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Ramsés gustaba de jugar con el barro de la calle. Al principio, su padre, el viejo general, lo permitía, por su breve edad; con el tiempo fue impac...

Ramsés gustaba de jugar con el barro de la calle. Al principio, su padre, el viejo general, lo permitía, por su breve edad; con el tiempo fue impacientándose, hasta llegar al enfado, pero a Ramsés no le importaba. Había visto con sus jóvenes ojos las más grandiosas pirámides, orgullo del Reino del Nilo, y día tras día se empecinaba en evocarlas en el fango. Sus obras representaban también incansables templos de infinitas escaleras, protegidos celosamente por sus divinidades. Apenas había comenzado su instrucción religiosa, pero tenía una imaginación muy vívida y más real que los enfados de su padre; con éstos convivía unas horas al día, y con sus sueños en todo momento, incluso de noche. Poco a poco su padre se fue conformando –quizá resignando– con la idea de que había nacido para idear monumentos, imaginar prodigios, y como se trataba de una familia acomodada, planeó para él la formación adecuada. Había cruzado el río sagrado para enseñarle las viejas canteras, e incluso imaginó un viaje –que no llegarían a realizar por la plaga de langostas que asoló el reino–, más allá de la tierra roja, para mostrarle las minas de diorita que él tuvo ocasión de visitar también siendo un niño. La fiebre se fue pasando de hijo a padre, y éste comenzó a mirarle con brillo en los ojos. Pero una tarde que el general volvía antes de

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