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SECCIÓN DE OBRAS DE SOCIOLOGÍA SOCIOLOGÍA DEL CINE PIERRE SORLIN SOCIOLOGÍA DEL CINE La apertura para la historia de mañana Traducción 4e JUAN JOSÉ U T R ' I I A F O N D O DE C U L T U R A ECONÓMICA MÉXICO Primera edición en francés, 1977 Primera edición en español, 1985 Título original: Sociologie du cinema. Ouverture pour l'histoire de demain 6 1977, Éditions Aubier-Montaigne, París ISBN 2-7007-0073-2 D. R- i 1985. FONDO DE O ' I . T I R A ECONÓMICA, S. A. DE C. V. Av. de la rniversidad, 975; 03100 México, D. F. ISBN 968-16-1839-4 Impreso en México ADVERTENCIA EL HISTORIADOR del siglo xx atraviesa necesariamente, en una de sus bús- quedas, por el cine y la televisión. Los obstáculos prácticos no lo arredran largo tiempo: compañías productoras, cinematecas y cadenas de televisión han editado sus catálogos, y excelentes repertorios le permiten encontrar las películas o las emisiones que necesite. La inquietud nace con la llegada del material, cuando el historiador se pregunta cómo empezará, qué uso dará a sus películas, de qué manera las analizará, en qué medida será afec- tada su práctica por recurrir sistemáticamente a la imagen. Reflexionando, como tantos otros, en ese problema, desde 1970 he tra- tado de definir las condiciones de un enfoque histórico del material audiovi- sual, cuyos primeros resultados deseo presentar. Centrado en la problemá- tica y los métodos, este libro es necesariamente austero; se trata de la apertura a un dominio muy poco explorado y aun cuando parte de un caso concreto —el del cine italiano—, la obra tiende más a dar una visión general que a estudiar un sector particular de la producción fílmica. El deslinde de un territorio nuevo, operación siempre delicada, en el caso del cine se com- plica más por tres dificultades suplementarias. En primer lugar, los his- toriadores son los últimos en llegar; antes que ellos, otros han delimitado el terreno, organizado un conjunto de señales (técnicas, vocabulario, concep- tos) que hay que aceptar, puesto que ya es utilizado por la mayoría de aquellos a quienes interesa el cine; los historiadores no pueden ni ignorar lo que ha precedido a su intervención, ni contentarse con tomar al azar algu- nos términos aparentemente cultos de los semióticos o de los sociólogos, y se ven obligados a tener en cuenta las exploraciones anteriores. En segundo lugar, el terreno oculta una mina de oro; mientras que los documentos con- servados en los archivos o las bibliotecas no han hecho rico, sin duda, a nadie, la película y la banda magnética sí son asombrosas fuentes de lucro; la puesta en evidencia de las condiciones de producción, que no es absolu- tamente necesaria con los documentos escritos, se vuelve indispensable cuando se trata de examinar lo audiovisual. Por último, cine y televisión conjugan distintas maneras de expresión (imagen, movimiento, sonido, palabra), mientras que los historiadores no han aprendido nunca a "do- mesticar" más que los textos; el estudio de lo audiovisual supone una ver- dadera reconversión, que comienza con la aceptación del hecho de que las combinaciones imagen-sonido producen, a menudo, impresiones intraduci- 7 8 ADVERTENCIA bles en palabras y en frases, y prosigue con el aprendizaje de otras reglas de análisis y de exposición. Tres series de preguntas han determinado la separación del libro en tres partes. La primera establece el balance de los resultados adquiridos por otras disciplinas, y trata de precisar los dominios en que el cine tiene opor- tunidad de ser útil al historiador. La segunda podría intitularse "cuadro económico y social"; se trata allí de los que fabrican, de los que consumen y de la influencia que el mercado ejerce sobre la realización de los objetos audiovisuales. Abordando el análisis Mímico, la tercera parte corre el riesgo de desconcertar a ciertos lectores, tanto por su aspecto técnico cuanto por su carácter hipotético; sin embargo, no me parece que sea posible eludir ciertos problemas precisos planteados por la lectura de un filme en parti- cular, y menos aún de una serie de filmes; el camino que propongo es difí- cil, sin duda, pero de los debates sobre estos capítulos tenemos el derecho de esperar el mayor provecho para la definición de un enfoque y un modo de análisis adaptados a lo que es específico en los mensajes filmicos. No hablo aquí más que de cine, que ofrece un terreno de experimenta- ción reducido, relativamente fácil de delimitar, y menos marcado que la televisión por el peso aplastante de los Estados Unidos. El desarrollo de la información televisada abrirá ulteriormente muchas otras vías, comen- zando por la que nos conducirá a transcribir en emisiones audiovisuales los resultados obtenidos por las investigaciones históricas. Pero tal será la etapa siguiente y el objeto de otra investigación, que ya no se limitará tan sólo a la sociología del cine. Primera Parte ¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO? I. ¿POR QUÉ EL CINE? A LO LARGOide la pared, la cola de personas se alarga poco a poco. Estamos allí treinta, cincuenta, ajenos a los transeúntes, vueltos hacia el cine, unidos durante algunos minutos por lo único que nos es común, la espera de un mismo filme, y dispuestos a hablar —durante tan poco tiempo— de ese vínculo provisional. En las breves observaciones que circulan aparece la trama de una red de correspondencias, de interacciones, de influencias apoyadas por ese pretexto que constituye la proyección. Hemos venido a ver la película porque se habla de ella, porque hay que haberla visto, por- que allí aparece fulano o zutano, porque necesitamos verificar —contrade- cir—, discutir los juicios que ya corren, porque allí encontraremos un tema de conversación, porque estamos hartos de ser de los que no pueden ha- blar de ella. La película es cuadriculada de antemano, recubierta de opiniones previas y futuras. Asistir —no asistir— a una función: esa elección es superior al objeto que se trata de ver; revela intereses, una actitud, relacio- nes con el medio que no se resumen en el acto —tan sencillo— de comprar una entrada y de sentarse; sin embargo, precisamente a partir de este objeto se tienden otras redes, se constituyen relaciones nuevas. Ir al cine es, indisociablemente, cumplir con un rito social e integrarse al conjunto de los testigos de un espectáculo particular. Por lo demás, el cine llega a demasiadas personas, ocupa muy pocas horas en una semana para que se le atribuya una gran influencia. Es en torno a la televisión donde se manifiestan con mayor claridad las inter- ferencias entre el espectáculo, los espectadores y la globalidad del medio social en que tal espectáculo se prepara, se emite, se recibe. No hay quien no haya hecho la sencilla experiencia que consiste en entrar en un lugar pú- blico al día siguiente de una emisión muy difundida, y observar las líneas de intercambio, los circuitos de palabra desatados en torno a este polo común. El observador distingue pronto a los que han mirado y a los que no han querido ver, a los que han entrado en el juego y a los que se han mantenido reservados; pero quisiera saber más: ¿qué silencios ha permitido romper la evocación del espectáculo? ¿Qué otras cuestiones ha apartado? ¿Qué pun- tos han sido captados por todos? ¿Qué matices han permitido a una minoría imponer su juicio,, y por tanto su autoridad, a todo el grupo? Y, aún más allá, ¿qué quedará de la emisión? ¿Qué tejido de conocimientos, de ideas, de prejuicios, se formará a lo largo de un año, de muchos años de 11 12 ¿POR QUE EL CINEMATÓGRAFO? asiduidad televisual, de discusiones en torno a los programas, de reconsti- tución, a partir del espectáculo, de los sistemas de exclusión, de inclusión, de aceptación, de guia, propios de cada grupo o de la totalidad de los gru- pos sociales? Esbocemos una comparación, mala como lo son siempre los paralelos, pero que precisa la manera en que se podría plantear el problema. En la mayorparte de las naciones europeas, la instauración de la escuela obliga- toria ha revestido enorme importancia; la mayoría de los niños han visto cómo se les imponía una disciplina idéntica, han aprendido en los mismos textos, han integrado referencias, modos y explicaciones similares. Toda forma de comunicación, a cualquier nivel que intervenga, presupone la existencia de una reserva de ideas y de imágenes de que se sirven los locu- tores. La escuela del siglo xix ha aportado esa barrera mínima, ha creado (a expensas, sin duda, de los particularismos, pero no es éste el punto que nos detiene) el abasto indispensable para que se produzcan los intercambios. En otro sentido y en escala indudablemente distinta, la televisión crea há- bitos (un país entero inmovilizado ante las pantallas), impone modelos a un gran público, pretextos u ocasiones de hablar. ¿Qué se observa, qué se ve realmente? ¿Qué se retiene y qué se deja pasar? ¿De qué se discute y cómo se comentan, a partir del espectáculo recibido por todos, los conflictos o las brechas sociales? ¿Qué palabras, qué clichés, aprendidos de la televisión, constituyen el material a partir del cual las clases sociales van a definirse y a fijar sus oposiciones? Entre los que observan las sociedades contemporáneas y su porvenir, nadie puede evitar estas preguntas. Un solo ejemplo bastará para medir su importancia. En un país capitalista, ninguna política puede desconocer los cálculos ni las elecciones de los agentes económicos, que son las empresas y las familias; ahora bien, las actitudes de los unos y de las otras, pero sobre todo de las familias, dependen estrechamente del concepto que se han formado del estado del mercado y de sus mecanismos. Desde hace largo tiempo se ha tratado de evaluar la repercusión de tal o cual variación coyuntural, preci- samente mensurable, sobre la conducta de los agentes, pero esta investiga- ción ha resultado gravemente insuficiente: habría que medir el peso de la información cotidiana, de