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Calígula quiso, llevándola completamente a la práctica, dar un segundo mentís a la predicción del astrólogo Trasilio, quien había dicho, para calma...

Calígula quiso, llevándola completamente a la práctica, dar un segundo mentís a la predicción del astrólogo Trasilio, quien había dicho, para calmar las preocupaciones de Tiberio: «Calígula no tiene más posibilidades de ser emperador que de atravesar a caballo la bahía de Baice.» Otra obsesión del mismo príncipe, homologa de la precedente, consistía, al contrario, en provocar anécdotas «vividas», con la única finalidad de crear, a partir de ello, expresiones abstractas o entidades de un humor muy particular que procedía de su contingencia y de su carácter ostensiblemente facticio: después de haber hecho verter un veneno especial en la herida de un mirmilón, confeccionó una etiqueta que pegó al frasco y escribió, de acuerdo con el nombre de su víctima, «veneno de Colombo». Nos damos cuenta de que la crueldad no cuenta en absoluto en las dos primeras anécdotas relatadas. Se trata de un puro delirio que no tiene secretos para los psiquiatras modernos. En el desequilibrio de Calígula había una coherencia mucho más profunda que en el narcisismo de Nerón. Éste no es el lugar adecuado para tratar esa cuestión. Nos ha bastado con demostrar que determinadas formas de perversidad, consideradas generalmente como «locura» de una sola persona, estaban también patentes en los anfiteatros. Era como si el sentimiento de la realidad se hubiera debilitado hasta tal punto que se hallaba placer en parodiarlo, y como si el presupuesto del Estado estuviera destinado a conferir una existencia visual a los dioses cuyo sentimiento profundo habían perdido los romanos, o a llevar a la práctica una política de grandes trabajos con el objetivo de «solidificar» símbolos. CAPITULO CUARTO LOS PROVEEDORES DE LA MATANZA Los «safaris» pacíficos Un historiador consideró que con los animales reunidos en Roma para una sola gran cacería se habría podido dotar espléndidamente a todos los zoológicos de Europa. Recordemos algunas cifras conocidas: con ocasión de los juegos ofrecidos al ser inaugurado el Coliseo, fueron degollados 9-000 animales y, si creemos a Suetonio, se mostraron 5.000 al público en un solo día. Estas cifras, que los mismos antepasados consideraron enormes, representan, no obstante, una grandiosidad de la que es imposible dudar. Hay otros hechos que nos dan una confirmación indirecta de ello: la desaparición progresiva, por ejemplo, de una variedad bastarda de elefantes que poblaban el Norte de África, hasta su extinción completa en el siglo IV de nuestra era; la ausencia de leones en aquellos lugares donde, según dicen, eran en otros tiempos lo suficiente numerosos como para asediar a los poblados indígenas. Roma, ofreciendo fiestas, modificó la fauna de un continente. No podemos sorprendernos demasiado de ello si pensamos que, durante unos siete siglos, se sacó de él a los animales con que proveer las representaciones gigantescas del anfiteatro. Pero hay otra cosa que nos sorprende: ¿cómo una civilización cuyas técnicas eran más bien limitadas consiguió llevar a término la enorme y delicada tarea de reunir y encaminar hacia Roma aquellos rebaños de fieras que aparecían en los espectáculos? El terreno de cacería era el Imperio: de Mesopotamia a las orillas del Rin, de Panonia a Egipto, y tal vez incluso al Senegal, se persigue una caza que es en realidad una auténtica fortuna. Hay que decir que la cacería, en el sentido estricto del término, que conoció en la civilización romana un éxito tardío, acabó por adquirir el carácter de una tradición sólidamente implantada, particularmente en los grandes dominios; lo prueba la abundancia de documentos ilustrados, algunos de los cuales nos muestran los aspectos cotidianos de la caza, a menudo muy parecidos a los de nuestros días. Nos basaremos en una escena de gira campestre que figura en un mosaico del que más tarde volveremos a hablar: los cazadores, instalados en círculo alrededor de la carne que se está asando, han