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Sorlin_Pierre_Sociologia_del_cine_1

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SECCIÓN DE OBRAS DE SOCIOLOGÍA 
SOCIOLOGÍA DEL CINE 
PIERRE SORLIN 
SOCIOLOGÍA DEL CINE 
La apertura para la historia de mañana 
Traducción 4e 
JUAN JOSÉ U T R ' I I A 
F O N D O DE C U L T U R A ECONÓMICA 
MÉXICO 
Primera edición en francés, 1977 
Primera edición en español, 1985 
Título original: 
Sociologie du cinema. Ouverture pour l'histoire de demain 
6 1977, Éditions Aubier-Montaigne, París 
ISBN 2-7007-0073-2 
D. R- i 1985. FONDO DE O ' I . T I R A ECONÓMICA, S. A. DE C. V. 
Av. de la rniversidad, 975; 03100 México, D. F. 
ISBN 968-16-1839-4 
Impreso en México 
ADVERTENCIA 
EL HISTORIADOR del siglo xx atraviesa necesariamente, en una de sus bús-
quedas, por el cine y la televisión. Los obstáculos prácticos no lo arredran 
largo tiempo: compañías productoras, cinematecas y cadenas de televisión 
han editado sus catálogos, y excelentes repertorios le permiten encontrar 
las películas o las emisiones que necesite. La inquietud nace con la llegada 
del material, cuando el historiador se pregunta cómo empezará, qué uso 
dará a sus películas, de qué manera las analizará, en qué medida será afec-
tada su práctica por recurrir sistemáticamente a la imagen. 
Reflexionando, como tantos otros, en ese problema, desde 1970 he tra-
tado de definir las condiciones de un enfoque histórico del material audiovi-
sual, cuyos primeros resultados deseo presentar. Centrado en la problemá-
tica y los métodos, este libro es necesariamente austero; se trata de la 
apertura a un dominio muy poco explorado y aun cuando parte de un caso 
concreto —el del cine italiano—, la obra tiende más a dar una visión general que 
a estudiar un sector particular de la producción fílmica. El deslinde de un 
territorio nuevo, operación siempre delicada, en el caso del cine se com-
plica más por tres dificultades suplementarias. En primer lugar, los his-
toriadores son los últimos en llegar; antes que ellos, otros han delimitado el 
terreno, organizado un conjunto de señales (técnicas, vocabulario, concep-
tos) que hay que aceptar, puesto que ya es utilizado por la mayoría de 
aquellos a quienes interesa el cine; los historiadores no pueden ni ignorar lo 
que ha precedido a su intervención, ni contentarse con tomar al azar algu-
nos términos aparentemente cultos de los semióticos o de los sociólogos, y 
se ven obligados a tener en cuenta las exploraciones anteriores. En segundo 
lugar, el terreno oculta una mina de oro; mientras que los documentos con-
servados en los archivos o las bibliotecas no han hecho rico, sin duda, a 
nadie, la película y la banda magnética sí son asombrosas fuentes de lucro; 
la puesta en evidencia de las condiciones de producción, que no es absolu-
tamente necesaria con los documentos escritos, se vuelve indispensable 
cuando se trata de examinar lo audiovisual. Por último, cine y televisión 
conjugan distintas maneras de expresión (imagen, movimiento, sonido, 
palabra), mientras que los historiadores no han aprendido nunca a "do-
mesticar" más que los textos; el estudio de lo audiovisual supone una ver-
dadera reconversión, que comienza con la aceptación del hecho de que las 
combinaciones imagen-sonido producen, a menudo, impresiones intraduci-
7 
8 ADVERTENCIA 
bles en palabras y en frases, y prosigue con el aprendizaje de otras reglas 
de análisis y de exposición. 
Tres series de preguntas han determinado la separación del libro en tres 
partes. La primera establece el balance de los resultados adquiridos por 
otras disciplinas, y trata de precisar los dominios en que el cine tiene opor-
tunidad de ser útil al historiador. La segunda podría intitularse "cuadro 
económico y social"; se trata allí de los que fabrican, de los que consumen 
y de la influencia que el mercado ejerce sobre la realización de los objetos 
audiovisuales. Abordando el análisis Mímico, la tercera parte corre el riesgo 
de desconcertar a ciertos lectores, tanto por su aspecto técnico cuanto por 
su carácter hipotético; sin embargo, no me parece que sea posible eludir 
ciertos problemas precisos planteados por la lectura de un filme en parti-
cular, y menos aún de una serie de filmes; el camino que propongo es difí-
cil, sin duda, pero de los debates sobre estos capítulos tenemos el derecho 
de esperar el mayor provecho para la definición de un enfoque y un modo de 
análisis adaptados a lo que es específico en los mensajes filmicos. 
No hablo aquí más que de cine, que ofrece un terreno de experimenta-
ción reducido, relativamente fácil de delimitar, y menos marcado que la 
televisión por el peso aplastante de los Estados Unidos. El desarrollo de 
la información televisada abrirá ulteriormente muchas otras vías, comen-
zando por la que nos conducirá a transcribir en emisiones audiovisuales los 
resultados obtenidos por las investigaciones históricas. Pero tal será la 
etapa siguiente y el objeto de otra investigación, que ya no se limitará tan 
sólo a la sociología del cine. 
Primera Parte 
¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO? 
I. ¿POR QUÉ EL CINE? 
A LO LARGOide la pared, la cola de personas se alarga poco a poco. Estamos 
allí treinta, cincuenta, ajenos a los transeúntes, vueltos hacia el cine, unidos 
durante algunos minutos por lo único que nos es común, la espera de un 
mismo filme, y dispuestos a hablar —durante tan poco tiempo— de ese 
vínculo provisional. En las breves observaciones que circulan aparece la 
trama de una red de correspondencias, de interacciones, de influencias 
apoyadas por ese pretexto que constituye la proyección. Hemos venido a 
ver la película porque se habla de ella, porque hay que haberla visto, por-
que allí aparece fulano o zutano, porque necesitamos verificar —contrade-
cir—, discutir los juicios que ya corren, porque allí encontraremos un tema 
de conversación, porque estamos hartos de ser de los que no pueden ha-
blar de ella. La película es cuadriculada de antemano, recubierta de opiniones 
previas y futuras. Asistir —no asistir— a una función: esa elección es 
superior al objeto que se trata de ver; revela intereses, una actitud, relacio-
nes con el medio que no se resumen en el acto —tan sencillo— de comprar 
una entrada y de sentarse; sin embargo, precisamente a partir de este 
objeto se tienden otras redes, se constituyen relaciones nuevas. Ir al cine es, 
indisociablemente, cumplir con un rito social e integrarse al conjunto de 
los testigos de un espectáculo particular. 
Por lo demás, el cine llega a demasiadas personas, ocupa muy pocas 
horas en una semana para que se le atribuya una gran influencia. Es en 
torno a la televisión donde se manifiestan con mayor claridad las inter-
ferencias entre el espectáculo, los espectadores y la globalidad del medio 
social en que tal espectáculo se prepara, se emite, se recibe. No hay quien 
no haya hecho la sencilla experiencia que consiste en entrar en un lugar pú-
blico al día siguiente de una emisión muy difundida, y observar las líneas de 
intercambio, los circuitos de palabra desatados en torno a este polo común. 
El observador distingue pronto a los que han mirado y a los que no han 
querido ver, a los que han entrado en el juego y a los que se han mantenido 
reservados; pero quisiera saber más: ¿qué silencios ha permitido romper la 
evocación del espectáculo? ¿Qué otras cuestiones ha apartado? ¿Qué pun-
tos han sido captados por todos? ¿Qué matices han permitido a una 
minoría imponer su juicio,, y por tanto su autoridad, a todo el grupo? Y, 
aún más allá, ¿qué quedará de la emisión? ¿Qué tejido de conocimientos, 
de ideas, de prejuicios, se formará a lo largo de un año, de muchos años de 
11 
12 ¿POR QUE EL CINEMATÓGRAFO? 
asiduidad televisual, de discusiones en torno a los programas, de reconsti-
tución, a partir del espectáculo, de los sistemas de exclusión, de inclusión, 
de aceptación, de guia, propios de cada grupo o de la totalidad de los gru-
pos sociales? 
Esbocemos una comparación, mala como lo son siempre los paralelos, 
pero que precisa la manera en que se podría plantear el problema. En la 
mayorparte de las naciones europeas, la instauración de la escuela obliga-
toria ha revestido enorme importancia; la mayoría de los niños han visto 
cómo se les imponía una disciplina idéntica, han aprendido en los mismos 
textos, han integrado referencias, modos y explicaciones similares. Toda 
forma de comunicación, a cualquier nivel que intervenga, presupone la 
existencia de una reserva de ideas y de imágenes de que se sirven los locu-
tores. La escuela del siglo xix ha aportado esa barrera mínima, ha creado (a 
expensas, sin duda, de los particularismos, pero no es éste el punto que nos 
detiene) el abasto indispensable para que se produzcan los intercambios. 
En otro sentido y en escala indudablemente distinta, la televisión crea há-
bitos (un país entero inmovilizado ante las pantallas), impone modelos a un 
gran público, pretextos u ocasiones de hablar. 
¿Qué se observa, qué se ve realmente? ¿Qué se retiene y qué se deja 
pasar? ¿De qué se discute y cómo se comentan, a partir del espectáculo 
recibido por todos, los conflictos o las brechas sociales? ¿Qué palabras, 
qué clichés, aprendidos de la televisión, constituyen el material a partir del 
cual las clases sociales van a definirse y a fijar sus oposiciones? Entre los 
que observan las sociedades contemporáneas y su porvenir, nadie puede 
evitar estas preguntas. Un solo ejemplo bastará para medir su importancia. 
