Descarga la aplicación para disfrutar aún más
Vista previa del material en texto
B enjam ín A rditi E l reverso d e la d iferen cia El pensam iento progresista contem poráneo se caracteriza, entre otras cosas, por un apoyo inquebrantable al derecho a ser diferente. El im pulso inicial del com prom iso con la diferencia -cuya expresión program ática se conoce com o «política de la identidad»- fue la defensa de grupos m arginados o subordinados en virtud de su diferencia por el racism o, el sexism o, la hom ofobia y el clasism o dom inantes y, a la vez, la conquista de un trato igualitario de esas diferencias dentro de la sociedad. La afirm ación de la alteridad se vincula frecuentem ente con una sociedad m ás tolerante, y la proliferación de diferencias se ve com o una apertura hacia la em ancipación. Pero el razonam iento político tam bién debe contem plar el posible reverso de un particularism o a ultranza. Propugnar la diferencia puede fom entar un m undo m ás cosm opolita, pero tam bién una m ayor desorientación que po- dría contrarrestar la diversidad al reforzar las dem andas de m odelos de iden- tidad m ás sim ples y m ás rígidos; la afirm ación política de las identidades culturales puede aum entar la tolerancia y las articulaciones políticas entre los grupos, pero tam bién puede endurecer las fronteras entre ellos; y así por el estilo. A l plantear estos asuntos m i intención no es cuestionar la legitim i- dad de la diferencia, o descartar los esfuerzos progresistas para afirm arla. Lo que se quiere explorar es m ás bien un conjunto de consecuencias m enos auspiciosas — lo que aquí se denom ina el reverso de la diferencia- que surge a la par con nuestra defensa y celebración de la particularidad. w «r 100 Benjam ín A rditi ¿UNA SOCIEDAD POSMODERNA? U n entusiasta defensor de la diferencia com o G ianni V attim o -entre otros- afirm a que estarnos viviendo en un nuevo tipo de sociedad, una sociedad posmoderna (en este volum en). Su contribución a este debate destaca el papel decisivo que jugaron los mass-media en una form a que contradice las opinio- nes expresadas por el pensam iento social crítico. Para V attim o, los mass-me- dia no «produjeron la hom ogeneización general de la sociedad que preveía A dorno ni la pesadilla totalitaria descrita por O rw ell. «Lo que de hecho ha sucedido -dice- a pesar de cualquier esfuerzo por parte de los m onopolios y las grandes centrales capitalistas, es m ás bien lo contrario, que la radio, la televisión y los periódicos se han convertido en com ponentes de una explo- sión y m ultiplicación generalizada de W eUanschauungen: de visiones del m undo». U n núm ero creciente de dialectos periféricos «tom an la palabra» a m edida que las racionalidades locales (m inorías étnicas, sexuales o cultura- les) com ienzan a hablar por sí m ism as y en nom bre de ellas m ism as. La co- m unicación generalizada vuelve m ás com pleja y caótica a la sociedad, y la circulación de distintas im ágenes del m undo desbarata la creencia en una realidad única o una sociedad transparente. V attim o señala que estas im áge- nes del m undo no son sim ples interpretaciones de una «realidad» dada, sino que m ás bien constituyen la propia objetividad del m undo; en últim a ins- tancia, com o lo sospechaba N ietzsche, no hay hechos sino solo interpreta- ciones (en el sentido de que los hechos solo son concebibles a través de inter- pretaciones) y el m undo verdadero se convierte en fábula. Lo que llam am os «la realidad del m undo» es solo el «contexto» para una m ultiplicidad de fabulaciones. «R ealidad, para nosotros -agrega- es m ás bien el resultado del entrecruzarse, del 'contam inarse' (en el sentido latino) de las m últiples im á- genes, interpretaciones y reconstrucciones que com piten entre sí, o que, de cualquier m anera, sin coordinación 'central' alguna, distribuyen los media» (en este vol., p. 19) 1. Para V attim o eso revela la dim ensión liberadora de la experiencia con- tem poránea. A l m enos potencialm ente, porque a diferencia de H egel o M arx, no piensa la idea de em ancipación en térm inos de una liberación de la ideo- logía o de una plena autoconciencia de «la estructura necesaria de lo real». En lugar de eso cree que nuestras posibilidades de em ancipación radican en el «caos» relativo de un m undo m ulticultural. Su razonam iento es el siguiente. La liberación de las diferencias coincide con el ascenso o visibilidad crecien- te de identidades hasta ahora periféricas, es decir, con el surgim iento de «dia- lectos» étnicos, sexuales, religiosos o culturales que com ienzan a hablar por y sobre sí m ism os. A m edida que esas identidades se expresan, tam bién po- nen en circulación sus propias im ágenes del m undo. Ese proceso inicial de El reverso de la diferencia 101 identificación, añade V attim o, está acom pañado de un efecto sim ultáneo de extrañam iento resultante de la proliferación de im ágenes del m undo: la vida en un m undo m últiple produce un efecto de desorientación porque la circu- lación de im ágenes e inform ación debilita el principio de realidad, de una realidad única. Pero al m ism o tiem po cree que un m undo m últiple podría crear tam bién una disposición favorable a la tolerancia, ya que hace que tom em os conciencia de la naturaleza histórica, contingente y lim itada de todos los sistem as de valores y creencias, incluyendo los nuestros (ibíd, p. 21). Es a través de esa brecha que podría entrar la libertad. «V ivir en este m undo m últiple significa experim entar la libertad com o oscilación continua entre la pertenencia y el extrañam iento» (p. 22). Es así que V attim o concibe el nexo entre la liberación de las diferencias y las oportunidades para la em ancipación a través de la experiencia de la os- cilación -m ás específicam ente, a través de la continua oscilación del individuo entre la pertenencia (o identificación) y el extrañam iento (o desorientación)-. ¿Cóm o vive la gente en este m undo «caótico» de oscilación que reconoce la ausencia de un terreno unificador para la existencia? V attim o aborda este asunto a través de una frase de N ietzsche, donde en La Gaya ciencia dice que tenem os que seguir soñando a sabiendas de que se sueña: no hay una reali- dad estable, pero debem os actuar «com o si» el m undo tuviera un cierto sen- tido o coherencia. V attim o añade que esa es la esencia de la idea nietzscheana del «superhom bre». Si bien está conciente de que no es fácil reconocer la os- cilación com o una experiencia liberadora, culpa de esto a la nostalgia de un te- rreno tranquilizador, es decir, a la añoranza de una realidad sólida y estable: Es una libertad problem ática ésta, no solo porque tal efecto de los media no está garan- tizado; es solo una posibilidad que hay que apreciar y cultivar (los media siem pre pueden ser la voz del «G ran H erm ano»; o de la banalidad estereotipada del vacío de significado...); sino porque, adem ás, nosotros m ism os no sabem os todavía dem asiado bien qué fisonom ía tiene, nos fatiga concebir esa oscilación com o libertad: la nostalgia de los horizontes cerrados, intim idantes y sosegantes a la vez, sigue aún afincada en nosotros, com o individuos y com o sociedad. Filósofos nihilistas com o N ietzsche y H eidegger (pero tam bién pragm áticos com o D ew ey o W ittgenstein), al m ostrarnos que el ser no coincide necesariam ente con lo que es estable, fijo y perm anente, sino que tiene que ver m ás bien con el evento, el consenso, el diálogo y la interpretación, se esfuerzan por hacernos capaces de recibir esta experiencia de oscilación del m undo posm oderno com o chance de un nuevo m odo de ser (quizás, al fin) hum ano (en este vol., p. 22). D esde una perspectiva m ás sociopolítica, las referencias de V attim o a la m ultiplicidad y la contam inación de las distintas interpretaciones del m un- do sugieren que si la realidad tuviera un espejo, éste no reflejaría una im a- 102 Benjamín A rditi gen unitaria o una m era colección de fragm entos aislados. En lugar de eso m ostraría el m osaico m ovedizo de los m últiples m undos culturales -e inclu- so m últiples niveles de poder y subordinación— en que se encuentra inm ersa la existencia contem poránea. El espejo tendría que reconocer igualm ente que las piezas que form an ese m osaico no pueden ser entidades autorreferenciales. La contam inación presupone que las fronteras son perm eables, que existe intercam bio entre diferentes m undos culturales y, por lo tanto, que cada uno está contam inado con rastros de los otros. Los inm igrantes aprenden a jugar al béisbol y los estadounidenses incorporan los tacos y las enchiladas a su gastronom ía. Los intelectuales latinoam ericanos discuten sobre N ietzsche o la obra de D eleuze, m ientras los japoneses leen a Borges y G arcía M árquez. A sí que cuando V attim o invoca la «contam inación» para expresar la existen- cia de diferentes m undos culturales parece que está usando el térm ino en el sentido de m estizaje o hibridación antes que en el de apartheid. D avid Byrne, com positor y vocalista de la banda Talking H eads, expresa esta idea de con- tam inación com o hibridación de la siguiente m anera: «D íganle a los R olling Stones que se olviden de tocar Unes porque ellos no fueron criados en M issi- ssippi, o a los africanos que no usen guitarras eléctricas.... La pureza es una noción tram posa. N o existe un punto cero, todo es una m ezcla, y es cuando las culturas se m ezclan unas contra otras que nacen la fuerza y la energía». 