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arse. La situación del joven francés, su desesperación y las circunstancias que hacían aquella pérdida más horrible para él que para otro joven, fu...

arse. La situación del joven francés, su desesperación y las circunstancias que hacían aquella pérdida más horrible para él que para otro joven, fueron conocidas y atrajeron sobre él la compasión y el interés de todo Gersau. Cada mañana, la muda fingida iba a ver al francés para poder luego llevar noticias a su dueña. Cuando Rodolfo estuvo en condiciones de salir, fue a la casa de los Bergmann a dar las gracias a miss Lovelace y a su padre por el interés que le habían testimoniado. Por primera vez desde que se habían establecido en casa de los Bergmann, el anciano italiano dejó que un extraño penetrase en su apartamento, donde Rodolfo fue recibido con una cordialidad debida tanto a sus desgracias como a su condición de francés, que excluía toda desconfianza. Francesca apareció tan hermosa durante la primera velada, que hizo penetrar un rayo de luz en aquel corazón abatido. Sus sonrisas pusieron las rosas de la esperanza sobre aquel luto. Cantó, no aires alegres, sino graves y sublimes melodías adecuadas al estado del corazón de Rodolfo, a quien no pasó inadvertida esta delicadeza. Hacia las siete, el anciano dejó solos a los dos jóvenes, sin aparentar temor alguno, y se retiró a su habitación. Cuando Francesca se hubo cansado de cantar, llevó a Rodolfo a la galería exterior, desde donde se descubría el sublime espectáculo del lago y con una seña le indicó que se sentara al lado de ella en un banco de madera rústica. —¿Es indiscreción preguntaros vuestra edad, cara Francesca? —dijo Rodolfo. —Diecinueve años —respondió la joven—, pero cumplidos. —Si algo en el mundo pudiera mitigar mi dolor, sería la de que vuestro padre me concediera vuestra mano; sea cual fuere el estado de fortuna en que os encontréis, siendo tan bella, me nces las lágrimas corrieron en abundancia por sus mejillas. —Vamos —dijo—, todavía hay esperanzas. Mi marido tiene... —¿Ochenta años...? —dijo Rodolfo. —No —respondió ella sonriendo—, sesenta y cinco. Se ha disfrazado de viejo para burlar a la policía. —Querida —dijo Rodolfo—, otras emociones de esta clase, y me muero... Tras veinte años de conocimiento tan sólo, sabréis cuál es la fuerza y la pujanza de mi corazón, de qué naturaleza son sus aspiraciones hacia la felicidad. Esta planta no sube con mayor furia para abrirse a los rayos del sol —dijo mostrando un jazmín de Virginia que rodeaba la balaustrada—, que aquella furia con que hace un mes yo me he adherido a vos. Os amo con un amor único. ¡Este amor será el principio secreto de mi vida, y quizá moriré a consecuencia de él! —¡Oh! ¡Francés, francés! —dijo la joven, complementando su exclamación con una leve mueca de incredulidad. —¿No será preciso esperaros, recibiros de manos del tiempo? —Repuso Rodolfo con gravedad—. Pero, sabedlo, si sois sincera en las palabras que acabáis de dejar escapar, os esperaré fielmente sin permitir que ningún otro sentimiento crezca en mi corazón. Ella lo miró con aire socarrón. —Nada —dijo él—, ni siquiera un capricho. Tengo que realizar mi fortuna, una que sea espléndida, pues la naturaleza os ha creado princesa... Al oír esta palabra, Francesca no pudo contener una leve sonrisa que confirió a su rostro la expresión más encantadora, algo tan sutil como lo que el gran Leonardo supo pintar tan bien en la Gioconda. Esta sonrisa obligó a Rodolfo a hacer una pausa. —...Sí —continuó—, debéis sufrir a causa de la indigencia en que el exilio os ha sumido. ¡Ah!, si queréis hacer de mí el más feliz de los hombres y santificar mi amor, me trataréis como a un amigo. ¿No debo yo ser también vuestro amigo? Mi pobre madre me ha dejado 60 000 francos de