la presentación de los datos comerciales, de las imágenes de la vida económica, ver cómo esos informes integran las fami- lias a un sistema de intercambios, inducen el conjunto de sus reacciones. Sin embargo, no disponemos de ningún método sólido y comprobado para llevar a buen término las investigaciones de este tipo. Espectadores nosotros mismos, que hemos crecido, cualquiera que sea nuestra edad, con ¿POR QUÉ EL CINE? 13 la pantalla grande y la pequeña, rara vez somos capaces de definir la parte que corresponde al cine o a la televisión en la constitución de nuestro bagaje intelectual, o en nuestras relaciones con el exterior. Con mayor razón aún, nos vemos desarmados cuando hay que extender las investiga- ciones a una colectividad. Se nos han propuesto hipótesis brillantes sobre el paso de una civilización de la escritura a una constelación de lo audiovi- sual y sobre los trastornos familiares, escolares, políticos, culturales, intro- ducidos por la pantalla pequeña. Casi no se necesita tiempo para percibir que tales construcciones reposan sobre muy pocos datos observables y apelan antes a generalidades que a análisis concretos. Sabemos lo que ocurre en las pantallas, pero nos cuesta trabajo precisar lo que se percibe, lo que se convierte en medio de intercambio o de enfrentamiento. El ensayo que presento lleva la marca de esas incertidumbres. El trabajo que ahora habría que emprender sería una encuesta efectuada por un vasto equi- po, sobre el lugar de los medios audiovisuales en la vida social del siglo xx. Para definir los objetivos, para cerner y comenzar a poner en acción las técnicas de investigación, en una palabra, para intentar un primer ensayo, conviene descubrir un campo menos vasto. Y este campo parece ser el cine; en él, la producción es restringida, limitado el público. La diferencia de escala es considerable: el cine se dirige a una minoría y conoce fuertes variaciones de público, según las regiones o los medios; la televisión llega a un número enorme de espectadores y ejerce su influencia casi sin disconti- nuidad. Por tanto, no sería serio considerar al cine como un modelo redu- cido de la televisión; para pasar de un dominio al otro se necesitaría más que una simple adaptación; pero tocamos aquí otra etapa de la investiga- ción que sólo podrá venir después de una critica del paso dado y de los resultados obtenidos a partir de la pantalla grande. La televisión sigue siendo un horizonte lejano, y este volumen no abordará más que los proble- mas del cine. Siendo historiador, escribo para historiadores un libro que, pese a su pre- sentación insólita, pretende ser una obra histórica. Esta advertencia ha de poner en guardia al lector: no pretendo ofrecer el esbozo de un método de análisis a todos los que se interesan por lo audiovisual; por lo demás, se necesitaría una competencia multidimensional que sólo podría poseer un grupo de investigadores. Mi objetivo es estrecho —de tal manera estrecho que considero indispensable fijar sus límites—, y de allí esta larga introduc- ción que pretende plantear algunas preguntas a veces un poco olvidadas. ¿De qué se habla al llamar histórica a una obra como ésta? Llamaré his- 14 ¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO? toria a la evolución de las relaciones que las formaciones sociales mantie- nen con el medio natural y con las demás formaciones sociales. La defini- ción de los parámetros aquí invocados —medio natural y formaciones sociales— es cuestión de opción política; pero, en todo caso, un dato se escapa de las consideraciones teóricas: se trata del tiempo, cuya naturaleza nos es desconocida: mientras que llegamos a aclarar las modalidades de transformación de las sociedades, el hecho mismo de la duración sigue siendo incomprensible para nosotros. Ciertos grupos humanos, entre ellos aquél en que vivimos hoy, han tratado de computar el tiempo, para después adueñarse de él. La historia —y por ella entiendo la historiografía, la puesta de la historia en forma literaria— ha nacido de este esfuerzo: estu- diando, como otras "ciencias humanas", el devenir de las formaciones sociales, lo somete al molde de la cronología. El discurso histórico se orga- niza en función de lo que los matemáticos llamarían una relación de orden, transitiva y antisimétrica, es decir que lo que es antiguo siempre es perci- bido como causa (posible) de lo que es reciente, mientras que lo contrario parece imposible. Ni aun hoy podría exagerarse la parte del tiempo medida en el trabajo histórico; por muy audaces que sean los que escriben la his- toria, cuentan en siglos, en decenios, en periodos; todo estudio se inserta en un cuadro, se inscribe en una "tajada" de duración, y se fijan, hasta implí- citamente, un origen y un término, fuente y meta, alfa y omega entre los cuales se "desarrollan" los acontecimientos. En su forma clásica, siempre viva, aun si hoy se la cubre de datos cifra- bles tratados por series, la historia es un relato cuyas reglas nos parecen bastante próximas de las del discurso común. Ya se trate de un accidente o de una competencia deportiva, de una crisis social o de un conflicto polí- tico, siempre se encuentra el mismo tipo de presentación: las circunstancias elegidas se aislan, se limitan, al principio, con un impulso inicial, se reto- man siguiendo la alineación cronológica de las jornadas o de las horas. Veremos que la gran mayoría de las películas se pliega a una construcción idéntica. Así la historia, arbitraria en sus reglas, como toda disciplina que favorece ciertos aspectos de la actividad social, utiliza para su construcción y su difusión las reglas de la expresión corriente. Acaso sea esto lo que explique su paradójica situación en mitad de las ciencias humanas: aferrada a una transitividad que las otras ciencias han abandonado, parece caduca, parece ahogada en sus tradiciones, incapaz de definir sus concep- tos de base o de formalizar sus resultados, hasta el punto de que algunos no vacilan en condenarla;al mismo tiempo, es objeto de una creciente demanda de parte del público no especializado que aún la encuentra accesi- ¿POR QUE EL CINE? 15 ble. La historia morirá, sin duda, pero su supervivencia es probable mien- tras el relato siga siendo una forma admitida (¿preponderante?) de la comunicación. La medida de tiempo más sencilla es la datación. Durante largo tiempo, la historia no ha sido más que un esfuerzo por restablecer los datos correc- tos, por revelar las anterioridades y proponer encadenamientos auténticos. El encuentro con sociedades indiferentes a la noción de continuidad lineal, la presión ejercida por otros tipos de investigaciones han conducido a los historiadores a reconocer en la cronología un instrumento útil para calibrar los efectos de superficie, pero demasiado rígido para capt.ar las permanen- cias o los movimientos profundos que regulan la evolución de los grupos sociales. Si la duración sigue siendo el elemento fundamental al que se remite el trabajo histórico, se trata de una duración diversificada, de una articulación de "tiempos heterogéneos", tiempo individual expresado en meses o en estaciones, tiempo de la producción mensurable según la orga- nización de los intercambios y la rapidez de circulación de los bienes, tiempo propio de las clases sociales, evaluado según la alternación de perio- dos de ofensiva y de momentos de retroceso. La duración ha perdido su valor de escala abstracta, se desarrolla y se fragmenta según las prácticas de los grupos considerados. Actor, él mismo, en la historia de su época, que tiene del tiempo el uso propio al medio en que evoluciona, el historiador se pone en busca de las formas de duración copresentes durante otra época o, en la misma época, en un círculo ajeno al suyo. MENTALIDADES, IDEOLOGÍA: ENSAYO DE DEFINICIONES Para suorayar la importancia que atribuyen a estos puntos de vista diferen- tes, para relativizar el tiempo según la posición del grupo en cuestión, los historiadores recurren a términos nuevos: "visión del mundo", "mentalida- des", "representación". La elección de esas expresiones marca un esfuerzo de renovación, pero a menudo oculta una gran incertidumbre. Si es inútil proponer definiciones universales para cada uno de los conceptos reteni- dos, al menos habría que precisar el sentido que se les da en una investiga- ción particular. Considero indispensable indicar el empleo que haré de ellos en este trabajo. He descartado "visión del mundo", ya antigua, inútilmente planetaria (¿para qué hablar del "mundo"?), y utilizada con demasiada fre- cuencia. Por lo que concierne a las mentalidades, al principio se puede rete- ner la aceptación común, que tiene por inconveniente mayor el ser casi exclusivamente una enumeración. "Mentalidad" designa, para empezar, un 16 ¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO? material conceptual, un conjunto de palabras, de expresiones, de referen- cias, de instrumentos intelectuales (se habla a veces de "bagaje mental") comunes a un grupo; se trata, en seguida, de las nociones que permiten delimitar los conjuntos sociales, del más próximo al más lejano, situarlos, considerar sus relaciones; por último, hay que incluir allí los mecanismos de intercambio, de transmisión y de transformación propios de la unidad social considerada. En resumen, se ordenarían en las mentalidades los ins- trumentos de intercambio que no son estrictamente materiales (aun cuando la distinción a veces sea difícil), la definición del espacio social y las reglas de traslación en el interior de este espacio. La naturaleza de las "represen- taciones" es menos clara aún: algunos designan con ese término lo que otros llaman mentalidad; así se podría —y ésta es la solución en que yo me detengo— no ver allí más que un aspecto de las mentalidades, aspecto a menudo descuidado, por difícil de precisar, y sin embargo esencial, y que concierne a las "imágenes", la parte exclusivamente visual de las mentali- dades; a las palabras, a las expresiones, a los útiles, se añadirían así las figuras y se descubriría, sin duda, que ocupan un lugar fundamental en las mentalidades. El cine nos obligará frecuentemente a regresar a este pro- blema. ' Aun con la explicación burda que hemos propuesto para "mentalida- des", inmediatamente aparecerá una dificultad: recurrir a este término, ¿no es una manera de hacer corto circuito en el concepto de ideología que, a la vez, está demasiado marcado políticamente y demasiado trillado (se habla sin cesar de la ideología de los individuos, de los partidos, de las institucio- nes, de la prensa, etc.)