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rotar negligentemente su cuerpo contra el mármol del podium. A veces el público llegaba a perder la esperanza de conseguir contemplar el combate an...

rotar negligentemente su cuerpo contra el mármol del podium. A veces el público llegaba a perder la esperanza de conseguir contemplar el combate anunciado. Los magistri, con no poco miedo, debían intervenir de nuevo. Una vez desencadenada la cólera del rinoceronte, no podía resistírsele ninguno de los mastodontes que generalmente se le oponían: ni los toros, a los que despanzurraba como si se tratara de maniquíes, ni los osos, a los que levantaba del suelo como si fueran vulgares perritos. Parece ser que estos duelos, en los que cada uno de los contendientes luchaba a su manera, eran más apreciados que aquellos en los que se enfrentaban dos fieras de una misma especie. Había «parejas» cuya lucha en un principio debió procurar grandes emociones a los espectadores, en la medida en que el desenlace del combate entre unas especies todavía mal conocidas dejaba lugar a la incertidumbre. Pero pronto se establecieron determinadas constantes. Los toros, por ejemplo, como los rinocerontes, tampoco resistían a los elefantes, así como tampoco a los osos, algunos de los cuales adquirían la técnica de colgárseles del hocico o de los cuernos: el toro furioso, recorriendo la arena en todos sentidos, se agotaba pronto bajo el peso de su jinete. Era también clásico oponer el león al tigre, al toro, e incluso al jabalí, especies que eran entonces más diversificadas que las de nuestros bosques. Los dos últimos animales mencionados, dice Claudio, habían «cansado el brazo de Hércules»; y, sin duda, el verles erizar a uno la crin y a otro las cerdas en una parodia de desafío homérico, debía recordar confusamente al romano un poco cultivado las gestas mitológicas. El león, si hacemos caso a los monumentos, solía salir vencedor: podemos verlo, apresando con la boca el cuello de la víctima, empujar con todo su cuerpo sobre el espinazo del adversario medio abatido. Otros combates eran una concesión al puro sadismo: detrás de los ciervos se soltaba una jauría, o leones y, en este caso, el resultado no ofrecía ninguna sorpresa: no era más que una carrera de habilidad. Naturalmente, se intentó romper la monotonía de estas escenas cuyo desarrollo era siempre parecido: como vamos a ver, los recursos de que disponían las casas de fieras romanas eran imponentes, tanto por la variedad de los animales allí reunidos como por la cantidad. Además de los que ya hemos citado, el hipopótamo, el cocodrilo, la hiena, el bisonte, la foca, y todas las variedades de panteras que podían salir de Oriente o de África eran especies corrientes en la Roma del Imperio. Únicamente el tigre siguió siendo una rareza, por lo menos durante cierto tiempo. Debía recurrirse, pues, a combinaciones inéditas, susceptibles de reavivar el interés del espectáculo: por ello al lado de las «parejas» clásicas de que nos hablan los historiadores, vemos también en los monumentos al oso luchando con una boa, al león con un cocodrilo, a la foca con un oso, etc. Séneca nos describe uno de los artificios que fueron llevados a la práctica para renovar, dentro de lo posible, esta clase de espectáculos: se sujetaban a ambos extremos de una correa, por ejemplo, un toro y una pantera; al tratar ambos de liberarse, empezaban a luchar entre sí; pero al no tener libres los movimientos, al no poder tomar impulso para una lucha abierta, iban destrozándose allí mismo poco a poco. Al final del combate, el vencedor era tan irrecuperable como el vencido: unos hombres armados, llamados confectores, remataban a ambos. Un fracaso de la propaganda de Pompeyo En los juegos que Pompeyo ofreció el año —79 fueron colocados en el circo, para diversión del pueblo, una veintena de elefantes de África, de aquellos que tiempo atrás habían hecho huir a toda prisa a los ejércitos romanos. El espectáculo de su enorme masa no podía intrigar a los ciudadanos. Hacía ya mucho tiempo que los romanos estaban familiarizados con los elefantes. En muchas ocasiones los habían podido contemplar en el circo. Pero esta vez, para dar más brillantez