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Los cristianos siguen una conducta digna de los verdaderos filósofos: vemos, en efecto, que desprecian la muerte y, a causa de ciertos pudores, les...

Los cristianos siguen una conducta digna de los verdaderos filósofos: vemos, en efecto, que desprecian la muerte y, a causa de ciertos pudores, les horrorizan los actos de la carne. Hay entre ellos hombres y mujeres que durante toda la vida se abstienen del acto conyugal. Y los hay también que, en el gobierno y el dominio del alma, han ido tan lejos como los verdaderos filósofos(6). La virginidad o la continencia definitiva aparecen en el siglo II como una práctica difundida entre los cristianos pero, al parecer, sin nada de específico: a lo sumo, la extensión de un tipo de comportamiento ya conocido, al menos en su forma exterior, y ya valorado. Recordemos que las grandes interdicciones que se mencionan en los textos de los Padres apostólicos o los apologetas coinciden con aquello que en la moral pagana era objeto de prohibición: adulterio, fornicación, corrupción de niños(7). Así, vemos que durante su primer siglo de existencia el cristianismo parece incluir el mismo sistema de moral sexual que la cultura antigua que lo precede o lo rodea: las mismas faltas sexuales, condenables en todos, y la misma recomendación «elitista», y para algunos, de abstinencia total. La historia de la práctica de la virginidad en los dos primeros siglos del cristianismo no consiste simplemente en la ampliación de una recomendación «filosófica» de abstinencia. En realidad, la práctica cristiana marcó sus diferencias con respecto a dos tipos de conducta. Si se la compara con la sabiduría pagana, dio otra significación al principio de continencia. Le atribuyó otros efectos u otras promesas, y también le dio otro alcance y, sobre todo, otros instrumentos. Pero asimismo necesitó desprenderse de una tendencia que estaba presente en el propio cristianismo, reactivada sin cesar por la tentación dualista: lo que se ha dado en llamar «encratismo». Con intensidades variables y bajo formas diferentes, esta tendencia a prohibir todas las relaciones sexuales a todos los cristianos como condición indispensable de su salvación estuvo constantemente presente en los primeros siglos cristianos. Llegó a adoptar, con Taciano y Julio Casiano, la apariencia de una secta; a constituir uno de los rasgos fundamentales de algunas herejías (así en la gnosis de Marción o entre los maniqueos); a marcar la práctica de ciertas comunidades, como lo atestiguan la Segunda Epístola a los Corintios (apócrifa) de Clemente e incluso los reproches que, según Eusebio, se le hicieron a Pinito, obispo de Cnosos, quien, sin tener en cuenta «la debilidad de los más», quería imponer «a los hermanos la pesada carga de la castidad»[(8)]; e incluso también llegó a constituir la vertiente de pensamientos que por otra parte eran reconocidos como ortodoxos: lo testimonian el escándalo y los debates que suscitó el Adversus Jovinianum de San Jerónimo. Ahora bien, en la crítica del encratismo la cuestión pasaba no por saber si la virginidad debía ser o no una ley impuesta a cualquiera que quisiera obrar por su salvación, sino –habida cuenta de que el rechazo de todas las relaciones sexuales no era una ley incondicional– por determinar qué experiencia privilegiada, relativamente «rara» y positiva, constituía esa virginidad. Resulta necesario señalar dos cosas importantes. Lo que el pensamiento cristiano elaborará hasta los siglos V-VI, lo que será el punto fundamental de la reflexión y el lugar de las transformaciones, no es el registro de las grandes prohibiciones, sino la cuestión de la virginidad (y, lo veremos más adelante, la economía interna del matrimonio). Las prohibiciones esenciales siguen siendo lo que son: la redistribución de su sistema se constatará mucho más adelante, con la aparición de vastos ámbitos como el del incesto, el bestialismo y lo «contra natura». Pero durante los primeros siglos tanto la apuesta teórica como la cuestión práctica tendrán que ver con el valor y el sentido que se otorga a una abstención rigurosa y definitiva de toda relación sexual, sea cual fuere (y hasta lo que puede implicar el pensamiento y el deseo de tenerla). Con todo, la cuestión de la virginidad no debe considerarse como un mero principio de abstinencia, que complete de algún modo las prohibiciones particulares con una recomendación general de continencia. El ardor destinado a exaltar y recomendar la virginidad no debe comprenderse como una extensión de las antiguas interdicciones al ámbito general de las relaciones sexuales: una suerte de generalización que, en última instancia, prohíba no solo esto, eso e incluso aquello, sino, a fin de cuentas, todo. La valorización de la virginidad, entre la abstinencia parcialmente recomendada por algunos sabios antiguos y la continencia rigurosa de los encratitas, introdujo poco a poco la definición de una relación del individuo consigo mismo, con su pensamiento, su alma y su cuerpo. En síntesis, la prohibición del adulterio o de la corrupción infantil, por un lado, y la recomendación de la virginidad, por otro, no son una prolongación de la otra. Son disimétricas y de naturaleza diferente. Ahora bien, en la elaboración de la segunda y no en el fortalecimiento de la primera fue como se formó la concepción cristiana de la carne. Digamos en una palabra que, junto a un código moral de las prohibiciones sexuales que se mantuvo más o menos estable, se desarrolló, conforme a un modo muy distinto, una práctica singular: la de la virginidad.

Esta pregunta también está en el material:

Historia Sexualidad IV Las confesiones de la carne
338 pag.

Psicologia, Psicanálise, Psicologia Humano Universidad Nacional De ColombiaUniversidad Nacional De Colombia

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