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No es santo quien «se dirige» a sí mismo; sino quien se deja dirigir por Dios. Universalidad, por tanto, de la relación de dirección. Aunque haya u...

No es santo quien «se dirige» a sí mismo; sino quien se deja dirigir por Dios. Universalidad, por tanto, de la relación de dirección. Aunque haya una etapa de iniciación a la vida monástica en la cual la dirección debe adoptar una forma densa, institucional, organizada por reglas comunes a todos los novicios, la voluntad de aceptar una dirección, la disposición a dejarse dirigir, es una constante que debe caracterizar la totalidad de la existencia monástica(47). Casiano indica los dos aspectos principales de dicha dirección y de su modo de ejercicio. – La dirección consiste en un adiestramiento en la obediencia, entendido como renuncia a las voluntades propias a partir de la sumisión a la de otro: La preocupación y el objeto principal de su enseñanza [se trata del maestro de los novicios], que a continuación dará al joven monje la capacidad de elevarse hasta las cimas más altas de la perfección, consistirá en enseñarle ante todo a vencer sus voluntades. Al ejercitarlo en ello con aplicación y diligencia, velará siempre por ordenarle ex profeso lo que haya notado contrario a su temperamento(48). – Y para alcanzar esa obediencia perfecta y exhaustiva, para que pueda efectuarse ese juego de anulación y sustitución (anulación de la voluntad propia, sustitución por la voluntad de otro), es indispensable el ejercicio del examen permanente de uno mismo y de la confesión perpetua: Para llegar con facilidad a ellas [a la obediencia perfecta y la humildad de corazón], se enseña a los principiantes a no ocultar por falsa vergüenza ninguno de los pensamientos que les corroen el corazón y, en cambio, no bien surgen, a manifestarlos al anciano y, para pronunciarse sobre ellos, a no confiar en su opinión personal, sino creer malo o bueno lo que el anciano, tras un examen, declare tal(49). II. LA REGLA DE OBEDIENCIA Que la dirección suponga la obediencia irrestricta del discípulo al maestro no es, desde luego, un principio privativo del monacato cristiano. En la vida filosófica de la Antigüedad, debía escucharse al maestro con fidelidad. Pero esta obediencia tenía una finalidad y era a la vez instrumental y limitada. En efecto, tenía un objetivo definido: debía permitir liberarse de una pasión, superar un duelo o una aflicción, salir de una etapa de incertidumbre (tal era el caso de Sereno al consultar a Séneca) o alcanzar cierto estado (de tranquilidad, de dominio de sí, de independencia respecto de los acontecimientos exteriores). Para llegar a ese fin, el director utilizaba medios acotados y la obediencia que se requería del discípulo se limitaba a las formas necesarias. Por último, era una sumisión provisoria que debía cesar no bien se alcanzara la meta perseguida por la dirección. No era otra cosa que una de las herramientas puestas en práctica, pero conforme a una estricta economía que la limitaba exclusivamente al momento y los objetivos en los que podía ser útil. La obediencia monástica es de un tipo muy distinto. a. Ante todo, es global: no se trata de obedecer en la sola medida en que esta sumisión pueda permitir alcanzar un resultado; es necesario obedecer en todo. Ningún aspecto de la vida, ningún momento de la existencia debería escapar a la forma de la obediencia. El dirigido debe procurar que el más mínimo de sus actos, aun el que parezca más independiente de su propia voluntad, esté sometido a la voluntad de quien lo dirige. La relación de obediencia debe atravesar la existencia hasta en sus menores aspectos. Es la subditio, cuyo efecto es que el monje, en todas sus conductas, debe obrar de modo que lo conduzcan. Que lo conduzcan la regla, los mandamientos del abad, las órdenes de su director y, eventualmente, incluso las voluntades de sus hermanos[(50)], ya que, si bien es cierto que estas no emanan de un superior o un anciano, tienen el privilegio de ser voluntades de otro. Por eso no hay que distinguir entre lo que uno hace por sí mismo y lo que hace por consejo de otro. Todo debe hacerse conforme a una orden. El officium del monje, dice San Jerónimo, es obedecer[(51)]. Así, será necesario que haga todo de acuerdo con un mandamiento específico o, al menos, un permiso otorgado: «Cualquier acto que se lleva a cabo sin la orden o el permiso del superior es un robo y un sacrilegio que lleva a la muerte y no al beneficio, aunque te parezca bueno»(52). «Los jóvenes no solo no se atreven a dejar la celda sin que su encargado lo sepa y lo consienta, sino que ni siquiera suponen su autorización para satisfacer sus necesidades naturales(53)». Y más adelante Doroteo de Gaza contará la proeza de un discípulo de Barsanufio que, agotado por la enfermedad, se abstuvo de morir hasta que su maestro le dio la autorización para hacerlo(54). b. Además, el valor de esa obediencia no está en el contenido del acto prescrito o permitido. Reside ante todo en su forma: en el hecho de someterse a la voluntad de otro y plegarse a ella, sin atribuir importancia a aquello que es querido, sino aferrándose a la circunstancia de que es otro quien lo quiere. Lo esencial es no oponer nada a esa otra voluntad: ni la propia, ni la razón ni interés alguno, aunque parezca legítimo, ni la mínima inercia. Hay que aceptar «sufrir» íntegramente esa voluntad, ser dúctil y transparente con respecto a ella. Tal es el principio de la patientia, que lleva a aceptar todo lo que el director quiera y soportar todo lo que provenga de él. Casiano, como los otros testigos de la vida monástica, da a conocer las más célebres pruebas de esa paciencia. Prueba de su carácter absurdo. Aun desprovista de significación, una orden debe ejecutarse acabadamente. Así lo hizo el abad Juan, héroe de la obediencia

Esta pregunta también está en el material:

Historia Sexualidad IV Las confesiones de la carne
338 pag.

Psicologia, Psicanálise, Psicologia Humano Universidad Nacional De ColombiaUniversidad Nacional De Colombia

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