a los juegos, debían enfrentarse con hombres. Tal vez entre los combatientes había algunos gladiadores; los historiadores no se han puesto de acuerdo al respecto. Pero era corriente, en tiempos de la República, hacer luchar a hordas bárbaras ocupando el sitio de los venatores que todavía no proporcionaba el Ludus matutinus. Bocchus había enviado, junto a los cien leones que destinaba a Sila, a los arqueros experimentados que debían cazarlos. Fueron, pues, sin ninguna duda, los gétulos, un pueblo nómada que vivía en los confines del desierto, los que, en los juegos de Pompeyo, formaban el grueso de la tropa. Como medida de seguridad, se contentaron con rodear el circo con rejas de hierro. Aquel duelo inédito sorprendió al público, e incluso le divirtió. Los gétulos, cazadores experimentados, poseían una técnica de combate muy concreta: lanzaban el venablo hacia el párpado inferior de la fiera, y ésta, alcanzada en el cerebro, se desplomaba sin dar ni un paso, ante la gran sorpresa de los espectadores; o bien la paralizaban atravesándole los pies: uno de los elefantes, con los pies atravesados por varios venablos, arrastrándose sobre las rodillas hasta sus adversarios, les arrancó los escudos con la trompa y los lanzó al aire. El público vio en ello una «broma» y se rió. Súbitamente, la desesperación hizo renacer en los animales el espíritu comunitario que les es propio: cargaron todos a la vez contra las rejas que rodeaban el circo. Las rejas no cedieron del todo. Entonces, resignados, barritando lastimeramente, se dirigieron al centro de la arena para morir con larga agonía. Pero los espectadores ya no tenían el mismo estado de ánimo: todos estaban en pie y, tal vez impulsados por un sentimiento real de piedad, o por el terror que había podido causar el incidente, maldecían a Pompeyo y llegaban a intervenir para que les fuera conservada la vida a los animales que no habían sido heridos de muerte. Dion Casio, a su manera, nos describe la escena: «Los elefantes se habían retirado del combate cubiertos de heridas e iban de un lado para otro, levantando la trompa hacia el cielo y emitiendo unos gemidos que no parecían surgir por casualidad: se creyó que de esta manera invocaban el juramento que los había decidido a salir de Libia y que imploraban con sus lamentos la venganza de los dioses. Pues, en efecto, no habían subido a los navíos hasta que los que querían llevarlos consigo les hubieron jurado que no se les haría ningún daño...» Algunos han sacado de aquel incidente la conclusión de que los romanos experimentaron «una especie de ternura hacia los elefantes cuya dulzura e inteligencia les recordaban algo humano». Ternura en verdad un poco sospechosa, pues no impidió que César ofreciera al pueblo, unos años más tarde, un combate del mismo tipo, en el que enfrentó a veinte elefantes contra quinientos soldados. El dictador, que poseía en muy alto grado el don de hacer repercutir en provecho propio las lecciones de una experiencia, aunque fuera a costa de otro, tuvo mucho cuidado en facilitar a los espectadores una seguridad definitiva haciendo cavar alrededor de la arena el foso de que hablábamos antes. Actuó, en todo caso, como si hubiera pensado que la irritación manifestada contra Pompeyo hubiera sido, más que el fruto de una compasión provocada por la vergüenza de una carnicería odiosa, un reproche de ligereza dirigido indirectamente al general por haberse preocupado tan poco de la salvaguardia del público. Si aquella compasión hubiera sido auténtica, no se comprendería que un hombre tan sutilmente calculador y atento a las fluctuaciones de su prestigio, se hubiera arriesgado a quedar mal ante sus conciudadanos reproduciendo exactamente un espectáculo cuyo fracaso había sido rotundo. Por otro lado, nunca se dejó de dar muerte a elefantes en la arena. Lo cierto es que bajo el Imperio no figuraron en esas matanzas colectivas mediante las cuales los generales de la República habían des

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Crueldade e Civilização
128 pag.

Cultura e Civilizacao Espanhola I Unidad Central Del Valle Del CaucaUnidad Central Del Valle Del Cauca

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