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qué, incluso entre los emperadores más equilibrados, esta solicitud hacia los juegos llegaba hasta la adulación servil? Frontón, con el lenguaje se...

qué, incluso entre los emperadores más equilibrados, esta solicitud hacia los juegos llegaba hasta la adulación servil? Frontón, con el lenguaje sentencioso que le caracteriza, supo sacar a la luz mejor que Juvenal, con su estilo lapidario, el móvil de esta política. Después de alabar a Trajano por la atención que dedicó siempre a los profesionales de la escena, del circo o de la arena, añade que «la excelencia de un gobierno no se revela menos en la preocupación por los pasatiempos que en la que se tiene por las cosas más serias, pues si bien es cierto que es mucho más perjudicial la negligencia en este último caso, el perjuicio es mucho más grave cuando los pasatiempos son desatendidos; pues el pueblo es menos ávido de larguezas en dinero que en espectáculos; y, finalmente, las distribuciones de víveres y de trigo bastan para contener a la gente a título individual, pero el espectáculo es necesario para el contento del pueblo en masa». Observemos, en primer lugar, que este análisis pone de relieve el carácter comunitario y específico de dicha necesidad: hemos visto que, en el anfiteatro o en el circo, el placer de la masa no se reduce al del espectáculo; participa también de la conciencia que tiene de sí misma, de un narcisismo oscuro al que la conciencia de sentirse romano no era nada ajena. Pero su mérito esencial es afirmar la primacía paradójica de los juegos sobre el pan. Fenómeno fácilmente explicable: el espectáculo es tanto más sagrado para la plebe cuanto que representa un lujo, el único lujo que ella posee. Si llegaba a faltar el trigo, la distribución de víveres no estaba asegurada con normalidad, podían aparecer en el pueblo unas reacciones violentas e inmediatas que generalmente se calmaban sacrificando a algún cabeza de turco; una vez restablecida la normalidad, el descontento pasajero no dejaba rastro. Pero no ocurría lo mismo con el que engendraba la negligencia respecto a los espectáculos. Era un rencor sordo y cerrado, tenaz, más peligroso que la revuelta, pues la desafección del pueblo creaba un clima propio a las tentativas de los usurpadores. No había ninguna razón, en efecto, para no cambiar por otro a un amo que menospreciaba todo aquello que un romano pobre consideraba como un bien propio y, en el sentido estricto de la palabra, como su privilegio: el derecho a sentarse casi cada día en el anfiteatro o en el circo. Con las enormes cantidades que se gastaban en ambos lugares, habría podido asegurársele al pueblo algo más que un estricto mínimum vital. Pero no lo deseaba nadie: para mantener el equilibrio de la sociedad, la alimentación era sacrificada a los espectáculos. El pueblo y la imagen del emperador-dios Se ha subrayado, con razón, que los juegos daban al Emperador ocasión para establecer con los romanos el contacto indispensable para el buen funcionamiento de un régimen autoritario y demagógico a la vez; que el anfiteatro y el circo se habían convertido en una especie de asambleas en las que el pueblo dirigía espontáneamente sus deseos al Emperador. Se vociferaba el nombre de un gladiador solicitando que saliera a la arena o que fuera liberado. La gente se tomaba, incluso, la libertad de reclamar una reducción de los impuestos o la abrogación de una ley; y, a veces, contrariamente a lo que solía ocurrir cuando aparecía algún favorito del Emperador, o sea, en vez de recibirle con aplausos, se llegaba a demostrarle sentimientos hostiles que había que interpretar, lógicamente, iban dirigidos también a la persona del Emperador. Pero señalemos inmediatamente los límites de estos «intercambios democráticos». Un día en que Domiciano presidía un combate de gladiadores, no quiso conceder gracia a un «tracio» vencido por un mirmilón porque él prefería esta última categoría a la otra. Tal vez había en esta decisión una injusticia manifiesta, o, entre el público, un hombre tan fanático de los «tracios» como el Emperador lo era de los mirmilones, pues un espectador exclamó «que un tracio valía tanto como un mirmilón, pero menos que el presidente de los juegos», estigmatizando con ello la arbitrariedad