? Ideología fue, para empezar, la palabra utilizada para designar los sistemas de ideas; recientemente, el concepto desarro- llado por Marx y Engels en La ideología alemana ("Las representaciones que se hacen los individuos son ideas, sea en sus relaciones con la natura- leza, sea en sus relaciones entre ellos, sea sobre su propia naturaleza") se ha impuesto de manera casi general; por tanto, hay que tomar la ideología en el sentido que el término recibe hoy: conjunto de explicaciones, de creencias y de valores aceptados y empleados en una formación social. Las relaciones sociales nunca son transparentes. Tanto menos lo son cuanto que implican grupos o clases con contornos móviles, en estado de conflicto atenuado o declarado, que ya se afrontan de manera directa, ya deben contemporizar. La ideología es, así, una retraducción de los sistemas relaciónales, utilizable en tiempos de crisis como en periodos de armisticio; evidentemente no es ajena a las relaciones efectivas, pero nos ofrece de ellas una visión deformada y amañada. En la medida en que la vida social ¿POR QUÉ EL CINE? 17 se halla fundada sobre una desigualdad que, en último análisis, reposa en el recurso a la fuerza, la ideología es la serie de filtros a través de los cuales se encuentra justificada esta desigualdad, sin dejar por ello de ser reconocida. Difundida por la prensa, la literatura, la escuela, es decir, por los canales cuyo dominio se ha asegurado la clase dominante, la ideología que circula en una formación dada es, necesariamente, la de la clase dominante. En ese sentido, la expresión tan corriente de "ideología dominante" frisa en el pleonasmo. Reconstruyendo la sociedad bajo una luz favorable a los intereses de la clase que detenta el poder, la ideología, impuesta a los demás grupos, asegura la comunicación entre clases en el seno de una formación social. Citemos de nuevo a Marx: "Los pensamientos de la clase domi- nantc también son, en toda época, los pensamientos dominantes; dicho de otra manera, la clase que constituye la potencia material dominante de la sociedad también es la potencia espiritual dominante". Estas dos nociones de ideología y de mentalidad no se recubren, por tanto, una a la otra. La ideología es el discurso que una clase tiene sobre sí misma, sus prácticas y sus objetivos; por extensión, se convierte en el discurso general, que las demás clases practican, modificándola eventual- mente, pero conservando lo esencial de sus implicaciones. Las mentalida- des, por lo contrario, se diversifican y se distinguen según los medios. Como todos los grupos están unidos de cerca o de lejos al conjunto social, necesariamente participan en su ideología; mas la reinterpretan en función de las tradiciones, de los hábitos y sobre todo de las prácticas que les son propias. No siendo muy clara la distinción, la ilustraré con un caso preciso. La historia, tal como la he definido antes, participa plenamente en la ideología: considerar el tiempo en forma de un desdoblamiento lineal a lo largo del cual se disponen los acontecimientos equivale a favorecer cierta forma de evolución; desaparecen los puntos de resistencia, los elementos que no se integran a una línea continua, lo inexplicable y lo complejo. Esta tutela de la duración, impuesta como modelo universal, es retomada por las clases dominadas. El caso más notable es, quizás, el de la clase obreraque se ha dado una historia escrita, "periodizada", dividida, según los cánones de la historia burguesa. Otros ejemplos menos visibles son también sor- prendentes: las crónicas familiares, cuidadosamente datadas, ordenadas siguiendo las fases de expansión de la propiedad terrena, que a menudo se encuentran en las aldeas: el dominio, las culturas, la vida de sus habitantes han sido "historizados". En estos dos casos, el cuadro problemático es el que propone la ideología burguesa; pero los problemas considerados, sobre todo en el caso de los campesinos, provienen de la mentalidad propia del 18 ¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO? medio. Y, al lado del esquema cronológico, subsisten otras maneras de con- siderar el tiempo, como la canción, que a veces ha conservado, al lado de la historia, otra forma de memoria obrera o campesina. La separación aquí propuesta sigue siendo demasiado abstracta, ya que trata de cerner la ideología o mentalidad en su naturaleza particular, y no en su relación con la evolución de las sociedades. Hace falta, pues, para precisar esas nociones, consentir en un nuevo giro. En una sociedad de cla- ses, donde el trabajo de algunos es explotado por otros, las divisiones sociales rara vez son perfectamente evidentes. Se necesitan circunstancias excepcionales, un enfrentamiento sin piedad, como la Comuna, para que se sepa a qué campo pertenece cada uno. De ordinario, las distinciones son vagas; la clase dirigente, en particular, es escenario de choques, de conflic- tos, de rivalidades de fracciones; así, unas prácticas cotidianas de lucha en diversos frentes, a la vez contra otras fracciones de la burguesía y contra las clases dominadas, prácticas que evolucionan a cada día y que son difí- ciles de describir con precisión, en parte son ocultas, en parte expresadas por el discurso ideológico. Si se admite el enfoque aquí propuesto, habrá que condicionar varias afirmaciones corrientes. —Para empezar, la ideología no es simplemente una pantalla, una men- tira destinada a engañar a los explotados, no es conscientemente organizada como visión deformante de las cosas; si bien ignora ciertos proble- mas, integra otros que no necesariamente son secundarios; así, en una eco- nomía capitalista oblitera las relaciones de producción (los productores son, en principio, iguales y en libre competencia), pero manifiesta otras contradicciones entre zonas y sectores desigualmente desarrollados, entre grupos opuestos que se disputan el poder político, entre dominantes y dominados. El análisis de las producciones ideológicas —especialmente de las películas— no puede dejar a un lado ni lo que se ignora ni lo que se revela. —A menudo se ha presentado la ideología como un simple "efecto" de la infraestructura económica. Hoy, parece reconocido que, dependiente del sistema de producción y de las relaciones sociales que le corresponden, sin embargo es "relativamente autónoma". La expresión es poco feliz; impre- cisa (¿hasta dónde se extiende la "relatividad"?), no marca la interacción permanente establecida entre ideología y fundamentos socioeconómicos. En todo momento, según el estado de las fuerzas enfrentadas, según las alianzas provisionalmente establecidas, el enfrentamiento social se expresa en términos diferentes; el discurso ideológico refracta esta oposición, ¿POR QUÉ EL CINE? 19 amplía ciertos aspectos, reduce otros. Pero la interpretación así puesta en relieve se convierte en la que circula, la que se debate y a propósito de la cual nuevamente hay choques; las cuestiones candentes, realmente implí- citas en el conjunto de la situación, pero desplazadas, transferidas de la periferia al centro, se convierten en juego prioritario. La retraducción ideológica entraña una modificación del lugar de enfrentamiento, por una revaluación de lo que está en juego y una nueva distribución de las partes opuestas. La ideología parece entonces el ejemplo en que se traducen en ideas, en palabras y en programas las oposiciones existentes entre clases sociales, y donde esta transcripción opera como fuerza de reorientación. —Las sociedades de estructuras relativamente sencillas acaso hayan visto desarrollarse, sobre periodos bastante largos, ideologías coherentes, orde- nadas, capaces de englobar todos los grupos y todos los aspectos de la existencia. La extrema dispersión ligada al auge del capitalismo, la trans- formación constante del sistema de producción, la coexistencia de sectores técnica y financieramente heterogéneos entrañan, en los países industriales, diferencias que hacen inconcebible una unificación ideológica. En nuestras sociedades no hay una ideología, y la ideología no es sino una entidad abs- tracta que recubre un número considerable de manifestaciones diversas. Querer definir "la ideología de la burguesía", "la ideología del capitalismo" es empresa un poco vana. En un mismo momento, en una misma forma- ción, se desarrollan expresiones ideológicas que pueden ser concordantes, paralelas o contradictorias. Ello se percibe pronto al examinar los puntos de vista expresados a propósito de la institución escolar; puesta en relieve por los acontecimientos de 1968 y por la movilización de los liceos en los años siguientes, la crisis de la escuela se ha convertido en objeto de discur- sos ideológicos que se organizan por turnos y, contradictoriamente, sobre modos opuestos, viniendo un grupo, según la oposición que ocupa en el campo de las fuerzas sociales, a criticar una escuela inadaptada a las nece- sidades del presente, y después a defenderla contra quienes desean supri- mirla. El conjunto de las formas de intercambio y de comunicación de un periodo dado constituye un material ideológico pero, a menos que nos con- tentemos con generalidades sumamente pobres, no descubriremos, pro- piamente dicha, una ideología de esta época. Al tratar ciertos elementos tomados en este conjunto —aquí, de las películas—, sólo se aclaran, pues, fragmentos de una totalidad inconstituible. Toda