economías, ¡tomad la mitad! Francesca lo miró fijamente. Aquella penetrante mirada llegó al fondo del alma de Rodolfo. —No necesitamos nada, mis trabajos bastan para satisfacer nuestro lujo —respondió la joven con voz grave. —¿Puedo permitir que una Francesca trabaje? —Exclamó Rodolfo—. Un día regresaréis a vuestro país, y allí volveréis a encontrar lo que dejasteis... —de nuevo volvió la italiana a mirar a Rodolfo—. Y me devolveréis lo que os habéis dignado aceptar en calidad de préstamo —añadió con una mirada llena de delicadeza. —Dejemos este tema —dijo Francesca con un gesto de incomparable nobleza—. Haced una brillante fortuna, sed uno de los hombres notables de vuestro país, esto es lo que quiero. La cultura es un puente que puede servir para franquear un abismo. Sed ambicioso, es necesario. Creo que hay en vos elevadas y poderosas facultades; pero servíos de ellas, más que para merecerme, para la felicidad de la humanidad. De este modo seréis más grande a mis ojos. En esta conversación, que duró dos horas, Rodolfo descubrió en Francesca el entusiasmo por las ideas liberales y el culto de la libertad que había hecho la triple revolución de Nápoles, del Piamonte y de España. Al salir, fue conducido hasta la puerta por Gina, la muda fingida. A las once, nadie transitaba por la aldea, ninguna indiscreción había que temer; Rodolfo llevó a Gina a un rincón y le preguntó en voz baja, en mal italiano: —¿Quiénes son tus dueños, hija mía? Dímelo, te daré esta pieza de oro, que es nueva. —El señor —respondió la niña tomando la moneda—, el señor es el famoso librero Lamporani, de Milán, uno de los jefes de la revolución y el conspirador que Austria busca con más ahínco para encerrarlo en el Spielberg. —¡La mujer de un librero...! Tanto mejor —pensó, así somos del mismo nivel—. Y ella, ¿de qué familia es? —Dijo en voz alta—, puesto que tiene aires de reina. —Todas las italianas son así —respondió Gina con orgullo—. El apellido de su padre es Colonna. a humilde condición de Francesca, Rodolfo mandó poner un toldo en su barca y unos cojines en la popa de la misma. Cuando se hubo realizado este cambio, el enamorado fue a proponer a Francesca un paseo con él en el lago. La italiana aceptó, sin duda para desempeñar su papel de joven miss a los ojos del pueblo; pero llevó a Gina con ellos. Las más insignificantes acciones de Francesca Colonna revelaban una educación superior y el más elevado rango social. Por el modo como se sentó la italiana en el extremo de la barca, Rodolfo sintióse en cierto modo separado de ella; y ante la expresión de un verdadero orgullo de nobleza, su premeditada familiaridad se desvaneció. Con una mirada, Francesca erigióse en princesa con todos los privilegios de que hubiera gozado en la Edad Media. Parecía haber adivinado los pensamientos secretos de aquel vasallo que tenía la audacia de constituirse en protector de ella. En el modo de estar amueblado el salón en que Francesca lo había recibido, en la forma de arreglarse y en las pequeñas cosas de que se servía, Rodolfo había reconocido ya los indicios de una naturaleza elevada y de una gran fortuna. Todas estas observaciones le vinieron a la vez a la memoria, y quedóse un instante pensativo, soñador, después de haber sido, por así decir, pisoteado por la dignidad de Francesca. Gina, aquella confidente apenas adolescente, parecía también tener su rostro cubierto por una máscara burlona. Esta evidente falta de acuerdo entre la condición de la italiana y sus maneras, fue un nuevo enigma para Rodolfo, el cual sospechó otra astucia parecida al falso mutismo de Gina. —¿A dónde queréis ir, signora Lamporani? —preguntó. —Hacia

Esta pregunta también está en el material:

Alberto_Savaruz-Honore_de_Balzac - Israel Alejandro Palacios Alcántara
166 pag.

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