del gesto y su evidente parcialidad. Domiciano hizo prender inmediatamente a aquel padre de familia. Fue arrancado de su asiento, se le ató un cartel a la espalda, y «de espectador convertido en espectáculo», fue lanzado a la arena como pasto de una jauría; el cartel llevaba escrito: «Partidario de los tracios, autor de unas palabras impías». Agravio sorprendente, pero que se comprende si recordamos que Domiciano empezaba sus misivas en estos términos: «Nuestro amo y nuestro dios ordena lo que sigue...» En aquella crítica dirigida a uno de sus gladiadores había visto algo más que un testimonio de menosprecio hacia él: había visto un insulto a su divinidad. Domiciano, es cierto, fue el más auténtico de los tiranos. Odiaba al pueblo con un odio solapado. Se hacía acompañar a todos los combates de gladiadores por un «joven» de cabeza apepinada y cuerpo deforme, que iba envuelto en púrpura y al que hacía sentar a sus pies. No paraba de bromear, y, a veces, incluso llegaba a conversar con él con toda seriedad, preguntándole, por ejemplo, «si sabía por qué, con ocasión de la última promoción, había juzgado conveniente confiar el gobierno de Egipto a Metió Rufo». La aparente objetividad de Suetonio no deja ninguna duda sobre el significado de esta actitud: era una manera de ridiculizar a los asistentes y de llegar, incluso, a negarles la existencia. La barbarie de que hizo gala aquel día no es tan ilógica como parece. Procede de la naturaleza profunda de la relación que unía al Emperador con su pueblo, o, si se quiere, con su «público». Como lo prueba la organización del culto imperial en las provincias, los espectáculos tenían, entre otras razones de ser, la de dar cuerpo a la idea del emperador-dios. En el anfiteatro, si el espectador levantaba la cabeza hacia el velum adornado con estrellas que lo protegía del sol, veía en el centro, bordada en púrpura, la imagen de Nerón conduciendo un carro; si la bajaba, lo veía en su palco; e incluso, a veces, le veía en la escena. Por tanto, sus ojos no podían dejar de mirarle. Tanto si llovía como si hacía viento, como si la tierra temblaba, era un crimen irse antes de que Nerón hubiera terminado de cantar. Pues era proveedor, organizador y presidente de los juegos; y, en ocasiones, quiso convertirse también en «estrella» de los mismos. Hallaba en ello un medio perverso de encarnar su divinidad. No hay ninguna duda sobre el hecho de que algunos emperadores tomaron en serio la identificación de su persona con algún dios del Olimpo. Pero no tiene importancia que se creyeran Hércules o Apolo. Lo que buscaban al tomar las riendas de un carro, y ya nos hemos extendido bastante sobre ello en el capítulo precedente, era convertirse en el ídolo viviente de la masa: interpretación caricaturesca de una idea política —la de una «concesión divina»— que, desde César, había demostrado su eficacia. Una vez muertos los tiranos, se protestaba. Como ejemplo, tenemos las imprecaciones del Senado después del asesinato de Cómodo. No obstante, no es precisamente el silencio de esta clase lo que se le ha reprochado principalmente a la élite romana, sino el hecho de haber permitido que cada día se cometieran matanzas en la arena para placer de la masa, El «crimen» de los intelectuales De todos los espectáculos que hemos descrito, los combates de gladiadores no son los más crueles: las carnicerías organizadas de la naumaquia, las torturas refinadas de los «dramas mitológicos» en los que el disfraz llevaba la muerte del «héroe» al colmo de la soledad, para no hablar de la ejecución en masa de los condenados a las fieras, ofrecen a nuestra sensibilidad unas imágenes mucho más intolerables. Pero las luchas de gladiadores es lo más conocido y, por ende, aquello que primero se condena. Pero la posibilidad de semejante reprobación era totalmente inconcebible para los romanos. Si opinaban sobre los combates de gladiadores, era un poco como un filósofo moderno juzgaría las carreras de coches: de paso, y porque hallaría materia, en el comportamiento del corredor, para

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Crueldade e Civilização
128 pag.

Cultura e Civilizacao Espanhola I Unidad Central Del Valle Del CaucaUnidad Central Del Valle Del Cauca

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