En un país capitalista, ninguna política puede desconocer los cálculos ni las 
elecciones de los agentes económicos, que son las empresas y las familias; 
ahora bien, las actitudes de los unos y de las otras, pero sobre todo de las 
familias, dependen estrechamente del concepto que se han formado del 
estado del mercado y de sus mecanismos. Desde hace largo tiempo se ha 
tratado de evaluar la repercusión de tal o cual variación coyuntural, preci-
samente mensurable, sobre la conducta de los agentes, pero esta investiga-
ción ha resultado gravemente insuficiente: habría que medir el peso de la 
información cotidiana, de la presentación de los datos comerciales, de las 
imágenes de la vida económica, ver cómo esos informes integran las fami-
lias a un sistema de intercambios, inducen el conjunto de sus reacciones. 
Sin embargo, no disponemos de ningún método sólido y comprobado 
para llevar a buen término las investigaciones de este tipo. Espectadores 
nosotros mismos, que hemos crecido, cualquiera que sea nuestra edad, con 
¿POR QUÉ EL CINE? 13 
la pantalla grande y la pequeña, rara vez somos capaces de definir la parte 
que corresponde al cine o a la televisión en la constitución de nuestro 
bagaje intelectual, o en nuestras relaciones con el exterior. Con mayor 
razón aún, nos vemos desarmados cuando hay que extender las investiga-
ciones a una colectividad. Se nos han propuesto hipótesis brillantes sobre el 
paso de una civilización de la escritura a una constelación de lo audiovi-
sual y sobre los trastornos familiares, escolares, políticos, culturales, intro-
ducidos por la pantalla pequeña. Casi no se necesita tiempo para percibir 
que tales construcciones reposan sobre muy pocos datos observables y 
apelan antes a generalidades que a análisis concretos. Sabemos lo que 
ocurre en las pantallas, pero nos cuesta trabajo precisar lo que se percibe, 
lo que se convierte en medio de intercambio o de enfrentamiento. El ensayo 
que presento lleva la marca de esas incertidumbres. El trabajo que ahora 
habría que emprender sería una encuesta efectuada por un vasto equi-
po, sobre el lugar de los medios audiovisuales en la vida social del siglo xx. 
Para definir los objetivos, para cerner y comenzar a poner en acción las 
técnicas de investigación, en una palabra, para intentar un primer ensayo, 
conviene descubrir un campo menos vasto. Y este campo parece ser el 
cine; en él, la producción es restringida, limitado el público. La diferencia 
de escala es considerable: el cine se dirige a una minoría y conoce fuertes 
variaciones de público, según las regiones o los medios; la televisión llega a 
un número enorme de espectadores y ejerce su influencia casi sin disconti-
nuidad. Por tanto, no sería serio considerar al cine como un modelo redu-
cido de la televisión; para pasar de un dominio al otro se necesitaría más 
que una simple adaptación; pero tocamos aquí otra etapa de la investiga-
ción que sólo podrá venir después de una critica del paso dado y de los 
resultados obtenidos a partir de la pantalla grande. La televisión sigue 
siendo un horizonte lejano, y este volumen no abordará más que los proble-
mas del cine. 
Siendo historiador, escribo para historiadores un libro que, pese a su pre-
sentación insólita, pretende ser una obra histórica. Esta advertencia ha 
de poner en guardia al lector: no pretendo ofrecer el esbozo de un método de 
análisis a todos los que se interesan por lo audiovisual; por lo demás, se 
necesitaría una competencia multidimensional que sólo podría poseer un 
grupo de investigadores. Mi objetivo es estrecho —de tal manera estrecho 
que considero indispensable fijar sus límites—, y de allí esta larga introduc-
ción que pretende plantear algunas preguntas a veces un poco olvidadas. 
¿De qué se habla al llamar histórica a una obra como ésta? Llamaré his-
14 ¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO? 
toria a la evolución de las relaciones que las formaciones sociales mantie-
nen con el medio natural y con las demás formaciones sociales. La defini-
ción de los parámetros aquí invocados —medio natural y formaciones 
sociales— es cuestión de opción política; pero, en todo caso, un dato se 
escapa de las consideraciones teóricas: se trata del tiempo, cuya naturaleza 
nos es desconocida: mientras que llegamos a aclarar las modalidades de 
transformación de las sociedades, el hecho mismo de la duración sigue 
siendo incomprensible para nosotros. Ciertos grupos humanos, entre ellos 
aquél en que vivimos hoy, han tratado de computar el tiempo, para después 
adueñarse de él. La historia —y por ella entiendo la historiografía, la 
puesta de la historia en forma literaria— ha nacido de este esfuerzo: estu-
diando, como otras "ciencias humanas", el devenir de las formaciones 
sociales, lo somete al molde de la cronología. El discurso histórico se orga-
niza en función de lo que los matemáticos llamarían una relación de orden, 
transitiva y antisimétrica, es decir que lo que es antiguo siempre es perci-
bido como causa (posible) de lo que es reciente, mientras que lo contrario 
parece imposible. Ni aun hoy podría exagerarse la parte del tiempo medida 
en el trabajo histórico; por muy audaces que sean los que escriben la his-
toria, cuentan en siglos, en decenios, en periodos; todo estudio se inserta en 
un cuadro, se inscribe en una "tajada" de duración, y se fijan, hasta implí-
citamente, un origen y un término, fuente y meta, alfa y omega entre los 
cuales se "desarrollan" los acontecimientos. 
En su forma clásica, siempre viva, aun si hoy se la cubre de datos cifra-
bles tratados por series, la historia es un relato cuyas reglas nos parecen 
bastante próximas de las del discurso común. Ya se trate de un accidente o 
de una competencia deportiva, de una crisis social o de un conflicto polí-
tico, siempre se encuentra el mismo tipo de presentación: las circunstancias 
elegidas se aislan, se limitan, al principio, con un impulso inicial, se reto-
man siguiendo la alineación cronológica de las jornadas o de las horas. 
Veremos que la gran mayoría de las películas se pliega a una construcción 
idéntica. Así la historia, arbitraria en sus reglas, como toda disciplina que 
favorece ciertos aspectos de la actividad social, utiliza para su construcción 
y su difusión las reglas de la expresión corriente. Acaso sea esto lo que 
explique su paradójica situación en mitad de las ciencias humanas: 
aferrada a una transitividad que las otras ciencias han abandonado, parece 
caduca, parece ahogada en sus tradiciones, incapaz de definir sus concep-
tos de base o de formalizar sus resultados, hasta el punto de que algunos no 
vacilan en condenarla;al mismo tiempo, es objeto de una creciente 
demanda de parte del público no especializado que aún la encuentra accesi-
¿POR QUE EL CINE? 15 
ble. La historia morirá, sin duda, pero su supervivencia es probable mien-
tras el relato siga siendo una forma admitida (¿preponderante?) de la 
comunicación. 
La medida de tiempo más sencilla es la datación. Durante largo tiempo, 
la historia no ha sido más que un esfuerzo por restablecer los datos correc-
tos, por revelar las anterioridades y proponer encadenamientos auténticos. 
El encuentro con sociedades indiferentes a la noción de continuidad lineal, 
la presión ejercida por otros tipos de investigaciones han conducido a los 
historiadores a reconocer en la cronología un instrumento útil para calibrar 
los efectos de superficie, pero demasiado rígido para capt.ar las permanen-
cias o los movimientos profundos que regulan la evolución de los grupos 
sociales. Si la duración sigue siendo el elemento fundamental al que se 
remite el trabajo histórico, se trata de una duración diversificada, de una 
articulación de "tiempos heterogéneos", tiempo individual expresado en 
meses o en estaciones, tiempo de la producción mensurable según la orga-
nización de los intercambios y la rapidez de circulación de los bienes, 
tiempo propio de las clases sociales, evaluado según la alternación de perio-
dos de ofensiva y de momentos de retroceso. La duración ha perdido su 
valor de escala abstracta, se desarrolla y se fragmenta según las prácticas 
de los grupos considerados. Actor, él mismo, en la historia de su época, que 
tiene del tiempo el uso propio al medio en que evoluciona, el historiador se 
pone en busca de las formas de duración copresentes durante otra época o, 
en la misma época, en un círculo ajeno al suyo. 
MENTALIDADES, IDEOLOGÍA: ENSAYO DE DEFINICIONES 
Para suorayar la importancia que atribuyen a estos puntos de vista diferen-
tes, para relativizar el tiempo según la posición del grupo en cuestión, los 
historiadores recurren a términos nuevos: "visión del mundo", "mentalida-
des", "representación". La elección de esas expresiones marca un esfuerzo 
de renovación, pero a menudo oculta una gran incertidumbre. Si es inútil 
proponer definiciones universales para cada uno de los conceptos reteni-
dos, al menos habría que precisar el sentido que se les da en una investiga-
ción particular. Considero indispensable indicar el empleo que haré de ellos 
en este trabajo. He descartado "visión del mundo", ya antigua, inútilmente 
planetaria (¿para qué hablar del "mundo"?), y utilizada con demasiada fre-
cuencia. Por lo que concierne a las mentalidades, al principio se puede rete-
ner la aceptación común, que tiene por inconveniente mayor el ser casi 
exclusivamente una enumeración. "Mentalidad" designa, para empezar, un 
16 ¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO? 
material conceptual, un conjunto de palabras, de expresiones, de referen-
cias, de instrumentos intelectuales (se habla a veces de "bagaje mental") 
comunes a un grupo; se trata, en seguida, de las nociones que permiten 
delimitar los conjuntos sociales, del más próximo al más lejano, situarlos, 
considerar sus relaciones; por último, hay que incluir allí los mecanismos 
de intercambio, de transmisión y de transformación propios de la unidad 
social considerada. En resumen, se ordenarían en las mentalidades los ins-
trumentos de intercambio que no son estrictamente materiales (aun cuando 
la distinción a veces sea difícil), la definición del espacio social y las reglas 
de traslación en el interior de este espacio. La naturaleza de las "represen-
taciones" es menos clara aún: algunos designan con ese término lo que 
otros llaman mentalidad; así se podría —y ésta es la solución en que yo me 
detengo— no ver allí más que un aspecto de las mentalidades, aspecto a 
menudo descuidado, por difícil de precisar, y sin embargo esencial, y que 
concierne a las "imágenes", la parte exclusivamente visual de las mentali-
dades; a las palabras, a las expresiones, a los útiles, se añadirían así las 
figuras y se descubriría, sin duda, que ocupan un lugar fundamental en 
las mentalidades. El cine nos obligará frecuentemente a regresar a este pro-
blema. 