producción intelectual no es, en definitiva, sino una expresión ideológica particular. —Las expresiones ideológicas no son, por tanto, formas aisladas, que flo- tan unas al lado de otras. Entre ellas existen similitudes; la fuerza de la 20 • ¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO? clase dominante se revela menos a través del contenido de cada manifesta- ción que a través de su organización interna. Resulta definitivo el ejemplo de la historia, evocado antes: de un grupo al otro, los datos cambian, los factores puestos en relieve se diversifican, los valores se desplazan, pero el ordenamiento del relato y su ley de composición siguen siendo idénticos. Los "cuadros ideológicos", es decir, las categorías que sirven para separar y reorganizar el campo de observación elegido, pesan de manera determi- nante. Partamos otra vez de una experiencia concreta: allí donde existen circuitos cerrados de televisión, unos grupos de aficionados han tratado de producir una "contra-información" que respondiera a los boletines oficiales de información. A menudo, los lemas, las afirmaciones y los juicios se opo- nen a los de la televisión, mientras que la elección de los acontecimientos, su presentación y su tratamiento fílmico permanecen cercanos al modelo que pretenden contradecir. Trabajando para ellos solos, los realizadores disfrutan, sin embargo, de completa libertad, y ningún freno político ni material explica su timidez; de hecho, parecen incapaces de amojonar la actualidad, de verla, de tomar su medida con instrumentos diferentes de los que ya se han utilizado; la determinación de los sujetos, la puesta en forma de las secuencias se operan en cuadros preformados, cuya pesadez com- pensa las libertades tomadas con la fotografía o el comentario. Periódico y contra-periódico hablan de diversa manera, pero de las mismas cosas, y dejan subsistir las mismas lagunas. —Contradictoria, dispersada, parcialmente incoherente, la ideología —es decir, precisémosle ahora, elconjunto de las expresiones ideológicas pro- pias de una formación social— sigue siendo indispensable a la clase domi- nante. Esta necesidad se aclara cuando la colocamos en la perspectiva del sistema hegemónico expuesto por Gramsci: la supremacía de una clase, y con mayor razón de una fracción de clase, no puede reposar duradera- mente sobre el simple empleo de la fuerza; también supone recurrir a instrumentos morales, intelectuales, que le aseguran una dirección de la opi- nión. "El ejercicio normal de la hegemonía está marcado por la combina- ción de la fuerza y del consenso que se equilibran diversamente sin que la fuerza sobrepase en mucho al consenso." Sin embargo, el consenso no es el acuerdo perfecto, la comunión de los espíritus. Como también lo ha obser- vado Gramsci, "el hecho de la hegemonía presupone que se tengan en cuenta los intereses y las tendencias de los grupos sobre los cuales se ejer- cerá la hegemonía, que se constituya cierto equilibrio de compromiso, y que el grupo dirigente haga algunos sacrificios". Por tanto, es evidente que se producen conflictos tanto en el campo ideológico como en la esfera de ¿POR QUÉ EL CINE? 21 las relaciones de producción. El dominio ideológico, lugar de contradiccio- nes, sigue siendo un terreno de encuentro, lo que Gramsci llama un "ce- mento" social: se trata de una manera común de definir las oposiciones, de desarrollarlas, de buscar su solución. La ausencia de dirección ideológica significaría, para el grupo dominante, la incapacidad de establecer una rela- ción, aun antagónica, con los grupos aliados o adversarios, y la obligación de no emplear más que la violencia para mantener su poder. Numerosas investigaciones han mostrado el papel decisivo de los "aparatos ideológicos del Estado", del conjunto de los instrumentos controlados por el Estado —y por tanto, al menos indirectamente por la clase dominante— y en particular de la escuela en la perpetuación de los cuadros ideológicos. AI lado de estos aparatos, se han estudiado poco otros sistemas de difusión ideológica, como la prensa, el deporte —al menos en su aspecto competitivo y comer- cial—, las horas libres y el cine. En este plano, sigue siendo considerable el trabajo que aún falta realizar. Según la definición aquí propuesta, la ideología sería el conjunto de los medios y de las manifestaciones por los cuales los grupos sociales se defi- nen, se sitúan los unos ante los otros y aseguran sus relaciones. No existiría una ideología, sino solamente expresiones ideológicas, entre las cuales se contarían, hoy, las películas. Las diferentes proposiciones antes evocadas indicarían los grandes lincamientos de la investigación: el papel de la pro- ducción cinematográfica en la perpetuación de una instancia ideológica, la fuerza de inculcación de los modelos filmicos, el lugar del cine en la puesta en evidencia o en la tergiversación de los conflictos. Sin embargo, no basta con detenerse allí. La ideología, difractada a tra- vés de numerosas expresiones rara vez concordantes, no es asimilada de inmediato por quienes la reciben. Es filtrada, reinterpretada por las men- talidades. Volvemos a un concepto antes evocado, después abandonado. Los estudios dedicados a este problema nos han aportado excelentes ejem- plos de actitudes mentales, pero rara vez se ha propuesto una definición teórica que repose sobre otra cosa que una acumulación de elementos y de calificativos. El concepto de mentalidad sigue siendo un concepto abierto, cómodo por su imprecisión, que se presta a diversos enfoques. Aun es posi- ble escoger una acepción particular, y esto es lo que haré designando con este término la manera en que los individuos o los grupos estructuran el mundo de tal modo que encuentren allí un lugar y puedan dirigirse a él. A lo largo de su existencia, el hombre debe situarse ante lo que no es él, y determinar su tugar en ese campo de relaciones y de oposiciones: el uni- verso social. Esa marcación no es espontánea, ni entregada al azar de las 22 ¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO? circunstancias. Desde la infancia se operan, por turnos o simultáneamente. distinciones entre la persona y la circunstancia, entre d medio inmediato y el medio lejano, entre el grupo primario y los demás grupos, etc. La instan- cia privilegiada en que interviene esta diferenciación inicial es frecuente- mente la familia inmediata, pero también puede tratarse de la familia general, de la comunidad de trabajo, de la aldea o de cualquier otra forma de ambiente. De todas maneras, ese lugar es atravesado por lineas de fuerza (alianza, asociación, neutralidad, antagonismo ante otros lugares homólogos) resultantes de la posición que ocupa en la sociedad global. La unidad de referencia queda, en particular, implicada en las relaciones de producción; sus miembros están sometidos a ciertas políticas que concre- tan su modo de inserción en la sociedad: la pertenencia a una clase, a una fracción de esta clase, el alejamiento por relación a las otras clases y, even- tualmente, la hostilidad son asi vividas, aceptadas, sin necesidad de ser enseñadas; el comportamiento de los adultos designa las series de oposicio- nes a través de las cuales el medio asegura su identidad; por intermedio de ellas, el niño adquiere a la vez un sistema estructurante y un punto de vista que le permitirán seguir una conducta adaptada. Considerar las mentalidades como virtualidades estructurantes, nacidas de una experiencia concreta, adaptables a las incitaciones llegadas del exterior y capaces de engendrar actitudes nuevas no causará, sin duda, grandes objeciones. La importancia, sin embargo fundamental, del "punto de vista" quizás parecerá menos evidente. El observador teóricamente ajeno considerará una formación social como una imbricación de fuerzas que se definen en función las unas de las otras, según su posición relativa y según sus capacidades de ofensiva o de resistencia; mas todo conjunto par- ticular situado en esta formación favorece su punto de vista o, más exacta- mente, redefine en torno de sí mismo la combinación de las fuerzas opues- tas. La estructura queda así completamente excentrada, se distribuye en torno de uno de sus elementos, que asi se convierte en el polo. Este "etno- centrismo" es un componente esencial de las mentalidades; ayuda a com- prender las distancias considerables que separan las diversas mentalidades de una misma sociedad. Decir que un banquero y un obrero captan de diferente manera una situación idéntica es una trivialidad. Sin embargo, hay que precisar que lo que separa sus opiniones no es esencialmente cues- tión de información, o de "vivencia"; y en la disposición estructural de cada uno de estos hombres, constelación específica, un dato semejante no ocupa el mismo lugar, no está atado a los mismos factores, no entraña los mismos desplazamientos. ¿POR QUE EL CINE? 23 Para el estudio sociológico del cine, el "punto de vista" no es indiferente. La atención prestada a los filmes y la sensibilidad a su contenido ideológico varían de un medio a otro, según las readaptaciones, las redistribuciones de la materia filmica realizadas por los espectadores. Esta evidencia ha sido en gran parte desconocida hasta la actualidad. La mayor parte de las encues- tas sobre el público cinematográfico se han efectuado como si afectaran a una población homogénea; se ha interrogado a los sujetos sobre su profe- sión, sus ingresos, su alojamiento,'en suma, sobre su condición, y se han repartido las opiniones emitidas según las categorías socioprofesionales. Pero, siendo las preguntas las mismas para todos, el resultado obtenido es, en el mejor de los casos, la opinión de diversos estratos así aislados sobre el cuestionario. El único avance interesante partiría de preguntas elaboradas según el punto de vista de cada grupo: a falta de semejante material, no podremos más que plantear preguntas a propósito del papel desempeñado por las mentalidades en la receptividadal