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Los de piedra están hechos, a menudo, con los restos de antiguos monumentos en ruina y sus dimensiones son reducidas. Lo esencial del esfuerzo esté...

Los de piedra están hechos, a menudo, con los restos de antiguos monumentos en ruina y sus dimensiones son reducidas. Lo esencial del esfuerzo estético tiene por objeto la decoración que sirve para enmascarar la indigencia de las técnicas de construcción. El arte de tallar la piedra, la escultura en bulto y la representación de la figura humana desaparecen casi por completo. Pero los mosaicos, los marfiles, las telas y sobre todo las piezas de orfebrería relucen y satisfacen el gusto bárbaro por el oropel. Arte con frecuencia reunido en los tesoros de los palacios o de las iglesias, o enterrado incluso en las sepulturas. Triunfo de las artes menores que produce, por otra parte, obras maestras en las que se pone de manifiesto la habilidad metalúrgica de los artesanos y de los artistas bárbaros y la seducción del arte estilizado de las estepas. Obras maestras frágiles, de las que la mayoría no han llegado hasta nosotros, pero de las que poseemos muestras preciosas y admirables: fíbulas, hebillas de cinturones, empuñaduras de espada. Las coronas de los reyes visigodos, el frontal de cobre de Agilulfo, los sarcófagos merovingios de Jouarre, tales son algunas de las raras joyas que se conservan aún de esos siglos. Pero los soberanos, sobre todo los merovingios, comienzan a solazarse cada vez más en sus casas de campo, donde están fechadas la mayoría de sus actas. Si se ha de dar fe a las listas episcopales, muchas ciudades quedan, como hemos visto, sin obispo durante períodos más o menos largos. Leyendo a Gregorio de Tours, la Galia del siglo VI está aún ampliamente urbanizada, dominada por ricas ciudades episcopales: Soissons, París, Sens, Tours, Orleans, Poitiers, Burdeos, Toulouse, Lyon, Vienne, Arles... En la España visigótica Sevilla, bajo los obispados de los hermanos Leandro (579-600) e Isidoro (600-636), constituye un brillante foco de cultura. Pero el gran centro de la civilización de la alta Edad Media es el monasterio y, cada vez en mayor medida, el monasterio aislado, el monasterio rural. Gracias a sus talleres se convierte en un conservatorio de las técnicas artesanales y artísticas, mediante su scriptorium-biblioteca, en un mantenedor de la cultura intelectual y gracias a sus dominios, sus aperos de labranza, su mano de obra de monjes y dependientes de todo género, en un centro de producción y en un modelo económico y, por supuesto, en un centro de vida espiritual, con frecuencia asentado sobre las reliquias de un santo. Mientras se organiza la nueva sociedad cristiana urbana en torno al obispo y, en mayor medida, alrededor de las parroquias que se forman lentamente dentro de las diócesis (las dos palabras han sido probablemente sinónimas durante algún tiempo), mientras la vida religiosa se instala también en las residencias campestres de la aristocracia rural y militar, que funda sus capillas privadas de donde nacerá la Eigenkirche feudal, los monasterios hacen penetrar lentamente el cristianismo y los valores que comporta en el mundo campesino, hasta entonces poco afectado por la nueva religión, mundo de largas tradiciones y de las permanencias, pero que se convierte en el mundo esencial de la sociedad del Medioevo. La preeminencia del monasterio pone de manifiesto la precariedad de la civilización del Occidente medieval: civilización de puntos aislados, de oasis de cultura en medio de los «desiertos», de los bosques y de los campos nuevamente baldíos o de campos apenas rozados por la cultura monástica. La desorganización de las redes de comunicación y de intercambio del mundo antiguo ha hecho volver a la mayor parte del Occidente al mundo primitivo de las civilizaciones rurales tradicionales, ancladas en la prehistoria, apenas tocadas por el barniz cristiano. Reaparecen las viejas costumbres, las viejas técnicas de los iberos, de los celtas, de los ligures. Donde los monjes creen haber vencido al paganismo grecorromano, resulta que han favorecido la reaparición de un trasfondo mucho más antiguo, de demonios más taimados, sometido sólo en apariencia a la ley cristiana. El Occidente ha vuelto al salvajismo y este salvajismo aflorará, irrumpirá de cuando en cuando a lo largo de toda la Edad Media. Era menester señalar los límites de la acción monástica. Ahora es esencial evocar su fuerza y su eficacia. Recordemos sólo algunos testimonios de entre tantos nombres como la hagiografía y la historia han hecho célebres. En los tiempos de la cristianización urbana, Lerins. Cuando se inicia la profundización en las campiñas, Montecasino y la gran aventura benedictina. Para ilustrar las rutas de la cristiandad de la alta Edad Media, la epopeya monástica irlandesa. Y por último, en los tiempos en que el movimiento de cristianización se dilata hasta las fronteras, el papel de los monasterios en la evangelización en los siglos VIII y IX, continuación, por otra parte, de la corriente irlandesa. Lerins está íntimamente vinculado al desarrollo de ese gran centro de cristianización que fue la Provenza de los siglos V y VI. Lerins fue ante todo una escuela de ascética y no de formación intelectual. Los clérigos eminentes que acudían a él para hacer estancias más o menos prolongadas le pedían quizá una cultura bíblica, pero, sobre todo, una «meditación espiritual de la Biblia más que una exégesis docta». Su primer abad, Honorato, que llegó a Lerins después de una estancia en el Oriente, forma el medio leriniano en estrecha colaboración con Casiano, también llegado del Oriente y fundador de San Víctor de Marsella. Entre los años 430 y 500, Lerins verá pasar por sus umbrales a casi todos los grandes nombres de la Iglesia provenzal, Salviano, Euquerio de Lyon, Cesáreo de Arles, Fausto de Riez, los inspiradores de los grandes sínodos provenzales cuyos cánones han marcado tan profundamente el cristianismo occidental. La acción de san Benito de Nursia que, desde Montecasino, irradia a partir del 529 aproximadamente, es más profunda aún. Se debe ante todo a que la persona misma de Benito, gracias sobre todo a Gregorio Magno que consagra un libro entero de sus Diálogos a los milagros del santo por lo que tendrán durante toda la Edad Media un éxito extraordinario, se hará familiar a la gente del Medioevo. Los humildes milagros de la vida activa, de la vida cotidiana y de la vida espiritual que forman la Leyenda áurea benedictina, pondrán lo sobrenatural casi al alcance de todos. También, y sobre todo, porque san Benito, gracias a su regla escrita probablemente por él mismo, que sin duda alguna ha inspirado y que desde el siglo VII figura bajo su nombre, ha sido el fundador del monaquismo occidental. Sin ignorar y mucho menos menospreciar la tradición monástica oriental, procura dejar de lado las exageraciones ascéticas. Su regla, los comportamientos, la espiritualidad y la sensibilidad que ella ha contribuido a formar son milagros de moderación y de equilibrio. San Benito reparte armoniosamente el trabajo manual, el intelectual y la actividad más propiamente espiritual en el empleo del tiempo monástico. De este modo enseñará al

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LA_CIVILIZACION_DEL_OCCIDENTE_MEDIEVAL_4
342 pag.

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