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pronto, a la hora de nona, el Señor los expulsó del paraíso. He aquí, sin embargo, un uso bastante extraño del tiempo, ya que pone una fecha a la c...

pronto, a la hora de nona, el Señor los expulsó del paraíso. He aquí, sin embargo, un uso bastante extraño del tiempo, ya que pone una fecha a la creación y calcula la duración de los hechos más o menos simbólicos de la Biblia. Los hombres de la Edad Media, a la vez que llevan hasta el límite la exégesis alegórica, exageran su celo a la hora de tomar al píe de la letra las noticias de las Escrituras. En especial, todo lo que figura en los «libros históricos» se toma como hecho real y fechado. Las crónicas universales comienzan con esas fechas, que manifiestan una verdadera obsesión cronológica. Por lo demás, no existe unanimidad alguna en lo que atañe a esta cronología. Santiago de Vorágine lo confiesa ingenuamente cuando escribe: «No hay acuerdo respecto de la fecha del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo en la carne. Unos dicen que tuvo lugar 5.228 años después del nacimiento de Adán y otros que fue 5.900 años después de dicho nacimiento». Y añade muy prudentemente: «Metodio fue el primero que fijó la fecha en los 6.000 años, pero la halló más bien por inspiración mística que por cálculo cronológico». Efectivamente, la cronología medieval propiamente dicha, los medios para medir el tiempo, para saber la fecha o la hora, el instrumental cronológico son rudimentarios. En este aspecto, la continuidad con el mundo grecolatino es absoluta. Los instrumentos de medida del tiempo continúan estando ligados a los caprichos de la naturaleza —como el cuadrante solar cuyas indicaciones, por su misma naturaleza, no existen más que con tiempo soleado— o miden períodos de tiempo sin referencia a una continuidad —el reloj de arena, la clepsidra y todos esos sustitutos de relojes incapaces de medir tiempos datables, tiempos que se puedan poner en cifras pero, eso sí, adaptados a la necesidad de controlar períodos de tiempo concretos: candelas que dividen la noche en tres períodos (candelas) y, para los tiempos cortos, oraciones de acuerdo con las cuales se definen el tiempo de un Miserere o de un Pater. Instrumentos sin precisión, a merced de un incidente técnico imprevisible: nube, grano de arena demasiado grueso, hielo, malicia de los hombres que alargan o acortan la candela, aceleran o ralentizan la recitación de la plegaria. Pero también, sistemas variables de contabilizar y de medir el tiempo. El año comienza para los distintos países en diferentes épocas, según que su tradición religiosa haga partir la redención de la humanidad —y por lo tanto la renovación del tiempo— de la Natividad, de la Pasión, de la Resurrección de Cristo, o incluso de la Anunciación. De este modo, una serie de «estilos» cronológicos coexisten en el Occidente medieval, de los cuales el más extendido es el que hace comenzar el año en Pascua. El del futuro, como ya sabemos, pertenecía a un estilo poco extendido por entonces, el del 1 de enero, el de la Circuncisión. El día comienza igualmente en momentos muy variables: a la caída del sol, a media noche o al mediodía. Las horas son desiguales; son las viejas horas romanas más o menos cristianizadas: maitines (hacia la media noche) después, de tres en tres horas de las nuestras aproximadamente: laudes (a las tres), prima (a las seis), tercia (a las nueve), sexta (al mediodía), nona (a las quince), vísperas (a las dieciocho), completas (a las veintiuna). En la vida cotidiana, los hombres de la Edad Media se sirven de referencias cronológicas tomadas de diferentes universos sociotemporales que les vienen impuestas por diversas estructuras económicas y sociales. En efecto, nada refleja mejor la estructura de la sociedad medieval que los fenómenos meteorológicos y los conflictos que se fraguan en torno a ellos. Las medidas —en el tiempo y en el espacio— son