' Aun con la explicación burda que hemos propuesto para "mentalida-
des", inmediatamente aparecerá una dificultad: recurrir a este término, ¿no 
es una manera de hacer corto circuito en el concepto de ideología que, a la 
vez, está demasiado marcado políticamente y demasiado trillado (se habla 
sin cesar de la ideología de los individuos, de los partidos, de las institucio-
nes, de la prensa, etc.)? Ideología fue, para empezar, la palabra utilizada 
para designar los sistemas de ideas; recientemente, el concepto desarro-
llado por Marx y Engels en La ideología alemana ("Las representaciones 
que se hacen los individuos son ideas, sea en sus relaciones con la natura-
leza, sea en sus relaciones entre ellos, sea sobre su propia naturaleza") se 
ha impuesto de manera casi general; por tanto, hay que tomar la ideología 
en el sentido que el término recibe hoy: conjunto de explicaciones, de 
creencias y de valores aceptados y empleados en una formación social. 
Las relaciones sociales nunca son transparentes. Tanto menos lo son 
cuanto que implican grupos o clases con contornos móviles, en estado de 
conflicto atenuado o declarado, que ya se afrontan de manera directa, ya 
deben contemporizar. La ideología es, así, una retraducción de los sistemas 
relaciónales, utilizable en tiempos de crisis como en periodos de armisticio; 
evidentemente no es ajena a las relaciones efectivas, pero nos ofrece de 
ellas una visión deformada y amañada. En la medida en que la vida social 
¿POR QUÉ EL CINE? 17 
se halla fundada sobre una desigualdad que, en último análisis, reposa en el 
recurso a la fuerza, la ideología es la serie de filtros a través de los cuales se 
encuentra justificada esta desigualdad, sin dejar por ello de ser reconocida. 
Difundida por la prensa, la literatura, la escuela, es decir, por los canales 
cuyo dominio se ha asegurado la clase dominante, la ideología que circula 
en una formación dada es, necesariamente, la de la clase dominante. En ese 
sentido, la expresión tan corriente de "ideología dominante" frisa en el 
pleonasmo. Reconstruyendo la sociedad bajo una luz favorable a los 
intereses de la clase que detenta el poder, la ideología, impuesta a los demás 
grupos, asegura la comunicación entre clases en el seno de una formación 
social. Citemos de nuevo a Marx: "Los pensamientos de la clase domi-
nantc también son, en toda época, los pensamientos dominantes; dicho de 
otra manera, la clase que constituye la potencia material dominante de la 
sociedad también es la potencia espiritual dominante". 
Estas dos nociones de ideología y de mentalidad no se recubren, por 
tanto, una a la otra. La ideología es el discurso que una clase tiene sobre sí 
misma, sus prácticas y sus objetivos; por extensión, se convierte en el 
discurso general, que las demás clases practican, modificándola eventual-
mente, pero conservando lo esencial de sus implicaciones. Las mentalida-
des, por lo contrario, se diversifican y se distinguen según los medios. 
Como todos los grupos están unidos de cerca o de lejos al conjunto social, 
necesariamente participan en su ideología; mas la reinterpretan en función 
de las tradiciones, de los hábitos y sobre todo de las prácticas que les son 
propias. No siendo muy clara la distinción, la ilustraré con un caso preciso. 
La historia, tal como la he definido antes, participa plenamente en la 
ideología: considerar el tiempo en forma de un desdoblamiento lineal a lo 
largo del cual se disponen los acontecimientos equivale a favorecer cierta 
forma de evolución; desaparecen los puntos de resistencia, los elementos 
que no se integran a una línea continua, lo inexplicable y lo complejo. Esta 
tutela de la duración, impuesta como modelo universal, es retomada por las 
clases dominadas. El caso más notable es, quizás, el de la clase obreraque 
se ha dado una historia escrita, "periodizada", dividida, según los cánones 
de la historia burguesa. Otros ejemplos menos visibles son también sor-
prendentes: las crónicas familiares, cuidadosamente datadas, ordenadas 
siguiendo las fases de expansión de la propiedad terrena, que a menudo se 
encuentran en las aldeas: el dominio, las culturas, la vida de sus habitantes 
han sido "historizados". En estos dos casos, el cuadro problemático es el 
que propone la ideología burguesa; pero los problemas considerados, sobre 
todo en el caso de los campesinos, provienen de la mentalidad propia del 
18 ¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO? 
medio. Y, al lado del esquema cronológico, subsisten otras maneras de con-
siderar el tiempo, como la canción, que a veces ha conservado, al lado de la 
historia, otra forma de memoria obrera o campesina. 
La separación aquí propuesta sigue siendo demasiado abstracta, ya que 
trata de cerner la ideología o mentalidad en su naturaleza particular, y no 
en su relación con la evolución de las sociedades. Hace falta, pues, para 
precisar esas nociones, consentir en un nuevo giro. En una sociedad de cla-
ses, donde el trabajo de algunos es explotado por otros, las divisiones 
sociales rara vez son perfectamente evidentes. Se necesitan circunstancias 
excepcionales, un enfrentamiento sin piedad, como la Comuna, para que se 
sepa a qué campo pertenece cada uno. De ordinario, las distinciones son 
vagas; la clase dirigente, en particular, es escenario de choques, de conflic-
tos, de rivalidades de fracciones; así, unas prácticas cotidianas de lucha en 
diversos frentes, a la vez contra otras fracciones de la burguesía y contra 
las clases dominadas, prácticas que evolucionan a cada día y que son difí-
ciles de describir con precisión, en parte son ocultas, en parte expresadas 
por el discurso ideológico. 
Si se admite el enfoque aquí propuesto, habrá que condicionar varias 
afirmaciones corrientes. 
—Para empezar, la ideología no es simplemente una pantalla, una men-
tira destinada a engañar a los explotados, no es conscientemente organizada 
como visión deformante de las cosas; si bien ignora ciertos proble-
mas, integra otros que no necesariamente son secundarios; así, en una eco-
nomía capitalista oblitera las relaciones de producción (los productores 
son, en principio, iguales y en libre competencia), pero manifiesta otras 
contradicciones entre zonas y sectores desigualmente desarrollados, entre 
grupos opuestos que se disputan el poder político, entre dominantes y 
dominados. El análisis de las producciones ideológicas —especialmente de 
las películas— no puede dejar a un lado ni lo que se ignora ni lo que se 
revela. 
—A menudo se ha presentado la ideología como un simple "efecto" de la 
infraestructura económica. Hoy, parece reconocido que, dependiente del 
sistema de producción y de las relaciones sociales que le corresponden, sin 
embargo es "relativamente autónoma". La expresión es poco feliz; impre-
cisa (¿hasta dónde se extiende la "relatividad"?), no marca la interacción 
permanente establecida entre ideología y fundamentos socioeconómicos. 
En todo momento, según el estado de las fuerzas enfrentadas, según las 
alianzas provisionalmente establecidas, el enfrentamiento social se expresa 
en términos diferentes; el discurso ideológico refracta esta oposición, 
¿POR QUÉ EL CINE? 19 
amplía ciertos aspectos, reduce otros. Pero la interpretación así puesta en 
relieve se convierte en la que circula, la que se debate y a propósito de la 
cual nuevamente hay choques; las cuestiones candentes, realmente implí-
citas en el conjunto de la situación, pero desplazadas, transferidas de la 
periferia al centro, se convierten en juego prioritario. La retraducción 
ideológica entraña una modificación del lugar de enfrentamiento, por una 
revaluación de lo que está en juego y una nueva distribución de las partes 
opuestas. La ideología parece entonces el ejemplo en que se traducen en 
ideas, en palabras y en programas las oposiciones existentes entre clases 
sociales, y donde esta transcripción opera como fuerza de reorientación. 
—Las sociedades de estructuras relativamente sencillas acaso hayan visto 
desarrollarse, sobre periodos bastante largos, ideologías coherentes, orde-
nadas, capaces de englobar todos los grupos y todos los aspectos de la 
existencia. La extrema dispersión ligada al auge del capitalismo, la trans-
formación constante del sistema de producción, la coexistencia de sectores 
técnica y financieramente heterogéneos entrañan, en los países industriales, 
diferencias que hacen inconcebible una unificación ideológica. En nuestras 
sociedades no hay una ideología, y la ideología no es sino una entidad abs-
tracta que recubre un número considerable de manifestaciones diversas. 
Querer definir "la ideología de la burguesía", "la ideología del capitalismo" 
es empresa un poco vana. En un mismo momento, en una misma forma-
ción, se desarrollan expresiones ideológicas que pueden ser concordantes, 
paralelas o contradictorias. Ello se percibe pronto al examinar los puntos 
de vista expresados a propósito de la institución escolar; puesta en relieve 
por los acontecimientos de 1968 y por la movilización de los liceos en los 
años siguientes, la crisis de la escuela se ha convertido en objeto de discur-
sos ideológicos que se organizan por turnos y, contradictoriamente, sobre 
modos opuestos, viniendo un grupo, según la oposición que ocupa en el 
campo de las fuerzas sociales, a criticar una escuela inadaptada a las nece-
sidades del presente, y después a defenderla contra quienes desean supri-
mirla. El conjunto de las formas de intercambio y de comunicación de un 
periodo dado constituye un material ideológico pero, a menos que nos con-
tentemos con generalidades sumamente pobres, no descubriremos, pro-
piamente dicha, una ideología de esta época. Al tratar ciertos elementos 
tomados en este conjunto —aquí, de las películas—, sólo se aclaran, pues, 
fragmentos de una totalidad inconstituible. Toda producción intelectual no 
es, en definitiva, sino una expresión ideológica particular. 
