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Pero precisamente, puesto que hay un lugar para la lucha y la contestación en la escuela en torno a cuestiones culturales e ideológicas, es que pue...

Pero precisamente, puesto que hay un lugar para la lucha y la contestación en la escuela en torno a cuestiones culturales e ideológicas, es que pueden desarrollarse pedagogías en intereses del pensamiento crítico y del coraje cívico” (Giroux, 1984: 22). Los docentes necesitan definirse a sí mismos “como intelectuales transformadores que actúan como enseñantes y educadores radicales. El enseñante radical, como categoría, define el rol pedagógico y político que tienen los docentes en la escuela, mientras que la noción de educación radical se refiere a una esfera más amplia de intervención en la que el mismo interés por la autoridad, el conocimiento, el poder y la democracia redefine y amplía la naturaleza política de su tarea pedagógica, que es enseñar, aprender, escuchar y movilizar en el interés de un orden social más justo y equitativo. Conectando la enseñanza escolar a movimientos sociales más amplios, los docentes pueden empezar a redefinir la naturaleza e importancia de la lucha pedagógica y, al hacerlo así, están poniendo las bases para luchar por formas de autoridad emancipadora que sirvan de fundamento para el establecimiento de la libertad y la justicia” (Giroux, 1986: 38-39). De hecho, los defensores de las escuelas democráticas también se dan cuenta, a veces dolorosamente, de que ejercer la democracia implica tensiones y contradicciones. La participación democrática en la toma de decisiones, por ejemplo, “abre el camino a ideas antidemocráticas, como las continuas llamadas de censura de los materiales, el uso de cheques de impuestos públicos para la educación en escuelas privadas, y el mantenimiento de desigualdades históricas en la vida escolar. Además, se perfila siempre la posibilidad de una democracia ilusoria, en la que las autoridades pueden solicitar la participación para gestionar el consentimiento a decisiones predeterminadas. Estas contradicciones y tensiones apuntan al hecho de que dar vida a la democracia es siempre una lucha. Pero más allá de ellas está la posibilidad de que los educadores profesionales y los ciudadanos trabajen juntos en la creación de escuelas más democráticas que sirvan al bien común de toda la comunidad” (Apple y Beane, 1997: 22-23). La contrastación de la investigación-acción hay que efectuarla a partir, por un lado, de la consideración de que “los estudios realizados en España sobre el origen social y cultural del maestro muestran a un profesional procedente de clases medias bajas y capital cultural escaso. El tipo de formación que recibe en las escuelas universitarias o en los centros de formación del profesorado es bastante defectuoso. Su formación como estudiante consiste básicamente en tomar apuntes y apenas o nunca frecuentar las bibliotecas. ¿Cómo va a ser posible que alguien que en su formación inicial no ha realizado investigación científica ni está habituado a las controversias pedagógicas vaya a enseñar a investigar o elaborar conocimientos propios a sus alumnos?” (Feito, 2000: 88-89). Por otro lado, hay que asumir que la institución escolar es “una institución integrada en el modo de producción burocrático. Produce un servicio, la enseñanza, que satisface una necesidad. O, puesto que el sujeto de esta necesidad son los niños y jóvenes futuros trabajadores, aumenta el valor de una mercancía, la fuerza de trabajo. Produce, por tanto, un valor de uso que se ofrece, en parte compulsiva y en parte voluntariamente, a todos los miembros de la sociedad en cuanto que todos se encuentran en esa relación con el Estado que llamamos derecho a la educación –y la obligación de adquirir la misma-. Ese servicio, por último, satisface como valor de uso unas necesidades que son casi enteramente determinadas por el Estado, tanto si son sentidas como tales por sus consumidores como si no y con independencia de la forma precisa que, eventualmente, pudieran querer darle éstos” (Fernández Enguita, 1992: 151). Conviene no perder de vista, señala Feito (2000: 136), “que el sistema educativo no sólo genera la excrecencia del fracaso escolar, sino que es profundamente incapaz de inculcar hábitos intelectuales y de ciudadanía responsable