2 La m ultiplicación de dialectos, y desde el punto de vista de V attim o la m a- yor com unicación entre ellos, sugiere tam bién que ya no es posible encasillar fácilm ente al individuo de esta sociedad en un espacio único. H om bres y m ujeres se convierten en una suerte de nóm adas que se desplazan de un am biente a otro, aunque presum iblem ente no en el sentido de reflejar una especie de m ovilidad social irrestricta, pues los m ás agudos defensores de la sociedad posm oderna están concientes de que las determ inaciones de clase, raza, género, sexo, etnia, nación o religión no se han desvanecido. Para ellos la idea del nom adism o se refiere a la oscilación de la pertenencia y al debili- tam iento de identidades estables, de largo plazo, que caracterizaban a un m undo m ás parroquial donde el ritm o del cam bio era m ás pausado. En cierto sentido ese parroquialism o com enzó a cam biar ya con el adve- nim iento de la sociedad industrial. M arx y Engels lo m encionan en un pasa- je m uy conocido del M anifiesto Com unista donde dicen: La época burguesa se distingue de todas las épocas precedentes por la revolución constante de la producción, la alteración perm anente de todas las condiciones socia- les que la incertidum bre y la agitación sin fin perm iten. Toda relación fija y anquilosada, con su carga de viejos prejuicios y opiniones, es barrida y las nuevas se vuelven obsoletas antes de que se puedan sedim entar. Todo lo que es sólido se desvanece en el aire, todo lo que es sagrado se profana. II El reverso de la diferencia 103 Esto tam bién vale con m ás razón para la sociedad contem poránea. Q uizás la diferencia, al m enos para los que apoyan la tesis de una sociedad posm oderna, reside en que la m odernidad tam bién desarrolló tecnologías para m oldear los sujetos dentro de espacios disciplinarios. Esos espacios no pretendían ocultar el nom adism o sino dom esticarlo m ediante estrategias cuyas figuras hom ogeneizantes -com o la clase, el ciudadano, el consum idor o el produc- tor— se proponían crear identidades firm es, estables y duraderas. En cam - bio, el ascenso actual del nom adism o coincide con el ocaso del ethos discipli- nario y de una lógica de identidades fuertes. Com o apunta M affesoli, la m odernidad acostum braba señalar a los individuos una residencia estable en una ideología, una clase o una profesión, m ientras que en la sociedad contem poránea uno pertenece a un lugar determ inado, pero no de m anera definitiva. El individuo deam bula por espacios diferentes y se caracteriza por un «arraigo dinám ico» (en este vol., p. 41). 3 Esos nóm adas tam bién se diferencian del tipo de individuo que produjo la m odernidad en otro sentido: no parecen estar tan preocupados por la cul- pa. Lipovetsky seríala que las concepciones m orales han experim entado un cam bio rápido desde los años 50, cuando la sociedad ingresó en la era del consum o y de la com unicación de m asas (1994, pp. 9-20 y 21-45). La Ilustra- ción inició un proceso de secularización por el cual la gente com enzó a darse cuenta de que la m oral era posible sin D ios. Sin em bargo, agrega, esa m oral laica o m undana estaba acom pañada de una reestructuración de la sociedad de acuerdo con un culto del deber en el que sigue rigiendo una cultura del sacrificio que glorifica la abnegación y la idea de que los hom bres deben em peñarse en cosas diferentes a uno m ism o. En contraste, la sociedad con- tem poránea inaugura una nueva fase de la m oral laica que socava el ethos m odernista del sacrificio. Ella introduce lo que Lipovetsky denom ina una ética sin dolor y una m oralidad sin sacrificio. Para él, la ética «dura» de la m odernidad se suaviza a m edida que la gente reivindica el derecho a disfru- tar la vida y a vivir conform e a sus deseos -algo que, debem os agregar noso- tros, no es tan claro cuando se piensa que las diferencias de clase no siem pre perm iten vivir de acorde con nuestros deseos. El ocaso del deber inserta al individuo en lo que Lipovetsky denom ina proceso de personalización que está produciendo un tipo de individuo m ás flexible, expresivo y narcisista. El sincretism o y eclecticism o cultural de los individuos contem poráneos conduce a una m ayor preocupación por la au- tonom ía personal y a una radicalización del derecho a ser diferente (Lipovetsky 1986, pp. 49-135) 4. Tanto V attim o com o Lipovetsky afirm an que los mass-tnedia acentúan esta diferenciación. N osotros podem os añadir que es posible percibir el ethos de la diferencia en el cam bio del consum o cuanti- tativo al cualitativo, ya se trate de bienes, de servicios o de im ágenes. La 104 B enjam ín A rditi gente se torna m ás selectiva y sus intereses m ás diversos. El m ism o m ercado se vuelve m ás diferenciado, ya sea que uno considere su papel com o un prom otor activo de la individuación o tenga en cuenta su capacidad de po- nerse rápidam ente a tono con tendencias cam biantes. Las em presas de m er- cadeo responden a esta segm entación m ediante una gam a de estrategias se- lectivas para com ercializar un producto, un servicio o incluso un candidato en unas elecciones. Esto no significa que la lógica del m ercado se ha propagado al punto de convertir el consum o en la m atriz fundam ental para pensar las identidades sociales, o que ya no queden alternativas al liberalism o y al «individualism o posesivo» del que hablaba C. B. M acpherson. V attim o, Lipovetsky y M affesoli sin duda tom arían distancia de una perspectiva neoliberal. Probablem ente sostendrían que la m utación de la subjetividad surge de una revalorización de la diferencia y la autonom ía por parte de la gente, cosa que no puede derivarse sim plem ente de la sociedad de m ercado y que por lo tanto no pue- de reducirse a un apoyo a los postulados del m ercado. Ellos desean en cam - bio socavar la idea de hom bres y m ujeres hom ogéneos, unidim ensionales. Las personas no son solo socialistas o conservadoras, sino tam bién fem inis- tas, ecologistas o pacifistas; tam poco pertenecen a una m ism a agrupación ni se adhieren estable y de m anera fija a los m ism os valores. Los individuos oscilan entre grupos y valores. Q uien se denom ina a sí m ism o socialista por su preocupación por la justicia social puede ser conservador en términos de la m oral sexual o la tolerancia cultural. Los que hoy respaldan las políticas conservadoras pueden votar m añana por candidatos ecologistas o quedarse en sus casas porque las elecciones los m otivan m enos que otros intereses. Sea lo que sea que hagan, donde sea que se establezcan y adonde sea que se desplacen, siem pre llevarán consigo las huellas contam inantes de grupos a los que pertenecieron y de valores que sostuvieron. A lgo sim ilar ocurre con la idea de «m asa». Lejos de desaparecer, ha experim entado un proceso de segm entación m ediante la m ultiplicación de las identidades colectivas. Ello hace difícil pensar a la m asa com o un todo hom ogeneizado por las catego- rías de ciudadano o consum idor. La com unidad no es una categoría unitaria y las diversas identidades colectivas no son entidades cerradas o autárquicas. U N O PTIM ISM O M A S CA U TELO SO U n efecto potencial de esa oscilación podría ser la multiplicación de compromi- sos electivos, lo que es consistente con la idea del «arraigo^ dinám ico» de los individuos contem poráneos. Com o verem os m ás adelante, la oscilación de un am biente a otro puede llevar a un relajam iento de los com prom isos, pero tam bién tiene el potencial de diversificar los intereses de la gente, de exten- re* El reverso de la diferencia 105 der el asociacionism o y m ultiplicar las redes de la pertenencia. En las dos últim as décadas la gente ha estado explorando diferentes form as de pro- testa y organización m inim alistas, espontáneas y coordinadas de m anera suelta. M uchos participan en ellas por el placer de tom ar parte en una acción directa sin la m ediación de organizaciones o de dirigentes sem iprofesionales. Por lo general los participantes actúan en nom bre propio, sin pretender que representan al conjunto de la sociedad. Establecen estructuras m ínim as de articulación, en form a de redes difusas para com unicarse y coordinar las acciones de protesta. V ienen a la m ente varios ejem plos: el respaldo para iniciativas tales com o los conciertos de A m nistía Internacional en favor de los prisioneros de conciencia de Sudam érica, África o A sia; cam pañas en contra del racism o y los prejuicios contra los inm igrantes; organizaciones no gubernam entales que cabildean con dirigentes políticos para arm ar delega- ciones de observadores que verifican el respeto de los derechos hum anos en otros países; recaudaciones de fondos para la ayuda hum anitaria en casos de conflictos arm ados o ham bruna; la participación en acciones en favor de la igualdad de derechos entre los sexos o la defensa del m edio am biente; la creación de grupos de apoyo para la lucha cam pesina por la tierra o las ocu- paciones de lotes urbanos por parte de los pobladores «sin techo»; acciones de protesta contra los costos sociales de los paquetes de m edidas de austeri- dad prom ovidos por el Fondo M onetario Internacional en los países en de- sarrollo; cam pañas en favor de los derechos de los pueblos indígenas, etc. A dm itir el carácter oscilatorio de las identidades podría conducirnos tam - bién, tal vez, a un reconocim iento m ás explícito del flujo y reflujo de la par- ticipación en los asuntos públicos. Podem os caracterizar a esto com o una m odalidad de intervención interm itente. El razonam iento detrás de esto es el siguiente. El com portam iento de la gente no se ajusta a la idea rousseauniana de ciudadanos virtuosos. N o existe una «religión civil» -en todo caso, nin- guna tan absorbente o perdurable com o la im aginaba Rousseau— que los haga entregarse a una pasión e interés continuos por los asuntos públicos. La m áxim a de Trotsky — mi partido, con razón o sin ella— es una encarnación m ás reciente de esa «religión civil», pero el com prom iso m ilitante basado en lazos ideológicos fuertes y estables está en clara decadencia. El caso de las personas a las