—Las expresiones ideológicas no son, por tanto, formas aisladas, que flo-
tan unas al lado de otras. Entre ellas existen similitudes; la fuerza de la 
20 • ¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO? 
clase dominante se revela menos a través del contenido de cada manifesta-
ción que a través de su organización interna. Resulta definitivo el ejemplo 
de la historia, evocado antes: de un grupo al otro, los datos cambian, los 
factores puestos en relieve se diversifican, los valores se desplazan, pero el 
ordenamiento del relato y su ley de composición siguen siendo idénticos. 
Los "cuadros ideológicos", es decir, las categorías que sirven para separar 
y reorganizar el campo de observación elegido, pesan de manera determi-
nante. Partamos otra vez de una experiencia concreta: allí donde existen 
circuitos cerrados de televisión, unos grupos de aficionados han tratado de 
producir una "contra-información" que respondiera a los boletines oficiales 
de información. A menudo, los lemas, las afirmaciones y los juicios se opo-
nen a los de la televisión, mientras que la elección de los acontecimientos, 
su presentación y su tratamiento fílmico permanecen cercanos al modelo 
que pretenden contradecir. Trabajando para ellos solos, los realizadores 
disfrutan, sin embargo, de completa libertad, y ningún freno político ni 
material explica su timidez; de hecho, parecen incapaces de amojonar la 
actualidad, de verla, de tomar su medida con instrumentos diferentes de los 
que ya se han utilizado; la determinación de los sujetos, la puesta en forma 
de las secuencias se operan en cuadros preformados, cuya pesadez com-
pensa las libertades tomadas con la fotografía o el comentario. Periódico y 
contra-periódico hablan de diversa manera, pero de las mismas cosas, 
y dejan subsistir las mismas lagunas. 
—Contradictoria, dispersada, parcialmente incoherente, la ideología —es 
decir, precisémosle ahora, elconjunto de las expresiones ideológicas pro-
pias de una formación social— sigue siendo indispensable a la clase domi-
nante. Esta necesidad se aclara cuando la colocamos en la perspectiva del 
sistema hegemónico expuesto por Gramsci: la supremacía de una clase, y 
con mayor razón de una fracción de clase, no puede reposar duradera-
mente sobre el simple empleo de la fuerza; también supone recurrir a 
instrumentos morales, intelectuales, que le aseguran una dirección de la opi-
nión. "El ejercicio normal de la hegemonía está marcado por la combina-
ción de la fuerza y del consenso que se equilibran diversamente sin que la 
fuerza sobrepase en mucho al consenso." Sin embargo, el consenso no es el 
acuerdo perfecto, la comunión de los espíritus. Como también lo ha obser-
vado Gramsci, "el hecho de la hegemonía presupone que se tengan en 
cuenta los intereses y las tendencias de los grupos sobre los cuales se ejer-
cerá la hegemonía, que se constituya cierto equilibrio de compromiso, y 
que el grupo dirigente haga algunos sacrificios". Por tanto, es evidente que 
se producen conflictos tanto en el campo ideológico como en la esfera de 
¿POR QUÉ EL CINE? 21 
las relaciones de producción. El dominio ideológico, lugar de contradiccio-
nes, sigue siendo un terreno de encuentro, lo que Gramsci llama un "ce-
mento" social: se trata de una manera común de definir las oposiciones, de 
desarrollarlas, de buscar su solución. La ausencia de dirección ideológica 
significaría, para el grupo dominante, la incapacidad de establecer una rela-
ción, aun antagónica, con los grupos aliados o adversarios, y la obligación 
de no emplear más que la violencia para mantener su poder. Numerosas 
investigaciones han mostrado el papel decisivo de los "aparatos ideológicos 
del Estado", del conjunto de los instrumentos controlados por el Estado —y 
por tanto, al menos indirectamente por la clase dominante— y en particular 
de la escuela en la perpetuación de los cuadros ideológicos. AI lado de estos 
aparatos, se han estudiado poco otros sistemas de difusión ideológica, 
como la prensa, el deporte —al menos en su aspecto competitivo y comer-
cial—, las horas libres y el cine. En este plano, sigue siendo considerable el 
trabajo que aún falta realizar. 
Según la definición aquí propuesta, la ideología sería el conjunto de los 
medios y de las manifestaciones por los cuales los grupos sociales se defi-
nen, se sitúan los unos ante los otros y aseguran sus relaciones. No existiría 
una ideología, sino solamente expresiones ideológicas, entre las cuales se 
contarían, hoy, las películas. Las diferentes proposiciones antes evocadas 
indicarían los grandes lincamientos de la investigación: el papel de la pro-
ducción cinematográfica en la perpetuación de una instancia ideológica, la 
fuerza de inculcación de los modelos filmicos, el lugar del cine en la puesta 
en evidencia o en la tergiversación de los conflictos. 
Sin embargo, no basta con detenerse allí. La ideología, difractada a tra-
vés de numerosas expresiones rara vez concordantes, no es asimilada de 
inmediato por quienes la reciben. Es filtrada, reinterpretada por las men-
talidades. Volvemos a un concepto antes evocado, después abandonado. 
Los estudios dedicados a este problema nos han aportado excelentes ejem-
plos de actitudes mentales, pero rara vez se ha propuesto una definición 
teórica que repose sobre otra cosa que una acumulación de elementos y de 
calificativos. El concepto de mentalidad sigue siendo un concepto abierto, 
cómodo por su imprecisión, que se presta a diversos enfoques. Aun es posi-
ble escoger una acepción particular, y esto es lo que haré designando con 
este término la manera en que los individuos o los grupos estructuran el 
mundo de tal modo que encuentren allí un lugar y puedan dirigirse a él. 
A lo largo de su existencia, el hombre debe situarse ante lo que no es él, 
y determinar su tugar en ese campo de relaciones y de oposiciones: el uni-
verso social. Esa marcación no es espontánea, ni entregada al azar de las 
22 ¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO? 
circunstancias. Desde la infancia se operan, por turnos o simultáneamente. 
distinciones entre la persona y la circunstancia, entre d medio inmediato y 
el medio lejano, entre el grupo primario y los demás grupos, etc. La instan-
cia privilegiada en que interviene esta diferenciación inicial es frecuente-
mente la familia inmediata, pero también puede tratarse de la familia 
general, de la comunidad de trabajo, de la aldea o de cualquier otra forma 
de ambiente. De todas maneras, ese lugar es atravesado por lineas de 
fuerza (alianza, asociación, neutralidad, antagonismo ante otros lugares 
homólogos) resultantes de la posición que ocupa en la sociedad global. La 
unidad de referencia queda, en particular, implicada en las relaciones de 
producción; sus miembros están sometidos a ciertas políticas que concre-
tan su modo de inserción en la sociedad: la pertenencia a una clase, a una 
fracción de esta clase, el alejamiento por relación a las otras clases y, even-
tualmente, la hostilidad son asi vividas, aceptadas, sin necesidad de ser 
enseñadas; el comportamiento de los adultos designa las series de oposicio-
nes a través de las cuales el medio asegura su identidad; por intermedio de 
ellas, el niño adquiere a la vez un sistema estructurante y un punto de vista 
que le permitirán seguir una conducta adaptada. 
Considerar las mentalidades como virtualidades estructurantes, nacidas 
de una experiencia concreta, adaptables a las incitaciones llegadas del 
exterior y capaces de engendrar actitudes nuevas no causará, sin duda, 
grandes objeciones. La importancia, sin embargo fundamental, del "punto 
de vista" quizás parecerá menos evidente. El observador teóricamente 
ajeno considerará una formación social como una imbricación de fuerzas 
que se definen en función las unas de las otras, según su posición relativa y 
según sus capacidades de ofensiva o de resistencia; mas todo conjunto par-
ticular situado en esta formación favorece su punto de vista o, más exacta-
mente, redefine en torno de sí mismo la combinación de las fuerzas opues-
tas. La estructura queda así completamente excentrada, se distribuye en 
torno de uno de sus elementos, que asi se convierte en el polo. Este "etno-
centrismo" es un componente esencial de las mentalidades; ayuda a com-
prender las distancias considerables que separan las diversas mentalidades 
de una misma sociedad. Decir que un banquero y un obrero captan de 
diferente manera una situación idéntica es una trivialidad. Sin embargo, 
hay que precisar que lo que separa sus opiniones no es esencialmente cues-
tión de información, o de "vivencia"; y en la disposición estructural de 
cada uno de estos hombres, constelación específica, un dato semejante no 
ocupa el mismo lugar, no está atado a los mismos factores, no entraña los 
mismos desplazamientos. 
¿POR QUE EL CINE? 23 
Para el estudio sociológico del cine, el "punto de vista" no es indiferente. 
La atención prestada a los filmes y la sensibilidad a su contenido ideológico 
varían de un medio a otro, según las readaptaciones, las redistribuciones de 
la materia filmica realizadas por los espectadores. Esta evidencia ha sido en 
gran parte desconocida hasta la actualidad. La mayor parte de las encues-
tas sobre el público cinematográfico se han efectuado como si afectaran a 
una población homogénea; se ha interrogado a los sujetos sobre su profe-
sión, sus ingresos, su alojamiento,'en suma, sobre su condición, y se han 
repartido las opiniones emitidas según las categorías socioprofesionales. 
Pero, siendo las preguntas las mismas para todos, el resultado obtenido es, 
en el mejor de los casos, la opinión de diversos estratos así aislados sobre el 
cuestionario. El único avance interesante partiría de preguntas elaboradas 
según el punto de vista de cada grupo: a falta de semejante material, no 
podremos más que plantear preguntas a propósito del papel desempeñado 
por las mentalidades en la receptividadal cine. 