tendido una tela espaciosa para protegerse del sol entre los dos árboles a cuyos troncos han atado los caballos; el frescor de las ánforas que hay en el suelo, la actividad de los criados, la actitud relajada de los personajes y el torbellino de los perros dando saltos hacia los pedazos de carne que les tiran, todo ello evoca con exactitud la atmósfera característica de la pausa en que el cazador goza de cada segundo de reposo. Esas tradiciones locales tuvieron, ahora lo veremos, su importancia. Pero, cuando se trataba de proveer a las necesidades del anfiteatro, la caza revestía un carácter particular que nuestras civilizaciones no conocen en absoluto: había que capturar vivas a unas presas ágiles o feroces que el aficionado al deporte se contentaba con acosar y matar. Aquel oficio peligroso se llevaba a cabo, en primer lugar, mediante la puesta en práctica de todo el arsenal de trampas que la imaginación de los pueblos de la estepa o de la montaña había podido concebir. Se capturaba el león o la pantera cavando un hoyo disimulado por un muro; en el interior del hoyo se ataba a un cabrito o a un perro cuyos balidos o ladridos atraían a la fiera: saltaba ésta por encima del muro para apoderarse de la presa y caía en la trampa. Había que sacarla de allí intacta; sin duda, la operación se llevaba a cabo haciendo descender una jaula con un cebo dentro y encerrando allí a la fiera. Se cavaban también hoyos para cazar elefantes, pero el procedimiento no siempre tenía éxito: estos animales, según parece, conseguían sacar ayudándolo con la trompa al que había quedado atrapado, una vez habían cubierto parcialmente el hoyo que hacía de trampa con la tierra que removían con sus grandes patas. Además de las trampas automáticas, se recurría también a un «truco» que no parece legendario: se vertían unas cuantas ánforas de vino en un charco no muy grande de agua y las panteras, al beberlo, se volvían más mansas que las gatas. Ninguno de estos procedimientos era adecuado para la captura de animales jóvenes destinados a ser amaestrados. Era necesaria la intervención de los hombres. Armados con lanzas y grandes escudos, iban a buscarlos a la guarida de la leona. Los arrancaban de su lado obligando a ésta a retroceder paso a paso y los lanzaban a unos jinetes apostados a pocos metros. No lejos de allí, en la orilla de un río o del mar, había un barco esperando; estaba unido a tierra mediante una pasarela. Los jinetes se dirigían al galope hacia el barco perseguidos por la fiera enfurecida. Si se veían acosados demasiado cerca, abandonaban una de las crías; la fiera la recogía y se la llevaba a su guarida. Pero este deporte complicado, que exigía a los cazadores un trabajo de equipo delicado y una solidaridad a toda prueba, era considerado como una diversión pintoresca al lado de las grandes batidas de las que, por otra parte, tal vez no era más que un episodio. Eran unas auténticas expediciones organizadas, con ayuda de la población local, por unos destacamentos que no siempre debían volver completos si juzgamos por la repetición en los mosaicos, de escenas cuyo cariz acabó por dar a dichas aventuras la dimensión de una epopeya, como más adelante veremos: un cazador acurrucado en el suelo bajo el escudo combado que le protege del león; otro sin nada en las manos, ante la fiera a la que no ha acertado a alcanzar con su venablo. En estos casos su vida dependía de la rapidez de los reflejos de sus compañeros: éstos se precipitan, blandiendo armas o antorchas, para atraer hacia sí el furor del animal, tal como se hace hoy en las corridas. Según una técnica númida, la caza era acosada y dirigida hacia unos cercados de ramas reforzadas con redes; se servían de antorchas para impedir que las panteras, una vez aprisionadas, volvieran atrás o saltaran con demasiada violencia contra la cerca. Más tarde, las diferentes especies,

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Crueldade e Civilização
128 pag.

Cultura e Civilizacao Espanhola I Unidad Central Del Valle Del CaucaUnidad Central Del Valle Del Cauca

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