que «todo les im porta un bledo» (caso que presentaré m ás adelante) ilustra la form a m ás extrem a de esa decadencia. Sin em bargo, tam - poco se puede decir que la gente se esté replegando a la indiferencia pura. Los ejem plos antes m encionados dem uestran que las personas no esquivan la participación en los asuntos públicos; m uestran interés en las causas m ás diversas y se involucran en distintos proyectos colectivos. La intensa sepa- ración entre grupos antagónicos de «nosotros» y «ellos» -rasgos fundam en- tales de lo político- no desaparece con el advenim iento de la oscilación y el 106 Benjam ín A rditi El reverso de la diferencia 107 ocaso del deber. Todavía hay m uchos que quieren cam biar el m undo. Sim - plem ente no quieren hacerlo todo el tiem po y tienden a participar en distin- tas causas de m anera interm itente. La intervención interm itente es otra cara de la oscilación en el cam po de la acción, sea política o de otro tipo. Estos dos puntos, la m ultiplicación de los com prom isos y la interven- ción interm itente, reflejan las consecuencias m ás positivas de la vida en un m undo m últiple. Sin em bargo, una sim ple celebración de la diferencia pasa por alto algunos problem as. A lgunos son fácticos y se refieren a las contra- tendencias que funcionan junto a la diferenciación y la individuación. U no no puede olvidar el im pulso sim ultáneo hacia la uniform idad, sea a través de patrones globales de consum o (m odas, cadenas de restaurantes de com i- da rápida) o debido a que una m asa significativa de personas ve el m undo prim ordialm ente a través de los ojos de la televisión, las revistas del corazón o la prensa sensacionalista. Tam bién deberíam os ser cautelosos en cuanto al alcance de la oscilación, pues no todos tienen la m ism a facultad o poder para escoger su estilo de vida. La sociedad contem poránea excluye a una m asa bastante am plia y variada de personas de los beneficios de la indivi- duación. Por ejem plo, a quienes por el cam bio tecnológico pierden sus em - pleos o a quienes no lo encuentran debido a su edad; a los que em igran con la esperanza de superar la pobreza; o a los que enfrentan el prejuicio racial o la intolerancia cultural en los países que los acogieron, y así por el estilo. Pero tam bién hay otros aspectos inquietantes. Q uizás V attim o está en lo cierto y nuestra m ejor oportunidad de em ancipación radica en la experien- cia de la oscilación. Reconoce que podría ser una libertad problem ática, pero se equivoca cuando reduce el problem a a la nostalgia por un fundam ento estable y tranquilizador. Tam bién podría ser una consecuencia del reverso de la oscilación en sí, porque la perspectiva del superhom bre es un estado de cosas m ás posible que actual. El discurso filosófico puede anunciar que el m undo carece de un cim iento últim o, que las cosas no necesariam ente se vienen abajo si no hay una «realidad dura» —el anhelo m etafísico de un sig- nificado trascendental- que funcione com o el referente para la existencia, y que la vida puede estructurarse en torno de la idea nietzscheana de «soñar sabiendo que se trata de un sueño». Si bien ése es un horizonte cognitivo legítim o, aunque tal vez un tanto am biguo (¿por qué necesitam os el autoengaño de soñar si sabem os que es un sueño?), la conexión entre la con- ciencia de la m uerte de D ios y el nacim iento del superhom bre es contingen- te, no necesaria, y por consiguiente no podem os dar por sentada la realidad del superhom bre. La posibilidad de forjar esa conexión es un problem a po- lítico antes que un asunto filosófico. A quí es donde m e tem o que una postura teórica basada en la celebración incondicional de la diferencia pasa por alto un reverso potencial que no se puede calificar com o m era nostalgia. Tom o prestada la idea del «reverso» de Lefort. En su estudio de la dem ocracia en N orteam érica, dice Lefort, Tocqueville expresó el tem or de que el lado positivo de la igualdad de con- diciones paratodos tuviera un reverso o lado m ás som brío. M enciona varios ejem plos: la nueva afirm ación de lo singular se esfum a bajo el reino del anonim ato; la afirm a- ción de la diferencia (de las creencias, de las opiniones, de las costum bres) desaparece bajo el reino de la uniform idad... el reconocim iento del sem ejante por el sem ejante se m alogra ante el surgim iento de la sociedad com o entidad abstracta, etc. (Lefort, p. 24). Lefort lo llam a el reverso de la dem ocracia, no tanto debido a concepciones filosóficas de la dem ocracia com o a la naturaleza indecidible de sus im plica- ciones sociopolíticas. M ás específicam ente, sabem os que la dem ocracia se caracteriza por la disolución de los puntos de referencia de la certeza y, por ende, por la ausencia de un fundam ento últim o del orden político y del or- den social. Para Lefort, esto significa que la dem ocracia puede desem bocar en opciones totalitarias: en casos extrem os, las dificultades para resolver conflictos y dem andas de seguridad pueden debilitar a la propia dem ocra- cia y fom entar lo que él llam a la fantasía del Pueblo-U no, el anhelo de un orden carente de divisiones (p. 26) M utatis m utandis. Podem os plantear la cuestión del reverso a quienes, habiendo aceptado la crítica posfundam ento de las grandes narrativas, están prestos a vincular la proliferación de dife- rencias con la em ancipación sin tom ar en cuenta la indeterm inabilidad de tal vínculo. Estoy pensando en dos conjuntos de problem as relacionados con esa indeterm inabilidad. U no tiene que ver con las consecuencias que tiene el extrañam iento en la identidad. C om o hem os visto, para V attim o los indivi- duos se caracterizan por una oscilación continua entre la pertenencia y el extrañam iento, y su idea de em ancipación está ligada a lo que él llam a «el caos relativo» del m undo m últiple en donde ocurre la oscilación. La oscila- ción es sin duda una descripción fiel de las condiciones generales en que se construyen m uchas identidades contem poráneas, pero no logro ver por qué hay que esperar que de allí se derive la em ancipación. Puede que ello efecti- vam ente ocurra, pero la m ultiplicación de opciones y decisiones, junto con la disolución de identidades estables y duraderas, tam bién podría crear con- fusiones que favorezcan una dem anda de certidum bre que puede ser satis- fecha por visiones del m undo autoritarias o intolerantes. El nacionalism o y las form as reaccionarias de religiosidad popular son ejem plos obvios. Esto socava el potencial em ancipador de la diferencia con que contaba V attim o o, m ás bien, establece la em ancipación -com o quiera que la entendam os- m e- ¡"M, Wlí'i 108 B enjam ín A rdí ti nos com o un efecto de la oscilación que com o un resultado contingente de la acción colectiva en arenas públicas. El otro conjunto de problem as se refiere a los efectos que tiene la prolife- ración de dialectos en la acción colectiva. La contam inación entre los dialec- tos y la posibilidad del nom adism o no son tan claras ni están tan extendidas corno parecen creer algunos. El reconocim iento de la alteridad no siem pre im plica una disposición a com prom eterse con esa otredad. Es decir, es posi- ble reconocer form alm ente la alteridad citando la falta de restricciones insti- tucionales a los derechos de los grupos étnicos y raciales, pero eso no sus- pende los prejuicios culturales contra los m atrim onios racial o étnicam ente m ixtos, por ejem plo. Eso tam bién es cierto en el caso que voy a exam inar, a saber, el de las relaciones entre los propios dialectos o grupos étnicos, racia- les, sexuales o culturales. U na m era afirm ación de la particularidad puede desem bocar tam bién en el endurecim iento de las fronteras entre dialectos, lo que a su vez socava las articulaciones políticas transculturales entre ellos. EL REV ERSO D EL EX TRA Ñ A M IEN TO Considerem os en prim er lugar el reverso de la oscilación, al m enos en cuan- to al nexo entre el extrañam iento y la em ancipación. La noción de oscilación tiene dos caras. Y a hem os exam inado una. Se refiere a la oscilación entre grupos, valores, creencias y ám bitos -el «arraigo dinám ico» m encionado por M affesoli- que revela la búsqueda de autonom ía y diversidad subrayada por Lipovetsky. Es la cara liberadora; la gente le asigna un valor positivo a la vida en un m undo m últiple donde las opciones — y tam bién la oscilación entre opciones- son posibles. El otro lado de la oscilación se relaciona con la aparición de opciones -al m enos para quienes sí tienen opciones- en un m undo m últiple. U na opción es realm ente una opción solo cuando pasa de lo posible a lo actual, es decir, cuando el sujeto la experim enta a través de una decisión. La opción y la decisión son elem entos constitutivos del uso de la noción griega de crisis com o krinein, lo que entraña un proceso doble de seleccionar opciones dis- ponibles y decidir entre ellas (Rusconi, pp. 322-331). En un espíritu sim ilar, D errida (p. 132) se refiere a la crítica en el sentido de krinein, de «una actitud que nos perm ite elegir (krinein), y así, decidir y resolver en la historia y a propósito de la historia». Seleccionar es identificar, organizar y evaluar las diversas alternativas en una situación dada. Sin em bargo, decidir es poner punto final a la deliberación: una vez que uno escoge una alternativa deter- m inada, ya tom ó una posición y suspendió otras opciones. Las coyunturas decisivas (los m om entos críticos que hacen inevitable el seleccionar y el de- cidir) se convierten en puntos de inflexión para los involucrados. La im por- El reverso de la diferencia tancia de cada coyuntura varía, pero el rum bo que tom ará el viraje (si será beneficioso o perjudicial) solo se sabrá después de elegir (decidir por) la opción. Raras veces la gente dispone