Se produce un acontecimiento, se presenta una situación: en cada sector 
del conjunto social interesado se les mide, se les transcribe, son objeto de 
una definición que permite a los miembros del grupo comunicarse a propó-
sito de ello. Esta retraducción varia según los medios utilizados para perci-
bir y expresar el cambio. Algunos instrumentos son comunes a toda una 
sociedad, otros pertenecen a un círculo más limitado: tales instrumentos 
caracterizan la mentalidad del círculo considerado. Las mentalidades 
engloban asi el bagaje intelectual característico de las diferentes subdivisio-
nes de la sociedad, es decir, no solamente las palabras, las expresiones 
específicas, las formas de locución, sino también las actitudes, los modos, 
los rituales, los símbolos. Al lado de este material específico existe otro 
material teóricamente indiferenciado para el conjunto de la formación 
social, en realidad diversamente coloreado según los grupos o los actores. 
Aquí encontramos el cine. Las películas se dirigen indistintamente a todos 
los medios (reconozcámoslo provisionalmente: más adelante habremos de 
corregir esta impresión), pero las configuraciones de signos que proponen 
son recibidas e interpretadas de manera particular en cada grupo. Las men-
talidades inducen modos de percepción; los elementos aceptados por un 
círculo dado se integran, a su vez, entre los componentes de su mentalidad. 
Ciertos medios de expresión —diálogos, comentarios, música— no pertene-
cen, como cosa propia, al cine. Veremos ulteriormente cómo se puede abor-
dar esta totalidad —imágenes y sonidos imbricados, que se desarrollan los 
unos en función de los otros— que es una película, pero por el momento nos 
limitaremos a un campo más restringido: la presentación, en una pantalla 
24 ¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO? 
grande o pequeña, de combinaciones de imágenes, ¿tiene importancia para 
c! que'se interesa en las mentalidades? 
MENTALIDADES Y REPRESENTACIONES 
Volvamos al problema de las representaciones, lo que va a entrañar —el 
esfuerzo de clarificación tiene este precio— un nuevo giro. La comunica-
ción se establece en las sociedades humanas por medio de sistemas de sig-
nos. Ningún intercambio, por rudimentario que sea, se libra de esta regla: 
trocar una cosa contra otra ya es dar la primera "por" la segunda, hacer de 
una el signo de la otra. El signo remite, eventualmente, a un objeto definido, 
concreto: "este libro", el libro que el lector tiene en la mano, que aborda las 
relaciones de la historia y del cine. Semejante relación objeto-signo, 
operante en el caso de una designación directa, estalla desde que el mensaje 
se diversifica; "¿tiene necesidad del cine la historia?": "historia", "cine", 
no se refieren a ningún dato aprensible; no son objetos sino nociones, espe-
cie de encrucijadas en medio de vastos sistemas relaciónales. Se abandona 
el dominio del signo, relativamente formalizable —ocho letras reunidas 
según un orden culturalmente dispuesto forman la palabra historia— para 
entrar en el de la significación; "historia" es signo en la medida en que 
constituye la apelación convencional del discurso historiográfico; es igual-
mente "sema", es decir, elemento de significación, cuando aparece en una 
cadena significante en la cual da cierta inflexión (el mensaje seria diferente 
con otro signo) y que le confiere un sentido determinado (que cambiaría en 
otro contexto). 
Toda noción se expresa por un elemento significante, por un sema. ¿Qué 
se encuentra tras ese sema? Es difícil responder con precisión: se sugerirá, 
de manera aproximativa, que hay definiciones, descripciones, caracteriza-
ciones, imágenes. Se podría —esto es lo que yo propongo— llamar "repre-
sentación" a la totalidad de los datos actuales o virtuales que subtienden 
una noción. Así pues, una representación no seria una realidad observable, 
sino un conjunto teórico del que no conoceríamos más que ciertas manifes-
taciones exteriores. A toda noción corresponderían así un sema y una 
representación. Concretamente, la noción de cine reuniría por una parte 
una designación, empleada en la producción de mensajes; por otra par-
te una representación que reconstruiríamos, de manera necesariamente 
incompleta, a través de las indicaciones verbales (relatos, descripciones, 
explicaciones) y a través de las imágenes. 
Se preguntará si es necesario complicar hasta este punto el enfoque 
¿POR QUE EL CINE? 25 
teórico y si no es mejor llamar "representación" a todos los datos de que se 
dispone sobre una noción particular. Ello sería olvidar que una noción no 
se reduce a lo que de ella se dice o se muestra. Sobre todo, ello seria crear 
un callejón sin salida en la relación entre mentalidades y representaciones. 
En una sociedad como la nuestra, la palabra "cine" es de uso casi univer-
sal, la mayor parte de las definiciones y de las imágenes que se clasifican 
bajo la rúbrica "cine" pertenecen a un fondo común casi interclasista. Sin 
embargo, ¿quién afirmaría que las representaciones del cine son idénticas 
en todas las clases y todos los medios? Los mismos términos se reagrupan, 
se organizan, en una palabra se integran a una representación distinta de 
un grupo ai otro. Desde el punto de vista metodológico, la distinción sigue 
siendo, pues, útil. 
Cine y televisión no aportan un simple complemento a las fuentes 
generalmente empleadas para estudiar las representaciones: su intervención 
corre el riesgo de modificar el enfoque histórico en este dominio. Evidente-
mente, se les aplica sin dificultad una problemática clásica (¿qué represen-
taciones se transparentan en la producción cinematográfica de una época o 
de un espacio cultural? ¿Qué imágenes, una vez operados los filtrados y las 
redistribuciones propias de cada grupo, se integran a las representaciones? 
¿En qué medida la televisión, a fuerza de jugar con las repeticiones, impone 
ciertas representaciones al conjunto de una sociedad?) Pero nos vemos 
también llevados a enfrentarnos a preguntas nuevas. No evocaré aquí más 
que una sola, la más importante sin duda, a la que habremos de volver. 
Una noción se vuelve cernible en la medida en que se apoya sobre la pareja 
sema-representación. Sin embargo, ¿no existen representaciones que se for-
man, evolucionan, circulan en una formación social y ejercen allí una 
influencia, sin traducirse nunca en expresiones significantes? Al lado de lo 
que se dice, sobre lo cual nos informan los textos, ¿no hay que dejar un 
lugar a lo "no dicho", y el cine no es, a este respecto, un documento privile 
giado? 
Como sólo estamos en los preliminares, y como está muy lejos de 
haberse alcanzado el acuerdo sobre todos esos temas, deseo tratar de situar 
mejor las hipótesis de partida, apoyándome en un caso preciso, exterior 
al dominio cinematográfico, que aclara la articulación mentalidades-
representaciones. Se trata de una aldea lombarda de cerca de mil habitan-
tes, situada 30 kilómetros al sur de Mantua. En mitad de unas zonas de 
gran cultura abierta, la aglomeración aparece, cuando se llega allí, como un 
bloque cerrado. El sentimiento de una individualidad local es bastante mar-
cado: la aldea tiene una frontera, invisible pero presente; más allá están los 
26 ¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO? 
campos; después, muy lejos, otras localidades, a las que sólo se va en caso 
de necesidad. La vida comunitaria es débil: se limita a las ceremonias 
familiares, que implican intercambios y recepciones, y a las celebraciones 
religiosas. Entre los que trabajan la tierra, las distinciones exteriores se 
reducen a poca cosa: vestimentas, horarios y preocupaciones son idénticos. 
Unidas las unas a las otras, las casas están todas cerradas a la calle por las 
mismas fachadas austeras, la disposición cuadrada de los edificios impide 
echar una ojeada a los patios, al material, al aspecto de los hogares. Cierta-
mente, hay granjas grandes y pequeñas, y todo el mundo sabe quién es 
obrero, quién tiene un buen ingreso; pero esas diferencias,cuidadosamente 
disimuladas, no influyen ni sobre los encuentros, por lo demás breves, ni 
sobre las conversaciones. Se creería, pues, que se trata de una yuxtaposi-
ción de células autónomas que no establecen entre ellas ningún sistema de 
comparación. En realidad, (a cuestión es solamente encontrar dónde se 
manifiestan los contrastes. Apenas pueden intervenir en la actividad eco-
nómica (los productos de la tierra, consumidos en la granja o vendidos, 
no dan lugar a ningún circuito interno), y se remiten a la única práctica a la 
vez generalizada y pública: la religión. La propia iglesia, gigantesco edifi-
cio, verdadera catedral debida a la generosidad de un obispo nacido antaño 
en la aldea, es demasiado impresionante, demasiado ajena al grupo para 
permitirle expresarse. El verdadero lugar comunitario es el nuevo cemen-
terio, instalado casi al margen de la aglomeración. Las tumbas, todas de 
piedra, están admirablemente cuidadas: ni el material ni las flores ni el cui-
dado parecen sugerir tampoco aquí diferencias. Pero la organización del 
espacio revela una división fundamental: hay tumbas en el centro y tumbas 
a los lados. Contra los muros, se alinean las tumbas de las familias de las 
que ciertos miembros, que se fueron para entrar en la política, en la admi-
nistración, o para ejercer funciones liberales, desearon, sin embargo, ser 
enterrados en la aldea; nada indica que se trate de los más ricos, pero sólo 
las familias acomodadas dan a sus hijos el medio de seguir sus estudios y 
después de encontrar una función, o un oficio independiente en la ciudad. 
