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En el arte y en la literatura, el estudio y la mesa del escritor conservan una cierta fascinación. Pero no importa dónde estuvieran Newton y Einste...

En el arte y en la literatura, el estudio y la mesa del escritor conservan una cierta fascinación. Pero no importa dónde estuvieran Newton y Einstein cuando revolucionaron las leyes de la física; lo que importa simplemente es que lo hicieron. Se puede visitar la casa familiar en Lincolnshire a la que Newton se retiró cuando la peste se extendió por Cambridge y donde hizo sus descubrimientos más importantes. En el jardín hay un manzano que, según se dice, está injertado de aquel famoso que dejó caer su fruta sobre la cabeza del gran hombre. Pero no ofrece ningún atisbo de la revelación de Newton acerca de la ley de la gravedad; no es más que un manzano. Yo esperaba que Ytterby fuera diferente. Aquí, después de todo, no fue la presencia casual de algún genio humano lo que la hizo importante. No se trataba de Stratford-upon-Avon o de Dove Cottage.* El significado tenía que estar en el lugar, en la constitución material única de un fragmento de geografía. El cielo es de color gris pálido y los árboles gotean de una llovizna reciente mientras mi autobús se abre camino serpenteando a través de los suburbios de Estocolmo, a lo largo de carreteras resbaladizas que cortan rocas rosadas y grises. Pronto todo lo que es hecho por el hombre parece surgir de esta geología: los áridos que recubren la carretera, las barreras de acero a lo largo de su borde, los cerramientos metálicos de las fincas industriales, la piedra toscamente labrada y el estuco ocre de los edificios más imponentes, las tablas de chilla roja de las casas (llamada Falu röd por las minas de Falun, cuyos minerales cuprosos se emplean para producir el pigmento). En todas partes, grandes pedrones redondeados surgen entre la vegetación de finales de primavera, como si fueran ellos los que estuvieran vivos y crecieran, hasta el punto que parece que pronto recubrirán la hierba y los arbustos, y no al revés. A medida que el autobús avanza, pienso que parece que la química se ha convertido en una actividad casi clandestina. Los alquimistas están desacreditados y fríos en sus tumbas, pero la ciencia de los elementos parece haber conseguido poco respeto o respetabilidad. Los héroes y las heroínas de la química se han olvidado. El tema se enseña cada vez más hipotéticamente en las facultades, con experimentos que ya no realizan ni los alumnos ni el profesor, sino que simplemente se describen o se ven en un DVD. Los productos químicos son algo que hay que temer, los que son necesarios se mantienen en su lugar bajo el fregadero de la cocina (y se los designa como «sustancias químicas», como si el mismo fregadero y su contenido no fueran también sustancias químicas). Me he esforzado por obtener las sustancias simples y los aparatos sencillos que necesitaba para mis modestos experimentos; he visitado una fábrica de fuegos artificiales escondida detrás de un seto en un lugar apartado, sin ningún rótulo comercial que advirtiera de su presencia; he oído historias de académicos que se fueron de sus laboratorios urbanos a tierras remotas y desiertas para realizar sus experimentos. Parecía una extraña manera de aumentar los conocimientos científicos y divulgar este saber. Los elementos (muchos de ellos) se pueden obtener si se sabe dónde buscarlos, pero se hace que este mismo conocimiento parezca peligroso, como si sólo se pudiera conseguir al precio de conocer algún código secreto: el azufre se puede obtener en la tienda de jardinería; el magnesio en el comercio de objetos navales; el antimonio en la tienda que suministra a los artistas. Sin duda, los elementos universales debieran pertenecer a toda la humanidad. El autobús atraviesa un par de caletas y me deja; soy el único que desciende. La llovizna empieza de nuevo, y ahora entiendo por qué el mapa que he comprado en preparación para la fase final de mi viaje está dentro de una funda de plástico. Yo había esperado un viaje de dimensiones épicas, y me desanimo un poco al ver que en la actualidad Resarö se encuentra situada cómodamente a una distancia de Estocolmo que es fácil de salvar. El mapa muestra el poblado de Ytterby y una G angular (de gruva, mina) en el extremo de la isla. Camino con dificultad un par de kilómetros bajo la lluvia. Los zorzales emiten excitados ruidos de carracas en los árboles. En el margen del camino crecen geranios salvajes. Pronto, los prados sembrados de rocas dejan paso a unos suburbios idílicos, y la lluvia cesa. El sonido de niños jugando llena el aire. Aparecen casas y jardines con pequeños retazos de vegetación tachonados de arbustos de arándanos y de flores de cebolla. Pendones azules y amarillos ondean alegremente en la brisa en lo alto de astas elevadas en muchos de los jardines. Sigo las indicaciones hasta llegar a una cafetería que encuentro en un astillero. La cafetería no es más que una choza con un lado abierto, con un piso, pequeño como un pañuelo, que da al agua. Las servilletas de papel están sujetas con un fragmento de la piedra rosada. Le pregunto al dueño si conoce la mina de Ytterby y si sabe de su cúmulo de elementos. Sí que la conoce, pero no ha estado allí en persona. «Sólo hace cinco años que vivo en Resarö. No soy del tipo excursionista». Sigo caminando más allá de una calle llamada Yttrimvägen y sé que debo estar acercándome. Un poco más allá, dos bloques de la roca rosada han sido colocados al lado de la carretera. Un empinado sendero de guijarros que empieza entre ellos transcurre entre abedules y pinos. A un lado del sendero se yerguen los postes metálicos de un letrero que ha desaparecido, pero un pequeño rótulo de plástico clavado en un árbol adyacente anuncia que he llegado a una «Natur minne». El sendero es de cuarzo de color blanco puro y rosado, como en un cuento de hadas. Lo sigo t

Esta pregunta también está en el material:

La Tabla Periodica La curiosa historia de los elementos
722 pag.

Biologia Universidad Nacional Autónoma De MéxicoUniversidad Nacional Autónoma De México

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