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Cuando has tenido gente en tu casa, ¿qué es algo extraño que uno de ellos hizo?

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Hace muchos veranos, una amiga de Buenos Aires quería vacacionar en Mar del Plata y me preguntó si la podría recibir cuatro o cinco días en mi casa. A la distancia nos llevábamos muy bien, parecía criteriosa y las pocas veces que nos habíamos visto resultaba bastante agradable. Le dije que sí, por supuesto.

Mientras era de día no me molestó demasiado, ya que se iba temprano y volvía muy a la tarde, de modo que ni siquiera tenía que cocinar para ella, salvo algún bocado nocturno para las cenas, un almuerzo que quise prepararle a modo de bienvenida y algunos otros en días de mal tiempo. El tema es que no se quedó cinco días de máximo como me había planteado al comienzo, pasó una semana, dos semanas, y yo ya me veía venir que, por ser ella docente y tener todo enero de vacaciones, tenía secreta intención de quedarse todo ese mes, sin decirme una palabra.

No me gustó la actitud pero, como parecía no ser excesivamente molesta —eso sí, no levantaba una taza de la mesa para lavar, ni siquiera la suya—, fui dejando pasar esas dos semanas, aunque me limitaba enormemente en mi intimidad y en mis tiempos, ya que no podía salir a hacer mis cosas, para estar en mi casa cuando decidiera regresar de sus paseos a la hora que fuera. Estar limitado en nuestros movimientos por causa de otro, hace crecer un sentimiento interior que se va convirtiendo en enojo.

En fin, en honor a la amistad, fui callando. Llegó una lluvia que duró dos días, no pudo salir a pasear y como es muy lectora, le dije que no tenía inconveniente con que fuera a mi sala biblioteca, en donde tengo un poco más de dos mil libros, un cómodo sillón y un ambiente muy lindo con plantas, para que eligiera algún ejemplar y leyese. Se echaba en ese sillón entre almohadones durante el día entero y todo parecía en paz.

Puedo decir que fue la gota que rebalsó el vaso pero no, diré que fue la piedrita que destapó mi volcán interior, haciendo casi incontrolable mi enojo que por disciplina controlo aunque se me salga un poco el humo por mis orejas. Sucedió que había tomado un libro que para nosotros, la familia, es sagrado: "Vida de Quinquela Martín", dictada por él mismo y autografiada de su puño y letra para mi esposo, ya ellos dos eran muy amigos.

No fue por el libro, no, fue que lo escribió todo. Eso hizo con el tesoro de mi casa, sin importar que era ajeno y que sabía que era histórico. Infinidad de subrayados, signos de interrogación, de admiración, "esto no me gusta", "muy bueno", "esto qué es?" y otros comentarios personales más que no le importaba a nadie más que a ella. Aún me duele recordar eso, se lo reproché y me dijo como explicación que un libro no se aprovecha, disfruta, vive bien, si no se lo subraya, hace apuntes, se agrega comentarios. El tema es que no quiso entender que el libro no era suyo.

Con el dolor que me causó, le dije al día siguiente que por favor se fuera, que me había dicho de estar cinco días y que yo, después de dos semanas, necesitaba mi privacidad y trabajar en mis compromisos. No me importa cómo le cayó eso, la falta de respeto con la imagen del libro valioso ante mi vista, todo escrito e irrecuperable, me hizo dura como piedra.

Me preguntó si podía irse el martes —era domingo— y le dije que no, que se fuera al día siguiente a primera hora.

Con el tiempo salieron otras hilachas más y me sirvieron para dar fin a esa amistad.

Foto de Google.

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