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ejemplos de signo contrario. Por un lado, ¿quién puede negar la importancia que ha tenido para el éxito masivo —junto con otros factores, por supue...

ejemplos de signo contrario. Por un lado, ¿quién puede negar la importancia que ha tenido para el éxito masivo —junto con otros factores, por supuesto— un título llamativo como es Monólogo de una mujer fría, de Manuel Halcón? Caso inverso: el de un libro espléndido perjudicado por su título. No es difícil encontrar el ejemplo: hace unos años apareció en Madrid el libro titulado La metáfora y el mito, de Ángel Álvarez de Andrés Amorós Introducción a la literatura. Nadie que no sea un especialista hubiera podido sospechar que ese título ocultaba un estudio de la obra poética de Federico García Lorca relacionándola con los mitos y religiones primitivos. Creo que el éxito popular de este libro hubiera sido muy distinto con un título del tipo Sexo y religión en García Lorca, o algo semejante. Por supuesto, este factor no es el único que determina el éxito o fracaso de un libro, al margen de su calidad literaria. Sin embargo, creo que sería una equivocación despreciar este tipo de condicionamientos del libro como producto comercial. Quizá, en un futuro no muy lejano, todas las editoriales algo importantes dispongan de un técnico en publicidad, dedicado sólo a aconsejar títulos. En principio, el público busca lo que ya conoce, lo que no le molesta, lo que no contradice sus hábitos mentales: es decir, lo consabido, tanto en visión del mundo como en estilo. En ese sentido, la mayoría de los best—sellers serían obras de técnica literaria más o menos «clásica», tradicional, y no radicalmente revolucionaria; por eso, las obras de signo vanguardista o renovador no parecen estar llamadas a suscitar un amplio éxito popular. Sin embargo, no siempre sucede así. Junto a esto, que parece tan claro, intervienen una serie de elementos (la crítica, la publicidad, los premios, el esnobismo...) que pueden producir consecuencias poco esperables. Recordemos, por ejemplo, el éxito mundial inmenso de una obra tan profundamente original como Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. En un ámbito más limitado, los relatos de Juan Benet, cuya lectura supone una dificultad más que mediana, se han impuesto con sorprendente facilidad. Al decir todo esto, por supuesto, no estoy olvidando la categoría literaria de esos libros. Cabe confiar en que las obras maestras acaben imponiéndose, muchas veces, aunque algunos genios que se adelantaron a su tiempo hayan de esperar bastantes años para que se les comprenda justamente. Claro está que el éxito popular masivo (ambicionado por todo escritor, lo confiese o no) también tiene sus inconvenientes. Supongamos que el escritor ha alcanzado ya una cierta fama y —lo que es más importante, a estos afectos— posee un público lector, más o menos amplio, que le sigue con fidelidad. En ese caso, no es aventurado suponer que los lectores, en general, seguirán pidiendo siempre a «su» autor el mismo tipo de obra; si se atreve a defraudar estas esperanzas, es fácil que sus ventas desciendan y que le acusen de haber traicionado su auténtica línea, de que ya está en decadencia... A la vez, cualquier escritor vivo sentirá la necesidad íntima de renovarse, de abrirse nuevos horizontes estéticos y vitales. En algunos casos, el conflicto puede llegar a plantearse con cierto dramatismo. El problema, por supuesto, no es exclusivo de los escritores; pensemos en el caso de los pintores de éxito, que forman parte de la «cuadra» de un marchante y se ven condenados, por razones comerciales, a repetirse monótonamente. En términos generales, la imagen pública muy definida ayuda a vender un producto, pero también puede encadenar a su creador. Como se ha dicho tantas veces, se plantea el juego dialéctico entre la máscara y el rostro: algunos escritores crean su máscara, componen su propia figura; así, el público siente el placer de reconocer unos rasgos conocidos (como el visitante del museo disfruta comprobando que las figuras de El Greco son alargadas y las mujeres de Rubens, opulentas). La máscara puede ser falsa, claro está, pero no caigamos en el prejuicio romántico de pensar que siempre lo es. Por otro lado, la experiencia cotidiana, en