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Al margen de la masa de los justos del Antiguo Testamento, sólo se salvan algunos personajes aislados de la Antigüedad a quienes su popula...

Al margen de la masa de los justos del Antiguo Testamento, sólo se salvan algunos personajes aislados de la Antigüedad a quienes su popularidad arrancó de los infiernos a través de una piadosa leyenda. El más popular de los héroes antiguos es Alejandro Magno, objeto de todo un ciclo novelesco, explorador —en batiscafo— del fondo de los mares y de los cielos donde le conducen los grifos. Junto a él, Trajano debe su salvación a un gesto misericordioso relatado en la Leyenda áurea. Virgilio, beneficiario de una salvación similar gracias a la cuarta égloga, se convierte en un profeta y se halla en una miniatura alemana del siglo XII en el árbol de Jesé. Pero, en general, los personajes de la Antigüedad desaparecieron en la damnatio memoriae, en la destrucción de los ídolos, en la supresión de esa aberración histórica: la Antigüedad pagana, que la cristiandad medieval encarnó tan completamente como le fue posible, al igual que derribó los monumentos paganos, con la sola limitación que le imponían su ignorancia y su pobreza técnica, las cuales obligaban a transformar para su uso una parte de esos templos normalmente destinados a la destrucción. El «vandalismo» de la cristiandad medieval, que se ejerció a expensas tanto del paganismo antiguo como de las herejías medievales —de las que destruyó despiadadamente libros y monumentos—, no es más que una forma de ese totalitarismo histórico que le hizo arrancar todas las malas hierbas que crecían en el campo de la historia. Es cierto que toda una pléyade de sabios antiguos —cuyos nombres son simbólicos: Donato (o Prisciano), Cicerón, Aristóteles, Pitágoras, Tolomeo, Euclides a quienes hay que añadir Boecio— personifican a veces en los pórticos de las iglesias, la de Chartres, por ejemplo, las siete artes liberales, pero cuando Aristóteles o Virgilio —aparte la excepción señalada anteriormente— salen de este ostracismo y se deslizan en la iconografía de las iglesias medievales, lo hacen bajo el aspecto ridículo que les otorgan las anécdotas inventadas a costa suya: Aristóteles sirve de montura a la joven india Campaspe, a la que hace la corte en plan de viejo verde; Virgilio queda colgando de la canasta donde le deja expuesto a las burlas del público la dama romana que le había dado una cita engañosa. De esta historia antigua suprimida queda, en definitiva, una sola figura simbólica: la Sibila, anunciadora de Cristo, que devuelve a la Antigüedad extraviada su sentido histórico. Historia cristiana a la que Pedro Comestor —Pedro el Comedor- — da su forma clásica en la Historia scholastica, en la cual se trata deliberadamente a la Biblia como una historia. Historia sagrada que comienza con un suceso primordial: la Creación. Ningún libro de la Biblia ha tenido mayor éxito, ni ha originado más comentarios que el Génesis o, más bien, el comienzo del Génesis tratado como una historia hebdomadaria, el Hexaemeron. Historia natural en la que aparecen el cielo y la tierra, los animales y las plantas; historia humana sobre todo, con sus protagonistas que serán la base y los símbolos del humanismo medieval: Adán y Eva. Historia, en fin, condicionada por el accidente dramático del que va a derivar todo el resto: la tentación y el pecado original. Historia que, sin embargo se divide muy pronto en dos grandes vertientes: la historia sagrada y la historia profana, cada cual dominada por un tema principal. En la historia sagrada, la nota dominante es la de un eco. El Antiguo Testamento anuncia el Nuevo, en un paralelismo llevado hasta el absurdo. Cada episodio, cada personaje prefigura a su correspondiente. Esta historia desemboca en la iconografía gótica, florece en los pórticos de las catedrales, en el frontispicio de los precursores, en las grandes figuras paralelas de los profetas y los apóstoles. Es la encarnación temporal de esta estructura esencial de la mentalidad medieval: estructura por analogía, por eco. A decir verdad, no existe más que lo que recuerda a algo o a alguien, no existe más que lo que ya existió. En la historia profana, el tema es el de la transferencia de poder. El mundo, en cada época, tiene un solo corazón al unísono y bajo el impulso del cual vive el resto del universo. La sucesión de los imperios — desde los babilonios a los medas y los persas, después a los macedonios y tras ellos a los griegos y a los romanos—, basada en la exégesis orosiana del sueño de Daniel, es el hilo conductor de la filosofía medieval de la historia. Tiene lugar en dos niveles distintos: el del poder y el de la civilización. La trasferencia del poder, translatio imperii es, ante todo, una transferencia de saber y de cultura, translatio studii. Pero esta tesis simplista no se contenta con deformar la historia, sino que acentúa el aislamiento de la civilización cristiana rechazando las civilizaciones contemporáneas, la bizantina, la musulmana y las asiáticas. Cede ante cualquier pasión, ante cualquier propaganda. Otón de Freising señala el Sacro Imperio romano germánico como el coronamiento de esta translatio imperii. Chrétien de Troyes la traslada a Francia en los célebres versos del Cligés. La concepción de la translatio, cargada de pasión nacionalista inspira, sobre todo a los historiadores y a los teólogos medievales, la creencia del predominio del Occidente. Este movimiento de la historia desplaza el centro de gravedad desde el mundo del Oriente siempre hacia el oeste, lo que permite al normando Orderico Vital, en el siglo XII, hacer participar a sus compatriotas normandos en la preeminencia. Otón de Freising escribe: «Todo el poder y la sabiduría humanas nacidas en Oriente han comenzado a rematarse en Occidente», y Hugo de san Víctor: «La divina Providencia ha ordenado que el gobierno universal que, al principio del mundo, se hallaba en el Oriente, se traslade hacia el Occidente, a medida que los tiempos se acercan a su cumplimiento, para advertirnos de que se acerca el fin del mundo, pues el curso de los acontecimientos ha llegado ya al extremo del universo». Concepción simplista y simplificadora que, sin embargo, tiene el mérito de relacionar la historia y la geografía —loca simul et témpora, ubi et quando gestae sunt, considerare oportet («hay que tener en cuenta a la vez los lugares y los tiempos, dónde y cuándo se han producido los hechos»), añade Hugo de San Víctor—, de dar todo su valor a la unidad de la civilización. A la escala más reducida de una historia nacional, los clérigos de la Edad Media y su público elegirán los acontecimientos que hacen progresar a su país en el sentido general de la historia, que le hacen participar más estrechamente en la historia esencial de la salvación. Por lo que respecta a Francia, hay tres momentos que descuellan: el bautismo de Clodoveo, el reinado de Carlomagno y las primeras cruzadas —vistas como una gesta francesa, Gesta Dei per francos—. En el siglo XIII, san Luis continuará esta historia providencial francesa, pero en un contexto mental distinto, donde el santo rey, si bien constituye un nuevo momento de una historia discontinua que olvida los episodios menos relevantes para poner de relieve todos los más significativos, se inserta también en una trama histórica continua, la de las Chroniques royales de Saint-Denis. Pero ni siquiera esta historia cristianizada y occidentalizada provoca en la cristiandad occidental medieval una alegría optimista. La frase citada anteriormente de

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LA_CIVILIZACION_DEL_OCCIDENTE_MEDIEVAL_4
342 pag.

Cultura e Civilizacao Espanhola I Unidad Central Del Valle Del CaucaUnidad Central Del Valle Del Cauca

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