Si no creemos en Dios y resulta que sí existe, entonces nos iremos al infierno. Pero si creemos en Dios, y resulta que no existe, no nos pasará...

En absoluto. Se trata de una versión de la célebre apuesta de Pascal (Apuesta de Pascal), quien optó por la perspectiva religiosa de la vida, es decir, por la fe, basándose en el argumento implícito en tu pregunta.

Yo creo que la apuesta está mal planteada, que el argumento es pobre y la decisión de Pascal un despropósito. Tengo varios motivos para ello e intentaré exponer los más importantes sin convertir esto en un tratado.

Para comenzar, ¿a qué dios y a qué infierno te refieres? Y aquí no estoy poniendo en tela de juicio la existencia de una divinidad (que también) sino señalándote que estás dando por supuesto que solo hay un dios y un infierno, pero no nos dices cuáles son. ¿De qué religión estamos hablando? Pascal parece estar pensando en el dios judeocristiano, pero no es el único y por eso solo la apuesta está mal planteada. Además, claro está, en su razonamiento no tiene en cuenta ninguna característica negativa de la fe y la religión, mientras que para el que no cree se garantiza el infierno. ¡Menudo chollo! ¿De verdad creer en dios no tiene ninguna consecuencia negativa? Creo que depende mucho de la circunstancias. Por ejemplo, puede ser peligroso creer en dios en un Estado que persigue la fe. En fin, otra razón más para desconfiar del “dilema” que plantea tu pregunta.

En segundo lugar, te diré que, de momento, no hay ninguna prueba sólida de la existencia de un dios (cualquiera) ni de los supuestos milagros de ese dios ni de sus enviados. Sí, admito que existe un sinnúmero de anécdotas y, cómo dudarlo, ahí estan las “Sagradas Escrituras” de las tres religiones monoteístas principales, pero la verdad es que ni las unas ni las otras me parecen muy confiables. Las anécdotas están plagadas de afirmaciones que ni tú ni yo aceptaríamos si las mantuviera el periodismo actual en lugar de aparecer en un libro escrito hace cinco mil años. ¿Recuerdas el arca de Noé salvando todas las especies de animales existentes en el mundo o la división de las aguas del Mar Rojo por Moisés? ¿La multiplicación de los peces y los panes?

¿Y de los representantes de dios en la Tierra, qué diremos? Si leemos un poco de la historia de los Papas, por poner solo un ejemplo, descubriremos que, como mínimo, se han centrado más en los asuntos mundanos (luchas por el poder político y económico, control social, etc.) que en los asuntos de dios. Y eso cuando no han estado dedicados a asesinar a sus rivales o a los placeres más mundanos (sí, esos que se condenan en los 7 pecados capitales), hasta a los más viles de ellos (como ocurre con la lista, cada día más larga, de sacerdotes católicos pederastas y de los esfuerzos de la Iglesia para ocultarlos y defenderlos). No puedo olvidar el papel de la Iglesia en la persecución de los judíos por el régimen nazi o en su toma de posición durante Proceso de Reorganización Nacional argentino o la dictadura franquista en España. Si quieres, podemos dejar en paz a los católicos un momento y pensar en las relaciones entre el Islam y el terrorismo integrista, o entre el el judaísmo y el nacionalismo israelí.