de una estructura de opciones estable y definida para poder discernir la m ejor alternativa. N o hay un libreto para guiar las decisiones ni garantías en cuanto a sus resultados. En el m om ento solitario de la decisión, las personas enfrentan el riesgo inherente al cálculo (¿estaré tom ando la decisión correcta?, ¿saldrán bien las cosas?) y por con- siguiente tienen que aceptar la contingencia de sus decisiones y la incer- tidum bre de sus resultados. D e ese m odo la vida en un m undo m últiple am plía nuestras opciones, pero tam bién el alcance y la frecuencia de las de- cisiones. Para quienes prefieren una existencia m ás sim ple y estructurada, m enos expuesta a la incertidum bre de las decisiones, la posibilidad de elegir se convierte m ás bien en una carga que en una recom pensa de la libertad. La libertad tam bién es una experiencia peligrosa, pues V attim o no plan- tea la pertenencia y el extrañam iento com o opciones m utuam ente exclu- yentes. Por el contrario, habla de una continua oscilación entre ellas. Eso significa que algunas veces la pertenencia predom ina a expensas del extra- ñam iento, o viceversa, pero por lo general hay una m ezcla inestable de am - bas. En ese caso la incertidum bre de la oscilación ya no se refiere a las deci- siones, sino a la pertenencia y al desarraigo o extrañam iento. V attim o (1990, pp. 45-61) desarrolla su argum entación a partir de algunas reflexiones de H eidegger y Benjam in sobre la experiencia estética. N inguno de ellos conci- be la obra de arte com o un lugar de perfección y arm onía. H eidegger la describe m ediante el concepto de Stoss, m ientras Benjam in la define com o shock. Según V attim o, am bos conceptos consideran que la experiencia estéti- ca es una experiencia de desarraigo, porque la obra de arte suspende la obviedad o fam iliaridad del m undo y por lo tanto altera las certezas, las expectativas y los hábitos de percepción del espectador. El arte no tiene sig- nificado intrínseco, algo com o un valor de uso debajo de su valorde cam bio, o un «elevado» valor cultural tras su valor de exhibición. Su significado sur- ge de las diversas form as en que se le recibe e interpreta en la cultura y la sociedad. De esa form a la experiencia estética obliga al sujeto a dedicarse a una labor continua de recom posición y reajuste de la percepción. Esa tarea nun- ca llega a una reconciliación plena y definitiva: la suspensión de la fam iliari- dad, y por ende el estado de desarraigo, com o una experiencia existencial de angustia, es constitutiva y no provisional. En otras palabras, si bien el m un- do es el sitio de todos los posibles significados y actividades significantes, com o tal no rem ite a nada. Estrictam ente hablando, el m undo es «insignifi- cante». Por eso el extrañam iento expone al individuo a lo que V attim o lla- !~- nía, de acuerdo con H eidegger, un «ejercicio de m ortalidad». Para V attim o 109 110 Benjam ín A rditi esa «m ortalidad» es un aspecto positivo del desarraigo en cuanto a que re- vela la naturaleza incom pleta del sujeto. N o es m uy claro que la evaluación positiva del desarraigo y la desorientación pueda generalizarse m ás allá de la experiencia estética, pero aun dando por sentado que se pudiera, tam bién tiene un posible reverso. Es perfectam ente razonable pensar que podría re- sultar en m ayor apatía e inm ovilism o, o conducir a un repliegue hacia la esfera privada. Lipovetsky habla del ocaso de los ideales en un m undo sin sentido, en un m undo de indiferencia pura. «D ios ha m uerto y las grandes finalidades se apagan -dice- pero a nadie le importa un bledo» (1986, p. 36) s. Com o se m encionó anteriorm ente, la apatía pura es un caso extrem o. Sin llegar a ese escenario podríam os decir que el carácter oscilante de los indivi- duos puede cuando m enos socavar una participación firm e, estable y dura- dera en las instituciones. Eso podría tener varias consecuencias. U na es que el debilitam iento de la pertenencia pueda llevar a un cierto relajamiento de los compromisos con las organizaciones. D ejem os a un lado los m om entos relati- vam ente excepcionales, com o la fundación de Estados independientes y so- beranos en países que experim entaron un proceso de descolonización luego de la segunda posguerra, o las transiciones del autoritarism o a la dem ocra- cia, cuando tanto la participación en organizaciones com o la pasión y el inte- rés por la suerte de la com unidad han estado en su m áxim o esplendor. En m om entos m ás norm ales, la gente no es m uy proclive a responder volunta- ria y m asivam ente cuando se la convoca para que asista a una m anifesta- ción, a una reunión del sindicato o cuerpo profesional al que pertenece, etc. H a habido una erosión progresiva de la centralidad de los partidos políti- cos, las entidades grem iales y otras organizaciones que solían funcionar com o m edios para una estructuración duradera de la vida de la gente. En el Reino U nido, por ejem plo, el núm ero de afiliados a los partidos políticos principa- les se redujo a un 1/3 de lo que era en los años 50, y apenas 5% de ellos tiene m enos de 26 años de edad (M ulgan, p. 16). Q uizás el renovado vigor de tendencias nacionalistas pueda infundir todavía algo de vida al lem a inglés «m i patria, con razón o sin ella», pero pocos parecen dispuestos a respaldar la hiperm ilitante fórm ula de Trotsky «m i partido, con razón o sin ella». A lgo sim ilar ocurre con los sindicatos obreros. La oscilación de un ám bito a otro crea una situación en la que los intereses de los asalariados no se agotan en la esfera de la actividad sindical -si alguna vez realm ente se circunscribían a ella— . Los sindicatos pasan a ser uno de los tantos ám bitos en la vida de los trabajadores. Lo m ism o vale para otras organizaciones. A m uchas de ellas les ha costado ajusfar sus estrategias, propuestas y m odos de interpelación con la subjetividad fluctuante contem poránea. O tra consecuencia de la oscilación apunta al aspecto crucial del reverso del extrañam iento. Com o ya se m encionó, un m undo m últiple am plía la gam a El reverso de la diferencia 111 de opciones y la frecuencia de las decisiones, lo que hace que la elección sea a la vez la recom pensa y el riesgo de la libertad. A hora bien, ¿qué pasa con los que valoran esa libertad pero no lo suficiente com o para enfrentar las consecuencias de las actuales situaciones de indeterm inabilidad? ¿Cóm o se negocia la pertenencia en situaciones de desarraigo y extrañam iento? A un- que haya algunos a los que les im porta un bledo la m uerte de D ios, la pérdi- da de un im aginario trascendental puede trastornar la identidad de otros. D esconcertados por la fluidez de las identidades y la precariedad de las cer- tezas, m uchos pueden refugiarse en grupos de toda clase que ofrecen im á- genes de identidad m ás sim ples y estructuradas. Laclau y Zac afirm an que es perfectam ente posible que en situaciones de desorganización social el or- den político existente, cualquiera que sea, obtenga su legitim ación, no com o resultado del valor de sus propios contenidos, sino debido a su capacidad para encarnar el principio abstracto del orden social com o tal (Laclau/Zac, p. 21; y tam bién Laclau, en este volum en, p. 139). El problem a está en que m uchas veces el «principio abstracto» encarna en m odelos de orden que dis- tan de ser deseables. Laclau y Zac m encionan com o ejem plo el éxito del fas- cism o en Italia durante los años 20. En térm inos m ás generales, las situacio- nes de desorientación podrían facilitar el ascenso de líderes carism áticos, o hacer que la gente busque un sentido de pertenencia en las propuestas que ofrecen las form as m ás agresivas de nacionalism o, los m ovim ientos popu- listas de todo tipo, las sectas religiosas conservadoras o las «tribus» urbanas violentas. M aier (pp. 48-64) habla de un repliegue a identidades culturales y un surgim iento del «populism o territorial» com o posible resultado de la desorientación política en tiem pos de dislocaciones históricas. D ebray des- cribe el auge del fundam entalism o, sea nacionalista o religioso, com o una respuesta defensiva a la pérdida del sentido de pertenencia. Sostiene que el proceso de globalización dislocó las identidades culturales; la gente se sien- te perdida, y cuando eso pasa, la lista de «creyentes» tiende a aum entar (D ebray, en este vol., p. 56). Eso podría explicar la actual obsesión defensiva en torno a la soberanía territorial; tam bién podría ayudarnos a com prender que a veces «la religión resulta ser, no el opio del pueblo, sino la vitam ina de los débiles» (ibíd., p. 57). En resum en, la experiencia de la desorientación y de la propia naturaleza incom pleta del sujeto puede hacer que éste se abra al m undo, pero tam bién puede convertir la desorientación en una experiencia m ás inquietante. Esto últim o no es el fruto de una nostalgia por las certezas fam iliares de una realidad unitaria y estable. Está claro que no hay nada por ahí que fun- cione com o ultim a ratio objetiva para evaluar la bondad y la verdad de nues- tras interpretaciones del m undo. Sin em bargo, justam ente porque no existe tal referente, la em ancipación no puede ser m ás que uno de los posibles re- 112 Benjam ín A rditi sultados de la oscilación. Podem os coincidir en lo deseable que es ese resul- tado, pero no en la fe en la em ancipación com o el destino del «ejercicio de m ortalidad». Y es que una vez que aceptam os que el sujeto es incom pleto por definición, y que la m ultiplicación de im ágenes socava la idea de una realidad única, la em ancipación, la desesperación y la indiferencia quedan en pie de igualdad. N o hay que tom ar a la ligera este reverso del «ejercicio en m ortalidad», en especial cuando el estado de extrañam iento se traspone de la experiencia estética