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one a los universitarios del siglo XIII con Alberto Magno y Tomás de Aquino a la cabeza, y hasta el mismo Dante está impregnado de ella. ...

one a los universitarios del siglo XIII con Alberto Magno y Tomás de Aquino a la cabeza, y hasta el mismo Dante está impregnado de ella. Su teología mística se convierte fácilmente en una imaginería popular que le proporciona una resonancia extraordinaria. Esta concepción paralizante que impide al hombre atentar contra el edificio de la sociedad terrestre sin hacer vacilar al mismo tiempo la sociedad celeste, que aprisiona a los mortales en las mallas de la red angélica, añade al peso de los amos sobre los hombros de los hombres la pesada carga de la jerarquía angélica de los serafines, de los querubines y de los tronos, de las dominaciones, de las virtudes y de las potestades, de los principados, de los arcángeles y de los ángeles. Los hombres de la Edad Media se debaten entre las garras de los demonios y la traba que suponen esos millones de alas que baten tanto en la tierra como en el cielo y hacen de la vida una pesadilla de palpitaciones aladas. Porque la cuestión no estriba en que el mundo celeste sea tan real como el terrestre, sino en que no constituyen más que un solo mundo, en una inextricable mezcla que aprisiona a los hombres en las redes de un sobrenatural viviente. A esta confusión —o si se prefiere, a esta continuidad espacial que confunde, que adhiere el cielo a la tierra— corresponde una análoga continuidad temporal: el tiempo no es más que un momento de la eternidad. Sólo pertenece a Dios, sólo puede ser vivido. Tomarlo, medirlo, sacar partido o aprovecharse de él es un pecado. Apoderarse de un solo momento de él es un robo. Este tiempo divino es continuo y lineal. Es diferente del tiempo de los filósofos y de los sabios de la antigüedad grecorromana quienes, si no todos enseñaban el mismo tiempo, todos se hallaban más o menos tentados por un tiempo circular, siempre recomenzando, tiempo del Eterno Retorno. No cabe la menor duda de que ese tiempo, a la vez perpetuamente nuevo, sin repetición posible, y por lo tanto sin poder constituir el objeto de una ciencia —nadie puede bañarse dos veces en el mismo río— y perpetuamente idéntico, dejó su huella en la mentalidad medieval. La supervivencia más evidente y la más eficaz de todos los mitos circulares es la rueda de la Fortuna. Quien hoy es grande, mañana estará por los suelos. Quien hoy es humilde, mañana la rueda de la Fortuna le llevará a la cumbre. Sus variantes son múltiples. Todas ellas vienen a decir, de una forma u otra, lo que decía una miniatura italiana del siglo XIV: Sum sine regno, regnabo, regno, regnavi («No tengo reino, reinaré, reino, he reinado»). Esta imagen procede, sin duda, de Boecio y goza en la iconografía medieval de un extraordinario favor. La rueda de la Fortuna es el armazón ideológico de los rosetones góticos. El mito descorazonador y reaccionario de la rueda de la Fortuna ocupa un puesto privilegiado en el mundo mental del Occidente medieval. Sin embargo no logró impedir que el pensamiento medieval se negara a girar en redondo y que diera un sentido al tiempo, un sentido no giratorio. La historia tiene un principio y un fin, eso es lo esencial. Ese comienzo y ese fin son a la vez positivos y normativos, históricos y teleológicos. Por eso toda crónica, en la Edad Media occidental, comienza por la creación, por Adán, y si, por humildad, se detiene en la época en que escribe el cronista, deja sobreentendida como verdadera conclusión el Juicio final. Como ya hemos dicho, toda crónica medieval es «un relato de la historia universal». De acuerdo con el genio del cronista, puede hacer de ese encuadre una causalidad profunda o un tic formal de exposición. En el primer caso se puede incluso utilizar —in-conscientemente o no— como un instrumento pasional. Otón de Freising, a mediados del siglo XII, utiliza esta orientación de la duración para probar el carácter providencial, según él, del Sacro Imperio romano germánico. En cualquier caso los lectores modernos quedan generalmente sorprendidos por el contraste entre la ambición de esta referencia global y la cicatería del horizonte concreto de los cronistas e historiadores medievales. El ejemplo de Raoul Glaber, a comienzos del siglo XI, causó impacto, aunque se podrían citar decenas de ellos. Al comienzo de su crónica la emprende contra Beda y Pablo Diácono por no haber escrito más «que la historia de su propio pueblo, de su patria», y afirma que su intención «es relatar los acontecimientos acaecidos en las cuatro partes del mundo». Pero en la misma página declara que establecerá «la sucesión de los tiempos» a partir de las fechas en que co-mienzan los reinados del sajón Enrique II y del capeto Roberto el Piadoso. Muy pronto se pone de manifiesto que el horizonte de sus historias queda reducido a los informes que ha podido obtener de la Borgoña, donde ha pasado la mayor parte de su vida, y de Cluny, donde ha escrito lo más importante de su obra. Todas las imágenes que la Edad Media occidental nos ha dejado de sí misma están construidas según este modelo. Grandes planes encerrados en un estrecho marco —los calveros de que hablábamos anteriormente— que de repente se ensanchan, en fulgurantes travellings, hasta el infinito, hasta las dimensiones del universo y de la eternidad. Esta referencia global es uno de los aspectos del totalitarismo medieval. Así pues, el tiempo, para los clérigos de la Edad Media y para aquellos a quienes se dirigen, es historia y esta historia tiene un sentido. Pero el sentido de la historia sigue la línea descendente de un ocaso. En la continuidad de la historia cristiana intervienen diversos factores de periodización. Uno de los más operantes es el esquema que calca la división del tiempo a partir de la división de la semana. Esta vieja teoría judía, a través de san Agustín, Isidoro de Sevilla y Beda, pasa a la Edad Media que la acepta en todos los niveles del pensamiento, tanto en la divulgación doctrinal de Honorio de Autún como en la alta teología de Tomás de Aquino. Las miniaturas del Líber floridus de Lamberto de Saint-Omer, en torno al año 1120, ponen de manifiesto el éxito de esta concepción. El macrocosmos —el universo—, lo mismo que el mi-crocosmos, que es el hombre, pasa por seis edades a modo de los seis días de la semana. La enumeración habitual distingue la creación de Adán, la ley de Noé, la vocación de Abraham, la realeza de David, la cautividad de Babilonia y la venida de Cristo. De este mismo modo existen seis edades en el hombre: infancia, adolescencia, juventud, edad madura, vejez y decrepitud (cuyas edades, según Honorio de Autún, quedan establecidas en los 7, 14, 21, 50 70 y 100 años respectivamente). La sexta edad, a la cual ha llegado el mundo, corresponde a la decrepitud. Pesimismo fundamental que impregna todo el pensamiento y la sensibilidad medievales. Mundo limitado, mundo moribundo. Mundus senescit, el tiempo presente es la vejez del mundo. Esta creencia, legada por la reflexión del cristianismo primitivo en medio de las tribulaciones del bajo Imperio y de las grandes invasiones, permanece aún viva en pleno siglo XII. Otón de Freising escribe en su Crónica: «Estamos viendo cómo el mundo desfallece y exhala, por así decir,

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LA_CIVILIZACION_DEL_OCCIDENTE_MEDIEVAL_4
342 pag.

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