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Netherland. El personaje central está intentando aceptar la decisión de su esposa de dejarlo. Mirando desde el balcón de su apartamento del Hotel C...

Netherland. El personaje central está intentando aceptar la decisión de su esposa de dejarlo. Mirando desde el balcón de su apartamento del Hotel Chelsea de Nueva York, deforma amargamente una metáfora de salida potencial del sol en un ocaso propio del Crepúsculo de los dioses: una sucesión de calles entrecruzadas relucían como si cada una contuviera un amanecer. Las luces traseras de los automóviles, el brillo ordinario de los edificios de oficinas vacíos, los escaparates iluminados, el anaranjado borroso de las farolas de las calles: toda esta porquería de luz había sido refinada en una atmósfera radiante que se situaba en un montón bajo de plata sobre el Midtown, e introdujo en mi mente el loco pensamiento de que el crepúsculo final caía sobre Nueva York. La trilogía de las Tres Californias, de la época Reagan, del escritor de ciencia ficción Kim Stanley Robinson, presenta diferentes situaciones hipotéticas para el estado dorado. La segunda novela de la serie, La costa dorada, ilustra el que quizá es el más probable de estos futuros, no posnuclear ni ecotópico. Aquí, Robinson improvisa más extensamente sobre las luces de Los Ángeles y sus orígenes elementales: La gran retícula de luz. Tungsteno, neón, sodio, mercurio, halógenos, xenón. A nivel del suelo, retículas cuadradas de farolas de sodio anaranjado. Todo tipo de cosas que queman. Lámparas de vapor de mercurio: cristales azules sobre las autopistas, los bloques de pisos, los aparcamientos. Xenón que zapea los ojos, que deslumbra los paseos, el estadio, Disneyland. Grandes haces de luz halógena como de faro, procedentes del aeropuerto, que rasgan el cielo nocturno. La luz de una ambulancia, con rojo pulsante abajo. Sucesión incesante, rojoverdeamarillo, rojoverdeamarillo. Faros delanteros y luces traseras, glóbulos sanguíneos rojos y blancos, empujados a través de un cuerpo de luz leucémico. Hay una luz de freno en tu cerebro. Mil millones de luces. (Diez millones de personas.) ¿Cuántos kilowatts por hora? Retículo colocado sobre retículo, desde las montañas al mar. Mil millones de luces. ¡Ah, sí! El condado de Orange. En cada continente, el sodio es ahora el color de la ciudad por la noche y el medio principal para que conozcamos este elemento, al ser su luz lívida y desagradable una característica inevitable de la vida metropolitana. Incluso los fabricantes y las autoridades responsables de instalarlas reconocen que las lámparas de sodio no son un triunfo de la estética, pero no obstante se las prefiere porque son más eficientes desde el punto de vista energético que las alternativas. Los intentos para cambiar a luces más blancas basadas en mezclas de otros vapores químicos han sido frustrados por las sucesivas crisis del petróleo, de modo que llevamos nuestra vida nocturna bajo el fulgor singular del sodio. Paisaje urbano iluminado con luces de sodio. (Copyright © David Jones.) No es el color a 589 nanómetros lo que ofende. En otro contexto, éste puede ofrecer alegría, como cuando la sal marina tiñe las llamas de una fogata de leña acarreada a la playa por el oleaje. Es su ubicuidad neblinosa. Confieso que comparto la aversión general por esta iluminación artificial que se inflige a toda la ciudad, aunque sólo tengo recuerdos felices de la única lámpara de sodio que lucía en mi dormitorio desde el otro lado de la calle cuando yo era niño. Puedo recordar que miraba cómo titilaba con un color rosado como acabado de lavar (debido al neón que se añadía para activar el sodio a un voltaje inferior) cuando se encendía por primera vez en las tardes húmedas de otoño, antes de brillar y pasar por el rojo y el anaranjado en su camino al resplandor total, que significaba que yo no tenía necesidad de una luz nocturna. Entonces yo no había leído ninguna novela distópica. No fue su luz característica lo que condujo a los químicos al descubrimiento del sodio, como iba a ocurrir con varios elementos identificados posteriormente. En 1801, Humphry Davy se trasladó desde Bristol para ocupar el puesto de director del laboratorio de la recién fundada Royal Institution en Londres. Se llevó consigo sus pilas galvánicas, las baterías primitivas con las que últimamente había comenzado a experimentar, al tener la intuición de que la electricidad que generaban podría ser la clave del descubrimiento de «los verdaderos elementos» de las sustancias. Pilas voltaicas de Humphry Davy. (Cortesía de la Real Institución de la Gran Bretaña.) En la Royal Institution construyó pilas más potentes intercalando docenas de placas de cobre y zinc en cajas alargadas, como si fueran paquetes de Navidad de las pastillas de menta y chocolate After Eight. Resumió sus primeros experimentos con el nuevo aparato en una magnífica conferencia en la Royal Society en noviembre de 1806. Fue un trabajo tan prometedor que de inmediato le aseguró su reputación internacional, incluido el premio de Napoleón que proporcionó la razón para su viaje posterior a Francia. Después de concluir una investigación sobre la electrólisis del agua pura y de varias soluciones mediante su método, Davy dirigió su atención a las sales licuadas. El octubre siguiente sumergió el electrodo de alambre de platino de su batería en potasa derretida, y casi inmediatamente consiguió descomponer el material y producir un nuevo metal muy reactivo. Davy «bailaba por la habitación en un deleite extático al final del proceso», según su primo Edmund, que había sido enrolado como ayudante. Unos días después, Davy repitió el experimento con la corrosivamente alcalina sosa cáustica, o hidróxido sódico, en lugar de la potasa, y ocurrió lo mismo: otro metal nuevo. En noviembre volvió a la Royal Society para repetir la misma conferencia especial, una actuación que sobrepujaría el logro del año anterior. Davy describió como «en el alambre negativo se exhibía una luz intensísima, y una columna de fuego, que parecía deberse al desarrollo de materia combustible, surgía del punto de

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La Tabla Periodica La curiosa historia de los elementos
722 pag.

Biologia Universidad Nacional Autónoma De MéxicoUniversidad Nacional Autónoma De México

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