a otros cam pos. Si la em ancipación es m ás bien una posibilidad queun destino, entonces es preciso transform arla en una espe- ranza activa. Para esto hace falta algo m ás que una descripción de la condi- ción oscilante de los individuos contem poráneos. Es necesario un m ito m ovilizador o una im agen del futuro, es decir, un «sueño» nietzscheano de la em ancipación com o una recom pensa al final del arco iris. Com o sostiene Laclau en sus com entarios sobre Espectros de M arx de Jacques D errida, si bien la deconstrucción ha dem ostrado la im posibilidad de una sutura final o de una plenitud del ser, anhelos clásicos de la m etafísica, no es lícito afirm ar que de allí se derivará necesariam ente un com prom iso ético de abrirse a la hetero- geneidad del otro, o de optar por una sociedad dem ocrática. Por cierto es un objetivo por el que vale la pena luchar, pero precisam ente el hecho de que uno deba luchar quiere decir que no existe una conexión lógica entre la crítica de la m etafísica de la presencia y el im perativo ético (Laclau 1996a, pp. 121-148). En efecto, está m uy bien reconocer que vivim os en un m undo plural que carece de fundam ento, y decir después que deberíam os actuar «com o si» hubiera una realidad estable, esto es, sabiendo que esa estabilidad es solo un sueño. Lo que no podem os hacer es confundir el «debem os» norm ativo con un «harem os» perform ativo. En todo caso, no es razonable esperar que siem - pre se tratará del «harem os» que quisim os. La acción colectiva requiere la prom esa de —y la creencia en— un rem edio para el desarraigo, no im porta cuan im aginario y circunstancial pueda ser. Las sociedades m odernas, cultas, seculares -dice Rorty- dependen de la existencia de escenarios políticos razonablem ente concretos, optim istas y aceptables, por oposición a los escenarios acerca de la redención de ultratum ba. Para retener la esperanza, los m iem bros de tales sociedades deben ser capaces de narrarse a si m ism os una historia acerca del m odo en que las cosas podrían m archar mejor, y no ver obstáculos insupe- rables que im pidan que esa historia se torne realidad (1991, p. 104).' Si bien eso es correcto, una vez que se introduce la política — lo que im plica un esfuerzo sostenido a través del tiem po— surge otro asunto. Ese asunto se refiere a la brecha entre lo norm ativo y lo perform ativo, entre el cuento y la acción com o tal. N ada garantiza que se va a prestar atención a un llam ado a El reverso de la diferencia 113 la acción, sin im portar cuan vigoroso y persuasivo pueda ser ese llam ado. Lyotard nos proporciona un ejem plo bastante desolador: «el oficial grita avanti y salta fuera de la trinchera; los soldados, conm ovidos, exclam an bravo, sin m overse» (p. 45). Supongam os que realm ente vendrá una acción a continuación. Esto plan- tea el problem a de la incertidum bre sobre el tipo de acción. En prim er lugar, porque es posible que a través del m edio de la política dem ocrática surjan propuestas que tapen la brecha y proporcionen el rem edio, es decir, lo que Rorty llam a «una historia acerca del m odo en que las cosas podrían m archar m ejor», pero eso tam bién pueden hacerlo los m ovim ientos políticos no de- m ocráticos, las religiones y otras narrativas m uy distantes de la em ancipa- ción que se esperaba de la oscilación. Segundo, porque incluso si se trata de una opción y una acción dem ocrática, los acontecim ientos políticos no si- guen necesariam ente una secuencia nítida que debe culm inar en la deseada m eta em ancipadora. M orin argum enta bien este punto diciendo que lo ines- perado ocurre porque el principio de la incertidum bre gobierna la acción política (pp. 12-16). Los efectos de largo plazo de una iniciativa cualquiera son im predecibles porque la acción política no es unidireccional. U no puede actuar de cierta m anera, pero otros tam bién actúan sobre esa acción. Eso desencadena reacciones que potencian las condiciones y las restricciones de cualquier iniciativa política. La política no nos gobierna, dice M orin, no es com o un soberano que nos ordena, que organiza la realidad. La acción polí- tica elude el propósito de los agentes: las buenas intenciones no siem pre producen buenas acciones, para no hablar de producir los resultados espe- rados. Con cierta ifonía M orin añade que Colón se hizo a la m ar pensando que iba para las Indias O rientales, pero en el cam ino se tropezó con un enor- m e obstáculo: A m érica. Lo m ism o se aplica al vínculo entre la diferencia y la em ancipación. A pesar del optim ism o de V attim o y de otros, el vínculo de- bería concebirse com o una posibilidad, no com o una necesidad. U na cele- bración incondicional de la diferencia pasa por alto ese reverso; sencilla- m ente deja de lado la incertidum bre del resultado, que es precisam ente lo que no puede hacerse en la form ulación teórica y la descripción sociológica, y m ucho m enos cuando éstas entran al escenario de la política. EL REV ERSO D E LA M U LTIPLICID A D H ay una segunda área de problem as, esta vez relacionada m ás bien con la vida en un m undo m últiple que con el extrañam iento. En las últim as déca- das la reivindicación de la diferencia ha tenido una im portancia estratégica en la crítica de enfoques m ás restrictivos de la política y el sujeto. Esa reivin- dicación contribuyó a legitim ar m ovim ientos sociales contra la inveterada 114 B enjam ín A rditi El reverso de la diferencia 115 reducción de la acción política al territorio de los partidos políticos. D entro de la izquierda ayudó a legitim ar las identidades de género, raciales y étni- cas en un m edio dom inado por el m arxism o vulgar que se em peñaba en reducir la identidad política a la identidad de clase. Pero una vez que se ase- guró -aunque sea de m anera parcial- la legitim idad de esas diferencias com o instrum entos de acción e identidad política, ocurrieron dos cosas. Por una parte, la izquierda cultural, especialm ente en países desarrollados, postergó la cuestión de la estrategia -qué se iba a hacer de allí en adelante- y se abocó a una búsqueda entusiasta de un creciente refinam iento conceptual del apa- rato crítico; por otra parte se postergó una evaluación política m ás sobria de lo que en realidad se había logrado, por una continua reiteración de los agra- vios originales. Com o resultado hubo un reconocim iento tardío de dos pro- blem as políticos, el de los lím ites a las diferencias aceptables y el del endure- cim iento creciente de las fronteras entre dialectos o im ágenes del m undo. Ese es el reverso de la m ultiplicidad. El problem a se puede form ular de la siguiente m anera: si bien en un co- m ienzo la política de la diferencia consistió en una reivindicación de la igual- dad para grupos subordinados y/o m arginados, actualm ente —el derecho a ser diferente (Lipovetsky), y por consiguiente la proliferación de visiones del m undo (Vattimo)— , se han convertido en rasgos distintivos de la vida en las grandes ciudades. Sin em bargo, ¿acaso eso significa que toda diferencia es igualm ente válida? U na diferencia que socave el principio de la diferen- cia com o tal no puede ser tolerada. Por ejem plo, los regím enes dem ocráticos excluyen los partidos políticos que abogan por la creación de un sistem a de partido único. A parte de ese caso evidente, ¿dónde ponem os el lím ite? Es tentador decir que es una cuestión de excluir las diferencias «m alas», com o las pandillas racistas, y apoyar las diferencias «buenas», com o las m inorías étnicas o culturales que luchan por rem ediar la discrim inación y la subor- dinación. Sin em bargo, esta perspectiva es insostenible, ya que presupone que existe un criterio indisputable para distinguir lo bueno de lo m alo. En ausencia de un referente así, cualquier juicio respecto a diferencias acepta- bles está abierto a discusión, y todo el m undo sabe lo difícil que es predecir el destino de las reclamaciones de derechos una vez que com ienzan a rodar los dados de una «guerra de interpretaciones» en el sistem a judicial o en el discurso del sentido com ún de la opinión pública. Las cosas podrían salir com o querernos, pero tam bién contra nuestras expectativas. O tra opción podría ser insistir en una defensa táctica de la diferencia. G rupos de extrem a derecha propugnan explícitam ente el odio racial, pero nos vem os obligados a defender su derecho de expresión y reunión, no solo porque no se puede penalizar las intenciones antes de que se convierten en acciones, sino por- que la universalidad de los derechos ayuda a im pedir casos de parcialidad contra grupos progresistas. Se trata de una tolerancia por cuestiones de prin- cipios, pero de m ala gana, porque se invoca la universalidad de los dere- chos -y el sacrificio de cualquier lím ite a esa universalidad- para prevenir futuros daños a las diferencias «buenas». U no term ina por posponer la dis- cusión acerca de los lím ites debido a los riesgos que plantea la contingencia de los resultados políticos. El posponer, claro está, no es una solución. En el m ejor de los casos refleja una incapacidad para tom ar una decisión -lo cual es, al m ism o tiem po, una decisión de diferir-. En el peor de los casos perm i- te concebir el derecho a ser diferente com o un valor absoluto. Zizek ilustra el problem a refiriéndose al uso de la ablación o clitoridectom ía com o una m ar- ca de m adurez sexual de la m ujer: m ientras en O ccidente m uchos se opon- drían a esa práctica por considerarla un acto de m utilación y de dom inación m asculina, uno tam bién podría tildar esa oposición de eurocéntrica y de- nunciarla en nom bre de un universalista «derecho a la diferencia» (Zizek, p. 216). D e m anera análoga, algo com o lafativa -condena a m uerte por un su- puesto uso blasfem o del C orán- im puesta a Salm an Rushdie por