesos que se com
eten en nom
bre de la
m
ultiplicidad, sino m
ás bien asegurar la supervivencia de un tipo de orden
político que pueda alojar y sostener la m
ultiplicidad, sea cual sea la form
a que
pueda tom
ar.
N
o hay una respuesta genérica para el problem
a del reverso, ni hay fór-
m
ulas m
ágicas capaces de exorcizar sus riesgos. D
esde una óptica pragm
ática
se podría hablar de «rem
edios» políticos, en el sentido de iniciativas estratégi-
cas para forjar y m
antener un espacio com
partido para los dialectos y, de esa
m
anera, contrarrestar tanto el repliegue hacia un particularism
o intransigente
com
o el endurecim
iento de las fronteras entre los distintos grupos. M
aier, por
ejem
plo, sugiere que eso «significa reafirm
ar los com
prom
isos con la
inclusividad cívica y no sim
plem
ente con la etnicidad; evitar refugiarse en el
proteccionism
o; fom
entar proyectos y lealtades internacionales com
unes m
ás
allá de una afinidad étnica o incluso cultural» (p. 63). A
sim
ism
o se puede —y
posiblem
ente se debe- recuperar la idea de ciudadanía com
o contrapartida
de la identidad cim
entada en la pertenencia al dialecto o grupo particular. La
ciudadanía no es solo una categoría que perm
ite hom
ogeneizar a las diferen-
cias, pues en las sociedades m
odernas es una condición que im
plícitam
ente
reconoce la diversidad de quienes la ejercen así com
o de las m
odalidades y de
los ám
bitos donde se da ese ejercicio. Tam
poco tiene porqué reducirse a la
El reverso de la diferencia 
121
dim
ensión electoral de un ejercicio periódico del sufragio, pues la ciudadanía
es una condición que transform
ó la historia m
oderna de la sujeción a partir de
una form
a de concebir al sujeto com
o nodo de resistencia a su som
etim
iento.
Com
o señala Balibar, es la form
a paradigm
ática de la subjetividad política
m
oderna por cuanto que el ciudadano deja de ser sólo aquel que es llam
ado
ante la ley y se convierte tam
bién, al m
enos virtualm
ente, en quien hace o
declara válida la ley (en este vol., p. 191). Concebida de esa m
anera, la ciuda-
danía contem
pla la diferenciación y el nom
adism
o de las identidades contem
-
poráneas y, al m
ism
o tiem
po, nos brinda un form
ato para pensar la resistencia
al som
etim
iento que no excluye articulaciones m
ás am
plías, esto es, un «noso-
tros» que incluye pero trasciende los confines de una identidad de resistencia
afincada en el «nosotros» del grupo identitario particular.
Por últim
o, tam
bién hay que tener presente la condición teórica del pro-
blem
a planteado aquí, pues sea com
o una celebración progresista de la dife-
rencia en un contexto de m
ultiplicidad, o com
o un renacim
iento derechista
del nacionalism
o xenófobo, el problem
a subyacente es el m
ism
o: en am
bos
casos hay una com
prensión bastante am
bigua de la «bondad» de la diferen-
cia, así com
o un énfasis en la particularidad que olvida la universalidad. Pero
se trata de un olvido aparente, pues la idea de un particularism
o puro o
autorreferencial es inconsistente, aunque solo sea porque la disputa por los
derechos de los dialectos o grupos particulares es enunciada a través del
lenguaje de los derechos y, por ende, evoca una relación con algo externo al
propio particularism
o y un terreno m
ás am
plio que el del particularism
o
puro. El olvido -o m
ás bien descrédito- de los universales entre quienes
reivindican la diferencia se debe a que éstos generalm
ente asocian la idea de
universalidad con un fundam
ento últim
o para dirim
ir disputas o con las
grandes narrativas de la Ilustración europea que tendían a reducir las tradi-
ciones de la periferia a un m
ero particularism
o.
Eso no tiene por qué ser así, pues hay m
aneras de pensar la universali-
dad com
o una categoría im
pura y no com
o un fundam
ento. N
o podem
os
discutir esto en detalle, pero en otro lugar (A
rditi; A
rditi/V
alentine) he soste-
nido que la referencia a los universales es ineludible si se quiere pensar la
form
ación de un terreno para el intercam
bio o la negociación política entre
grupos particulares. N
egociar presupone, por un lado, que hay una disputa
que divide a las partes y, por otro, que esa disputa no im
pide lograr un acuer-
do respecto a sus respectivas reclam
aciones. Esto indica, prim
ero, que a pe-
sar de que la disputa -y por ende, la división- entre las partes es irreductible,
con lo cual se descarta la pretensión de llegar a una sociedad reconciliada,
toda negociación obliga a invocar un espacio com
partido que debe ser cons-
truido en el proceso de negociación. Es decir, negociar introduce algo que
trasciende la particularidad de los participantes. Y
 segundo, indica que el
122 
Benj am
ín A
rditi
sentido y el alcance de las reglas del juego para el intercam
bio entre las par-
tes no son externos a esa negociación. Con esto se destaca que la idea de
universalidad no coincide con la de un referente o fundam
ento estable para
dirim
ir disputas, sino m
ás bien se refiere a una categoría «im
pura» por cuanto
que su condición com
o referente es configurada -al m
enos parcialm
ente-
por la disputa, el intercam
bio o la negociación en cuestión. Por consiguiente,
sea en el caso de la política de la identidad o en el de la derecha «retro», una
reclam
ación particular apela a (y se inscribe en) el terreno de lo universal.