cine. Se produce un acontecimiento, se presenta una situación: en cada sector del conjunto social interesado se les mide, se les transcribe, son objeto de una definición que permite a los miembros del grupo comunicarse a propó- sito de ello. Esta retraducción varia según los medios utilizados para perci- bir y expresar el cambio. Algunos instrumentos son comunes a toda una sociedad, otros pertenecen a un círculo más limitado: tales instrumentos caracterizan la mentalidad del círculo considerado. Las mentalidades engloban asi el bagaje intelectual característico de las diferentes subdivisio- nes de la sociedad, es decir, no solamente las palabras, las expresiones específicas, las formas de locución, sino también las actitudes, los modos, los rituales, los símbolos. Al lado de este material específico existe otro material teóricamente indiferenciado para el conjunto de la formación social, en realidad diversamente coloreado según los grupos o los actores. Aquí encontramos el cine. Las películas se dirigen indistintamente a todos los medios (reconozcámoslo provisionalmente: más adelante habremos de corregir esta impresión), pero las configuraciones de signos que proponen son recibidas e interpretadas de manera particular en cada grupo. Las men- talidades inducen modos de percepción; los elementos aceptados por un círculo dado se integran, a su vez, entre los componentes de su mentalidad. Ciertos medios de expresión —diálogos, comentarios, música— no pertene- cen, como cosa propia, al cine. Veremos ulteriormente cómo se puede abor- dar esta totalidad —imágenes y sonidos imbricados, que se desarrollan los unos en función de los otros— que es una película, pero por el momento nos limitaremos a un campo más restringido: la presentación, en una pantalla 24 ¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO? grande o pequeña, de combinaciones de imágenes, ¿tiene importancia para c! que'se interesa en las mentalidades? MENTALIDADES Y REPRESENTACIONES Volvamos al problema de las representaciones, lo que va a entrañar —el esfuerzo de clarificación tiene este precio— un nuevo giro. La comunica- ción se establece en las sociedades humanas por medio de sistemas de sig- nos. Ningún intercambio, por rudimentario que sea, se libra de esta regla: trocar una cosa contra otra ya es dar la primera "por" la segunda, hacer de una el signo de la otra. El signo remite, eventualmente, a un objeto definido, concreto: "este libro", el libro que el lector tiene en la mano, que aborda las relaciones de la historia y del cine. Semejante relación objeto-signo, operante en el caso de una designación directa, estalla desde que el mensaje se diversifica; "¿tiene necesidad del cine la historia?": "historia", "cine", no se refieren a ningún dato aprensible; no son objetos sino nociones, espe- cie de encrucijadas en medio de vastos sistemas relaciónales. Se abandona el dominio del signo, relativamente formalizable —ocho letras reunidas según un orden culturalmente dispuesto forman la palabra historia— para entrar en el de la significación; "historia" es signo en la medida en que constituye la apelación convencional del discurso historiográfico; es igual- mente "sema", es decir, elemento de significación, cuando aparece en una cadena significante en la cual da cierta inflexión (el mensaje seria diferente con otro signo) y que le confiere un sentido determinado (que cambiaría en otro contexto). Toda noción se expresa por un elemento significante, por un sema. ¿Qué se encuentra tras ese sema? Es difícil responder con precisión: se sugerirá, de manera aproximativa, que hay definiciones, descripciones, caracteriza- ciones, imágenes. Se podría —esto es lo que yo propongo— llamar "repre- sentación" a la totalidad de los datos actuales o virtuales que subtienden una noción. Así pues, una representación no seria una realidad observable, sino un conjunto teórico del que no conoceríamos más que ciertas manifes- taciones exteriores. A toda noción corresponderían así un sema y una representación. Concretamente, la noción de cine reuniría por una parte una designación, empleada en la producción de mensajes; por otra par- te una representación que reconstruiríamos, de manera necesariamente incompleta, a través de las indicaciones verbales (relatos, descripciones, explicaciones) y a través de las imágenes. Se preguntará si es necesario complicar hasta este punto el enfoque ¿POR QUE EL CINE? 25 teórico y si no es mejor llamar "representación" a todos los datos de que se dispone sobre una noción particular. Ello sería olvidar que una noción no se reduce a lo que de ella se dice o se muestra. Sobre todo, ello seria crear un callejón sin salida en la relación entre mentalidades y representaciones. En una sociedad como la nuestra, la palabra "cine" es de uso casi univer- sal, la mayor parte de las definiciones y de las imágenes que se clasifican bajo la rúbrica "cine" pertenecen a un fondo común casi interclasista. Sin embargo, ¿quién afirmaría que las representaciones del cine son idénticas en todas las clases y todos los medios? Los mismos términos se reagrupan, se organizan, en una palabra se integran a una representación distinta de un grupo ai otro. Desde el punto de vista metodológico, la distinción sigue siendo, pues, útil. Cine y televisión no aportan un simple complemento a las fuentes generalmente empleadas para estudiar las representaciones: su intervención corre el riesgo de modificar el enfoque histórico en este dominio. Evidente- mente, se les aplica sin dificultad una problemática clásica (¿qué represen- taciones se transparentan en la producción cinematográfica de una época o de un espacio cultural? ¿Qué imágenes, una vez operados los filtrados y las redistribuciones propias de cada grupo, se integran a las representaciones? ¿En qué medida la televisión, a fuerza de jugar con las repeticiones, impone ciertas representaciones al conjunto de una sociedad?) Pero nos vemos también llevados a enfrentarnos a preguntas nuevas. No evocaré aquí más que una sola, la más importante sin duda, a la que habremos de volver. Una noción se vuelve cernible en la medida en que se apoya sobre la pareja sema-representación. Sin embargo, ¿no existen representaciones que se for- man, evolucionan, circulan en una formación social y ejercen allí una influencia, sin traducirse nunca en expresiones significantes? Al lado de lo que se dice, sobre lo cual nos informan los textos, ¿no hay que dejar un lugar a lo "no dicho", y el cine no es, a este respecto, un documento privile giado? Como sólo estamos en los preliminares, y como está muy lejos de haberse alcanzado el acuerdo sobre todos esos temas, deseo tratar de situar mejor las hipótesis de partida, apoyándome en un caso preciso, exterior al dominio cinematográfico, que aclara la articulación mentalidades- representaciones. Se trata de una aldea lombarda de cerca de mil habitan- tes, situada 30 kilómetros al sur de Mantua. En mitad de unas zonas de gran cultura abierta, la aglomeración aparece, cuando se llega allí, como un bloque cerrado. El sentimiento de una individualidad local es bastante mar- cado: la aldea tiene una frontera, invisible pero presente; más allá están los 26 ¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO? campos; después, muy lejos, otras localidades, a las que sólo se va en caso de necesidad. La vida comunitaria es débil: se limita a las ceremonias familiares, que implican intercambios y recepciones, y a las celebraciones religiosas. Entre los que trabajan la tierra, las distinciones exteriores se reducen a poca cosa: vestimentas, horarios y preocupaciones son idénticos. Unidas las unas a las otras, las casas están todas cerradas a la calle por las mismas fachadas austeras, la disposición cuadrada de los edificios impide echar una ojeada a los patios, al material, al aspecto de los hogares. Cierta- mente, hay granjas grandes y pequeñas, y todo el mundo sabe quién es obrero, quién tiene un buen ingreso; pero esas diferencias,cuidadosamente disimuladas, no influyen ni sobre los encuentros, por lo demás breves, ni sobre las conversaciones. Se creería, pues, que se trata de una yuxtaposi- ción de células autónomas que no establecen entre ellas ningún sistema de comparación. En realidad, (a cuestión es solamente encontrar dónde se manifiestan los contrastes. Apenas pueden intervenir en la actividad eco- nómica (los productos de la tierra, consumidos en la granja o vendidos, no dan lugar a ningún circuito interno), y se remiten a la única práctica a la vez generalizada y pública: la religión. La propia iglesia, gigantesco edifi- cio, verdadera catedral debida a la generosidad de un obispo nacido antaño en la aldea, es demasiado impresionante, demasiado ajena al grupo para permitirle expresarse. El verdadero lugar comunitario es el nuevo cemen- terio, instalado casi al margen de la aglomeración. Las tumbas, todas de piedra, están admirablemente cuidadas: ni el material ni las flores ni el cui- dado parecen sugerir tampoco aquí diferencias. Pero la organización del espacio revela una división fundamental: hay tumbas en el centro y tumbas a los lados. Contra los muros, se alinean las tumbas de las familias de las que ciertos miembros, que se fueron para entrar en la política, en la admi- nistración, o para ejercer funciones liberales, desearon, sin embargo, ser enterrados en la aldea; nada indica que se trate de los más ricos, pero sólo las familias acomodadas dan a sus hijos el medio de seguir sus estudios y después de encontrar una función, o un oficio independiente en la ciudad. En mitad del cementerio se agrupan los monumentos de las familias que no han guardado nexos con sus emigrados: aquí, los muertos son verdaderos aldeanos. Así, la repartición de los difuntos traduce la separación entre los que no salen nunca y los que se vuelven hacia el exterior. No se trata de una oposición antigua, sino de una estructuración reciente. Hasta la Uni- dad, la aldea permaneció sometida a