los mullahs del Estado teocrático iraní tendría que ser aceptada, sin discusión, en nom - bre del respeto a las diferencias religiosas o culturales. Eso conduce a una posición insostenible que cancela todo juicio en nom bre del respeto a la di- ferencia. Parafraseando librem ente a Laclau y M ouffe, equivale a reem pla- zar el esencialism o de la sociedad con el esencialism o de los dialectos (Laclau/ M ouffe 1987, p. 117; tam bién Laclau 1996b, pp. 52-54; y en este vol., pp. 126- 127).La idea de que toda diferencia es prima facie buena puede llevar a conse- cuencias grotescas. Por una parte, si toda diferencia es válida por principio, entonces en principio nada puede ser prohibido o excluido. Eso presupone, o bien un m undo en el que se cancelaron las relaciones de poder, o que cual- quier intento de lim itar la gam a de diferencias válidas es de por sí represivo. La cancelación del poder es sencillam ente una expresión de deseos, porque un orden -cualquier orden- tiene que trazar fronteras para defenderse de los que lo am enazan, m ientras que negar los lím ites es peligroso, pues igua- la todo ejercicio de la autoridad con el autoritarism o y de esa form a desdibuja la distinción entre regím enes dem ocráticos y autoritarios. Por otra parte, si diferencias com o los «dialectos» o racionalidades locales del género, raza, etnicidad o cultura son considerados com o valores absolutos, entonces es razonable pensar que algunos de ellos podrían concebir la perm eabilidad de sus fronteras com o una am enaza existencial. El supuesto subyacente y cuestionable en este caso es que los dialectos tienen algún tipo de consenso interno, y que la perturbación solo puede venir del exterior. U n dialecto que aborde asuntos de otro podría ser acusado por la parte agraviada de intro- m isión en sus asuntos internos. D e ese m odo, parafraseando a H itchens (p. ntib; I 116 Benjam ín A rditi 560), solo los judíos tendrían el derecho de discutir asuntos judíos, solo los negros podrían criticar a los negros, y solo los hom osexuales podrían cues- tionar las opiniones de otros hom osexuales. Steel lo expresa m uy bien: «El truco está en la exclusividad. Si uno logra hacer que el asunto sea exclusiva- m ente suyo -que caiga dentro de su territorio de autoridad últim a- enton- ces todos los que no capitulen lo están agraviando» (p. 51). Si los dialectos se rehusan a cruzarse o contam inarse entre ellos -es decir, si su obsesión con la pureza los lleva a levantar lo que V isker llam a «condo- nes culturales» en torno de ellos- el m estizaje o hibridación term ina siendo reem plazado por la lógica del desarrollo separado que es característica del apartheid. En otras palabras, los dialectos se convierten en lo que Leca llam a «un m osaico de solidaridades divididas en com partim entos estancos.., [a través de las cuales] la sociedad parece tom ar la form a de m uchas socieda- des, cada una con su propia com unidad política» (pp. 24-25). D e esa form a el espejo del m undo m últiple term ina por reflejar un m osaico de fragm entos aislados y autorreferenciales. En el lím ite, el m undo m últiple se convierte en un m undo de particularidad pura donde la posibilidad de juzgar a otros se torna ilegítim a y las articulaciones políticas transculturales im probables. G itlin tem e que las form as m ás extrem as de la identity politics -política de la identidad, la construcción de identidades y posturas políticas a partir de determ inaciones de raza, de género, origen étnico u otras- podrían con- ducir a ese escenario. Si bien reconoce que este tipo de iniciativa política puede servir para contrarrestar el anonim ato en un m undo im personal -a lo cual nosotros deberíam os añadir que sirven para enfrentar el sexism o, el ra- cism o, la hom ofobia, etc.- tam bién observa dos tendencias m enos atracti- vas. U na es que la propuesta inicial de que toda identidad es construida suele revertir a esquem as esencialistas que term inan reduciendo la autodefinición de cada grupo a su m ínim a expresión, y «después de una genuflexión a la especificidad histórica, la anatom ía se convierte en destino una vez m ás» (en este vol., p. 60). La otra se refiere a la segm entación de los grupos, pues «lo que com enzara com o un esfuerzo por afirm ar la dignidad, por superar la exclusión y la denigración y por obtener representación, tam - bién ha desarrollado un endurecim iento de sus fronteras» (ibíd., p. 59). El esencialism o y el «endurecim iento de las fronteras» entre los dialectos obs- taculizan la perm eabilidad y la contam inación m utua, y facilitan el separa- tism o al crear m undos encerrados en sí m ism os. En últim a instancia sugiere que perciben la perm eabilidad com o una am enaza. Steel, quien se basa en su experiencia com o activista negro en el m ovim ien- to por los derechos civiles de los años 60, lleva esa crítica un paso m ás allá y describe la tendencia de los dialectos a encerrarse en sí m ism os com o «la nue- va soberanía», es decir, una situación en la que el poder de actuar autóno- El reverso de la diferencia 117 m ám ente se le confiere a cualquier grupo que sea capaz de organizarse a sí m ism o en torno de un agravio percibido (v. Steel, tam bién H itchens). Para Steel eso se vincula con una am pliación del concepto del «derecho conferido» (entitlement) de los individuos a colectividades tales com o los grupos raciales, étnicos y otros. O riginalm ente ideado com o un m edio para reparar una larga historia de injusticia y discrim inación hacia esos grupos, m uy pronto condujo a una ética de separatism o autoim puesto. Steel m enciona el caso de los campus universitarios de Estados U nidos, donde en nom bre de sus agravios, los negros, las m ujeres, los hispanos, asiáticos, indígenas am ericanos, hom osexuales y lesbianas se solidificaron en colectividades soberanas que rivalizaban por los dere- chos de soberanía -departam entos de «estudios» separados para cada grupo, dor- m itorios estudiantiles para cadagrupo «étnico», criterios de adm isión y políticas de ayuda financiera preferenciales para m inorías, una cantidad proporcional de profeso- res de su propio grupo, salones y centros de estudiantes separados, etc. (p. 49). Ese encerram iento de los dialectos en feudos exclusivos subvirtió la natura- leza de la solidaridad com o un m edio para convocar a distintas gentes en la lucha contra la opresión. «Ya para m ediados de los 60 -apunta Steel- los blancos no eran bienvenidos en el m ovim iento por los derechos civiles, exac- tam ente com o para m ediados de los 70 los hom bres ya no eran bienvenidos en el m ovim iento de m ujeres. A la larga los derechos colectivos siempre re- quieren el separatism o» (p. 53). Yo no sería tan drástico, pues no es suficientem ente claro que existe un vínculo necesario entre el separatism o y los derechos de grupo, o entre el separatism o y una lógica política anclada en identidades de grupo. Basta con reconocer que el endurecim iento de las fronteras, el separatism o y la intolerancia entre los grupos son consecuencias inesperadas de los esfuer- zos progresistas para defender los derechos de los dialectos y afirm ar la con- veniencia de una sociedad m ulticultural. U na postura política progresista no debería esquivar el problem a por algún tem or real o im aginario a que se le acuse de respaldar una agenda etnocéntrica, falogocéntrica o claram ente conservadora. H itchens lo expresó m uy bien: «Lo urgente es defender el libre pensam iento de sus falsos am igos, no de sus enem igos tradicionales. Este es un caso en el que lo que queda de la izquierda aún tiene que encon- trar lo que le va quedando de su voz» (p. 562). Con m ás razón, considerando que los lím ites cada vez m ás rígidos construidos en torno a las divisiones de la sexualidad, el género o la etnicidad debilitan el nom adism o que se espera del «arraigo dinám ico» de la identidad. El nom adism o se convierte en un ." cliché antes que en un m odo de experim entar la diversidad en la sociedad posm oderna. Tal vez contrariam ente a sus intenciones, la teorización sobre '•*II iIf':;. 118 Benj am ín A rditi el nom adism o desarrollada por D eleuze y G uattari (pp. 351-423) parece ha- ber incentivado la fascinación de sus lectores por la figura del nóm ada com o un transgresor rom ántico, com o un rebelde heroico y solitario que se niega a rendirse ante un m undo bien ordenado. En una veta diferente, el nóm ada com o un vagabundo cultural es una im agen adecuada de lo que V attim o parece considerar el resultado de la oscilación, el prototipo de una existencia m ás liberada en un m undo m últiple. Sin em bargo, com o lo plantea Roger D enson, la realidad del nom adism o podría ser m ucho m enos fascinante. Para él, a pesar de la actual exaltación de la figura del nóm ada en el discurso intelectual, si bien uno term ina por reconocer la diversidad y una existencia pluralista, el com ún de la gente raram ente se com prom ete con esas plurali- dades m ás allá de expresar un gusto por el turism o o la com ida exótica (p. 52). En lugar del deam bular espacial —o cultural— que se esperaba del «arrai- go dinám ico» de la identidad propuesto por M affesoli, podríam os term inar con un sim ulacro de nom adism o intensificado por los m edios de com unica- ción, es decir, con el nóm ada com o un voyeur cultural. D enson se refiere a esa posibilidad. Señala que «la prensa, las cadenas de televisión, la televi- sión por cable, el cine, internet y la realidad virtual han actuado com o m e- diadores de una suerte de nom adism o conceptual y cultural para poblacio- nes centralizadas y estáticas», hasta tal punto que el nom adism o tiende a convertirse en un ejercicio m ental que finalm ente «procede a convertir al 'apoltronado 1 o viajero de sofá en un form idable jugador del nom adism o» (p. 51). LA