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de la muerte, como le había hecho más fácil el camino de la vida, díjole a su hijo abrazándole por última vez: —Bebe, come y gasta si quieres vivir...

de la muerte, como le había hecho más fácil el camino de la vida, díjole a su hijo abrazándole por última vez: —Bebe, come y gasta si quieres vivir en realidad, porque no es vivir el trabajar todo el día en una silla de madera o en un sillón de cuero, en un laboratorio o en un almacén. Morirás a tu vez y, si no tienes la dicha de tener un hijo, se extinguirá nuestro nombre, y mis florines se asombrarán al hallarse con un amo desconocido, esos florines nuevos que nadie ha pesado nunca más que mi padre, yo y el fundidor. Sobre todo, no imites a tu padrino, Corneille de Witt, que se ha lanzado a la política, la más ingrata de las carreras y que seguramente acabará mal. Luego, el digno señor Van Baerle murió, dejando completamente desolado a su hijo Cornelius, el cual amaba muy poco los florines y mucho a su padre. Cornelius se quedó, pues, solo en la gran casa. En vano su padrino Corneille le ofreció un empleo en los servicios públicos; en vano quiso hacerle gustar de la gloria cuándo Cornelius, por obedecer a su padrino, se embarcó con De Ruyter en el navío Les Sept Provinces, que mandaba a los ciento treinta y nueve barcos con los cuales el ilustre almirante iba a liquidar solo las fortunas de Francia y de Inglaterra reunidas. Cuando, conducido por el piloto Léger, llegó al alcance de mosquete del navío Le Prince, sobre el que se hallaba el duque de York, hermano del rey de Inglaterra, el ataque de De Ruyter, su jefe, fue realizado tan brusca y hábilmente que, sintiendo su barco a punto de ser destruido, el duque de York no tuvo tiempo más que para retirarse a bordo del Saint—Michel; cuando vio al Saint—Michel, roto, triturado bajo las balas holandesas, salirse de la línea; cuando vio saltar un navío, Le Comte de Sanwick, y perecer en las olas o en el fuego a cuatrocientos marineros; cuando vio que al final de todo aquello, después de ser destrozados veinte barcos, muertos tres mil hombres, heridos cinco mil, nada se había decidido ni a favor ni en contra, que cada uno se atribuía la victoria, que había que comenzar de nuevo, y que solamente un nombre más, la batalla de Southwood Bay, se había añadido al catálogo de las batallas; cuando hubo calculado el tiempo que pierde tapándose los ojos y los oídos un hombre que quiere reflexionar incluso cuando sus semejantes se cañonean entre sí, Cornelius dijo adiós a De Ruy—ter, al Ruart de Pulten y a la gloria, besó las rodillas del gran pensionario, por el que sentía una profunda veneración, y regresó a su casa de Dordrecht, rico por su descanso adquirido, por sus veintiocho años, por una salud de hierro, por una vista aguda y más que por sus cuatrocientos mil florines de capital y sus diez mil florines de renta, por la convicción de que un hombre ha recibido siempre del cielo mucho para ser feliz, bastante para no serlo. En consecuencia, y para labrarse una felicidad a su modo, Cornelius se puso a estudiar las plantas y los insectos, recogió y clasificó toda la flora de las islas, pinchó a toda la entomología de su provincia, sobre la que compuso un tratado manuscrito con dibujos realizados por su mano, y finalmente, no sabiendo ya qué hacer con su tiempo y, sobre todo, con su dinero, que iba aumentando de una forma espantosa, escogió entre todas las locuras de su país y de su época una de las más elegantes y de las más costosas. Se dedicó al cultivo de los tulipanes. Aquél era el momento, como se sabe, en que los flamencos y los portugueses, explotando a cual más este género de horticultura, habían llegado a divinizar el tulipán y a hacer de esta flor venida de Oriente lo que jamás naturalista alguno se había atrevido a hacer con la raza humana, por miedo de dar celos a Dios. Muy pronto, desde Dordrecht a Mons, no se habló más que de los tulipanes de Mynheer Van Baerle; y sus parterres, sus fosos, sus cámaras de secado, sus cuadernos de bulbos fueron visitados como antiguamente lo fueron las galerías y las bibliotecas de Alejandría por los ilustres viajeros romanos. Van Baerle comenzó por gastar sus rentas del año en establecer su colección, luego mermó sus florines nuevos en perfeccionarla; así, su trabajo fue recompensado con un magnífico resultado: halló cinco especies diferentes a las que llamó la Jeanne, por el nombre de su madre, la Baerle, por el nombre de su padre, la Corneille, por el nombre de su padrino… los otros nombres no los sabemos, pero los aficionados podrán seguramente encontrarlos en los catálogos de la época. En 1672, al comienzo del año, Corneille de Witt vino a Dordrecht para vivir tres meses en su antigua casa familiar; porque se sabe que no solamente Corneille había nacido en Dordrecht, sino que la familia de los De Witt era originaria de esta ciudad. Corneille comenzaba entonces, como decía Guillermo de Orange, a gozar de la más perfecta impopularidad. Sin embargo, para sus conciudadanos, los buenos habitantes de Dordrecht, no era todavía un facineroso a prender, y aquéllos, poco satisfechos de su republicanismo algo demasiado puro, pero orgullosos de su valor personal, quisieron ofrecerle el vino de la ciudad cuando llegó. Después de haber dado las gracias a sus conciudadanos, Corneille fue a ver su vieja casa paterna, y ordenó algunas reparaciones antes de que madame De Witt, su mujer, viniera a ella para instalarse con sus hijos. Luego, el Ruart se dirigió a la casa de su ahijado, que tal vez era el único en Dordrecht que ignoraba todavía la presencia del Ruart en su ciudad natal. Tanto como Corneille de Witt había levantado los odios manejando esas semillas nocivas que se llaman las pasiones políticas, otro tanto había amasado Van

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El_tulipan_negro-Dumas_Alexandre
204 pag.

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