dominaciones lejanas, mal conocidas, la de los Gonzaga, después la de Austria y, más estrechamente, la de los grandes propietarios eclesiásticos o laicos. El enorme sentimiento de aisla- ¿POR QUÉ EL CINE? 27 miento, de extrañeza con relación a un medio más o menos hostil, cuyos rastros aún se advierten hoy, se ha desarrollado sobre esta base.1' Después de 1860, el enriquecimiento de algunos grandes terratenientes ha creado una brecha que la mentalidad tradicional ha logrado ocultar. En su mayoría, los cultivadores han seguido comprando —muy poco, por cierto— sólo en la aldea, recibiendo un salario en la región, vendiendo en el lugar sus pro- ductos excedentes; una minoría ha establecido intercambios con el exterior, y enviado a sus hijos a las escuelas urbanas. En la misma época, el antiguo cementerio pareció demasiado estrecho, y se ha buscado otro. La lógica, sólo la lógica, ha sido invocada para colocar en el contorno las tumbas más altas y las más grandes (también las de los más ricos); la distribución del espacio mortuorio, traducción simbólica de una nueva división social y de otra relación con el mundo, ha sido racionalizada; sin embargo, ha subrayado vigorosamente —y al mismo tiempo ha desplazado— los cam- bios nacidos de las transformaciones económicas. Desde hace un decenio, la bipartición ya no es tan neta: la población decrece, todas las familias, aun las más pobres, establecen lazos con el exterior, la instalación de los pequeños talleres aporta algunos empleos, el comercio se ahoga, los vehícu- los de motor, y tal vez también la televisión reducen las distancias rom- piendo el aislamiento. Un decenio más y se podrá medir el efecto de esos trastornos sobre las mentalidades, y ver qué papel han desempeñado las imágenes televisuales. Las mentalidades nos han aparecido, así, como el sistema y los instru- mentos que un grupo humano se da para transcribir, mediante símbolos, discursos, ritos, las relaciones y los contrastes a través de los cuales evolu- ciona. Entre esos útiles, el observador pronto nota el papel considerable de las configuraciones visuales. La importancia de los nexos familiares —úni- cos unánime y abiertamente reconocidos— queda subrayada en nuestra aldea por el número importante de fotografías. La continuidad de las generaciones se lee a través de los clichés que hacen sensible un parentesco que la muerte o el alejamiento ha vuelto bastante teórico. La costumbre de guardar y de exponer retratos se ha extendido desde hace más de medio siglo, mucho antes de que el material fotográfico fuera accesible a los cam- pesinos; no responde a una moda reciente, sino, antes bien, al deseo de fijar, por una marca evidente, una relación que sin ella se volvería abs- tracta. El grupo familiar confirma su existencia a través de una imagen. El caso de la iglesia es igualmente notable: la Iglesia espiritual está represen- tada por la iglesia-monumento, edificio excepcional, cuya grandeza y majestad se sobreimponen a la idea que los feligreses pueden hacerse del 28 ¿POR QUE EL CINEMATÓGRAFO? cuerpo de creyentes. En un examen más minucioso, nos damos cuenta de que los tres pilares de la organización social de la aldea, al menos hasta un periodo reciente, es decir, la iglesia, la familia, y la división de las activida- des económicas, se han confundido con tres imágenes: una fachada, unas fotografías, una figura geométrica (el rectángulo del cementerio, con su barda); en ese estadio, las representaciones bien parecen informadas por las mentalidades. Las representaciones tienen como fuente, al menos parcial, las percep- ciones visuales; se transmiten a través de imágenes: en los dos extremos, constitución y perpetuación, se descubre la intervención de la mirada. Lo que muy pronto se manifiesta en la escala de una comunidad limitada corre, sin embargo, el riesgo de parecer difuso, inasible, cuando se consi- dera un conjunto extenso, por ejemplo una nación. Es aquí donde hay que tomar en cuenta la aportación del cine y de la televisión. Un discurso, un programa, un artículo de prensa sólo son legibles para un público cuyo mismo idioma emplean; asimismo, para encontrar espectadores, una pelí- cula debe combinar imágenes accesibles a quienes la contemplan. La pan- talla revela al mundo, evidentemente no como es, sino como se le corta, como se te comprende en una época determinada; la cámara busca lo que parece importante para todos, descuida lo que es considerado secundario; jugando sobre los ángulos, sobre la profundidad, reconstruye las jerarquías y hace captar aquello sobre lo que inmediatamente se posa la mirada. La pintura, la estampa, la fotografía aportaban ya en este dominio indicacio- nes preciosas, pero sólo concernían a un medio limitado; el cine ensancha el campo, que la televisión extiende a una dimensión aún más vasta. Las dos pantallas no sólo utilizan las imágenes aceptadas por una sociedad; también crean otras nuevas. AI lado de las series visuales ya admitidas aparecen otras visiones, visiones de fuerza, de violencia, de guerra, de miseria que, retomadas, remodeladas de una película a otra, se convierten en las referencias implícitas de los semas empleados en la comunicación. Mediante el cine, y más aún mediante la televisión, se difunden los estereo- tipos visuales propios de una formación social. Un estudio de tas mentali- dades no podría desdeñar el material (palabras, expresiones, conceptos, imágenes) con el cual éstas trabajan, y los medios de expresión audiovisual nos permiten, sin duda, aclarar un aspecto del problema, revelando lo que son las representaciones, y cómo se forman. La investigación está en sus comienzos, sigue siendo vacilante, pero lo que está en juego basta para que nos interese saber por qué vías habrá de avanzar. ¿POR QUE EL CINE? 29 DIFICULTADES DE LECTURA: 1 ) E L PESO DE LA AFECTIVIDAD Parece fácil explicar lo que el historiador podrá encontrar, sin duda, en el cine o ante la televisión. Los obstáculosaparecen cuando se pregunta desde qué ángulo enfocará el filme, y cómo analizarlo. El propio objeto es des- concertante. Un libro, un grabado, un instrumento tienen un contorno, una apariencia que ayuda a tomar la medida; el filme no es más que una pila de rollos, indiscernible de la pila vecina; en varios millares de metros de pelí- cula (3 kilómetros para una película de duración media) están impresas imágenes y señales: imágenes demasiado minúsculas, demasiado numero- sas para poder verlas en la película, y señales incomprensibles en sí mis- mas. Cuando se termina un libro, volvemos a ciertas páginas, volvemos a una frase, a una palabra, todo el tiempo que deseamos. El filme no ofrece esta toma inmediata; sólo se convierte en manifestación sonora y visual pasando por un aparato que agranda las imágenes, las hace sucederse lo suficientemente rápido para dar la ilusión del movimiento, y transforma las señales ópticas en sonidos audibles. El proyector gira; signos y señales, pertenecientes a sistemas distintos, agreden en conjunto al espectador que no tiene tiempo, como lo haría si se ocupara de un texto escrito o de un cuadro, de escoger los elementos que le interesan, de fijarse en ciertos pun- tos, de retomar lo que no ha captado bien; sumergido entre ruidos e imáge- nes, atrapa lo que puede; después reconstruye, apoyándose sobre impresio- nes ya semiborradas, lo que le parece que constituye la línea dominante del filme. Al término de una función de cine, cada quién reúne lo que le ha quedado presente en el espíritu, y da su "interpretación", sin preguntarse siempre en qué medida su información previa, su capacidad actual de aten- ción y sus deseos han orientado sus percepciones. Es curioso notar que las discusiones sobre cine generalmente se malogran, por falta de un entendi- miento previo sobre los métodos y sobre el objeto del análisis filmico. Las "lecturas" de filmes rara vez son completamente falsas, y casi nunca satis- factorias: partiendo de presupuestos implícitos, reposan sobre una selec- ción arbitraria de argumentos o de indicios, de los que se olvida decir en torno de qué sistema preconstruido están organizados. Tomemos un filme sobre el cual se ha dicho y escrito mucho, Ladrones de bicicletas. Un desempleado italiano ha encontrado un trabajo que requiere el uso de una bicicleta; le roban la bicicleta; él la busca por toda Roma y no la recupera. Yuxtapongamos algunos comentarios. El filme: —Muestra cómo el desempleado, excluido de los circuitos de trabajo, nó 30 ¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO? llega en ningún caso a integrarse a ellos y se ve arrastrado por un meca- nismo inexorable; —Centra la atención sobre puntos secundarios, como la posesión de un instrumento, y deja a un lado las causas profundas, el mecanismo del desempleo; —Subraya la solidaridad de los explotados ante las dificultades de la vida cotidiana; —Al mostrar la vuelta del desempleado a su medio familiar, no deja nin- gún lugar a la unión de los explotados contra los explotadores; —Denuncia la carencia de las instituciones sociales y de la Iglesia; —Marca tan sólo los aspectos caricaturescos de las instituciones sociales y de la Iglesia, sin poner en duda su papel en la perpetuación de las injusticias. No habría ninguna dificultad en prolongar, más de una página entera, estas opiniones, contradictorias de dos en dos. Lo interesante es que nin- guna de ellas es completamente arbitraria; buenos argumentos, todos ellos evidentemente fragmentarios, militan en favor de cada interpretación, lo que quiere decir, ora que el filme está atiborrado de contradicciones, ora que un juicio global sigue siendo parcial, incompleto, ni verdadero ni falso, y por tanto sin gran valor. Las dos proposiciones no parecen, por cierto, exclusivas la una de la otra. Pocos espectadores relativamente advertidos —y los que discuten a pro- pósito del cine son siempre más o menos advertidos— se imaginan también que la película muestra "la realidad", revela "las cosas tal