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an fielmente y con una obediencia ciega al rey, puesto que «quien se resiste a ese poder, se resiste al orden querido por Dios». Y en favor del emp...

an fielmente y con una obediencia ciega al rey, puesto que «quien se resiste a ese poder, se resiste al orden querido por Dios». Y en favor del emperador y del rey, más que del señor feudal, los clérigos establecen un paralelismo entre el cielo y la tierra y hacen del monarca la personificación de Dios sobre la tierra. La iconografía tiende a hacer que se confunda al Dios de majestad con el rey en su trono. Hugo de Fleury, en el Tractatus de regia potestate et sacerdotali dignitate, dedicado a Enrique I de Inglaterra, llega incluso a comparar al rey con Dios Padre y al obispo con Cristo solamente. «Uno sólo reina en el reino de los cielos, el que lanza el rayo. Es natural que no haya más que uno sólo después de él que reine en la tierra, uno sólo que sea un ejemplo para todos los hombres.» Así hablaba Alcuino, y lo que él afirma del emperador vale para el rey desde el momento en que éste es «emperador en su reino». Al mal rey —el que no obedece a la Iglesia— se le tacha de tirano y queda privado de su dignidad. Los obispos del concilio de París del 829 habían definido: «Si el rey gobierna con piedad, justicia y misericordia, merece su título de rey. Si esas cualidades le faltan, no es un rey, sino un tirano». Ésa es la doctrina inmutable de la Iglesia medieval, y santo Tomás de Aquino se ocupará de apoyarla en sólidas consideraciones teológicas. Pero la Iglesia medieval no ha sido muy precisa, ni en la teoría ni en la práctica, a la hora de extraer las consecuencias prácticas de la condena del mal rey convertido en tirano. Menudean las excomuniones, los entredichos, las deposiciones. Sólo Juan de Salisbury, o casi, osó ir hasta el final de la doctrina y, donde no parece posible otra solución, incluso aboga por el tiranicidio. De este modo, el ero sólo en nombre de la Iglesia, a una señal (nutu) del sacerdote, contentándose el emperador con transmitir la orden. Los canonistas de finales del siglo XII y del XIII no lo dudan. Al convertirse el papa en vicario de Cristo, y al ser éste el único detentor de las dos espadas, sólo el papa —su lugarteniente— dispone de ellas aquí en la tierra. Lo mismo ocurre con las dos luminarias. El emperador romano se había identificado con el sol. Algunos emperadores medievales intentan reanudar esta asimilación. El papado corta por lo sano esta iniciativa a partir de Gregorio VII y, sobre todo, de Inocencio III. Toma del Génesis la imagen de las dos fuentes de luz: «Dijo luego Dios: "Haya en el firmamento de los cielos luminarias para separar el día de la noche, y servir de señales a las estaciones, días y años; y luzcan en el firmamento de los cielos, para alumbrar la tierra". Y así fue. Hizo Dios las dos grandes luminarias, la mayor para presidir al día, y la menor para presidir a la noche, y las estrellas; y las puso en el firmamento de los cielos para alumbrar la tierra y presidir al día y a la noche». Para la Iglesia, la luz mayor, el sol, es el papa, la luz menor, la luna, el emperador o el rey. La luna no posee luz propia, sólo tiene un resplandor prestado que le viene del sol. El emperador, luminaria menor, además, es el jefe del mundo nocturno frente al mundo diurno gobernado y simbolizado por el papa. Si se piensa en lo que significaban el día y la noche para los hombres de la Edad Media, se comprenderá que la jerarquía laica no fuera para la Iglesia más que una sociedad de fuerzas sospechosas, la mitad tenebrosa del corpus social. Sabido es que si el papa impidió al emperador o al rey absorber la función sacerdotal, no obstante fracasó en su intento de hacerse con el poder temporal. Las dos espadas quedaron en manos separadas. A punto de desaparecer el emperador a mediados del siglo XIII, es Felipe el Hermoso quien da jaque mate a Bonifacio VIII. Pero, casi por doquier en la cristiandad, las manos de los príncipes cristianos empuñaban ya con firmeza la espada temporal. LA SOCIEDAD CRISTIANA 249 Así pues, a los dos órdenes dominantes no les quedaba otro camino que olvidar su rivalidad y pensar sólo en su solidaridad, para llevar a buen término su tarea común de dominar a la sociedad. «Buenas gentes, decía —en lengua vulgar para que se le entendiera mejor— el obispo de París, Mauricio de Sully hacia el 1170—, dad a vuestro señor terrenal lo que le debéis. Tenéis que creer y entender que a vuestro señor terrenal le debéis vuestros censos, talas, compromisos, servicios, transportes y cabalgadas. Dádselo todo, íntegramente, en el tiempo y el lugar debido». Hay ilustres ejemplos históricos y, en la actualidad, también ciertas excepciones —a veces dichosas, a veces dramáticas— que demuestran que entre naciones y lenguas no existe identidad. ¿Quién se atrevería a negar que la di- versidad de lenguas es más un factor de separación que de unidad? Los hombres de la cristiandad medieval tuvieron una clara conciencia de ello. Lamentaciones de los clérigos que hacen de la diversidad de las lenguas una de las consecuencias del pecado original, que asocian este mal a esa madre de todos los vicios: Babilonia. Rangel de Lucques, a comienzos del siglo XII, afirma: «Del mismo modo que antaño Babilonia, mediante la multiplicación de las lenguas, añadió a los antiguos males otros nuevos y peores, la multiplicación de los pueblos multiplicó la cosecha de crímenes». Triste comprobación del pueblo, como aquellos campesinos alemanes del siglo XIII que, en la historia de Meier Helmbrecht, no reconocen a su hijo pródigo a su regreso al fingir éste que habla varias lenguas. «Queridos míos, dijo en bajo alemán, que Dios os reserve todas sus felicidades.» Su hermana corrió hacia él y lo tomó en sus brazos. Él le dijo entonces: «Gratia vester!» Los niños acudieron enseguida, los ancianos padres venían detrás, y los dos le recibieron con una alegría sin límites. A su padre le dijo: «¡Deu sol!», y a su madre, según la moda de Bohemia: «¡Dobra ytra!» El hombre y la mujer se miraron y la dueña de la casa dijo: «Hombre, nos equivocamos, éste no es nuestro hijo, es un bohemio o un wende». El padre dijo: «¡Es un welchel No es mi hijo que Dios conserve, aunque de todas formas se le parece». Entonces Gotelinda, la hermana, dijo: «No es vuestro hijo, a mí me ha hablado en latín, sin duda es un clérigo». «A fe mía, dijo el criado, que, a juzgar por sus palabras, ha nacido en Sajonia o en Brabante. Ha hablado en bajo alemán, debe ser un sajón.» El padre dijo sencillamente: «Si tú eres mi hijo Helmbrecht, yo seré todo tuyo, cuando hayas pronunciado una palabra según nuestros usos y a la manera de nuestros abuelos, a fin de

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LA_CIVILIZACION_DEL_OCCIDENTE_MEDIEVAL_4
342 pag.

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Lo siento, pero parece que has pegado un fragmento extenso de texto sin una pregunta clara. Por favor, si tienes una pregunta específica, estaré encantado de ayudarte.

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