En mitad del cementerio se agrupan los monumentos de las familias que no 
han guardado nexos con sus emigrados: aquí, los muertos son verdaderos 
aldeanos. Así, la repartición de los difuntos traduce la separación entre los 
que no salen nunca y los que se vuelven hacia el exterior. No se trata de 
una oposición antigua, sino de una estructuración reciente. Hasta la Uni-
dad, la aldea permaneció sometida a dominaciones lejanas, mal conocidas, 
la de los Gonzaga, después la de Austria y, más estrechamente, la de los 
grandes propietarios eclesiásticos o laicos. El enorme sentimiento de aisla-
¿POR QUÉ EL CINE? 27 
miento, de extrañeza con relación a un medio más o menos hostil, cuyos 
rastros aún se advierten hoy, se ha desarrollado sobre esta base.1' Después de 
1860, el enriquecimiento de algunos grandes terratenientes ha creado una 
brecha que la mentalidad tradicional ha logrado ocultar. En su mayoría, 
los cultivadores han seguido comprando —muy poco, por cierto— sólo en 
la aldea, recibiendo un salario en la región, vendiendo en el lugar sus pro-
ductos excedentes; una minoría ha establecido intercambios con el exterior, 
y enviado a sus hijos a las escuelas urbanas. En la misma época, el antiguo 
cementerio pareció demasiado estrecho, y se ha buscado otro. La lógica, 
sólo la lógica, ha sido invocada para colocar en el contorno las tumbas más 
altas y las más grandes (también las de los más ricos); la distribución del 
espacio mortuorio, traducción simbólica de una nueva división social y de 
otra relación con el mundo, ha sido racionalizada; sin embargo, ha 
subrayado vigorosamente —y al mismo tiempo ha desplazado— los cam-
bios nacidos de las transformaciones económicas. Desde hace un decenio, 
la bipartición ya no es tan neta: la población decrece, todas las familias, 
aun las más pobres, establecen lazos con el exterior, la instalación de los 
pequeños talleres aporta algunos empleos, el comercio se ahoga, los vehícu-
los de motor, y tal vez también la televisión reducen las distancias rom-
piendo el aislamiento. Un decenio más y se podrá medir el efecto de esos 
trastornos sobre las mentalidades, y ver qué papel han desempeñado las 
imágenes televisuales. 
Las mentalidades nos han aparecido, así, como el sistema y los instru-
mentos que un grupo humano se da para transcribir, mediante símbolos, 
discursos, ritos, las relaciones y los contrastes a través de los cuales evolu-
ciona. Entre esos útiles, el observador pronto nota el papel considerable de 
las configuraciones visuales. La importancia de los nexos familiares —úni-
cos unánime y abiertamente reconocidos— queda subrayada en nuestra 
aldea por el número importante de fotografías. La continuidad de las 
generaciones se lee a través de los clichés que hacen sensible un parentesco 
que la muerte o el alejamiento ha vuelto bastante teórico. La costumbre de 
guardar y de exponer retratos se ha extendido desde hace más de medio 
siglo, mucho antes de que el material fotográfico fuera accesible a los cam-
pesinos; no responde a una moda reciente, sino, antes bien, al deseo de 
fijar, por una marca evidente, una relación que sin ella se volvería abs-
tracta. El grupo familiar confirma su existencia a través de una imagen. El 
caso de la iglesia es igualmente notable: la Iglesia espiritual está represen-
tada por la iglesia-monumento, edificio excepcional, cuya grandeza y 
majestad se sobreimponen a la idea que los feligreses pueden hacerse del 
28 ¿POR QUE EL CINEMATÓGRAFO? 
cuerpo de creyentes. En un examen más minucioso, nos damos cuenta de 
que los tres pilares de la organización social de la aldea, al menos hasta un 
periodo reciente, es decir, la iglesia, la familia, y la división de las activida-
des económicas, se han confundido con tres imágenes: una fachada, unas 
fotografías, una figura geométrica (el rectángulo del cementerio, con su 
barda); en ese estadio, las representaciones bien parecen informadas por 
las mentalidades. 
Las representaciones tienen como fuente, al menos parcial, las percep-
ciones visuales; se transmiten a través de imágenes: en los dos extremos, 
constitución y perpetuación, se descubre la intervención de la mirada. Lo 
que muy pronto se manifiesta en la escala de una comunidad limitada 
corre, sin embargo, el riesgo de parecer difuso, inasible, cuando se consi-
dera un conjunto extenso, por ejemplo una nación. Es aquí donde hay que 
tomar en cuenta la aportación del cine y de la televisión. Un discurso, un 
programa, un artículo de prensa sólo son legibles para un público cuyo 
mismo idioma emplean; asimismo, para encontrar espectadores, una pelí-
cula debe combinar imágenes accesibles a quienes la contemplan. La pan-
talla revela al mundo, evidentemente no como es, sino como se le corta, 
como se te comprende en una época determinada; la cámara busca lo que 
parece importante para todos, descuida lo que es considerado secundario; 
jugando sobre los ángulos, sobre la profundidad, reconstruye las jerarquías 
y hace captar aquello sobre lo que inmediatamente se posa la mirada. La 
pintura, la estampa, la fotografía aportaban ya en este dominio indicacio-
nes preciosas, pero sólo concernían a un medio limitado; el cine ensancha 
el campo, que la televisión extiende a una dimensión aún más vasta. Las 
dos pantallas no sólo utilizan las imágenes aceptadas por una sociedad; 
también crean otras nuevas. AI lado de las series visuales ya admitidas 
aparecen otras visiones, visiones de fuerza, de violencia, de guerra, de 
miseria que, retomadas, remodeladas de una película a otra, se convierten 
en las referencias implícitas de los semas empleados en la comunicación. 
Mediante el cine, y más aún mediante la televisión, se difunden los estereo-
tipos visuales propios de una formación social. Un estudio de tas mentali-
dades no podría desdeñar el material (palabras, expresiones, conceptos, 
imágenes) con el cual éstas trabajan, y los medios de expresión audiovisual 
nos permiten, sin duda, aclarar un aspecto del problema, revelando lo que 
son las representaciones, y cómo se forman. La investigación está en sus 
comienzos, sigue siendo vacilante, pero lo que está en juego basta para que 
nos interese saber por qué vías habrá de avanzar. 
¿POR QUE EL CINE? 29 
DIFICULTADES DE LECTURA: 1 ) E L PESO 
DE LA AFECTIVIDAD 
Parece fácil explicar lo que el historiador podrá encontrar, sin duda, en el 
cine o ante la televisión. Los obstáculosaparecen cuando se pregunta desde 
qué ángulo enfocará el filme, y cómo analizarlo. El propio objeto es des-
concertante. Un libro, un grabado, un instrumento tienen un contorno, una 
apariencia que ayuda a tomar la medida; el filme no es más que una pila de 
rollos, indiscernible de la pila vecina; en varios millares de metros de pelí-
cula (3 kilómetros para una película de duración media) están impresas 
imágenes y señales: imágenes demasiado minúsculas, demasiado numero-
sas para poder verlas en la película, y señales incomprensibles en sí mis-
mas. Cuando se termina un libro, volvemos a ciertas páginas, volvemos a 
una frase, a una palabra, todo el tiempo que deseamos. El filme no ofrece 
esta toma inmediata; sólo se convierte en manifestación sonora y visual 
pasando por un aparato que agranda las imágenes, las hace sucederse lo 
suficientemente rápido para dar la ilusión del movimiento, y transforma las 
señales ópticas en sonidos audibles. El proyector gira; signos y señales, 
pertenecientes a sistemas distintos, agreden en conjunto al espectador que 
no tiene tiempo, como lo haría si se ocupara de un texto escrito o de un 
cuadro, de escoger los elementos que le interesan, de fijarse en ciertos pun-
tos, de retomar lo que no ha captado bien; sumergido entre ruidos e imáge-
nes, atrapa lo que puede; después reconstruye, apoyándose sobre impresio-
nes ya semiborradas, lo que le parece que constituye la línea dominante 
del filme. Al término de una función de cine, cada quién reúne lo que le ha 
quedado presente en el espíritu, y da su "interpretación", sin preguntarse 
siempre en qué medida su información previa, su capacidad actual de aten-
ción y sus deseos han orientado sus percepciones. Es curioso notar que las 
discusiones sobre cine generalmente se malogran, por falta de un entendi-
miento previo sobre los métodos y sobre el objeto del análisis filmico. Las 
"lecturas" de filmes rara vez son completamente falsas, y casi nunca satis-
factorias: partiendo de presupuestos implícitos, reposan sobre una selec-
ción arbitraria de argumentos o de indicios, de los que se olvida decir en 
torno de qué sistema preconstruido están organizados. Tomemos un filme 
sobre el cual se ha dicho y escrito mucho, Ladrones de bicicletas. Un 
desempleado italiano ha encontrado un trabajo que requiere el uso de una 
bicicleta; le roban la bicicleta; él la busca por toda Roma y no la recupera. 
Yuxtapongamos algunos comentarios. El filme: 
—Muestra cómo el desempleado, excluido de los circuitos de trabajo, nó 
30 ¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO? 
llega en ningún caso a integrarse a ellos y se ve arrastrado por un meca-
nismo inexorable; 
—Centra la atención sobre puntos secundarios, como la posesión de un 
instrumento, y deja a un lado las causas profundas, el mecanismo del 
desempleo; 
—Subraya la solidaridad de los explotados ante las dificultades de la vida 
cotidiana; 
—Al mostrar la vuelta del desempleado a su medio familiar, no deja nin-
gún lugar a la unión de los explotados contra los explotadores; 
—Denuncia la carencia de las instituciones sociales y de la Iglesia; 
—Marca tan sólo los aspectos caricaturescos de las instituciones sociales y 
de la Iglesia, sin poner en duda su papel en la perpetuación de las injusticias. 
No habría ninguna dificultad en prolongar, más de una página entera, 
estas opiniones, contradictorias de dos en dos. Lo interesante es que nin-
guna de ellas es completamente arbitraria; buenos argumentos, todos ellos 
evidentemente fragmentarios, militan en favor de cada interpretación, lo 
que quiere decir, ora que el filme está atiborrado de contradicciones, 
ora que un juicio global sigue siendo parcial, incompleto, ni verdadero ni 
falso, y por tanto sin gran valor. Las dos proposiciones no parecen, por 
cierto, exclusivas la una de la otra. 