como son". Ni siquiera las fotografías tomadas de improviso, en un lugar cualquiera, reproducen el mundo exterior en todas sus apariencias: el marco del visor aparta un fragmento de lo que es continuo; hace "presa" de un segmento de espacio, y después integra esta pieza en medio de una serie de otras vis- tas: al aislamiento arbitrario del campo delimitado por la cámara viene a añadirse la intervención del montaje, es decir, el conjunto de los efectos de contraste, de complementariedad, de acentuación, que entraña la sucesión de varias imágenes. Todo el mundo tiene conciencia de ello; sin embargo, es muy raro que un público cualquiera no se deje embarcar, aunque con reticencia, en el movimiento de un filme. No se podría entonces liquidar con una sola frase el ojo ingenuo, la mirada maravillada; puesto que estos dos desempeñan su papel, tratemos de comprender a qué corresponden. El problema, para nosotros, en el punto en que estamos no consiste en saber en qué medida el cine influye, de manera insidiosa y profunda, sobre una parte de la población, casi podría decirse de toda una formación social. No estamos considerando por el momento más que las opiniones abierta- ¿POR QUÉ EL CINE? 31 menté expresadas a propósito de películas. Al término de una proyección, los espectadores emiten casi siempre un juicio global: "Está bien; es estú- pida; me ha gustado mucho; me ha parecido mediocre". Después vienen las justificaciones; se apoyan sobre observaciones a menudo finas, intere- santes, pero que no necesariamente confirman la declaración inicial. En una palabra, las observaciones del detalle se yuxtaponen a una impresión general; los espectadores han sido sensibles a aspectos particulares del filme, seleccionando cada uno imágenes o pasajes distintos, y también han experimentado sentimientos bastante poderosos de adhesión o de rechazo; como estas reacciones inmediatas son fáciles de recoger han sido larga- mente estudiadas, gracias, en particular, a grabaciones hechas después de las funciones de cine-club o de cine educativo. Asi se ha observado que las personas son extremamente sensibles a lo que conocen y se fijan en puntos minúsculos cuando se trata de un dominio que les es familiar; por otra parte, el público se ve tanto más llevado a considerar simultáneamente varios pasajes o diversos elementos del filme, a confrontar unos a otros, a proponer una vista de conjunto, si ha recibido una mayor formación escolar o universitaria. Los historiadores no constituyen una excepción a estas reglas. Pueden mostrar una vigilancia puntillosa a propósito de los anacronismos o de los errores, sin preguntarse si los olvidos que han notado alteran no la "verdad histórica" sino sencillamente la organiza- ción del filme; se ven tentados a tomar las cosas desde lo alto, a hacer una síntesis, aun después de una sola visión; por último, como todos los espec- tadores, explican, defienden la impresión que han resentido. ¿A qué corres- ponde, pues, esta reacción global de casi todos los espectadores? La evolu- ción de un debate consagrado a Camaradas acaso nos permita responder. El filme narra una huelga ocurrida en Turin a finales del siglo xix. Después de una proyección, un historiador se constituyó en campeón de esta pelí- cula; apoyándose sobre varios ejemplos, bastante poco precisos, se dedicó a mostrar la autenticidad de la trama y de la presentación de los persona- jes; acosado a preguntas, acabó por dar sus referencias: se trataba de los recuerdos de Turín que varias veces había oído contar a su abuelo. La proyección le había recordado sus impresiones de infancia, y el placer que había experimentado le hizo considerar excelente el filme y, por ello, defen- derlo. Es raro que los interesados acepten llevar tan lejos su propio análisis y, por lo demás, las cosas no siempre pueden ser así de claras; motivacio- nes variadas entran en la cuenta: adaptación física a la atmósfera parti- cular de la sala de espectáculos,simpatía o antipatía hacia los personajes, que puede llegar a la identificación; vago reconocimiento de los lugares o 32 ¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO? de las circunstancias; !o esencial es que, en la mayoria de los casos, la recepción dada a un filme, al menos en su primera visión, se ve gobernada por reacciones fundamentalmente afectivas; la ciencia de los detalles y el uso de las generalidades intervienen posteriormente, para encontrar justifi- caciones a la emoción ¡nicialmente sentida. Tales caprichos son casi inevi- tables. La única manera de no dejarles dominarnos por completo es acep- tarlos sin duda, analizarlos y tenerlos en cuenta en el trabajo consagrado a las películas. DIFICULTADES DE LECTURA: 2) L A S FALSAS EVIDENCIAS DE LAS IMÁGENES ¿Es posible ir mucho más allá y tratar de eliminar toda forma de emotivi- dad? Por ejemplo, después de un número suficiente de proyecciones, ¿se puede hacer la separación entre lo que va dirigido tan sólo a la sentimen- talidad de los espectadores, que, entonces, no tomaremos en cuenta, y lo que es puramente informativo, y por tanto mensurable y verificable? Seme- jante investigación me parece sumamente arriesgada y en cierta medida incompatible con un estudio del cine. Como la tentación existe, es nece- sario abordar este punto, y ver bien lo que aqui está en juego. Nuevamente, partiré de una experiencia concreta; se trata de los debates celebrados con un grupo de estudiantes al término de varias proyecciones de Ladrones de bicicletas. Los espectadores habian aprendido a dominar sus primeras impresiones; se resistían a toda forma de identificación con el desempleado o con su hijo, y se colocaban a distancia respecto de una trama cuyos hilos no tenían dificultad en desenredar. Después de haber analizado y cri- ticado el contenido ideológico del filme, unánimemente se declararon impresionados por la "verdad" de ciertas imágenes. Según ellos, había, por una parte, una historia un poco pesada, muy llena de detalles, y cargada del lado de los valores familiares; y, por otra parte, fotografías que ofrecían un gran valor documental: inmuebles multifamiliares, colas de desemplea- dos ante una oficina de colocaciones, trámites del Monte de Piedad, vida en los barrios populares de Roma. Ninguno de esos datos particulares les aportó una revelación, pero contemplando las imágenes, encontraban una confirmación de lo que ya conocían. El estudio de las estadísticas, la lec- tura de los informes oficiales y de la prensa, los testimonios de los desem- pleados les habrían enseñado más cosas sobre los orígenes, el desarrollo, los efectos de la falta de trabajo y sobre los dramas sociales de la post- guerra; sin embargo el filme, como hería su vista, les parecía más seguro, más "creíble", menos "libresco". ¿POR QUÉ EL CINE? 13 Sin tratar de generalizar apoyándonos en un solo caso, podemos hacer algunas observaciones a propósito de esta reacción. La actitud de los espectadores traduce una profunda reverencia hacia lo que es visible y lo que se mueve. La imagen lleva en sí misma una especie de evidencia, que hace ias veces de prueba: es tranquilizador ver reforzado por eJJa Jo que ya se sabía. El filme, en estas circunstancias, no convence porque "haga reali- dad", porque reproduzca "la realidad"; todos saben bien que la "realidad" del desempleo no reside en una serie deshilvanada de fotografías, ni en la aventura más o menos novelesca de un solo desempleado. El filme sólo per- suade porque se conforma a un saber anterior, que en cierta forma viene a autentificar. El valor informativo atribuido a las imágenes depende menos de su contenido que de la actitud muy particular de los historiadores frente al material iconográfico. La historia siempre ha sido y sigue siendo priori- tariamente tributaria de los textos; utiliza marginalmente los documentos visuales, que tiende a considerar secundarios; en la mayoría de los trabajos históricos, la iconografía es un anexo de la bibliografía; las fuentes repre- sentativas a menudo son llamadas al rescate, pero tan sólo para dar una confirmación, para ajustar un detalle; las obras de historia (las de las escuelas, pero también las del gran público y aun las de los especialistas) están atestadas de ilustraciones, generalmente mal comentadas, a menudo repetitivas, de las que nos preguntamos si no son un lujo complementario. Ningún historiador cita un texto sin "situarlo" o comentarlo; en cambio, algunas aclaraciones puramente fácticas bastan, en general, para la ilustra- ción. Tras esta clase de indiferencia no es difícil notar una tendencia pro- funda a sobrestimar lo que es visual; cuando las palabras ya no valen, cuando el redactor busca en vano otros calificativos, recurre a la imagen, a la que atribuye virtudes casi mágicas: habla "por sí misma", "muestra", y esto basta; la iconografía parece garantizar una especie de presa inmediata sobre la época, sobre los hombres y los lugares de que trata el libro; per- forando la trivialidad de lo escrito, abre una profundidad, una tercera dimensión; confiere un volumen a la evocación del pasado y, al hacerlo, adquirimos la certidumbre de que la gente en verdad era tal como está descrita. Despreciada o sobrevaluada, la iconografía no es, de todas maneras, más que una sirvienta. Habituados a reflexionar sobre textos, los historia- dores también escriben textos; se valen de palabras, de frases, de discur- sos para sintetizar la evolución de las relaciones humanas a través de los tiempos. Cuando se apoderan de los documentos visuales, los tratan con el mismo espíritu, con los mismos métodos; los remiten automáticamente a 34 ¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO? una construcción discursiva en función de la cual los juzgan, los clasifican, los distribuyen. La mayor parte de las ilustraciones —y éste es un problema importante, en el que hay que detenerse— tienen por objeto principal rem- plazar los párrafos narrativos o descriptivos. Cuando los historiadores atri- bulan