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ar de todo cayeron, es imposible, digo, que se renueven otra vez mediante la penitencia(3). Pero el texto se refiere a la unicidad del bautismo como acto de «renovación» total del individuo. No excluye el aborrecimiento de las faltas ni el pedido del perdón en quienes han recibido el bautismo: «Por todas nuestras caídas y todas las faltas que hemos cometido por instigación de uno de esos secuaces del Enemigo, imploremos el perdón»(4). Súplica que adopta formas rituales y colectivas: «En la asamblea, confesarás tus faltas y no irás a la oración con una conciencia impura»(5); de igual manera, en la reunión dominical, se parte el pan y se dan las gracias «luego de haber confesado los pecados, para que el sacrificio sea puro»(6). Se convoca a la comunidad entera a participar en ese arrepentimiento que cada uno debe experimentar y manifestar. Sea bajo la forma de una corrección recíproca: «La reprimenda que nos hacemos unos a otros es buena y muy útil: nos aferra a la voluntad de Dios»(7); sea bajo la forma de una intercesión de unos por otros, ante el que perdona(8); sea bajo la forma de ayunos y súplicas que es necesario hacer con quienes han pecado(9). Y el papel de los presbíteros consiste en mostrarse «compasivos, misericordiosos con todos» y «hacer volver a los extraviados»(10). Por lo tanto, el arrepentimiento y el pedido del perdón eran una parte intrínseca de la vida de los fieles y de la comunidad, antes de que Hermas hiciera anunciar por el ángel, al que había sido confiado, la instauración de otra penitencia. No hay que olvidar que la metanoia no es un mero cambio de actitud necesario para el bautismo, no es solo conversión del alma que el Espíritu produce en el momento de descender en ella. Mediante el bautismo se nos convoca «a la metanoia»(11), que es a la vez punto de partida y forma general de la vida cristiana. El arrepentimiento al que los textos de la Didache y los de Clemente o Bernabé convocan a los cristianos es el mismo que acompañaba al bautismo: es su prolongación, la continuidad de su movimiento. El problema que plantea El Pastor, en consecuencia, no es el del paso de una Iglesia de perfectos a una comunidad que reconoce en sí la existencia de pecadores y debe darles cabida. E indudablemente ni siquiera es el paso de un rigorismo que solo admite la penitencia bautismal a una práctica más indulgente. Se trata antes bien del modo de institucionalización de ese arrepentimiento posterior al bautismo y de la posibilidad de reiterar –total o parcialmente– el procedimiento de purificación (e incluso de redención) al que el bautismo había dado lugar una primera vez. De hecho, se trata ni más ni menos que del problema de la repetición, en una economía de la salvación, de la iluminación, el acceso a la verdadera vida, que por definición no conoce más que un eje de tiempo irreversible escandido por un acontecimiento decisivo y único. Dejaré de lado la historia de esa institucionalización y los debates de orden teológico o pastoral que ella ha suscitado. Me limitaré a considerar las formas adoptadas, a partir del siglo III, por la penitencia «canónica», es decir, por los recursos rituales, instaurados por la autoridad de las Iglesias, para quienes han cometido pecados graves y no pueden obtener el perdón sobre la base exclusiva del arrepentimiento y la oración. ¿Cómo puede un bautizado volver a obtener el perdón si ha infringido los compromisos asumidos y se ha apartado de la gracia recibida? Esta reconciliación se definía con referencia al bautismo. No porque fuera su repetición, ya que el bautismo no puede reiterarse. La gracia dada entonces se ha otorgado de una vez y para siempre, y las faltas redimidas lo han sido definitivamente: solo podemos renacer una vez(12). Pero la «penitencia» que acompaña al bautismo y que este introduce, el movimiento mediante el cual el espíritu se separa de sus pecados y muere a esa muerte, así como el perdón que Dios otorga en su benevolencia, pueden renovarse. Por consiguiente, no hay segundo bautismo(13); sin embargo, como ya decía Tertuliano, sí hay una «segunda esperanza», «otra puerta» a la que el pecador puede golpear luego de que Dios haya cerrado la del bautismo; «beneficio repetido» o, mejor, «aumentado», puesto que «devolver es más que dar»: paenitentia secunda(14). Contra los novacianos, se destacará que esta última es necesaria para no desesperar a quienes ya han caído y no inducir a que quienes todavía no son cristianos demoren el momento del bautismo(15). La relación de la segunda penitencia con el bautismo se marca de diferentes maneras. En primer término, mediante el principio según el cual es el Espíritu Santo el que actúa ahí y allá y perdona las faltas: «Los hombres piden y la Divinidad perdona, […] la Potestad soberana otorga sus favores»(16). Mismo misterio y mismo ministerio, la autoridad ejercida por los sacerdotes es la misma cuando bautizan y cuando reconcilian: «¿Qué diferencia hay en que los sacerdotes recurran a la penitencia o al bautismo para reivindicar ese derecho a ellos otorgado?»(17). Así como la misión del agua del bautismo consistía en lavar las faltas anteriores, se pide a las lágrimas de la penitencia que laven las claudicaciones que se han producido desde aquel(18). Y a pesar de la inquietud por reservar al bautismo el poder de hacer renacer o regenerar, damos con el tema(19) de que la penitencia permite el paso [de la muerte a la vida](*). El De paenitentia de San Ambrosio es significativo en este aspecto. En un principio la penitencia se remite al episodio del samaritano en el Evangelio según San Lucas: como el hombre herido en el camino de Jericó, el pecador puede salvarse porque aún está «a medias vivo»; si estuviera del todo muerto, ¿qué podría hacerse por él? ¿Debe imponerse la penitencia a

Esta pregunta también está en el material:

Historia Sexualidad IV Las confesiones de la carne
338 pag.

Psicologia, Psicanálise, Psicologia Humano Universidad Nacional De ColombiaUniversidad Nacional De Colombia

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