Pocos espectadores relativamente advertidos —y los que discuten a pro-
pósito del cine son siempre más o menos advertidos— se imaginan también 
que la película muestra "la realidad", revela "las cosas tal como son". Ni 
siquiera las fotografías tomadas de improviso, en un lugar cualquiera, 
reproducen el mundo exterior en todas sus apariencias: el marco del visor 
aparta un fragmento de lo que es continuo; hace "presa" de un segmento 
de espacio, y después integra esta pieza en medio de una serie de otras vis-
tas: al aislamiento arbitrario del campo delimitado por la cámara viene a 
añadirse la intervención del montaje, es decir, el conjunto de los efectos de 
contraste, de complementariedad, de acentuación, que entraña la sucesión 
de varias imágenes. Todo el mundo tiene conciencia de ello; sin embargo, 
es muy raro que un público cualquiera no se deje embarcar, aunque con 
reticencia, en el movimiento de un filme. No se podría entonces liquidar 
con una sola frase el ojo ingenuo, la mirada maravillada; puesto que estos 
dos desempeñan su papel, tratemos de comprender a qué corresponden. 
El problema, para nosotros, en el punto en que estamos no consiste en 
saber en qué medida el cine influye, de manera insidiosa y profunda, sobre 
una parte de la población, casi podría decirse de toda una formación social. 
No estamos considerando por el momento más que las opiniones abierta-
¿POR QUÉ EL CINE? 31 
menté expresadas a propósito de películas. Al término de una proyección, 
los espectadores emiten casi siempre un juicio global: "Está bien; es estú-
pida; me ha gustado mucho; me ha parecido mediocre". Después vienen 
las justificaciones; se apoyan sobre observaciones a menudo finas, intere-
santes, pero que no necesariamente confirman la declaración inicial. En 
una palabra, las observaciones del detalle se yuxtaponen a una impresión 
general; los espectadores han sido sensibles a aspectos particulares del 
filme, seleccionando cada uno imágenes o pasajes distintos, y también han 
experimentado sentimientos bastante poderosos de adhesión o de rechazo; 
como estas reacciones inmediatas son fáciles de recoger han sido larga-
mente estudiadas, gracias, en particular, a grabaciones hechas después de 
las funciones de cine-club o de cine educativo. Asi se ha observado que las 
personas son extremamente sensibles a lo que conocen y se fijan en puntos 
minúsculos cuando se trata de un dominio que les es familiar; por otra 
parte, el público se ve tanto más llevado a considerar simultáneamente 
varios pasajes o diversos elementos del filme, a confrontar unos a otros, 
a proponer una vista de conjunto, si ha recibido una mayor formación 
escolar o universitaria. Los historiadores no constituyen una excepción a 
estas reglas. Pueden mostrar una vigilancia puntillosa a propósito de los 
anacronismos o de los errores, sin preguntarse si los olvidos que han 
notado alteran no la "verdad histórica" sino sencillamente la organiza-
ción del filme; se ven tentados a tomar las cosas desde lo alto, a hacer una 
síntesis, aun después de una sola visión; por último, como todos los espec-
tadores, explican, defienden la impresión que han resentido. ¿A qué corres-
ponde, pues, esta reacción global de casi todos los espectadores? La evolu-
ción de un debate consagrado a Camaradas acaso nos permita responder. 
El filme narra una huelga ocurrida en Turin a finales del siglo xix. Después 
de una proyección, un historiador se constituyó en campeón de esta pelí-
cula; apoyándose sobre varios ejemplos, bastante poco precisos, se dedicó 
a mostrar la autenticidad de la trama y de la presentación de los persona-
jes; acosado a preguntas, acabó por dar sus referencias: se trataba de los 
recuerdos de Turín que varias veces había oído contar a su abuelo. La 
proyección le había recordado sus impresiones de infancia, y el placer que 
había experimentado le hizo considerar excelente el filme y, por ello, defen-
derlo. Es raro que los interesados acepten llevar tan lejos su propio análisis 
y, por lo demás, las cosas no siempre pueden ser así de claras; motivacio-
nes variadas entran en la cuenta: adaptación física a la atmósfera parti-
cular de la sala de espectáculos,simpatía o antipatía hacia los personajes, 
que puede llegar a la identificación; vago reconocimiento de los lugares o 
32 ¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO? 
de las circunstancias; !o esencial es que, en la mayoria de los casos, la 
recepción dada a un filme, al menos en su primera visión, se ve gobernada 
por reacciones fundamentalmente afectivas; la ciencia de los detalles y el 
uso de las generalidades intervienen posteriormente, para encontrar justifi-
caciones a la emoción ¡nicialmente sentida. Tales caprichos son casi inevi-
tables. La única manera de no dejarles dominarnos por completo es acep-
tarlos sin duda, analizarlos y tenerlos en cuenta en el trabajo consagrado a 
las películas. 
DIFICULTADES DE LECTURA: 2) L A S FALSAS 
EVIDENCIAS DE LAS IMÁGENES 
¿Es posible ir mucho más allá y tratar de eliminar toda forma de emotivi-
dad? Por ejemplo, después de un número suficiente de proyecciones, ¿se 
puede hacer la separación entre lo que va dirigido tan sólo a la sentimen-
talidad de los espectadores, que, entonces, no tomaremos en cuenta, y lo 
que es puramente informativo, y por tanto mensurable y verificable? Seme-
jante investigación me parece sumamente arriesgada y en cierta medida 
incompatible con un estudio del cine. Como la tentación existe, es nece-
sario abordar este punto, y ver bien lo que aqui está en juego. Nuevamente, 
partiré de una experiencia concreta; se trata de los debates celebrados con 
un grupo de estudiantes al término de varias proyecciones de Ladrones de 
bicicletas. Los espectadores habian aprendido a dominar sus primeras 
impresiones; se resistían a toda forma de identificación con el desempleado 
o con su hijo, y se colocaban a distancia respecto de una trama cuyos 
hilos no tenían dificultad en desenredar. Después de haber analizado y cri-
ticado el contenido ideológico del filme, unánimemente se declararon 
impresionados por la "verdad" de ciertas imágenes. Según ellos, había, por 
una parte, una historia un poco pesada, muy llena de detalles, y cargada 
del lado de los valores familiares; y, por otra parte, fotografías que ofrecían 
un gran valor documental: inmuebles multifamiliares, colas de desemplea-
dos ante una oficina de colocaciones, trámites del Monte de Piedad, vida en 
los barrios populares de Roma. Ninguno de esos datos particulares les 
aportó una revelación, pero contemplando las imágenes, encontraban una 
confirmación de lo que ya conocían. El estudio de las estadísticas, la lec-
tura de los informes oficiales y de la prensa, los testimonios de los desem-
pleados les habrían enseñado más cosas sobre los orígenes, el desarrollo, 
los efectos de la falta de trabajo y sobre los dramas sociales de la post-
guerra; sin embargo el filme, como hería su vista, les parecía más seguro, 
más "creíble", menos "libresco". 
¿POR QUÉ EL CINE? 13 
Sin tratar de generalizar apoyándonos en un solo caso, podemos hacer 
algunas observaciones a propósito de esta reacción. La actitud de los 
espectadores traduce una profunda reverencia hacia lo que es visible y lo 
que se mueve. La imagen lleva en sí misma una especie de evidencia, que 
hace ias veces de prueba: es tranquilizador ver reforzado por eJJa Jo que ya 
se sabía. El filme, en estas circunstancias, no convence porque "haga reali-
dad", porque reproduzca "la realidad"; todos saben bien que la "realidad" 
del desempleo no reside en una serie deshilvanada de fotografías, ni en la 
aventura más o menos novelesca de un solo desempleado. El filme sólo per-
suade porque se conforma a un saber anterior, que en cierta forma viene a 
autentificar. El valor informativo atribuido a las imágenes depende menos 
de su contenido que de la actitud muy particular de los historiadores frente 
al material iconográfico. La historia siempre ha sido y sigue siendo priori-
tariamente tributaria de los textos; utiliza marginalmente los documentos 
visuales, que tiende a considerar secundarios; en la mayoría de los trabajos 
históricos, la iconografía es un anexo de la bibliografía; las fuentes repre-
sentativas a menudo son llamadas al rescate, pero tan sólo para dar una 
confirmación, para ajustar un detalle; las obras de historia (las de las 
escuelas, pero también las del gran público y aun las de los especialistas) 
están atestadas de ilustraciones, generalmente mal comentadas, a menudo 
repetitivas, de las que nos preguntamos si no son un lujo complementario. 
Ningún historiador cita un texto sin "situarlo" o comentarlo; en cambio, 
algunas aclaraciones puramente fácticas bastan, en general, para la ilustra-
ción. Tras esta clase de indiferencia no es difícil notar una tendencia pro-
funda a sobrestimar lo que es visual; cuando las palabras ya no valen, 
cuando el redactor busca en vano otros calificativos, recurre a la imagen, a 
la que atribuye virtudes casi mágicas: habla "por sí misma", "muestra", y 
esto basta; la iconografía parece garantizar una especie de presa inmediata 
sobre la época, sobre los hombres y los lugares de que trata el libro; per-
forando la trivialidad de lo escrito, abre una profundidad, una tercera 
dimensión; confiere un volumen a la evocación del pasado y, al hacerlo, 
adquirimos la certidumbre de que la gente en verdad era tal como está 
descrita. 