una importancia enorme a la persona de los actores —reyes, minis- tros, dirigentes— hacían sus "retratos": la introducción de cuadros, de gra- bados fue para ellos un progreso: la efigie de Luis XIV remplazó con ven- taja a todo un ejercicio de estilo sobre el físico del Rey Sol. Sensible a los fenómenos colectivos, la historiografía contemporánea llena las partes bajas de las páginas con cortejos, reuniones, ejércitos en marcha, trabaja- dores en la fábrica, campesinos con la carreta. Y se ve surgir así un curioso argumento: la imagen sería más "viva" que el texto; en cuanto al filme, uniendo la voz al gesto, el sonido al desplazamiento, alcanzaría lo máximo de la "vivencia". Esta búsqueda de la "vida" es una preocupación muy extraña; lo que ya ocurrió queda, por definición, abolido; se le puede tratar de evocar de manera atractiva o tediosa, se puede uno mostrar sensible a los valores del pasado o permanecer completamente ajeno a ellos, pero, en todo caso, no se opera una "resurrección". El talento del historiador se revela gracias a esta latitud, que se le ha dado, de ocultarse detrás de los "hechos" o, por lo contrario, de jugar con sus matices. La imagen, en cam- bio, está definitivamente fijada: permanecerá, inmutablemente, un conjunto de lineas y de manchas que nuestra educación nos permite etiquetar: "re- trato", "escena callejera", "interior de un taller". También el filme es muerto; la confusión tan a menudo cometida respecto a él —admitir que movimiento = vida— es característica de una ausencia de reflexión sobre los materiales de que disponen los historiadores, y sobre el lugar de lo visual en nuestra cultura. He aquí una película de actualidades realizada por el Instituto Luce: el 10 de junio de 1940, Mussolini, en el balcón del palacio de Venecia, anuncia a los italianos la entrada en guerra contra las democracias occidentales. El Duce y la multitud están allí, por turnos, en la pantalla, uno hablando, la otra vociferando. Pasemos sobrelas manipula- ciones ulteriores, sobre los efectos de montaje, sobre las adiciones que han homogeneizado la banda sonora; hagamos como si nos encontráramos en presencia del documento bruto, tal como el operador lo ha filmado. Lo que vemos no es otra cosa que un juego de sombras animadas que, por otra parte, podemos interrumpir, enmudecer, volver a tomar desde el principio, o proyectar hacia atrás. Las imágenes evidentemente no son arbitrarias; proceden de argumentos que han ocurrido, y ulteriormente deberemos interrogarnos sobre los nexos que unen las fotografías con los objetos que ¿POR QUE EL CINE? 35 representan; sin embargo, no necesitamos de este giro para apreciar el abismo que separa nuestro rollo de película de las escenas que se produ- jeron en la Piazza Venezia en junio de 1940; el filme es un eco, como lo seria un artículo de periódico o un testimonio directo. Colocar una vista de la manifestación en medio de un párrafo sobre la intervención italiana en el conflicto mundial, interrumpir un curso dedicado a esta cuestión para proyectar el filme no son más que medios de confiar a las imágenes el papel de un texto. Para evocar la gravedad del fenómeno de la disoccupazione en la Italia de 1947, puedo escribir: "En los alrededores, desde la mañana, los hombres se aprietan, ansiosos, alrededor de la oficina de empleo; un empleado sale al balcón y llama a aquellos a los que se les ha encontrado un trabajo; un pesado silencio precede la enunciación de cada nombre, que va seguido por un murmullo de desilusión"; también puedo proyectar los cuatro planos iniciales de Ladrones de bicicletas; si sólo se trata de ir con rapidez y de ser precisos, la ganancia es evidente. Pero las dos operaciones se unen; participan de una misma historia fenomenológica que describe o muestra unos comportamientos, tratando de captarlos desde el exterior, a través de sus efectos perceptibles. La impresión de "verdad" experimentada por los estudiantes en el curso de la función antes evocada se debía a que veían, traducido en imágenes, lo que fácilmente habrían podido expresar con palabras en un papel. Nada se opone a que un historiador utilice foto- grafías o películas para completar una exposición; si su tarea se facilita así, tanto mejor para él y para su público. Pero bien debe explicar que no cam- bia de terreno; el modernismo —relativo— de su material documental no influye sobre su trámite. Para revestir las cosas brevemente, la película a menudo es cómoda, pero no es ni más ni menos "verídica" que el texto y, cuando sirve de ilustración, desempeña una función que no difiere en nada de la de un documento escrito. Como teníamos tiempo, el debate sobre Ladrones de bicicletas no se quedó allí. Varios espectadores hacen notar que el desempleado, en sus desplazamientos, hacía recorridos a través de la ciudad y revelaba, de manera oblicua, probablemente sin que lo desearan los realizadores, una especie de corte en la Roma de la postguerra; detrás del héroe también se distinguía la fisonomía de ciertos barrios periféricos, la animación de las calles en sábado, la importancia del mercado del domingo —desde enton- ces, completamente transformado— en la Piazza Vittorio Emanuelle II, la movilización de las multitudes para los acontecimientos deportivos y, aún más, el papel hoy difícilmente imaginable de la bicicleta en una época en que el automóvil pasaba por una rareza. Por otra parte, en cualquier pelí- 36 ¿POR QUÉ EL CINEMATÓGRAFO? cula el decorado tomado de la "realidad", ¿no interviene casi necesaria- mente? Aun cuando la filmación se haga en un estudio, en sitios entera- mente reconstituidos, ¿no se intenta imitar las fachadas, las tiendas, los apartamientos que existen o podrían existir? Una exploración sistemática de los filmes realizados durante cierto periodo, ¿no nos ofrecería instantá- neas de la vida cotidiana, no evocaría "la atmósfera" en que vivía la gente? Por un giro sutil, estas preguntas nos vuelven a la tesis antes discutida; encontramos allí el afán obsesivo de la "vivencia concreta". Sería fácil aislar, en Ladrones de bicicletas, todas las vistas de Roma, y después volver a emplearlas, solas o con otros clichés, para darnos una idea del conjunto de la capital en 1947. No hay duda de que el montaje sería interesante, pero no representaría más que una síntesis a posteriorí de documentos antiguos, es decir, un trabajo de historia clásica. Tomar las informaciones en textos escritos y combinarlos, o escoger fotografías así fuesen animadas y reu- nirías no constituyen dos operaciones distintas. En ambos casos, se acep- tan las informaciones por su valor aparente, se reconoce que son "objeti- vas", que no han sido orientadas por la persona de quienes se han recogido y transmitido; el historiador no tiene más que hacer una selección con dis- cernimiento, y después organizar su materia, para mostrar en qué marco vivían los italianos de 1950. Sin embargo, acaso las imágenes no sean "neutras"; quizá las ojeadas de conjunto que nos ofrecen de tal o cual lugar desempeñen una función en el conjunto del filme y no hayan sido retenidas sino porque desempeñaban un papel, al menos implícito. Cuando el his- toriador se pone por tarea el estudio de las mentalidades, le está prohibido hacer elecciones a priori; decidir, en nombre de sus solas normas de apre- ciación, que una fotografía es importante y que otra no lo es. Las vistas de Roma que aparecen en Ladrones de bicicletas participan en una represen- tación global, la que los cineastas se hacen de los desempleados en la ciu- dad, de los desempleados ante la ciudad; así, la Piazza Vittorio Emanuelle II no es una plaza cualquiera; representa el centro de la ciudad; es el final de un itinerario que el desempleado no llega a terminar solo, y para el cual necesita introductores; lugar de una decepción, remite la búsqueda a la periferia, donde los protagonistas atraviesan otros espacios, por los que habría que evaluar, a la vez, el lugar que ocupan en el filme y las relaciones que mantienen unos con otros. Habiendo sido rodados los exteriores en la propia Roma no sería escandaloso servirse de ellos para restituir "el ros- tro" de la capital. Procediendo así, saltaríamos, sin embargo, por encima de una cuestión importante; ¿qué es lo característico de una ciudad, y de esta ciudad particular, en un momento dado? ¿Son reveladoras las imá- ¿POR QUE EL CINE? 37 genes incluidas en el filme? ¿Por qué se trata de ese gran inmueble, de ese cruce, de ese estadio, y no de otros paisajes urbanos? La selección operada para Ladrones de bicicletas parece ilógica, injustificable, mientras no se la pone en relación con el desarrollo del filme; y, en cuanto se insertan los lugares en la totalidad de la realización, el aspecto de "cosa vista" de las fotografías se vuelve secundario. Dos vías extremas entre las cuales se abre un gran abanico de compromiso, se ofrecen al historiador cuando aborda el cine: por una parte, buscar en los filmes lo que es puramente documen- tal, y utilizarlo como material primario para una síntesis original; por otra parte, considerar las realizaciones fílmicas como conjuntos, en que la inser- ción de cada elemento reviste una significación, y tratar de captar los esquemas que han determinado la puesta en relación, la organización de las distintas partes constitutivas del filme. Trato de orientar el presente trabajo hacia la segunda solución, pero me importa precisar que si, personalmente, la considero más interesante, no me parece ni mejor justificada ni más importante que la otra; durante largo tiempo, cada quién encontrará lo que más le guste siguiendo sus preferencias en el vasto campo de lo audiovisual. LAS OTRAS INVESTIGACIONES: 1) L A HISTORIA DEL CINE Habiendo comenzado con un ejemplo concreto, enumeremos los proble- mas que deberían plantearse a propósito de Ladrones de bicicletas: —¿Por qué se consagra una película al desempleo, en 1947? —¿Quién habla
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