un instrumento de dominación social de una importancia extraordinaria. Quien las domina refuerza enormemente un poder sobre la sociedad. Y esta multiplicidad de los tiempos medievales se refleja en las luchas sociales de la época. Lo mismo que en los campos y en las ciudades se disputa sobre las medidas de capacidad —que determinan raciones y niveles de vida—, para ponerse de acuerdo o contra las medidas del señor o de la ciudad, la medida del tiempo será el objeto de luchas que la arrancarán en mayor o menor medida a las clases dominantes: clero y aristocracia. La medida del tiempo, lo mismo que la escritura, continúa siendo durante una gran parte de la Edad Media el patrimonio de los poderosos, un elemento de su poder. La masa no es dueña de su tiempo, es incapaz incluso de determinarlo. Obedece a los tiempos impuestos por las campanas, por las trompetas y por los olifantes. Pero el tiempo medieval es sobre todo un tiempo agrícola. En ese mundo donde la tierra es lo esencial, donde vive —rica o pobremente— casi toda la sociedad, la principal referencia cronológica es una referencia rural. Ese tiempo rural es, en principio, el de la larga duración. El tiempo agrícola, el tiempo campesino es un tiempo de espera y de paciencia, de permanencia, de vuelta a empezar, de lentitud, si no ya de inmovilismo, al menos de resistencia al cambio. Ese tiempo, sin referencia a los acontecimientos, no tiene necesidad de fechas o, mejor dicho, sus fechas oscilan dulcemente al ritmo de la naturaleza. El tiempo rural es un tiempo natural. Las grandes divisiones son el día, la noche y las estaciones. Tiempo contrastado que alienta la tendencia medieval al maniqueísmo: oposición de la sombra y la luz, del frío y el calor, de la actividad y el ocio, de la vida y la muerte. La noche está cargada de amenazas y de peligros en ese mundo donde la luz artificial es rara (las técnicas de alumbrado, incluso durante el día, no progresarán hasta el siglo XIII, con el auge del vidrio plano), peligrosa, fuente de incendios en ese mundo de madera, acaparada por los poderosos: los cirios del clero y las antorchas de los señores que eclipsan los pobres candiles del pueblo. Las puertas se cierran contra las amenazas humanas y la ronda vigila atentamente en iglesias, castillos y ciudades. La legislación medieval castiga con dureza extraordinaria los delitos y los crímenes cometidos con nocturnidad. La noche es la gran circunstancia agravante de la justicia en la Edad Media. La noche es, sobre todo, el tiempo de los peligros sobrenaturales. Tiempo de tentación, de fantasmas, del diablo. El cronista alemán Thietmar, a comienzos del siglo XI, multiplica las historias de aparecidos y ratifica su autenticidad: «Del mismo modo que Dios ha dado el día a los vivos, así ha dado la noche a los muertos». La noche pertenece a los brujos y a los demonios. En cambio, para los monjes y para los místicos es el momento privilegiado de su combate espiritual. La vigilia y la oración nocturna son ejercicios eminentes. San Bernardo recuerda la palabra del salmista: «Me he levantado en medio de la noche para glorificarte, Señor». Como tiempo de lucha y de victoria, cada noche recuerda la noche simbólica de Navidad. Abramos de nuevo el Elucidarium por el capítulo que se refiere a Cristo: — ¿A qué hora nació? —A media noche... — ¿Por qué durante la noche? —Para llevar la luz de la verdad a aquellos que vagan por la noche del error. En la poesía épica y lírica la noche es el tiempo de la angustia y de la aventura. Con frecuencia va unida a ese otro espacio de oscuridad: el bosque. El bosque y la noche combinados son el lugar de la angustia medieval. Así, cuando Berta se halló extraviada:

Esta pregunta también está en el material:

LA_CIVILIZACION_DEL_OCCIDENTE_MEDIEVAL_4
342 pag.

Cultura e Civilizacao Espanhola I Unidad Central Del Valle Del CaucaUnidad Central Del Valle Del Cauca

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