A M EN A ZA D E LA «D ER EC H A RETRO » Y LA CU ESTIÓ N D E LO S U N IV ERSA LES Es evidente que los argum entos presentados aquí no suponen una nostalgia por una realidad única o un rechazo de la diferencia y la política de la iden- tidad. Plantear el asunto del reverso no im plica un repliegue a una perspec- tiva puram ente pesim ista. Tam poco lleva a suscribir el enfoque opuesto que contrapone la unidad a la diferencia, la hom ogeneidad a la pluralidad o la estabilidad al m ovim iento. N o es una situación m araquea en la que se debe optar por lo uno o lo otro. Se trata de que la celebración legítim a de la dife- rencia, del ascenso de identidades periféricas hasta ahora silenciadas y su- bordinadas, no debe hacernos pasar por alto el problem a del reverso. La proliferación de «dialectos locales», com o V attim o llam a a esas identidades periféricas, no se traduce autom áticam ente en una experiencia de em anci- pación; tam poco parece asegurar por sí m ism a una m ayor solidaridad o par- ticipación dem ocrática. La oscilación tiene un reverso potencial debido a que la pérdida del sentido de pertenencia puede auspiciar la proliferación de form as sectarias de identidad. D ebray describe m uy bien este peligro El reverso de la diferencia 119 cuando advierte que la religión o el nacionalism o pueden convertirse m enos en el opio del pueblo que en la vitam ina de los débiles. Tam bién hay un reverso de la m ultiplicidad, lo que Steel llam a «un endurecim iento de las fronteras» entre grupos particulares. Las referencias de V isker a «condones culturales» autoim puestos o la aseveración de D enson de que el nom adism o puede ser jugado por los apoltronados, y que el reconocim iento de la diver- sidad puede restringirse a un gusto por el turism o o la com ida exótica, son recordatorios de las posibilidades m enos atrayentes de la m ultiplicidad. U na sociedad m ás cosm opolita, con m ayor com unicación entre las diferencias, es algo tan factible com o una cacofonía de grupos particulares en un espacio social refeudalizado. Con todo, sería injusto y erróneo restringir el diagnóstico del reverso a los excesos que se com eten en la afirm ación de la diferencia cultural. En prim er lugar porque ha habido avances innegables gracias a los esfuerzos por reivindicar políticam ente la diferencia. Si bien los críticos cuestionan a la política de la identidad por cuanto ésta tiende a prom over que grupos particulares se encierren en sí m ism os, tam bién adm iten que la posición ne- gociadora de las m ujeres, los negros, los hom osexuales y las m inorías cultu- rales m ejoró significativam ente desde que em pezaron a tom ar la palabra en defensa de sus intereses (ver G itlin, H itchens y Steel; tam bién Rorty 1990 y 1992). A dem ás hem os m encionado aspectos innovadores del ethos de la di- ferencia, com o lo son la intervención interm itente y la m ultiplicación de los com prom isos y de las redes de pertenencia. Y en segundo lugar, porque tam - bién existe el peligro de exagerar los excesos com etidos por los propulsores de la política de la diferencia con el propósito de prom over una agenda po- lítica conservadora. Stuart H all plantea el caso de la N ueva D erecha que surgió durante la era de Reagan, Bush y Thatcher, cuyo éxito para reconfigurar la vida pública y cívica supuso algo m ás que su control del gobierno y su eficacia para ganar elecciones. Para H all, el predom inio de la N ueva D ere- cha tam bién requirió un dom inio en el terreno ideológico, incluyendo, entre otras cosas, haber sabido cóm o aprovecharse de los tem ores de la gente en cuanto a los excesos de las posturas políticam ente correctas por las que abo- gan voces m ás radicales de la izquierda cultural (pp. 170-174). M aier se rem ite a otro tipo de derecha, la «derecha retro» que surgió al am paro de lo que describe com o «la crisis m oral de las dem ocracias» o «el descontento cívico con la dem ocracia». M enciona una serie de indicadores de esa crisis: el fin de la G uerraFría creó una sensación de dislocación y desorientación histórica debido a la pérdida de principios y alineam ientos fam iliares; la m ultiplicación de asuntos m ás inciertos estim ula la irresolu- ción; hay una desconfianza creciente respecto de la política partidista que nace de cuestiones m ás bien tribales que asociacionistas; hay un m ayor ci- i;' 1, i V"P¡ m 120 Benjam ín A rditi nism o en cuanto al papel de los representantes políticos y escepticism o en cuanto a sus declaraciones y prom esas; hay una sensación de desilusión co- lectiva que puede generar xenofobia y desesperación con respecto al plura- lism o étnico o ideológico (pp. 54-59). Com o ya se m encionó, la pérdida de certezas y la creciente com plejidad de los escenarios políticos acentúan tan- to la desorientación de la gente com o su anhelo de poder contar con relacio- nes m ás predecibles. Con frecuencia el rem edio se define en térm inos de una defensa de la identidad -es decir, com o una dem anda «de reconciliar un territorio y una voz política significativos» (M aier, p. 61). Es allí donde la retórica autoritaria de los populistas territoriales de derecha puede encon- trar un terreno fértil para sus políticas. Los populistas de derecha utilizan los prejuicios nacionalistas y xenófobos contra la com plejidad y el cosm opo- litism o; se esfuerzan en reafirm ar la validez de un territorio político circuns- crito com o un m edio para superar la fragm entación social. Eso trae a la m ente una observación de Laclau y Zac que m encionam os anteriorm ente. A l referirse a la situación de Italia durante los años 20, señala- ban que un escenario de desintegración social podría abrir la puerta a un tipo de orden cuyos contenidos concretos estén lejos de ser deseables. A unque pro- bablem ente no estem os enfrentando una desintegración tan radical, su argu- m ento es válido para el renacim iento de la derecha radical que describe M aier. A diferencia del caso que hem os analizado, la eclosión de los dialectos, aquí el problem a ya no sería contener los excesos que se com eten en nom bre de la m ultiplicidad, sino m ás bien asegurar la supervivencia de un tipo de orden político que pueda alojar y sostener la m ultiplicidad, sea cual sea la form a que pueda tom ar. N o hay una respuesta genérica para el problem a del reverso, ni hay fór- m ulas m ágicas capaces de exorcizar sus riesgos. D esde una óptica pragm ática se podría hablar de «rem edios» políticos, en el sentido de iniciativas estratégi- cas para forjar y m antener un espacio com partido para los dialectos y, de esa m anera, contrarrestar tanto el repliegue hacia un particularism o intransigente com o el endurecim iento de las fronteras entre los distintos grupos. M aier, por ejem plo, sugiere que eso «significa reafirm ar los com prom isos con la inclusividad cívica y no sim plem ente con la etnicidad; evitar refugiarse en el proteccionism o; fom entar proyectos y lealtades internacionales com unes m ás allá de una afinidad étnica o incluso cultural» (p. 63). A sim ism o se puede —y posiblem ente se debe- recuperar la idea de ciudadanía com o contrapartida de la identidad cim entada en la pertenencia al dialecto o grupo particular. La ciudadanía no es solo una categoría que perm ite hom ogeneizar a las diferen- cias, pues en las sociedades m odernas es una condición que im plícitam ente reconoce la diversidad de quienes la ejercen así com o de las m odalidades y de los ám bitos donde se da ese ejercicio. Tam poco tiene porqué reducirse a la El reverso de la diferencia 121 dim ensión electoral de un ejercicio periódico del sufragio, pues la ciudadanía es una condición que transform ó la historia m oderna de la sujeción a partir de una form a de concebir al sujeto com o nodo de resistencia a su som etim iento. Com o señala Balibar, es la form a paradigm ática de la subjetividad política m oderna por cuanto que el ciudadano deja de ser sólo aquel que es llam ado ante la ley y se convierte tam bién, al m enos virtualm ente, en quien hace o declara válida la ley (en este vol., p. 191). Concebida de esa m anera, la ciuda- danía contem pla la diferenciación y el nom adism o de las identidades contem - poráneas y, al m ism o tiem po, nos brinda un form ato para pensar la resistencia al som etim iento que no excluye articulaciones m ás am plías, esto es, un «noso- tros» que incluye pero trasciende los confines de una identidad de resistencia afincada en el «nosotros» del grupo identitario particular. Por últim o, tam bién hay que tener presente la condición teórica del pro- blem a planteado aquí, pues sea com o una celebración progresista de la dife- rencia en un contexto de m ultiplicidad, o com o un renacim iento derechista del nacionalism o xenófobo, el problem a subyacente es el m ism o: en am bos casos hay una com prensión bastante am bigua de la «bondad» de la diferen- cia, así com o un énfasis en la particularidad que olvida la universalidad. Pero se trata de un olvido aparente, pues la idea de un particularism o puro o autorreferencial es inconsistente, aunque solo sea porque la disputa por los derechos de los dialectos o grupos particulares es enunciada a través del lenguaje de los derechos y, por ende, evoca una relación con algo externo al propio particularism o y un terreno m ás am plio que el del particularism o puro. El olvido -o m ás bien descrédito- de los universales entre quienes reivindican la diferencia se debe a que éstos generalm ente asocian la idea de universalidad con un fundam ento últim o para dirim ir disputas o con las grandes narrativas de la Ilustración europea que tendían a reducir las tradi- ciones de la periferia a un m ero particularism o. Eso no tiene por qué ser así, pues hay m aneras de pensar la universali- dad com o una categoría im pura y no com o un fundam ento. N