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tendría la oportunidad de comunicar sus noticias a Dordrecht, donde alguien debía llorarlo. «Ese alguien —añadió Van Baerle para sí después de un m...

tendría la oportunidad de comunicar sus noticias a Dordrecht, donde alguien debía llorarlo. «Ese alguien —añadió Van Baerle para sí después de un momento de meditación—seré yo.» Se es paciente cuando se tienen veintiocho años y se está condenado a prisión perpetua, es decir, a algo como veintidós o veintitrés mil días de prisión. Van Baerle, siempre pensando en sus tres bulbos, porque este pensamiento latía siempre en el fondo de su pecho, confeccionó una trampa para palomos. Intentó capturar esos volátiles con todos los recursos de su hacienda, dieciocho sous de Holanda por día—doce sous de Francia—y al cabo de un mes de infructuosas tentativas, cazó una hembra. Tardó otros dos meses para capturar un macho; luego los encerró juntos, y hacia principios del año 1673, habiendo obtenido unos huevos, soltó a la hembra que, confiando en el macho que los cubría en su lugar, se dirigió alegremente hacia Dordrecht con su mensaje bajo el ala. Regresó por la noche. Había conservado el mensaje. Lo guardó así quince días, con gran decepción de Van Baerle al principio y luego con gran desesperación. Al decimosexto día, por fin, regresó de vacío. Ahora bien, Van Baerle dirigía esa nota a su nodriza, la vieja frisona, y suplicaba a las almas caritativas que la hallaran, que la entregaran con la mayor seguridad y rapidez posible. En esta carta, dirigida a su nodriza, había una pequeña nota destinada a Rosa. Dios, que transporta con su aliento las simientes de alhelíes a las murallas de los viejos castillos y las hace florecer con un poco de lluvia, permitió que la nodriza de Van Baerle recibiera aquella carta. Sucedió así: Deseando Dordrecht por La Haya y La Haya por Gorcum, Mynheer Isaac Boxtel había abandonado no solamente su casa, a su criado, su observatorio, su telescopio, sino también sus palomos. El criado, al que había dejado sin dinero, comenzó por comerse los pocos ahorros que tenía y a continuación se puso a comerse los palomos. Viendo lo cual, los palomos emigraron del tejado de Isaac Boxtel al tejado de Cornelius van Baerle. La nodriza poseía un bondadoso corazón y tenía necesidad de amar algo. Sintió una buena amistad por los palomos que habían acudido demandándole hospitalidad, y cuando el criado de Isaac reclamó para comérselos a los doce o quince últimos como se había comido los doce o quince primeros, le ofreció rescatarlos mediante seis sous de Holanda el ejemplar. Esto era el doble de lo que valían los palomos; así pues, el criado lo aceptó con gran alegría. La nodriza pasó a ser entonces la legítima propietaria de los palomos del envidioso. Estos palomos estaban mezclados con aquellos que en sus peregrinaciones visitaban La Haya, Loevestein y Rotterdam, yendo a buscar sin duda trigo de otra naturaleza, cañamones de otro gusto. El azar, o más bien Dios, Dios al que vemos en el fondo de todas las cosas, había hecho que Cornelius van Baerle cazara precisamente uno de aquellos palomos. Resulta de ello que si el envidioso no hubiera abandonado Dordrecht para seguir a su rival a La Haya primero, luego a Gorcum o a Loevestein, como se verá, no estando separadas las dos localidades más que por la unión del Waal y del Mosa, hubiera sido en sus manos y no en las de la nodriza donde habría caído la nota escrita por Van Baerle, de suerte que el pobre prisionero, como el cuervo del remendón romano, habría perdido su tiempo y su trabajo, y en lugar de tener que contar los variados sucesos que, semejantes a un tapiz de mil colores van a desarrollarse bajo nuestra pluma, no hubiéramos tenido que describir más que una serie de días pálidos, tristes y sombríos como el manto de la noche. La nota cayó, pues, en manos de la nodriza de Van Baerle. De este modo, hacia los primeros días de febrero, cuando las primeras horas de la noche descendían del cielo dejando tras ellas las estrellas nacientes, Cornelius oyó en la escalera de la torrecilla una voz que le hizo estremecer. Se llevó la mano al corazón y escuchó. Aquélla era la voz dulce y armoniosa de Rosa. Confesémoslo, Cornelius no hubiera quedado tan aturdido por la sorpresa, tan loco de alegría como lo hubiese estado sin la historia del palomo. El palomo le había traído la esperanza bajo su ala a cambio de su carta, y como conocía a Rosa esperaba tener cada día, si le habían entregado la nota, noticias de su amor y de sus bulbos. Se levantó, aguzando el oído, inclinando el cuerpo hacia la puerta. Sí, aquéllos eran realmente los acentos que tan dulcemente le habían emocionado en La Haya. Pero ahora, Rosa, que había realizado el viaje de La Haya a Loevestein; Rosa, que había conseguido, Cornelius no sabía cómo, penetrar en la prisión, ¿lograría llegar felizmente hasta el prisionero? Mientras Cornelius, a ese respecto, amontonaba pensamiento sobre pensamiento, deseos sobre inquietudes, el postigo colocado en la puerta de su celda se abrió, y Rosa, resplandeciente de alegría, de compostura, bella sobre todo por la pena que había empalidecido sus mejillas desde hacía cinco meses, pegó su rostro al enrejado de Cornelius diciéndole: —¡Oh, señor! Señor, aquí estoy. Cornelius extendió el brazo, miró al cielo y lanzó un grito de alegría. —¡Oh! ¡Rosa, Rosa! —exclamó. —¡Silencio! Hablemos bajo, mi padre me sigue —advirtió la joven. —¿Vuestro padre? —Sí, está en el patio, al pie de la escalera, recibe las instrucciones del gobernador, va a subir. —¿Las instrucciones del gobernador…? —Escuchadme, voy a tratar de decíroslo todo en dos palabras: El estatúder tiene una casa de campo a una legua de Leiden, una gran lechería no es otra cosa: mi tía, su nodriza, es la que lleva la dirección de todos los animales que están encerrados en esa

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El_tulipan_negro-Dumas_Alexandre
204 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

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