en los jóvenes. Sin duda es aquí donde la voz de los ciudadanos debe oírse. No se trata sólo de preocuparse por las calificaciones escolares –cuya importancia no voy a soslayar-, sino de qué tipo de sociedad estamos creando: una sociedad de la ignorancia, de la pasividad, del embrutecimiento, del individualismo o una sociedad de la cultura, del compromiso, de la solidaridad”. De este modo, el contenido de los currículos y el proceso de toma de decisiones que le rodea no puede ser el resultado de un simple acto de dominio. El capital cultural declarado como conocimiento oficial, “es fruto de compromisos; debe atravesar un complejo sistema de filtros y decisiones antes de ser declarado legítimo. Esto afecta a la selección y a la forma del conocimiento seleccionado, en la medida en que tiene que convertirse en materia enseñable para los estudiantes de las escuelas. El Estado actúa como lo que Basil Bernstein llama un agente recontextualizante en el proceso de control simbólico para todos” (Apple, 1996: 87). De hecho, para Apple (1986, 1987), el análisis del conocimiento educativo tiene que ser un planteamiento en el plano de la ideología, es decir, de lo que se considera como conocimiento auténtico por grupos y clases dominantes, en instituciones específicas y momentos históricos concretos, y no un planteamiento puramente analítico (qué debe entenderse por conocimiento), técnico (cómo organizamos los conocimientos para que los niños puedan acceder a ellos y dominarlos) o psicológico (cómo conseguir que los estudiantes aprendan). Así, Apple en “Ideología y currículo” (1986) examina la relación existente entre ideología y la experiencia escolar a través de: 1) las regularidades básicas de la experiencia escolar y la enseñanza encubierta que se produce en ellas; 2) los compromisos ideológicos encerrados en el currículum abierto; 3) el apuntalamiento ideológico, ético y evaluativo de los modos en que ordinariamente pensamos, planificamos y evaluamos nuestras experiencias escolares. Relación guiada por la idea de que la saturación ideológica invade totalmente nuestra experiencia, y que permite ver cómo el profesorado y los estudiantes emplean marcos de referencia que los ayudan a organizar su mundo y les permiten creer que son participantes naturales de la instrumentalización neutral de la enseñanza. Tanto los contenidos curriculares como la estructura curricular crean y recrean formas de conciencia que permiten el mantenimiento del control social; formas de conciencia (con los valores y significados apropiados) que no ven otra posibilidad seria que el conjunto económico y cultural ahora existente: las economías industrializadas. Consecuentemente, la institución escolar se utiliza con propósitos hegemónicos mediante: a) la definición, incorporación y selección de lo que se considera como conocimiento legitimado o real; b) el planteamiento de un falso consenso sobre lo que son los hechos, habilidades, esperanzas y miedos apropiados (y el modo en que todos deberíamos evaluarlos); c) la generación de bajos niveles de rendimiento (del mismo modo que un mercado económico en el que resulte más eficaz tener un nivel relativamente constante de empleo que generar realmente empleo); d) la selección de un número específico de estudiantes para los niveles superiores de educación por su capacidad para contribuir a la maximización de la producción del conocimiento técnico y positivista de la ciencia que encubre el hecho de que el pensamiento curricular se base cada vez más en presuposiciones ideológicas. En suma, mediante estas estrategias el aparato económico y cultural se vinculan directamente. Como indica Apple (1986: 20), “aquí el conocimiento es poder, pero sobre todo en las manos de los que ya lo tienen, de los que controlan ya el capital cultural del mismo modo que el capital económico”. Por otra parte, Apple (1987) cuestiona el discurso liberal de la sociedad y de la educación que considera un lenguaje de justificación, una forma ideológica, no una descripción precisa del funcionamiento de la sociedad y de la educación. Discurso que confía en la ciencia, la neutralidad y la educación como regla de me

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Gestão Pública Universidad Antonio NariñoUniversidad Antonio Nariño

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