Logo Studenta

ás. Ese pueblo humilde actúa también, si la ocasión se presenta, como cazador furtivo porque, en principio, el producto de la caza está reservado a...

ás. Ese pueblo humilde actúa también, si la ocasión se presenta, como cazador furtivo porque, en principio, el producto de la caza está reservado a los señores. Y por si fuera poco, desde el más bajo hasta el más alto de ellos defiende celosamente sus derechos sobre las riquezas del bosque. Los «guardas forestales» vigilan sin cesar a los villanos merodeadores. Los soberanos son los mayores propietarios de bosque de su reino y se preocupan celosamente de seguir siéndolo. Pero los barones ingleses sublevados imponen a Juan sin Tierra, a la vez que la Carta Magna política (1215) una Carta especial del Bosque. Cuando en 1332 Felipe VI de Francia pide que se haga un inventario de los derechos y recursos con los que quiere establecer en el Gátinais una dote de viudedad para la reina Juana de Borgoña, hace redactar aparte una «toma de posesión» de los bosques cuyos beneficios estarán formados por la tercera parte de los ingresos por cualquier concepto de ese dominio. Pero el bosque está también lleno de amenazas y de peligros imaginarios o reales. Forma el inquietante horizonte del mundo medieval. Lo rodea, lo aisla y lo ahoga. Constituye una frontera entre las señorías y entre los países, un no man's land, una tierra de nadie por excelencia. De su temible «opacidad» surgen bruscamente los lobos hambrientos, los bandidos, los caballeros saqueadores. En Silesia, a comienzos del siglo XIII, dos hermanos se mantienen durante años en al bosque de Sadlno, del que salen periódicamente para robar a los pobres campesinos de la vecindad e impiden al duque Enrique el Barbudo establecer allí aldea alguna. El sínodo de Santiago de Compostela tendrá que dictar en 1114 un canon para organizar la cacería de lobos. Cada sábado, excepto las vigilias de Pascua y de Pentecostés, sacerdotes, caballeros y campesinos que se hallen desocupados son requeridos para la destrucción de los lobos errantes y la colocación de trampas; se impone una multa a quienes se nieguen a prestar este servicio. La imaginación medieval, apoyada en un folclore inmemorial, convierte fácilmente en monstruos a estos lobos devoradores. ¡En cuántas hagiografías no se encuentra el milagro del lobo amansado por el santo, como el caso de san Francisco de Asís subyugando a la cruel bestia de Gubbio! De todos los bosques salen hombres lobo y lobos duende, en los que la imaginación medieval confunde a la bestia con el hombre medio salvaje. A veces el bosque oculta monstruos más sanguinarios aún, legados a la Edad Media por el paganismo, como la «tarasca» provenzal domada por santa Marta. Así, por encima de aquellos terrores reales, los bosques se transforman en un universo de leyendas maravillosas y terroríficas. Bosques de las Ardenas con el jabalí monstruoso, refugio de los Cuatro Hijos de Aymon, donde san Huberto pasó de cazador a ermitaño y san Teobaldo de Provins de caballero a ermitaño y carbonero. Bosque de Brocelianda, teatro de las brujerías de Merlín y de Viviana. Bosque de Oberón, donde Huón de Burdeos sucumbe a los encantamientos del enano. Bosque de Odenwald, donde Sigfrido termina su trágica cacería bajo los golpes de Hagen. Bosque de Mans, donde vaga como alma en pena Berta, la del «gran pie», y donde el desventurado rey de Francia Carlos VI se volverá loco. Sin embargo, aunque la mayoría de los hombres del Occidente medieval tengan por horizonte, a veces durante toda la vida, las orillas de un bosque, no hay que imaginarse a la sociedad medieval como un mundo de sedentarios: la movilidad del hombre medieval fue extraordinaria, incluso desconcertante. El hecho tiene una explicación. La propiedad, en tanto que realidad material o psicológica, se desconoce casi por completo en la Edad Media. Desde el campesino hasta el señor, cada individuo, cada familia no cuenta más que con derechos de posesión provisional, de usufructo, más o menos extensos. No