cualquier terreno vital, nos muestra que una máscara voluntariamente asumida —por las razones que sea, és a es otra cuestión— influye sobre la cara que está debajo. A la larga, simplemente, el rostro va adquiriendo los rasgos de la careta que la cubre; si se quitara la máscara, quizá ya nadie lo advertiría... Como dijo agudamente Jean Cocteau, Víctor Hugo fue un loco que se creyó Víctor Hugo. Me parece que ésta no es sólo una frase más o menos ingeniosa, sino que encierra varios sentidos interesantes. Fijémonos sólo en uno: para convencer de algo al lector, hay que estar profundamente convencido de ello, o ser un simulador notable; y, si esa simulación es constante y profunda, ¿en qué se diferencia de la verdad? En el ámbito de la literatura española, famosas «máscaras», por ejemplo, han sido las de Valle—Inclán o Ramón Gómez de la Serna, y hoy lo es la de Francisco Umbral. El lector puede quedarse en los aspectos más anecdóticos y superficiales, por supuesto, pero eso no basta para creer que esas máscaras sean «mentira»; por lo menos, más mentira—verdad que lo es el juego vital de la literatura, en cualquier caso. Me he referido antes al público en relación con los géneros literarios. Se impone mencionar un caso muy especial: todo este tipo de cuestiones se plantea más agudamente en el teatro, por su doble condición de arte literario y de espectáculo (que, como tal, moviliza hoy considerables sumas de dinero). Ante todo, cabe plantearse si es posible que triunfe una obra que se opone a las creencias colectivas de la comunidad en que se estrena. Una respuesta negativa sería la de Eugenio d'Ors: «Como el teatro es un arte de multitudes, cuanto en él se exponga como idea ha de basarse en la seguridad de que en éstas existe (...) un ya ganado convencimiento (...). Lo nuevo turba, desorienta, suscita incomprensión, dudas... Nada de ello conviene al valor de inmediata eficacia que ha de tener cuanto se ve llevado a la escena. Lo del teatro no puede ser otra cosa que una rumiación». No nos aferremos a la letra de esta última frase, que algunas gentes de teatro podrían sentir como un insulto. Tratemos de reflexionar sobre el problema que suscita. D'Ors trata de confirmar su teoría —discutible por definición, claro está— con algunos ejemplos concretos de obras dramáticas: La vida es sueño, Nora, Seis personajes en busca de un autor... Igualmente se podrían citar casos que demostrasen lo contrario. Pensemos, limitándonos a nuestra época, en el carácter profundamente revolucionario de cierto teatro político. De hecho, si la censura (por ejemplo, la de la época franquista) ha sido rigurosa con el teatro es porque sentía la capacidad de convencimiento y arrastre que posee, cuando sus distintos elementos se conjugan felizmente en un espectáculo logrado. A otro nivel, no cabe olvidar la difusión de ciertas visiones del mundo no unánimemente aceptadas que ha realizado, de hecho, el teatro existencialista, del absurdo o de la crueldad. No cabe duda, sin embargo, de que estas obras respondían, en cierta medida, a un deseo difuso, a una determinada sensibilidad colectiva que está en el aire, antes que en los libros o sobre un escenario. Para desentrañar plenamente su mensaje, por supuesto, sería preciso la reflexión lenta de una lectura posterior, pero esto no tiene que ver con el impacto inmediato que produce de hecho un espectáculo teatral. Si retrocedemos históricamente, es bastante claro el caso de la comedia clásica española, basada en una serie de ideales en los que comulgan el autor, los farsantes y el público: patriotismo, monarquía, religión, culto al honor... Cuando un dramaturgo como Ruiz de Alarcón se aparta de las soluciones habituales, recibe inmediatamente la sanción popular en forma de «cierta redomilla de olor tan infernal». Muchas veces se ha señalado, también, que la original solución de un conflicto de honra que desarrolla Cervantes en El celoso extremeño es posible, entre otras cosas, por tratarse de una novela; sobre las tablas de un corral de comedias, no es aventurado suponer que hubiera atraído las iras y, muy concretamente, los objetos arrojadizos de los mosqueteros.

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Introduccion_a_la_literatura_Andres_Amor
140 pag.

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