Notas
A
gradezco los com
entarios y las críticas brindadas por m
is am
igos y colegas M
arta L
am
as,
M
ariano M
olina, N
ora R
abotnikof y E
nrique Serrano en nuestras discusiones en C
iudad de
M
éxico.
1. 
E
sto confirm
a la falta de un terreno unificador o cim
iento de existencia. Los filósofos acuñan
nociones tales com
o «ontología débil» (V
attim
o) o «pensam
iento débil» (R
ovatti) para dar
razón de esa ausencia. V
. V
attim
o/R
ovatti.
2. 
V
. The O
bserver, L
ondres, 1/3/92. U
so la noción de m
estizaje en elsentido de perm
eabilidad
intercultural, no de cruce racial. A
lgunos (C
alderón/H
openhayn/O
ttone) defienden la perti-
nencia de esta noción para com
prender las identidades culturales híbridas en A
m
érica L
ati-
na. Sin em
bargo, el apartheid sigue siendo una posibilidad real, sea porque la dom
inación
cultural y el im
perialism
o (que están m
uy lejos de haber term
inado) socavan las expectativas
exageradam
ente optim
istas sobre intercam
bios culturales igualitarios, o porque la diferencia
puede existir sin problem
as com
o una m
ultiplicidad con m
uy poca contam
inación. M
ás ade-
lante volveré brevem
ente sobre este punto.
3. 
C
om
párese esto con el contraste que establece L
uhm
ann (p. 318) entre las sociedades
estratificadas y las sociedades m
odernas: «Por lo regular en las sociedades estratificadas se
ubicaba al individuo hum
ano en un solo subsistem
a. El rango social (condition, qualité, état)
era la característica m
ás estable de la personalidad de un individuo. E
so ya no es posible en
una sociedad diferenciada conform
e a funciones com
o la política, la econom
ía, las relaciones
íntim
as, la religión, las ciencias o la educación. N
adie puede vivir en uno de esos sistem
as
únicam
ente».
4. 
H
aberm
as (p. 456) dice algo sim
ilar al referirse a la elim
inación de las barreras entre las esfe-
ras de actividad. Para él ese proceso «va de la m
ano con una m
ultiplicación de papeles que se
especifican en el proceso, con una pluralización de form
as de vida, y con una individualiza-
ción de los planes de vida».
5. 
La banda de rock grunge N
irvana se volvió em
blem
ática para la G
eneración X
, los jóvenes
inm
ersos en la indiferencia. E
l suicidio de K
urt C
obain, líder del grupo, llevó a m
uchos co-
m
entaristas a reflexionar sobre los jóvenes que m
uestran escaso interés en la esfera pública (al
m
enos en sus actuales instituciones form
ales) porque no encuentran nada por lo que valga la
pena luchar. Su desolación reside en que ellos creen (un tanto paradójicam
ente) que no existe
nada en qué creer. V
. «A
n Icón of A
lienation» en W
eekend, revista sabatina de The G
uardian,
L
ondres, 23/4/94, p. 10.
6. 
Sin em
bargo, a diferencia de R
orty, yo no descartaría la religión com
o una m
era oferta de
«redención de ultratum
ba». L
a religión tam
bién puede ser la posible (aunque no siem
pre
El reverso de la diferencia 
123
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u
jeto d
e la
 p
olítica,
p
olítica d
el su
jeto
La cuestión de la relación (¿com
plem
entariedad?, ¿tensión?, ¿exclusión m
u-
tua?) entre universalism
o y particularism
o ocupa un lugar central en los
debates políticos y teóricos actuales. Los valores universales son vistos com
o
m
uertos o, al m
enos, am
enazados. Lo que es m
ás im
portante, ya no se da
por sentado el carácter positivo de esos valores. Por un lado, bajo la bandera
del m
ulticulturalism
o, los valores clásicos del Ilum
inism
o han sido atacados
y se los considera com
o poco m
ás que el coto cultural privado del im
peria-
lism
o

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