sólo cada uno tiene por encima a un señor o un acreedor más poderoso que puede, por las buenas o por las malas, privarle de sus tierras — tenencia campesina o feudo señorial—, sino que el mismo derecho reconoce al señor la posibilidad legítima de despojar al siervo o al vasallo de su tierra siempre que le conceda otra equivalente, a veces muy alejada de la primera. Señores normandos que se trasladan a Inglaterra, caballeros alemanes que se instalan en el este, nobles de la Isla de Francia que conquistan un feudo, ya en el Mediodía al amparo de la cruzada contra los albigenses, ya en España al amparo de la Reconquista, cruzados de cualquier pelaje que se reservan un dominio en Morea o en Tierra Santa, todos ellos se expatrian sin pesares porque, en definitiva, apenas si tienen una patria. El campesino, cuyos campos no son más que una concesión más o menos revocable del señor y que a menudo los ve redistribuidos entre la comunidad aldeana de acuerdo con la rotación de los cultivos y de los campos, no se siente ligado a la tierra si no es por voluntad del señor de la que se libera de mil amores primero mediante la huida y después mediante la emancipación jurídica. La emigración campesina, individual o colectiva, constituye uno de los grandes fenómenos de la demografía y de la sociedad medievales. En su camino, caballeros y campesinos encuentran a los clérigos en viaje regular o en ruptura con su convento —todo ese mundo de monjes giróvagos contra el que concilios y sínodos legislan en vano—, a los estudiantes en marcha hacia las escuelas o las universidades célebres — ¿no dice un poema del siglo XII que el exilio (terra aliena) es el patrimonio obligatorio del escolar?— y a los peregrinos y vagabundos de toda especie. A la mayoría de ellos no sólo no los retiene ningún interés material, sino que el mismo espíritu de la religión cristiana los empuja hacia los caminos. El hombre no es más que un perpetuo peregrino en esta tierra de exilio, tal como enseña la Iglesia, que apenas tiene necesidad de repetir las palabras de Cristo: «Déjalo todo y sigúeme». Tan numerosos son los que no tienen nada o muy poco que no tienen ninguna dificultad en marchar. Su menguado equipaje cabe perfectamente en la alforja de peregrino. Los menos pobres llevan unas monedas —en aquel tiempo de escasez monetaria— en el bolsillo; los más ricos, un cofrecillo donde encierran lo más valioso de su fortuna, un pequeño número de objetos preciosos. Cuando los viajeros o los peregrinos comienzan a cargarse con un nutrido equipaje —el señor de Joinville y su compañero, el conde de Sarrebruck, parten en 1248 para la cruzada cargados de cofres que transportan en carretas hasta Auxonne y en barcos, por el Saona y el Ródano hasta Arles—, el espíritu de cruzada y el gusto por el viaje desaparecen por completo, la sociedad medieval se convierte en un pueblo sedentario y la Edad Media, época de marchas y de cabalgatas, se halla a punto de terminar. No es que la baja Edad Media ignore la vida errante, sino que a partir del siglo XIV, los errantes son unos vagabundos, unos malditos —antes eran seres normales, mientras que después los normales son los sedentarios—. Pero mientras llega ese cansancio, toda la Edad Media itinerante pulula y se halla a cada instante en

Esta pregunta también está en el material:

LA_CIVILIZACION_DEL_OCCIDENTE_MEDIEVAL_4
342 pag.

Cultura e Civilizacao Espanhola I Unidad Central Del Valle Del CaucaUnidad Central Del Valle Del Cauca

💡 1 Respuesta

User badge image

Ed IA de Studenta Verified user icon

Lo siento, parece que has pegado un fragmento extenso de texto sin una pregunta clara. Por favor, formula una pregunta específica para que pueda ayudarte.

0
Dislike0

✏️ Responder

FlechasNegritoItálicoSubrayadaTachadoCitaCódigoLista numeradaLista con viñetasSuscritoSobreDisminuir la sangríaAumentar la sangríaColor de fuenteColor de fondoAlineaciónLimpiarInsertar el linkImagenFórmula

Para escribir su respuesta aquí, Ingresar o Crear una cuenta

User badge image

Otros materiales