Logo Studenta

¿Por qué se ordenó la destrucción de la Orden de los Caballeros Templarios?

💡 1 Respuesta

User badge image

Aprender y Estudiar

La orden nunca fue "destruida". Se repite errónea e insistentemente muchos rumores falsos e historias inexáctas al respecto

No fue a causa de la guerra santa la que puso fin a la actividad templaria, como algunos pretenden, sino otra más terrenal. La orden fue víctima de la lucha por el Poder entre Felipe IV el "hermoso", rey de Francia y el papado. La ambición y el fanatismo de ambos monarcas instigaron un oscuro proceso que se saldó con la disolución del Temple. Lo que en un principio era un contencioso sobre el cobro de tributos al clero francés convirtiose en uno de los mayores conflictos entre los poderes temporal y espiritual de la Edad Media. Corona y papado se enzarzaron en una guerra de calumnias y bulas que duró siete años y culminó con la amenaza de excomunión al soberano francés y el cautiverio forzado del pontífice en su corte de Anagni (Italia), donde murió poco después de ser liberado.

El desastre de Acre y la posterior retirada cristiana a Chipre (completada en agosto de 1291), fueron un jarro de agua fría para Roma. El papa Nicolás IV se vio obligado a tomar medidas y puso sobre el tapete la recuperación de "tierra Santa", pero también buscaba la unificación de las órdenes militares. El fracaso en la defensa de Jerusalem terminó por convencer al papa, de que había que poner fin a la rivalidad entre templarios y hospitalarios, así como hacer un uso más eficaz de sus recursos en la misión militar del Oriente latino. Mientras tanto la situación política en Roma era tan crítica que Clemente V no tuvo más remedio que aceptar la oferta de Felipe IV de refugiarse en Francia. Se instaló en Poitiers, bajo la atenta e interesada mirada del rey.

Desatendidos, los templarios porfiaron por su cuenta en el intento de reconquistar Jerusalén. Ocuparon la isla de Aruad, frente a la costa siria, pero los mamelucos volvieron a expulsarlos dos años después. El revés hizo que Molay concentrara sus esfuerzos en tantear de nuevo a Inglaterra y Francia para poner en marcha la cruzada. Pero Eduardo I tenía que sofocar una revuelta en Escocia, y Felipe IV puso como condiciones que se privilegiara a Francia en la expedición y que él mismo desempeñara el papel protagonista. Las exigencias del monarca francés soliviantaron a los demás reinos europeos y se aparcó la empresa. Tampoco tuvieron mejor suerte los templarios en Chipre, donde el rey Enrique II veía con suspicacia la pretensión de la orden de utilizar sus dominios como centro de operaciones.

Finalmente, el apresamiento de todos los hermanos de la orden en Francia pilló por sorpresa a casi todo el mundo. Desde luego no a Felipe IV, que ordenó el arresto, ni a su fiel canciller, Guillaume de Nogaret, verdadero artífice de la operación. El origen de tan súbito ataque fueron las acusaciones de blasfemia y sodomía vertidas contra el Temple por Esquieu de Floyran, un antiguo templario expulsado de la orden. Nogaret y los agentes del Rey recabaron supuestas pruebas que justificaron ante Felipe la detención y el inicio del procesamiento de los templarios por herejes.

Lo que Felipe deseaba realmente fue el dinero y las posesiones de los templarios, dueños ellos de una buena porción del continente europeo –ese mismo año les había pedido un préstamo–, pero no tanto por codicia como para financiar sus ambiciones de gloria. Era también la ocasión perfecta para acabar con una organización exenta del pago de tributos y cejar así en su pulso de poder con el papado. Como ya ocurriera con Bonifacio VIII, Felipe IV hacía valer su condición de gobernante más poderoso y rey "cristianísimo" de Europa.

La Corona no tenía potestad para juzgar a los miembros de una orden religiosa que además estaba bajo jurisdicción directa del papa. Así que Nogaret persuadió al dominico Guillaume de París, inquisidor de Francia y leal confesor del soberano, de que debía investigar a los templarios. La Inquisición francesa procedió al interrogatorio de los detenidos, que estaban custodiados en las prisiones reales. Se les imputaban más de cien cargos, desde renegar de Cristo y escupir sobre la cruz en la ceremonia de ingreso en la orden hasta intercambiarse besos obscenos en ese rito, practicar la sodomía, adorar a un ídolo, deshonrar la misa o excesivo secretismo.

Algunos templarios prefirieron morir antes que confesar, pero la mayoría, sometidos a torturas, se declararon culpables. Los que no fueron torturados, como el gran maestre -Molay se encontraba en Francia en aquel momento–, acabaron admitiendo los cargos al temer por su integridad.

En octubre de 1311 comenzó en Vienne (Francia) el concilio convocado por Clemente V para decidir el futuro de la orden. Allí se expuso que la culpabilidad de algunos templarios, aun manifiesta, no implicaba la de la orden en su conjunto. Tampoco pudo probarse que el Temple profesara doctrina herética alguna o que sus reglas fueran secretas o distintas de las oficiales. Pese a ello, y a que la mayoría de los delegados eran favorables al mantenimiento de la orden, el papa tomó una decisión salomónica en su bula: No la condenó, pero la disolvió. ¿Por qué? Sin duda influyó la presencia de Felipe IV y su ejército en Vienne, en clara señal de que no iba a permitir la continuidad de la orden. Pero en la agenda del conflicto entre el rey y el pontífice había un agravio aún más importante que el injusto proceso contra los templarios. El monarca pretendía que Clemente V condenara a su antecesor Bonifacio VIII por herejía, lo que habría supuesto la deshonra del papado. Clemente se negó, y optó por sacrificar a los templarios en la que fue su única y pírrica victoria frente a Felipe IV.

En otra bula, el papa decretó el traspaso de todos los bienes de los templarios a la orden del Hospital, salvo en la península ibérica, donde sus propiedades acabarían pasando a manos de dos nuevas órdenes, la de Cristo en Portugal y la de Montesa en la Corona de Aragón. Los declarados culpables pero que no hubieran confesado su culpabilidad y los relapsos serían juzgados.

Entre estos últimos figuraban el gran maestre, Jacques de Molay, y tres comendadores de la orden en Francia, encarcelados en París. En marzo de 1314 una comisión de cardenales nombrada por el papa los condenó a cadena perpetua por relapsos. Al escuchar la sentencia, Molay y el comendador de Normandía, Geoffroy de Charney, proclamaron su inocencia a gritos. Los cardenales, atónitos ante la reincidencia de los inculpados, renunciaron a dictar un veredicto final y dejaron la última palabra al pontífice. Pero Felipe IV decidió por él esa misma noche. Tras consultar con sus consejeros, dio el golpe de gracia a la malograda orden: Molay y Charney, con otros 35 miembros, terminaron en la hoguera.

La superstición y el temor a los viernes 13, nació allí.

0
Dislike0

✏️ Responder

FlechasNegritoItálicoSubrayadaTachadoCitaCódigoLista numeradaLista con viñetasSuscritoSobreDisminuir la sangríaAumentar la sangríaColor de fuenteColor de fondoAlineaciónLimpiarInsertar el linkImagenFórmula

Para escribir su respuesta aquí, Ingresar o Crear una cuenta

User badge image

Otros materiales