Y es que, por lo general, la creencia en un dios no viene sola, sino de la mano de instituciones más o menos complejas y, especialmente, de sacerdotes que son los “representantes” de ese dios en la Tierra. Con las instituciones y los sacerdotes llega una cosmovisión y un listado de valores, mandamientos y hasta supuesto conocimiento del mundo que, según la religión de la que se trate, es producto de ideas pensadas originalmente por hombres (muy rara vez por mujeres) que vivieron hace entre dos mil y cinco mil años, con todo lo que eso significa. Basta echar un vistazo a las escrituras sagradas de las tres religiones monoteístas principales (judaísmo, cristianismo, islamismo) para entender a qué me refiero: machismo, sexismo, racismo, nacionalismo, irracionalismo, credulidad, dogmatismo, anticiencia, supercherías de todo tipo (por ejemplo, que nacemos manchados por el pecado, que la divinidad proyecta su imagen en una tostada o en una bombilla eléctrica, que existen ángeles que nos cuidan y poderes que defienden una justicia universal, que la Tierra tiene 4500 años de antigüedad y que los humanos, además de convivir con los dinosaurios, surgieron por la gracia de la divinidad con el fin de aumentar la gloria de esa divinidad o de compartir su amor (el de esa misma divinidad que permite que guerras, enfermedades, violaciones y calamidades de todo tipo se ceben en la carne de los más inocentes), que rezar es un instrumento eficaz para cambiar la realidad (por ejemplo, para curar a un enfermo), que el sexo es malo o vergonzoso, etcétera, etcétera, etcétera. La lista es casi infinita.

Insisto, la creencia en una divinidad por sí sola quizá no sea necesariamente perjudicial para un grupo social (aunque tiendo a pensar que creer en lo sobrenatural no es bueno, sencillamente porque nos aleja de la realidad, y nos hace crédulos y menos críticos); sin embargo, como he dicho, las divinidades no vienen solas sino con sus voceros y una cosmovisión completa, normalmente obsoleta, prejuiciosa y siempre limitante de las potencialidades del ser humano para conocer su entorno y gozar de una vida digna aquí en la Tierra, no en un supuesto Más Allá.

Por otra parte, es habitual oír que sin una divinidad la moral es imposible, pero eso tampoco me parece razonable. Los dioses siempre nos indican qué hacer para complacerlos (unos prescriben matar a tu hijo, otros aplastar a sus enemigos, otros amarlo a él por sobre todas las cosas y otros amar a toda la humanidad como a ti mismo, algo ciertamente impracticable), pero ¿son realmente buenas esas prescripciones morales que vienen de la religión? En mi opinión, por más subdesarrollada que esté, la ética que intenta descubrir qué es lo bueno y qué lo malo partiendo del conocimiento (científico) del ser humano ya hace un trabajo más positivo que las religiones milenarias o centenarias. Estas casi siempre han ido a la zaga de las reformas sociales con fines igualitarios y, especialemente, de la lucha por las libertades individuales. Pero no es para sorprenderse. Las religiones bíblicas, por ejemplo, arrancan su historia de la humanidad con una prohibición de probar el fruto del conocimiento (que no es ni más ni menos que el árbol del bien y del mal). La filosofía, en cambio, y su hija o hermana, la ciencia, se inician con la invitación délfica difundida por Sócrates: conócete a ti mismo. Mi pregunta es, ¿crees adecuado formular reglas morales (o sea, de comportamiento individual y social) sin un conocimiento profundo del individuo y la sociedad? Yo no lo creo.

Además, ¿te parece éticamente defendible una moral religiosa que envía al infierno a quienes no creen en la divinidad correspondiente? A mí no. En realidad, me parece de lo más vil. Si dios existe, debería comprender que, con mis limitadas herramientas (o sea, con el conocimiento de mi sociedad, mi razón y mi experiencia), no alcance a comprender ni aceptar los designios de un ser invisible que, pese a ser eterno, omnipresente, omnisciente y omnipotente, plantea a los humanos una vida de fe ciega en él mismo y en sus enviados (muy imperfectos y muchos de dudosa catadura moral). Si el propio dios no lo entiende y acabo en el infierno ¿qué clase de moral es la que propugna este dios? ¿Sumisión total o castigo eterno? Una alternativa bastante inmoral, desde mi punto de vista.

Ante este panorama (bastante resumido, por cierto), el (pseudo)dilema de Pascal ya no parece tan razonable. No se trata de una apuesta en la que una alternativa (la religiosa) es toda beneficio y la otra (la atea o incluso la agnóstica) toda pérdida.

Creer en dios también tiene su precio.