o podem os discutir esto en detalle, pero en otro lugar (A rditi; A rditi/V alentine) he soste- nido que la referencia a los universales es ineludible si se quiere pensar la form ación de un terreno para el intercam bio o la negociación política entre grupos particulares. N egociar presupone, por un lado, que hay una disputa que divide a las partes y, por otro, que esa disputa no im pide lograr un acuer- do respecto a sus respectivas reclam aciones. Esto indica, prim ero, que a pe- sar de que la disputa -y por ende, la división- entre las partes es irreductible, con lo cual se descarta la pretensión de llegar a una sociedad reconciliada, toda negociación obliga a invocar un espacio com partido que debe ser cons- truido en el proceso de negociación. Es decir, negociar introduce algo que trasciende la particularidad de los participantes. Y segundo, indica que el 122 Benj am ín A rditi sentido y el alcance de las reglas del juego para el intercam bio entre las par- tes no son externos a esa negociación. Con esto se destaca que la idea de universalidad no coincide con la de un referente o fundam ento estable para dirim ir disputas, sino m ás bien se refiere a una categoría «im pura» por cuanto que su condición com o referente es configurada -al m enos parcialm ente- por la disputa, el intercam bio o la negociación en cuestión. Por consiguiente, sea en el caso de la política de la identidad o en el de la derecha «retro», una reclam ación particular apela a (y se inscribe en) el terreno de lo universal. Notas A gradezco los com entarios y las críticas brindadas por m is am igos y colegas M arta L am as, M ariano M olina, N ora R abotnikof y E nrique Serrano en nuestras discusiones en C iudad de M éxico. 1. E sto confirm a la falta de un terreno unificador o cim iento de existencia. Los filósofos acuñan nociones tales com o «ontología débil» (V attim o) o «pensam iento débil» (R ovatti) para dar razón de esa ausencia. V . V attim o/R ovatti. 2. V . The O bserver, L ondres, 1/3/92. U so la noción de m estizaje en elsentido de perm eabilidad intercultural, no de cruce racial. A lgunos (C alderón/H openhayn/O ttone) defienden la perti- nencia de esta noción para com prender las identidades culturales híbridas en A m érica L ati- na. Sin em bargo, el apartheid sigue siendo una posibilidad real, sea porque la dom inación cultural y el im perialism o (que están m uy lejos de haber term inado) socavan las expectativas exageradam ente optim istas sobre intercam bios culturales igualitarios, o porque la diferencia puede existir sin problem as com o una m ultiplicidad con m uy poca contam inación. M ás ade- lante volveré brevem ente sobre este punto. 3. C om párese esto con el contraste que establece L uhm ann (p. 318) entre las sociedades estratificadas y las sociedades m odernas: «Por lo regular en las sociedades estratificadas se ubicaba al individuo hum ano en un solo subsistem a. El rango social (condition, qualité, état) era la característica m ás estable de la personalidad de un individuo. E so ya no es posible en una sociedad diferenciada conform e a funciones com o la política, la econom ía, las relaciones íntim as, la religión, las ciencias o la educación. N adie puede vivir en uno de esos sistem as únicam ente». 4. H aberm as (p. 456) dice algo sim ilar al referirse a la elim inación de las barreras entre las esfe- ras de actividad. Para él ese proceso «va de la m ano con una m ultiplicación de papeles que se especifican en el proceso, con una pluralización de form as de vida, y con una individualiza- ción de los planes de vida». 5. La banda de rock grunge N irvana se volvió em blem ática para la G eneración X , los jóvenes inm ersos en la indiferencia. E l suicidio de K urt C obain, líder del grupo, llevó a m uchos co- m entaristas a reflexionar sobre los jóvenes que m uestran escaso interés en la esfera pública (al m enos en sus actuales instituciones form ales) porque no encuentran nada por lo que valga la pena luchar. Su desolación reside en que ellos creen (un tanto paradójicam ente) que no existe nada en qué creer. V . «A n Icón of A lienation» en W eekend, revista sabatina de The G uardian, L ondres, 23/4/94, p. 10. 6. Sin em bargo, a diferencia de R orty, yo no descartaría la religión com o una m era oferta de «redención de ultratum ba». L a religión tam bién puede ser la posible (aunque no siem pre El reverso de la diferencia 123 deseable) «historia sobre cóm o las cosas pueden m ejorar» que D ebray llam a «la vitam ina de los débiles». Bibliografía A rditi, B enjam ín: «La im pureza de los universales» en Revista Internacional de Filosofía Política N ° 10, M adrid, 12/1997, pp. 46-69. A rditi, B enjam ín y Jerem y V alentine: Polem icization: the contingency ofthe com m onplace, E dinburgh U niversity Press y N ew Y ork U niversity Press, E dinburgo y N ueva Y ork, 1999. C alderón, Fernando, M artín H openhayn y E rnesto O ttone: «H acia una perspectiva crítica de la m odernidad: las dim ensiones culturales de la transform ación productiva con equidad», D o- cum ento de Trabajo N ° 21, C epal, Santiago de C hile, 10/1993. D eleuze, G ules y Félix G uattari: A Thousand Plateaus [1980], The A thlone Press, L ondres, 1988. D ebray, R egis: «D ios y el planeta político», incluido en este volum en. D enson, R oger, «U n perpetuo regreso al inicio. E l nom adism o en la recepción crítica del arte», incluido en este volum en. D errida, Jacques: Fuerza de ley: El 'fundam ento m ístico de la autoridad' [1994], Tecnos, M adrid, 1997. G itlin, T odd: «E l auge de la política de la identidad. U n exam en y una crítica», incluido en este volum en. H aberm as, Jürgen: «Further R eflections on the Public Sphere» en C raig C alhoun (ed.): H aberm as and the Public Sphere, M TT Press, C am bridge, 1992, pp. 421-461. H all, Stuart: «Politically Incorrect. Pathw ays T hrough PC » en Sara D unant (ed.): The W ar ofthe W ords. The Politically Correctness D ebate, V irago Press, L ondres, 1994, pp. 164-183. H itchens, C ristopher: «The N ew C om plainers» en D issent vol. 40 N ° 4, otoño 1993, pp. 560-564. Laclau, E rnesto y C hantal M ouffe: H egem onía y estrategia socialista, Siglo X X I, M adrid, 1987. L aclau, E rnesto y Lilian Zac: «M inding the G ap: The Subject of Politics» en E. L aclau (ed.): The M aking ofPolitical Identüies, V erso, L ondres, 1994, pp. 11-39. Laclau, E rnesto: «El tiem po está dislocado» en Em ancipación y diferencia, A riel, B uenos A ires, 1996a, pp. 121-148. Laclau, E rnesto: «U niversalism o, particularism o y la cuestión de la identidad» en Em ancipación y diferencia, A riel, B uenos A ires, 1996b, pp. 43-68. Laclau, Ernesto: «Sujeto de la política, política del sujeto», incluido en este volum en. Leca, Jean: «Q uestions of C itizenship» en C hantal M ouffe (ed.): D im ensions of Radical D em ocracy. Pluralism , C itizenship, C om m unity, V erso, L ondres, 1992, pp. 17-32. Lefort, C laude: Ensayos sobre lo político [1986], U niversidad de G uadalajara, M éxico, 1991. Lipovetsky, G ilíes: La era del vacío. Ensayos acerca del individualism o contem poráneo. A nagram a, B ar- celona, 1986. Lipovetsky, G ilíes: El crepúsculo del deber. La ética indolora de los nuevos tiem pos dem ocráticos, A nagra- m a, B arcelona, 1994. L uhm ann, N iklas: «The Individuality of the Individual» en T hom as H eller, M orton Sosna y D avid E. W ebb (eds.): Reconstructing Individualism , Stanford U niversity Press, Stanford, 1986, pp. 313-354. Lyotard, Jean-Francois: La diferencia [1983], G edisa, B arcelona, 1988. M affesoli, M ichel: «Identida- des e identificación en las sociedades contem poráneas», incluido en este volum en. M affesoli, M ichel: «Identidades e identificación en las sociedades contem poráneas», incluido en este volum en. I*.!; 124 Benjam ín A rditi M aier, C harles S.: «D em ocracy and its D iscontents» en Foreign Affairs vol. 74 N ° 4, 7-8/1994, pp. 48-64. M orin, Edgar: «El fútbol y la com plejidad.» en Letra Internacional N ° 29, M adrid, 7/1993, pp. 12-16. M ulgan, G eoff: «Party-Free Politics» en N ew Statesm an and Society, Londres, 15/4/1994, pp. 16-18. Rorty, R ichard: «Tw o C heers for m e C ultural Left» en The South Atlantic Q uarterly vol. 89 N ° 1, invierno 1990, pp. 227-234. Rorty, R ichard: «Ironía privada y esperanza liberal» en C ontingencia, ironía y solidaridad, Paidós, B arcelona, 1991, pp. 91-113. Rorty, R ichard: «O n Intellectuals in Politics» en D issent vol. 39 N ° 2, prim avera 1992, pp. 265-267. R usconi, G ian Enrico: «C risi Sociale e Politica» en Paolo Farneü (ed.): Política e sacíela vol. 1, La N uova Italia Editrice, Florencia, 1979, pp. 322-331. Steel, Shelby: «The N ew Sovereignty» en Harper's M agazine, 7/1992, pp. 47-54. V attim o, G ianni y Pier A ldo R ovatti (eds.): El pensam iento débil [1983], C átedra, M adrid, 1988. V attím o, G ianni: «El arte de la oscilación» en La sociedad transparente, Paidós / IC E-U A B, B arcelo- na, 1990, pp. 45-61. V attim o, G ianni: «La sociedad transparente», incluido en este volum en. V isker, R udi: «Transcultural V ibrations», U niversidad C atólica de Lovaina, 1993, m im eo. Zizek, Slavoj: The M etastases ofEnjoym ent, V erso, Londres, 1994. E rnesto L aclau S u jeto d e la p olítica, p olítica d el su jeto La cuestión de la relación (¿com plem entariedad?, ¿tensión?, ¿exclusión m u- tua?) entre universalism o y particularism o ocupa un lugar central en los debates políticos y teóricos actuales. Los valores universales son vistos com o m uertos o, al m enos, am enazados. Lo que es m ás im portante, ya no se da por sentado el carácter positivo de esos valores. Por un lado, bajo la bandera del m ulticulturalism o, los valores clásicos del Ilum inism o han sido atacados y se los considera com o poco m ás que el coto cultural privado del im peria- lism o
Compartir