Despreciada o sobrevaluada, la iconografía no es, de todas maneras, 
más que una sirvienta. Habituados a reflexionar sobre textos, los historia-
dores también escriben textos; se valen de palabras, de frases, de discur-
sos para sintetizar la evolución de las relaciones humanas a través de los 
tiempos. Cuando se apoderan de los documentos visuales, los tratan con el 
mismo espíritu, con los mismos métodos; los remiten automáticamente a 
34 ¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO? 
una construcción discursiva en función de la cual los juzgan, los clasifican, 
los distribuyen. La mayor parte de las ilustraciones —y éste es un problema 
importante, en el que hay que detenerse— tienen por objeto principal rem-
plazar los párrafos narrativos o descriptivos. Cuando los historiadores atri-
bulan una importancia enorme a la persona de los actores —reyes, minis-
tros, dirigentes— hacían sus "retratos": la introducción de cuadros, de gra-
bados fue para ellos un progreso: la efigie de Luis XIV remplazó con ven-
taja a todo un ejercicio de estilo sobre el físico del Rey Sol. Sensible a los 
fenómenos colectivos, la historiografía contemporánea llena las partes 
bajas de las páginas con cortejos, reuniones, ejércitos en marcha, trabaja-
dores en la fábrica, campesinos con la carreta. Y se ve surgir así un curioso 
argumento: la imagen sería más "viva" que el texto; en cuanto al filme, 
uniendo la voz al gesto, el sonido al desplazamiento, alcanzaría lo máximo 
de la "vivencia". Esta búsqueda de la "vida" es una preocupación muy 
extraña; lo que ya ocurrió queda, por definición, abolido; se le puede tratar 
de evocar de manera atractiva o tediosa, se puede uno mostrar sensible a 
los valores del pasado o permanecer completamente ajeno a ellos, pero, en 
todo caso, no se opera una "resurrección". El talento del historiador se 
revela gracias a esta latitud, que se le ha dado, de ocultarse detrás de los 
"hechos" o, por lo contrario, de jugar con sus matices. La imagen, en cam-
bio, está definitivamente fijada: permanecerá, inmutablemente, un conjunto 
de lineas y de manchas que nuestra educación nos permite etiquetar: "re-
trato", "escena callejera", "interior de un taller". También el filme es 
muerto; la confusión tan a menudo cometida respecto a él —admitir que 
movimiento = vida— es característica de una ausencia de reflexión sobre 
los materiales de que disponen los historiadores, y sobre el lugar de lo 
visual en nuestra cultura. He aquí una película de actualidades realizada 
por el Instituto Luce: el 10 de junio de 1940, Mussolini, en el balcón del 
palacio de Venecia, anuncia a los italianos la entrada en guerra contra las 
democracias occidentales. El Duce y la multitud están allí, por turnos, en la 
pantalla, uno hablando, la otra vociferando. Pasemos sobrelas manipula-
ciones ulteriores, sobre los efectos de montaje, sobre las adiciones que han 
homogeneizado la banda sonora; hagamos como si nos encontráramos en 
presencia del documento bruto, tal como el operador lo ha filmado. Lo que 
vemos no es otra cosa que un juego de sombras animadas que, por otra 
parte, podemos interrumpir, enmudecer, volver a tomar desde el principio, 
o proyectar hacia atrás. Las imágenes evidentemente no son arbitrarias; 
proceden de argumentos que han ocurrido, y ulteriormente deberemos 
interrogarnos sobre los nexos que unen las fotografías con los objetos que 
¿POR QUE EL CINE? 35 
representan; sin embargo, no necesitamos de este giro para apreciar el 
abismo que separa nuestro rollo de película de las escenas que se produ-
jeron en la Piazza Venezia en junio de 1940; el filme es un eco, como lo 
seria un artículo de periódico o un testimonio directo. Colocar una vista de 
la manifestación en medio de un párrafo sobre la intervención italiana en el 
conflicto mundial, interrumpir un curso dedicado a esta cuestión para 
proyectar el filme no son más que medios de confiar a las imágenes el papel 
de un texto. Para evocar la gravedad del fenómeno de la disoccupazione en 
la Italia de 1947, puedo escribir: "En los alrededores, desde la mañana, los 
hombres se aprietan, ansiosos, alrededor de la oficina de empleo; un 
empleado sale al balcón y llama a aquellos a los que se les ha encontrado 
un trabajo; un pesado silencio precede la enunciación de cada nombre, que 
va seguido por un murmullo de desilusión"; también puedo proyectar los 
cuatro planos iniciales de Ladrones de bicicletas; si sólo se trata de ir con 
rapidez y de ser precisos, la ganancia es evidente. Pero las dos operaciones 
se unen; participan de una misma historia fenomenológica que describe o 
muestra unos comportamientos, tratando de captarlos desde el exterior, a 
través de sus efectos perceptibles. La impresión de "verdad" experimentada 
por los estudiantes en el curso de la función antes evocada se debía a que 
veían, traducido en imágenes, lo que fácilmente habrían podido expresar 
con palabras en un papel. Nada se opone a que un historiador utilice foto-
grafías o películas para completar una exposición; si su tarea se facilita así, 
tanto mejor para él y para su público. Pero bien debe explicar que no cam-
bia de terreno; el modernismo —relativo— de su material documental no 
influye sobre su trámite. Para revestir las cosas brevemente, la película a 
menudo es cómoda, pero no es ni más ni menos "verídica" que el texto y, 
cuando sirve de ilustración, desempeña una función que no difiere en nada 
de la de un documento escrito. 
Como teníamos tiempo, el debate sobre Ladrones de bicicletas no se 
quedó allí. Varios espectadores hacen notar que el desempleado, en sus 
desplazamientos, hacía recorridos a través de la ciudad y revelaba, de 
manera oblicua, probablemente sin que lo desearan los realizadores, una 
especie de corte en la Roma de la postguerra; detrás del héroe también se 
distinguía la fisonomía de ciertos barrios periféricos, la animación de las 
calles en sábado, la importancia del mercado del domingo —desde enton-
ces, completamente transformado— en la Piazza Vittorio Emanuelle II, la 
movilización de las multitudes para los acontecimientos deportivos y, aún 
más, el papel hoy difícilmente imaginable de la bicicleta en una época en 
que el automóvil pasaba por una rareza. Por otra parte, en cualquier pelí-
36 ¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO? 
cula el decorado tomado de la "realidad", ¿no interviene casi necesaria-
mente? Aun cuando la filmación se haga en un estudio, en sitios entera-
mente reconstituidos, ¿no se intenta imitar las fachadas, las tiendas, los 
apartamientos que existen o podrían existir? Una exploración sistemática 
de los filmes realizados durante cierto periodo, ¿no nos ofrecería instantá-
neas de la vida cotidiana, no evocaría "la atmósfera" en que vivía la gente? 
Por un giro sutil, estas preguntas nos vuelven a la tesis antes discutida; 
encontramos allí el afán obsesivo de la "vivencia concreta". Sería fácil aislar, 
en Ladrones de bicicletas, todas las vistas de Roma, y después volver a 
emplearlas, solas o con otros clichés, para darnos una idea del conjunto de 
la capital en 1947. No hay duda de que el montaje sería interesante, pero 
no representaría más que una síntesis a posteriorí de documentos antiguos, 
es decir, un trabajo de historia clásica. Tomar las informaciones en textos 
escritos y combinarlos, o escoger fotografías así fuesen animadas y reu-
nirías no constituyen dos operaciones distintas. En ambos casos, se acep-
tan las informaciones por su valor aparente, se reconoce que son "objeti-
vas", que no han sido orientadas por la persona de quienes se han recogido 
y transmitido; el historiador no tiene más que hacer una selección con dis-
cernimiento, y después organizar su materia, para mostrar en qué marco 
vivían los italianos de 1950. Sin embargo, acaso las imágenes no sean 
"neutras"; quizá las ojeadas de conjunto que nos ofrecen de tal o cual lugar 
desempeñen una función en el conjunto del filme y no hayan sido retenidas 
sino porque desempeñaban un papel, al menos implícito. Cuando el his-
toriador se pone por tarea el estudio de las mentalidades, le está prohibido 
hacer elecciones a priori; decidir, en nombre de sus solas normas de apre-
ciación, que una fotografía es importante y que otra no lo es. Las vistas de 
Roma que aparecen en Ladrones de bicicletas participan en una represen-
tación global, la que los cineastas se hacen de los desempleados en la ciu-
dad, de los desempleados ante la ciudad; así, la Piazza Vittorio Emanuelle 
II no es una plaza cualquiera; representa el centro de la ciudad; es el final 
de un itinerario que el desempleado no llega a terminar solo, y para el cual 
necesita introductores; lugar de una decepción, remite la búsqueda a la 
periferia, donde los protagonistas atraviesan otros espacios, por los que 
habría que evaluar, a la vez, el lugar que ocupan en el filme y las relaciones 
que mantienen unos con otros. Habiendo sido rodados los exteriores en la 
propia Roma no sería escandaloso servirse de ellos para restituir "el ros-
tro" de la capital. Procediendo así, saltaríamos, sin embargo, por encima 
de una cuestión importante; ¿qué es lo característico de una ciudad, y de 
esta ciudad particular, en un momento dado? ¿Son reveladoras las imá-
¿POR QUE EL CINE? 37 
genes incluidas en el filme? ¿Por qué se trata de ese gran inmueble, de ese 
cruce, de ese estadio, y no de otros paisajes urbanos? La selección operada 
para Ladrones de bicicletas parece ilógica, injustificable, mientras no se la 
pone en relación con el desarrollo del filme; y, en cuanto se insertan los 
lugares en la totalidad de la realización, el aspecto de "cosa vista" de las 
fotografías se vuelve secundario. Dos vías extremas entre las cuales se abre 
un gran abanico de compromiso, se ofrecen al historiador cuando aborda 
el cine: por una parte, buscar en los filmes lo que es puramente documen-
tal, y utilizarlo como material primario para una síntesis original; por otra 
parte, considerar las realizaciones fílmicas como conjuntos, en que la inser-
ción de cada elemento reviste una significación, y tratar de captar los 
esquemas que han determinado la puesta en relación, la organización de las 
distintas partes constitutivas del filme. Trato de orientar el presente trabajo 
hacia la segunda solución, pero me importa precisar que si, personalmente, 
la considero más interesante, no me parece ni mejor justificada ni más 
importante que la otra; durante largo tiempo, cada quién encontrará lo que 
más le guste siguiendo sus preferencias en el vasto campo de lo audiovisual. 
LAS OTRAS INVESTIGACIONES: 1) L A HISTORIA DEL CINE 
Habiendo comenzado con un ejemplo concreto, enumeremos los proble-
mas que deberían plantearse a propósito de Ladrones de bicicletas: 
—¿Por qué se consagra una película al desempleo, en 1947? 
—¿Quién habla

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